8

Tenía miedo. Nunca había estado tan asustada desde mi llegada a esta casa.

Los restos de sir Thomas Treslyn, que había muerto después de cenar en Mount Mellyn, iban a ser exhumados. Las circunstancias de su fallecimiento habían despertado sospechas y de ahí las cartas anónimas. La causa de las sospechas sólo podía ser el presumible deseo de la esposa de librarse del marido para casarse con Connan, y todos sabían que Linda Treslyn y él habían sido amantes. Hubo dos obstáculos para esta unión: Alice y sir Thomas. Ambos habían muerto repentinamente.

Pero Connan no deseaba casarse con lady Treslyn. Estaba enamorado de mí.

Entonces me asaltó el terrible pensamiento. ¿Sabía Connan que la exhumación del cadáver era inevitable?

¿Estaría yo haciendo el papel de un comodín en este trágico juego? ¿Serían tan sólo mis sueños una horrible pesadilla?

Podía muy bien resultar que me estuviese prestando a las frías combinaciones de un cínico. ¿Y por qué no emplear la palabra exacta: asesino?

Me resistía desesperadamente a creerlo. Estaba enamorada de Connan. Nos habíamos jurado eterna fidelidad. ¿Cómo era yo capaz de prometerle esa fidelidad si, a la primera crisis que se nos presentaba, pensaba de él lo peor?

Traté de convencerme a mí misma. Estás loca, Martha Leigh. ¿Cómo puedes creer ni por un momento que un Connan TreMellyn va a enamorarse de ti así, de pronto?

«Sí, lo creo. No tengo ni la menor duda», me replicaba a mí misma.

Pero tenía miedo, mucho miedo.

*****

En la casa no hablaban más que de dos cosas: la exhumación de sir Thomas y el matrimonio del Amo con la institutriz.

Yo rehuía la sombría mirada de la señora Polgrey, las maliciosas sonrisitas de Tapperty y la excitación de sus hijas, que a duras penas podían contenerse. ¿Acaso relacionaban los dos hechos como yo misma había empezado a hacerlo?

Le pregunté a Connan qué pensaba del asunto Treslyn.

—Lo están embrollando gentes de muy mala intención y no sé quiénes pueden ser —me dijo—. Pero tendrán la autopsia que quieren y descubrirán que sir Thomas falleció de muerte natural. Su médico le venía diciendo desde hace años que cualquier día moriría de esa manera.

Pero todo esto debe de tener trastornada a lady Treslyn.

Al contrario, gracias a las cartas anónimas se pondrá todo en claro; es lo que a ella más puede convenirle.

Pensé que los médicos forenses conocerían a los Treslyn y a Connan. Como éste iba a casarse conmigo —y había comunicado la noticia a todos sus conocidos— era posible que tratasen este asunto de un modo diferente a si creyeran que lady Treslyn estaba impaciente por casarse con él.

Pero debía prohibirme a mí misma todas estas suposiciones. Tenía que creer en Connan, y eso era todo.

Si no, estaría obligada a reconocer que me había enamorado de un asesino.

Se distribuyeron a toda prisa —con excesiva prisa— las invitaciones para el baile. Por supuesto, lady Treslyn, con su luto reciente y pendiente de la autopsia de su marido, no fue invitada. El baile se celebraría tan sólo cuatro días después de nuestro regreso de Penlandstow.

Celestine y Peter Nansellock vinieron de visita el día antes del baile.

Celestine me abrazó y me besó.

—Querida —me dijo—. Soy muy feliz. Te he observado en tus relaciones con Alvean y sé lo mucho que va a significar para ella tenerte a su lado para siempre —se le habían llenado de lágrimas los ojos—. ¡Qué feliz habría sido Alice!

Le di las gracias y dije:

—Siempre has sido una gran amiga para mí.

—Es que te estaba tan agradecida de que, por fin, la niña hubiera encontrado una institutriz que la comprendiese.

Dije:

—Yo creía que la señorita Jansen también la había sabido entender.

—Sí, eso creíamos todos. Lástima que no fuese honrada. Quizá fue sólo la tentación de un momento. Hice cuanto pude por ayudarla.

Peter, que se había entretenido con los caballos y llegó un poco después, me tomó la mano y me la besó levemente. La inconfundible mirada de desagrado que le dirigió Connan, me aceleró los latidos del corazón y me avergoncé de haber dudado de él.

—Afortunado Connan —exclamó Peter con su exuberancia habitual—. No creo que haya necesidad de decirte lo mucho que te envidio. Martha, ahora sí que no me puedes rechazar a Jacinta. Esta vez no hay excusas que valgan. Te he traído la yegua, que será mi regalo de boda.

Miré a Connan:

—Será un regalo para los dos.

—No, no, Martha —dijo Peter—. Es para ti, sólo para ti. Ya pensaré en otra cosa para Con.

—Gracias, Peter —dije—. Eres muy generoso.

—La verdad es que no habría soportado que Jacinta fuese a parar a otras manos. Quiero que tenga una buena casa. ¿Sabes que me marcho al final de la semana próxima?

—¿Tan pronto?

—He tenido que adelantarlo todo. No tiene objeto quedarme aquí más tiempo —me miró de un modo muy significativo—. Ya no lo tiene —añadió.

Noté que Kitty, mientras nos servía el vino, prestaba una gran atención a cuanto decíamos.

Celestine hablaba aparte con Connan. Y Peter pudo seguir charlando conmigo:

—De manera que Con se casa por fin, y precisamente contigo. Más vale así, porque tú sabrás tenerlo bien sujeto.

—Te advierto que no pienso ser su institutriz.

—No estoy muy seguro. La que ha sido una vez institutriz lo será ya toda la vida. Por cierto que me ha parecido que Alvean ve con muy buenos ojos esta boda.

—Sí, creo que me aceptará.

—Por lo que veo, has tenido mucho más éxito que la señorita Jansen.

—Pobre señorita Jansen, ¿qué habrá sido de ella?

—Celeste se preocupó de colocarla, según creo.

—Me alegro mucho.

—Sí, fue con unos amigos nuestros, los Merrivale. No sé qué tal le irá a nuestra alegre señorita Jansen en la mansión de Hoodfield. Seguramente la encontrará aburrida y el pueblo más cercano, Tavistock, está a casi diez kilómetros… A tu salud —y levantó el vaso—. Espero que te acuerdes de mí cada vez que montes a Jacinta.

—Desde luego…, y también recordaré a la homónima de Jacinta, la señorita Jansen.

Se rió.

—Y si cambiaras de idea…

Levanté las cejas, pues no sabía a qué se refería.

—Mujer, quiero decir si te arrepientes de casarte con Connan. Ya sabes que siempre tendrás una casita al otro lado del mundo. Te esperaré toda la vida.

Me reí y tomé un sorbo de vino.

*****

Al día siguiente, Alvean y yo salimos juntas a caballo. Yo montaba a Jacinta. Era un placer ir en ella. Esta era una de las cosas estupendas que me estaban sucediendo: ya tenía incluso mi propia montura.

El baile fue un gran éxito y me sorprendió lo pronto que me aceptó la vecindad. El hecho de que yo hubiera sido la institutriz de Alvean no parecía importarles en absoluto. Comprendí que los vecinos de Connan sabían que yo era una joven educada y que mi ambiente familiar era bastante bueno. Además, los que le tenían afecto se alegraban de que se volviera a casar, pues no querían verle mezclado en el escándalo Treslyn.

El día después del baile, Connan había tenido que salir de nuevo para arreglar asuntos suyos.

—Dejé muchas cosas abandonadas mientras estuvimos en Penlandstow —dijo—. Es natural que lo olvidase, pues había algo que me importaba más que todo lo demás. De manera que ahora tendré que estar ausente toda una semana y, cuando regrese, sólo nos quedarán quince días para la boda. Durante mi ausencia, seguirás con los preparativos, querida, y ya sabes que puedes hacer en esta casa lo que se te antoje. Si crees conveniente introducir algunos cambios, los haces y en paz. Y no sería mala idea que consultaras con Celestine, porque es una gran entendida en casas antiguas.

Le dije que efectivamente era una buena idea y que a ella le gustaría mucho que tuviera en cuenta sus consejos.

—Ha sido muy amable conmigo desde mi llegada a esta casa. Siempre le tendré afecto.

Despedí a Connan desde mi ventana. No quise quedarme en el porche, pues todavía sentía una cierta timidez ante la servidumbre.

Cuando salí de la habitación, encontré a Gilly junto a la puerta. Desde que le anuncié que me iba a convertir en la señora TreMellyn, me seguía a todas partes como un perrito. Empezaba a entender mejor cómo funcionaba su mente: me quería igual que había querido a Alice y, a medida que pasaba el tiempo, nos fundíamos más en su cabecita Alice y yo. Alice había desaparecido de su vida, por eso no quería perderme de vista para que yo tampoco desapareciese.

—Hola, Gilly —le dije.

Inclinó la cabeza de aquella manera tan característica suya, y me sonrió. Luego me cogió de una mano y la hice entrar en mi cuarto.

—Bueno, Gilly —dije—, dentro de tres semanas me voy a casar con el señor TreMellyn y seré la mujer más feliz del mundo.

En realidad estaba tratando de tranquilizarme a mí misma. Pensé en lo que me había dicho Connan sobre los cambios que se me podían ocurrir y recordé que había parte de la casa que aún no conocía yo.

Entonces me acordé de la señorita Jansen y de lo que me habían dicho sobre su cuarto, que no era el que yo ocupaba. Nunca había visto esa habitación y decidí verla entonces. No debía ya importarme en absoluto entrar y salir en cualquier habitación de la casa, puesto que iba a ser la señora de Mount Mellyn dentro de muy poco.

—Vamos, Gilly —le dije—. Vamos a ver la habitación de la señorita Jansen.

La niña venía muy contenta a mi lado y fue ella la que me llevó sin vacilar hasta la habitación que me interesaba.

Nada encontré insólito en ella. Era más pequeña que la mía, pero estaba adornada con una sorprendente pintura mural. La estaba admirando cuando Gilly me tiró del brazo e hizo que me acercase más. Luego se subió en una silla, y pegó la cara a la pared. Comprendí de qué se trataba. Allí había una mirilla igual que la del solarium. Mirando por ella vi la capilla. Por supuesto, era una vista diferente de la que se abarcaba desde el solarium, puesto que nos hallábamos en el lado opuesto.

Gilly me miraba con ojos brillantes, contentísima de haberme hecho conocer la mirilla. Volvimos a mi cuarto y Gilly no quería marcharse. Vi que tenía cierta aprensión. Me pareció comprender el motivo de su inquietud: me había asociado tan por completo con Alice que temía verme desaparecer como ella de un momento a otro.

*****

Durante toda la noche sopló un fuerte viento del sudoeste. La lluvia batía horizontalmente las ventanas. Fue una de las peores noches que yo había conocido desde mi llegada a Cornualles.

Durante todo el día continuó la lluvia; los espejos, los muebles y toda mi habitación rezumaban humedad. Según decía la señora Polgrey, esto sucedía cada vez que el viento del sudoeste arrastraba esas lluvias torrenciales.

Alvean y yo no pudimos pasear a caballo ese día. A la mañana siguiente aclaró un poco el cielo y sólo caía una leve llovizna. Lady Treslyn vino de visita, pero yo no la vi porque no preguntó por mí. Fue la señora Polgrey la que luego me dijo que había estado y que deseaba ver a Connan.

—Venía muy nerviosa —dijo la señora Polgrey—. No descansará hasta que termine ese terrible asunto.

Estaba segura de que lady Treslyn quería hablar con Connan sobre su anunciado casamiento conmigo y que le había sentado muy mal no encontrarlo en casa.

También vino Celestine Nansellock. Charlamos sobre cosas de la casa. Me dijo que le satisfacía ver el interés que yo me tomaba por Mount Mellyn.

—Quiero decir, no sólo como tu hogar, sino como tal casa antigua. Por cierto que tengo unos documentos históricos sobre Mount Mellyn y Mount Widden. Ya te los enseñaré algún día.

—Tienes que ayudarme —le dije. Será estupendo ocuparse juntas de estas cosas.

—¿Piensas hacer algunos cambios? —me preguntó.

—Si los hago —le aseguré— te pediré consejo.

Se marchó antes del almuerzo, y por la tarde Alvean y yo fuimos a la cuadra a sacar los caballos.

Esperamos mientras Billy Trehay los ensillaba.

Jacinta está hoy impaciente, señorita —dijo.

—Eso es porque ayer no hizo ejercicio —acaricié a la yegua en el morro y ella frotó la cabeza sobre mi mano para demostrarme su afecto.

Dimos nuestro habitual paseo bajando por la pendiente, dando la vuelta a la cala hasta dejar atrás Mount Widden. Luego tomamos la senda del acantilado. Desde allí se disfrutaba de una hermosísima vista. La costa dentada se entendía ante nosotras ocultándonos Plymouth en la lejanía.

El camino del acantilado se componía de unas cuantas veredas estrechas aprovechando las posibilidades que ofrecían las rocas. Había que subir y bajar continuamente; a veces nos hallábamos casi en la orilla del mar y otras a gran altura.

La lluvia y el barro hacían muy difícil este paseo a caballo y empecé a preocuparme seriamente por Alvean. Aunque estaba firmemente sentada en su silla —ya no era una principiante—, no me gustaba la vivacidad de Jacinta y esperaba que Black Prince no estuviera tampoco muy tranquilo aunque, desde luego, no tenía un temperamento tan vivo como el de la yegua. Esta deseaba galopar y lo habría hecho si no la hubiera frenado continuamente. Y un galope tal como estaba el suelo habría sido fatal.

Había un sitio estrechísimo en este camino del acantilado, y sobre ese lugar se elevaba imponente el muro de piedra con arbustos y matas aquí y allá. Hacia abajo, el acantilado caía casi perpendicularmente hasta el mar. En circunstancias normales era un camino bastante seguro, pero me tenía en vilo que Alvean cabalgase por allí con aquel tiempo.

Noté que algunas rocas se habían desprendido, lo cual sucedía con frecuencia. Tapperty me había dicho muchas veces que el mar estaba continuamente reclamando tierra y que, en tiempos de su abuelo, hubo por allí un camino que ya había desaparecido por completo.

Tuve la intención de que regresásemos, pero para ello tenía que explicarle mis temores a Alvean y no quería hacerlo mientras la niña fuese cabalgando.

«No —me dije—, seguiremos hasta llegar al camino pricipal, donde ya no habrá peligro. Luego seguiremos por él hasta casa aunque tengamos que dar un rodeo». Habíamos llegado exactamente al punto de más peligro y noté que el suelo estaba allí todavía más resbaladizo que había producido un desprendimiento, a consecuencia de las lluvias, mayor que los que había visto antes.

Hice pasar a Jacinta con gran cuidado hasta quedar delante de Black Prince pues, naturalmente, teníamos que ir en fila india y era imprescindible que fuese yo delante. Mirando hacia atrás, dije:

—Por aquí iremos muy despacio. Tú, sígueme. Entonces lo oí. Me volví cuando la masa de piedra y tierra pasaba junto a nosotras arrastrando vegetación. Pasó a pocos centímetros de Jacinta. Horrorizada, vi caer el peñasco hasta el mar.

Jacinta, espantada, se encabritó dispuesta a lanzarse donde fuera huyendo de lo que la había asustado.

Afortunadamente, yo era una buena amazona y Jacinta y yo nos habíamos compenetrado en poco tiempo. Gracias a esto, pude controlarla en unos segundos. Conseguí que se tranquilizara a fuerza de hablarle dulcemente, aunque no podía evitar que me temblase la voz.

—¡Señorita! ¿Qué ha pasado? —era Alvean.

—Ya no hay peligro —le dije tratando de quitarle importancia a lo sucedido—. Te las has arreglado muy bien con Black Prince.

—Pero ¡qué susto, señorita! Creí que se me iba a lanzar al galope.

Y lo habría hecho si yo no hubiese controlado a Jacinta.

Estaba terriblemente alterada y tenía que hacer un gran esfuerzo para que no me lo notasen ni la niña ni mi yegua.

Debíamos salir inmediatamente de aquel lugar tan peligroso. Miré nerviosa hacia arriba y dije:

—No podemos seguir por estos caminos. El mal tiempo los ha puesto intransitables.

No sé exactamente qué esperaba ver allí arriba, pero no dejaba de mirar a los matorrales que remataban el acantilado. Hubo un momento en que creí ver moverse algo. Habría sido muy fácil para cualquiera ocultarse allí. Aunque la explicación natural parecía ser que las lluvias hubiesen desprendido alguna de las rocas. Pero si alguien quería librarse de mí, la ocasión era única, pues habría bastado empujar ligeramente un peñasco ya vacilante para hacerlo rodar en el momento en que yo pasara por el punto más estrecho del camino. Un blanco perfecto. Desde hacía algún tiempo, Alvean y yo paseábamos siempre por ese camino.

—Vamos —dije, todavía con voz insegura—. Saldremos a la carretera para no volver por el acantilado.

Alvean iba callada; y cuando a los pocos minutos estábamos ya seguras en la carretera, me miró de un modo extraño. Vi que se había dado perfecta cuenta del gravísimo peligro que habíamos pasado.

Hasta que no estuvimos de nuevo en casa no comprendí lo alarmada que estaba. Me dije que aquello formaba parte de un terrible plan. Alice había muerto; sir Thomas Treslyn también; y ahora yo, que iba a ser la esposa de Connan, me había librado de la muerte por un pelo.

Me urgía contarle a Connan mis temores.

Pero, por encima de todo, era una mujer práctica.

No podía negarme a mirar cara a cara a los hechos por temor a lo que pudiera haber tras ellos.

Pensaba: «Supongamos que Connan no se haya marchado. Supongamos también que haya querido que me suceda un accidente mientras todo el mundo cree que él está lejos de casa». Recordé a lady Treslyn en el baile de Navidad: su belleza, su sensual y voluptuosa belleza. Connan había reconocido que habían sido amantes. ¿Que lo habían sido? ¿Era posible que alguien, conociéndola a ella, pudiera desearme a mí?

La declaración había sido inesperada y repentina. Y además, Connan me propuso casarme con él precisamente cuando los restos del marido de su amante iban a ser exhumados.

Después de esta serie de razonamientos no era de extrañar que la sensata institutriz estuviese aterrada.

*****

¿A quién podía pedirle ayuda?

Sólo contaba con Peter y Celestine. Pero ¿cómo iba a confiarles esas terribles sospechas sobre Connan? Ya era bastante malo que yo me permitiese tenerlas.

«Calma. No tengas pánico —me aconsejaba a mí misma—. Piensa en algo que puedas hacer y que te aparte de esos espantosos pensamientos».

Pensé en la casa, tan grande y llena de secretos, una casa donde era posible espiar desde unas habitaciones lo que sucedía en otras. Quizás hubiese más mirillas desconocidas para mí. No sabía si en aquellos momentos me estaba observando alguien.

Recordé la mirilla que había en la habitación de la señorita Jansen y esto me hizo pensar en su súbita despedida. Y recordé también la dirección: «Hoodfiels Manor, hacia Tavistock».

—¿Seguiría allí la señorita Jansen? Probablemente sí, porque debía de haber empezado a trabajar en esa casa por los mismos días en que yo llegué a Mount Mellyn.

¿Por qué no trataba de verla? Quizá pudiera aclararme algunos secretos de esta casa.

Por eso, me encontré más tranquila después de escribir la carta.

«Querida señorita Jansen:

»Soy la institutriz de Mount Mellyn y he oído hablar de usted. Me gustaría mucho conocerla. No sé si esto será posible. En caso afirmativo, me gustaría que nos encontrásemos lo antes que le sea a usted posible.

»La saluda, Martha Leigh».

Me apresuré a echar la carta al correo antes de que pudiera arrepentirme. Luego procuré olvidar que lo había hecho.

Me impacientaba por no recibir noticias de Connan. Esperaba todos los días su regreso y me decía: «Cuando vuelva a casa se lo contaré todo. Es mi deber. Voy a decirle lo que me pasó en el acantilado, y le pediré que me diga la verdad. Le plantearé la cuestión de un modo tajante: "Connan, ¿por qué me pediste que me casara contigo? ¿Fue porque me quieres y deseas de verdad que sea tu esposa, o para que no sospechen de ti y de lady Treslyn?"».

Estas ideas iban tomando cuerpo en mí y por momentos me parecían más ciertas. Me dije: «Quizás Alice murió en un accidente y esto les dio la idea de librarse de sir Thomas, que era ya el único obstáculo para que se pudieran casar. ¿Le echarían algo en el whisky? ¿Por qué no? Tampoco fue una casualidad que el peñasco fuese a caer en aquel preciso instante y justamente entre mi caballo y el de Alvean. Ahora exhumarán los restos de sir Thomas y en toda la región saben que lady Treslyn y Connan eran amantes. Por eso, la mejor manera para Connan de librarse de sospechas fue anunciar su boda con la institutriz. Pero la institutriz se ha convertido en un obstáculo para ellos lo mismo que lo fue sir Thomas y que antes lo fuera Alice.

»El mejor procedimiento era simular un accidente, pues a nadie puede extrañarle que la fogosa yegua que acababan de regalarle la hubiese lanzado por el precipicio en un sitio tan peligroso».

»De este modo quedaba libre el camino para los culpables amantes y sólo tenían que esperar a que el escándalo se hubiera evaporado.

»Pero ¿cómo podía pensar semejantes cosas del hombre a quien amaba? ¿Cómo es posible querer a un hombre y a la vez pensar así de él?»

«Lo quiero —me dije con apasionamiento—, lo quiero tanto que preferiría morir a sus manos que abandonarlo y pasar luego una vida vacía sin él».

Tres días después recibí una carta de la señorita Jansen que me expresaba lo mucho que le gustaría conocerme. Tenía que ir a Plymouth el día siguiente y podíamos vernos en el restaurante White Hart, que no estaba lejos del Hoe. Allí podríamos almorzar juntas.

Le dije a la señora Polgrey que iba de compras a Plymouth. En vista de que se acercaba mi boda, era natural que necesitara comprar muchas cosas.

Una vez allí, me dirigí en seguida al restaurante White Hart.

Ya me estaba esperando la señorita Jansen, una joven rubia muy bonita. Me acogió con mucha simpatía y me dijo que la señora Plint, la mujer del dueño, le había reservado un comedorcito para que pudiésemos charlar tranquilas.

—¿Qué le parece a usted Mount Mellyn? —me preguntó la señorita Jansen en cuanto estuvimos solas.

—Es maravillosa. Una antigua mansión señorial llena de interés.

—Desde luego. Es una de las casas más interesantes que he conocido —me dijo.

—Me han dicho, creo que fue la señora Polgrey, que le atraen a usted mucho las casas antiguas.

—Sí. Quizá porque me crié en una de ellas. Luego, mi familia se arruinó y tuve que trabajar. Esta suele ser la historia de la mayoría de las institutrices. Lamento mucho haberme tenido que marchar de Mount Mellyn. ¿Se ha enterado usted del motivo?

—Pues… sí —dije titubeando.

—Fue un asunto muy desagradable. Ha tardado mucho en pasárseme la terrible impresión que me produjo que me acusaran de un modo tan injusto. Estaba furiosa.

Me lo dijo con tal acento de sinceridad que la creí en seguida, y además se lo dije. Esto le agradó mucho, pero interrumpimos la conversación porque en aquel momento entraba la señora Plint con el primer plato. Cuando nos quedamos otra vez solas me contó lo que había pasado.

—Los Treslyn y los Nansellock habían estado tomando el té en la casa. Supongo que los conoce usted.

—Sí, claro.

—Quiero decir que los conocerá mucho. Son muy amigos de la familia, ¿verdad?

—Desde luego.

—A mí me habían tratado muy bien, de un modo especial —se sonrojó y yo pensé: «Sí, eres muy bonita. A Connan le gustarías mucho». No es que estuviese celosa por lo que ella pudiera haberle parecido, sino que me preocupaba si en el futuro iba a estar siempre pendiente de lo que pudieran parecerle a Connan las otras mujeres—: Me habían invitado a tomar el té —prosiguió la señorita Jansen— porque la señorita Nansellock quería hacerme algunas preguntas acerca de Alvean. Mimaba mucho a la niña. ¿Sigue tan encariñada con ella?

—Sí, sí.

—Es una joven muy amable. No sé qué habría hecho yo sin ella.

—Me alegro mucho de que alguien le tendiera a usted una mano.

—Me da la impresión de que considera a Alvean como si fuera su hija. Decían que el hermano de la señorita Nansellock, el que murió, era el padre de Alvean. Así el hecho de ser la niña su sobrina explicaría… Pero, como le iba contando, estuve tomando el té y charlando con ellos como si yo fuera otra invitada. Creo que a esa mujer, la Treslyn, le molestó mi presencia allí. Quizá los hombres, es decir, el señor Nansellock y el señor TreMellyn, estuviesen demasiado atentos conmigo. Lady Treslyn es una mujer de mucho temperamento. Y por lo visto decidió fastidiarme. Fue ella la que arregló todo el asunto para que me echaran.

—No es posible que fuera tan vil.

—Pues lo fue. No me cabe duda de que ella es la culpable. Llevaba una pulsera de diamantes y se le había roto la cadenita de seguridad. Creo que se había enganchado con una tachuela del tapizado de su silla. Dijo: «La voy a guardar, no se vaya a perder. En cuanto salgamos de aquí se la dejaré en el pueblo a Parstern para que me la arregle». Se la quitó y la puso sobre la mesa. Me despedí de ellos y volví a la sala de clase con Alvean. Mientras estábamos allí, se abrió de pronto la puerta y aparecieron todos ellos mirándome acusadoramente.

»Lady Treslyn dijo que buscaban por toda la casa porque se había perdido su pulsera de diamantes. Estaba muy truculenta. Cualquiera habría dicho que era ya la señora de la casa. El señor TreMellyn me dijo muy amablemente que lady Treslyn le había rogado se registrara mi habitación y que esperaba no tuviera yo nada que objetar. Dije indignadísima: Pasen, regístrenlo todo. Nada puede gustarme más.

»Así que todos entraron en mi habitación y no tardaron en encontrar la pulsera en un cajón, oculta bajo mi ropa. Lady Treslyn dijo que me habían cogido "con las manos en la masa" y que me meterían en la cárcel. Los demás le rogaron que no diera un escándalo. Por último, llegaron a la conclusión de que si me marchaba en seguida de la casa todo quedaría olvidado. Figúrese usted lo furiosa que me pondría. Quería que se hiciera una investigación, pero ¿qué podía hacer yo sola? Habían encontrado la pulsera entre mis cosas y nadie iba a creerme».

—Debió de ser terrible para usted —la compadecí.

Se inclinó sobre la mesa y me sonrió con mayor simpatía.

—Seguramente está usted temiendo que le puedan hacer algo semejante. Lady Treslyn está decidida a casarse, sea como sea, con Connan TreMellyn.

—¿Lo cree usted?

—Sin duda alguna. Estoy segura de que había algo entre ellos. Después de todo, él era viudo y no parece ser un hombre capaz de pasarse sin mujeres. Nosotras conocemos a ese tipo de hombres.

—Supongo que pretendería algo de usted —le dije.

Se encogió de hombros.

—Por lo menos, lady Treslyn estaba convencida de que yo era una amenaza para sus planes y no me cabe duda de que lo preparó todo para librarse de mí.

—¡Qué mujer tan mezquina! Pero, en cambio, la señorita Nansellock se ha portado muy bien con usted.

—Sí, ha sido muy buena conmigo. Estaba con ellos, desde luego, cuando encontraron la pulsera. Después, mientras yo hacía las maletas, vino a mi cuarto y me dijo: «He sentido muchísimo lo ocurrido, señorita Jansen. Ya he visto que ha aparecido la pulsera en su cajón, pero no fue usted quien la puso ahí, ¿verdad?». Yo le respondí: «Señorita Nansellock, le juro que no fui yo». Había ocurrido todo tan de repente que yo estaba medio loca. Apenas me quedaba dinero. No sabía qué iba a ser de mí. Tendría que vivir en algún hotel mientras buscaba una nueva colocación y esto me sería difícil, pues no podría contar con buenos informes. Por eso, nunca podré olvidar lo bien que se portó Celestine Nansellock conmigo. Me preguntó adónde iba. Le di esta misma dirección en Plymouth. Dijo: «Sé que los Merrivale necesitan una institutriz para dentro de un mes o cosa así. Conseguiré que la tomen a usted». Me prestó algún dinero, que ya le he devuelto, aunque no quería admitírmelo. Y así pude vivir hasta que empecé a trabajar en casa de los Merrivale. Por supuesto, escribí a la señorita Nansellock agradeciéndole su gesto como se merecía, pero ¿cómo puede una agradecer una cosa así?

—Menos mal que encontró usted una persona de corazón.

—Sabe Dios lo que hubiera sido de mí si no me llega a ayudar ella. Reconozcamos, señorita Leigh, que nuestra profesión es muy precaria. Estamos a la merced del capricho de nuestros patronos. Por eso, no me extraña que tantas de nosotras destrocen sus vidas estúpidamente —y luego, se animó—: En fin, procuro olvidar todo esto. Me voy a casar con el médico de esa familia. Dentro de seis meses habrá terminado mi época de institutriz.

—¡Enhorabuena! Pues le diré que también yo me voy a casar.

—¡Qué estupendo! ¿Y quién es él?

—Connan TreMellyn.

—Pero… —No sabía qué decir—. Le deseo a usted muchísima suerte.

Era evidente que estaba muy desconcertada y tratando de recordar si había dicho algo impropio acerca de Connan. También me dio la impresión de que pensaba que, efectivamente, necesitaría muy buena suerte para el futuro si me casaba con él. No podía explicarle que prefería pasar un año tormentoso con aquel hombre que toda una vida pacífica con cualquier otro.

—Lo que no acabo de comprender —dijo después de una pausa—, es por qué deseaba usted hablar conmigo.

—Pues porque he oído hablar mucho de usted. Alvean le tiene afecto y… además, hay ciertas cosas que me gustaría saber.

—Pero usted, que va a ser de la familia, tiene que saber mucho más que cuanto yo pudiera decirle.

—No, no… Por ejemplo, ¿qué opina usted de Gilly?

—Ah, la pobrecita Gilly. Una criatura extraña medio loca, una especie de Ofelia infantil. No sé por qué, siempre creí que algún día la encontrarían flotando sobre el agua con un manojo de romero en las manos.

—Pero esa niña sufrió una impresión muy fuerte hace años.

—Sí, el caballo de la primera señora TreMellyn estuvo a punto de aplastarla.

—Por cierto que usted debió de entrar en la casa poco después de morir la señora TreMellyn.

—No, hubo otras dos antes de mí. Supe que se habían marchado porque la casa era demasiado misteriosa. Para mí, en cambio, mientras más fantasmas tenga una casa, más me entusiasma.

—Sí, ya sé que a usted le encantan las casas antiguas. Es usted una especialista.

—¡Especialista! En modo alguno. Sólo es que me gustan muchísimo. He visto muchas en mi vida y he leído buenos libros sobre las más viejas mansiones británicas.

—Gilly me enseñó el otro día una mirilla que hay en la habitación que usted ocupaba.

—Quizá le extrañe saber que viví en aquel cuarto tres semanas sin saber que había aquello en el muro.

—No, no me extraña. Me ha sorprendido lo bien disimuladas que están las mirillas en esa casa.

—Las hicieron muy bien, disimulándolas con las pinturas murales. ¿Conoce usted la del solarium?

—Sí.

—En realidad son dos: una que abarca el gran salón de la entrada; y otra, la capilla. Cuando la casa fue construida, el hall y la capilla eran las partes más importantes de la casa y por eso estaban bien vigiladas.

—Ya que usted entiende tanto de estas cosas, ¿podría decirme en qué período fue edificado Mount Mellyn?

—Al final del isabelino, cuando los sacerdotes católicos tenían que ocultarse. Por eso creo que pusieron las mirillas.

—Qué interesante.

—La señorita Nansellock sí que es una gran especialista en antiguas mansiones. ¿Sabe ya que ha venido usted a verme?

—Nadie lo sabe.

—Entonces, ¿ni siquiera se lo ha dicho usted a su futuro esposo?

Me quemaban en la boca las confidencias, pero no me atrevía a sincerarme con aquella desconocida. Ojalá hubiera sido Phillida. Entonces le habría pedido consejo y, con toda seguridad, habría salido ganando. Pero a pesar de lo mucho que me habían hablado de la señorita Jansen desde mi llegada a Mount Mellyn, para mí era una desconocida y no podía decirle: «Sospecho que el hombre con el que me voy a casar participa en una conspiración para asesinarme». Pero no dejaba de haber un vínculo que nos unía. Aquella mujer había sufrido una acusación injusta y la habían despedido. Habían ido contra ella como ahora contra mí.

—Connan está fuera estos días para arreglar ciertos negocios —le dije—. Nos casaremos dentro de tres semanas.

—Pues la felicito sinceramente. Ha sido todo muy rápido, ¿verdad?

—Entré en la casa en agosto.

—¿Y no lo conocía usted de antes?

—No; pero dos personas que viven en la misma casa…

—Claro, ya comprendo.

—Bueno, usted tampoco ha tardado mucho en tener novio.

—Sí, pero…

Adiviné lo que estaba pensando: su médico rural era una persona muy diferente al señor de Mount Mellyn.

Me apresuré a añadir:

—Si tenía tanto interés en hablar con usted era porque estaba convencida de que había sido usted víctima de una maquinación indignante. Y sé que casi todos los de la casa lo creen así.

—Es una satisfacción para mí.

—Cuando regrese el señor TreMellyn, le contaré que he estado con usted y le pediré que haga algo para que se reivindique su nombre.

—Ya no importa. El doctor Luscombe está enterado de todo lo que sucedió y, naturalmente, está indignadísimo contra todos ellos. Pero le he convencido de que nada ganaríamos con remover el asunto. Desde luego, si Lady Treslyn intentase causar más daño, ya intervendríamos. Pero nada hay que temer ya de ella, porque su único deseo era librarse de mí y eso lo consiguió plenamente.

—Qué mala es. Parece mentira que no pensara en las consecuencias que esa calumnia podía tener en la vida de usted. Si no llega a ser por la bondad de la señorita Nansellock…

—Sí, desde luego; pero no hablemos de eso. ¿Le dirá usted a Celestine Nansellock que me ha visto usted?

—Sí, se lo diré.

—Entonces, puede usted darle la noticia de mi próxima boda con el doctor Luscombe porque se alegrará mucho. Además, hay algo que me gustaría que supiera ella y quizá le interese a usted también puesto que va a ser la señora de Mount Mellyn. Debo confesarle que le envidio a usted la casa que va a tener. Es una de las más interesantes que conozco.

—¿Qué iba usted a decirme de la señorita Nansellock?

—He hecho unos estudios sobre la arquitectura del período isabelino y mi novio consiguió que me dejaran ver a fondo Cotehele, la célebre mansión de Mount Edgcumbe. Es la que más se parece a Mount Mellyn de todas las que he visto. La capilla es casi idéntica, incluso con el pasadizo secreto de los leprosos. Pero el pasadizo de Mount Mellyn es mucho mayor y la construcción de los muros es algo diferente. En realidad, nunca he visto un pasadizo secreto como el de Mount Mellyn. Dígaselo a la señorita Nansellock. Estoy segura de que le interesará mucho.

—Descuide. Pero le interesará mucho más saber que es usted feliz y que va a casarse.

—Repítale de mi parte mi profundo agradecimiento y déle mis mejores recuerdos.

—Se lo diré todo sin falta —le dije.

Nos separamos y, en mi viaje de regreso, pensé que había conseguido de la señorita Jansen algunas aclaraciones a mi problema.

No había duda de que lady Treslyn había fraguado la despedida de la señorita Jansen. Y no se podía negar que esta joven era muy bonita. Connan la había admirado y Alvean le tenía cariño. En su deseo de tener hijos, Connan podía haberse propuesto casarse con ella; y lady Treslyn, cuyos instintos eran los de un tigre, no estaba dispuesta a permitirle que se casara con nadie más que con ella.

Esto confirmaba que lady Treslyn se proponía librarse de mí, pero ante el hecho de que Connan y yo éramos ya novios, tendría que emplear procedimientos más violentos en mi caso.

Connan no estaba enterado de ese primer intento de asesinato en el acantilado. Me negué terminantemente a pensar que él pudiese saberlo y me tranquilizó haber llegado a ese convencimiento. Además, estaba decidida a contarle a Connan, cuando regresara, todo lo que yo había descubierto y todos mis temores.

Esta decisión me dio nuevos ánimos.

*****

Pasaron dos días más y Connan seguía ausente.

Peter Nansellock vino a verme para despedirse. Se marchaba aquella noche, ya de madrugada, para Londres. Y en seguida embarcaría rumbo a Australia.

Le acompañaba Celestine. Creían que Connan había regresado ya y precisamente cuando estaban ellos allí recibí una carta de él anunciándome que, si le era posible, volvería aquella misma noche, aunque muy tarde. Sino, estaría en casa a primera hora de la mañana siguiente.

Me sentí extraordinariamente feliz.

Tomamos el té y, mientras charlábamos, me referí a la señorita Jansen.

No vi inconveniente en tocar este asunto delante de Peter puesto que había sido él quien me informó de que Celestine la había colocado en casa de los Merrivale.

—Estuve con la señorita Jansen el otro día —dije. Los dos se sobresaltaron.

—Pero ¿dónde? —preguntó Peter.

—En Plymouth. Le escribí pidiéndole una entrevista.

—¿Qué te impulsó a verla? —me preguntó Celestine.

—Pues que había vivido aquí y me intrigaba el misterio en torno a ella. Sentía mucha curiosidad por conocerla y, como precisamente tenía que ir a Plymouth…

—Es una muchacha encantadora —murmuró Peter.

—Sin duda alguna. Y os alegraréis de saber que se va a casar muy pronto.

—¡Qué buena noticia! —exclamó Celestine sonrojándose—. Me alegro muchísimo por ella.

—Sí, se casa con el médico de allí —añadí.

—Será una excelente esposa de doctor —dijo Celestine.

—Todos los pacientes de su esposo se enamorarán de ella —comentó Peter.

—Si eso es verdad, será una pesadez —repliqué.

—Pero muy buen asunto para el negocio —dijo Peter—. ¿Ha mandado recuerdos para nosotros?

—Muy especialmente para tu hermana. —Sonreí a Celestine—. Te está agradecidísima porque te portaste maravillosamente con ella. Dice que no lo olvidará en toda su vida.

—No tuvo importancia. No podía permitir que sufriera las consecuencias de aquella mala jugada.

—Entonces, Celestine, ¿estás segura de que lady Treslyn le colgó el robo con toda frialdad? La señorita Jansen está convencida de ello.

—La cosa estuvo clarísima —dijo Celestine con el tono más firme.

—Esa mujer carece de todo escrúpulo.

—Así es.

—En fin, la señorita Jansen es ya feliz, de modo que no hay mal que por bien no venga. Y, por cierto, tengo un recado especial para ti acerca de la casa.

—¿Qué casa? —preguntó Celestine con enorme interés.

—Esta. La señorita Jansen ha visitado Cotehele y estuvo comparando el pasadizo secreto que tienen allí en la capilla, con el nuestro. Dice que el de aquí es único.

—¿Ah, sí? Eso me interesa muchísimo.

—Dice que el nuestro es mucho mayor. Y también aludió a algo sobre la mejor construcción de nuestros muros.

—Estoy viendo que Celestine se muere de impaciencia por poder echarle una ojeada en seguida, una vez más —dijo Peter.

Celestine me sonrió.

—Iremos juntas a verlo tú y yo, Martha. Vas a ser la señora de esta casa y debes conocerla a fondo.

—Pues, sí, cada vez me atrae más la historia de este edificio. Tendré que aprender mucho de ti.

Celestine seguía sonriéndome. Se veía que le enorgullecía la importancia que yo le concedía en este terreno.

—Lo haré con mucho gusto.

Le pregunté a Peter en qué tren se marchaba y me respondió que en el que pasaba a las diez de la noche por Saint Germans.

—Iré a caballo hasta la estación. Y dejaré allí el caballo en una cuadra. Ya he mandado el equipaje. Iré solo. No me gustan las despedidas en las estaciones. Después de todo estaré de regreso dentro de un año… con una fortuna. Au revoir, Martha —añadió—. No olvides que volveré. Y si te apetece marcharte conmigo… todavía estás a tiempo.

Hablaba con su frivolidad habitual y sus ojos brillaban maliciosos. Sentía una divertida curiosidad por saber qué cara habría puesto si de pronto le hubiese dicho que, efectivamente, estaba dispuesta a marcharme con él porque me habían entrado unas terribles dudas sobre el hombre al que estaba prometida.

Lo acompañé hasta el porche, con Celestine, para darle el último adiós. Estaba allí toda la servidumbre, porque Peter se había ganado las simpatías de todos.

Estaba segura de que había besado muchas veces a escondidas a Daisy y Kitty, lo que explicaba la cara de pena de las dos chicas al verlo marchar.

Tenía muy buena estampa a caballo. A su lado, Celestine parecía insignificante.

Lo despedimos agitando las manos. Sus últimas palabras fueron:

—No olvides… si cambias de idea ya sabes dónde estoy.

Todos se rieron y yo con los demás, aunque nos habíamos puesto un poco tristes al verle marchar.

*****

Cuando, momentos después, entramos de nuevo en la casa, me dijo la señora Polgrey:

—Señorita Leigh, quisiera hablar con usted.

—Muy bien. ¿Vamos a su habitación?

Y cuando estuvimos allí, me dijo:

—Me acaban de comunicar el resultado de la autopsia: muerte por causas naturales.

Tuve una inmensa sensación de alivio.

—¡Cuánto me alegro!

—Todos estamos muy contentos y ya puedo decirle que no me gustaban ni pizca las cosas que murmuraban por ahí…

—Pero, en definitiva, todo ha terminado bien —le dije.

—Sí, desde luego. Y no podía evitarse que la gente hablara.

—Lady Treslyn debe de haber sentido un gran alivio.

La señora Polgrey estaba un poco turbada porque seguramente le preocupaba haberme dicho, en nuestras conversaciones pasadas, algo que no debiera decirme acerca de lady Treslyn y Connan. Para ella debió de ser desconcertante, por lo inesperado, el anuncio de mi próxima boda con el señor de la casa. Dispuesta a tranquilizarla para siempre, le dije:

—Esperaba que me ofreciese usted una taza de su magnífico té Earl Grey.

Esto la halagó.

Hablamos de asuntos domésticos mientras hervía el agua del té. Dudó antes de sacar el whisky, pero yo le sonreí y en seguida sirvió las tradicionales cucharaditas, una para cada taza. Comprendí que nuestras buenas relaciones estaban aseguradas para el futuro como lo estuvieron hasta entonces.

Esto me agradó, pues necesitaba que las personas que me rodeaban fuesen tan felices como yo lo era.

Me decía a mí misma: «Si lady Treslyn intentó efectivamente matarme arrojándome aquel peñasco cuando yo pasaba montada en Jacinta es evidente que Connan lo ignoraba. Sir Thomas murió de muerte natural, así que nada tenía que ocultar. Connan no tenía por qué pedirme que me casara con él si no me quería. Sólo hay una razón para ello: que está enamorado de mí».

Eran las nueve de la noche y las niñas se habían acostado. Habíamos tenido un magnífico día de sol y por todas partes asomaba la primavera. Connan regresaría a casa esa misma noche o a la mañana siguiente, por lo cual me encontraba del mejor humor.

No hacía más que darle vueltas a la hora en que llegaría. Acabé diciéndome que lo más probable sería a medianoche. Salí al porche porque me imaginé oír ruido de caballos a lo lejos.

Esperé. La noche estaba espléndida. Y a esas horas había un gran silencio en la casa, pues toda la servidumbre se había retirado.

Calculé que Peter estaría ya camino de la estación.

Me parecía extraño no volverlo a ver más. Recordé nuestro primer encuentro en el tren; desde el primer instante había sido el mismo: aficionado a gastarme bromas y siempre rehuyendo hablar en serio.

Entonces vi que alguien avanzaba hacia mí. Era Celestine, que llegaba del bosque y no por la alameda como de costumbre. Venía jadeante.

—Hola —dijo—. He venido a verte porque me encontraba muy sola por la marcha de Peter. Me entristece mucho pensar que tardaré tanto tiempo en volverlo a ver.

—Sí, es natural.

—Siempre estaba haciéndose el inconsciente, pero es muy simpático y se da a querer. Es terrible: puedo decir que he perdido ya a mis dos hermanos.

—Entra.

—Supongo que Connan no ha vuelto, ¿verdad?

—No. Y no creo que llegue antes de medianoche. Me escribió diciéndome que tenía muchas cosas que hacer esta mañana. Quizás en vez de esta noche llegue mañana por la mañana. ¿No entras?

—Para serte sincera, te diré que prefiero encontrarte sola.

—¿Sí?

—Quería echarle una ojeada a la capilla… Ya sabes, el pasadizo secreto de que te habló la señorita Jansen. Desde que me diste su recado me han entrado muchas ganas de comprobarlo. No te lo dije delante de Peter porque todo lo toma a broma y se iba a reír de mí.

—Pero ¿quieres verlo a estas horas?

—Sí, por favor, vamos. Es que tengo una idea sobre ese pasadizo: sospecho que debe de haber una puerta oculta en el muro y que conduce a otra parte de la casa. Sería estupendo que la descubriésemos y podérselo luego contar a Connan cuando llegue.

—Sí, estaría muy bien —dije.

—Entonces vamos ahora mismo.

Cruzamos el hall y, mientras pasábamos por él, levanté la vista hacia la mirilla. Tenía la inquietante sensación de que nos observaban. Me pareció ver allá arriba un movimiento, pero como no estaba segura, nada dije.

Salimos del hall por la puerta que daba a unos escalones y por allí pasamos a la capilla. Olía a humedad. Dije:

—Parece como si no hubiesen usado esa capilla desde hace muchos años, a juzgar por el olor.

Mi voz retumbó de un modo tétrico.

Celestine no respondió. Había encendido una de las velas que había en el altar. Contemplé la alargada sombra que producía sobre el muro la vacilante llamita.

—Vamos al pasadizo —dijo Celestine—. Tenemos que pasar por esta puerta disimulada. Hay otra puerta al otro extremo del pasadizo que da al jardín del patio. Por ahí entraban los leprosos.

Celestine llevaba muy alta la vela y nos encontramos en una pequeña cámara.

—¿Es éste el sitio mayor que los demás de su clase? —pregunté.

No me respondió. Estaba presionando con las palmas de las manos en diferentes sitios del muro.

Estuve contemplando cómo se movían sus largos dedos por la polvorienta pared.

De pronto se volvió y me sonrió.

—Siempre he sostenido la teoría de que en esta casa hay un refugio para los sacerdotes… Ya sabes, los sitios donde se ocultaban los sacerdotes católicos cuando llegaban los hombres de la reina. En realidad, sé que por lo menos un TreMellyn quiso hacerse católico después de aquella época de las persecuciones. Y juraría que por aquí hay uno de esos refugios. A Connan le encantaría que lo descubriésemos porque le entusiasman las cosas de esta vieja mansión tanto como a mí… y tanto como te gustarán a ti a partir de ahora. Si lo descubriese… sería el mejor regalo de boda que pudiera hacerle, ¿verdad? Después de todo, ¿qué puede una regalarle a la gente que lo tiene todo? —Estaba muy excitada y no cesaba en su búsqueda—. Un momento. Aquí hay algo. —Me acerqué a ella y contuve la respiración, asombrada, pues un trozo de muro se había movido hacia adentro y se convertía en una puerta larga y estrecha.

Celestine se volvió para mirarme. Estaba desconocida. Le brillaban los ojos como si estuviese alucinada.

Asomó la cabeza por la abertura que dejaba la purta entreabierta y estaba a punto de entrar cuando me dijo:

—No, primero tú. Es lo que debe ser, porque ésta va a ser tu casa. Has de ser la primera en conocer mi descubrimiento.

Se me había contagiado su entusiasmo. Pensaba en la alegría que se iba a llevar Connan.

Se apartó para dejarme pasar y penetré en la oscuridad. Allí dentro había un olor espantoso.

Dijo:

—Échale una ojeada rápida. Ten cuidado, porque eso debe de estar muy mal. Probablemente habrá escalones.

Acercó la vela y vi que, efectivamente, había dos. Bajé estos escalones y en ese instante se cerró la puerta detrás de mí.

—¡Celestine! —grité horrorizada. Silencio absoluto—. ¡Abre esa puerta! —chillé. Pero mi voz quedaba ahogada en las tinieblas y comprendí que me había convertido en una prisionera… La prisionera de Celestine.

La oscuridad, el frío, el ambiente tétrico me llenaron de pánico. Sería inútil que intentara expresar el terror que sentí. No hay palabras para describirlo. Sólo podrán comprenderme los que se hayan encontrado en una situación semejante.

Mi cerebro enloquecía a fuerza de pensar horrores. Había sido una imbécil. Me había dejado encerrar del modo más estúpido. Con la mayor inocencia, había seguido el camino que me indicó la persona que deseaba deshacerse de mí, sin extrañarme ni preguntar nada.

El terror me iba agarrotando el cerebro y todo mi cuerpo. Logré reaccionar lo suficiente para subir los dos escalones y golpear desesperadamente contra lo que ahora parecía sólo un muro.

—¡Déjame salir! ¡Déjame salir! —grité.

Pero sabía muy bien que mi voz no pasaría, en el mejor de los casos, del pasadizo de los leprosos. Y, ¿cuántas veces al año entraría alguien en aquella capilla abandonada?

Celestine saldría de allí tranquilamente y nadie sabría que había estado en la casa.

Me hallaba tan asustada que cada vez me costaba más trabajo pensar. Me oía sollozar a mí misma y esto contribuía a aumentar mi pánico, porque no reconocía esos sollozos como míos.

Comprendía que en un sitio como aquél no se podía vivir mucho tiempo. La terrible humedad de siglos deshacía los huesos. Sin embargo, seguí golpeando el muro hasta que me rompí las uñas y sentí correr la sangre por mis manos.

A fuerza de estar en la oscuridad, mis ojos empezaron a acostumbrarse a ella. Y entonces vi que no estaba sola.

Alguien había llegado allí antes que yo. En efecto, allí estaba lo que quedaba de Alice. Por fin la había encontrado.

*****

—¡Alice! —chillé—. ¿De modo que estás aquí, Alice? Todo el tiempo has estado en la casa y por eso sentía yo tu presencia.

Pero Alice llevaba más de un año en absoluto silencio.

Me cubrí la cara con las manos. No me atrevía a mirar. Aunque, sin necesidad de ojos, la presencia de la muerte se revelaba sin lugar a dudas por el olor a putrefacción de que estaba impregnado aquel lugar.

Me pregunté: «¿Cuánto tiempo habrá podido vivir Alice después de que le cerraran la puerta como a mí ahora?». Quería saberlo porque, por lo menos, un tiempo aproximado podría vivir yo.

Creo que estuve desmayada mucho tiempo; y, cuando volví en mí, deliraba. Oí una voz confusa: tenía que ser la mía puesto que no podía ser de Alice. Afortunadamente, estuve todo ese tiempo semiinconsciente. Durante el tiempo que pasé en aquellas tinieblas, no estaba segura de quién era yo.

¿Era Martha o Alice?

Nuestras historias se parecían mucho. Habían dicho que Alice se escapó con Geoffrey. Y de mí dirían que huí con Peter. Nuestras respectivas desapariciones habían sido calculadas para que coincidieran con la marcha de los hermanos. «Pero ¿por qué?», me decía sin cesar, «¿por qué?».

Ya sabía de quién era la sombra que había visto en la persiana. Era de Celestine, aquella mujer diabólica. Conocía la existencia de la pequeña agenda que yo había descubierto en el bolsillo interior de la chaqueta de amazona de Alice y la buscaba desesperadamente porque sabía que era uno de los indicios que podían conducir al descubrimiento del crimen.

Celestine no quería a Alvean y nos había engañado a todos con su amabilidad, su conducta cariñosa y siempre atenta con los demás. Era una actriz consumada. Ahora comprendía yo que Celestine era incapaz de querer a nadie. Se había valido de Alvean como de los demás. Para ella, eran sólo instrumentos que le permitirían alcanzar su objetivo. Y también estaba dispuesta a valerse de Connan como del medio más importante. Porque lo que de verdad quería Celestine, lo único que ella amaba en el mundo, era la mansión de Mount Mellyn.

Me la figuraba durante su delirante anhelo mirando desde su ventana de Mount Widden la espléndida casa al otro lado de la cala. Deseaba la casa tan visceralmente como un hombre puede desear a una mujer o una mujer a un hombre.

—Alice —dije—. Alice, fuimos sus víctimas… tú y yo.

E imaginé que Alice me hablaba. Me contaba que el día en que Geoffrey había tomado el tren para Londres, Celestine se había presentado en Mount Mellyn comunicándole su gran descubrimiento en la capilla. Y vi a la pálida y linda Alice, a la frágil Alice, lanzando exclamaciones de alegría al enterarse del descubrimiento de la otra e internándose en la muerte por aquellos dos escalones fatales.

Pero, naturalmente, allí sólo sonaba mi voz que hablaba por mí y por ella. Pensé que por fin la había encontrado y que teníamos que consolarnos mutuamente mientras me llegaba el momento de pasar de un modo definitivo a aquel mundo de sombras —de las otras sombras— que había sido el suyo desde que Celestine Nansellock se hizo acompañar por ella hasta el pasadizo de los leprosos.

Una luz cegadora me hería los ojos. Me llevaban en brazos.

Dije:

—¿Estoy ya muerta, Alice?

Y una voz me respondió:

—Querida mía… queridísima… estás a salvo. Era la voz de Connan y sus brazos los que me llevaban.

—¿También se sueña en la muerte, Alice? —pregunté.

La voz volvió a murmurar:

—Querida… tranquilízate. —Me dejaron sobre una cama y me rodeaban muchas personas. La luz se reflejaba en una cabellera que parecía casi blanca. Creía estar viendo un ángel. Y entonces el ángel dijo:

—Es Gilly. Gilly los llevó a aquel sitio. Gilly miraba siempre y Gilly vio…

Y por raro que parezca, fue efectivamente Gilly la que me hizo entrar de nuevo en el mundo de la realidad. Hasta entonces no me convencí de que no estaba muerta. Se había producido algún milagro y no había tal sueño, sino que eran los brazos de Connan los que me habían llevado y la voz de Connan la que oía junto a mí.

Estaba en mi habitación, desde cuya ventana podía ver el césped y las palmeras, y la ventana del vestidor de Alice, en cuya persiana había visto la sombra de la mujer que la asesinó y que también había querido eliminarme.

Grité. El terror se apoderaba nuevamente de mí y chillé hasta enronquecer, pero Connan estaba a mi lado tranquilizándome. Me decía con inmensa ternura:

—Nada tienes ya que temer, amor mío… estoy yo aquí contigo… para siempre.