7

Sir Thomas Treslyn fue enterrado el día de Año Nuevo. Este luto fue muy impresionante por haber seguido inmediatamente a las fiestas de Navidad. En la casa continuaban todos los adornos colgados y las supersticiones de esta región impedían quitarlos antes de fin de año, aunque todos comprendieran que parecía una falta de respeto.

En seguida se pensó en que aquella muerte afectaba muy de cerca a Mount Mellyn. Había ocurrido entre las dos casas, y la última vez que sir Thomas comió fue a nuestra mesa. Comprendí que la gente de Cornualles era muy supersticiosa y siempre estaban buscando augurios y querían aplacar a los poderes malignos sobreaturales.

Connan andaba muy abstraído. Lo veía poco, pero las pocas veces que lo encontré, apenas se dio cuenta de mi presencia. Me figuraba que estaba reflexionando sobre lo que la desaparición de sir Thomas representaba para él. Si efectivamente era el amante de lady Treslyn, no había ya obstáculo alguno para que regularizaran su unión. Y esto mismo pensaba mucha gente, aunque nadie hablaba de ello. Adiviné que la señora Polgrey consideraba de mala suerte hablar del asunto hasta que sir Thomas llevase por lo menos varias semanas enterrado.

La señora Polgrey me invitó a su habitación y tomamos su mejor té con una buena cucharada del whisky que yo le había regalado.

—Ha sido una cosa muy desagradable que sir Thomas haya muerto precisamente el día de Navidad. Aunque no era ese día, sino las primeras horas del día siguiente —añadió algo aliviada, como si con este descubrimiento hubiera mejorado la situación notablemente—. ¡Y pensar que la última casa en que estuvo fue la nuestra y mi comida —decía mi comida con gran orgullo—, la última que pasó por sus labios! Lo van a enterrar demasiado pronto, ¿no le parece a usted, señorita?

—Siete días.

—Pero, teniendo en cuenta que es invierno, bien podían haberlo dejado más tiempo en la casa.

—En estas cosas es preferible acabar cuanto antes para no prolongar la terrible impresión…

La señora Polgrey torció el gesto. Se notaba que le parecía una inadmisible frivolidad, querer que el dolor producido por la muerte de un familiar fuese atenuado de algún modo.

—No sé, no sé —insistió—. Se oyen tantas historias de gente enterrada viva. Es mejor esperar. Recuerdo que hace años, muchos años, porque yo era entonces una niña, hubo una epidemia de viruela. La gente, con un pánico terrible, empezó a enterrar a toda prisa. Pues bien, algunos fueron enterrados vivos, según decían.

—Bueno, pero en el caso de sir Thomas está comprobado que ha muerto.

—No se fíe usted. Algunos parecen estar muertos y no lo están. Pero, en fin, creo que con siete días habrá bastante para asegurarse. ¿Vendrá usted al entierro?

—¿Yo?

—¿Por qué no? Hay que honrar a los muertos.

—No tengo ropa de luto.

—No se preocupe. Le daré a usted un gorrito negro y le coseremos una franja negra en su capa. Para ir al cementerio bastará. No sería igual si fuese usted a la iglesia para el funeral, pero a la iglesia no podrá ir. No estaría bien siendo usted nuestra institutriz con los muchos amigos de esa familia que irán ese día.

*****

Quedamos en que yo acompañaría a la señora a cementerio.

Estuve presente cuando bajaron a la tumba el cuerpo de sir Thomas. Fue una ceremonia imponente. Los Treslyn eran una familia de gran importancia en el condado. Asistió al entierro una verdadera multitud y la señora Polgrey y yo permanecimos a distancia, lo cual me satisfizo. En cambio, la señora Polgrey estaba fastidiada de no poderlo contemplar todo de cerca.

Me bastó ver a la viuda tan hermosa como siempre con su flotante velo negro. El negro le sentaba tan bien como el verde atenuado por el malva que llevaba la noche del baile. La ropa de luto la hacía más esbelta. Se movía con gracia y estoy segura de que todos los hombres la estaban admirando a pesar de la triste ocasión.

Por supuesto, Connan estaba allí. Trataba yo de adivinar sus sentimientos. Pero su cerrada e impávida expresión no dejaba traslucir nada. Siempre le había encontrado como dos personalidades y aquélla era la ocasión menos propicia para que dejase ver la más profunda.

Un viento frío había barrido la niebla, y el sol de invierno hizo brillar los dorados del ataúd mientras lo bajaban al fondo de la tumba. Hubo un gran silencio en el cementerio, un silencio sólo roto por los chillidos de las gaviotas.

Todo había terminado. Las personas del duelo, Connan, Celeste y Peter entre ellas, volvieron a sus coches, que se dirigieron hacia Treslyn Hall.

La señora Polgrey y yo volvimos a Mount Mellyn, donde me invitó a tomar el té con ella. El té y la inevitable cucharadita —ya era más bien una cucharada— de whisky.

Vi cómo le brillaban a la señora Polgrey los ojos en sus esfuerzos por contener la lengua. Pero triunfó sobre sí misma en un gran alarde de prudente reserva, no diciendo ni una sola palabra sobre los efectos que la muerte de sir Thomas tendría para Mount Mellyn. El respeto que sentía por los muertos era superior a su deseo de cotillear.

*****

Sir Thomas no fue olvidado. Oí hablar de él muchas veces durante las semanas siguientes. La señora Polgrey movía la cabeza significativamente cuando se nombraba a los Treslyn, pero su mirada me advertía al mismo tiempo que no debíamos hacer comentarios.

Daisy y Kitty eran menos discretas. Cuando me traían el agua por las mañanas no había manera de que se fuesen. Yo nunca preguntaba, pero procuraba astutamente que me contasen lo que me interesaba. Aunque aquellas chicas no necesitaban que las estimulasen para hablar.

—Ayer vi a lady Treslyn —me dijo Daisy una mañana—. A pesar del luto, no parecía una viuda.

—¿En qué sentido?

—Verá usted: Kitty venía conmigo y dijo lo mismo que yo. Ahora creo que voy a poder explicárselo mejor: tenía cara de estar esperando, pero tranquila porque sabe que ya le faltaba poco. Nada más que un año… ¡Si fuera yo me parecería un siglo!

—¿Un año? ¿Para qué tiene que esperar un año? —pregunté, aunque supiera muy bien de qué se trataba. Daisy me miró maliciosamente.

—Ahora no se podrán ver los dos demasiado: Después de todo, el pobre viejo murió aquí, casi en nuestro umbral. Parecería como si hubieran estado deseando que se fuera al otro mundo.

—Pero, Daisy, es absurdo. ¿Cómo va a querer nadie…?

—Esas cosas nunca se saben, señorita.

La conversación se estaba poniendo peligrosa. Hice que se fuera diciéndole:

—Tengo mucha prisa, Daisy, se me ha hecho tarde. Cuando se marchó, pensé: «De manera que murmuran de ellos. Dicen que deseaban la muerte de sir Thomas. Mientras sólo digan eso no creo que les haga mucho, daño».

Me admiré de lo cuidadosos que eran y las precauciones que tomaban. Recordé haberle oído decir a Phillida que los enamorados son como avestruces. Entierran la cabeza en la arena y como no ven a nadie, creen que nadie los ve a ellos.

Pero estos dos no eran unos enamorados jovencitos e inexpertos, sino unos amantes con mucha experiencia.

«No —pensé amargamente—, es evidente que ambos han actuado con cabeza fría». Conocían muy bien a la gente entre la que se movían y tenían que ser prudentes.

Aquel mismo día, a última hora, hallándome yo de paseo por el bosque, oí el ruido de unos caballos que trotaban cerca y luego me llegó con toda claridad la voz de lady Treslyn:

—¡Connan, Connan!

De modo que se encontraban, y citarse tan cerca de la casa era una gran imprudencia.

Aunque me separaban de ellos bastantes árboles, en el bosque se podía oír desde una distancia bastante grande y su conversación me llegaba a retazos.

—Linda, no debías de haber venido.

—Lo sé… lo sé —empezó a hablar muy bajo y no pude entender el resto.

—Pero, mujer, enviarme aquella nota… —decía Connan, cuya voz entendía yo mejor—. Con toda seguridad alguno de mis criados habrá reconocido al tuyo cuando trajo la carta. Sabes de sobra que esta gente murmura…

—Lo sé, pero…

—¿Y cuándo te llegó?

—Esta mañana. Por eso tenía que enseñártelo en seguida.

—¿Es el primer anónimo?

—No, hace un par de días recibí otro. Por eso tenía que verte, Connan. Y no importa lo que digan porque estoy muy asustada y necesito…

—De estas cosas no hay que hacer caso… Olvida que te han escrito eso.

—¡Pero léelo, hombre! —Exclamó lady Treslyn—. Léetelo todo.

Hubo un breve silencio. Luego habló Connan:

—Ya veo. Sólo cabe hacer una cosa…

Los caballos habían empezado a moverse. En seguida pasarían por donde yo estaba. Huí por entre los árboles. Estaba muy alarmada.

Aquel día Connan partió de Mount Mellyn.

—Lo han llamado de Penzance —me explicó la señora Polgrey—. Dijo que no tenía seguridad del tiempo que estaría ausente.

Me pregunté si aquella repentina partida tenía alguna relación con la inquietante noticia que lady Treslyn le había comunicado en el bosque.

*****

Transcurrieron varios días. Alvean y yo reanudamos nuestras clases y Gilly asistía también a ellas.

Le solía dar a Gilly alguna pequeña tarea mientras yo trabajaba con Alvean: por ejemplo, trazar letras en una bandeja llena de arena o en una pizarra o contar las bolas de un ábaco. Esto la entretenía mucho y conmigo se encontraba a gusto. Estaba transfiriéndome la confianza que antes depositó en Alice.

Alvean se había rebelado al principio, pero yo le hice ver la necesidad de ser comprensivos y amables con las personas menos afortunadas que nosotros y acabó aceptando la presencia de Gilly, aunque un poco a regañadientes. Pero de vez en cuando miraba a hurtadillas a Gilly y no cabía duda de que le interesaba mucho.

Connan llevaba fuera una semana cuando, una fría mañana de febrero, entró la señora Polgrey en la sala de clase. Me asombró verla allí porque era muy raro que interrumpiese nuestras lecciones. Traía dos cartas en la mano y vi en seguida que venía muy excitada.

No se disculpó por su intrusión y dijo:

—He recibido noticias del Amo. Quiere que lleve usted a la señorita Alvean inmediatamente a Penzance. Aquí hay una carta para usted. Sin duda le explicará con más detalle lo que tiene que hacer.

Me entregó la carta y no pude evitar que me temblase la mano al abrirla. No sé lo que pensaría la señora Polgrey de mi evidente emoción.

«Mi querida señorita Leigh:

»Tengo que estar aquí unas cuantas semanas y creo que estará usted de acuerdo conmigo en que sería conveniente que Alvean pasara conmigo algunos días. No quiero que pierda sus clases, así que le ruego que venga con ella preparada para permanecer aquí una semana o cosa así.

»Si está usted lista para emprender la marcha mañana mismo, dígale a Billy Trehay que la conduzca a la estación y puede usted tomar el tren de las dos treinta.

»CONNAN TREMELLYN».

Me volví a la señora Polgrey:

—Sí, en efecto, el señor TreMellyn quiere que le lleve a Alvean.

Evidentemente, la señora Polgrey estaba desconcertada. Todo aquello le parecía muy extraño, porque el señor de la casa nunca había mostrado el menor interés por la niña.

—Entonces, ¿se van ustedes mañana mismo?

—Sí. Billy Trehay ha de tener preparado el coche para llegar a la estación a tiempo de tomar el tren de las dos treinta.

La señora Polgrey se marchó con el mismo gesto intrigado.

Al quedarme sola con las niñas pude dar rienda suelta a mi imaginación. Comprendía el estado de ánimo de Alvean, incapaz de trabajar después de saber que iba a reunirse con su padre. Y de pronto vi que Gilly me estaba mirando con aquella alucinada expresión que yo quería desterrar de su rostro. Sabía que nos marchábamos y que ella se quedaba allí.

Sabía que me había puesto como la grana. Pero me quedaba la esperanza de no haber exteriorizado la formidable alegría que me causó la carta.

Dije:

—Alvean, tenemos que irnos mañana con tu padre. Alvean se levantó de un salto y me abrazó, con una manifestación de afecto insólita en ella, y me conmovió confirmar una vez más lo mucho que la niña quería a Connan. Esto me ayudó a recuperar mi serenidad. Dije:

—Bueno, bueno, pero eso será mañana. Hoy tenemos que seguir dando clase.

—Pero, señorita, tenemos que hacer las maletas.

—Para eso tenemos toda la tarde —dije con forzada severidad—. Ahora, a trabajar.

Alvean y yo almorzamos juntas en la sala de clase, pero ninguna de nosotras tenía apetito. Inmediatamente después de la comida subimos a nuestras respectivas habitaciones para preparar las cosas y hacer las maletas.

Yo tenía muy poco que guardar. Mis vestidos, el gris y el malva, estaban limpios, menos mal, y sólo tenía que ponerme el gris y guardar el malva en la maleta. Me sentaba muy mal, pero era más difícil de meter en la maleta.

Saqué el vestido de seda verde que me había puesto en el baile de Navidad. ¿Me lo llevaría? ¿Por qué no? Nunca había tenido nada que me sentara tan bien y a lo mejor tenía ocasión de lucirlo de nuevo.

Saqué también la peineta y el chal. Me los puse y recordando el baile me parecía estar oyendo la música de la danza tradicional que bailé con Peter. Empecé a marcar los pasos para ver si no se me había olvidado.

No había sentido a Gilly aproximarse y me sobresaltó al verla allí contemplándome. La verdad es que aquella niña se deslizaba por toda la casa de un modo impresionante.

Me inmovilicé, toda sonrojada, pues aunque Gilly fuera tan pequeña, me avergonzaba que me hubiera sorprendido portándome como una tonta. Gilly me miraba solemnemente. Observaba la maleta abierta en la cama y los vestidos doblados e inmediatamente me entristecí porque pensé que Gilly sería muy desgraciada durante nuestra ausencia.

Me incliné hacia ella y la rodeé con mis brazos.

—Volveremos en seguida, Gilly.

Cerró los ojos con fuerza. No quería verme.

—Gilly —dije—. Escúchame. Te digo que volveremos muy pronto.

Movió la cabeza negativamente y vi que le asomaban unas lágrimas por sus ojos cerrados.

—Luego —proseguí— reanudaremos nuestras lecciones. Dibujarás más letras en la arena y pronto podrás escribir tu nombre.

Pero se negaba a dejarse consolar.

Se apartó de mí de un tirón y, corriendo a la cama, empezó a sacar de la maleta lo que ya había metido en ella.

—No, Gilly, no. —La levanté en brazos y me senté con ella en una silla—. Tengo que volver aquí muy pronto, Gilly. Apenas te darás cuenta. Te parecerá que no me he ido.

Entonces habló:

—No volverás. Ella… ella.

—Sí, Gilly, dime.

—Ella… se fue.

Entonces olvidé incluso que iba a reunirme con Connan porque toda mi atención estaba concentrada en la evidencia de que Gilly sabía algo y lo que ella sabía podía arrojar alguna luz sobre el misterio de Alice.

—Gilly —le pregunté—, ¿no te dijo adiós antes de marcharse?

Gilly agitó la cabeza con energía y parecía a punto de llorar nuevamente.

—Gilly —le supliqué—, procura contarme lo que sepas; trata de decirme… ¿la viste salir?

Gilly hundió su rostro contra su pecho. La tuve un momento tiernamente abrazada y luego la aparté de mí para mirarla a la cara, pero tenía los ojos cerrados. Volvió a zafarse de mí y de nuevo corrió a la cama y empezó a vaciar la maleta gritando:

—¡No, no, no!

—Mira, Gilly —le dije—. Te aseguro que volveré. Sólo estaré fuera un poco de tiempo.

—¡Ella no volvió!

Nos encontrábamos otra vez en el punto de partida.

No había manera, por lo tanto, de sacarle más a la pequeña.

Levantó hacia mí su carita y ya no tenían sus ojos la expresión vacía, alucinada. Ahora eran ojos trágicos, pero conscientes.

Me di cuenta en ese momento de lo mucho que había significado para Gilly el afecto que yo le había demostrado y que era totalmente imposible hacerle comprender que si me marchaba no era para siempre. Alice la quería, se había marchado y no había vuelto. Su pequeña experiencia de la vida le había enseñado que si contaba con el cariño de una persona y ésta se marchaba, no podría recuperarla.

Unos cuantos días nada más; pero una semana en la vida de Gilly sería como un año para la vida de nosotros. Entonces comprendí que no podía dejar a Gilly allí.

¿Qué diría Connan, si me presentaba con las dos niñas?

Me creía capaz de poder explicar adecuadamente mis motivos. De todos modos, no estaba dispuesta a marcharme sin Gilly. Podía explicarle a la señora Polgrey que el Amo esperaba a las dos niñas, lo cual la pondría muy contenta. Había sido la primera en admitir que la niña progresaba mucho conmigo.

—Gilly. Verás lo que vamos a hacer. Alvean y tú vendréis conmigo en este viaje. —Le besé la carita, que tenía vuelta—. Sí; tú, Alvean y yo. Juntas las tres. ¿Estás contenta?

La niña tardó unos momentos en comprender y por fin cerró los ojos con fuerza e inclinó la cabeza; en esa misma posición comenzó a sonreír. Este curioso gesto me conmovió más que si hubiera hablado.

Estaba dispuesta a enfrentarme con el posible enfado de Connan con tal de proporcionarle a esta pobre criatura una alegría tan grande.

*****

A la mañana siguiente partimos temprano y toda la casa salió para vernos marchar. Yo iba sentada en el coche con una niña a cada lado y Billy Trehay, con la librea de los TreMellyn, conducía muy orgulloso y hablando muy serio con los caballos.

La señora Polgrey, con los brazos cruzados, contemplaba a su Gilly. Era evidente que le encantaba ver a su nietecita de viaje conmigo y Alvean.

Tapperty estaba con sus hijas, una a cada lado, y los tres traslucían en sus rostros las cábalas que se hacían sobre aquel extraño acontecimiento.

No me importaba. Estaba tan contenta que lo único que tenía que hacer era esforzarme para no salir cantando.

Una espléndida mañana de sol derretía la fina capa de hielo que abrillantaba la hierba. Las niñas iban muy divertidas con la novedad del viaje. Alvean charlaba sin cesar y Gilly lo miraba todo extasiada sin soltarme la falda, que me tuvo todo el tiempo agarrada con una manita. Ese gesto filial me llenaba de ternura hacia ella.

Me daba perfecta cuenta de mi responsabilidad para con ella.

Billy hablaba sin cesar, tanto a los caballos como a nosotras y cuando pasamos por delante de una sepultura en una encrucijada, murmuró una plegaria por la pobre alma perdida que estaba enterrada allí.

—Y no crean ustedes que por mis rezos va a descansar esta alma, queridas mías. Las personas que mueren por la violencia nunca descansan. No pueden seguir enterradas tranquilas. Salen por ahí andando y van de acá para allá.

—¡Qué tontería! —le corté.

—Los que ignoran las cosas llaman tontería a la sabiduría —me replicó Billy, picado.

—Es que hay mucha gente con una imaginación exagerada.

Las niñas me miraban fijamente. Procuré desviar la conversación lo antes posible.

—Mirad qué colmenas tan bonitas. ¿Y qué es eso que les han puesto encima?

—Ah, ¿ese paño negro? —Me explicó Billy—. Significa que ha habido una muerte en la familia. Las abejas se ofenderían mucho si no les dijeran que se ha muerto un miembro de la familia y no les hicieran participar en el luto.

Estaba visto que por todas partes aparecían la muerte y las supersticiones; por eso me alegré cuando por fin llegamos a la estación.

En Penzance nos esperaba un coche, que desde allí nos llevó a Penlandstow. Anochecía cuando entramos en la alameda de la casa, que aparecía al fondo como una masa confusa. Al porche salió a recibirnos un hombre con una linterna, el cual gritó:

—Aquí están. Avisad al amo. Advirtió que lo llamasen en cuanto llegaran.

Llegábamos un poco atontadas del viaje y las dos niñas estaban medio dormidas. Las ayudé a apearse y, cuando me volví, vi a Connan a mi lado. En realidad, no podía distinguirlo claramente en la oscuridad, pero noté en seguida que se alegraba mucho de tenerme de nuevo cerca de él. Me estrechó la mano con mucho afecto. Luego dijo una cosa sorprendente:

—He estado muy inquieto. Me imaginaba que podía ocurrir cualquier cosa. Me reprochaba a mí mismo no haber ido a buscarla personalmente.

Pensé: «Se refiere a Alvean, desde luego. No puede estar hablando de mí».

Pero la verdad es que me sonreía con gran cordialidad y tuve una intensa impresión de felicidad. Comencé a decir:

—Las niñas…

Entonces Connan le sonrió a Alvean.

—Hola, papá —dijo ésta—. Qué estupendo estar aquí contigo.

Connan le puso una mano en el hombro y ella le miró casi suplicante como si le estuviera pidiendo que la besara, lo cual era pedir demasiado.

—¡Me alegro mucho de que hayas venido, Alvean! —le dijo—. Aquí lo pasarás muy bien.

Entonces hice avanzar a Gilly y se la puse delante.

—¿Qué…? —empezó a decir Connan.

—No podíamos dejarnos allí a Gilly —le interrumpí—. Recordará usted que me permitió enseñarla.

Dudó un momento, pero luego, sin dejar de mirarme, se rió. Comprendí entonces que Connan se alegraba tanto de tenerme allí —a mí, y no a las niñas— que no le habría importado a quién hubiera llevado conmigo con tal de que yo hubiese ido.

No es, pues, de extrañar que cuando entré en la antigua casa de Alice me pareciese estar penetrando en un lugar encantado.

Durante las dos semanas siguientes fue como si hubiese dejado a mis espaldas y muy lejos el frío y duro mundo de la realidad y hubiese entrado en un mundo nuevo, hecho a mi medida y donde cuanto yo pudiese desear acabaría siendo mío.

Desde el momento de mi llegada a la mansión de Penlandstow fui tratada no como una institutriz, sino como una invitada. A los pocos días había perdido ya mi suspicacia sobre mi posición social y volví a ser, libre ya de prejuicios, la muchacha tan animada que disfrutaba de la vida en la vicaría rural junto a su padre y Phillida.

Me dieron una habitación muy agradable junto a la de Alvean y, cuando pedí que Gilly estuviese cerca de mí, me hicieron caso inmediatamente.

La casa de Penlandstow era magnífica y muy acogedora. Había sido construida en la época isabelina. Era casi tan grande como Mount Mellyn y resultaba igualmente fácil extraviarse en ella.

Mi habitación era muy amplia y los asientos adosados a las ventanas estaban tapizados con terciopelo rojo. Cubrían las grandes ventanas unas espléndidas cortinas de color rojo oscuro. La alfombra era también roja. Este color le hubiese dado un ambiente cálido a la habitación, aunque no hubiera ardido aquel buen fuego en la chimenea.

Me llevaron la maleta a este cuarto y una de las doncellas me la estuvo deshaciendo mientras yo contemplaba las llamas azules que saltaban sobre los leños.

La doncella me hizo una reverencia cuando terminó de colocar mis cosas sobre la cama y me preguntó si podía irlas guardando. Naturalmente, ésta no era la manera de tratar a una institutriz. Por muy amables que fuesen Daisy y Kitty, nunca me habían servido así.

Dije que yo misma las guardaría y que me gustaría tener un poco de agua caliente para lavarme.

—Al final del descansillo, encontrará la señorita un pequeño cuarto de baño —me dijo—. ¿Quiere usted que le enseñe dónde está y le lleve allí el agua caliente?

Me acompañó hasta el cuarto, donde había una gran bañera y también otra pequeña.

—La señorita Alice hizo que le instalaran este cuarto de baño antes de casarse —me explicó la chica; y me sobresaltó darme cuenta de pronto de que me encontraba en la casa de Alice.

Después de lavarme y cambiarme —me puse el vestido de algodón gris—, fui al cuarto de Alvean. Se había quedado dormida encima de la cama, de modo que la dejé y fui a ver a Gilly. También se había dormido. Cuando regresé a mi cuarto, la misma doncella de antes vino a decirme que el señor TreMellyn había dicho que cuando estuviese dispuesta me reuniese con él.

Como ya estaba preparada, la chica me acompañó a la biblioteca.

—Qué alegría tenerla a usted aquí, señorita Leigh —dijo.

—Lo que será una alegría para usted es tener a su hija… —empecé, pero me interrumpió con una sonrisa.

—Dije que me alegraba mucho tenerla a usted aquí, señorita Leigh, y eso es exactamente lo que quise decir.

Me sonrojé:

—Es usted muy amable. He traído algunos de los libros de la niña para las clases.

—Vamos a darles un poco de vacaciones, ¿no le parece? Naturalmente, comprendo que tendrá que haber clase, ya que usted lo quiere, pero no vamos a tenerlas a las pobres todo el día atadas a sus pupitres.

—Bueno, en una ocasión como ésta podríamos reducir algo las clases.

Se me acercó.

—Señorita Leigh —me dijo—, es usted deliciosa. Me eché hacia atrás sobresaltada, y él añadió:

—Me ha alegrado mucho que viniese usted con tal rapidez.

—Esas han sido sus órdenes.

—No he pretendido ordenarle nada, señorita Leigh. Sólo se lo he pedido.

—Pero… —y sentía aprensión porque aquel hombre me parecía diferente del que yo conocía. Era casi un desconocido, pero que me fascinaba tanto como el otro Connan TreMellyn, un desconocido que me asustaba también un poco, pues no estaba segura de poder controlar mis sentimientos.

—¡Qué contento estoy de haberme podido escapar! —dijo—. Supuse que usted ansiaría también escaparse.

—Pero ¿de qué hemos de escapar?

—De las sombras de la muerte. Odio a la muerte. Me deprime pensar en eso.

—Ah, se refiere usted a sir Thomas. Pero…

—Sí, ya sé. Quiere usted decir que era tan sólo un vecino. Pues, sin embargo, me ha deprimido terriblemente ese asunto. Estaba deseando huir de allí. Por eso me alegra tanto que usted haya venido… con Alvean y la otra niña.

No pude contener el impulso de decirle:

—Espero que no haya considerado usted una frescura por mi parte traer a Gilly. Pero es que si no la hubiese traído, la pobre criatura habría sufrido mucho.

Entonces dijo algo que me sacó de mis casillas.

—Comprendo muy bien que sufriera si se apartase de usted.

Quise cambiar de conversación en seguida.

—Supongo que las niñas deberían comer algo, pero venían muy cansadas y se han dormido. De todos modos, deberían tomar un bocadillo. Ha sido un día muy agitado para ellas.

Hizo un gesto con la mano.

—Encargue lo que quiera para ellas, señorita Leigh, y cuando haya terminado con las niñas, cenaremos juntos usted y yo.

—Pero Alvean cena siempre con usted, ¿no?

—Estará demasiado cansada esta noche. Mejor será que cenemos solos.

Encargué comida para las niñas y yo cené con Connan en el comedor de invierno. Fue una extraña y emocionante experiencia para mí cenar sola con aquel hombre, a la luz de los candelabros. Me decía a mí misma que aquello no podía ser real. Si hubo algo en el mundo que estuviese hecho con el material de los sueños, fue aquello.

Connan hablaba mucho; nada quedaba en él del taciturno Connan de los días anteriores.

Me contó muchas cosas de la casa. Supe que la habían edificado en forma de E como tributo de admiración a la reina Elizabeth.

—Está formado el edificio por dos patios de tres lados con un bloque central saliente. Ahora estamos en esa parte central. Su parte principal es el hall, las escaleras y la galería; además, estas pequeñas habitaciones, como este comedor de invierno, muy adecuado, lo reconocerá usted, para cenar en la intimidad.

Dije que era una casa preciosa y que era muy afortunado al poseer dos mansiones tan magníficas.

—Los muros de piedra no proporcionan grandes satisfacciones, señorita Leigh. Lo que importa es la vida que lleva uno entre esos muros.

—Sin embargo —le repliqué—, es muy agradable vivir rodeados de comodidades y de belleza.

—De acuerdo. No puede usted imaginarse cuánto me alegra que encuentre usted mis casas tan agradables.

Cuando terminamos de cenar, me llevó a la biblioteca y me preguntó si quería jugar con él una partida de ajedrez. Le dije que me encantaba la idea.

Me sentí muy feliz en aquella hermosa habitación con su techo de madera labrada, su gruesa alfombra, y suavemente iluminada por las lámparas de jarrones de china artísticamente pintados.

Connan había puesto las piezas de marfil sobre el tablero y jugamos en silencio. Era un silencio profundo y feliz o, por lo menos, así me lo parecía. Sabía que nunca podría olvidar las danzantes llamas de la chimenea, el tictac del reloj dorado que parecía de la época de Luis XIV y contemplando el movimiento ágil de los fuertes y finos dedos de Connan sobre el tablero.

Mientras me concentraba estudiando una jugada, me di cuenta de que me estaba mirando fijamente y entonces levanté la mirada y nuestros ojos se encontraron. Connan tenía una expresión mezcla de diversión y estudio. En aquel momento pensé: «Me ha traído aquí con algún fin determinado. ¿Qué puede ser?».

Este pensamiento me alarmó, pero me sentía demasiado feliz para preocuparme. Moví por fin la pieza y dijo él:

—¡Ah! —Y luego—: Señorita Leigh, mi querida señorita Leigh, me parece que se ha metido usted sola en la trampa que le he preparado.

—¡Oh… no! —exclamé.

Movió un caballo que inmediatamente amenazó a mi rey. Me había olvidado por completo de aquel caballo.

—Creo que es… —dijo—. Bueno, no del todo. Sólo jaque, señorita Leigh. Pero no jaque mate.

Comprendí que me había distraído. Pensando en otras cosas no había atendido lo suficiente a la jugada. Procuré a toda prisa enmendar mi error, pero no pude. Con cada jugada era más inminente el final inevitable. Connan se reía y dijo con la mayor amabilidad:

—Jaque mate, señorita Leigh.

Permanecí unos segundos mirando al tablero. Connan me disculpó.

—No se preocupe; me he aprovechado de usted sabiendo que estaba cansada del viaje.

—No, no —dije vivamente—. Lo que sucede es que usted juega mejor que yo.

—No, en nada somos el uno mejor que el otro. Después de la partida, me retiré a mi habitación. Me fue imposible dormirme; me lo impedía la felicidad. Repasaba mentalmente todas sus palabras, sus miradas, sus gestos. Y, sobre todo, aquello de «En nada somos el uno mejor que el otro».

Incluso olvidé que la casa en que ahora me hallaba había sido el hogar de soltera de Alice —hecho que semanas antes me habría interesado más que nada— y en realidad lo olvidé todo excepto que Connan había mandado llamarme y que estaba encantado de tenerme allí.

El día siguiente fue tan agradable e imprevisible como el anterior. Di algo de clase a las niñas por la mañana; y, por la tarde, Connan nos llevó a pasear en el coche. Qué diferente era ir con él, que conducía el coche, a cuando nos llevaban Tapperty o Bill Trehay.

Fuimos hasta la costa y admiramos el monte de Saint Michael, que se elevaba imponente sobre el agua.

—Un día —dijo Connan—, cuando llegue la primavera, iremos hasta allá arriba para que vean ustedes la silla de San Miguel.

—¿Y podremos sentarnos en ella, papá? —preguntó Alvean.

—Eso depende de que quieras arriesgarte a una caída tremenda. Sin embargo, muchas personas de tu sexo creen que merece la pena pasar el peligro.

—¿Por qué, papá, por qué? —preguntó Alvean, que siempre estaba encantada cuando disfrutaba la atención total de su padre.

—Porque —prosiguió Connan— se dice que si una mujer se sienta en la silla de San Miguel antes que su marido, será ella la que mandará en la casa.

Esto les hizo mucha gracia a Alvean y a Gilly. Alvean se rió a carcajadas y Gilly, que nos acompañaba en el paseo porque yo había insistido en ello, se sonreía tímidamente.

—Y usted, señorita Leigh, ¿cree que merece la pena probarlo?

Me miraba fijamente. Dudé un poco antes de contestar:

—No, señor TreMellyn, yo no lo haría.

—Entonces, ¿no desearía usted ser la que mandara en su casa una vez casada?

—No creo que ni el marido ni la mujer deban dominar por completo el uno al otro, sino trabajar juntos para que todo resulte lo mejor posible. Y si uno sostiene una opinión que el otro cree razonable, este otro, sea él o ella, deberá adherirse a esa opinión.

Me puse algo colorada y pensé en cómo se habría sonreído Phillida si me hubiera oído.

—Señorita Leigh —dijo Connan—, su sensatez hace parecer estúpido a nuestro folklore.

Seguimos nuestro paseo bajo el sol de invierno y yo iba muy contenta.

No cené con él aquella noche porque le había rogado que me dejase comer en la sala de clase con Gilly.

No quería que se sintiera abandonada. Alvean cenó con su padre. Después me quedé leyendo en mi habitación y Connan no me pidió que le acompañase un poco en la velada.

Me acosté pronto y pasé mucho tiempo pensando en el extraño giro que había tomado mi vida. Sabía que cuando me despertase a la mañana siguiente, experimentaría en seguida un sentimiento de impaciencia y expectación, pues tenía la sensación de que estaba a punto de ocurrirme algo maravilloso.

Me desperté sobresaltada. Había alguien en mi dormitorio. Noté que se movía algo junto a mi cama. Estaba amaneciendo.

—¿Quién anda ahí? —exclamé. Entonces vi a Gilly. Llevaba uno de los camisones viejos de Alvean que yo le había arreglado y calzaba unas zapatillas que le había comprado yo.

—¿Qué haces aquí, Gilly? —le pregunté.

Abrió la boca como si fuera a hablar. Esperé a que lo hiciera pero se limitó a sonreír y a mover la cabeza.

—Estoy segura de que te ha ocurrido algo, Gilly; tienes que decírmelo.

Extendió un brazo y señaló a la puerta. La miraba de un modo extraño.

Sentí un escalofrío porque Gilly me daba siempre la rara impresión de que podía ver cosas que para mí eran invisibles.

—Ahí no hay nada —le dije. Entonces habló:

—Ahí está ella. Sí, ella está ahí.

El corazón me latió a toda prisa. Pensé: «Quiere decir que Alice está aquí. Ésta era la casa de Alice hasta que se casó. Gilly ha encontrado a Alice».

—La señora TreMellyn… —murmuré.

Sonrió extática y siguió moviendo la cabeza afirmativamente.

—Pero… ¿la has visto?

Gilly hizo otro gesto afirmativo.

—¿En esta casa?

Otra vez el mismo gesto. Pero ahora habló de nuevo.

—Te llevaré donde está. Quiere que te lleve.

Me eché abajo de la cama y, temblando, me puse la bata y metí los pies en las zapatillas. Gilly me cogió una mano.

Anduvimos por una galería y descendimos un breve tramo de escaleras. Gilly llamó con los nudillos en una puerta y se puso a escuchar con mucha atención.

Me miró e hizo que sí con la cabeza como si hubiera oído que alguien le daba permiso para que entrase. Yo nada había oído. Aquello era como para ponerla a una nerviosa.

Entonces se abrió la puerta. Estábamos en una habitación muy oscura, pues no era suficiente la poca luz que entraba en ella del día que empezaba a amanecer. Gilly señalaba algo con la mano y, durante unos cuantos segundos, creí ver a una mujer de pie frente a nosotros. Vestía un traje de baile y su cabellera rubia le caía sobre los hombros en largos y sedosos rizos. Pasada la primera y fugaz impresión desconcertante, vi que estaba contemplando un retrato al óleo, de tamaño natural.

Tuve la completa seguridad de que aquélla era Alice.

*****

Me acerqué al cuadro y lo examiné detenidamente. Los ojos azules parecían mirarme y aquellos labios rojos y bien formados parecían ir a hablar de un momento a otro.

—¡Qué gran artista debía de ser el que pintó este cuadro! —dije para mí misma más que para Gilly.

Pero quizá porque estábamos en la penumbra o porque la casa dormía, o por la manera tan misteriosa como me había llevado Gilly, tuve la impresión de que aquello era algo más que un cuadro.

—Alice —murmuré. Y mis ojos no se apartaban de aquel rostro pintado. Por muy práctica que yo fuese, medio esperaba que aquella mujer saliera del marco y me hablase.

¿Cuándo habría sido pintado ese retrato? ¿Antes o después de la desastrosa boda? ¿Antes de que supiera que iba a tener un hijo de Geoffrey, o después?

—Alice —murmuré—, ¿dónde estás ahora, Alice? Me estás obsesionando. Desde que te he conocido sé lo que es una obsesión.

Gilly no me soltaba de la mano. Dije:

—Es sólo un cuadro, Gilly.

La niña tocó el vestido blanco de baile. Aquélla era la mujer que Gilly quería tanto. Miré con gran atención aquel rostro joven y suave, y me pareció comprender por qué se hacía amar.

Pobre Alice, que había caído en un torbellino de emociones. ¿Qué habría sido de ella?

De pronto me di cuenta del frío que hacía en aquel amanecer invernal. Y mi bata era muy liviana.

—Si seguimos aquí, nos vamos a congelar —dijo mi sentido práctico, y, tirando de Gilly, la saqué de la habitación y cerré bien la puerta. Dejamos sola a Alice.

*****

Llevaba ya una semana en Penlandstow y me preguntaba cuánto podría durar aquel idílico interludio, cuando Connan me habló con toda claridad.

Las niñas estaban acostadas y Connan me preguntó si quería acompañarle a jugar con él una partida de ajedrez en la biblioteca.

Le encontré allí, sentado ante la mesita de ajedrez, como abstraído en la contemplación de las piezas sobre el tablero.

Las cortinas estaban corridas y el fuego ardía alegremente en la gran chimenea. Al sentirme entrar, se levantó y yo fui en seguida a colocarme en mi sitio frente a él.

Me sonrió y me pareció que sus ojos no se perdían ni un solo detalle de mi aspecto y que me escudriñaba de un modo que me habría parecido ofensivo en cualquier otra persona.

Me disponía a mover un peón cuando Connan me dijo:

—Señorita Leigh, no le he pedido que viniese aquí para jugar al ajedrez. Es que tengo algo que decirle.

—Dígame, señor TreMellyn.

—Para mí, es como si la hubiese conocido a usted hace muchísimo tiempo. Su presencia en esta casa ha representado un gran cambio en la vida de Alvean y en la mía. Si usted se marchara, la echaríamos de menos muchísimo. Estoy seguro de que tanto mi hija como yo haríamos cuanto pudiéramos por impedir que nos abandonase si es que llegaba a tener este propósito.

Intenté mirarle a los ojos, pero no pude hacerlo porque temía que él leyese las esperanzas y el miedo que me invadían.

—Señorita Leigh —prosiguió—. ¿Quiere usted seguir con nosotros… para siempre?

—Yo… no comprendo. Es que… no puedo creer…

—Le estoy pidiendo que se case conmigo.

—Pero… eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque… es tan disparatado…

—¿Acaso le inspiro… repugnancia? Por favor, sea sincera conmigo.

—¡En modo alguno! Lo que sucede es que yo soy aquí la institutriz.

—Precisamente por eso. Eso es lo que me alarma. Las institutrices suelen dejar su colocación si encuentran algo que les conviene más y no podría soportar que usted se marchara.

La emoción me impedía hablar. Me resultaba inverosímil todo aquello.

—Veo que vacila usted.

—Es que estoy tan sorprendida…

—Quizá debí prepararla para esta impresión. —Le temblaron levemente los labios—. Lo lamento, señorita Leigh. Creí haberle dado a entender en cierto modo cuáles eran mis sentimientos.

Intenté figurármelo todo en unos cuantos segundos: mi regreso a Mount Mellyn como esposa del amo pasando de mi papel de institutriz al de señora de la casa. Desde luego, lo haría y en pocos meses olvidarían que yo había sido la institutriz. Lo que no me faltaba era dignidad y quizás exagerase en ese punto, como opinaba Phillida. Pero me había hecho a la idea de que una declaración era algo muy distinto. Connan no me había cogido la mano ni me había rozado en absoluto. Seguía sentado a la mesa contemplándome de un modo casi frío y calculador.

—Piense en todo el bien que esto nos traería, mi querida señorita Leigh. Ya sabe usted que me ha impresionado muy favorablemente lo que ha conseguido usted con Alvean. La niña necesita una madre. Y usted es la mujer más indicada para ello.

—¿Cree usted que un hombre y una mujer se pueden casar sólo por la conveniencia de una niña?

—Soy demasiado egoísta para ello. Nunca me casaría por ese motivo —se inclinó hacia adelante en la mesa y en sus ojos brillaba algo que yo no podía entender—. Si deseo casarme con usted es pensando en mi propia satisfacción…

—En ese caso…

—Confieso que no pensaba sólo en Alvean. Somos tres personas las que podemos obtener un gran provecho de este matrimonio. Alvean la necesita a usted. Y yo… yo la necesito mucho. ¿Nos necesita usted a nosotros? Quizá sea usted más capaz de bastarse a sí misma que Alvean o yo. Pero ¿qué hará usted si se queda soltera? Seguirá trabajando de casa en casa y ésa no es una vida muy agradable. Cuando uno es joven y animoso, todo se soporta bien… pero por muy bonita y espiritual que sea una institutriz, con el peso de los años se agriará y llevará una vida muy triste.

—¿Quiere usted darme a entender que debo aceptar este casamiento como una especie de seguro contra la vejez?

—Lo único que deseo es que obre según sus deseos. Hubo un breve silencio durante el cual sentí unas absurdas ganas de romper a llorar. Hacía ya tiempo que deseaba ardientemente que llegara este momento, pero nunca se me había ocurrido pensar en una propuesta de matrimonio planteada de un modo tan frío y lógico y no podía librarme de la sospecha de que había algún otro motivo para que Connan se me hubiese declarado; algo que no sería el amor. Me ofrecía una lista de razones que aconsejaban nuestro matrimonio por miedo a que yo pudiera descubrir la verdadera. Eso creía yo en aquellos momentos.

—Lo ha planteado usted de un modo muy práctico —dije con voz insegura—. Nunca había pensado en el matrimonio de esa manera.

Arqueó las cejas y se rió. De pronto, se había puesto muy contento:

—¡Cuánto me alegro! Siempre pensé en usted como en una persona excesivamente práctica y por eso me he esforzado tanto en presentarle la cosa del modo que pudiese atraerle más.

—¿Me propone en serio que me case con usted?

—Sería muy raro que en toda mi vida haya hablado tan en serio alguna vez como en este momento. ¿Qué me responde usted? Por favor, no me tenga más tiempo en ascuas.

Le dije que debía darme algún tiempo para pensarlo.

—Eso me parece muy bien. ¿Me lo dirá usted mañana?

—Sí. Mañana se lo diré.

Me levanté y fui hacia la puerta. Él se me había adelantado y tenía la mano sobre el picaporte. Esperé a que abriera, pero no lo hizo. De espaldas a la puerta, me abrazó. Y entonces me besó como nunca soñé que pudiera ser besada y me hizo conocer todo un mundo nuevo de sensaciones y emociones que yo ignoraba por completo. Me besó los párpados, la nariz, las mejillas, la boca y la garganta hasta que se quedó sin respiración. Tampoco yo podía respirar.

Entonces se rió con todas sus ganas.

—¡Esperar hasta mañana! ¿Acaso te parezco de la clase de hombres que pueden esperar hasta mañana? ¿Y has podido creer que soy de los hombres capaces de casarse por amor a su hija? No, señorita Leigh —dijo con su tono más burlón—. Mi querida, queridísima señorita Leigh… si quiero casarme contigo, Martha, es porque quiero tenerte presa en mi casa. No puedo tolerar que te alejes de mí porque, desde que llegaste, casi no he pensado en nada más que en ti y sé que voy a seguir pensando en ti toda mi vida.

—¿Es verdad? —murmuré—. ¿Es posible que lo sea?

—¡Martha! —dijo—. Qué nombre tan impropio para una criatura tan adorable; y, sin embargo, qué bien te va.

—Pues mi hermana me llama Marty. Y mi padre también me llamaba así.

—¡Marty! Eso suena a una criatura desamparada, muy femenina, que se adhiere a uno como una hiedra… Bueno, puedes ser Marty a veces. Pero para mí serás las tres juntas: Marty, Martha, y señorita Leigh, mi queridísima señorita Leigh. Además, debes reconocer que eres las tres juntas y que mi Marty acabará siempre traicionando a la señorita Leigh. Por ella supe que yo te interesaba. Pero a la señorita Leigh no le parecía propio que ese interés saliera a relucir. ¡Qué formidable! Me voy a casar con tres mujeres a la vez.

—¿Es posible que me haya delatado tan claramente?

—Claro que sí, y de un modo tan adorable…

Hubiera sido una tontería seguir fingiendo. Cedí a su abrazo y aquello fue mucho más maravilloso de lo que yo podía haber imaginado.

Por fin dije:

—Tengo un terrible miedo a despertarme en mi cama de Mount Mellyn y descubrir que todo esto ha sido un sueño.

—Quizá te sorprenda saber que yo tengo exactamente el mismo temor —lo dijo completamente en serio.

—Pero para ti es muy diferente. Puedes hacer lo que se te antoje, ir a donde quieras… No tienes que depender de nadie.

—Ya se me acabó la independencia. Dependo de Marty, de Martha y de la señorita Leigh.

Hablaba con tal seriedad que me entraban ganas de llorar de la ternura que me inspiraba. Tantas y tan encontradas emociones, me era difícil resistirlas.

Esto es el amor, pensé. Esa emoción que nos eleva a las mayores alturas de la experiencia humana y que, precisamente por subirnos tanto, nos pone en continuo peligro de precipitarnos en un abismo. Nunca debemos olvidar que, a mayor altura, más trágica será la caída.

Pero ésta no era la ocasión para pensar en tragedias.

Yo amaba y, milagrosamente, me amaban. No tenía la menor duda de que Connan me quería profundamente.

Y por un amor así se puede estar dispuesto a arriesgarlo todo.

Me puso las manos en los hombros y me miró largamente.

Dijo:

—Seremos felices, querida. Ni tú ni yo podíamos haber pensado que era posible ser tan felices.

Estaba segura de que lo seríamos. Todo lo ocurrido anteriormente nos daría una mayor capacidad para apreciar esta alegría que podríamos proporcionarnos el uno al otro.

—Tenemos que ser prácticos —dijo—. Haremos nuestros planes. ¿Cuándo vamos a casarnos? No me gustan las dilaciones. Soy el hombre más impaciente que hay en el mundo cuando se trata de mi propio placer. Regresaremos mañana a casa y anunciaremos allí nuestro compromiso. No, mañana no… pasado mañana. Tengo un par de cosas que dejar arregladas aquí. En cuanto estemos de nuevo en Mount Mellyn, daremos un baile para anunciar nuestro casamiento. Creo que un mes después podemos estar ya de viaje de bodas. Te propongo ir a Italia, a no ser que prefieras otro sitio.

Yo estaba sentada con las manos entrelazadas, y seguramente parecía una niña extasiada.

—No sé qué van a decir en Mount Mellyn.

—¿Los criados? Puedes estar segura de que saben perfectamente cómo van las cosas. Los criados son como detectives en la casa. No se les escapa ni el más leve indicio. Veo que estás temblando, ¿tienes frío?

—No, es sólo la excitación. Sigo creyendo que me voy a despertar de un momento a otro.

—Dime: ¿te gusta la idea de viajar por Italia?

—Lo mismo me gustaría visitar el Polo Norte con tal de ir en compañía de cierta persona.

—Espero, querida, que por «cierta persona» te refieras a mí.

—Esa era mi intención.

—Mi querida señorita Leigh, no sabes cuánto me gustan esos recatos de institutriz. Así, nuestras conversaciones a lo largo de toda nuestra vida serán de lo más ameno.

Entonces se me ocurrió pensar que estaba comparándonos a Alice y a mí, y temblé de nuevo como cuando hizo aquella observación sobre las facultades detectivescas de los criados.

—Veo que estás preocupada por lo que pueda decir la servidumbre o la vecindad —prosiguió—. Pero ¿cómo podemos preocuparnos de la gente? La señorita Leigh tiene demasiado sentido común para tener en cuenta esas pequeñeces. Por cierto, estoy deseando darle la noticia a Peter Nansellock. Si he de serte sincero, he estado un poco celoso de ese joven.

—Pues no tenías motivos.

—De todos modos, estaba intranquilo. Me figuraba que podía convencerte de que te fueras a Australia con él. Puedes tener la seguridad de que habría hecho lo imposible por impedirlo.

—¿Más que pedirme que me casara contigo?

—Más si hubiera sido necesario. Te habría raptado y te habría encerrado en un calabozo hasta que ese hombre hubiese estado muy lejos.

—No debías haberte inquietado ni lo más mínimo.

—¿Estás segura? Creo que a las mujeres debe parecerles muy guapo.

—Quizá lo sea. No me he fijado.

—No sé cómo no lo maté cuando tuvo la desfachatez de querer regalarte su Jacinta.

—Creo que solamente lo hacía por ofender. Probablemente sabía que yo no se lo aceptaría.

—Entonces, ¿no necesito temerlo?

—No tienes que temer a nadie en este mundo.

Y una vez más nos abrazamos y me olvidé de todo excepto de que había descubierto el amor y creía, como sin duda lo han creído innumerables enamorados, que no podía existir un amor comparable al nuestro.

Luego dijo Connan:

—Regresaremos pasado mañana y empezaremos a arreglar las cosas inmediatamente. Dentro de un mes estaremos casados. Haremos poner las amonestaciones en cuanto regresemos. Daremos un baile para anunciar nuestro noviazgo, e invitaremos a todos nuestros vecinos a la boda.

—¿Hay que hacerlo así necesariamente?

—Es la tradición, querida, una de las cosas a las que debemos someternos. Estarás magnífica, lo sé. ¿No estás nerviosa?

—Sí, pero no a causa de tus vecinos.

—Esta vez seremos tú y yo quienes inauguremos el baile, querida señorita Leigh.

—Sí —dije.

Y me figuré a mí misma con el vestido verde, la peineta de ámbar y la herradura de diamantes reluciendo en la tela en verde.

No me preocupaba mi capacidad para hacer un buen papel en aquel ambiente.

Entonces empezó a hablarme de Alice:

—Nunca te he contado nada de mi primer matrimonio.

—No.

—No fuimos felices.

—Lo siento.

—Fue un matrimonio de conveniencia. Esta vez, en cambio, me voy a casar con la mujer de la que estoy enamorado y sólo quien ha pasado por lo primero puede disfrutar plenamente de esta alegría… Querida, lamento decirte que no he llevado la vida de un monje.

—Ya lo suponía.

—Irás descubriendo que he sido un gran pecador.

—Estoy preparada para lo peor.

—Alice… mi mujer, y yo, éramos las personas menos afines.

—Háblame de ella.

—Hay poco que decir. Era una mujer amable, tranquila, siempre deseosa de agradar. Tenía poco espíritu. Estaba como cohibida. Pero no tardé en comprender el motivo: cuando nos casamos estaba enamorada de otro.

—¿El hombre con el que se escapó? —le pregunté.

—Sí. La pobre Alice fue muy desgraciada porque no sólo eligió al marido que no le convenía, sino que se equivocó también con su amante. Entre Geoffrey Nansellock y yo había poco que escoger. Éramos tal para cual. En los tiempos antiguos había por estas tierras una tradición del droit de seigneur, el llamado derecho de pernada. Y debo confesar que tanto Geoffrey como yo hicimos todo lo posible para conservar viva esa tradición.

—¿Quieres decir que has tenido muchos asuntos de faldas?

—Soy un mujeriego perdido. Iba a decir que lo era porque a partir de este momento seré completamente fiel a una sola mujer durante el resto de mi vida. Ya veo que no me miras con resentimiento ni con escepticismo. Dios te bendiga por ser tan buena. Pero te juro, querida Marty, que lo digo en serio. Si ahora puedo apreciar lo que tengo contigo es precisamente por mis frívolas experiencias pasadas. Esto de ahora es el amor.

—Sí —dije lentamente—, tú y yo nos seremos fieles porque ése es el único medio de probarnos el uno al otro la profundidad y la seriedad de nuestro cariño.

Me cogió las manos y me las besó. Nunca lo había visto tan serio.

—Te quiero —dijo—. Recuérdalo siempre.

—Lo recordaré.

—Puedes oír ciertas murmuraciones.

—Eso es inevitable. Siempre se oyen murmuraciones.

—¿Te han dicho que Alvean no es mi hija? Sí, querida, alguien te lo ha dicho y no quieres traicionar a esa persona. Pero es igual; ya veo que lo has oído. Pues bien, es cierto. Y por eso, nunca podré querer a la niña. Es más, he venido rehuyéndola casi con asco porque era un recuerdo vivo de cuanto más me interesaba olvidar. Pero desde que tú llegaste, todo cambió. Me hiciste ver que Alvean era una criatura solitaria que sufría los pecados de los mayores. Tu llegada me cambió, Marty. Y además, cambió toda la casa. Por eso estoy convencido de que nuestro matrimonio será totalmente distinto al mío anterior.

—Connan, quiero que esa niña sea feliz. Tienes que olvidar que hay dudas sobre su padre. Es necesario que te acepte a ti como padre.

—Tú serás una madre para ella. Por tanto, yo debo ser su padre… Pero ¿me prometes que no harás caso si oyes que me critican?

—Sé que estás pensando en lady Treslyn. Ha sido tu amante.

Connan afirmó con un gesto y dijo:

—Ya nunca más lo será. Eso ha terminado para siempre.

Me besó la mano.

—¿Acaso no te he jurado fidelidad eterna?

—Pero, Connan, es tan hermosa… y seguirás viéndola.

—Desde ahora es muy diferente —me respondió— porque estoy enamorado por primera vez en mi vida.

—¿No estabas enamorado de ella?

—La pasión física se disfraza a veces de amor, pero cuando encuentra uno el verdadero amor, todo queda muy claro. Querida, enterremos todo el pasado. Empecemos de nuevo a partir de este día, tú y yo, para lo mejor y para lo peor…

De nuevo me abrazó. Nos separamos tarde. Subí a mi habitación, embriagada de dicha. No quería dormirme por temor a despertarme y encontrarme con que todo había sido una ilusión.

*****

Por la mañana temprano entré en la habitación de Alvean y le di la noticia.

La recibió con una sonrisa de satisfacción, pero luego tomó una actitud de forzada indiferencia. Era demasiado tarde, pues me había demostrado la buena impresión que le había causado.

—¿Entonces, se quedará usted con nosotros para siempre? —dijo.

—Sí.

—Nunca podré montar tan bien como usted.

—Probablemente mejor. Podrás entrenarte más tiempo que yo.

Otra vez se le escapó la sonrisa de agrado. Y en seguida se puso seria de nuevo.

—Señorita —me preguntó—, ¿cómo tendré que llamarla? ¿Usted será mi madrastra?

—Sí, pero me puedes llamar como quieras.

—¡Señorita no!

—No, eso no. Ya dejaré de ser señorita.

—Supongo que tendré que llamarla mamá —se le endureció el gesto.

—Si no quieres llamármelo, puedes decirme Martha cuando estemos en familia. O Marty. Así me llamaron siempre mi padre y mi hermana.

—Marty —repitió—. Me gusta. Parece un nombre de caballo.

—Pues no hay mejor alabanza —exclamé gozosa. Ella me seguía mirando con seriedad.

Fui a la habitación de Gilly.

—Gilly —le dije—, voy a ser la señora TreMellyn.

Sus ojos azules se animaron y me sonrió luminosamente. Luego se me abrazó con fuerza. Le temblaba el cuerpo de risa.

Nunca podía saber lo que sucedía en la mente confusa de Gilly, pero sin duda alguna estaba contentísima. Desde mucho antes, me identificaba de algún modo con Alice y no se había sorprendido de que ahora fuera yo efectivamente la señora de TreMellyn. Para ella, era lo natural, lo que ya daba por hecho sin comprender los medios que fueran necesarios para esa transformación. Más que para ninguno de nosotros, para Gilly era mi puesto natural el de Alice. Y desde ese momento, fui yo Alice para Gilly. Quiero decir, la propia Alice.

*****

El viaje de regreso a casa fue muy alegre. Fuimos cantando canciones de Cornualles hasta la estación. Nunca había visto a Connan tan feliz. Y pensé que así sería el resto de nuestra vida.

Alvean cantaba con nosotros y también Gilly; y resultaba asombroso escuchar a esta niña que apenas hablaba —a pesar de sus progresos conmigo— cantando con tranquilidad como para sí misma.

Cantamos los «Doce días de Navidad». Connan tenía una hermosa voz de barítono muy agradable y me entusiasmó oírle los primeros versos de la humorística canción:

El primer día de Navidad me envió mi gran amor una perdiz en un peral.

Al continuar la letra se me hacía muy difícil recordar los excéntricos regalos a partir del de los «cinco anillos de oro», y nos reímos como locos discutiendo sobre cuántas doncellas ordeñaban la vaca, o cuántos gansos enviaba ese amor.

—Pero esos regalos eran disparatados —dijo Alvean—. El único que tiene sentido es el de los cinco anillos de oro. Ese hombre fingía que la quería muchísimo. Yo creo que exageraba.

—No, porque ya se dice en la canción que él era su verdadero amor —contesté.

—¿Y cómo podía estar ella segura? —preguntó Alvean.

—Porque él se lo dijo —respondió Connan.

—Entonces debería haberle regalado algo mejor que una perdiz en un peral. ¿Cómo va uno a regalar un peral sin que salga volando la perdiz? Además, sabe Dios cómo serían las peras.

—No debes ser tan dura con los enamorados —dijo Connan—. Todo el mundo los quiere.

Y así continuamos de broma hasta tomar el tren.

En la estación de llegada nos esperaba Billy Trehay con el coche y me quedé sorprendida cuando llegamos a la casa, pues entonces comprendí que Connan había enviado aviso el día anterior. Quería que me recibieran con todos los honores. Aun así, no estaba yo preparada para la recepción que nos esperaba en el enorme hall.

Allí estaban todos los criados: las familias Polgrey y Tapperty y otros de los jardines y cuadras e incluso todos los chicos y chicas del pueblo que acudían a Mount Mellyn para realizar diversos trabajos durante el año y a los que yo apenas conocía.

Todos estaban alineados ceremoniosamente. Connan me cogió del brazo cuando entramos.

—Como ustedes saben, la señorita Leigh y yo estamos prometidos. Dentro de unas pocas semanas será la señora de Mount Mellyn y el ama de ustedes.

Los hombres se inclinaron y las mujeres hicieron la reverencia, pero me di cuenta, al saludarles y pasar a lo largo de la doble fila con Connan, de que había en sus ojos una cierta cautela. Todavía no estaban dispuestos a admitirme como a la señora de la casa.

*****

En mi habitación habían encendido un buen fuego y todo estaba muy bien arreglado y agradable. Daisy me llevó el agua caliente. La encontré un poco distante. Desde luego, no se entretuvo charlando conmigo como de costumbre.

Decidí ganarme la plena confianza de la servidumbre, pero naturalmente, no podía olvidar que, como futura señora de la casa, no podía charlar con ellos como antes.

Cené con Connan y Alvean y después subí con la niña. Cuando la dejé acostada, me reuní con él en la biblioteca.

Había tantos planes que hacer y era tan agradable pensar en el futuro… Me preguntó si había escrito ya a mi familia y le dije que aún no. Tenía que convencerme del todo de que aquello era una realidad.

—Quizás este regalo te ayude a convencerte —dijo.

Y sacó de un cajón de la mesa despacho un estuche. Lo abrió y vi que contenía un anillo, una preciosa esmeralda con diamantes.

—Es una maravilla… demasiado para mí.

—Nada es demasiado para Martha TreMellyn —dijo, y me puso el anillo en el tercer dedo de la mano izquierda.

Estuve unos momentos admirándolo.

—Nunca pude imaginarme que llegaría a poseer una joya tan bella.

—Pues esto es sólo el principio de todas las cosas buenas que tendrás. Querida mía, esto es sólo la perdiz en el peral, ya sabes, el primer regalo de la canción. Y me besó la mano.

*****

A la mañana siguiente, cuando bajé, Connan se había marchado ya a sus asuntos y después de haberles dado clase a Alvean y a Gilly —pues tenía el mayor interés en que todo siguiera como antes— volví a mi habitación. A los pocos minutos de estar allí, llamaron a la puerta.

—Entre —dije; era la señora Polgrey.

Noté que me miraba de un modo furtivo, sin dar la cara, y comprendí en seguida que había sucedido algo de importancia.

—Señorita Leigh —dijo—, tendremos que ponernos de acuerdo sobre ciertas cosas. Si no le importa venir a mi habitación, podríamos tomar un poco de té.

Dije que me parecía muy bien. Quería que no se notara diferencia alguna en nuestras relaciones, puesto que hasta entonces yo había tratado a la señora Polgrey en un plano de respeto mutuo que podía continuar igual.

Una vez en su habitación tomamos el té y me divirtió que ahora no sacara ya el whisky. Por supuesto, no le hablé de ello. La que iba a ser la señora de la casa no podía darse por enterada de esas cosas.

Me felicitó de nuevo por mi compromiso —ya lo había hecho la tarde anterior— y me insistió en la satisfacción que le había producido la noticia.

—Le aseguro que todos estamos muy contentos en esta casa.

Me preguntó si me proponía introducir algunos cambios y le respondí que mientras ella llevase tan eficientemente la casa, nada tendría que cambiar. Esto la tranquilizó mucho y en seguida pasó a lo que tenía que decirme.

—Mientras ha estado usted fuera, señorita Leigh, ha habido por aquí cierta excitación.

—¿Sí? —dije dándome cuenta de que ahora llegábamos al verdadero motivo de nuestra entrevista.

—Sí, respecto a la repentina muerte de sir Thomas Treslyn.

Me latía el corazón alocadamente.

—Pero ya está enterrado. Fuimos a su entierro…

—Desde luego, pero ése no es el final del asunto.

—No comprendo, señora Polgrey.

—Es que han circulado ciertos rumores… cosas sucias…, y han mandado unas cartas.

—¿A… quién?

—A ella, a la viuda. Y según parece, también a otras personas. El resultado es que van a desenterrar el cadáver de sir Thomas. Interviene la justicia…

—¿Quiere usted decir que sospechan que alguien puede haberlo envenenado?

—Comprenda usted que, como murió tan repentinamente… y luego, lo que dicen las cartas. De todo esto, lo peor es que muriese al salir de esta casa… y, la verdad, éstas son cosas que no querría una ver relacionadas con la casa en que vive.

Me miraba de un modo extraño y era evidente que por su cabeza pasaban muchos pensamientos sombríos.

Yo, por mi parte, trataba desesperadamente de alejar de mi imaginación todo lo que entonces la ennegrecía. Recordé a Connan y a lady Treslyn en la sala del ponche riéndose juntos y de espaldas a mí. ¿Me quería ya entonces Connan? Nadie lo habría pensado por su comportamiento. Y también recordé las palabras que les había oído desde mi ventana. «Ya no tardará». Y esto se lo había dicho lady Treslyn a Connan. Además, aquella conversación que les oí en el bosque.

¿Qué podía significar todo ello? Hice un gran esfuerzo para no pensar, pues no me atrevía a llegar a las conclusiones que eran la lógica consecuencia de mis pensamientos. No podía tolerar que aquello pusiera en peligro mis esperanzas. Lo mejor era no plantearme ni siquiera el problema. Miré inexpresivamente a la señora Polgrey.

—Me ha parecido que debía usted estar al corriente —dijo.