Bartolo
EDIA hora después no quedaba un ser viviente en este campo. La noche había cerrado, y todo el mundo se retiró á sus casas. Los confiteros, las fruteras, los taberneros ambulantes habían levantado y plegado sus bártulos, los habían acomodado sobre sendos borricos y caminaban la vuelta de sus casas comentando la aciaga jornada de los de Entralgo. En la Bolera tampoco había nadie. Sólo dentro del lagar de D. Félix, esclarecido por un candil, departían amigablemente cinco ó seis paisanos apurando vasos de sidra. Martinán les escanciaba. Hacía años que había contratado con el capitán la venta de la sidra, y aunque no tenía la taberna allí, sino en su propia casa, situada en el centro del pueblo, los días festivos solía trasladarse al lagar y hacer en él su comercio; porque la Bolera era el campo acostumbrado para los recreos del vecindario.
Martinán era un hombre famoso y popular, no sólo en la parroquia, sino en todo el valle de Laviana. Y aun no diríamos mentira si afirmásemos que su fama se extendía á los concejos limítrofes de Sobrescobio y Langreo. Nadie recordaba haberle visto triste jamás. En medio de las mayores tribulaciones, conservaba el humor jovial, los chascarrillos, las grotescas salidas de payaso á las cuales daba realce su cara espantosamente fea, surcada de costurones causados por la viruela. Tampoco le abandonaba su genio filosófico, inclinado á buscar las causas de todos los efectos y escudriñar las ocultas relaciones de las cosas. Su fuerte era la dialéctica. Recoger una idea vertida por cualquiera en la conversación, examinarla en todos sus aspectos, darle vueltas, tirarla al alto, jugar con ella á la pelota y luego arrojarla á las narices del que la había soltado, tal era el mayor, el único placer de su vida. Porque Martinán comía poco y sólo bebía por complacer á algún parroquiano que se empeñase en ello. En cuanto á los goces del hogar, eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo. Guardaba para ella las caricias más tiernas, los regalos, los epítetos más apasionados que emplean los amantes. Apellidábala medio en serio medio en broma «estrella», «botón de rosa», «lucero», «clavel». De tal modo que la gente de la parroquia dió en llamar á esta desagradable mujeruca Clavel, y no se la conocía por otro nombre. «¿Cómo va Clavel?», le preguntaban los parroquianos á Martinán al entrar en la taberna. «Tan buena —respondía. —Allá está en la cocina amasando la torta».
Vivía con este matrimonio una sobrina, aquella Eladia simpática que ya conocemos. No sufría por cierto con tanta paciencia los rigores y asperezas de su tía. Respondía á veces de mal talante; había disputas frecuentes, gritos, amenazas y hasta golpes. Costábale á Martinán mucho trabajo poner paz entre ellas. Cuando después de una de estas reyertas quedaba la pobre Eladia llorosa y con algún rasguño en las mejillas, solía tomarla su tío de la mano y conducirla á un rincón para emplear con ella las fuerzas dialécticas con que Dios le había dotado.
—Vamos á ver, niña, respóndeme. ¿Quién ha hecho á tu tía?
Eladia le miraba estupefacta sin despegar los labios.
—Vamos, respóndeme, ¿quién ha hecho á tu tía?… ¿La has hecho tú?
—Yo no.
—Entonces ¿quién?
—Será Dios —respondía la joven con mal humor.
—¡Ah, Dios! —exclamaba triunfante Martinán. —Y si tú la hubieras hecho, ¿no la habrías dado un genio más suave, más alegre?
—¡Ya lo creo!
—Luego tú eres capaz de hacer las cosas mejor que Dios, ¿no es cierto?
—¡Vaya, vaya, tío, déjeme en paz! —replicaba la chica exasperada y saliendo como un huracán por la puerta.
Esto mismo le acaecía á Martinán con todos los que aprisionaba en las redes de su lógica. En vez de declararse rendidos y confesar que no tenían sentido común, ó se marchaban, ó se mofaban de él, ó le insultaban.
El descrédito de Martinán, como el de los grandes filósofos alemanes, procedía de que no siempre lograba ponerse al alcance de las inteligencias vulgares. Como Kant y Hegel solía abroquelarse detrás de un tecnicismo extraño, incomprensible, bárbaro, que á muchos hacía reir y á otros indignaba. Había, por ejemplo, en sus discursos una fuente hipervertical de la cual manaban rayos convergentes que nadie sabía qué mil diablos significaba ni de dónde la había traído, aunque la emplease como soberano recurso en las disquisiciones más profundas. Había también unas ínsulas metódicas y unas gravitaciones intermitentes que dejaban estupefactos é inquietos á sus oyentes. Pero, en general, se debe confesar que Martinán no se sumía en estas obscuridades de la lógica sino cuando algún paisano tenía la mala ocurrencia de hacerle beber quieras que no unas copas de aguardiente.
Formaban la base de su sistema ciertos axiomas que consideraba fuera de discusión. El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puede ser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe por ninguna parte». Después había otros de menos importancia, pero igualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un sí me planto yo en Pekín». «El cuándo no existía al comenzar el mundo». De aquí que Martinán no admitiese en la discusión ni síes ni cuándos, lo cual como debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta la posición de sus contrarios. No es maravilla, pues, que éstos llegasen alguna vez á exasperarse y que el filósofo tropezase en más de una ocasión con más de una bofetada de cuello vuelto. Pero no turbaba bofetada más ó menos la admirable serenidad de su espíritu. Seguro de que realizaba una obra de redención persuadiendo á su adversario de que era un asno, proseguía su tarea con nuevo ardor hasta ponerlo por completo en evidencia.
Una cosa sorprendente. Á pesar de su vocación metafísica y de la atención intensa que necesitaba para desenvolver sus intrincados razonamientos, jamás se equivocaba en el número de vasos de sidra ó vino que escanciaba á los parroquianos. Al llegar la hora de retirarse y hacer la cuenta, Martinán decía sin vacilar: «Manuel tiene diez y siete; el tío Goro trece; Pepón treinta y cuatro, etc». ¡Maravilloso cerebro que aun elevándose á las más altas esferas de la filosofía no abandonaba la inspiración matemática!
En este momento se debatía la cuestión de las minas y del ferrocarril proyectado para extraer sus productos. El asunto preocupaba hondamente á los labradores. Vagamente todos sentían que una transformación inmensa, completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundo silencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar, y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, se posesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas. Corría por todo el valle un estremecimiento singular, el ansia y la inquietud que despierta siempre lo desconocido. En los lagares, en las tierras, en los senderos de las montañas y en torno del lar no se hablaba de otra cosa. Los paisanos en general, aunque un poco recelosos, se mostraban satisfechos. Esperaban tomar algún dinero, ya sea de los jornales de sus hijos, pues se aseguraba que admitían en la mina hasta los niños de diez años, ya de la venta de las frutas, huevos, manteca, etc. Pero las mujeres aparecían unánimemente adversas á la reforma. Su espíritu más conservador les hacía repugnar un cambio brusco. Luego aquellos hombres de boina colorada y ojos insolentes, agresivos que tropezaban por las trochas de los castañares les infundían miedo. Luego, y esto era lo principal, temían por sus hijos. La idea de que al padre le acomodase enviarlos á la mina y quedasen sepultados ó quemados dentro, como se decía que pasaba en otras partes, las hacía estremecer.
«¿Todo eso para qué? —decían acercando con mano trémula los pucheros al fuego. —¿No habéis vivido hasta ahora sin necesidad de hurgar la tierra como los topos? ¿Os ha faltado un pedazo de borona y un sorbo de leche? ¿Qué más queréis? ¡Servid á Dios y morid en vuestras camas como cristianos y no como perros en esas cuevas de infierno!».
Los maridos, sentados alrededor del fuego y picando sus cigarros en espera de la cena, rebatían tales argumentos. «Era necesario beneficiar lo que Dios había puesto debajo de la tierra. Si en aquel valle había leña en otras partes no, y necesitaban el carbón para calentarse y guisar su comida. Además, pasar toda la vida con borona, leche y judías era bien duro. Puesto que debajo de los pies tenían el dinero necesario para procurarse algunas comodidades, ¿por qué no recogerlo? En otras partes los jornaleros comían pan blanco, tomaban café, bebían vino y en vez de aquellas camisas de hilo gordo que ellos gastaban se ponían á raíz de la carne unas camisetas de punto suaves, suaves, como la pura manteca».
Los niños estaban de parte de sus padres. Éstos les prometían comprarles un tapabocas y unas botas altas como gastaban los mozalbetes en Langreo, así que ganasen por sí mismos algunos cuartos. Con tal perspectiva no les arredraba bajar á la mina. Hasta preferían esto á la escuela, orgullosos de la precoz independencia que su calidad de obreros les proporcionaba.
En Canzana y en Carrio, parajes donde se habían hecho las primeras excavaciones y donde se proyectaba trazar el ferrocarril para mejor beneficiarlas, el viento de la ambición había levantado los cerebros. Fuera del tío Goro, que por su cualidad de hombre letrado se creía en el caso de opinar siempre como el párroco y el capitán de Entralgo, apenas quedaba un individuo del sexo masculino que no se hallase excitado por la idea de enriquecerse. Y como de Carrio y Canzana eran los cinco ó seis paisanos que en el lagar quedaban rezagados, no es maravilla que todos estuviesen conformes en celebrar los nuevos acontecimientos y en vaticinar enormes prosperidades para el concejo.
Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D. Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo y aficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto le producía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en el horizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de su carcaj una saeta para encajársela. Todos contra él. Él contra todos. Los labriegos, bien cargados ya de sidra, voceaban, se descomponían, mientras el tabernero, con la cabeza siempre despejada y bien repleta de argumentos (quizá también de sofismas) sonreía con desdén.
—Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.
—¡Eso!, ¡eso digo! —exclamaba el paisano con furor.
—Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.
—¡Martinán, eres un burro! —gritó otro paisano que allá en un rincón libaba silenciosamente el jugo de la manzana.
—Te digo que acaso sean nuestra desgracia y voy á probártelo —expresó Martinán con calma sin hacer caso de la interrupción. —Tú bien sabes que en las minas se matan algunas veces los hombres… ¿no me lo negarás?…
—¿Y eso qué importa? —profirió Juan más enfurecido. —Porque un pelafustán se muera ¿va á dejar el concejo de aprovechar la riqueza que tiene bajo tierra?
—¿Pero me lo niegas?
—No te lo niego.
—Pues bien, por la muerte de un hombre se pierde una familia. Ya sabes que cuando falta el padre se marcha el pan; la mujer y los hijos perecen. ¿No me lo negarás?
—No te lo niego: ¡adelante!
—Por la ruina de una familia se pierde un caserío; tampoco me lo negarás. Ya ves lo que sucedió en las Llanas. En cuanto el tío Roque cerró el ojo, los rapaces vendieron al capitán los prados y las tierras y embarcaron en Gijón para la Habana: las rapazas se fueron á servir á Oviedo: el tío Meregildo, que mientras vivió su hermano fué buen paisano, comenzó á dormir en las tabernas hasta que hundió lo que tenía… En fin, ya lo sabes; allí ya no hay más que unos cuantos establos.
—Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco.
—¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que tú has dicho se lo lleva el viento.
—¡Martinán, eres un burro! —volvió á gritar el borracho recalcitrante desde su rincón.
Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo:
—Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré las gracias.
Los paisanos rieron á carcajadas. Todos le abrazan hechizados por tan espiritual salida.
Martinán, henchido de orgullo y regodeándose anticipadamente con la derrota de aquellos bobalicones, iba á proseguir y cerrar su victorioso sorites, cuando de pronto se abre con estrépito la puerta que daba á la Bolera y aparece Bartolo, el hijo belicoso de la tía Jeroma, con el rostro espantosamente pálido, sin garrote en las manos y sin montera en la cabeza. Echó una mirada torva y ansiosa por el recinto, y antes que los presentes pudiesen decirle una palabra, corrió á un tonel vacío y se metió de cabeza por la pequeña compuerta, desapareciendo como un relámpago. No habían pasado cinco segundos cuando se dibujó en la puerta la silueta de Firmo de Rivota.
—Buenas noches, amigos.
—Buenas las tengas, Firmo.
—¿No ha entrado aquí hace un momento Bartolo el de la tía Jeroma?
Martinán, dando prueba brillante de diplomacia y corazón, le respondió:
—Sí; acaba de entrar, pero ha salido sin detenerse por la otra puerta y se ha metido en la pomarada.
Firmo quiso seguirle. Martinán le dijo:
—Es inútil que le busques. La pomarada está más oscura que una cueva y tú no la conoces como él. Antes que dieras muchos pasos en ella ya él la habrá saltado y estará en su casa.
El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profirió sordamente:
—Bueno… otro día será. Échame un vaso de sidra, Martinán.
El tabernero se apresuró á cumplir la orden. Firmo se arrimó para beberlo al tonel mismo en que estaba escondido Bartolo. Al cabo de unos momentos de silencio uno de los paisanos le preguntó sonriendo:
—¿Querías decir un recado á Bartolo?
—Sí, una palabrita al oído nada más —respondió el mozo fijando sus ojos airados en el techo.
Nuevo silencio. Todos le contemplan con atención y curiosidad.
—Si tienes mucha prisa, esta misma noche antes de retirarme pasaré por su casa y se lo diré —manifestó con sorna Martinán.
—No —replicó Firmo, —es menester que yo le vea. —Y después de vacilar un poco añadió: —Es que quiero que me enseñe los pedazos de un garrote…
—Toma, ¿y por eso tienes tanta prisa? —exclamó Martinán riendo. —De noche se ve mal. Déjalo para cuando haga día claro… Además, ¿para qué diablos quieres ver un palo roto?
—Es que dice que lo ha roto ayer en mis espaldas y anda por ahí enseñando los cachos á todo el mundo.
—¿Á todo el mundo menos á ti?
—¡Claro!… Y ya ves tú, ¿quién ha de tener más gusto que yo en ver cómo ha quedado ese vardasco?
Los paisanos celebraron la ocurrencia. El mozo se humanizó y bebió sonriendo otro vaso.
—Acaso te habrán engañado, Firmo —manifestó uno de ellos. —Bartolo es un infeliz, incapaz de hacer daño á nadie.
—¡Bartolo es un burro! —profirió el mozo volviendo á encresparse. —Y más cobarde que una liebre. Entre todos los mozos de Entralgo no hay ningún zampatortas más que él. Por eso es el único que chilla. Siempre relatando hazañas y en cuanto tocan á repartir leña ya se está escondiendo…
—¿Cómo escondiendo? —exclamó Martinán. —Estás equivocado, Firmo. Nunca supe yo que Bartolo se haya escondido.
Los paisanos prorrumpieron en grandes carcajadas.
—¡Siempre, siempre! —dijo Firmo con ímpetu. —En la romería del Obellayo se acurrucó en una mata de zarza y allí se estuvo mientras hubo palos. Ayer noche, al comenzar la gresca, buscó la puerta de su casa y se trancó. Y hoy, antes que le alcanzara ningún vardascazo, se echó por el castañar arriba, camino de las Llanas, para venir ahora.
—¿Y cómo diste con él?
—Llegábamos unos cuantos amigos de correr á los de Villoria, cuando vimos un mozo saltar al camino delante de nosotros. «Así Dios me salve si aquél no es Bartolo», dije yo en seguida. Le conocí, aunque la noche no está muy clara, por lo derrengado. Me echo á correr detrás y le grito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!». ¡Ay, amigos! ¡Quién le veía escapar por el prado del señor cura abajo!… Bien podéis creerme que perdía el culo.
—Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo —aseguró un paisano.
—Sí; aún le quedaría bastante —replicó Firmo.
—Pero yo no puedo creer que Bartolo se esconda, ¡vamos! —dijo otro, recalcando el chiste de Martinán.
—Pues que se esconda ó no se esconda —profirió Firmo, —en cuanto le vea le salto todas las muelas. Podéis decírselo á ese zote. Y adiós, que me esperan.
Pagó los dos vasos y terciando la montera para dar testimonio visible de aquella resolución, tomó el garrote que tenía arrimado al tonel y traspuso majestuosamente la puerta.
Los tertulios esperaron á que Bartolo saliese de su escondite; pero viendo que no daba cuenta de sí y temiendo que le hubiera ocurrido algo malo, uno de los labriegos llamó con el garrote sobre el tonel.
—Bartolo, Bartolo.
El rostro del hijo belicoso de la tía Jeroma apareció en la compuerta.
—¿Ya escapó ese cerdo? —preguntó paseando una mirada siniestra por el lagar. Y como le respondiesen que sí, se apresuró á desempaquetarse. Una vez en pie, bramando de ira, se arroja sobre el garrote de uno de los paisanos, se lo arranca de las manos, lo empuña con las suyas indomables y se lanza á la puerta rugiendo:
—¡Puño!, ¡repuño! Tanto insulto no lo aguanta el hijo de mi madre. ¡Aunque se esconda debajo de la tierra he de atrapar hoy á ese puerco y le he de abrir la cabeza!
Los tertulios, claro está, se apresuran á detenerle. Le sujetan. Forcejea él desesperadamente, soltando espumarajos de cólera por la boca. Al cabo logran que se siente y después que beba un vaso de sidra y se calme, evitando de esta suerte una noche aciaga para Rivota.