Desde luego, había descubierto un indicio importantísimo, pero que no me permitía avanzar ni una pizca. Todas las mañanas me despertaba con gran expectación suponiendo que en aquel día se iba a producir algún nuevo desarrollo de la situación, pero los días pasaban sin el menor progreso. Me proponía a mí misma emprender los más diversos caminos para llegar a una solución de aquel misterio. No sabía si sería preferible contárselo todo a Connan TreMellyn: decirle que había leído la agenda de su esposa y que en ella teníamos una prueba de que no pensaba fugarse.
Pero en seguida renunciaba a este plan, pues no acababa de fiarme de Connan TreMellyn. Había algo respecto a él que no deseaba yo explorar a fondo. Ya había empezado a hacerme a mí misma la siguiente pregunta: supongamos que Alice no iba en ese tren, sino que le ocurrió otra cosa. En tal caso, ¿qué persona era la más indicada para saberlo? ¿No sería Connan TreMellyn?
Podía recurrir a Peter Nansellock, pero era demasiado frívolo. No había manera de entablar con él una conversación seria; todo lo tomaba a broma.
También podía dirigirme a su hermana, que quizá fuese la persona más apropiada para ello por el gran cariño que demostraba haberle tenido a Alice y por la veneración que guardaba a su memoria. Desde luego, Celestine, era la que mejor merecía mi confianza. Sin embargo, no me atrevía porque Celestine pertenecía a ese otro mundo en el cual, como me habían hecho ver en más de una ocasión, no tenía yo derecho a penetrar.
No me correspondía a mí, una simple institutriz, atribuirme el papel de investigadora de los asuntos más íntimos de aquella familia.
Sin duda, había una persona en la que podía confiar plenamente: la señora Polgrey. Pero tampoco me decidía hacerlo, pues no podía olvidar sus cucharaditas de whisky y su cruel actitud para con Gilly.
En fin, que por el momento decidí que lo mejor era no hablarle a nadie del asunto y guardarme para mí mis sospechas. Se acercaba octubre y el cambio de estación era delicioso en esta región. El viento del sudoeste era cálido y húmedo y parecía traer un aroma a especias de España. Nunca he visto tantas telarañas como en octubre. Envolvían los setos cómo un tejido sutil formado por diminutos brillantes. Cuando salía el sol, hacía tanto calor como en julio. «El verano dura mucho tiempo en Cornualles», dijo Tapperty.
La neblina del mar cubría la casa de piedra gris de modo que desde los jardines de la parte sur la perdíamos de vista algunas veces. Y en esos días, las gaviotas chillaban melancólicamente como advirtiéndonos que la vida era un triste asunto. Y en aquel clima húmedo continuaban floreciendo las hortensias —azules, rojas y amarillas— en enormes masas que nunca habría creído posible encontrar fuera de los invernaderos. También seguían floreciendo las rosas, y con ellas las fucsias.
Un día en que bajé al pueblo vi un cartel anunciando el concurso hípico. Sería el primero de noviembre.
Cuando volví, se lo dije a Alvean y me encantó comprobar que seguía entusiasmada con nuestro plan. Siempre temía que, al acercarse la fecha, empezara la niña a sentir miedo.
Le dije:
—Nos quedan sólo tres semanas. Tendrías que entrenarte más en este tiempo.
A ella le pareció muy bien y yo le propuse que, además de la hora que dedicábamos a la equitación por la tarde, montásemos también otra hora por las mañanas. Este plan le pareció muy bien.
—Pues trataré de que podamos disponer de esa hora —le prometí.
Me enteré casualmente de que Connan TreMellyn había ido a Penzance. Me lo dijo Kitty cuando me llevó el agua caliente una de aquellas tardes.
—El Amo se ha marchado a primera hora de la tarde. Creemos que se pasará fuera una semana o quizá más.
—Espero que volverá para el concurso hípico —le dije.
—Ah, claro, eso no se lo pierde. Además, está obligado a ir porque es uno de los jueces. Todos los años interviene en esto.
Me molestaba la manera de actuar de aquel hombre.
No es que esperase que me anunciara su marcha, pero podía haber tenido la atención de despedirse de su hija.
Pensé mucho en él y llegué a dudar de que hubiera ido a Penzance. ¿Estaría lady Treslyn en su casa? ¿O se habría marchado diciendo que iba a visitar a unos parientes?
Tuve que reñirme a mí misma. ¿Cómo podía pensar en tantas cosas que no eran de mi incumbencia? Además, no tenía pruebas para censurar así a la gente.
Me prometí que mientras Connan TreMellyn estuviera ausente no pensaría más en él. Sería un alivio.
Con ello no me mentía a mí misma tanto como puede parecer, pues la idea de que Connan no estaba en la casa me tranquilizaba. Por lo pronto, ya no necesitaba cerrar la puerta con pestillo, pero seguía haciéndolo para precaverme contra la curiosidad de las chicas Tapperty. Temía que dedujeran que antes sólo la cerraba por temor al Amo, pues eran muy mal pensadas y maliciosas. En todo lo relativo a la relación entre hombres y mujeres, tenían una viva intuición.
—Ahora te entrenarás lo más posible para el concurso —le dije a Alvean.
Me procuré una lista de las pruebas. Había dos premios para saltos, especialmente destinadas a niños y niñas de la edad de Alvean. Decidí que se inscribiera en el más elemental, pues me parecía que en ése tendría bastantes probabilidades de obtener el premio. Y era imprescindible que lo ganase si queríamos darle a su padre la gran sorpresa.
—Mire, señorita —dijo Alvean—, aquí hay uno a propósito para usted. ¿Por qué no toma usted parte en él?
—De ningún modo. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?
—Pero ¿por qué no?
—Querida Alvean, estoy aquí para enseñarte, no para participar en concursos hípicos.
Me miró traviesa.
—Señorita, la voy a inscribir a usted, aunque no quiera, porque estoy segura de que ganará. Por aquí no hay nadie que monte tan bien como usted. ¡Sí, sí, señorita, tiene usted que concursar!
Me miraba como si estuviera orgullosa de mí y esto me produjo una gran alegría. Quería que yo ganase el premio y, después de todo, ¿qué norma social podía impedirme participar en estos concursos hípicos organizados en el pueblo?
Recurrí a mi frase comodín para poner fin a cualquier situación molesta.
—Ya veremos.
Una tarde cabalgábamos cerca de Mount Widden cuando nos encontramos a Peter Nansellock. Montaba una hermosa yegua baya que despertó mi envidia porque era un espléndido animal.
Vino hacia nosotras al galope y se detuvo espectacularmente quitándose el sombrero con un floreo y haciendo una difícil reverencia. Alvean se rió, encantada.
—Bien halladas, queridas damas —gritó—. ¿Venían ustedes a visitarnos?
—No —le respondí.
—Qué poco amables; pero ya que están ustedes tan cerca de mi casa, espero que acepten unas tazas de té.
Yo iba a negarme cuando intervino Alvean:
—Sí, sí, señorita, vamos.
—Ya hace tiempo que debía usted haber venido a visitarnos —me reprochó Peter.
—No hemos recibido una invitación concreta. Todo quedó en el aire.
—¡Qué ocurrencia! Dije muy claro que en cualquier momento sería usted bien venida a Mount Widden.
Íbamos con las tres monturas juntas. Peter siguió la dirección de mi mirada que no se apartaba de la yegua.
—¿Le gusta? —preguntó.
—Muchísimo. Es toda una belleza.
—Es cierto. ¿Verdad que eres muy guapa, querida Jacinta?
—¡Jacinta! ¿De manera que así se llama?
—Un lindo nombre para una preciosa criatura. Corre como el viento. Vale por cuatro caballos como ese vejancón que monta usted, señorita Leigh.
—No hable usted así de él. Dion es un caballo magnífico.
—Lo era, señorita Leigh. Lo era. No le niego que en tiempos fue un gran caballo, pero Connan ha debido darle algo mejor de sus cuadras que este pobre viejo Dion, que no está ya para muchos trotes.
—Él no sabe nada de esto —dijo Alvean defendiendo acaloradamente a su padre. ¿Verdad, señorita? Él no tiene la culpa. Tenemos los caballos que nos da Tapperty.
—¡Pobre señorita Leigh! Se merece una buena montura. Antes de que se marche usted quiero que dé una vuelta en Jacinta. En seguida notará la diferencia, usted que ha montado buenos caballos.
—No se preocupe; estamos satisfechas con lo que tenemos. Por lo menos, para enseñar a Alvean están muy bien.
—Estamos entrenándonos para el concurso hípico —le dijo Alvean—. Pero no se lo digas a papá; queremos darle una sorpresa.
Peter se llevó un dedo a los labios.
—Secreto absoluto. Nadie me sacará una palabra.
—Y la señorita tomará parte también en una de las pruebas. ¡La he obligado a que se inscriba!
—Pues ganará —dijo Peter—. Apostaré por ella.
Le corté el entusiasmo.
—No es nada seguro. Hasta ahora sólo es una idea que se le ha ocurrido a Alvean.
—¡Tiene usted que hacerlo, señorita! —exclamó Alvean—. Insisto en ello.
—Insistimos los dos —añadió Peter.
Habíamos llegado a las verjas de Mount Widden, que estaban abiertas. Allí no había, como en Mount Mellyn, una caseta de guarda a la entrada. Subimos por la alameda, a cuyos lados crecían los mismos tipos de flores que en la otra casa y con la misma profusión, las hortensias, las fucsias y los abetos que abundaban tanto en esta región.
La casa, también de piedra gris como Mount Mellyn, era mucho más pequeña y con menos edificios anejos. Noté de inmediato que no estaba tan bien cuidada como la que por entonces llamaba yo, dándome importancia, «nuestra casa» y esto me produjo una absurda satisfacción.
Peter le dijo a un mozo que estaba a la puerta de la cuadra que se encargase de nuestros caballos. Así lo hizo y nosotros entramos en la casa.
Peter dio unas palmadas y gritó:
—¡Dick! ¿Dónde estás, Dick?
El criado, un muchacho al que yo había visto varias veces en Mount Mellyn cuando iba a llevar recados, se presentó y Peter le dijo:
—El té, Dick, inmediatamente, en la biblioteca. Ya ves que tenemos invitados.
—Sí, amo —dijo Dick, y se marchó casi corriendo. Nos hallábamos en un hall que parecía muy moderno comparado con el nuestro. El suelo era de mosaicos y al final arrancaba una amplia escalera que conducía a una galería, donde vi un buen número de cuadros al óleo. Todos ellos retratos, seguramente, de la familia Nansellock.
Me reí de mí misma por haber despreciado en un principio aquella mansión que era incomparablemente más grande y muchísimo más rica que la vicaría en la que yo había pasado mi infancia. Pero tenía un cierto aire de abandono, casi diría de decadencia.
Peter nos condujo a la biblioteca, una enorme estancia, tres de cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. El mobiliario estaba polvoriento y también era perfectamente visible el polvo en los pesados cortinajes: «Lo que necesitan aquí —me dije— es una señora Polgrey con su cera y su aguarrás».
—Por favor, siéntense, queridas damas —dijo Peter con su habitual tono de broma—. Ojalá el té no tarde demasiado, aunque debo advertirles que en esta casa no existe la matemática precisión que rige en nuestra rival al otro lado de la cala.
—¿Rival? —dije sorprendida.
—Bueno, ¿cómo no va a haber un poco de rivalidad entre estas dos casas, tan cerca una de otra? Pero Mount Mellyn tiene todas las ventajas. Es una gran mansión, mucho mayor que ésta y dispone de la servidumbre necesaria. Tu padre, querida Alvean, es un hombre muy rico. Nosotros, los Nansellock, sólo somos sus parientes pobres.
—Ustedes no son parientes nuestros, aunque yo te llame tío —le recordó Alvean.
—Pues no deja de ser muy raro, porque viviendo tan cerca unos de otros durante muchas generaciones, estas dos familias tenían que haberse fundido y convertido en una sola. Necesariamente debe de haber habido encantadoras jovencitas TreMellyn y apuestos caballeros Nansellock. ¡Qué raro que no se hayan ido casando hasta convertirnos todos en parientes! Pero si pensamos un poco en ello, no tardaremos en encontrar la explicación: los TreMellyn, poderosos y ricos, habrán despreciado, arrogantes, a los pobres Nansellock y se habrán marchado lo más lejos posible en busca de pareja. Pero ahora tenemos a nuestra preciosa Alvean. Lástima que no dispongamos de un chico de tu edad, o de una edad proporcionada a la tuya, para que se case contigo. Alvean, yo mismo tendré que esperar a que crezcas y te hagas una mujer. No nos quedará otro remedio.
Alvean se rió. Peter la fascinaba; todo lo que decía le hacía muchísima gracia. Y pensé que quizá, por debajo de sus bromas, estuviese hablando en serio. Quizás hubiera empezado ya a cortejar a Alvean de un modo sutil, para el día de mañana.
Alvean empezó a hablar del concurso hípico y Peter la escuchaba con gran atención. Yo intervenía de vez en cuando y así pasé el tiempo hasta que nos llevaron el té.
—Señorita Leigh, ¿quiere usted honrarnos sirviendo el té? —me rogó Peter.
Dije que lo haría con mucho gusto y me coloqué a la cabecera de la mesa.
Peter me contemplaba con una atención que me turbaba un poco porque su actitud no sólo era admirativa, sino satisfecha, como si viera en mí algo sobre lo que ya tenía cierto derecho.
—Cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado esta tarde —murmuró, mientras Alvean le entregaba su taza—. Y pensar que si hubiera tardado cinco minutos, o me hubiera adelantado, nuestras sendas no se habrían cruzado. No cabe duda de que el azar influye muchísimo en nuestras vidas.
—Nos habríamos encontrado cualquier otro día.
—Es que bien pudiera ser que no tuviéramos otras ocasiones.
—Dice usted cosas muy extrañas. ¿Acaso teme que nos suceda algo a alguno de nosotros?
Me miró muy serio y dijo:
—Señorita Leigh, voy a irme de aquí.
—¿Adónde, tío Peter? —preguntó Alvean.
—Muy lejos, niña, muy lejos; al otro lado del mundo.
—¿Pronto? —pregunté.
—Seguramente para Año Nuevo.
—Pero ¿adónde vas? —exclamó Alvean desolada.
—Queridísima Alvean, noto que te duele un poquito que me marche.
—¡Dime adónde te marcharás! —preguntó la niña imperativamente.
—A buscar fortuna.
—Es una broma. Siempre estás gastándonos bromas.
—No, esta vez hablo en serio. He tenido noticias de un amigo mío que estudió en Cambridge conmigo. Está en Australia y allí ha hecho una gran fortuna. ¡Oro! Piénsalo bien, Alvean, oro. Y usted también, señorita Leigh. Lo que allí puedo encontrar es auténtico oro, el que convierte en poderoso y rico a cualquier hombre… o a una mujer. Y lo único que se necesita es escarbar la tierra y sacarlo.
—Mucha gente marcha en busca de fortuna —dije—, pero cuántos hay que fracasan.
—Ha hablado la mujer práctica. Ya sé que son muchos los que fracasan, pero hay algo llamado esperanza que nunca se seca en el corazón humano. Así, no todos logran el oro, pero la esperanza está al alcance de cualquiera.
—¿Y de qué sirve la esperanza si, al fin y al cabo, es engañosa y falsa?
—¿Y lo que se divierte uno hasta descubrir esa falsedad?
—Entonces espero sinceramente que su esperanza se convierta en realidad.
—Gracias.
—Pero yo no quiero que te vayas, tío Peter.
—Te agradezco muchísimo tú buen deseo, querida. Pero volveré rico, imagínate. Construiré una nueva ala en este edificio. Haré una casa tan hermosa y tan grande… no, no: mucho mayor y mucho mejor que Mount Mellyn. En el futuro la gente dirá que fue Peter Nansellock el que levantó a la familia. Porque la triste verdad, mis queridas jóvenes, es que alguien tiene que salvarla y… lo más pronto posible.
Entonces, con su volubilidad habitual empezó a hablar del amigo que tenía en Australia, un muchacho sin un céntimo que en poco tiempo se había convertido en un millonario. Por lo menos, Peter lo daba por seguro. También nos dio toda clase de detalles sobre cómo pensaba ampliar la casa y ambas intervinimos en estos planes dándole ideas. Era un juego muy agradable construir una gran casa mentalmente según los deseos de cada cual.
Me sentía muy a gusto en compañía de aquel hombre que nunca me había hecho sentir mi modesta situación. El mismo hecho de su pobreza —o lo que él consideraba pobreza— me lo hacía más simpático. Después nos llevó a la cuadra y tanto él como Alvean insistieron en que yo montara a Jacinta e hiciera una exhibición ecuestre. Le pusieron mi silla y la hice galopar y saltar. Respondía perfectamente al más ligero toque. Era un animal estupendo. Envidiaba a Peter por ser su dueño.
—Veo que se ha encariñado con usted, señorita Leigh. Es increíble que no haya protestado ni lo más mínimo al sentir sobre sus lomos un nuevo jinete.
Yo acariciaba a Jacinta y repetía:
—Es preciosa, preciosa.
La sensible yegua parecía entenderme.
Volvimos a montar y Peter nos acompañó hasta la entrada de Mount Mellyn, en Jacinta.
Cuando volvimos a nuestras habitaciones, le dije a Alvean que lo había pasado muy bien aquella tarde. La niña me acompañó un buen rato en mi cuarto y de pronto, ladeando la cabeza, se me quedó mirando fijamente y me dijo:
—Me parece que usted le gusta mucho, señorita.
—Qué tontería. Sólo es cortés y atento conmigo —repliqué.
—No, no. Le gusta usted de un modo especial… de la misma manera que le gustaba la señorita Jansen.
—¿Solía ella ir a tomar el té a Mount Widden?
—Sí, sí. Yo con ella no montaba a caballo, pero íbamos hasta allí paseando. Y una vez estuvimos tomando el té lo mismo que nosotros hoy. También sacó a Jacinta y nos la enseñó. Dijo que iba a cambiarle de nombre y a reservársela para él. Le puso Jacinta. Era el nombre de la señorita Jansen.
Esto fue una gran decepción para mí. Entonces dije:
—Debió de sentir mucho que se marchara tan repentinamente.
Alvean se quedó pensativa.
—Sí, lo sintió mucho, pero la olvidó al poco tiempo. Después de todo…
Yo misma acabé la frase:
—Sólo era una institutriz, claro…
*****
A última hora de aquel mismo día vino Kitty a mi cuarto para decirme que habían traído un recado para mí de Mount Widden.
—Y algo más, señorita —añadió. Sin duda alguna se trataba de algo que excitaba a la chica, pero contuve mi deseo de preguntarle, ya que no tardaría, en saber qué era.
—Bueno —dije—, ¿cuál es el recado?
—Tiene usted que venir a la cuadra, señorita —y se reía con risita nerviosa—. Venga a verlo.
Bajé a la cuadra y Kitty me siguió a cierta distancia. Allí estaba Dick, el criado de Mount Widden; y con gran asombro mío vi que tenía junto a él a Jacinta, la hermosa yegua.
Me entregó una nota.
Daisy, su padre, y Billy Trehay, además de Kitty, me contemplaban maliciosos.
Abrí la nota y la leí. Decía:
«Querida señorita Leigh:
»No pudo usted ocultarme la admiración que sentía por Jacinta. Estoy convencido de que este sentimiento ha sido recíproco; por eso, quiero regalársela. No puedo soportar que una amazona tan grácil y experta como usted tenga que contentarse con el pobre y viejo Dion. Le ruego encarecidamente que acepte este pequeño recuerdo.
»Su vecino que la admira,
PETER NANSELLOCK».
A pesar de los esfuerzos que hacía por contener mi emoción, me puse colorada desde el cuello a la frente. A Tapperty le fue imposible reprimir una risita intencionada.
¡Cómo podía Peter ser tan insensato! ¿Acaso quería reírse de mí? Aunque lo hubiera deseado más que nada en el mundo, ¿cómo podía aceptar semejante regalo?
Un caballo no es un pañuelo: hay que alimentarlo, se necesita tenerlo en una cuadra… Era como si olvidase que Mount Mellyn no era mi casa.
—¿Tiene contestación, señorita? —preguntó Dick.
—Desde luego —dije—. Subiré en seguida a mi habitación y escribiré algo que se va usted a llevar.
Subí con la mayor dignidad que pude frente a aquel público interesadísimo en el espectáculo que se le ofrecía, y en mi habitación escribí lo siguiente:
«Querido señor Nansellock:
»Gracias por su magnífico regalo, que, por supuesto, me es totalmente imposible aceptar. No podría mantener aquí un caballo en modo alguno. Quizá no haya pensado usted que estoy colocada en esta casa como institutriz. No podría permitirme el lujo de tener a Jacinta. De todos modos, le agradezco mucho su intención tan amable.
»Le saluda amistosamente,
MARTHA LEIGH.
Bajé por la escalera de servicio hasta la cuadra y antes de salir de la casa pude oírles a todos riendo y hablando con gran algazara.
—Ten, Dick —dije al muchacho—. Lleva esta nota a tu amo. Y llévate, por supuesto, a Jacinta.
—Pero… es que… —tartamudeó Dick—. Tenía que dejar aquí a la yegua.
Mirando el rostro del viejo rijoso de Tapperty, añadí:
—Al señor Nansellock le gusta mucho gastar bromas.
Y volví a entrar en la casa.
El día siguiente era sábado y Alvean dijo que en vista de que teníamos medio día libre, podríamos, si me parecía bien, tomar vacaciones también por la mañana y dar un paseo a caballo por el páramo. Su tía-abuela Clara tenía allí una casa y le gustaría mucho vernos.
Me agradó la idea de estar fuera de la casa durante unas cuantas horas. Me molestaba que todos estuvieran hablando de mí y de Peter Nansellock. Por lo menos, yo lo daba por seguro.
Con la señorita Jansen se había portado Peter igual que conmigo y era natural que le divirtiese a la servidumbre presenciar cómo se repetía con esta institutriz la historia de la otra. Pensé en la señorita Jansen. ¿Habría sido quizás un poco frívola? Me la figuré robando —aunque no sabía exactamente qué había robado— sólo para comprarse la buena ropa que la haría parecer más hermosa a los ojos de su admirador. Además, Peter se había olvidado de ella en cuanto la despidieron. ¿Qué se podía esperar de un hombre así?
Salimos después del desayuno. Era un día magnífico para montar, pues el sol de octubre no molestaba demasiado y soplaba un suave vientecillo del sudoeste. Alvean estaba de muy buen humor y nuestro largo paseo a caballo le servía de entrenamiento. Me encantaría que resistiera la ida y la vuelta sin cansarse de permanecer en la silla.
Los grandes páramos le venían bien a mi estado de ánimo. Le encantaban las bajas vallas de piedra, y los arroyuelos que fluían por entre los montones de guijarros grises. Le advertí a Alvean que tuviese cuidado con las piedras, pero no me preocupaba demasiado porque la pequeña había progresado mucho y conducía su caballo muy bien.
Estudiamos el mapa para encontrar el camino de la casa de la tía-abuela Clara —unas cuantas millas al sur de Bodmin—, pues aunque Alvean había ido en coche un par de veces y creía saber por dónde era, resultaba muy fácil perderse en el páramo y me pareció una buena ocasión para que Alvean practicase con un mapa de la región. Pero en aquellos momentos me era imposible hablarle como una profesora y las dos nos reíamos cada vez que ella elegía un camino equivocado y teníamos que volver atrás.
Pero por fin llegamos a «La Casa del Páramo», el pintoresco nombre del hogar de la tía-abuela Clara; una casa muy agradable, en las afueras de un pueblo: una iglesia, una pequeña posada, unas pocas casas y la casa del páramo.
La tía-abuela Clara vivía allí con tres criados. Cuando llegamos se llevó una gran sorpresa, ya que no podía esperar en absoluto nuestra visita.
—¡Bendita sea mi alma, si es la señorita Alvean! —Exclamó la vieja ama de llaves—. Y, ¿quién es esta que traes contigo, querida?
—Es la señorita Leigh, mi institutriz —dijo Alvean.
—¡Vaya, vaya! ¿Y vienen las dos solitas? ¿Cómo no viene tu papá?
—No. Papá ha ido a Penzance.
Empecé a dudar de si había hecho bien accediendo al deseo de Alvean olvidando mi situación en la casa, pues no parecía correcto haberle impuesto a la tía-abuela Clara aquella visita sin pedirle primero permiso.
No sabía si me llevarían a la cocina para que comiese con los criados, aunque esto no me habría molestado tanto como sentarme con la que yo me figuraba una vieja altiva y gruñona.
Pero pronto me tranquilicé. Nos llevaron a un salón donde estaba la tía-abuela Clara, una encantadora anciana sentada en un sillón. Tenía el pelo blanco, las mejillas sonrosadas y unos ojos brillantes y amables. A su lado tenía un bastón de caoba, por lo que deduje que andaba con dificultad. Alvean corrió hacia ella y su tía la abrazó efusivamente. Luego los animados ojos azules se fijaron en mí.
—¿Así que es usted la institutriz de Alvean? —Dijo—. Muy bien, muy bien, ha sido usted muy amable trayéndomela. Una idea muy afortunada, pues tengo aquí a mi nieto pasando unos días y temo que se esté cansando de no poder jugar con niños de su edad. Se va a poner contentísimo cuando se entere de que está aquí Alvean.
El nieto no podía estar más contento que la propia tía-abuela Clara. Era una señora tan simpática que con ella me encontré muy pronto en la mayor confianza y me hizo sentirme como una amiga que visita a otra y no como la institutriz que lleva a su alumna a casa de unos parientes.
Sacaron vino y nos hicieron tomar un vasito con unos pastelillos. Era un vino delicioso de la tierra y le permití a Alvean tomarse un vasito muy pequeño, pero cuando bebí el mío lo encontré tan fuerte que no sabía si había hecho bien en permitírselo.
La tía-abuela Clara quería enterarse de todas las noticias de Mount Mellyn. Era una señora muy parlanchina, seguramente por lo apartada que vivía en su casa del páramo.
Apareció el nieto —un niño muy guapo, un poco más pequeño que Alvean— y los dos se fueron a jugar, aunque le advertí a Alvean que no se alejara mucho para que pudiéramos regresar a casa antes de oscurecer.
En cuanto Alvean se marchó vi que la tía-abuela Clara estaba impaciente por charlar conmigo; y fuese debido al fuerte vino que había bebido o porque la viese como un eslabón que me unía con Alice, lo cierto es que me encantaba hablar con ella.
En efecto, me habló de Alice como hasta entonces nadie me había hablado con absoluta sinceridad y sin los prejuicios ni misterios con que la envolvían en Mount Mellyn. Pronto comprendí que gracias a aquella parlanchina señora iba a descubrir mucho más que por ninguna otra persona.
En cuanto nos quedamos solas, dijo:
—Ahora dígame cómo van las cosas, de verdad, en Mount Mellyn.
Levanté las cejas como si no comprendiera el verdadero significado de sus palabras.
Prosiguió:
—Es que se produjo allí una conmoción tan grande cuando murió la pobre Alice… Fue tan repentino. Ya ve usted, sucederle una cosa así a una muchacha… porque apenas era más que una muchacha a pesar de estar casada.
—¿Sí?
—No me diga que no se ha enterado usted de lo ocurrido.
—Sé muy poco de ello.
—Pero sabrá usted que Alice y Geoffrey Nansellock iban juntos… en fin, que se fugaron. Y luego, ese terrible accidente.
—Sí, me han dicho que hubo un accidente.
—Muchas veces pienso en esa pareja de jóvenes muertos de un modo tan trágico. Sí, incluso tengo pesadillas muchas noches. Y cuando me preocupo tanto de este asunto, llego a echarme la culpa.
Esto me asombró. No podía comprender cómo esta simpática anciana podía acusarse de la infidelidad de Alice a su marido.
—Es que, ¿sabe usted?, nunca debe una meterse en la vida de la gente. O quizá deba una intervenir a veces, ¿qué le parece a usted, querida? Porque es lo que yo digo. Si puede una ayudar…
—Sí —dije convencida—, cuando tiene una el propósito de ser útil a otras personas, debe ser perdonada por su intromisión.
—Pero ¿cómo vamos a saber si nuestra intervención producirá un resultado bueno o malo?
—Basta con hacer lo que se cree recto.
—Pues sí, me acuerdo muchísimo de ella…, de mi pobre sobrinita. Era tan buena y tan cariñosa. Pero desde luego no estaba preparada para hacerle frente a la crueldad de la vida.
—No sabía que era así.
—Ya veo que usted, señorita Leigh, es muy buena para esta pobre niña. Alice sería feliz si pudiera ver cómo la cuida usted. La última vez que la vi venía con ella… y Connan. No tenía este aire alegre y normal de niña de su edad, que le veo hoy.
—Me alegro mucho. La he estado animando para que monte a caballo y creo que esto le ha convenido mucho —no quería interrumpir los recuerdos de la anciana, que me podían proporcionar muy valiosos datos de Alice y temía que de un momento a otro la niña y el nieto volvieran de jugar y en su presencia no me podría decir la ti ciertas cosas—. Me hablaba usted de la madre de Alvean. Estoy segura de que nada tiene usted que reprocharse en lo sucedido.
—¡Ojalá pudiera convencerme de ello! Pero no, la verdad es que me preocupa mucho. No debía inquietarla a usted con estas cosas, pero me parece usted una persona muy comprensiva y simpática y vive usted con ellos en la misma casa. Además, noto que se interesa usted por Alvean como… como una madre. Por eso le estoy muy agradecida.
—Pero, señora, me pagan por eso.
No pude evitar esta réplica y pensé en la sonrisa que mis palabras le habrían producido a Peter Nansellock.
—Hay cosas que no se pueden comprar en este mundo: el amor… el afecto sincero… Alice vivió conmigo una temporada antes de casarse. Aquí…, en esta casa. Era muy conveniente que estuviese aquí porque sólo hay unas horas a caballo hasta Mount Mellyn. Y así los dos jóvenes se podían tratar antes de casarse.
—¿Qué jóvenes?
—Los novios.
—¿Es que no se conocían?
—El matrimonio estaba arreglado desde que ambos eran unos bebés. Sí, sí, desde que estaban aún en la cuna. Ella aportó una gran fortuna. Se convenían mucho el uno al otro: ambos ricos, de muy buena familia… El padre de Connan vivía aún y, ¿sabe usted?, Connan era un chico muy voluntarioso y resultaba muy difícil hacer carrera de él. Todos pensaron que lo mejor era casarlos lo antes posible.
—Entonces, ¿consintió que le arreglasen el matrimonio sin conocer siquiera a la novia?
—Los dos se avinieron a ello; les pareció natural. En fin, que ella vivió conmigo varios meses antes de la boda. Yo la quería mucho.
Me acordé de la pequeña Gilly y dije:
—Creo que mucha gente le tenía un gran cariño.
La tía-abuela Clara asintió; y en aquel momento entraron Alvean y el nieto.
—Quiero enseñarle a Alvean mis dibujos —anunció.
—Bueno, ve a buscarlos —le dijo su abuela—. Tráelos aquí y enséñaselos.
Me dio la impresión de que la anciana creía haber hablado demasiado y de pronto daba marcha atrás. De todos modos, era la clase de mujer que no puede guardar un secreto. Lo demostraba al confiarme a mí, una desconocida, aquellos secretos de la historia familiar.
El nieto volvió con su carpeta y los niños se sentaron a la mesa. Me acerqué a ellos y al ver cómo hacía Alvean unos dibujos que le pedía su primo, me parecieron tan buenos que decidí hablar a su padre sobre este asunto en la primera ocasión. Sin embargo, estaba pensando en que se había frustrado mi visita porque la anciana había estado a punto de confiarme algo muy importante.
Tía Clara nos invitó a comer —una merienda cena— y salimos inmediatamente. Encontramos con facilidad el camino de regreso, pero me hice el decidido propósito de volver de nuevo y lo antes posible a la Casa del Páramo.
*****
Un día en que paseaba por el pueblo, pasé ante la tiendecita del joyero. Aunque hablar del joyero y joyería en este caso es exagerado, pues no había en el escaparate más que bisutería y algún pequeño broche de plata y unos anillos de oro sencillos, grabados con la palabra Mizpah. Sin duda era la tienda donde la gente del pueblo compraba los anillos de boda y el joyero, se ganaba la vida haciendo composturas.
Vi en el escaparate un broche en forma de látigo. Era de plata y de excelente gusto, aunque barato.
Quise comprar aquel diminuto látigo para Alvean y regalárselo la noche anterior al concurso hípico diciéndole que le daría buena suerte.
Abrí la puerta y descendí los tres escalones. Sentado detrás del mostrador, se hallaba un viejo con lentes de montura de acero. Se los bajó por la nariz para mirarme sin cristales.
—Quisiera ver ese broche del escaparate —dije—. Ese de plata en forma de látigo.
—Ah, sí, señorita —dijo—. Se lo enseñaré a usted con mucho gusto.
Lo sacó del escaparate y me lo dio.
—Préndaselo y mírelo con calma —y me indicó el pequeño espejo que había sobre el mostrador. Así lo hice y decidí que el broche era muy bonito y fino y del mejor gusto.
Mientras lo examinaba, vi sobre el mostrador una pequeña bandeja de piezas con minúsculas etiquetas atadas. Evidentemente eran piezas que había recibido para componerlas. Entonces se me ocurrió que aquél debía de ser el joyero al que Alice le había llevado su broche en julio del año anterior.
Precisamente cuando lo pensaba me dijo el joyero:
—Usted es de Mount Mellyn, ¿verdad señorita?
—Sí —le dije sonriéndole como para animarle a hablar, pues siempre estaba dispuesta a hacerlo con quien me pudiera proporcionar alguna información sobre el asunto que tanto me interesaba—. Quiero regalarle ese broche a mi alumna.
Como la mayoría de la gente de los pueblos pequeños, aquel hombre se interesaba mucho por la vida de sus vecinos.
—Ah —dijo—, pobrecita niña, tan pequeña y sin madre. Qué bien que tenga una señorita como usted para acompañarla y cuidarla.
—Me llevaré el broche —le dije.
—Le buscaré un estuchecito. Un bonito estuche le da mucho realce a un regalo. ¿No le parece, señorita?
—Desde luego.
Se inclinó y sacó de debajo del mostrador una cajita que empezó a llenar con algodón.
—Hay que hacerle un nidito —dijo sonriendo.
Me daba cuenta de que el buen hombre no quería dejarme marchar.
—Llevo muchos días sin ver a los de Mount. La señora TreMellyn venía con frecuencia.
—Sí, claro.
—A veces veía una chuchería en el escaparate, se le antojaba y la compraba, unas veces para ella y otras para regalarla. Incluso el mismo día en que murió estuvo aquí.
Esto último lo dijo en un susurro confidencial, lo que me produjo una honda impresión porque inmediatamente recordé las palabras anotadas por Alice en la agenda que aún estaba en el bolsillo oculto de su traje de amazona.
—¿Es posible? —le dije para animarlo. Colocó el broche en el algodón y me miró.
—A mí también me pareció un poco extraño entonces. Lo recuerdo muy bien. Vino aquí y me dijo:
«¿Tiene usted listo el broche, señor Pastern? Me interesa muchísimo tenerlo hoy, porque mañana mismo me lo tengo que poner en una cena en casa de los señores Trelander, y fue la señora Trelander precisamente la que me regaló ese broche en Navidad.
»Ya ve usted que es muy importante que me lo ponga; si no, creerá que no aprecio su regalo». —El viejo me miraba con un gesto de preocupación—. Era una señora muy sencilla que no tenía nada que ocultar. Le decía a uno a dónde iba y por qué necesitaba una joya. Y por eso me pareció imposible lo que contaron de que se había escapado de casa aquella misma tarde. No me parecía posible que me hubiera estado contando lo de la cena del día siguiente; y además que se le notaba el interés que tenía en ir.
—Desde luego —le dije—. Fue muy extraño.
—Ya se dará usted cuenta, señorita, de que no necesitaba mentirme. Comprendo que le hubiera dicho esas cosas a otras personas para despistarlas sobre sus intenciones, pero a mí que no tengo ninguna relación con ellos… Por eso me quedé tan extrañado. A veces pienso en ello… y aún no acabo de comprenderlo.
—Pues tiene que haber una explicación —dije—. Quizás usted no la entendió bien.
Movió la cabeza enérgicamente. Recordaba con la mayor precisión las palabras de la señora TreMellyn y no había equivocación posible. Yo estaba tan convencida como él y con mayor motivo, pues había visto la anotación en la agenda y lo que había leído allí confirmaba lo que dijo el joyero.
*****
Celestine Nansellock vino a ver a Alvean al día siguiente. Nos disponíamos a salir para dar la clase de equitación y Celestine insistió en acompañarnos.
—Bueno, Alvean —dije—, ha llegado el momento de hacer un pequeño ensayo. Veremos si puedes asombrar a la señorita Nansellock lo mismo que esperamos darle a tu papá la gran sorpresa.
Íbamos a entrenarnos en los saltos de obstáculos y para ello tuvimos que cruzar el pueblo de Mellyn hasta encontrar el sitio apropiado. Celestine se admiró del gran progreso que había hecho Alvean.
—Ha logrado usted maravillas con ella, señorita Leigh. Espero que su padre se llevará una alegría.
—La he inscrito en una de las pruebas del concurso.
—Estoy segura de que tendrá una sorpresa agradabilísima.
—Por favor, no le diga nada. Tenemos tanto interés en darle una sorpresa…
Celestine me sonrió.
—Le estará a usted muy agradecido. Estoy segura.
A la vez que me sonreía amablemente, me escudriñaban sus ojos con alguna otra intención. De pronto dijo:
—Ah, señorita Leigh, tengo que decirle algo confidencial sobre mi hermano Peter… bueno, sobre el asunto de Jacinta.
Me sonrojé y, como siempre, me fastidió traicionarme así.
—Sé que le quiso regalar el caballo y que usted se lo devolvió por considerarlo demasiado valioso.
—Un regalo excesivo para poder aceptarlo —le dije—, y demasiado caro para poderlo mantener.
—Desde luego. Lamento decirlo, pero mi hermano es un poco inconsciente. Sin embargo, no puede dudarse de que es el más generoso de los hombres. Y ahora está muy apenado porque cree haberla ofendido.
—Por favor, dígale que no estoy ofendida en absoluto. Y si piensa un poco en mis motivos, comprenderá que llevo razón al negarme a aceptar a Jacinta.
—Ya he procurado yo hacérselo comprender. Peter la admira a usted mucho, señorita Leigh, pero ese regalo tenía otro motivo. Quería que Jacinta quedara en buenas manos y bien… alojada. Ya sabe usted que piensa marcharse de Inglaterra.
—Sí, algo he oído decir.
—Creo que venderá alguno de los caballos. Yo me quedaré con un par de ellos para mí, pero no tendría objeto sostener una cuadra para cuando me quede sola en la casa.
—No, claro que no.
—Vio cómo montaba usted a Jacinta y cree que sería usted la dueña ideal para ella. Por eso tiene tanto interés en que se quede con la yegua. Peter le ha tomado una gran afición a Jacinta.
—Ya.
—¿Le gustaría a usted tener un caballo como ése?
—¿Y a quién no?
—Yo podría pedirle a Connan que lo tuviese en sus cuadras para que usted pudiera montarlo. ¿Está usted de acuerdo?
Respondí con mucho énfasis:
—Es usted muy amable, señorita Nansellock, y aprecio en lo que valen los deseos de usted y de su hermano por agradarme. Pero no quiero favores especiales en esta casa. El señor TreMellyn mantiene unas amplias cuadras que bastan para todos los caballos de la casa, y disponemos de todos los que necesitamos. De manera que no quiero en modo alguno que se le pidan favores por mí.
—Ya veo —dijo Celestine— que es usted muy decidida y muy orgullosa.
Me tocó la mano afectuosamente y sus ojos se nublaron de lágrimas. Le conmovía mi situación y comprendía cómo me aferraba desesperadamente a mi orgullo porque era lo único que tenía. Me pareció una joven muy amable y considerada y no me extrañaba que Alice se hubiera hecho tan amiga suya. Yo también podría trabar una buena amistad con ella, pues había tenido siempre el tacto de no hacerme sentir mi posición social en aquella casa. Algún día —pensé— le contaría lo que había descubierto referente a Alice.
Pero todavía no. Como su hermano había dicho, yo era tan pinchante como un erizo. Ni por un momento pensaba que Celestine Nansellock pudiera contestarme mal y ponerme despectivamente en mi puesto, pero de todos modos no quería arriesgarme aún.
Alvean se reunió con nosotras y Celestine la felicitó por lo bien que montaba. Luego volvimos a la casa y tomamos el té que serví en la sala del ponche.
Aquella tarde lo había pasado muy bien.
Connan TreMellyn regresó el día antes del concurso hípico. Me alegré de que no hubiese vuelto antes porque temía que Alvean, tan excitada como estaba con nuestro plan, hubiese acabado contándoselo a su padre.
Me inscribí en una de las primeras pruebas donde se ponía en juego la pericia en los saltos. Era una prueba mixta, como la llamaban allí, en que hombres y mujeres competían juntos.
Tapperty, que estaba enterado, no quería consentir que montase a Dion.
—Pero, señorita —me dijo el día antes del concurso—, si hubiera aceptado a Jacinta cuando se lo querían regalar habría usted ganado el primer premio con toda seguridad. En cambio, el viejo Dion es muy buena persona, no lo niego, pero de ganar premios, ni hablar, ¿qué tal le iría a usted Royal Rover?
—¿Y si al señor TreMellyn no le parece bien? —Tapperty me guiñó un ojo.
—No dirá ni una palabra, porque de aquí al pueblo irá en May Morning, de manera que el Royal estará libre. Verá usted lo que vamos a hacer: Si me dice:
«Oye, Tapperty, ensíllame Royal Rover», pues se lo ensillo y para usted May Morning. La alegría que se iba a llevar el Amo si su caballo ganase un premio.
El deseo de lucirme ante Connan TreMellyn me incitó a aceptar el ofrecimiento de Tapperty. Después de todo, estaba enseñándole a su hija a montar y por ello, contando con la aprobación del encargado de su cuadra, podía muy bien elegir los caballos convenientes.
La noche antes del concurso le di a Alvean el broche que le había comprado.
Se puso contentísima.
—¡Es un látigo! —exclamó.
—Te lo prenderé en tu plastón —le dije— y espero que te dé suerte.
—Seguro, señorita. Sé que me dará suerte.
—Bueno, pero no te confíes demasiado. Recuerda que la buena suerte sólo favorece a los que se la merecen —y con estas palabras citaba el principio de una vieja poesía que mi padre solía recitarnos.
Mantén la cabeza y el corazón valientemente levantados, aprieta la barbilla y asegura los talones abajo.
—Y cuando vayas a saltar, recuerda…
—Lo recordaré.
—¿Estás nerviosa?
—Estoy impaciente y querría que ya estuviéramos allí.
—Cuando vayas a ver, ya habrá llegado el momento. Aquella noche, cuando entré a darle las buenas noches, me senté en su cama y charlamos sobre el concurso.
Me preocupaba verla tan excitada y traté de calmarla. Le dije que procurase dormirse pronto, pues le convenía estar bien descansada por la mañana.
—Pero ¿cómo va una a dormirse, señorita —me preguntó—, si no le viene el sueño?
Entonces me di cuenta de la importancia de lo que yo había logrado. Unos meses antes, recién llegada a esta casa, a la niña le horrorizaba montar un caballo; ahora anhelaba que llegase el momento de tomar parte en un concurso hípico.
De todos modos, habría preferido que no hubiese centrado todo su interés en su padre, porque en el fondo de su impaciencia no había más que el deseo de hacer un gran papel ante él.
No sólo estaba impaciente; ansiaba tan desesperadamente la admiración de su padre que sufría pensando en un posible fracaso.
Volví a mi dormitorio, pero sólo para coger allí un libro de los poemas de Longfellow y, de nuevo en la habitación de Alvean, me senté en la cama y empecé a leerlo, pues sabía que nada producía un efecto más sedante en el ánimo que el poema narrativo titulado Hiawatha. Yo solía recitármelo a mí misma mentalmente cuando quería dormirme y siempre conseguía olvidarme así de las pequeñas preocupaciones de este mundo. Mi imaginación vagaba por las primitivas selvas con «el ruido de los grandes ríos y sus salvajes vibraciones».
Las líricas palabras fluían en mis labios y con ellas provocaba poéticas visiones en el espíritu de Alvean.
Había olvidado el concurso, sus temores y sus esperanzas.
Estaba con Hiawatha, sentada al pie del Nokomis y… se durmió.
*****
Me desperté el día del concurso rodeada de niebla, pues había penetrado en mi cuarto. Me levanté, me asomé a la ventana y vi cómo rodeaban las algodonosas nubes la copa de las palmeras y las hojas suaves de los pinos de verdor perenne decorados con gotitas de rocío.
«Ojalá se levante la niebla antes de la tarde», me dije. Pero persistió toda la mañana y se notaba un ambiente de gran preocupación en toda la casa, pues todos pensaban en el concurso hípico. La mayoría de la servidumbre iría como todos los años, según me dijo Kitty, ya que el Amo, por ser uno de los organizadores y jueces, tenía gran interés en que fuesen. Billy Trehay y algunos de los mozos de cuadra participaban en las pruebas.
—Al Amo le pone de buen humor que sus caballos ganen —dijo Kitty—. Pero es más exigente con los suyos que con los demás cuando tiene que decidir, por ser uno de los jueces.
Inmediatamente después del almuerzo salimos Alvean y yo. Ella montaba a Black Prince y yo a Royal Rover. Era estupendo ir en un caballo tan bueno, y yo me sentía tan excitada como Alvean. Debo reconocer que sentía tanto interés e impaciencia por lucirme ante los ojos de Connan TreMellyn como su hija.
El concurso tenía lugar en un gran prado cerca de la iglesia del pueblo y cuando llegamos, se estaba ya congregando el público. Había muchísima gente.
Alvean y yo tuvimos que separarnos al llegar al campo y descubrí que la prueba en que yo participaba era una de las primeras.
Se había fijado la hora de empezar en las dos y cuarto, pero, como siempre ocurre en estas cosas, hubo un retraso y a las dos y veinte estábamos aún esperando para empezar.
La niebla se había levantado algo, pero el día seguía plomizo; el cielo era como una manta gris y todo estaba húmedo.
Había un fuerte olor a mar, pero no se oía el rumor del oleaje y los chillidos de las gaviotas eran más melancólicos que nunca.
Connan llegó con los demás jueces: eran tres, todos ellos personajes de la localidad. Vi que Connan montaba May Morning como yo suponía, puesto que me habían dado Royal Rover.
La banda de música del pueblo tocó un aire tradicional y todos se inmovilizaron y empezaron a cantar. Era impresionante oír esta antigua canción cantada con tanto fervor en aquel prado que aún no se había librado de la niebla.
Van a despreciar a TrePol y a Pen, y, sin duda, ha de morir TreMamy.
Entonces veinte mil hombres de nuestro Cornualles querrán saber la razón.
Era una canción de un pueblo orgulloso. Siempre la cantaban como si fuera un himno, militarmente firmes.
Vi que estaba allí la pequeña Gilly cantando con los demás. Me sorprendió verla, porque la había dejado con Daisy para que la cuidase. Me vio y yo le hice señas, pero apartó la vista haciéndose la distraída. Sin embargo, me quedé tranquila porque noté que estaba contenta.
Se me acercó un jinete que me gritó cuando aún estaba bastante lejos:
—Pero si es la mismísima señorita Leigh.
Era Peter Nansellock, que montaba a Jacinta.
—Buenas tardes —le dije mientras admiraba una vez más las perfecciones de Jacinta.
Yo llevaba sujeto a la espalda un gran número que me había puesto uno de los organizadores.
—¡No me diga que usted y yo somos rivales en la primera prueba!
—Entonces, ¿usted también toma parte?
Se volvió un poco para que le viese el número que llevaba en la espalda.
—No tengo probabilidad alguna —le dije.
—¿Contra mí?
—Contra Jacinta —respondí.
—Sabe usted muy bien que podría haber venido con ella.
—Lo que hizo usted fue una locura. Consiguió que toda la servidumbre murmurara y se regocijase.
—¡Quién va a preocuparse de esa gente!
—Yo sí.
—Entonces ha perdido usted su famosa sensatez.
—Una institutriz tiene que preocuparse de las opiniones de todos.
—Usted no es una institutriz como las demás.
—¿Sabe usted, señor Nansellock, lo que estoy pensando? —le dije con ligereza—. Pues que ninguna de las institutrices de la vida de usted ha sido una institutriz como las demás. Porque, si no, no habrían ocupado un lugar en su vida.
Le di a Royal Rover un leve toque en el flanco y respondió inmediatamente.
No volví a ver a Peter hasta que empezó la prueba.
Él corría antes que yo. Le vi recorrer el campo. Jacinta y él formaban como una unidad, un solo ser. Como un centauro, pensé.
—Perfecto —exclamé en voz alta, al verle saltar. Pero no pude evitar quitarle méritos: «Con una yegua como ésa, cualquiera lo hace».
Lo aplaudieron mucho cuando terminó. Tuve que esperar a que intervinieran otros concursantes. Por fin llegó mi turno. Vi a Connan TreMellyn en el estrado de los jueces y murmuré: «Ayúdame, Royal Rover. Quiero vencer a Jacinta. Quiero ganar este premio. Necesito demostrarle a Connan TreMellyn que hay algo que puedo hacer mejor que otras personas. Ayúdame, Royal Rover».
Las sensibles orejas del animal se levantaron como si me hubieran oído y comprendido. Avanzamos por el prado.
—Vamos, Rover —dije en voz baja—. Podemos conseguirlo.
Y en la primera vuelta quedé por lo menos tan bien como Jacinta con Peter. Oí los aplausos y me aparté con mi caballo.
Esperé hasta que terminaron los demás concursantes y llegó el momento de conocer las puntuaciones. Me alegré de que se anunciaran al final de cada prueba, pues a la gente le interesaba mucho más enterarse de los resultados inmediatamente después de haber visto actuar a los jinetes. La costumbre de anunciarlo al final del todo me había parecido siempre mal, pues así perdía emoción el concurso.
Connan, en nombre del jurado, dijo:
—Ha habido empate. Dos concursantes han obtenido la máxima puntuación en esta prueba. Es insólito, pero celebro poder anunciar que los ganadores han sido una dama y un caballero: la señorita Martha Leigh con Royal Rover, y el señor Peter Nansellock con Jacinta.
Fuimos al trote hasta el estrado para recoger los premios.
—El premio es un jarrón de plata para rosas —dijo Connan—. No podremos dividirlo, de manera que la señorita Leigh se quedará con él, según parece lo más adecuado.
—Desde luego —dijo Peter.
—Pero el señor Nansellock tendrá, como compensación, una cuchara de plata. Espero que esto te servirá de consuelo por haber empatado con una señorita —añadió, sonriéndole a Peter.
Recibimos nuestros premios y cuando Connan me dio el mío, me sonrió. Estaba muy contento.
—Buena exhibición, señorita Leigh. No podía figurarme que alguien podría sacarle tanto partido a Royal Rover.
Acaricié al caballo y dije, más para él que para los demás que nos escuchaban:
—Con semejante colaborador, no se puede perder. Peter y yo nos alejamos al trote; yo con mi jarrón de plata y él con su cuchara.
Peter me dijo:
—Si hubiera usted montado a Jacinta, no habría habido empate.
—No sea usted tan modesto.
—Jacinta podría ganar la carrera más difícil. No hay más que verla. Es la perfección «personificada». Pero, de todos modos, no tiene usted que preocuparse: ha ganado el jarrón.
—Siempre recordaré que no es mío por completo. Sólo la mitad.
—Mejor, así, cada vez que ponga en él sus rosas, pensará usted: «Parte de esto pertenece a aquel hombre… ¿Cómo se llamaba? Siempre se mostraba muy atento conmigo, pero yo lo trataba con acritud. ¡Cuánto me arrepiento ahora de no haber sido más simpática con él!».
—Se equivoca usted. Nunca olvido los nombres de las personas y, en cuanto a mi actitud para con usted, nada tengo de qué arrepentirme.
—Se me ocurre una manera de resolver esta situación difícil planteada por nuestro premio a medias. Suponga usted que instalamos juntos una casa para poner en ella el jarrón. Lo tendríamos en el sitio de honor. Diríamos: «Es nuestro, de los dos», y nos sentiríamos felices.
Me molestó su tono frívolo al aludir a un asunto como éste y le repliqué:
—Pero en todo lo demás no tendríamos motivo alguno para ser felices.
Y me alejé de él.
*****
Quería estar junto al estrado cuando actuase Alvean.
No quería perderme la expresión de Connan cuando viese aparecer a su hija. Y, sobre todo, quería estar cerca de él cuando Alvean ganase el premio, porque no dudaba de que la niña triunfaría. La carrera con obstáculos no presentaba dificultad alguna para ella.
Empezó la primera prueba, la elemental, para niños y niñas de ocho años y, mientras veía la intervención de varios pequeños, me impacientaba por lo que tardaba Alvean. Pero terminó la prueba, anunciaron los resultados y la niña no se había presentado.
Sentí una decepción tan grande que me encontraba como indispuesta. Era natural que la defección de Alvean me trastornase. El pánico la había dominado en el último instante y todo mi trabajo había sido inútil.
Mientras les entregaban los premios a los pequeños, me marché en busca de Alvean. Pero no la pude encontrar y, cuando el segundo grupo de chicos y chicas de ocho años iba a empezar la prueba infantil más difícil, también de saltos de obstáculos, se me ocurrió pensar que Alvean debía de haber vuelto a casa. Me imaginaba lo mucho que estaría sufriendo, avergonzada, después de tanto como habíamos trabajado y de haber tenido tantas conversaciones sobre el concurso.
Quería marcharme de allí porque ahora mi insignificante éxito apenas representaba nada para mí. Tenía que encontrar a Alvean lo antes posible para consolarla, pues estaba segura de que necesitaba mi consuelo.
Volví a Mount Mellyn en Royal Rover, le di de beber y lo dejé en su pesebre comiendo heno. Entré en la casa, que parecía totalmente abandonada; pero la puerta trasera estaba abierta. Supuse que todos, menos la señora Polgrey, estarían en el concurso hípico. Ella se habría quedado probablemente en su habitación durmiendo la siesta, pues siempre solía dar unas cabezadas a esa hora.
Me dirigí hacia mi habitación llamando a Alvean por el camino, pero no tuve respuesta. No estaba en la sala de clase ni en su dormitorio. Quizá no hubiese vuelto a la casa. Entonces recordé que no había visto a Prince en las cuadras y ése era el caballo que Alvean iba a montar.
Volví a mi habitación y me quedé unos momentos en la ventana sin saber qué hacer. Pensé: «Volveré al concurso, pues probablemente estará allí».
Al mirar hacia la ventana del vestidor de Alice, tuve la seguridad de que había alguien allí. En realidad, no sabía por qué lo pensaba; quizá por haber visto una fugaz sombra, pero lo cierto es que tenía esa convicción.
Sin idea de lo que iba a hacer si encontraba a alguien allí, corrí por la galería a las habitaciones de Alice. Mis botas de montar hacían un gran ruido por el amplio pasillo. Abrí de golpe la puerta y grité:
—¿Quién está aquí? ¿Quién es?
No había nadie, pero noté que la puerta de comunicación entre las dos habitaciones se cerraba.
Supuse que era Alvean la que estaba allí y, segura de que la niña me necesitaba, me desapareció todo miedo, y cruzando el vestidor abrí la puerta del dormitorio dirigiéndome en seguida hacia las cortinas, pero allí no había nadie. Entonces abrí la otra puerta del dormitorio que daba a otro vestidor cuya puerta de comunicación con el cuarto siguiente estaba abierta. Era un vestidor como el de Alice, con la misma disposición de puertas. Pasé a un dormitorio que era el de Connan, pues allí estaba la corbata que había llevado aquella mañana. También vi su bata y sus zapatillas. Naturalmente nunca le había visto con ellas, pero tenían que ser suyas. La vista de estas prendas me hizo sonrojarme y comprender que estaba en una parte de la casa donde no tenía derecho alguno a entrar.
Pero alguien que no era Connan había estado allí antes que yo. ¿Quién sería?
Crucé rápidamente el dormitorio, abrí la puerta del fondo y me encontré de nuevo en la galería.
No había señales de nadie, de modo que me volví lentamente hacia mi cuarto.
¿Quién había estado en la habitación de Alice?
¿Quién era la persona que vagaba siempre por la casa?
—Alice —dije en voz alta—, ¿eres tú, Alice?
Luego bajé a la cuadra. Quería regresar al prado y encontrar a Alvean.
Monté en Royal Rover, y cuando salía del patio de la cuadra, vi a Bill Trehay que corría hacia la casa. Dijo:
—Señorita, señorita, ha habido un accidente. Un terrible accidente.
—¿Cómo?
—La señorita Alvean. Se ha caído al saltar a caballo.
—Pero si no tomó parte en la prueba —exclamé.
—Sí. Estaba con los de ocho años, pero en la segunda prueba, la más difícil, de los saltos de más altura. Prince tropezó con el obstáculo y cayó. Salieron rodando…
Por un momento perdí el control de mí misma. Me cubrí la cara con las manos y lloré.
—No tarde, señorita. La están buscando —dijo.
—¿Dónde está la niña?
—Cuando yo salí de allí, la tenían tendida en el prado porque no se atrevían a moverla. La han envuelto con ropa y están esperando al doctor Pengelly. Creen que se habrá roto algunos huesos. Su padre está junto a ella y no hace más que repetir: «¿Dónde está la señorita Leigh?». Yo la vi a usted salir al galope hacia acá y por eso he venido a buscarla. No debe usted perder tiempo, señorita.
En ese instante arranqué al galope bajando la cuesta hasta el pueblo. Mientras rezaba le reñía mentalmente a Alvean:
«Oh, Dios mío, haz que se cure, que no sea nada».
«¡Qué loca has sido, Alvean! ¿Por qué no te has contentado con los saltos pequeños? En la prueba elemental habrías ganado con toda seguridad. Y tu padre se habría alegrado muchísimo. Los saltos más difíciles habrías podido hacerlos el año que viene».
«Pobrecita mía, pobre criatura». Y luego me decía: «Toda la culpa es de él. Si hubiera sido un padre como han de ser todos los padres, no habría ocurrido esto».
Nunca olvidaré lo que vi al llegar: Alvean yacía sin sentido sobre la hierba rodeada de varias personas, unos de pie y otros arrodillados en torno a ella. Habían suspendido el resto del concurso.
Hubo un momento en que temí, horrorizada, que la niña se hubiera matado.
Connan me miró con gran seriedad.
—Señorita Leigh —me dijo—, me alegro de que haya usted venido. Ha habido un accidente. Alvean…
No le hice caso y me arrodillé junto a ella.
—Alvean… querida mía… —murmuré.
Abrió los ojos. No parecía mi arrogante alumna, sino una pobrecita niña desamparada, terriblemente asustada. Pero me sonrió.
—No te vayas… —dijo.
—No, descuida, me quedaré contigo.
—Es que te fuiste… antes… —murmuró y me tenía que agachar mucho para entender sus palabras.
Entonces supe que no le estaba hablando a Martha Leigh, su institutriz. Hablaba con Alice, su madre.