6

El doctor Pengelly había llegado al prado y diagnosticó rotura de tibia, pero no pudo decir si había más daños. Unió provisionalmente el hueso roto y llevó a Alvean a Mount Mellyn en su coche. Connan y yo los seguimos a caballo en silencio.

Subimos a Alvean a su dormitorio y el médico le dio un calmante.

—Ahora —dijo— sólo nos queda esperar. Volveré dentro de unas horas. Es posible que la niña haya sufrido una fuerte conmoción. Por lo pronto hay que tenerla bien abrigada y dejarla dormir. No se extrañen ustedes de que duerma varias horas y después podremos saber la importancia de la conmoción.

Cuando salió el médico, me dijo Connan:

—Señorita Leigh, quiero hablar con usted. Venga a la sala del ponche, por favor.

Le seguí hasta allí y él me dijo:

—Ya ha visto usted que no podemos hacer más que una cosa: esperar. Así que procuremos calmarnos.

Comprendí que nunca me había visto Connan tan agitada como en aquella ocasión y probablemente me había considerado incapaz de unos sentimientos tan profundos.

No pude contenerme y le solté:

—Me es imposible tener en estas circunstancias esa calma que a usted le es tan fácil, señor TreMellyn. Se trata de su hija.

Estaba tan asustada y preocupada que necesitaba echarle la culpa a alguien de lo que había sucedido y por eso culpé a Connan.

—Pero ¿qué impulsó a la niña a intentar semejante cosa? —preguntó.

—Usted fue —respondí—. Usted.

—¿Yo? Pero si no tenía ni idea de que estuviera tan adelantada en equitación…

Más tarde pude comprender que en esta escena estuve al borde de la histeria. Creía que Alvean podía haberse causado algún daño irreparable y estaba casi segura de que, después de lo ocurrido, una niña de su temperamento no querría volver a montar a caballo en toda su vida. Creía haberme equivocado en mi método de enseñarla. No debía haber intentado vencer su miedo a los caballos, sino haber tratado de conseguir su cariño mostrándole la manera de conquistar el de su padre.

No me podía librar de un terrible sentimiento de culpabilidad y trataba por todos los medios de quitármelo de encima. Me decía a mí misma: «Esta es una casa maldita, condenada por la tragedia. ¿Quién eres tú para mezclarte en las vidas de estas personas?

¿Qué intentas hacer? ¿Cambiar a Alvean? ¿Transformar a su padre? ¿Descubrir la verdad acerca de Alice?

«¿Quién te has creído que eres? ¿Dios?».

Pero no estaba dispuesta a culparme de todo a mí misma. Buscaba una cabeza de turco. Y me decía: «El tiene la culpa. Si hubiera sido diferente, nada de esto habría sucedido. Estoy completamente segura».

Había perdido el control de mis reacciones y, en las raras ocasiones en que las personas de mi temperamento —tranquilo y reservado— estallan de esa manera, son mucho más violentas que si se tratase de personas de temperamento histérico.

—No —casi grité—. Desde luego, no tenía usted ni idea, de que su hija estaba tan adelantada. ¿Cómo iba usted a tenerla si nunca ha manifestado ni el menor interés por la pequeña? Ese abandono suyo le ha estado destrozando el corazón a Alvean y ha sido por eso precisamente por lo que ha intentado algo de lo que no era capaz. Quería ganarse el cariño de usted a la desesperada.

—Querida señorita Leigh —murmuró—. Querida señorita Leigh… —y sin saber qué más decir, me miraba estupefacto.

Pensé: «¡Qué puede importarme todo esto! Me despedirán, pero ya da lo mismo porque he fracasado por completo. Había intentado un imposible: sacar a este hombre de su egoísmo y obligarle a prestar alguna atención a su hija, que se encuentra tan sola. Y ¿qué he logrado en definitiva sino liarlo todo y quizás haber convertido a esta niña en una inválida para toda su vida? ¿Cómo soy capaz de quejarme de la conducta de los demás?».

Pero a pesar de todo seguía culpando a Connan TreMellyn y ya no me importaba lo que dijese.

—Cuando llegué aquí —proseguí— no tardé en darme cuenta exacta de cómo andaban las cosas. Esa pobre criatura tenía hambre de cariño… Sí, sí, ya sé que no le ha faltado nunca la buena comida y los demás cuidados propios de una niña de su condición social. Pero no sólo se tiene hambre física. Y ella ha carecido por completo del cariño que debía esperar de su padre y acaba usted de ver cómo ha sido capaz de arriesgar su vida por conquistarlo.

—Señorita Leigh, por favor, le ruego que se calme y sea razonable. ¿Pretende usted decirme que Alvean hizo eso por…?

Pero no le dejé hablar.

—Lo hizo por usted. Creyó que así le daba una gran alegría. Ha estado esforzándose durante varias semanas para dominar al caballo.

—Comprendo —dijo. Entonces sacó del bolsillo un pañuelo y me enjugó los ojos—. Creo que no se ha dado cuenta, señorita —dijo casi con ternura—, de que tiene lágrimas en las mejillas.

Le quité el pañuelo de la mano casi con violencia y me enjugué con irritación las lágrimas.

—Son lágrimas de indignación —dije.

—Y de pena. Querida señorita Leigh, creo que quiere usted mucho a Alvean.

—Es una niña —dije—. Y mi obligación es cuidarla. Bien sabe Dios que tiene pocas personas más que se preocupen de ella.

—Veo —reconoció— que me he portado muy mal.

—¿Cómo ha podido usted… si es que tiene corazón? ¡Y con su pobre hija, que no tiene madre! ¿No comprende usted que precisamente por eso necesita mucha más atención?

Entonces dijo Connan algo muy sorprendente:

—Señorita Leigh, vino usted aquí a enseñar a Alvean, pero soy yo el que más ha aprendido.

Le miré con cierto asombro. Me había quedado con el pañuelo suspendido a pocos centímetros de mi lloroso rostro. Y en ese momento entró Celestine Nansellock. Me miró un poco sorprendida, pero sólo un instante. Luego exclamó:

—¿Qué es eso tan terrible que acaban de decirme?

—Ha habido un accidente, Celestine —dijo Connan—. Alvean salió despedida del caballo.

—¡Oh, no! —Gritó Celestine, con gran emoción—. Y, ¿cómo… y dónde?

—Ahora está en su dormitorio —le explicó Connan—. Pengelly le arregló provisionalmente el hueso de la pierna. La pobrecilla está en este momento dormida. Le dio algo para que reposara. Volverá dentro de unas horas.

—Pero ¿qué gravedad…?

—No está seguro. Pero he visto accidentes como éste y creo que se curará completamente.

Yo no estaba segura de si lo decía convencido o si procuraba tranquilizar a Celestine, que estaba muy alterada. Sentí gran simpatía por ella, pues era la única persona que parecía querer a Alvean.

—La pobre señorita Leigh está muy afectada —dijo Connan—. Creo que se imagina que ha sido culpa de ella. Y quisiera convencerla de que esa idea no me ha pasado ni por un momento por la cabeza.

¡Culpa mía! Pero ¿cómo podía culpárseme por haber enseñado a la niña a montar a caballo? Y ¿qué peligro podía haber en que Alvean se inscribiera en la prueba elemental en el concurso hípico especialmente dedicada a niños y niñas de su edad? No, no, la falta era toda de él y esto es lo que yo quería haberle gritado. Si la pequeña se excedió, era por él.

Dije con un tono de desafío de que yo misma no me creía capaz:

—Alvean deseaba de tal modo impresionar a su padre que intentó hacer mucho más de lo que sus fuerzas y preparación le permitían. Estoy segura de que si la niña hubiese creído que su padre se hubiera alegrado con verla triunfar en la prueba elemental, no habría intentado la otra más peligrosa.

Celestine se había sentado y se cubría la cara con las manos. Me acudió fugazmente a la memoria su imagen arrodillada en el cementerio junto a la tumba de Alice. Pensé: «Pobre Celestine, quiere a Alvean como si fuera su propia hija, porque ella no tiene hijos y probablemente cree que nunca los tendrá».

—En fin, sólo podemos esperar —dijo Connan. Me levanté y dije:

—No tiene objeto alguno que continúe yo aquí. Me voy a mi habitación.

Pero Connan levantó una mano y dijo casi autoritariamente:

—No, quédese aquí, señorita Leigh. Siga con nosotros. Sé muy bien que se preocupa usted muchísimo por la niña.

Me miré el traje de montar —el de Alice— y repliqué:

—Creo que debo cambiarme.

Parecía como si en ese momento me estuviese mirando Connan con nuevos ojos; y probablemente, también Celestine me veía de un modo distinto. Si no me miraban a la cara, debía de estarles recordando mucho a Alice.

Sabía que era importante cambiarme de ropa, pues vestida como siempre, con mi modesto vestido de algodón gris con su severo corpiño, sería de nuevo la institutriz y esto contribuiría en gran medida a que pudiese controlar mis sentimientos.

Connan asintió con la cabeza y dijo:

—Bien, pero vuelva usted en cuanto se haya cambiado. En una circunstancia como ésta su presencia es un consuelo para mí, y además quiero que se halle usted presente cuando vuelva el médico.

Subí a mi cuarto, me quité el traje de amazona de Alice y me puse mi vestido gris. Tenía razón: el humilde algodón me permitía recobrar mi equilibrio espiritual. Mientras me abotonaba el corpiño, empecé a pensar en lo que le había dicho tan impulsivamente a Connan TreMellyn.

El espejo me mostró una cara surcada por el dolor y la inquietud, con unos ojos encendidos de ira y resentimiento y una boca trémula por el miedo.

Pedí agua caliente. Daisy, como siempre, tenía ganas de charlar y era natural que en esta ocasión quisiera saber detalles, pero me vio demasiado trastornada para conversar con ella y se marchó en seguida.

Me refresqué la cara y no tardé en bajar a la sala del ponche, donde me reuní de nuevo con Celestine y Connan para esperar la llegada del doctor Pengelly.

Se me hizo muy largo el tiempo hasta el regreso del médico. La señora Polgrey nos hizo té cargado y Connan, Celestine y yo bebimos en silencio. Entonces no me sorprendió, pero sí más tarde, que el accidente les hubiera hecho olvidar que yo era sólo la institutriz.

Pero quizás el único que necesitara olvidarlo fuese Connan, pues Celestine me había tratado siempre sin esa altiva condescendencia que me parecía notar en los demás.

Connan no daba ni la menor muestra de recordar mi estallido sentimental y me trataba con mucha consideración y una amabilidad verdaderamente cordial y distinta a la cortesía de otras veces. Me pareció que tenía un sincero interés en que yo no me creyese culpable en modo alguno de lo sucedido. Estaba convencido de que las acusaciones que yo le había hecho con tanta vehemencia eran una reacción contra mi propia sensación de culpabilidad.

—Alvean se curará —dijo— y querrá volver a montar. Cuando yo tenía casi la misma edad que ella sufrí un accidente mucho peor que éste. Me afectó al cuello y estuve muchas semanas sin poder montar. Pues bien, pensaba con verdadera impaciencia en el momento de volver a estar a caballo.

Celestine tembló visiblemente.

—Nunca tendré un momento de paz si después de lo que ha pasado veo otra vez a la niña a caballo.

—Por Dios, Celeste, si fuera por ti… la niña se pasaría todo el tiempo envuelta en algodones. ¿Y cuál será su porvenir si la tenemos siempre metida en un fanal? Muy sencillo: se moriría al primer resfriado que cogiese. A los niños no se les puede tener tan aislados de la vida. Si no aprenden desde pequeños a enfrentarse con las dificultades de este mundo, el primer obstáculo se les convertirá, de mayores, en una tragedia. ¿Qué opina de esto la especialista?

Y al decirlo me miró con gran interés. Estaba tratando de entretenernos y animarnos. Sabía cuánto queríamos Celestine y yo a la pequeña y lo mucho que nos había afectado el accidente, y procuraba tranquilizarnos.

Dije:

—Creo que los mimos excesivos son nocivos. Pero por otra parte no es conveniente obligar a una criatura a que vaya contra su temperamento forzándola a hacer algo que requiera de ella un esfuerzo demasiado grande, una tensión perjudicial.

—De acuerdo, pero a Alvean nadie le ha obligado a montar a caballo.

—En efecto, lo hizo por su voluntad —reconocí—. Pero no estoy segura de si lo hizo por afición a los caballos o movida por el intenso deseo de agradar a usted.

—¿Y no cree usted —dijo con un tono desenvuelto— que es una gran cosa que una niña haga algo por agradar a su padre?

—Pero no hasta el extremo de poner en peligro su vida por mendigar una sonrisa.

De nuevo empezaba a sentirme indignada contra él y mis dedos se aferraban a mi falda de algodón como para recordarme que no podía permitirme ciertas libertades ni expresiones, pues no vestía ya el traje de amazona.

Tanto Celestine como Connan quedaron muy sorprendidos por mis, palabras y yo me apresuré a añadir:

—Por ejemplo, Alvean posee indudables facultades en otro sentido. Tiene una gran disposición para el dibujo. Señor TreMellyn, hace ya tiempo que deseaba preguntarle a usted si no consideraría conveniente que la niña tuviese un profesor de dibujo.

Hubo un tenso silencio y me extrañó que ambos se hubieran quedado tan asombrados de mi propuesta. Pero añadí:

—Estoy segura de que Alvean tiene unas condiciones innatas muy poco frecuentes para el arte y creo que merece apoyo en tal sentido.

Connan dijo lentamente:

—Pero, señorita Leigh, está usted aquí para enseñar a mi hija. ¿Por qué voy a tomar otros profesores?

—Porque —respondí audazmente— se trata de un talento especial que aumentaría su interés por la vida si lo cultivase adecuadamente. El dibujo y la pintura, si han de ser estudiados a fondo, necesitan una orientación especial. Y yo, señor TreMellyn, no soy más que la institutriz, no una artista.

A Connan no parecía gustarle aquello.

—Bueno, ya hablaremos sobre esto más despacio en cualquier otra ocasión.

Y cambió de tema. Poco después llegó el médico. Esperé en el corredor mientras Connan y Celestine acompañaban al médico en su visita a Alvean.

Mientras esperaba, me pasaban por la imaginación las ideas más terribles. Me figuraba que la niña moriría a consecuencia de la caída y me veía a mí misma abandonando aquella casa para siempre. Y si me veía obligada a ello, tendría siempre la sensación de que mi vida había quedado incompleta, mutilada en un sentido que yo misma no veía con claridad. Desde luego, sabía que ya no podría ser feliz. Luego pensaba en la pequeña convertida en una inválida y llevando por ello una vida mucho más triste que hasta entonces y yo a su lado dedicándole todo mi tiempo y tratando por todos los medios de animarla.

Celestine salió del dormitorio y se me acercó.

—Esta incertidumbre es terrible. Quizá deberíamos llamar a otro médico. El doctor Pengelly tiene ya sesenta años y temo que…

—Pues parece competente —dije.

—Es que yo querría para ella lo mejor. Si le ocurriese algo…

Se mordía los labios angustiada y pensé qué extraño era que Celestine, una persona tan equilibrada y serena para todo lo demás, fuese un manojo de nervios en lo que se refiriese a Alice y a su hija.

Sentí el impulso de abrazarla y consolarla pero, por supuesto, recordando mi posición en la casa, no me permití esa libertad.

El doctor Pengelly salió con Connan.

—Sólo la tibia rota —dijo—. Por lo demás, apenas ha sido nada.

—¡Gracias a Dios! —exclamamos Celestine y yo.

—Dentro de un par de días se sentirá mucho mejor. Los niños tienen los huesos blandos y las fracturas se arreglan con facilidad. No tienen ustedes que preocuparse.

—¿Podemos verla? —preguntó Celestine, anhelante.

—Sí, desde luego. Está despierta y ha preguntado por la señorita Leigh. Dentro de media hora le daré otra dosis de calmante pues quiero que duerma bien esta noche. Ya por la mañana notarán ustedes una gran diferencia.

Entramos en el dormitorio. Alvean yacía de espaldas en la cama. La pobre criatura sufría mucho, pero nos sonrió débilmente al vernos.

—Hola, señorita —dijo—. Hola, tía Celestine.

Celestine se arrodilló junto a la cama, le tomó una mano y se la cubrió de besos. Yo me quedé en pie al otro lado de la cama. La niña tenía fijos sus ojos en mí.

—No lo conseguí —dijo.

—Es igual; tuviste mucho mérito al intentarlo. Connan estaba al pie de la cama. Añadí:

—Tu padre está muy orgulloso de ti.

—Bah, pensará que soy una tonta y una inútil —dijo.

—¡No, todo lo contrario! —Exclamé con vehemencia—. Precisamente está aquí para decírtelo. Connan dio la vuelta hasta donde yo estaba.

—Está muy orgulloso de ti —dije—. Me lo ha repetido varias veces. Dice que no importa en absoluto que te cayeras y que lo único importante es que hayas tenido tanto valor para intentarlo. Tu padre está convencido de que la próxima vez lo conseguirás.

—¿Sí? ¿De verdad?

—Sí, Alvean —dije, irritada por el tiempo que tardaba Connan en confirmar mis palabras. Por fin, habló:

—Lo hiciste espléndidamente, hija. Estoy muy orgulloso de ti.

Una leve sonrisa iluminó la boquita contraída de Alvean. Luego murmuró:

—Señorita… oh, señorita… —y después—: No se vaya, por favor. Quédese usted conmigo.

Entonces, me arrodillé a su lado y le besé la mano. Lloré…

—Me quedaré, Alvean. Estaré siempre a tu lado. Levanté la mirada y vi que Celestine me observaba desde el otro lado de la cama. Connan, a mi lado, me miraba también. Y entonces habló en mí la institutriz y atenué aquella afirmación:

—Me quedaré mientras me necesiten ustedes —dije con firmeza.

A Alvean le bastó con esto para tranquilizarse.

*****

Cuando se durmió la dejamos sola, y estaba yo a punto de volver a mi cuarto cuando me dijo Connan:

—Venga a la biblioteca un momento con nosotros, señorita Leigh. El médico desea hablar con usted sobre Alvean.

Fuimos los cuatro a la biblioteca y hablamos sobre los cuidados que necesitaba la niña.

Celestine dijo:

—Vendré todos los días. En realidad, Connan, debería instalarme aquí mientras la niña siga mal. Eso facilitaría las cosas.

—En fin, señoritas, ya se pondrán ustedes de acuerdo sobre los turnos —dijo el doctor Pengelly—. Pero tengan en cuenta que han de procurar entretener y animar a la pequeña. Es importante que no se sienta deprimida durante el proceso de curación.

—Descuide usted —dije—. ¿Necesitará Alvean alguna comida especial, doctor?

—Durante un par de días, alimentos ligeros: pescado hervido, pudin de leche, y cosas así. Pero en cuanto pasen unos días, que coma lo que se le antoje.

El optimismo del doctor me alegró tanto que, en contraste con mi depresión anterior, me sentía como si hubiera bebido.

El médico nos dio algunas instrucciones más y Connan le aseguró a Celestine que no necesitaba quedarse en la casa, pues yo podría arreglármelas muy bien; y de todos modos sería muy tranquilizador para mí saber que en caso de apuro no tendría yo más que avisarla.

—Muy bien, Connan —dijo Celestine—, quizá sea mejor así. Ya sabes cómo es la gente y si pasara aquí unas noches… ya sé que es ridículo, pero la gente es muy mala y con tal de murmurar…

Vi clara su intención. El razonamiento era éste: Si Celestine vivía en Mount Mellyn, la gente empezaría a emparejar su nombre con el de Connan mientras que yo, aunque tenía la misma edad que ella, podía vivir en la casa sin que a nadie se le ocurriese relacionar mi nombre con el de él, pues yo era de condición social muy diferente, una simple empleada

Connan se rió, y dijo:

—¿Viniste a caballo, Celeste?

—Sí, en Speller.

—Bueno, pues yo te acompañaré.

—Muchas gracias, Connan; qué amable eres. Pero dadas las circunstancias, podría irme sola…

—¡Qué tontería! Ahora mismo nos vamos —se volvió hacia mí—. En cuanto a usted, señorita Leigh, está agotada. Le recomiendo que se acueste en seguida y procure dormir mucho.

Tenía la seguridad de no poder descansar y mi expresión lo estaba diciendo claramente, pues el médico dijo:

—Le daré a usted algo para dormir, señorita Leigh. Tenga, tómese dos de estas píldoras cinco minutos antes de acostarse. Le prometo que no se despertará usted en toda la noche.

Se lo agradecí, pues noté que en efecto estaba terriblemente cansada.

Supuse que a la mañana siguiente me despertaría con mi habitual manera de ser que tanto se me había alterado en las últimas horas y con la calma suficiente para poderme enfrentar con cualquier nueva situación que pudiese resultar de lo sucedido ese día.

*****

Subí a mi habitación, donde me esperaba una bandeja con la cena. Me habían puesto un ala de pollo fría, bastante apetitosa en cualquier otra ocasión, pero esa noche no tenía yo apetito alguno. Sin embargo, comí un poco de ella. Me pareció una excelente idea tomarme las píldoras del doctor Pengelly y acostarme. Iba a hacerlo cuando llamaron a mi puerta.

—Entre —dije; y la que entró fue la señora Polgrey. Venía muy alterada, lo cual no me extrañó en absoluto porque todos estábamos igual en la casa.

—Es terrible —empezó a decir. La interrumpí:

—No se preocupe, señora Polgrey. El médico ha dicho que se pondrá bien muy pronto.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero me refiero ahora a Gilly. Estoy muy preocupada por ella.

—¡Gilly!

—Es que no ha vuelto del concurso, señorita. No he vuelto a verla desde primera hora de esta tarde.

—Bien, eso no tiene importancia. Estará paseando por ahí como siempre. O quizá se haya asustado si ha visto caer…

—No lo entiendo, señorita. No puedo comprender que haya sido capaz de presenciar el concurso hípico, porque siempre ha tenido un miedo atroz a acercarse a los caballos. Por eso me impresionó tanto cuando me dijeron que la habían visto allí. Y ahora esta desaparición.

—Pero usted está muy acostumbrada a que se vaya por ahí al bosque y a donde se le antoja.

—Sí, pero nunca ha faltado a la hora del té. No sé qué le habrá sucedido.

—¿Han buscado bien por la casa?

—Sí. Es lo primero que hemos hecho. Kitty y Daisy me han ayudado y también mi marido. Pero la niña no está en casa.

Dije:

—Quizá yo pueda ayudarla también.

Así que en vez de acostarme, me uní a los que buscaban a Gilly.

Me inquietaba la disposición de ánimo en que me hallaba para encontrar natural en este día cualquier desgracia. Parecía que todo lo malo podía ocurrir en este día. ¿Qué le habría sucedido a la pequeña Gilly? Se me ocurrieron mil posibilidades. Entre ellas, que paseando por la playa la hubiera arrastrado la marea; y la veía en mi imaginación devuelta por las olas a la cala de Mellyn, como su madre ocho años antes.

Aquellas ideas mías eran morbosas. No, sencillamente, Gilly se habría quedado dormida en cualquier rincón. Recordaba las muchas veces que la había visto en el bosque. Pero allí no podía haberse extraviado porque se lo conocía palmo a palmo.

Sin embargo, fui directamente al bosque llamando a gritos: ¡Gilly, Gilly! Y la niebla, que volvía con el anochecer, parecía apoderarse de mi voz, y ponerle sordina como si la envolviera en algodones. Estaba tan convencida de que la niña no se había perdido, sino que se ocultaba, que insistí en mi búsqueda por entre los árboles.

Y tuve razón. Me la encontré tendida en un calvero rodeado de pequeñas coníferas. La había visto en aquel mismo sitio un par de veces y ya había pensado que era un buen refugio para ella.

—¡Gilly! —le grité—. ¡Gilly! —y en cuanto oyó mi voz se puso en pie de un brinco. Se disponía a huir, pero se detuvo al oírme decirle—: Gilly, he venido yo sola y no te voy a hacer daño.

Parecía un hada niña en estado salvaje con aquella extraordinaria cabellera cayéndole sobre la espalda.

—Pero, Gilly, vas a coger un resfriado. ¡Qué ocurrencia acostarte aquí con la niebla que hay! ¿Por qué te escondías, Gilly?

Sus enormes ojos me miraban fijamente y comprendí en seguida que un gran miedo la había impulsado a ocultarse en el bosque.

«¡Si por lo menos me hablase!». ¡Si fuera capaz de explicarse!

—Gilly —insistí—, ¿no somos buenas amigas? Sabes muy bien que soy amiga tuya lo mismo que lo era la señora.

Afirmó con un enérgico movimiento de cabeza y le desapareció la expresión de miedo. Pensé que al verme con la ropa de montar de Alice, su mente nublada me había confundido con ella y nos había relacionado de alguna manera.

La rodeé con mis brazos. Tenía el vestido húmedo y la niebla se le había enredado en sus pálidas pestañas y cejas.

—Gilly, estás muy fría.

Me dejó que la abrazase para darle un poco de calor.

Le dije:

—Ven, Gilly, vamos a casa. Tienes muy preocupada a tu abuelita. No sabe qué ha sido de ti.

Me dejó que la sacara del calvero, pero pronto empezó a arrastrar los pies. Sujetándola bien, no la dejé pararse.

—Gilly, te vi en el concurso esta tarde.

Volvió la cabeza hacia mí y la apretó contra mi cuerpo a la vez que sus manitas se agarraban a mi vestido. Estaba temblando.

Entonces comprendí lo que había sucedido. A esta niña, lo mismo que a Alvean, le aterrorizaban los caballos. ¿Acaso no había estado a punto de ser aplastada por uno?

Gilly se hallaba todavía bajo los efectos de aquella impresión terrible para ella —una conmoción como la que ahora sufría Alvean, pero que había durado varios años y no encontró a nadie que la ayudara a salir de aquel estado. Esa labor me correspondía a mí. Al ver a Alvean bajo las herraduras del caballo —lo mismo que se había visto ella años atrás— le había vuelto en toda su intensidad aquel pánico.

En aquel momento oí un trote de caballo y grité:

—¡Estamos aquí, la he encontrado!

—Voy en seguida, señorita Leigh —me contestaron.

Y esta voz me produjo una tremenda alegría porque era la de Connan y comprendí que al regresar de Mount Widden y enterarse de que Gilly se había perdido, se unió a los que la buscaban. Quizá sabría que yo estaba en el bosque y decidió venir a buscarme.

Al verlo aparecer a caballo, Gilly se apretó aún más contra mí.

—Está aquí —dije—. La pobre criatura está agotada. Llévesela usted.

Connan se inclinó desde el caballo para cogerla, pero Gilly gritó:

—¡No! ¡No!

Connan se asombró de oírla hablar, pero yo no. Ya había descubierto que en momentos de gran emoción, podía hacerlo.

Le dije:

—Gilly, sube con el amo. Yo iré a tu lado y te llevaré cogida de una mano. Mira, ésta es May Morning que quiere llevarte porque sabe que estás muy cansada.

En la mirada de pánico que dirigió Gilly a la yegua afirmé dónde estaba el secreto de las rarezas de la niña.

—Súbala —le dije a Connan, que la levantó en un instante y la instaló ante él.

Trató de resistirse, pero yo seguía hablándole tranquilizándola.

—Ahí arriba estás segura y así volveremos más pronto. Cuando lleguemos tomarás unas migas muy ricas de leche y pan y luego te acostarás y dormirás muy a gusto. Te llevaré cogida una mano todo el camino.

Ya no se resistió y me tendió una mano para que se la cogiese.

Así terminó aquel extraño día con nuestra llegada a la casa llevando a la niña perdida.

Cuando la entregamos a su abuela, Connan me dirigió una sonrisa que me pareció encantadora porque ya no tenía ese matiz de burla que me irritaba.

Subí a mi dormitorio muy contenta, aunque, a decir verdad, esa alegría iba mezclada con una cierta melancolía.

Sabía muy bien lo que me sucedía: en ese día había podido verlo con toda claridad. Estaba enamorada del señor de Mount Mellyn y me inquietaba la posibilidad de que él pudiera haberse dado cuenta.

En la mesilla de noche tenía aún las píldoras que me había dado el doctor Pengelly.

Cerré la puerta, me desvestí, tomé las píldoras y me acosté.

Pero antes de meterme en la cama, me contemplé a mí misma con aquel camisón de franela rosa púdicamente abotonado hasta el cuello. Me reí de mis incongruentes pensamientos y dije en voz alta y con mi mejor tono de institutriz:

—Por la mañana, después del magnífico sueño que te proporcionarán las píldoras del doctor Pengelly, recobrarás el sentido común.

*****

Las semanas siguientes fueron las más felices que había pasado en Mount Mellyn. Pronto estuvimos seguros de que la caída de Alvean no tendría consecuencias desagradables. Y lo más notable era que la niña no había perdido su interés por montar a caballo. Me hacía muchas preguntas sobre las pequeñas heridas que se había hecho Black Prince y daba por cierto que pronto podría cabalgar en él.

Reanudamos las clases después de la primera semana. Y esta actividad encantaba a Alvean, cansada de no hacer nada. También la enseñé a jugar al ajedrez y aprendió este juego con sorprendente rapidez. Incluso me daba jaque mate si prescindía yo de mi reina.

Pero lo que me hacía tan feliz no eran sólo los progresos de Alvean, sino el hecho de que Connan estaba ahora siempre en casa y, sobre todo, que aun sin referirse en absoluto a «mi reprimenda» del día del accidente, era evidente que había aprendido la lección, pues prestaba ahora una gran atención a las cosas de Alvean y solía presentarse con frecuencia en la sala de clase cada vez con algún regalo, un libro, un rompecabezas o cualquier otra cosa que pudiera interesarle a su hija.

Uno de los primeros días le dije:

—Hay algo que le agrada mucho más que todos esos regalos que le hace usted a su hija, y es que la acompañe usted.

Y me respondió:

—Pues debe de ser una niña muy rara si me prefiere a un libro o a un juguete.

Nos sonreímos y de nuevo noté aquel curioso cambio en su expresión.

A veces se sentaba con nosotras para vernos jugar al ajedrez. Siempre se ponía de parte de Alvean en contra de mí. Entonces yo solía enfadarme y, protestando por mis desventajas, exigía que me devolvieran mi reina.

Alvean sonreía continuamente y el padre le decía:

—Mira, hija, pondremos aquí la torre y esto fastidiará a nuestra querida señorita Leigh.

Alvean se reía y me miraba triunfalmente. En cuanto a mí, me sentía tan feliz de estar allí con los dos que descuidaba el juego y cometía muchos errores, pero siempre me recuperaba porque, reaccionando a tiempo, recordaba que entre Connan y yo había entablada una cierta batalla y tenía que demostrar mis facultades. Aunque sólo se tratase de una partida de ajedrez, quería demostrarle que estaba a su altura.

Un día me dijo:

—Cuando Alvean pueda salir, vamos a hacer una excursión a Fowey. Será un picnic estupendo.

—¿Y qué necesidad tenemos de ir a Fowey —le pregunté— cuando tenemos aquí mismo una playa estupenda para un picnic?

—Mi querida señorita Leigh (había tomado la costumbre de llamarme así) ¿acaso ignora usted que las playas de los demás son mucho más atractivas que las nuestras?

—Sí, sí, papá —exclamó Alvean entusiasmada—. ¡Iremos de picnic!

Estaba tan impaciente por curarse del todo para poder ir de excursión que se comía toda la comida que le llevaban y no hacía más que hablar del picnic. El doctor Pengelly estaba encantado con su paciente. Y por supuesto, todos lo estábamos.

Otro día le dije a Connan:

—Convénzase de que la verdadera medicina para la niña ha sido usted. Dese cuenta de lo que disfruta al verle a usted pendiente de ella.

Entonces hizo una cosa sorprendente: me tomó una mano y me besó levemente en la mejilla: Era un beso muy distinto del que me había dado la noche del baile. Este fue rápido, sin pasión, casi amistoso, pero sin duda era un beso de cariño.

—No —dijo—. La verdadera medicina ha sido usted. Creí que iba a añadir algo, pero lo que hizo fue marcharse repentinamente.

*****

No olvidé a Gilly. Estaba decidida a luchar por ella como lo había hecho por Alvean y pensé que el mejor medio era hablarle a Connan de ello. Me pareció que se hallaba en un estado de ánimo propicio a concederme lo que le pidiese. Y no debía de sorprenderme si cuando Alvean estuviese otra vez haciendo su vida normal, volvía Connan a su anterior manera de ser, haciendo otra vez caso omiso de su hija, y tratándome de nuevo burlonamente. Por eso decidí aprovechar la buena racha en favor de Gilly.

Fui audazmente a la sala del ponche a una hora en que sabía que estaba allí y le pregunté si podría hablar con él unos minutos.

—Por supuesto, señorita Leigh —me respondió—. Siempre es un placer para mí poder hablar con usted. Fui derecha al asunto:

—Quiero hacer algo por Gilly.

—¿Sí?

—En primer lugar, no creo que sea una niña medio idiota como suponen. Lo que sucede es que nadie ha intentado ayudarla. Me he enterado del accidente que sufrió hace cuatro años y sé que antes era una niña perfectamente normal. Estoy convencida de que es posible hacerla volver a esa normalidad.

Sus ojos volvieron a tener aquel brillo burlón cuando me dijo:

—Creo que todo es posible si se lo proponen Dios y la señorita Leigh.

No hice ningún caso de esta salida de tono. Insistí:

—En fin, ya se dará usted cuenta de que le estoy pidiendo permiso para ocuparme de esa niña y enseñarle como a Alvean.

—Pero, señorita, ¿no le ocupa a usted todo su tiempo darle clase a Alvean, la alumna a la que ha venido usted a enseñar?

—Me queda algún tiempo libre. Incluso las institutrices disponemos de algún tiempo para nosotras. Así que cuando le pido permiso para enseñar a Gilly, no me propongo restarle ni un minuto a Alvean. Pero, si usted me lo prohíbe, nada tengo que objetar.

—Si yo se lo prohibiera, acabaría usted encontrando la manera de salirse con la suya. De modo que es mucho más sensato decirle: «Haga lo que le parezca con Gilly y le deseo a usted el mejor éxito».

—Gracias —dije. Y di unos pasos hacia la puerta.

—Señorita Leigh —me llamó. Me detuve en actitud de espera—. Creo que podemos organizar pronto esa excursión. Si fuera necesario, yo llevaría en brazos a Alvean para subirla al coche, sacarla de él y lo que fuera preciso.

—Sería estupendo, señor TreMellyn. Se lo voy a decir ahora mismo a Alvean. ¡Qué contenta se va a poner!

—Y usted, señorita Leigh, ¿se alegra?

Por un momento creí que venía hacia mí y retrocedí porque de pronto temí que me pusiera las manos en los hombros, y, si me tocaba, me traicionaría a mí misma.

Le dije fríamente:

—Todo lo que sea un bien para Alvean, me produce una gran alegría, señor TreMellyn.

Y salí corriendo en busca de Alvean para comunicarle la buena noticia.

Así pasaron las semanas, las maravillosas semanas que por entonces creía yo que nunca volverían a repetirse.

Me llevaba a Gilly a la sala de clase y había conseguido que conociese algunas letras. Le gustaban mucho los grabados y se quedaba mirándolos abstraída. Desde luego, parecía encontrarse muy a gusto conmigo, pues todos los días se presentaba a la hora en que la había citado.

Ya hablaba algunas palabras de vez en cuando y en toda la casa estaban pendientes, divertidos e interesados, de mi experimento.

Cuando Alvean —que desde su accidente dormía en el piso bajo— pudo ya andar lo suficiente para ir a la sala de clase, me preparé para su oposición. Pero la aversión de Alvean por Gilly era sólo aparente. Una vez había llevado a Gilly al nuevo dormitorio de Alvean y ésta se había enfurruñado. Me prometí reconciliarla con Gilly en cuanto se pusiera bien del todo.

Pero aquél era un plan para el futuro y yo sabía muy bien que cuando la vida se normalizase en la casa, tendría que despedirme de tantas satisfacciones como tenía entonces.

Alvean recibía muchas visitas. Celestine venía diariamente. Le traía frutas y otros obsequios. Peter la visitaba también con frecuencia y a Alvean le divertía siempre hablar con él.

Un día le dijo Peter:

—¿No crees que soy un tío muy cariñoso por venir con tanta frecuencia a ver a mi sobrinita Alvean? Y ella le replicó:

—Pero si no vienes a verme a mí sola, tío Peter… Vienes principalmente por la señorita.

—Vengo para verlas a las dos —se rió Peter—. Qué gran suerte tengo de poder visitar a dos damas tan encantadoras.

Lady Treslyn llevaba libros caros y preciosas flores, pero Alvean la recibía siempre malhumorada y le costaba un gran esfuerzo hablarle.

—Todavía no está bien del todo, lady Treslyn —la disculpaba yo, y la sonrisa que ella me dirigía casi me dejaba sin respiración porque era una sonrisa, como todo en ella, de una belleza deslumbrante.

—Comprendo perfectamente —me dijo lady Treslyn—. ¡Pobrecilla! El señor TreMellyn me dice que ha sido muy valiente y que usted ha estado maravillosa cuidándola con la mayor abnegación. Le he dicho que tiene una suerte inmensa por haber encontrado un tesoro semejante. «No creas que es fácil encontrarlas», le dije. Y le recordé lo que me pasó con mi cocinera, que se me marchó a la mitad de una cena con invitados. Y le advierto que también ella era un tesoro.

Incliné la cabeza y la odié con todas mis fuerzas, no porque me hubiese relacionado con su cocinera, sino por lo guapa que era y porque yo temía que los rumores sobre las relaciones íntimas entre ella y Connan fuesen ciertos.

Connan parecía diferente cuando aquella mujer estaba en la casa. Era como si no me viese. Yo oía las risas de la pareja y me preguntaba, entristecida, qué se estarían diciendo. Los veía en los jardines y me decía que por la manera como andaban juntos se les notaba una inconfundible intimidad.

Entonces comprendía lo insensata que había sido por abrigar pensamientos que no me atrevía a expresar concretamente ni siquiera para mí misma. Trataba de fingir que no existían, pero lo cierto es que los pensaba.

No osaba mirar al futuro por miedo a perder la felicidad presente.

Un día propuso Celestine llevarse a Alvean a Mount Widden para que pasara allí el día y cuidarla ella.

—Sería un buen cambio para la criatura —dijo. Y añadió—. Connan, debes venir a almorzar con nosotros y así te la traes a última hora.

A él le pareció bien y yo me quedé muy desilusionada porque no me incluyeron en el plan, lo cual demostraba la falsa idea que yo me había hecho de la situación. Pero, aunque me reía de mi propia tontería, me quedaba un poco de amargura y tristeza. Era como despertarse una mañana helada después de haber pasado una semana de sol constante, de un sol tan brillante que se podía creer que fuese a continuar eternamente.

Connan llevó a Alvean en el coche y yo me quedé sin nada que hacer por primera vez desde mi llegada. Desde luego, tenía que darle a Gilly su clase, pero esto me ocupaba muy poco tiempo, porque mi propósito era no asustar a la niña haciéndola trabajar demasiado al principio. Así que cuando se la devolví a su abuela, me propuse aprovechar lo mejor posible el tiempo que me sobraba.

Entonces se me ocurrió una idea. ¿Por qué no dar un largo paseo a caballo, quizá por el páramo? E inmediatamente recordé el día en que Alvean y yo habíamos ido a visitar a su tía-abuela Clara, con lo cual, me volvió la preocupación por el misterio de Alice, asunto que había olvidado durante las agitadas semanas de la convalecencia de Alvean. Empecé a cavilar sobre si mi interés por la historia de Alice no se debía a la necesidad de tener algo en que ocupar mi imaginación para no darle vueltas a mis propias tribulaciones.

Me dije que la tía-abuela Clara tendría mucho interés en saber cómo seguía Alvean y, en todo caso, no necesitaba disculpa alguna para la visita, pues la anciana me había dicho que podía ir cuando quisiera y que le encantaría charlar de nuevo conmigo. Desde luego, parecía más propio ir con la niña, pero la verdad era que a aquella señora le interesaba más hablar conmigo que con Alvean.

Me decidí y fui en busca de la señora Polgrey para decirle:

—Alvean estará fuera todo el día y yo me lo voy a tomar de vacaciones.

La señora Polgrey me trataba con mucho afecto desde que me veía ocuparme tanto de Gilly. Creo que, a su manera, quería mucho a la niña y si la consideraba como una tarada incurable —lo que me había indignado tanto— era sólo porque estaba sinceramente convencida de que las rarezas de Gilly representaban el precio que debía ser pagado en este mundo por los pecados de sus padres.

—Nadie se merece unas vacaciones mejor que usted, señorita —me dijo—. ¿Adónde irá usted?

—Creo que daré un paseo a caballo por el páramo. Y puedo almorzar en una posada.

—No sé si debería usted entrar sola en un sitio de ésos.

—Sé cuidar muy bien de mí misma, señora Polgrey —le repliqué sonriéndole.

—Y debe tener cuidado porque por esa parte hay sitios pantanosos y además, según dicen, están los Hombrecitos.

—¡Los Hombrecitos! —me reí como si hubiera dicho un chiste.

—No se ría usted, señorita. No les gusta que se rían de ellos. Algunas personas los han visto. Son como gnomos, con unos sombreros alargados en forma de azucarillos. Si no les gusta usted, la extravían engañándola con sus linternas encantadas y, antes de que pueda darse cuenta, estará metida de lleno en una de esas charcas con fondo movedizo que se la tragarán en unos minutos.

A pesar de lo fantástico de ese cuento, el tono sepulcral que empleó la señora Polgrey me desazonó.

—Esté tranquila, tendré cuidado. Y no ofenderé en modo alguno a los Hombrecitos. Si me sale alguno al encuentro, lo trataré con la mayor amabilidad.

—Creo que se burla usted, señorita.

—No, no, señora Polgrey, es que no estaba enterada. Pero no pase miedo por mí.

Fui a la cuadra y le pregunté a Tapperty qué caballo podía dejarme.

—Tenemos libre a May Morning.

Le dije que pensaba ir por el páramo, pues me interesaba conocer aquellas tierras.

—¿No la acompaña a usted nadie, señorita? —me preguntó con malicia.

Y aunque le respondí que iba completamente sola, vi que no me creía. Me indignó darme cuenta que Tapperty pensaba en Peter Nansellock. Desde la estupidez que hizo en mandarme de regalo su yegua, la servidumbre nos emparejaba como casi novios.

También era posible que mi creciente amistad con Connan hubiera sido notada por aquella gente y esta posibilidad me horrorizaba.

¡Qué ridiculez! Camino ya del pueblo, sobre May Morning, me decía: «Nada hay que puedan murmurar acerca de ti y Connan». Pero en seguida recordaba las dos ocasiones en que me había besado. Si alguien llegaba a saber esto, ¡cómo no iban a murmurar!

Miré a Mount Widden, al otro lado de la cala y deseé encontrarme a Connan, si volvía a Mount Mellyn. Pero, naturalmente, no me lo encontré, pues tenía que permanecer con sus amigos y con Alvean hasta última hora de la tarde. ¿De dónde podía yo sacar que Connan deseara regresar sólo para estar conmigo? Era una lástima que estuviese perdiendo mi sentido común. Sin embargo, no perdí la esperanza hasta dejar muy atrás al pueblo e internarme en el páramo.

Era una hermosa mañana de diciembre. Corría un vientecillo fresco que me animaba. Quería galopar con aquel viento de cara y, mientras lo hacía, me figuraba que Connan cabalgaba a mi lado y que de pronto detenía nuestros caballos para decirme la diferencia tan grande que había sido para su vida y la de Alvean mi presencia en la casa y que, por incongruente que pareciese, se había enamorado de mí.

Esta paramera favorecía los sueños fantásticos y lo mismo que la gente de la región hablaba de los Hombrecitos que habitaban esta zona, yo creía en esa otra gran fantasía: que Connan TreMellyn se enamorara de mí.

A mediodía llegué a la Casa del Páramo. Fue como la vez anterior. La vieja ama de llaves salió a darme la bienvenida y me llevó al salón donde se hallaba la tía-abuela Clara.

—¡Buenos días, señorita Leigh! ¿Cómo viene usted sola hoy?

Nadie le había contado el accidente de Alvean. Esto me asombró, pues creía que Connan habría mandado a alguien para comunicarle la noticia, ya que la anciana se interesaba tanto por su sobrina nieta.

Le expliqué lo sucedido y la buena señora se afectó mucho, pero me apresuré a tranquilizarla asegurándole que Alvean estaría pronto exactamente igual que antes.

—Le vendrá bien tomar un refresco —me dijo—. Bebamos un vasito de mi vino de saúco. ¿Puede usted quedarse a almorzar conmigo?

Acepté con naturalidad diciéndole que me encantaría poder pasar más tiempo con ella si es que no le causaba un trastorno.

Tomamos aquel vinillo como la otra vez y también ahora noté que se me subía a la cabeza. El almuerzo era espléndido, abundante y muy bien guisado y servido. Luego nos retiramos al salón para charlar.

Esta vez no quedé decepcionada.

—Dígame —me preguntó—. ¿Cómo está la pequeña Alvean? ¿Se encuentra más feliz ahora?

—Pues sí, me parece que está mucho más contenta. En cierto sentido el accidente ha tenido buenas consecuencias para ella. Su padre le ha dedicado mucho tiempo y ha estado muy cariñoso con ella. Ya sabe usted que Alvean adora a su padre.

—Ah —dijo la anciana—, su padre… —y me miró fijamente con sus brillantes ojos azules. Era una de esas mujeres que sienten la imperiosa necesidad de hablar y, como pasaba tanto tiempo sola, la llegada de una visitante como yo constituía para ella una tentación irresistible.

Por mi parte, estaba dispuesta a hacer aún más irresistible esa tentación. Así que le dije con toda intención:

—No sé, pero me da la impresión de que entre ellos no existe la relación normal entre padre e hija.

Después de una brevísima pausa, la anciana soltó:

—No. Seguramente es inevitable.

Yo estaba pendiente de sus palabras conteniendo la respiración de puro temor de que pudiera arrepentirse e interrumpir sus confidencias. Esta mujer podía darme datos de gran importancia para mí sobre la situación en Mount Mellyn, ya que la historia de los TreMellyn se estaba convirtiendo en mi propia historia.

—A veces, me siento culpable —dijo con voz baja, como si estuviera hablando consigo misma; y sus ojos azules miraban más allá de mí como si contemplasen un espacio de tiempo muy lejano donde yo nada tenía que hacer.

—La cosa es —prosiguió— que nunca sabe una hasta dónde debe intervenir en la vida de los demás.

Esto la preocupaba y ya me había planteado la misma cuestión moral la vez anterior que estuve en su casa. A mí también me interesaba mucho esto del derecho que tenemos en la vida de los otros, sobre todo desde que yo participaba tan activamente en los asuntos de Mount Mellyn.

—Ya sabe usted que Alice estuvo conmigo desde que se puso en relaciones con Connan hasta su boda —dijo la anciana—. Entonces pudo haber cambiado todo. Pero quizás hiciera yo mal en convencerla. Lo hice desde luego con la mejor intención porque estaba convencida de que el era el hombre que le convenía más.

No comprendía yo lo que me estaba diciendo, pero no quería interrumpirla para no romper el hilo de sus confidencias.

—No sé lo que podría haber sucedido si Alice no me hubiera hecho caso. ¿No juega usted nunca a ese bonito juego, señorita Leigh? ¿No se dice usted: «Si hubiera hecho esto entonces… si en vez de esta persona hubiera sido aquella otra… si hubiera tomado aquel otro camino que se me presentaba… cómo habría sido mi vida»?

—Sí, desde luego —le dije—. Eso lo hace todo el mundo. ¿Y usted cree que todo habría sido distinto para su sobrina y Alvean?

—Sin duda alguna… pero más para ella, para Alice, que para nadie. Se encontraba en un punto decisivo de su vida. En una encrucijada, podríamos decir. Si tomaba este camino, su vida habría sido de una manera y al tomar otro, iba a ser completamente distinta. Por eso, no puedo evitar torturarme a veces con la idea de que si hubiera ido por la derecha en vez de por la izquierda… por decirlo así… estaría Alice aquí todavía. Después de todo, hay algo que no se puede discutir: si Alice se hubiera casado con Geoffrey no habría tenido necesidad de fugarse con él. ¿No cree usted?

—Ya veo que ella se lo contaba a usted todo.

—Desde luego, y por eso he tenido una gran parte de responsabilidad en lo sucedido. No debe extrañarle que me sienta culpable.

—Estoy segura de que hizo usted lo que creía mejor para Alice y esto es lo más que se puede pedir a una persona. Porque usted quería muchísimo a su sobrina, ¿verdad?

—Muchísimo. Mis hijos eran todos varones y siempre había deseado tener una hija. Alice solía venir a casa a jugar con mis tres hijos. Yo esperaba que acabase casándose con alguno de ellos, aunque fuesen primos suyos, si bien, según se dice, no son buenos los casamientos entre primos. Entonces no vivía yo en esta casa. Estábamos en Penzance. Los padres de Alice poseían una gran finca a unos cuantos kilómetros más allá. La finca es ahora de su marido. Aportaba un gran capital al matrimonio. De todos modos, quizá fuese preferible que no se casara con uno de sus primos y además esa boda estaba ya prevista desde que ellos eran niños.

—Así, que todo estaba arreglado desde mucho antes.

—Sí. El padre de Alice había muerto y su madre —mi hermana— le tenía mucha simpatía a Connan TreMellyn… Me refiero al padre del actual Connan, porque en esa familia ha habido Connans durante siglos. Al hijo mayor le ponen siempre ese nombre. Yo creo que a mi hermana le habría gustado casarse con el padre de este Connan pero también a ella le habían arreglado el matrimonio desde pequeña. Por eso, al no haberse podido casar ella con TreMellyn, tenía un gran interés en que su hija se casara con el hijo de aquél. Las relaciones se formalizaron cuando Connan tenía veinte años y Alice dieciocho y la boda debía celebrarse un año después.

—Ya veo que fue un típico matrimonio de conveniencia.

—Lo más extraño es que los llamados matrimonios de conveniencia resultan con mucha frecuencia los matrimonios más inconvenientes. En fin, les pareció que sería una gran cosa que Alice viniese a vivir conmigo. Por entonces ya vivíamos aquí, a unas horas de Mount Mellyn a caballo, y los novios se podían ver con frecuencia sin necesidad de que Alice estuviera viviendo en aquella casa. Quizá se pregunte usted por qué no fueron a vivir las dos, la madre y la hija, a Mount Mellyn, dada la intimidad que había entre las dos familias. Pero es que mi hermana estaba entonces muy enferma y no le permitían viajar. Por eso vivió conmigo esa temporada.

Supongo que el señor TreMellyn vendría a caballo con frecuencia para ver a su novia.

—Sí, pero no con la frecuencia que yo había esperado. Empecé a sospechar que no estaban tan bien emparejados como sus fortunas.

—Dígame algo de Alice. ¿Qué clase de muchacha era?

—¿Cómo se lo explicaría? La palabra que mejor le convendría sería «ligera», pero como esto suele decirse de las mujeres de moral muy escasa y éste no es el caso de Alice… aunque, después de lo ocurrido… pero ¿quién es capaz de juzgar a nadie? Lo que quiero decir es que era una mujer espontánea, sencilla, de corazón y espíritu ligeros, como con alas. Ese es el sentido que le doy a esa palabra… Cada vez que él venía por aquí, pintaba unos cuadros preciosos de estos paisajes. Era un excelente pintor.

—¿Quién? ¿Connan TreMellyn?

—¡No, querida, no! Geoffrey. Geoffrey Nansellock. Era un artista de cierto renombre. ¿No lo sabía usted?

—No —dije—. Lo único que sé de él es que se mató con Alice en el accidente del mes de julio del año pasado.

—Pues sí, Geoffrey venía aquí con frecuencia mientras Alice estuvo conmigo. En realidad, venía muchas veces más que Connan y pronto me di cuenta de lo que pasaba. Había algo entre ellos. Salían juntos y él se llevaba sus cosas de pintar. Alice decía que le acompañaba porque le gustaba contemplar lo que pintaba. Desde luego, mi sobrina era muy aficionada al arte y se proponía convertirse en serio en una pintora. Todo eso estaba muy bien, desgraciadamente, lo que hacían cuando estaban juntos no era pintar.

—¿Entonces estaban… enamorados? —pregunté.

—Aunque tenía casi la seguridad de ello, me quedé aterrada cuando me lo confesó Alice. Y no se extrañará usted de mi pánico: Alice iba a tener una criatura.

Me quedé sin respiración. Alvean, pensé. Naturalmente, ¿cómo iba a quererla Connan? Y por eso se produjo aquel silencio helado cuando le propuse a Connan delante de Celestine que la niña aprendiera en serio a dibujar. Mi entusiasmo sobre las disposiciones artísticas «innatas» de Alvean, no pudo ser más inoportuno.

—Dos semanas antes del día fijado para la boda, me confesó su estado. Me dijo que estaba casi segura y me pidió consejo: «¿Qué haré, tía Clara? ¿Crees que debo casarme con Geoffrey?».

Le dije:

—«¿Está dispuesto Geoffrey a casarse contigo, querida?». Y me respondió: «Me parece que no tendría más remedio que hacerlo si yo se lo pidiera». Y ahora, después de todo lo ocurrido, es cuando creo que debía habérselo pedido. Era lo decente. Pero su matrimonio estaba ya dispuesto. Alice era una gran heredera y empezó a preocuparme la posibilidad de que Geoffrey anduviese tras de su dinero. No sé si sabrá usted que los Nansellock están en mala situación económica y la fortuna de Alice habría levantado a esa familia. Además, Geoffrey tenía mala fama: era muy mujeriego. No era Alice la primera que se encontraba en esa situación por culpa de él. No creí que mi sobrina pudiera ser feliz durante mucho tiempo.

La anciana guardó silencio unos momentos. Tenía yo la sensación de que las piezas del rompecabezas iban encajando unas tras otra hasta darle un sentido al cuadro.

—La recuerdo muy bien aquel día —prosiguió—. Fue en esta misma habitación. Muchas veces me parece estarla viendo aquí a mi lado confesándose conmigo lo mismo que yo me confío ahora a usted. Desde que murió Alice, lo he tenido sobre mi conciencia como un gran peso. La pobre me pedía consejo y ayuda. Estaba desesperada; no sabía qué hacer. Y yo le dije: «Lo único que puedes hacer, querida, es casarte con Connan TreMellyn. Estás prometida a él. Debes olvidar cuanto haya ocurrido con Geoffrey Nansellock». Pero ella insistía: «Tía Clara, ¿cómo voy a olvidarlo? Quedará un recuerdo vivo». Entonces hice algo terrible. Le dije:

«Tienes que casarte. Dirás que ha nacido prematuramente». Alice echó atrás la cabeza y se rió sin parar durante un buen rato. Era una risa histérica. La pobre Alice tenía los nervios destrozados.

La tía-abuela Clara se instaló mejor en su sillón y su expresión parecía la de una persona que sale de un trance. Volvía a la realidad actual porque todo el tiempo había estado viendo, no a la visitante que tenía enfrente, sino a Alice. Y ahora parecía asustada de haberme contado demasiadas cosas.

Permanecí callada. Me lo figuraba todo: la boda, que debió de celebrarse con gran lujo; la muerte de la madre de Alice casi inmediatamente después, y la del padre de Connan al año siguiente. En verdad, este matrimonio había sido obra de ellos dos y no habían vivido lo suficiente para ver si habían acertado o no. Alice se quedó con su esposo Connan —mi Connan— y Alvean la hija de otro hombre a la que había intentado hacer pasar como de su marido. Pero no lo había conseguido, de eso estaba yo segura.

Connan había fingido creerse que Alvean era su hija, pero en realidad nunca la había aceptado como tal.

Y Alvean lo intuía, confusamente. Lo admiraba muchísimo, pero sospechaba que había algo extraño entre ellos aunque no supiera exactamente qué: por eso, inconscientemente, sentía un afán desesperado por ser tratada plenamente por Connan como una hija muy querida. También era posible que Connan sólo hubiera tenido la sospecha, pero no la seguridad de que no fuese su hija.

Era una situación dramática. Y sin embargo, ¿de qué servía destrozarse por algo que no tenía remedio? Alice había muerto; Alvean y Connan vivían. Había que olvidar el pasado. Lo sensato era procurar la felicidad futura.

—Oh, querida —suspiró la anciana—, ¡cuánto hablo! Pero es como si volviera a vivirlo todo de nuevo. La estoy aburriendo, señorita. —Y con un cierto temor, añadió—: He hablado demasiado y usted, señorita Leigh, no ha intervenido en esta historia de nuestra familia, de manera que confío en que guardará usted el secreto.

—Puede tener usted la más absoluta seguridad en mi discreción —la tranquilicé.

—Lo sabía. De lo contrario, nada le habría dicho. Pero en todo caso, hace tantísimo tiempo que ha pasado todo eso, y me ha consolado tanto contárselo… Muchas veces, durante la noche, me despierto y pienso en ello.

Ya ve usted. Quizá si se hubiera casado con Geoffrey habría sido feliz. Lo más probable es que Alice lo creyera así y por eso quisiera huir con él. ¡Cada vez que pienso en ellos dos, en aquel tren! Me parece un juicio de Dios. ¿No cree usted lo mismo?

—No —dije tajante—. En ese tren murieron muchas otras personas y no huían de sus maridos ni de sus esposas.

Se rió forzosamente.

—¡Pues es verdad! Ya sabía yo que usted tenía mucho sentido común. ¿Y no cree usted que obré mal? Yo siempre me estoy diciendo que dependió de mí que se casara con Connan. Sí, sí, fui yo la que decidió su destino.

—Hace usted muy mal en culparse —le dije—. A usted la movía exclusivamente el cariño que sentía por ella. Y, en definitiva, somos nosotros, cada uno de los seres humanos, los que fraguamos nuestro destino. De eso no me cabe duda.

—Me consuela usted mucho, señorita Leigh. Quédese a tomar el té conmigo, por favor.

—Es usted muy amable, pero debo regresar antes de que anochezca.

—Sí, eso es verdad.

—Y ahora oscurece en seguida.

—Entonces no debo ser egoísta y retenerla. Señorita Leigh, ¿querrá usted traerme a Alvean cuando esté ya bien del todo?

—Se lo prometo, señora.

—Y, por supuesto, cada vez que le apetezca a usted darse una vuelta por aquí…

—Vendré siempre que pueda. Lo he pasado muy bien charlando con usted.

Estas palabras mías volvieron a alarmarla:

—¿Recordará usted lo que le dije sobre el carácter estrictamente confidencial de cuanto le he contado?

Volví a tranquilizarla. Sabía que para esta encantadora anciana, el mayor placer de la vida era poderse confiar a alguien y contar siempre un poquito más de lo discreto. «En fin —pensé—, todos tenemos nuestras debilidades».

Salió a la puerta de la casa para despedirme y agitó el brazo cuando ya me alejaba en la yegua. En seguida se llevó un dedo a los labios para reiterarme la necesidad de mantener el secreto y me gritó:

—¡No lo olvide, no lo olvide!

Imité su gesto sonriendo y partí al galope.

Durante todo el camino de regreso iba pensando en lo mucho que había aprendido aquel día. Lo curioso es que hasta cerca del pueblo de Mellyn no se me ocurrió pensar que Gilly era medio hermana de Alvean. Recordé entonces los dibujos que había visto de Alvean y Gilly combinadas, fundidas.

¿Quería eso decir que Alvean lo sabía o era solamente que lo temía? ¿Trataba de convencerse a sí misma de que su padre no era Geoffrey Nansellock, pues así tenía ella que ser medio hermana de Gilly? ¿O acaso aquel gran deseo de conquistar la estimación de Connan significaba que Alvean anhelaba que él la aceptara por hija suya?

Sentí una verdadera necesidad de ayudarlos a todos para salir de aquel trágico laberinto en que los había metido la ligereza de Alice.

«Puedo hacerlo —me dije— y lo haré».

Entonces pensé en las relaciones de Connan con lady Treslyn y esto bastaba para demostrarme lo absurdas e imposibles que eran mis ilusiones. ¿Qué probabilidad tenía yo, la institutriz, de enseñarle a Connan el camino de la felicidad?

*****

Se acercaban rápidamente las Navidades, que traían con ellas toda esa alegría que recordaba yo tan bien en los años pasados en la vicaría de mi padre.

Kitty y Daisy se pasaban todo el tiempo cuchicheando y la señora Polgrey decía que la desesperaban porque cada vez trabajaban menos y peor.

La pobre recorría la casa suspirando: «En estos días, las muchachas…», y movía la cabeza con pesadumbre. Pero tampoco ella podía evitar excitarse con la proximidad de las Navidades.

Hacía muy buen tiempo y más parecía que se acercase la primavera que el invierno. En mis paseos por el bosque observé que las primaveras habían empezado a florecer.

—Pues nada tiene de raro —dijo Tapperty—, porque no es nuevo para nosotros que las primaveras salgan en diciembre. Aquí en Cornualles la primavera es flor muy temprana.

Empecé a pensar en los regalos de Navidad e hice una pequeña lista. Tenía que comprarle algo a Phillida y su familia, y también a tía Adelaide; pero lo que más me preocupaba era la gente de Mount Mellyn. Disponía de algún dinero, pues gastaba muy poco y había ahorrado casi todo lo que había ganado desde mi llegada.

Un día fui de compras a Plymouth. Compré libros para Phillida y su familia y se los envié desde esa ciudad; compré un echarpe a tía Adelaide y también lo mandé desde allí. Pasé mucho tiempo eligiendo mis regalos para la servidumbre de la casa. Por fin decidí comprar unos echarpes para Kitty y Daisy, uno verde y otro rojo, que les sentarían bien, y otro azul para Gilly, que haría juego con sus ojos. A la señora Polgrey le compré una botella de whisky, que con toda seguridad sería lo que más podría gustarle, y para Alvean unos pañuelos de muchos colores con una A bordada en ellos.

Estaba satisfecha con mis compras. Empezaba a ponerme tan nerviosa con la proximidad de las Navidades como Kitty y Daisy.

El tiempo seguía espléndido y el día de Nochebuena ayudé a la señora Polgrey y a las muchachas a decorar el gran hall y algunas otras estancias.

El día anterior habían salido los hombres al campo y trajeron hiedra, acebo, boj y laurel. Me enseñaron a adornar las grandes columnas del salón con esas hojas y Daisy y Kitty se rieron mucho al ver que yo no había hecho nunca esas grandes bolas de Navidad, para colgarlas, que se hacen con dos maderas cruzadas decoradas con aulagas, naranjas, manzanas… Desde luego, hacía muy bonito. Las colgamos en los marcos de las ventanas.

Se preparó una gran cantidad de leña para la chimenea y toda la casa resonaba con las risas de los criados, cuyo vestíbulo fue adornado también exactamente de la misma manera que el de los señores.

—Nosotros celebramos aquí nuestro baile mientras que la familia se reúne en el gran salón —me explicó Daisy y esto me hizo preguntarme a qué baile tendría yo que asistir. Quizás a ninguno de ellos. La situación de una institutriz era muy especial: intermedia.

—¡Qué impaciencia tengo! —Exclamó Daisy—. El año pasado, con el luto, no pudimos celebrar las Navidades, pero en el salón de la servidumbre nos arreglamos bastante bien. Hubo muchas bebidas y la ginebra de la señora Polgrey tuvo un gran éxito. Comimos cordero y buey y pudin de cerdo. Por estas tierras no hay fiesta completa sin un buen pudin de cerdo.

En la tarde de Nochebuena la cocina y sus alrededores olían deliciosamente. Tapperty, con Billy Trehay y algunos otros criados, se acercaban a la puerta sólo para disfrutar con los nutritivos aromas. La señora Tapperty se pasó el día cocinando y, en cuanto a la señora Polgrey, estaba desconocida. Había perdido su habitual calma y su severidad. Se afanaba por todas partes muy colorada, nerviosa y hablando extasiada de tartas y vinos con nombres típicos que en esas fiestas serían probados por todos.

Me llamaron para que ayudase también en la cocina. Estaba vigilando todo un ejército de pasteles en el horno cuando llegó Kitty gritando:

—¡Señora Polgrey, han llegado los cantores!

—Bueno, pues que pasen —dijo la señora Polgrey pasándose las manos por su frente sudorosa—. ¿Qué haces ahí parada? ¿No sabes que trae mala suerte hacer esperar a los cantores de villancicos?

La seguí al salón de los señores, donde se hallaban un buen número de jóvenes de uno y otro sexo que habían llegado del pueblo. Estaban ya cantando cuando entramos.

En seguida nos unimos los de la casa a sus cantos. El director del joven coro empezó a cantar:

A ver si pruebo tu cerveza de Navidad esa cerveza tan fuerte,

y te desearé que estas fiestas, con su alegría y sus canciones duren una eternidad.

La señora Polgrey les hizo una seña a Daisy y Kitty, que ya por su cuenta iban en busca de los refrescos.

Todos bebieron abundantemente y comieron grandes pasteles de carne o pescado. Todos estaban contentísimos.

Cuando terminaron de comer, de beber y de cantar pasaron una escudilla de barro a la que habían atado cintas rojas y la entregaron a la señora Polgrey, la cual colocó majestuosamente unas monedas en el recipiente.

Se marcharon con gran algazara.

Luego me dijo Daisy:

—Ay, señorita, se me había olvidado decirle que en su habitación tiene un paquete. Lo subí poco antes de venir los cantores, y se me había olvidado. —Se asombraba de que yo no saliera corriendo en busca del regalo—. ¡Un paquete; un paquete, señorita! ¿No quiere usted ver lo que es? Es así de grande y seguro que es una caja.

Lo que me pasaba era que el nuevo ambiente de la casa en fiestas, las costumbres y canciones típicas, me tenían encantada. Allí era donde me encontraba más a gusto de todos los sitios que había conocido. Me dije:

«Lo que tú querrías es un final de cuento de hadas para tu historia. ¿Por qué no reconoces que desearías ser la señora de Mount Mellyn?».

Subí a mi habitación. El paquete era de Phillida. Lo abrí y en la caja encontré un chal de seda negra bordado en verde y ámbar. También una peineta de tipo español, de ámbar. Me puse la peineta en el cabello y me coloqué el chal. Me asombró el aspecto. Tenía un aire exótico de bailarina española más que de institutriz inglesa.

Había otra cosa en el paquete. Venía envuelta y, cuando la abrí, vi que era un vestido, uno de Phillida que me había gustado siempre mucho. Era de seda verde, el mismo matiz de verde que el chal. Cayó una carta.

«Querida Marty:

»¿Cómo te va de institutriz? En tu última carta parecías estarte interesando por los asuntos de esa casa. Creo que tu Alvean es un horror de niña. Seguramente, lo único que tiene son mimos. ¿Te tratan bien? Por lo visto, no tienes que quejarte. Pero ¿se puede saber lo que te ocurre? Antes escribías unas cartas muy divertidas, pero desde que estás en esa casa te has vuelto muy reservada y misteriosa. Sospecho que, o estás muy a gusto, o la detestas.

A ver si lo dices con claridad.

»El chal y la peineta son mi regalo de Navidad. Ojalá te gusten porque me pasé mucho tiempo eligiéndolos. ¿Te parecen demasiado frívolos? Quizás hubieras preferido un juego de ropa interior de lana o algún buen libro, pero me dijo tía Adelaide que te manda lo primero. Noto en tus cartas un tono inconfundible de institutriz, porque da la impresión de que vas a decir cosas muy importantes y en definitiva, mi querida Marty, nada dices. He pensado que quizá te hagan sentarte a la mesa con la familia estas Navidades o te hagan presidir el baile de la servidumbre. Tengo la seguridad de que será lo primero. En unos días como éstos no tienen más remedio que invitarte alguna vez a la mesa. Así que estarás en una de esas cenas aunque sólo sea porque les falte un invitado y digan: «Que llamen a la institutriz, porque no podemos ser trece en la mesa», y entonces nuestra Marty aparecerá con mi vestido verde, su chal nuevo, y la preciosa peineta, dejando turulato a un millonario que se encontrará entre los invitados.

Y seréis felices para toda la vida.

»En serio, Marty, he pensado que necesitarás algo que ponerte en estas fiestas. Por eso te envío —como regalo— mi vestido verde. No creas que te lo doy como desecho. Me gusta mucho y no te lo cedo porque esté cansada de ponérmelo, sino porque siempre te ha sentado a ti mejor que a mí. Quiero que me cuentes con todo detalle cómo han sido ahí las fiestas de Navidad. Y por favor, querida hermana, cuando seas la comensal número catorce en la mesa, no espantes a los pretendientes con una mirada glacial ni los desconciertes con una de tus frasecitas agudas y pinchantes. Sé una buena chica y ten en cuenta que en las cartas veo amor y fortuna para ti.

»Felices Pascuas, querida Marty, y escríbeme pronto contándome con claridad las cosas. Los niños y William te envían su cariño y ya sabes que te quiere muchísimo tu hermana.

»PHILLIDA».

Me conmovieron la carta y los regalos porque eran un eslabón que me unía a mi hogar. Mi buena hermana se preocupaba mucho de mí. Su chal y la peineta eran muy lindos, aunque algo incongruentes para una persona de mi humilde posición, y había sido una excelente idea enviarme el vestido, porque nada tenía que ponerme.

Me sobresaltó un grito. Di la vuelta al instante y vi a Alvean en la puerta de la sala de clase.

—¡Señorita! —exclamó—. ¿De manera que es usted?

—Claro, niña. ¿Quién creías que podía ser?

—Es que nunca la he visto vestida así, señorita.

—Es verdad. Nunca me has visto con un chal y una peineta.

—Está usted… preciosa.

—Gracias, Alvean.

Estaba muy impresionada y no sabía a quién había creído ver en mi habitación.

Yo era de la misma altura que Alice y, aunque menos esbelta que ella, lo disimulaba el chal de seda en torno a mi talle.

*****

Toda mi vida recordaré aquel día de Navidad.

Me despertó muy temprano el gran bullicio que formaban los criados debajo de mi ventana charlando y riéndose.

En cuanto abrí los ojos, pensé: «El día de Navidad —y en seguida—: Mi primer día de Navidad en Mount Mellyn».

Para contener mi excesivo optimismo y echarle una ducha de agua fría a las peligrosas ilusiones, me dije:

«No sólo es tu primera Navidad aquí, sino la última que pasarás en esta casa».

Daisy, que me subió el agua, apenas se detuvo un instante, porque se la comía la impaciencia.

—He tardado, señorita, pero hay muchísimo quehacer. Tiene que darse mucha prisa si quiere llegar a tiempo para ver a los de la murga. Seguro que llegan muy pronto porque saben que la familia tiene que ir a la iglesia.

No tenía tiempo de preguntarle de qué se trataba, así que me lavé, me vestí y saqué los paquetitos con los regalos. A Alvean le había puesto el suyo en su cama la noche anterior.

Me asomé a la ventana. El aire estaba perfumado con aquel fuerte aroma de especias. Respiré profundamente y escuché unos momentos el profundo rumor de las olas. Esa mañana no decían nada; se limitaban a moverse contentas y con un ritmo suave. Por un día, todas las sombrías inquietudes podían esperar.

Alvean entró en mi habitación. Traía en la mano, con un aire tímido, sus pañuelos bordados. Me dijo:

—Muchas gracias, señorita. ¡Felices Pascuas!

La abracé y la besé y, aunque parecía algo desconcertada por esa efusión mía, me devolvió el beso.

Me traía un broche tan parecido al que yo le había regalado con el látigo de plata, que por un momento llegué a creer que me lo devolvía.

—Lo he comprado en la joyería del señor Pastern. Quería uno lo más parecido posible al mío, pero no tanto que los confundiéramos. El de usted tiene un pequeño grabado en la fusta. Ahora, cada una de nosotras podrá ponerse el suyo cuando vayamos a caballo.

Esto me produjo una gran alegría porque Alvean no había montado desde su accidente y me estaba dando a entender del modo más delicado posible que estaba dispuesta a empezar de nuevo.

Dije:

—No podías haberme regalado nada que me hubiese gustado más, Alvean.

A ella le satisfizo mucho que su regalo me agradase aunque, enemiga como siempre de las efusiones sentimentales, me dijo a la ligera:

—Me alegro de que le guste, señorita —y se marchó repentinamente.

«Este va a ser un día maravilloso —pensé—. Así tiene que ser el día de Navidad».

Mis regalos tuvieron un gran éxito. A la señora Polgrey le brillaron los ojos cuando vio la botella de whisky; y a Gilly le encantó su echarpe. La pobre niña no había tenido en su vida una prenda tan bonita. No hacía más que tocarla y mirarla maravillada. Daisy y Kitty alabaron mucho sus echarpes y yo quedé satisfecha por haber elegido bien.

La señora Polgrey me dio unos encajes para adornar las prendas interiores y yo le dije que empezaría en seguida a utilizarlos. Nos reímos mucho y ella me propuso hacer un poco de té y que probásemos mi whisky, pero no había tiempo.

—¡Querida, cuando pienso en todo lo que nos queda por hacer hoy!

Los nuevos cantores —éstos eran gente mayor y más divertida que los del día anterior— llegaron muy pronto.

Oí sus voces a la entrada del gran salón:

El señor y la señora empiezan la fiesta.

Por favor, abran la puerta; déjennos pasar.

Con nuestras alegres canciones para que todos vivan felices.

Entraron en el hall y también pasaron una escudilla para recoger el dinero. Estaban allí todos los criados y cuando apareció Connan, cantaron todos con grandes voces y repitieron el primer verso.

El señor y la señora…

Pensé: «Hace dos años, Alice se encontraría aquí con él. ¿Lo estará recordando?». No lo parecía. Cantaba con aquel coro y ordenaba que les sirvieran bebidas y dulces.

Se me acercó.

—Bueno, señorita Leigh —me dijo mientras los demás cantaban—, ¿qué le parecen a usted las Navidades de Cornualles?

—Muy interesantes.

—Pues todavía no ha visto usted ni la mitad.

—Lo supongo, porque el día acaba de empezar.

—Le recomiendo que descanse un poco esta tarde.

—Pero ¿por qué?

—Para que pueda disfrutar más en la fiesta de la noche.

—Es que yo…

—Claro que estará usted con nosotros. ¿Dónde quería pasar la Navidad? ¿Con los Polgrey? ¿Con los Tapperty?

—No sabía qué haría. Me figuraba que debería quedarme entre el gran hall y el salón de los criados.

—Parece que lo dice usted con retintín…

—No estoy muy segura.

—Déjese de tonterías, que estamos en Navidad. Venga con nosotros y en paz. Y a propósito, todavía no le he deseado felices Pascuas. Tengo algo aquí, un pequeño obsequio. O si lo prefiere, una muestra de mi gratitud. Ha sido usted tan buena para Alvean desde su accidente. Y por supuesto también antes. De eso no me cabe duda. Pero me he tenido que dar cuenta muy directamente a partir de…

—Me he limitado a cumplir mi obligación como institutriz.

—Y eso es algo que haría usted en cualquier circunstancia. Lo sé. Bueno, digamos entonces que esto es sólo para desearle muy felices Pascuas.

Me había puesto un pequeño objeto en la mano y yo me sentía tan feliz que seguramente me traicionaban mis ojos.

—Es usted muy bueno conmigo —dije—. No había pensado…

Sonrió y se alejó para hablar con los cantores, que habían terminado. Noté que Tapperty nos estuvo observando. No sabía si habría visto que Connan me daba aquel regalo. Sentía la necesidad de estar sola, pues me hallaba profundamente emocionada. Tenía que abrir aquel paquetito, pero no podía hacerlo allí.

Me deslicé fuera del salón y subí corriendo a mi habitación. Era un estuche azul de los que suelen contener joyas.

Lo abrí. Dentro, reposando sobre un satín color ostra, había un broche. Tenía forma de herradura y en él estaban engarzados lo que sólo podían ser diamantes.

Me quedé helada. No podía aceptar un regalo tan valioso. Debía devolverlo inmediatamente.

Lo acerqué a la luz y vi los reflejos rojos y verdes de las piedras preciosas. Aquello tenía que valer un dineral. Por supuesto, yo no tenía ningún diamante, pero era evidente que aquellas piedras eran de gran valor.

¿Por qué lo había hecho? Si se hubiera tratado de un pequeño obsequio, una pequeña muestra de su afecto, me habría considerado muy satisfecha. En cambio, ahora tenía ganas de echarme en la cama y llorar.

Oí la voz de Alvean que me llamaba desde abajo:

—Señorita, venga que vamos ya a la iglesia. Nos espera el coche.

Guardé rápidamente el broche en su estuche, me puse la capa y el sombrerito y bajé.

Le vi después de la iglesia. Cruzaba hacia las cuadras y le llamé.

Vaciló un momento, miró hacia atrás y me sonrió.

—Señor TreMellyn. Ha sido usted muy amable conmigo —le dije en cuanto estuve a su lado—, pero el excesivo valor de este regalo me impide aceptarlo.

Me miró con la cabeza ladeada y con la misma expresión que cuando solía burlarse de mí.

—Querida señorita Leigh, lamento ser tan despistado, pero nunca sé hasta qué punto puede ser valioso un regalo para poder ser aceptado.

Me puse muy colorada y tartamudeé:

—Es que… esto es demasiado, una joya de este valor…

—Sólo pensé en que era muy a propósito porque ya sabe usted que la herradura significa buena suerte. Además, usted es aficionada a los caballos, ¿no?

—Yo… yo no tengo ocasiones de llevar ni lucir una joya tan buena.

—Podría usted llevarla en el baile de esta noche.

Por un momento me vi a mí misma con él. Llevaría el vestido de seda verde de Phillida que me dejaría en buen lugar por muy elegantes que fueran las invitadas, porque la verdad es que Phillida vestía muy bien. Además, me pondría mi chal, y mi broche de diamantes luciría deslumbrante sobre la seda verde; y estaría muy orgullosa porque me lo había regalado él.

—Ah —murmuró—, empiezo a comprender. Usted cree que le doy el broche con la misma intención que el señor Nansellock le quería regalar a usted Jacinta.

—¿De modo que…? —dije con un hilo de voz—. ¿Lo sabía usted?

—Yo estoy enterado de casi todo lo que sucede en esta casa, señorita. Devolvió usted el caballo, lo cual me parece muy bien y fue exactamente lo que yo esperaba de usted. Pero tenga en cuenta que este broche se lo doy yo por motivos muy diferentes. Usted ha sido muy buena para Alvean y no sólo como institutriz, sino como mujer. ¿Sabe usted lo que quiero decir? Para cuidar y educar a una criatura hay algo más que la aritmética y la gramática, y ese «más» es lo que usted le ha dado a Alvean. Debo decirle que este broche perteneció a la madre de Alvean, de manera que no puede usted ofenderse, señorita Leigh. Es como si se lo regalásemos a usted mi mujer y yo. ¿Le parece ahora bien?

Estuve unos momentos en silencio mirándole y luego dije:

—Sí… entonces es diferente, desde luego. Lo acepto. Muchísimas gracias, señor TreMellyn.

Me sonrió y fue una sonrisa cuyo complejo significado no entendí del todo, quizá porque me asustase ahondar en ello.

—Gracias —murmuré de nuevo, y me alejé precipitadamente hacia la casa.

Subí de nuevo a mi cuarto y saqué el broche. Me lo prendí sobre el vestido e inmediatamente el humilde algodón tomó un nuevo aspecto.

Llevaría aquella noche los diamantes. Iría al baile con el vestido de Phillida, el chal y la peineta, y sobre mi pecho lucirían los diamantes de Alice.

Así fue como recibí, en aquella extraña Navidad, un regalo de Alice.

Había almorzado en el comedor pequeño con Alvean y Connan.

Era la primera comida que hacía con ellos en esta intimidad. Tomamos pavo y pudin de ciruelas y nos sirvieron Kitty y Daisy. Me di cuenta de que las chicas nos observaban con miradas maliciosas.

—El día de Navidad —dijo Connan— no podía usted comer sola. Y ahora se me ocurre pensar, señorita Leigh, que no la hemos tratado a usted bien porque he debido ofrecerle que pasara las Navidades con su familia. Es lástima que no me lo haya dicho usted misma.

—En realidad, llevaba aquí tan poco tiempo, que no me parecía bien pedir vacaciones —dije—. Además…

—En vista del accidente de Alvean no le parecía a usted bien abandonarnos —murmuró—. Eso la honra a usted mucho.

Luego se animó nuestra conversación y los tres discutimos las costumbres navideñas en Cornualles. Connan nos contó cosas curiosas que habían ocurrido en años anteriores. Por ejemplo, que en una ocasión los cantores de la murga habían llegado tarde y, como la familia estaba en la iglesia, tuvieron que esperarlos a la salida de ésta y los acompañaron luego por todo el camino hasta la casa.

Me imaginaba a Alice con ellos dos. Me la figuraba sentada en la misma silla que yo ocupaba y me preguntaba de qué hablarían. Al verme a mí allí, ¿no estaría Connan pensando en ella?

Para que mis ilusiones no volaran demasiado alto me repetía a mí misma que si estaba comiendo con ellos en la intimidad era tan sólo porque estábamos en Navidad, y que en cuanto pasaran estas festividades volvería a encontrarme en la posición que me correspondía. Pero no tardaba en renunciar a esos pensamientos tristes. Esa noche iría al baile. Milagrosamente, disponía de un vestido adecuado a la importancia de la ocasión. Tenía una peineta de ámbar y un broche de diamantes. Pensaba: «Esta noche alternaré con esta gente de igual a igual. Será completamente distinto a aquella vez cuando bailé en el solarium».

Seguí el consejo de Connan y reposé aquella tarde para poder resistir bien toda la noche levantada. Con gran sorpresa mía, me quedé dormida. Soñé con Alice. Entraba en el salón de baile y era una figura fantasmal que sólo podía ver yo. Mientras yo bailaba con Connan, ella me deslizaba al oído: «Esto es lo que deseo, Marty. Quiero verte sentada en mi silla durante las comidas. Quiero ver tu mano y la de Connan entrelazadas. Tú… Marty… tú, ninguna otra…».

Me desperté a disgusto porque era un sueño muy agradable. Intenté dormirme de nuevo, pero me fue imposible. A las cinco, Daisy me subió una taza de té.

Me dijo que lo hacía por encargo de la señora Polgrey.

Y además me llevaba un buen trozo de tarta de pasas.

—Si desea usted algo más, sólo tiene que decirlo, señorita.

—Con esto tengo de sobra.

—Pronto empezará a prepararse para el baile, ¿no, señorita?

—Mujer, hay mucho tiempo todavía —le dije.

—Pues a las seis le traeré el agua caliente. Así tendrá usted todo el tiempo que necesite para vestirse a gusto. El Amo empezará a recibir a los invitados a las ocho. Así se ha hecho siempre. Y no olvide usted, señorita, que sólo hay una cena fría a las nueve, de manera que de aquí a entonces tardará usted mucho tiempo en volver a comer. Por eso quizá le convenga que le traiga algo más.

—No, Daisy, con este trozo de tarta me sobra.

—En fin, usted sabrá, señorita.

Antes de marcharse, se detuvo un momento en la puerta y me contempló con curiosidad. ¿Qué estaría pensando? ¿Me miraba, con un nuevo interés?

Me los figuraba a todos ellos en el salón de la servidumbre, con Tapperty dirigiendo la conversación.

¿Se estarían ya preguntando qué nueva relación había nacido —o empezaría pronto— entre el señor de la casa y la institutriz?

Fui al baile con el vestido verde de Phillida, de corpiño ceñido muy descotado y con la gran falda ondulante. Me había peinado de un modo distinto, con un moño alto, pues debía hacerlo para que luciera mejor la peineta. Sobre mi vestido lucía el broche de diamantes.

Me sentía feliz. Podía alternar con los invitados como si fuera uno cualquiera de ellos. Si no se lo decían, ninguno podía saber por mi aspecto que yo era sólo una institutriz.

Esperé a que el salón del baile estuviese lleno y así me dio menos vergüenza hacer mi aparición. Apenas llevaba unos minutos allí cuando Peter se me puso al lado.

—Está usted arrebatadora —dijo.

—Gracias. Me alegro mucho de sorprenderle tanto.

—No, no; no me he sorprendido en absoluto. Siempre he sabido cómo estaría usted si le daban la oportunidad de lucirse.

—Usted siempre sabe cómo halagar.

—Nunca olvide que con usted soy siempre sincero.

—Y algo que nunca le he dicho todavía es «Felices Navidades».

—Gracias. También yo se las deseo.

—Pues nos será muy fácil a los dos contribuir a esa felicidad mutua. Lástima que no le he traído ningún regalo.

—Pero ¿por qué iba usted a traérmelo?

—Sencillamente porque es Navidad y porque es una agradable costumbre entre amigos intercambiar regalos.

—Entre amigos sí, pero en mi caso…

—Por favor, por favor, nada de institutrices esta noche. Y le advierto que un día le voy a regalar a Jacinta quiera usted o no, porque esa yegua ha nacido para usted. Creo que Connan se dispone a abrir el baile. ¿Quiere usted ser mi pareja?

—Sí, gracias.

—Es el baile tradicional.

—Pero yo no lo conozco.

—No se preocupe, es fácil: Sólo tiene usted que dejarse llevar. —Empezó a tarareármelo—. ¿Nunca lo ha visto usted bailar?

—Sí, por la mirilla del solarium en aquella otra fiesta.

—Ah, claro, cuando bailamos juntos. Pero Connan nos interrumpió, ¿verdad?

—Desde luego, no estuvo muy bien.

—Sin duda, estuvo aún peor tratándose de nuestra institutriz. Le aseguro que me quedé muy sorprendido.

Había comenzado la música y Connan avanzaba hacia el centro del salón llevando de la mano a Celestine. Con espanto me di cuenta de que Peter y yo tendríamos que unirnos a ellos y bailar esos primeros compases de honor los cuatro.

Traté de echarme atrás, pero Peter no me soltaba de la mano.

Celestine se quedó asombradísima al verme allí. Y, en cuanto a la reacción de Connan, no se le notó ni el menor gesto. Me figuré que Celestine había razonado así: Me parece muy bien que haya invitado a la institutriz por ser Navidad, pero ¿por qué tenía que lanzarse inmediatamente a ocupar un puesto de honor que no le corresponde en absoluto?

Sin embargo, con el carácter tan dulce que tenía y la amabilidad que siempre me había demostrado, no llevaría su reacción más allá de esa primera e inevitable sorpresa.

En efecto, no tardó en sonreírme cordialmente. Dije, terriblemente intranquila:

—No debería estar aquí. No sé en absoluto cómo se baila esto.

—Síganos —dijo Connan.

—No se preocupe; ya cuidaremos de usted.

Y a los pocos segundos, ya venían tras nosotros las demás parejas.

Dimos la vuelta al salón bailando la Furry Dance.

—Lo hace usted magníficamente —dijo Connan sonriendo cuando se tocaron nuestras manos—. No tardará usted en ser una verdadera mujer de Cornualles.

—¿Y por qué no? —Preguntó Peter—. ¿Acaso no somos la sal de la tierra?

—No estoy muy seguro de que la señorita Leigh lo crea así —dijo Connan.

—Pues me estoy interesando mucho por todas las costumbres de esta región.

—Y por los habitantes, supongo —murmuró Peter.

Seguimos bailando. Aquella danza tradicional era muy fácil de aprender y cuando terminamos, ya me sabía todos sus movimientos.

Cuando tocaban los últimos compases oí a alguien que decía:

—¿Quién es esa joven tan imponente que baila con Peter Nansellock?

Presté atención para que no se me escapara la respuesta: «¿Esa? Pues la institutriz». Esa no fue la contestación, sino lo que yo me figuraba que iba a responder. Lo que de verdad dijeron fue:

—No tengo idea. Pero es una mujer muy… poco frecuente.

Este juicio me animó muchísimo. Nunca olvidaré aquella noche, pues no sólo era ya para mí un triunfo haber podido asistir al baile, sino que me había convertido en el centro de interés.

No me faltaban parejas e incluso cuando me veía obligada a informarles de que era la institutriz, seguían rindiéndome el tributo de admiración debido a una mujer atractiva. ¿Qué había sucedido para cambiarme de tal modo? ¿Por qué no era yo así en las fiestas de tía Adelaide? Pero me alegraba mucho de no haberlo sido, porque en tal caso no habría llegado a Mount Mellyn.

Entonces comprendí por qué me había faltado aquella irradiación de atractivo femenino. No era sólo porque no tuviera los adornos que ahora me realzaban —el vestido verde, la peineta de ámbar y el broche de diamantes—; no, la transformación se debía a algo más profundo: estaba enamorada y el amor es el mejor embellecedor del mundo.

Lo mismo daba que fuese un amor ridículo y sin esperanza. Yo, mientras tanto, lo pasaba maravillosamente como una Cenicienta en el baile decidida a disfrutar hasta que dieran las doce campanadas.

Sucedió algo extraño mientras yo bailaba. Estaba con sir Thomas Treslyn, que resultó ser un viejecito muy cortés y agradable; y como el pobre se mareaba con el esfuerzo del baile, le propuse que lo dejáramos y nos sentásemos durante la segunda mitad de la pieza. Me lo agradeció mucho y le tomé verdadero afecto. La verdad es que aquella noche estaba yo dispuesta a querer a todo el mundo.

Me dijo:

—Me estoy volviendo un poquito viejo ya para bailar, señorita…

—Leigh —le aclaré—: Señorita Leigh. Yo soy la institutriz de esta casa, sir Thomas.

—Ah, muy bien —dijo—. Pues estaba diciendo, señorita Leigh, que es usted una joven de mucho mérito cuando es capaz de atenderme en vez de seguir bailando, que es lo propio de su edad.

—Estoy aquí muy a gusto con usted.

—Veo que es tan amable como hermosa.

Recordé los consejos de Phillida y acepté el piropo con la misma naturalidad que si hubiera estado acostumbrada a ellos toda la vida.

El buen viejo se confiaba a mí.

—La que me mete en estos jaleos es mi mujer. Tiene tanta vitalidad que no puede estar quieta.

—¿Ah, sí? —dije—. Es guapísima.

Desde luego, había notado su presencia en el mismo instante de mi entrada en el salón de baile. Llevaba un vestido de chiffon malva pálido sobre un fondo verde. Evidentemente le apasionaban el chiffon y los tejidos que se pegaban al cuerpo, lo que era comprensible teniendo en cuenta su magnífica figura. Llevaba encima muchos diamantes. El malva, que rebajaba el color verde, hacía una combinación exquisita y temí que el color esmeralda de mi vestido pudiera resultar un poco llamativo comparado con el de ella. Como siempre, sobresalía entre todas las mujeres allí reunidas.

El viejo sir Thomas movía la cabeza tristemente.

Y mientras yo charlaba con él, mis ojos recorrían el salón hasta subir inconscientemente al lugar donde se encontraba la mirilla en lo más alto del muro, aquella abertura en forma de estrella adaptada tan perfectamente a los adornos murales que nadie podía descubrirla si no sabía previamente su existencia.

Alguien contemplaba el baile desde la mirilla, pero me era imposible saber quién.

Pensé: «Desde luego, será Alvean. ¿No es su costumbre curiosear siempre desde arriba?». Pero de pronto me sobresalté porque al mirar de nuevo a las parejas vi que al otro lado del salón estaba sentada Alvean. Había olvidado que por tratarse del baile de Navidad, la pequeña podía asistir a la fiesta.

Llevaba un vestido de muselina blanca, con un amplio lazo azul, y vi que se había puesto el látigo de plata prendido al pecho. Pero todo esto lo notaba con la mitad de mi atención, por decirlo así, pues no perdía de vista la mirilla, detrás de la cual se movía una cara irreconocible.

*****

Sirvieron la cena en el comedor y en la sala del ponche. Pusieron un buffet en estas dos habitaciones y los invitados se servían solos pues, según la costumbre tradicional en este día, la servidumbre no hacía absolutamente nada más que divertirse también, y celebraban su propio baile en su salón aparte.

Observé que aquella gente, que nunca se servía a sí misma, hallaba ahora un gran placer en hacerlo. Un gran número de platos eran el resultado de toda aquella actividad culinaria desde el día anterior; había muchas tartas de varias clases, pero pequeñas y finas, no las enormes tartas que se comían con frecuencia en la cocina. Y, por supuesto, carne fiambre en gran variedad y cantidad. Un gran recipiente de ponche caliente y otro de vino de la tierra; y además, whisky, meloja y ginebra de endrino.

Peter Nansellock, con el que bailé la última pieza antes de la cena, me condujo a la sala del ponche. Ya estaba allí sir Thomas Treslyn con Celestine. Peter me hizo sentar a la misma mesa que ellos.

—Déjenme a mí —dijo Peter—. Yo los alimentaré a todos. Esto se me da muy bien.

—Permítame que le ayude —dije.

—Qué tontería. Usted quédese con Celeste. —Y añadió en voz baja—: No olvide que esta noche no es usted la institutriz, señorita Leigh, sino una dama como las otras. Si usted no lo olvida, nadie lo olvidará.

Pero se me había metido en la cabeza que no me sirvieran e insistí en acompañarle al buffet.

—Qué orgullo —murmuró pasándome la mano bajo el brazo—. Por cierto, ¿no fue ése el pecado que les hizo salir del cielo a aquellos ángeles?

—Quizá fuera la ambición; no estoy segura.

—Bueno. Usted no carece de ninguna de las dos cosas: su poquito de ambición y su poquito de orgullo. Pero no me haga caso. ¿Qué le apetece? Después de todo, más vale que haya venido usted para ayudarme, porque estos alimentos de Cornualles son muy raros y difíciles de manejar.

Empezó a llenar una de las bandejas que estaban allí dispuestas.

—Señorita Leigh —dijo de pronto—, Martha… ¿le ha dicho a usted alguien que tiene los ojos color de ámbar?

—Sí —respondí.

—¿Le ha dicho a usted alguien que es muy guapa?

—No.

—Pues hay que corregir en seguida ese descuido de la gente y afirmarlo bien alto.

Me reí, y en aquel momento entró Connan en la habitación acompañado de lady Treslyn.

Ella se sentó junto a Celestine, y Connan vino al buffet con nosotros.

—Estoy ilustrando a la señorita Leigh sobre las costumbres alimentarias de Cornualles. Ni siquiera sabrá lo que es «una hermosa doncella», ¿verdad que es extraño, Connan, siendo ella una?

Connan estaba muy alegre y le brillaban los ojos de excitación. Dijo:

—Las «hermosas doncellas», señorita Leigh, es el nombre que damos por aquí a las sardinas servidas como éstas, con aceite y limón. —Cogió un limón y puso varias sardinas en dos platos.

Alvean se acercó a nosotros y se puso a mi lado. Me pareció cansada.

—Deberías acostarte —le dije.

—Tengo hambre —me dijo.

—Después de la cena subiremos.

Asintió con la cabeza y, adormilada, se fue poniendo comida en una bandeja.

Estábamos sentados en torno a la mesa Alvean, Peter, Celestine, sir Thomas, Connan y lady Treslyn.

Parecía como un sueño poder estar allí con todos ellos. El broche de Alice brillaba sobre mi vestido y yo pensaba: así estaría ella sentada aquí mismo, hace dos años. Entonces no estaría aquí Alvean porque era demasiado pequeña, pero, aparte de eso y de mi presencia, todo sería lo mismo. Seguramente lo pensaría alguno de ellos.

Recordé la confusa imagen que había visto allá arriba, tras la mirilla del solarium y lo que Alvean me había dicho la noche de aquel otro baile. No podía recordar las frases exactas, pero se refería a la gran afición al baile que tenía su madre y que si regresaba, lo primero que haría sería asistir a uno. Y Alvean medio esperaba encontrarla entre las parejas… Pero ¿no podría contemplar desde otro sitio su diversión favorita? Pensé en aquel fantasmal solarium a la luz de la luna y me dije de nuevo: «¿De quién será la cara que he visto?». Entonces caí en la cuenta de que sólo podía ser Gilly. Claro, Gilly y nadie más que ella.

Volví a prestar atención al grupo. Connan estaba diciendo:

—Te pondré un poco más de whisky, Tom.

Se levantó y fue hacia el buffet, lady Treslyn se levantó en seguida y fue tras él. No podían apartar los ojos de ellos. Hacían una pareja de lo más distinguido, ella con su vestido verde con tonalidades malvas, la mujer más hermosa del baile, y él, sin duda, el más elegante de todos los hombres reunidos allí aquella noche.

—Te ayudaré, Connan —dijo lady Treslyn. Oí que reían los dos.

—Cuidado, mujer, que lo derramamos —dijo Connan.

Estaban de espaldas a nosotros y, mientras los contemplaba, estaba a punto de llorar porque me daba plena cuenta de la ridiculez de mis ilusiones.

Cuando volvieron a la mesa, ella lo traía cogido del brazo y la intimidad de ese gesto me hirió profundamente. Había bebido demasiado de aquel vino dulce, que hacían en Mount Mellyn. Era muy fuerte.

Me dije, con toda lucidez: «Ya es hora de que te retires, idiota».

Mientras Connan le daba el vaso de whisky a sir Thomas y éste se lo bebía con sorprendente rapidez, vi que Alvean se estaba durmiendo, así que le dije:

—Alvean, te encuentro muy cansada. Es preferible que subamos ya.

—¡Pobre criatura! —Exclamó en seguida Celestine—. No debemos olvidar que está aún convaleciente…

La levanté.

—Perdonen, tengo que llevar a Alvean a su dormitorio. Vamos, Alvean.

Estaba ya medio dormida y no protestó de que me la llevara.

—Buenas noches a todos —dije. Peter se puso en pie.

—La veremos a usted luego, ¿no?

No respondí. Ocupaba toda mi atención el esfuerzo por apartar la vista de donde estaban Connan y lady Treslyn, pues era evidente que para él no existía nadie en este mundo mientras tuviera al lado a aquella mujer.

—Au revoir —dijo Peter y, mientras los otros murmuraban con indiferencia una despedida, salí de allí con Alvean.

Seguramente, la Cenicienta sentía lo mismo que yo cuando tocaron las doce campanadas. Había terminado mi fugaz triunfo. Bastó la presencia de lady Treslyn para que yo comprendiese la estupidez de mis esperanzas.

*****

Alvean se durmió inmediatamente. Procuré no pensar en Connan ni en lady Treslyn mientras, ya en mi cuarto, encendía las velas del tocador… No cabe duda de que estaba muy atractiva. Entonces me dije: «Cualquier mujer puede parecer una belleza a la luz de unas velas». Brillaban los diamantes y estos reflejos, no sé por qué, me hicieron pensar otra vez en el rostro que se había movido detrás de la mirilla y que yo no había podido reconocer.

Más tarde atribuí a lo mucho que había bebido mi impulso de bajar al descansillo del piso inferior al mío, donde estuve escuchando la gritería que venía de la sala del baile de los criados. Se juergueaban de lo lindo. La puerta de la habitación de Gilly estaba entreabierta, y entré. A la luz de la luna vi que la niña estaba en su cama, pero no acostada, sino sentada y completamente despierta.

—Gilly —le dije.

—¡Señora! —exclamó con voz muy alegre—. Sabía que esta noche vendría usted.

—Gilly, ¿sabes quién soy yo? —y no sé por qué dije esta tontería.

Le encendí la vela que había en la mesilla de noche.

La niña me contemplaba con aquella mirada suya alucinada y en seguida clavó sus ojos sobre el broche de diamantes. Me senté en el borde de la cama. Ahora comprendía que al entrar yo, me confundió con otra persona.

Sin embargo, en seguida se normalizó su expresión y se encontraba muy a gusto conmigo. Esto demostraba cómo había ganado yo su confianza.

Me toqué el broche y dije:

—Era de la señora TreMellyn.

Gilly sonrió y asintió con un gesto. Añadí:

—Hablaste cuando entré. ¿Por qué no hablas ahora? Pero sólo sonreía.

—Gilly —le pregunté—, ¿eres tú la que estaba asomada a la mirilla del solarium? ¿Estabas viendo el baile?

Movió otra vez la cabeza de manera afirmativa.

—Gilly. Puedes hablar. Dime «Sí».

—Sí —dijo Gilly.

—¿Estabas allí sola? ¿No tenías miedo? Movió la cabeza y sonrió.

—¿Quieres decirme que no? Pues entonces di: «No».

—No.

—¿Por qué no tenías miedo?

Abrió la boca y sonrió. Entonces comenzó a decir:

—No tenía miedo porque…

—¿Porque…? —repetí anhelante.

—Porque —dijo ella como en un eco.

—Gilly, ¿de verdad estabas sola allí arriba?

Volvió a sonreír y no le pude sacar ni una palabra más.

La besé y ella me devolvió el beso. Me estaba tomando mucho cariño. Lo que sucedía es que seguía confundiéndome con otra persona y yo sabía muy bien quién era esa persona.

*****

De nuevo en mi dormitorio, no quise quitarme el vestido. Me parecía que mientras lo llevase puesto, podía aún aferrarme a mi imposible esperanza. Y así permanecí durante un par de horas asomada a mi ventana. Era una noche cálida y me encontraba a gusto con el chal de seda.

Oí salir varios invitados, las despedidas y el ruido de los coches que se alejaban.

De pronto me llegó con toda claridad la voz de lady Treslyn, una voz baja y vibrante, pero hablaba con tal intensidad que pude entender todas las sílabas que pronunció:

—Connan, ya no puede tardar. Ahora ya falta poco.

*****

A la mañana siguiente, cuando Kitty me trajo, el agua, no venía sola. La acompañaba Daisy. Oí sus roncas voces todavía a medio despertar y me parecían gaviotas.

—Buenos días, señorita.

Querían despertarme en seguida porque tenían algo muy importante que contarme. Lo noté en sus caras.

—Señorita… —hablaban juntas, decidida cada una de ellas a darme la noticia—. Anoche… digo, esta mañana…

Entonces Kitty venció a su hermana en velocidad:

—Sir Thomas Treslyn se puso malo cuando iba hacia su casa en el coche. Cuando llegaron a Treslyn Hall, ya había muerto.

Me senté en la cama mirando alternativamente a una y otra.

Uno de los invitados muerto. Me impresioné mucho. Pero, desde luego, ésta no era una muerte como otra cualquiera. No, en modo alguno. Tanto como Kitty y Daisy, comprendía lo que esa noticia significaba para Mount Mellyn.