Una semana más tarde vi por primera vez a Linda Treslyn. Fue unos minutos después de las seis de la tarde. Alvean y yo habíamos dejado nuestros libros y habíamos bajado a la cuadra para ver a Buttercup, pues creíamos que se había dañado un tendón aquella tarde.
El albéitar la había visto y le había puesto un emplasto. Alvean estaba muy apenada con la indisposición de su yegua, lo cual me alegraba, pues siempre me encantaba descubrir en ella sentimientos tiernos.
—No te preocupes, señorita Alvean —le dijo Joe Tapperty con su pintoresca habla—. Buttercup, dentro de unos días, estará tan bien como dos perros en una mañana de sol. Aquí el amigo Jim Bond es el mejor médico de caballos de toda esta tierra, te lo digo yo.
Esto me alegró y le dije a Alvean que al día siguiente podía montar en Black Prince en vez de Buttercup.
Esto la excitó mucho, porque sabía que Black Prince pondría a prueba su valor y me pareció estupendo que este afán de superación venciera al miedo que podía inspirarle un nuevo caballo.
Cuando salimos de la cuadra miré mi reloj.
—¿Quieres que paseemos por los jardines? —le pregunté—. Nos sobra media hora.
Me sorprendió que aceptara de tan buena voluntad.
La planicie sobre la cual se elevaba la casa tenía una extensión de unos dos kilómetros, o así, de anchura; pero la pendiente hasta el mar era muy pronunciada, aunque había varios senderos en zigzag que facilitaban el descenso. Los jardineros dedicaban mucho tiempo a cuidar este jardín tan hermoso. Por esta parte de la región se daban muy bien las flores y en varios sitios habían construido pequeños cenadores con enrejados de madera por los que trepaban los rosales. A pesar de lo avanzado de la temporada, los rosales estaban espléndidos y aromaban intensamente el aire.
Era muy agradable sentarse en uno de los cenadores y contemplar desde allí el mar. Desde estos jardines, el lado sur de la mansión de Mount Mellyn era de una majestuosa nobleza, una masa de granito gris que se levantaba sobre el acantilado como una poderosa fortaleza. Era inevitable que la casa tuviese aquel orgulloso aire de desafío como simbolizando, no sólo un desafío al mar, sino al mundo entero.
Fuimos descendiendo por aquellos senderos perfumados y habíamos llegado al nivel de uno de los cenadores cuando vimos que lo ocupaban dos personas.
Alvean lanzó una exclamación contenida y entonces vi a los dos al seguir la mirada de la niña. Estaban sentados muy juntos. Ella era muy morena y una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida, con unas facciones muy enérgicamente dibujadas. Llevaba un pañuelo de gasa en la cabeza y en esta gasa brillaban unas monedas de oro. Me recordó a los personajes del Sueño de una noche de verano, quizá Titania, belleza que atrae la mirada como una aguja es atraída por un imán. Hay que mirar, se quiera o no; hay que admirar.
Su vestido era malva pálido, de un tejido adherente que podía ser chiffon. Se lo sujetaba al cuello con un gran broche de diamantes.
Connan fue el primero en hablar.
—Vaya, es mi hija con su institutriz. De manera, señorita Leigh, que han salido ustedes a tomar un poco el aire.
—Hace una tarde tan espléndida —dije. Y fui a coger de la mano a Alvean para continuar nuestro camino, pero la niña se apartó de mí bruscamente.
—¿Puedo quedarme contigo y con lady Treslyn, papá? —preguntó.
—Estás dando un paseo con la señorita Leigh —dijo Connan—. ¿No crees que deberías continuar con ella?
—Sí —respondí yo por Alvean—. Vamos. Connan se había vuelto hacia lady Treslyn.
—Hemos tenido muy buena suerte al encontrar a la señorita Leigh. Es… admirable.
—Espero que esta vez hayas dado, por fin, con la institutriz perfecta, Connan —dijo lady Treslyn.
Me sentí azorada. Me parecía ser como un caballo expuesto al examen de dos buenos conocedores. Y lo peor es que estaba segura de que él se daba cuenta de mi fastidio y se divertía. A veces me resultaba una persona muy desagradable.
Dije con voz que me salió cortante:
—Creo que debemos regresar ya. Sólo habíamos salido a dar un paseo muy corto antes de que Alvean se acostara. Ven, niña —añadí, cogiéndola con firmeza del brazo.
—No, no —protestó Alvean—. Quiero quedarme. Quiero hablar contigo, papá.
Tuve que soltarla.
—Pero, hija, ¿no ves que estoy ocupado? Otra vez será.
—No —insistió la niña—. Tiene que ser ahora. Es importante.
—No puede ser tan importante como para eso. Mañana me lo dices.
—¡No…, no…, ahora! —Alvean chillaba con una nota histérica que me impresionó. Nunca la había visto hacer frente a su padre con aquella audacia.
Lady Treslyn murmuró:
—Ya veo que Alvean es una personita muy decidida. Connan TreMellyn le replicó fríamente:
—La señorita Leigh se ocupará de eso.
—Desde luego. La perfecta institutriz… —Había una nota de burla en la voz de lady Treslyn y me irritó tanto que di un tirón del brazo de Alvean y la hice ponerse en marcha a la fuerza.
Entonces dijo:
—Odio a esa mujer. ¿Sabe usted, señorita Leigh, que quiere ser mi nueva mamá?
No hice comentario alguno. Me parecía peligroso hablar de cosas como ésta, pues siempre tenía la sensación de que podían escucharme. Sólo cuando llegamos a la habitación de Alvean y hube cerrado la puerta, le dije:
—¡Qué cosa tan extraordinaria me dijiste antes! ¿Cómo va a pretender esa señora ser tu mamá si tiene marido?
—Es que morirá pronto.
—¿Y tú cómo puedes saberlo?
—Todo el mundo dice que los dos están esperando…
Me chocó mucho que la niña hubiera podido oír semejantes murmuraciones y pensé: «Le hablaré de esto a la señora Polgrey. Deben tener más cuidado con lo que hablan delante de Alvean. Seguramente han sido esas chicas, Daisy y Kitty… o quizá Joe Tapperty, o su mujer».
—Siempre está aquí —prosiguió Alvean—. No consentiré que ocupe el lugar de mi madre. No se lo consentiré a nadie.
—Te estás poniendo histérica con tantas fantasías y no te permitiré que vuelvas a hablar de esas cosas. Sólo con decirlo dejas muy mal a tu papá.
Esto la preocupó. «¡Cuánto lo quiere! —pensé—. ¡Pobre Alvean, qué sola se siente!».
Poco antes me había compadecido de mí misma en aquel hermoso jardín ante la mujer tan bella que acompañaba a Connan en el cenador. Había pensado:
«Es injusto. ¿Por qué tendrán tanto unas personas y otras nada? ¿O quizá conseguiría yo resultar muy atractiva con chiffon y diamantes? Quizá no tanto como lady Treslyn, pero estoy segura de que gustaría mucho más que vestida de algodón o merino y con el broche de turquesas que perteneció a mi abuela».
Ahora, en cambio, me olvidaba de mí misma y toda mi compasión era para Alvean.
Había acostado a Alvean y regresado a mi dormitorio bastante deprimida. No hacía más que pensar en Connan TreMellyn, allí en el cenador con lady Treslyn y me preguntaba si continuarían en el mismo sitio y de qué estarían hablando. ¡Claro, hablarían el uno del otro! Era evidente que Alvean y yo habíamos interrumpido su flirteo. Me hizo muy mala impresión que Connan se prestase a aquellos indignos amoríos, pues a mí por lo menos, me parecían muy reprobables, ya que ella tenía un marido a quien debía fidelidad.
Me asomé a la ventana y me alegré de que no se vieran desde ella los jardines ni el mar. Apoyé los codos en el alféizar y disfruté de la perfumada tarde. Aún no había oscurecido del todo, pero el sol se había puesto.
Mis ojos se volvieron hacia la ventana donde había visto aquella vez la sombra de una mujer sobre la persiana.
Ahora estaba subida y se veían con claridad las cortinas azules. Me quedé mirándolas fijamente. No sé qué esperaba. ¿Que apareciese un rostro en la ventana o quizás una mano que me hiciera señas? A veces me reía de mí misma por lo fantasiosa que era, pero en este crepúsculo no podía tomar las cosas a broma.
Entonces vi que se movían las cortinas. Alguien estaba en la habitación.
Aquella tarde me hallaba en un estado de ánimo muy raro, seguramente a consecuencia de nuestro encuentro con lady Treslyn y Connan TreMellyn y haberlos visto juntos en el cenador, pero por entonces no había yo analizado lo suficiente mis sentimientos para comprender lo que me sucedía. Me quedaba una impresión humillante de ese encuentro y, sin embargo, estaba dispuesta a arriesgarme a otra humillación aún peor. La habitación de Alice no estaba en mi parte de la casa. No podía circular por allí, mientras que en cambio tenía completa libertad para pasear por los jardines si lo deseaba. Si por casualidad me sorprendían en los pasillos, no sabría qué cara poner. Pero había perdido la sensatez y no me importaba que me vieran. Lo que me obsesionaba era Alice y a veces sentía un deseo tan intenso de aclarar su misterio que estaba dispuesta a casi todo.
Salí de mi habitación; recorrí «mi» ala de la casa y la galería «prohibida» hasta el vestidor de Alice. Llamé ligeramente a la puerta. El corazón me latía como loco. Como no contestaba nadie, abrí bruscamente.
Durante unos segundos no vi a nadie. Noté que se movían las cortinas. Alguien se ocultaba detrás de ellas.
—¿Quién está ahí? —pregunté, y conseguí que no me temblara la voz.
Nadie me respondió. Quienquiera que fuese la persona que se escondía detrás de las cortinas, tenía el mayor interés en no ser descubierta.
Crucé la habitación, aparté de un golpe las cortinas y encontré allí, acurrucada, a Gilly.
Estaba aterrada. Movía desesperadamente los párpados de sus grandes ojos azules como un animalillo espantado. Tendí una mano para tocarla y retrocedió hacia la ventana encogiéndose aún más.
—No tengas miedo, Gilly —le dije con la mayor dulzura que pude—. No voy a hacerte daño.
Seguía mirándome fascinada, y yo añadí:
—Dime, ¿qué hacías aquí?
No respondió. Miraba alocadamente por toda la habitación como si buscase a alguien que la pudiese ayudar en aquel trance y, por un instante, tuve la escalofriante sensación de que había visto algo —o a alguien— que yo no podía ver.
—Gilly —le dije—, sabes muy bien que no debes entrar en esta habitación.
Se apartó aún más de mí y le repetí las mismas palabras. Entonces asintió con la cabeza.
—Ven conmigo a mi cuarto, Gilly. Allí podremos hablar tranquilamente.
La rodeé con un brazo; estaba temblando. La conduje así hasta la puerta, pero venía a la fuerza. Al llegar a ella volvió la cabeza y de pronto gritó:
—¡Señora…, vuelva, señora! ¡Venga… ahora mismo!
La hice salir casi empujándola y cerré la puerta detrás de nosotras. Luego tuve que llevarla casi a rastras hasta mi habitación.
Una vez allí, cerré la puerta y me quedé con la espalda apoyada contra ella. A la niña le temblaban los labios.
—Gilly —le dije—, quiero que te convenzas de una vez de que yo nunca te haré daño. Quiero ser amiga tuya. —Persistía la mirada vacía tan impresionante. A la pura casualidad, por si acertaba, añadí—: Quiero ser amiga tuya como lo era la señora TreMellyn.
Esto la sobresaltó y la obsesionante mirada desapareció un instante. Había hecho, pues, un nuevo descubrimiento: Alice había sido cariñosa para aquella pobre niña.
—Fuiste allí para buscar a la señora TreMellyn, ¿verdad?
Movió enérgicamente la cabeza, afirmando.
Su desamparo era tan evidente y emocionante que hice algo insólito en mí, tan reservada en mis emociones sentimentales. Me arrodillé y la abracé. Nuestras caras quedaban al mismo nivel.
—No podrás encontrarla, Gilly. Ha muerto. De nada te servirá buscarla en esta casa.
Gilly movió la cabeza, pero no pude saber si quería decirme que estaba de acuerdo conmigo o que por el contrario tenía la seguridad de encontrar a la señora TreMellyn en la casa.
—Así que debemos procurar olvidarla —añadí— ¿verdad, Gilly?
Los pálidos párpados cayeron sobre los alucinantes ojos y me los ocultaron.
—Seremos amigas —le dije—. Tengo gran interés en que lo seamos porque, si fuésemos amigas, no te encontrarías tan sola, ¿no crees?
Movió la cabeza otra vez y cuando abrió los ojos noté que habían perdido algo de su aire alucinado. Ya no temblaba. Por lo menos, no me tenía ya miedo.
Entonces se desprendió bruscamente de mis brazos y corrió hacia la puerta. Nada hice por detenerla y cuando abrió la puerta y se volvió un instante para mirarme, vi que esbozaba una sonrisa. En seguida desapareció.
Me quedó la convicción de que había logrado establecer un poco de amistad entre nosotras. Por lo menos, ya era mucho que la niña me hubiera perdido el miedo.
Entonces pensé en Alice, que había tratado afectuosamente a esta niña. Empezaba a figurarme con más claridad a aquella mujer.
Me asomé de nuevo a la ventana y miré al ala que formaba la base de la L del edificio y, como siempre, concentré mi atención en la ventana del vestidor y recordé la noche en que había visto la sombra de la mujer desconocida.
El haber descubierto a Gilly no explicaba lo otro. Lo que yo había visto entonces no era una niña sino, indudablemente, una mujer.
Aunque Gilly tuviese la costumbre de esconderse en la habitación de Alice, la sombra que yo había visto en la persiana, aquella noche no era la suya.
*****
Al día siguiente visité a la señora Polgrey en su habitación. Le encantó que fuese a verla y me invitó en seguida a tomar el té.
—Señora Polgrey —le dije—, tengo que hablar con usted de algo que me parece muy importante. Como siempre que le consultaba algo, le noté el orgullo que le producía esta importancia concedida a su persona, y comprendí que, para ella, la institutriz que le daba esa beligerancia era la institutriz ideal.
—Tengo toda una hora para estar con usted y podemos tomar una taza de mi mejor té, el Earl Grey —me dijo.
Me miraba, mientras preparaba las cosas del té, con una expresión que casi bordeaba el afecto.
—Y ahora, señorita Leigh, dígame, por favor, de qué se trata.
—Estoy un poco preocupada —le dije, moviendo el azúcar pensativamente—. Es por algo que he oído a Alvean. Estoy segura de que oye murmuraciones impropias para una niña de su edad y me gustaría mucho que pusiéramos remedio a esto.
—Esos dimes y diretes son siempre malos, incluso en las personas mayores, como sabe muy bien usted, que es tan sensata —replicó la señora Polgrey, y no pude evitar que estas palabras me sonaran un poco a hipocresía.
Le conté la escena del jardín. Y luego añadí:
—Fue cuando Alvean me dijo aquello: que lady Treslyn esperaba convertirse en su nueva mamá.
La señora Polgrey movió vagamente la cabeza y dijo:
—¿Qué le parecería una cucharadita de whisky en el té, señorita? Es lo más indicado para animarse.
No me apetecía el whisky, pero sabía que ella quería tomarlo y la habría desilusionado al negarme, así que le dije:
—Sí, pero muy poquito, por favor, señora Polgrey.
Se levantó, abrió el armarito, sacó la botella y midió el whisky con más cuidado todavía que solía hacerlo con el té. Me pregunté qué otras cosas guardaría en aquel, armarito.
Éramos en aquellos momentos como un par de conspiradoras. La señora Polgrey, sin duda alguna, lo estaba pasando estupendamente.
—Temo que va a parecerle muy mal lo que va a oír, señorita —comenzó.
—Estoy preparada —le aseguré.
—Pues bien, sir Thomas Treslyn es muy viejo y hace muy pocos años que se casó con esa joven que, según dicen, era actriz en Londres. Sir Thomas hizo un viaje a la capital y volvió con ella. Le aseguro a usted, señorita, que la aparición de esa mujer fue como una bomba en toda esta vecindad.
—Lo creo.
—Algunos aseguran que es la mujer más guapa del país.
—Tampoco lo negaría yo.
—Desde luego, lo que es guapa, no hay quien se lo niegue. Ya sabe usted cómo son los hombres: pierden en seguida la cabeza. El Amo tiene esta debilidad, ¡qué le va a hacer! —dijo resignadamente la señora Polgrey.
—Pues bien, si hay tanta murmuración en torno a ella, me interesa mucho, por el bien de la niña, que no llegue a sus oídos.
—Tiene usted mucha razón, señorita. Pero no hay manera de evitar que la gente critique y nuestra Alvean tiene unas orejas como las de las liebres en lo de no perderse nada de lo que se dice.
—¿Cree usted que Daisy y Kitty hablan de ese asunto delante de la pequeña?
La señora Polgrey se me acercó. El aliento le olía a whisky. Esto me sobresaltó, pues me aterraba pensar que yo también pudiera oler a licor.
—Todos los critican, señorita.
—Ya comprendo.
—Y no falta quien diga que ni ella ni él son de esas personas que necesitan esperar la bendición del clero.
—Quizá sea así; no sé.
Me sentía muy a disgusto. Todo aquello me asqueaba; me parecía de una sordidez insoportable. Pero lo peor de todo era que una niña de la edad de Alvean pudiera oír esas cosas.
—El Amo es de naturaleza muy impulsiva y no puede remediar que le gusten tanto las mujeres.
—¿De modo que usted cree…?
Afirmó solemnemente con la cabeza y luego dijo:
—Cuando muera sir Thomas tendremos nueva señora en esta casa. Lo único que han de esperar es que desaparezca él. Porque en cuanto a la señora TreMellyn, ella… En fin, que por ella no tienen que esperar.
No quería hacerle la pregunta que me quemaba los labios, pero algo en mi interior me impidió contenerme:
—¿Y pasaban estas mismas cosas cuando… cuando vivía aún la señora TreMellyn?
La señora Polgrey me respondió con un gesto afirmativo y dijo:
—La visitaba con frecuencia. Empezó en cuanto ella llegó con el marido. A veces, el señor sale por la noche y no lo vemos hasta la mañana siguiente. En fin, es el amo y nadie puede decirle lo que tiene que hacer. Nosotras, a guisar, a limpiar el polvo y ocuparnos de la casa… o enseñar a la niña. Cada una a lo suyo y nada más.
—Entonces, ¿cree usted que Alvean no hace sino repetir algo que todo el mundo sabe? Cuando sir Thomas muera, lady Treslyn, por lo que veo, será efectivamente su nueva mamá.
—Muchos pensamos que es lo más probable y algunas personas incluso se alegrarían, porque lady Treslyn no es de la clase de mujeres que se preocupan de lo que hace el servicio —añadió piadosamente—. Pero yo preferiría ver al señor de la casa donde sirvo casado honestamente que en pecado, se lo aseguro. Y me parece que eso pensamos todos aquí.
—De todos modos, ¿no podría usted advertirles a las chicas que no charlen de estas cosas delante de Alvean?
—Antes lograría usted impedir a un cuclillo que cantase en la primavera que conseguir que esas dos se callen. No lo pueden remediar; lo llevan en la sangre. Y entre ellas no hay diferencia en eso: las dos son igual de parlanchinas. En estos días, las chicas…
Le sonreí comprensivamente, pero estaba pensando en Alice, que había soportado esas relaciones entre su marido y lady Treslyn. No me sorprendía que hubiese planeado fugarse con Geoffrey Nansellock. «¡Pobre Alice, cuánto debió de sufrir —pensé—, casada con semejante hombre!».
La señora Polgrey estaba en vena de confidencias y lo aproveché para extender nuestra conversación a otros asuntos que me interesaban mucho.
Dije:
—¿No ha pensado usted que aprenda Gilly a leer y escribir?
—¡Gilly! ¿Qué objeto podría tener enseñarla? Debe usted saber, señorita, que Gilly no anda muy bien de aquí. —Y la señora Polgrey se dio unos golpecitos en la frente.
—Pues canta mucho, y para eso ha tenido que aprender las canciones —argumenté—. Lo mismo podría aprender otras cosas.
—Es una criatura muy rara. Comprendo que ha sido por su nacimiento tan especial. No suelo hablar de esas cosas, pero juraría que ya le han contado a usted lo que le pasó a mi Jennifer. —Se le alteró un poco la voz a la señora Polgrey. Me pregunté si su locuacidad y sentimentalismo eran consecuencia del whisky y cuántas cucharaditas se habría tomado en ese día—. A veces pienso que Gilly padece una maldición. Nadie quería que naciera y cuando nació y tenía sólo dos meses… desapareció la madre. Dos días después nos devolvió la marea su cuerpo. La encontraron ahí, en la cala de Mellyn.
—Lo siento mucho —dije compasivamente.
La señora Polgrey tuvo un movimiento brusco, como para librarse de sus sentimientos.
—Mi hija murió, pero nos quedaba Gilly. Desde el principio, fue distinta a las demás niñas. Sí, una niña rara.
—Quizá se dio cuenta de la tragedia. Los niños perciben esas cosas no se sabe cómo.
Me miró con altivez.
—Hicimos cuanto pudimos por ella, tanto mi marido como yo. Él la quería muchísimo.
—¿Cuándo notó usted que no era como las demás niñas?
—Pues pensando ahora en ello, me parece que fue hacia los cuatro años.
—¿Y cuánto tiempo hace de eso?
—Pues otros cuatro años aproximadamente.
—Entonces debe de tener la misma edad que Alvean; y parece mucho más pequeña.
—Nació pocos meses después que la señorita Alvean. Algunas veces jugaban juntas… claro, ya comprenderá usted que siendo de la misma edad y viviendo en la misma casa… Cuando iba a cumplir los cuatro años, sufrió un accidente.
—¿Qué clase de accidente?
—Estaba jugando en la alameda, cerca de la entrada. La señora venía a caballo hacia la casa. Porque sabrá usted que la señora era una gran amazona. Gilly, que se había escondido detrás de unas matas, cruzó en ese momento y el caballo le dio una patada. Cayó de cabeza y fue un milagro que no muriese.
—¡Pobre Gilly!
—La señora estaba inconsolable. Se echaba la culpa de lo sucedido y la verdad es que ella nada hubiera podido hacer por evitarlo porque todo fue muy rápido.
Ya le habíamos advertido muchas veces a Gilly que tuviese cuidado en los caminos. Seguramente iría persiguiendo una mariposa porque siempre le han entusiasmado los pájaros, las flores y los insectos. Después de aquello, la señora le tomó mucho cariño y siempre se estaba preocupando por ella. Gilly la seguía por todas partes y se ponía imposible cada vez que la señora estaba fuera.
—Ya —dije.
La señora Polgrey se sirvió otra taza de té y me preguntó si también yo quería otra. No me apetecía. La vi ponerse la cucharadita de whisky en la taza.
—Gilly nació del pecado —sentenció solemnemente—. No tenía derecho a venir a este mundo. Parece como si Dios la estuviese castigando, pues dicen que los pecados de los padres recaen sobre los hijos.
Sentí una gran indignación al oír estas palabras. Me revelaba contra esas absurdas interpretaciones y me hubiera gustado abofetear a aquella mujer capaz de beberse tranquilamente su té con whisky, convencida de que Dios estaba sometiendo a su nieta a un terrible castigo.
Me admiraba la ignorancia de esta gente que no relacionaban las rarezas de Gilly con el accidente que había tenido, sino que lo interpretaban como un merecido castigo, impuesto a la niña por un Dios vengativo para que pagase los pecados de sus padres.
Pero nada dije, pues me daba cuenta de que luchaba contra oscuras fuerzas en aquella casa y, para conseguir lo que me había propuesto, necesitaba todos los aliados que pudiera reunir.
Quería comprender a Gilly. Quería tranquilizar a Alvean. Y descubría en mí una gran afición a los niños que no creía tener cuando llegué a esta casa. La verdad es que, desde mi llegada, había empezado a descubrir muchas cosas sobre mí misma.
Había otra razón por la que deseaba concentrar toda mi atención en estas dos niñas: al hacerlo, no pensaba en Connan TreMellyn y lady Treslyn, porque cuando pensaba en ellos me irritaba y, por otro lado, comprendía que no era asunto de mi incumbencia. Por entonces le llamaba «repugnancia» a la indignación que sentía contra ellos.
Así que seguí todavía un buen rato charlando con la señora Polgrey y no le dije lo que pensaba de ella.
*****
Andaban todos muy excitados en la casa porque iba a haber un baile —el primero desde que murió Alice— y durante una semana casi no se hablaba más que de eso.
Me era difícil conseguir que Alvean prestara atención en nuestras clases. Kitty y Daisy estaban contentísimas y nerviosas, casi histéricas y a cada momento me las encontraba ensayándose en el vals, formando pareja las dos.
Los jardineros estaban muy atareados. Tenían que adornar el salón de baile con flores del invernadero. Se enviaron invitaciones a todos los vecinos importantes de aquellas tierras.
—No comprendo —le dije a Alvean— por qué tienes que excitarte tanto. Ni tú ni yo tomaremos parte en este baile.
Alvean me dijo, soñadora:
—Cuando vivía mi madre había muchos bailes. Me encantaba. ¡Qué bien bailaba! Siempre venía para que yo la viera vestida y estaba hermosísima. Luego me llevaba al solarium y me sentaba detrás de las cortinas para mirar al salón de baile por la mirilla.
—¿La mirilla? —pregunté.
—¡Ah, claro, usted no lo sabe! —Me miró triunfante. Supuse que le agradaba mucho descubrir cómo su institutriz, que siempre la reprendía por las cosas que ignoraba, se encontrara ahora en la misma situación.
—En esta casa hay muchas cosas que no conozco —le dije tajante—. No he visto la tercera parte de ella.
—El solarium no lo conoce usted. En esta casa hay varias mirillas. Usted no sabe lo que son, señorita, pero hay muchas casas grandes como ésta que las tienen. También hay una en Mount Widden. Mi madre me explicó que allí se sentaban las señoras cuando los hombres celebraban alguna fiesta de esas a las que no pueden ir ellas. Así podían verlos sin que ellos lo supieran. En la capilla hay una. Bueno, algo parecida.
La llamamos la mirilla de los leprosos. No podían entrar en la iglesia porque eran leprosos, pero les dejaban mirar por aquella abertura. Cuando den el baile yo subiré al solarium y veré por la mirilla todo lo que pase allá abajo. ¿Por qué no viene usted conmigo, señorita? Por favor, acompáñeme usted.
—Ya veremos —dije.
*****
El día del baile, Alvean y yo dimos clase de equitación como de costumbre, pero en vez de montar a Buttercup, Alvean montó a Black Prince.
Cuando vi por primera vez a la niña sobre aquel caballo sentí una leve inquietud que me apresuré a reprimir, pues me dije que si había de aprender a montar, tenía que hacerlo en monturas más difíciles que Buttercup. Cuando dominase a Prince, tendría mayor confianza en sí misma y nunca querría ya montar a Buttercup.
Habíamos progresado mucho en las primeras lecciones. Prince se portaba admirablemente y Alvean estaba cada vez más segura de sí misma. Ninguna de las dos dudábamos de que podría participar por lo menos en una de las pruebas del concurso hípico que se celebraría en noviembre.
Pero aquel día no tuvimos tan buena suerte. Supongo que Alvean estaba demasiado preocupada por el baile para prestar la debida atención a sus habilidades ecuestres. No había conseguido yo todavía ganarme la plena confianza de la niña excepto —y esto era curioso— en las clases de equitación, pues durante éstas éramos las mejores amigas. Luego, en cuanto nos quitábamos la ropa de montar, volvíamos automáticamente a nuestras relaciones tirantes. Había fracasado en todos mis intentos de hacerle cambiar de actitud para conmigo.
Estábamos a media clase cuando Price emprendió el galope. No le había permitido galopar a no ser cuando yo iba junto a ella y le sostenía las riendas. De todos modos, en aquel prado no había sitio suficiente para galopes y me interesaba mucho estar segura de que Alvean dominaba al caballo antes de permitirle ejercicios más arriesgados.
Todo habría ido bien si Alvean hubiese recordado lo que yo le había enseñado, pero en cuanto Prince se lanzó la niña gritó asustada y su terror se comunicó inmediatamente al animal, que ya iba espantado por algo y por eso huía.
Me aterrorizó oír el ruido del galope y ver que Alvean, olvidando mis instrucciones, se inclinaba hacia un lado.
Fue todo rapidísimo. En cuanto vi lo que sucedía, me lancé con mi caballo en su ayuda. La alcancé en seguida sujetando por las riendas a Prince antes de que llegase al seto, pues había temido que intentase saltar y esto habría significado, casi con toda seguridad, una caída muy peligrosa de mi discípula. El miedo me dio nuevas energías y logré dominar al caballo. Se inmovilizó mientras Alvean, palidísima, descabalgaba.
—No te preocupes —le dije—. Es que pensabas en otra cosa. Todavía no puedes permitirte olvidar ni por un momento que vas a caballo.
Sabía que era la única manera de tratarla. A pesar de lo sucedido, la hice montar de nuevo a Prince. Estaba segura de que su horror a los caballos provenía de algún incidente semejante. No podía yo tolerar que volviese a sentir el terror que me había costado tanto trabajo quitarle.
Aunque se resistió bastante, acabó obedeciéndome y, cuando terminó la clase, había vencido por completo el miedo y estaba dispuesta a montar al día siguiente.
Así que aquel día estuve más convencida que nunca de que haría de Alvean una buena amazona.
Cuando salíamos del prado, rompió a reír de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunté volviendo la cabeza, pues cabalgaba delante de ella.
—¡Ay, señorita! —exclamó—. ¡Se ha desgarrado usted!
—¿Qué quieres decir con eso? No te entiendo.
—Que se le ha roto el traje por debajo de la axila. ¡Uy…, cada vez se le rasga más!
Me llevé la mano a aquel sitio y comprendí lo que había sucedido. El traje de montar me estaba muy estrecho y, en mis esfuerzos por evitarle a Alvean la caída, se habían reventado las costuras.
Debí de poner una cara muy apurada, pues Alvean me dijo:
—No se preocupe, señorita. Le encontraré a usted otro. Sé que hay más trajes de ésos.
Cuando entramos en la casa, Alvean iba muy divertida. Nunca la había visto de tan buen humor y era un poco desconcertante que mi apuro la divirtiese tanto como para olvidar el peligro que había pasado.
*****
Habían empezado a llegar los invitados. No pude resistir la tentación de observarlos a hurtadillas desde mi ventana. El camino de entrada estaba lleno de coches y los vestidos que vi me hicieron sentir envidia y admiración.
El baile se celebraba en el gran salón hall donde yo había estado aquel mismo día a primera hora. No había estado en él desde mi llegada, pues siempre había utilizado la escalera de servicio. Fue Kitty la que me insistió para que echase una ojeada.
—Está precioso, señorita. La señora Polgrey va de un lado a otro sin parar, revisándolo todo. Si le pasa algo a alguna de sus plantas, es capaz de matarnos.
Nunca había visto un salón tan bien ordenado. Las vigas labradas del techo estaban adornadas con hojas.
—Es una vieja costumbre de Cornualles —me dijo Kitty—, sobre todo en el mes de mayo, pero también se puede poner en septiembre; qué más da. Ahora lo pasaremos muy bien, porque como ha terminado el luto, habrá más bailes. Y así debe ser, ¿verdad?; no vamos a estar siempre llorando por los muertos. Es como si fuera mayo porque termina un año viejo y empieza otro nuevo.
Elogié mucho las macetas con flores que habían llevado los jardineros de los invernaderos y las grandes velas de los candelabros. Me figuré el efecto tan bueno que harían todos aquellos candelabros encendidos, los invitados bailando, tantos vestidos de colores preciosos, y el brillo de las perlas y de los diamantes.
¡Cómo deseaba ser una de aquellas mujeres! Kitty bailaba sola en el salón, sonriendo a un caballero imaginario al que de vez en cuando le hacía una reverencia. Me hacía sonreír la sana alegría de la muchacha.
Pero en seguida pensé que no me correspondía estar allí. Era rebajarme a la altura de Kitty.
Volví, pues, a mi habitación, pero me sentía triste y con un nudo en la garganta.
Alvean y yo cenamos juntas aquella tarde. Su padre estaba muy ocupado con los invitados para poder cenar con ella.
—Señorita —me dijo—, le he puesto otro traje de amazona en su armario.
—Gracias; eres muy amable.
—Es que no podría usted montar vestida así —exclamó Alvean riéndose y tocándome mi pobre vestido.
Esto me decepcionó porque comprendía que si se preocupaba de mí, era sólo para no perder la clase de equitación. Debí haberlo esperado. Pero me dije que era una tonta haciéndome tantas ilusiones, ¿qué podría esperar? Yo no era nada para Alvean excepto un medio para lograr lo que ella deseaba. No debía olvidarlo.
Miré con aprensión mi modesto vestido de algodón. Era el que me parecía menos malo de los dos que me había hecho especialmente la modista de tía Adelaide cuando obtuve esta colocación. Uno era gris —el color que peor me sentaba— pero me hacía la ilusión de que con él parecía menos relamida, menos institutriz. Y ése era el que llevaba puesto entonces. Pero a poco que me fijase en él, qué mal me sentaba con aquel corpiño abotonado hasta arriba y el cuello de encaje color crema, que hacía juego con los puños también crema.
Me di cuenta de que estaba comparándolo con los magníficos vestidos de las invitadas de Connan TreMellyn.
Alvean dijo:
—Tenemos que darnos prisa y terminar, señorita. No olvide que hemos de ir al solarium.
—Supongo que tendrás permiso de tu padre…
—Siempre miro por aquella abertura secreta del solarium. Todos lo saben. Mi madre solía mirar hacia arriba y hacerme señas. Esta noche —dijo como hablando consigo misma— me voy a imaginar que está ella en el baile como antes. Señorita, ¿cree usted que la gente vuelve después de morir?
—¡Qué pregunta! Claro que no.
—Entonces usted no cree en los fantasmas. Pues mucha gente cree en ellos. Dicen que los han visto. ¿Acaso cree usted que mienten quienes dicen que ven fantasmas?
—Los que dicen esas cosas son víctimas de sus propias imaginaciones.
—No importa —añadió abstraída—. Me imaginaré que mi madre está en el salón… bailando. Quizá, si lo pienso mucho, acabaré viéndola. Ojalá sea víctima de mi imaginación como usted dice, señorita.
Me callé porque me sentía inquieta.
—Estoy segura de que si de verdad viniese —dijo pensativa— no dejaría de presentarse en el baile, porque la entusiasmaba bailar. —De pronto pareció darse cuenta de que yo estaba junto a ella—. Señorita, si no quiere usted venir conmigo al solarium, no me importa ir sola.
—Iré —le dije.
—Entonces vamos en seguida.
—Primero terminemos de cenar —le dije.
No acababa de acostumbrarme a la enorme amplitud de la casa. Seguí a Alvean por la galería, subimos unas escaleras de piedra, cruzamos varios dormitorios y por fin llegamos a lo que, según ella me dijo, era el solarium y que estaba amueblado como una sala normal. Su techo era de cristal, por lo cual le habían puesto ese nombre. En el verano debía de hacer allí un calor insoportable.
Cubrían las paredes preciosos tapices que representaban la historia de la Gran Rebelión y de la Restauración. Allí estaba la ejecución de Carlos I y luego se veía a Carlos II junto al roble, con su rostro moreno vuelto hacia los soldados «cabeza-redondas». Había escenas de su llegada a Inglaterra, su coronación, una visita a los astilleros…
—No vea usted ahora los tapices —dijo Alvean—. Mi madre le tenía mucha afición a estarse aquí. Decía que así podía ver lo que pasaba. Hay dos mirillas. Pero, señorita, ¿no quiere usted verlas?
Yo estaba contemplando los muebles del solarium: un escritorio, un sofá, las sillas ricamente tapizadas; y me imaginaba a Alice sentada allí hablando con su hija; Alice, la muerta que cada día estaba más viva.
Había ventanas a cada extremo de esta larga estancia, unas altas ventanas con cortinas de pesado brocado. Y otras cortinas idénticas a ésas cubrían lo que supuse eran puertas y de las que había cuatro en esta habitación: aquella por la que habíamos entrado, otra al extremo y una a cada lado. Pero me había equivocado con estas dos últimas.
Alvean había desaparecido detrás de una de estas cortinas laterales y me llamaba con voz apagada. Cuando acudí, vi que aquello era una alcoba. En el muro había una abertura en forma de estrella bastante grande, pero decorada de tal modo que pasaba inadvertida a no ser que la buscase uno a propósito.
Miré por allí y vi la capilla. Se veía con toda claridad la capilla entera menos el lado correspondiente al muro donde estábamos. Desde allí vi el pequeño altar con el tríptico y los bancos de la iglesia.
—Se sentaban aquí, según me explicó mi madre, y asistían al servicio religioso si estaban demasiado enfermos para bajar. Antiguamente había un sacerdote en la casa. Esto no me lo dijo mamá porque ella no estaba enterada de la historia de nuestra casa. Lo supe por la señorita Jansen, que era muy aficionada a las cosas antiguas. Le gustaba mucho subir aquí y atisbar por la mirilla. También le gustaba la capilla.
—¿Sentiste mucho que se fuera, Alvean?
—Sí… La otra mirilla está al otro lado. Por ella podremos ver el salón.
Pasó al otro lado de la habitación y descorrió la cortina. En la pared había otra abertura en forma de estrella.
Miré al salón y me produjo una formidable impresión la magnificencia de lo que contemplaba. Los músicos tocaban sobre una tarima alfombrada y los invitados, que no habían empezado a bailar, charlaban formando grupos.
Había allí mucha gente y todos parecían muy animados. El murmullo de las conversaciones nos llegaba claramente como si estuviéramos abajo entre ellos. Alvean, junto a mí, buscaba angustiosamente a alguien y la expresión de su rostro me produjo un leve escalofrío. ¿Creería de verdad que Alice iba a regresar de entre los muertos porque le entusiasmaba el baile?
Sentí el impulso de abrazarla. Me daba mucha pena aquella niña tan sola que no podía olvidar a su madre.
Pero dominé ese impulso, pues sabía que Alvean no deseaba mi cariño. Por desgracia, lo sabía muy bien.
Vi a Connan TreMellyn charlando con Celestine Nansellock y también estaba Peter con ellos. Si Peter era uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida, Connan —me dije— era el más elegante. En tan brillante reunión había pocos rostros conocidos para mí, pero pronto descubrí a lady Treslyn. Incluso entre personas tan magníficamente ataviadas, ella sobresalía. Llevaba un vestido que parecía hecho con metros y metros de chiffon color de llama. Era una de las pocas mujeres que se habrían atrevido a llevar semejante color. Sin embargo, no era una caprichosa insensatez, sino todo lo contrario, pues si hubiera estado haciendo cálculos para saber cómo podría llamar más la atención y hacerse admirar más, no habría encontrado un color más apropiado. Su cabello oscuro parecía casi negro en contraste con el rojo flamígero del vestido. Su magnífico busto y sus hombros eran los más blancos que he visto en mi vida. Adornaba el cabello con una diadema de diamantes que relucían extraordinariamente y parecían envolverla en un halo de destellos.
Casi a la vez que yo, la vio Alvean, que frunció el entrecejo.
—Ya está ahí esa mujer —murmuró.
—¿Está su marido? —le pregunté.
—Sí, es aquel viejecito que habla con el coronel Penlands.
—¿Y quién es ese coronel?
Entonces Alvean me señaló al coronel y vi junto a él a un anciano de cabello blanco y cara muy arrugada, muy cargado de espaldas. Era inconcebible que pudiera ser el marido de aquella deslumbrante mujer.
—¡Mire! —Susurró Alvean—. Mi padre va a inaugurar el baile. Antes lo hacía con la tía Celestine, y a la vez mamá con el tío Geoffrey. No sé con quién lo hará papá esta vez. Los músicos van a empezar… Siempre tocan primero el mismo baile. ¿Sabe usted cuál es? La Furry Dance. Algunos de nuestros antepasados venían de Helston y desde entonces se toca siempre esa música en honor de ellos. Papá y mamá solían bailar los primeros compases con sus parejas y entonces todos los demás bailaban.
Vi que Connan tomaba de la mano a Celestine y la conducía al centro del salón. Le siguió Peter Nansellock, que había elegido como pareja a lady Treslyn.
Los músicos habían empezado a tocar. Vi bailar a los cuatro los primeros pasos de la danza tradicional y pensé: ¡Pobre Celestine! ¡A pesar de su excelente vestido de satén azul parecía tan desmañada y torpe en aquel cuarteto! Carecía en absoluto de la elegancia y naturalidad de Connan, la belleza de lady Treslyn y la arrolladora simpatía de su hermano.
Pensé: «Es una pena que se vea obligado Connan a elegir a Celestine para abrir el baile». Pero era la tradición. Aquella casa estaba llena de tradiciones y todo se hacía porque siempre se había hecho lo mismo.
En fin, ése era el estilo de las grandes mansiones.
Ni Alvean ni yo nos cansábamos de contemplar a los bailarines. Pasó una hora y aún seguíamos allí. Me pareció que Connan había mirado hacia arriba una o dos veces. ¿Conocería aquella costumbre de su hija? Recordé que era ya la hora de acostarse Alvean, pero me dije que en una ocasión como aquélla se podía tener un poco de manga ancha.
Me fascinaba la intensidad con que la niña miraba incansable a las parejas como convencida de que, a fuerza de mirar mucho y con toda su alma, acabaría viendo a la persona deseada.
Ya había anochecido del todo, pero había salido la luna. Apartando los ojos de la mirilla, miré a través del techo de cristal a la gran luna, que parecía sonreírnos.
«Para ti no hay candelabros», parecía decirme; «la alegría y la belleza no se han hecho para ti, pero a falta de esas luces tan brillantes, te daré yo mi suave y tierno reflejo».
La habitación iluminada por la luna tenía algo de sobrenatural. En una habitación como aquélla todo podía ser posible.
Volví a fijarme en los bailarines. Ahora bailaban un vals y no pude reprimir el impulso de llevar el compás con el cuerpo. Nadie se sorprendió más que yo misma cuando resulté ser una buena bailarina. Esto me había valido no quedarme nunca sin pareja en los bailes a los que me llevaba tía Adelaide cuando aún creía posible encontrarme novio.
Mientras escuchaba como en trance, sentí que una mano tocaba la mía y me sobresalté tanto que estuve a punto de gritar. Volví la cara y junto a mi vi a Gilly.
—¿Has venido para ver el baile? —le dije. Movió la cabeza afirmativamente.
No era tan alta como Alvean y no podía alcanzar a la mirilla en forma de estrella, de modo que la levanté en brazos y la sostuve. No podía verla bien a la luz de la luna, pero tenía la sensación de que su mirada era más normal.
Le dije a Alvean:
—Trae un taburete para que Gilly se suba en él y pueda mirar así cómodamente.
Alvean dijo:
—Que lo coja ella.
Gilly me indicó con un gesto que la pusiera en el suelo. Corrió para traer un taburete que estaba al otro lado. Me dije: «¿Por qué no hablará como las demás esta niña si lo entiende todo perfectamente?».
Desde la llegada de Gilly, Alvean parecía haber perdido todo deseo de mirar al salón. Se apartó de la mirilla y abajo los músicos empezaron a tocar los primeros compases del vals que me gustaba tanto: El bello Danubio azul. Alvean bailaba sola en el suelo del solarium.
También a mí me había contagiado la música. No sé lo que me sucedía aquella noche. Me sentía insólitamente audaz. Sin darme cuenta de lo que hacía, empecé a bailar como solía hacerlo en aquellas fiestas a las que me llevaba tía Adelaide, pero estoy segura de que nunca dancé tan bien como aquella noche en el solarium, aunque yo sola.
Alvean daba grititos de placer. Gilly se reía, muy contenta.
—No se detenga, señorita. Siga, siga. Lo hace usted muy bien —exclamaba Alvean.
Seguí bailando con mi imaginaria pareja por el solarium iluminado por la luna que me sonreía. Y cuando llegué al otro extremo, una figura avanzó hacia mí y me encontré de pronto con que ya no bailaba sola.
—Es usted exquisita —dijo una voz. Era Peter Nansellock con su elegante traje de etiqueta. Me llevaba como es costumbre que lo haga el caballero en el vals.
Me fallaron los pies. Peter dijo:
—No, no; escuche, no puede usted pararse; las niñas están protestando. Debe usted bailar conmigo, señorita Leigh. Era inevitable, estaba destinada a ser mi pareja.
Seguimos danzando. Mis pies no podían ya detenerse, pero tuve la suficiente serenidad para decir:
—No está bien lo que hago. No me corresponde estar aquí…
—Es maravilloso que esté aquí —me replicó Peter. Debería usted seguir con los invitados.
—Me gusta mucho más estar aquí con usted.
—Olvida usted…
—¿Que es una institutriz? Lo podría olvidar perfectamente, pero no me deja usted ni un minuto para olvidarlo…
—No hay razón alguna para que tenga usted que olvidarlo.
—Sí, una gran razón: que sería usted mucho más feliz si pudiéramos todos olvidarlo. ¡Qué divinamente baila!
—Es mi única habilidad de salón.
—Estoy seguro de que sólo es una de las muchas que se ve usted obligada a reprimir.
—Bueno, señor Nansellock, ¿no cree que esta pequeña broma ha durado ya bastante?
—No es una broma; en absoluto.
—Debo quedarme con las niñas; perdone.
Estábamos junto a ellas y vi el rostro entusiasmado de Gilly y la admiración que reflejaba el de Alvean. Si dejaba de bailar, volvería a mi anterior condición; en cambio, mientras bailase, sería otra persona. Y aunque me decía que me estaba poniendo ridícula con esas ilusiones, no me importaba aquella noche ser ridícula. Quería, por una vez, ser frívola.
—Por fin lo hemos encontrado; aquí lo tienen ustedes.
Me horroricé al ver entrar a varias personas en el solarium y aún más me turbé al distinguir en el grupo el llameante vestido rojo de lady Treslyn, pues tenía la seguridad de que dondequiera que estuviera ese vestido, no andaría lejos Connan TreMellyn.
Alguien empezó a aplaudir. Los demás aplaudieron también y por fin terminó el Danubio Azul.
Con el mayor de los desconciertos, me llevé la mano al cabello; Sabía que el baile me había soltado las horquillas. Pensé en seguida: «Mañana mismo me despedirán. Lo merezco por mi irresponsabilidad».
—¡Qué excelente idea, bailar a la luz de la luna! —Dijo alguien—. Además, aquí se oye la música tan bien como abajo.
Oí que otro decía:
—No nos habías enseñado esta sala de baile, Connan. Es de lo más original.
—Muy bien —dijo Connan—. Entonces, si os parece un salón de baile, utilicémoslo para ello.
Se asomó a la mirilla y gritó:
—¡Otra vez el Danubio Azul!
De nuevo volvió a sonar la música. Me volví hacia Alvean y cogí de la mano a Gilly. Ya se habían formado varias parejas. Otros charlaban cerca de mí. No se preocupaban como abajo. Para qué iban a contenerse delante de mí. Yo era sólo la institutriz. Oí una voz:
—Es la institutriz. La de Alvean.
—Una criatura muy decidida. Supongo que será otra de esas alegres señoritas de Connan.
—Lo siento por ellas. La vida que llevan no debe de ser agradable.
—Sí, pero atreverse a venir aquí a bailar sola, a la luz de la luna. ¡Qué depravación!
—Mujer, no es para tanto. Creo que a la última tuvieron que despedirla.
—También a ésta le llegará el turno.
Me había puesto como la grana. Sentía unos irreprimibles impulsos de plantarme ante ellas y decirles que mi conducta era más decente que la de algunas de ellas.
Me hallaba furiosísima y a la vez asustada. Sentía, sin verla, la mirada de Connan fija en mí. Estaba cerca, solo, y la luna le daba de lleno en la cara. Su expresión era de una gran severidad, por lo menos así interpretaba yo su gesto.
—Alvean —dijo por fin—, vete a tu habitación y llévate a Gilly.
La niña no se atrevía a rechistar cuando su padre hablaba en aquel tono.
Dije con la mayor frialdad que pude:
—Vamos, niñas.
Pero cuando pasé ante Connan, éste me sujetó del brazo.
—Baila usted extraordinariamente —me dijo—. Nunca pude resistirme a una buena bailarina. Quizá sea porque yo lo hago mal.
—Gracias —le dije. No me soltaba.
—Estoy seguro —prosiguió— de que el Danubio Azul es una de sus piezas favoritas. No se daba usted cuenta de nada. Estuvimos observándola e iba usted como si estuviera en otro mundo.
Y me encontré de nuevo bailando, pero esta vez con Connan TreMellyn y entre sus invitados. Yo con mi vestidito de chiffon y mi terciopelo malo; ellas con sus diamantes y esmeraldas.
Menos mal que sólo había luz de luna. Porque yo estaba avergonzadísima. Me parecía que, en el fondo, Connan estaba furioso contra mí y que deseaba ponerme aún más en ridículo. De todos modos, bailábamos deliciosamente y pensé: «El Danubio azul se ha convertido para mí en una danza mágica y ya significará, cada vez que lo oiga, este fantástico baile con Connan TreMellyn en el solarium».
—Le presento mis excusas, señorita, por los pésimos modales de mis invitadas.
—Es lo que puedo esperar y me lo he merecido.
—¡Qué tontería! —me dijo, casi al oído. Y su voz parecía casi tierna. Yo creía estar soñando.
Habíamos llegado a un extremo de la sala y con gran asombro mío me hizo pasar entre las cortinas y cruzamos la puerta. Estábamos en el descansillo entre dos tramos de escalera de piedra de una parte de la casa que no había visto yo hasta entonces.
Dejamos de bailar, pero Connan no me quitaba el brazo de la cintura. En la pared, una lámpara de parafina, de jade verde, estaba encendida; su luz sólo bastaba para iluminarme su rostro. Me pareció un poco brutal.
—Señorita Leigh —me dijo—, es usted encantadora cuando renuncia a su severidad.
Me encontraba en una situación muy violenta porque Connan me apretaba contra la pared y me besaba. Pero tanto como lo que estaba ocurriendo me espantaban mis propias emociones. Sabía lo que esos besos significaban: «Flirteas con Peter Nansellock; por tanto, ¿por qué no me vas a dejar a mí?».
Estaba tan furiosa que perdí todo control y con todas mis energías le empujé cogiéndole tan de sorpresa que salió despedido hacia atrás tambaleándose. Recogí mis faldas y huí corriendo. No paré hasta llegar a mi habitación.
Allí me arrojé sobre la cama y permanecí inmóvil hasta que me tranquilicé un poco. «Sólo puedo hacer una cosa —me dije—, salir de esta casa a toda prisa». Las intenciones de Connan TreMellyn estaban ya clarísimas. No me cabía duda de que la señorita Jansen había sido despedida por negarse a ceder a los bajos instintos de aquel hombre. Por lo visto, creía que le bastaba tener a una persona a su servicio para poder abusar de ella en todos los sentidos. ¿Acaso se imaginaba que era un pachá como los de Oriente? ¿Cómo se atrevía a tratarme de esa manera?
Me sentía más desesperada y desgraciada que nunca. Y todo por culpa suya. No me atrevía a enfrentarme con la verdad, pero lo que me hería profundamente era que fuese él quien me tratara así, con ese desprecio. Y ésta era una señal de peligro. Por eso necesitaba de todo mi sentido común.
Me levanté de la cama y cerré con el pestillo mi puerta. Tenía que asegurarme durante la última noche que pasaba en esta casa. La otra entrada al dormitorio era a través de la habitación de Alvean y la sala de clase, pero por allí no se atrevería a entrar.
De todos modos, me sentía insegura. «¡Qué tontería! —me decía a mí misma—. Puedes protegerte perfectamente. Si se atreve a entrar en tu dormitorio, sólo tienes que tocar la campanilla».
Lo primero que haría sería escribir a mi hermana Phillida. Me senté y traté de hacerlo, pero me temblaban las manos, y mi escritura era tan vacilante que parecía infantil y ridícula.
Podía empezar a hacer las maletas para adelantar tiempo. Abrí el armario y por un momento creí que había alguien allí dentro. El miedo me hizo gritar. Esto demuestra a qué extremo había llegado mi estado nervioso. Pero casi inmediatamente me di cuenta de que era el nuevo traje de montar que Alvean me había buscado y que ella misma había colgado en el armario. Con todo lo ocurrido en el solarium, había olvidado nuestra pequeña aventura de aquella tarde con el caballo desbocado.
Hice mi equipaje con mucha rapidez, pues en verdad tenía muy pocas cosas que guardar. Luego, ya más tranquila, me senté y le escribí a Phillida una larga carta.
Cuando terminé de escribir oí unas voces abajo y me asomé a la ventana.
Algunos de los huéspedes habían salido a pasear por el césped e incluso algunas parejas bailaban. Cada vez acudían más. Oí a alguien que decía:
—Es una noche ideal. No podíamos perdernos una luna tan estupenda.
Desde las sombras de mi cuarto observaba lo que ocurría abajo y acabé viendo lo que esperaba: allí estaba Connan bailando con lady Treslyn. Tenían las cabezas muy juntas. Me imaginé las cosas que podía estarle diciendo a ella. Luego me aparté, irritada, de la ventana y procuré convencerme a mí misma de que el dolor que sentía no era más que el asco que me producía la inmoralidad de aquellas relaciones.
Me desvestí y me acosté, pero tardé mucho en conciliar el sueño y, cuando me dormí, tuve unos sueños muy agitados en que interveníamos Connan, lady Treslyn y yo. Al fondo de estas pesadillas aparecía siempre la figura borrosa que obsesionaba mis pensamientos desde el día de mi llegada a esta casa.
Me desperté sobresaltada. Aún lucía la luna y en el dormitorio me parecía ver la figura incierta de una mujer. Sabía que era Alice. No hablaba, pero yo estaba segura de que me decía algo. «No debes irte de aquí. Debes quedarte. No puedo reposar. Tienes que ayudarme. Puedes ayudarnos mucho a todos».
Estaba temblando como una azogada. Me senté en la cama y, despierta ya del todo, comprendí el motivo de mi alucinación. Cuando hice las maletas me había dejado abierta la puerta del armario y lo que me había parecido el fantasma de Alice no era sino su trajo de montar.
*****
Me levanté tarde a la mañana siguiente porque como tardé mucho en dormirme a fondo, cuando lo hice fue con un sueño profundo. Kitty tuvo que aporrear la puerta para despertarme. Me llevaba el agua caliente y le alarmaba que estuviese la puerta cerrada con pestillo a esas horas.
Me levanté de un brinco y descorrí el pestillo.
—¿Le sucede algo, señorita? —me preguntó alarmada Kitty.
—No, no —contesté y noté que la chica esperaba que le explicase por qué había cerrado la puerta con pestillo, explicación que, naturalmente, no pensaba darle; pero el baile de la noche anterior la tenía tan alterada que pronto olvidó aquel asunto.
—Fue estupendo, señorita. Desde mi dormitorio los estuve viendo bailar sobre el césped a la luz de la luna. ¡Qué cosa tan linda! Era como en los tiempos de la señora. Parece usted cansada, señorita. ¿No la dejaron dormir?
—Claro, había mucho ruido…
—Bueno, ya ha pasado todo. La señora Polgrey está ocupándose de que retiren sus plantas. Parece una gallina vigilando a sus pollitos. El salón está todo patas arriba esta mañana. Menudo trabajo nos espera a Daisy y a mí.
Bostecé y Kitty me puso el agua caliente en el baño y se marchó. Pero a los cinco minutos volvió.
Estaba yo a medio vestir. Me envolví en una toalla para defenderme de su curiosidad.
—El Amo pregunta por usted —dijo—. Quiere verla en seguida. En la sala del ponche. Ha dicho: «que le digan a la señorita Leigh que es urgentísimo».
—¿Sí? —me extrañé.
—Urgentísimo, señorita —repitió Kitty al marcharse. Acabé de lavarme y me vestí rápidamente. Ya sabía lo que significaba aquella llamada. Me despedirían con cualquier pretexto. Pensé en el caso de la señorita Jansen y me figuré que le había sucedido lo mismo que a mí. Al fracasar Connan con ella, habría inventado cualquier cosa para echarla. Ahora haría lo mismo conmigo.
«Es un hombre sin escrúpulos», fue la conclusión a la que llegué. Y decidí adelantarme para no darle la satisfacción de despedirme. Bajé a la sala del ponche preparada para la batalla. Connan TreMellyn, con chaqueta azul de montar, daba la impresión de haberse pasado toda la noche sin acostarse.
—Buenos días, señorita Leigh —dijo, y con gran sorpresa mía me sonrió.
No le devolví la sonrisa.
—Buenos días —le dije—. Ya he hecho las maletas y deseo marcharme lo antes posible.
—¡Señorita Leigh! —su exclamación era un reproche tan claro que me produjo una absurda alegría. Empecé a decirme a mí misma: «No quiere que me vaya. No me va a despedir. Al contrario, quiere disculparse».
Y dije con una voz reticente y relamida que me habría parecido insoportable en cualquier persona:
—Considero que es la única solución que me queda teniendo en cuenta… lo que…
Me interrumpió:
—Sí, después de mi incalificable conducta de anoche. Pero, señorita, voy a rogarle con el mayor interés que olvide usted lo sucedido. La excitación del ambiente y del momento pudo más que yo. Olvidé con quién bailaba. Por eso, le ruego a usted que perdone mi conducta tan reprobable en esta ocasión y que me prometa generosamente —y estoy seguro de que es usted muy generosa, señorita Leigh— que olvidaremos este pequeño incidente desagradable y seguiremos exactamente igual que antes.
Me daba la impresión de que había un cierto matiz burlón en sus palabras, pero me sentía tan feliz que no me importaba. «No me marcho. No echaré al correo la carta a Phillida». Esto pensaba contentísima. Después de todo, era una gran satisfacción no marcharse por motivos tan turbios.
Incliné la cabeza y dije:
—Acepto sus excusas, señor TreMellyn. Olvidaremos este desagradable y desgraciado incidente.
Entonces me volví y salí de la habitación.
Subí las escaleras de tres en tres escalones. Me invadía una irreprimible alegría y tenía unas terribles ganas de bailar como la otra noche en el solarium. El incidente había terminado y me quedaría en la casa. En aquellos momentos comprendía que me habría causado una gran pena tener que irme.
Siempre había sido muy propensa al autoanálisis y esta vez me dije: «¿Por qué estoy tan contenta? ¿Por qué me sentía tan desgraciada ante la perspectiva de marcharme de Mount Mellyn?».
La respuesta fue rápida: «Porque aquí hay un misterio que quiero aclarar. Porque deseo ayudar a estas dos pobres niñas Alvean y Gilly».
Sin embargo, esta respuesta era demasiado fácil para ser la auténtica o, por lo menos, la única. Esos motivos eran ciertos, pero había otro muy importante que empecé a confesarme a mí misma: estaba algo más que interesada por el señor de la casa.
Si hubiera sido más prudente, habría reconocido en seguida las señales de peligro. Pero no lo fui. Las mujeres que se encuentran en mi situación no suelen serlo.
*****
Aquel día Alvean y yo dimos nuestra clase de equitación como de costumbre. Todo salió bien y la única novedad fue que yo llevaba el nuevo traje de montar. Era muy distinto al anterior, pues consistía en un vestido muy ajustado de tejido ligero y, encima, una chaqueta de corte sastre casi exactamente como la chaqueta de montar usada por los hombres.
Me encantó que Alvean no diera muestras de miedo después del susto de la tarde anterior y me dije que en cuanto pasaran unos cuantos días intentaríamos los saltos de obstáculos.
Regresamos a la casa y fui a mi habitación para cambiarme, antes del té.
Me quité la chaqueta recordando el susto que me había dado el traje la noche anterior y estaba tan animada que me reí de mí misma por lo tonta que había sido. Me costó algún trabajo sacarme el vestido (Alice había sido un poco más esbelta que yo), me puse el mío de algodón gris —pues tía Adelaide me había advertido que no debía usar el mismo vestido dos días seguidos— y me disponía a colgar el traje de montar en el armario; cuando noté que había algo en un bolsillo de la chaqueta. Sorprendida —pues estaba segura de haber metido las manos en los bolsillos durante nuestra clase y no haber encontrado nada—, busqué allí dentro pero, efectivamente, nada había en el bolsillo mismo. Lo que fuese estaba bajo el forro de seda. Extendí la chaqueta sobre la cama y pronto descubrí un bolsillo oculto. Sólo tuve que desabrocharlo y me encontré en él una pequeña agenda.
Me latía el corazón desbocado al verme con aquel pequeño diario de Alice en mis manos. Dudé unos instantes, pero no pude resistir la tentación de ver lo que había escrito en él. Es más, consideraba como una obligación mía examinarlo.
En la primera hoja se leían estas dos palabras escritas con una letra un poco infantil: Alice TreMellyn. Miré la fecha. Era el año anterior, así que había escrito sus impresiones en aquel diario durante el último año de su vida.
Estuve hojeando la agenda, pero me decepcionó que no fuese un verdadero diario donde Alice hubiese ido anotando sus impresiones sobre personas y cosas. Allí no había más que anotaciones sobre lo que debía hacer cada día. Con ello no conseguiría conocerla más: «Ir a Mount Widden para el té… Los Trelanders a cenar… C. a Penzance… C. Vuelve».
Sin embargo, aquellas notas, por breves que fuesen, habían sido escritas por la propia Alice y esto las hacía muy valiosas para mí.
La última anotación de la agenda llevaba la fecha del veinte de agosto. Volví atrás hasta el mes de julio y en el día 14 decía: «Los Treslyn y Treslander a cenar en M. M… Ir modista para satén azul… No olvidar decirle Polgrey lo de las flores… Mandar a Gilly a la modista… Alvean, probarse vestido… Si el joyero no envía broche el 16, ir a verlo». Y el 16: «No enviaron broche. Ir sin falta mañana por la mañana. Debo tenerlo para la cena en casa de los Treslander el 18».
Todo esto parecía muy trivial. Lo que yo había considerado un gran descubrimiento, no era gran cosa. Dejé la agenda en el mismo bolsillo interior y pasé a la sala de clase para tomar el té con Alvean.
Más tarde, cuando estábamos leyendo Alvean y yo, se me ocurrió de pronto una idea que me sobresaltó: No sabía la fecha exacta en que había muerto Alice, pero no podía haber sido mucho después de la última fecha que figuraba en la agenda. Era muy extraño que hubiera considerado que merecía la pena anotar todas aquellas minucias si estaba preparándose para abandonar a su esposo y su hija y marcharse con otro hombre.
Consideré absolutamente necesario saber la fecha exacta de su muerte. Alvean había tomado el té con su padre porque habían venido algunas personas de visita.
Así que tuve libertad para salir sola. Fui al pueblo de Mellyn y pasé al cementerio donde suponía que estarían enterrados los restos de Alice. Apenas conocía aquel pueblo, pues no había tenido ocasión de pasear hasta allí. Solamente íbamos los domingos, pero directo a la iglesia y a la salida nunca nos entreteníamos, sino que volvíamos directamente, de manera que me interesó mucho verlo todo con calma.
Para hacer ejercicio, fui corriendo gran parte del camino cuesta abajo y llegué muy pronto al pueblo sin dejar de pensar que el regreso sería molesto, pues era una cuesta muy empinada.
El pueblecito, situado en el valle, rodeaba la vieja iglesia cuya torre gris estaba medio cubierta de hiedra. Había algunas casas muy bonitas, unas de color verde y otras de piedra gris, todas ellas muy antiguas; supuse que de la misma época que la iglesia. Me prometí a mí misma verlo todo con más detenimiento en otra ocasión. Tenía prisa por descubrir la tumba de Alice.
Al llegar al cementerio me pesó no haberme hecho acompañar por Alvean, que podía haberme indicado dónde estaba enterrada su madre. Me pareció imposible poder encontrar la tumba entre tantas cruces y lápidas. Luego pensé que los TreMellyn tenían que disponer en aquel cementerio de algún monumento funerario como correspondía a su posición social. Lo mejor sería mirar en seguida dónde estaba el panteón más imponente, pues aquél sería. Y en efecto, allí había un enorme panteón de mármol negro con adornos dorados, bastante cerca de donde yo estaba. Me dirigí hacia él y vi que era el de la familia Nansellock. De pronto se me ocurrió que Geoffrey Nansellock tenía que estar enterrado allí y que había muerto la misma noche que Alice. ¿No los habían enterrado juntos?
Allí estaba la inscripción grabada en el mármol. En la tumba reposaban los restos de los Nansellock difuntos desde mediados del siglo XVIII. Recordé que aquella familia había llegado a Mount Widden mucho después que los TreMellyn a Mount Mellyn. Naturalmente, era fácil encontrar el nombre de Geoffrey por ser el último de la lista.
Vi que había muerto el 17 de julio. Me entró una gran prisa por regresar y comprobar esa fecha en la agenda. Apenas me había alejado de la tumba, cuando vi a Celestine Nansellock que avanzaba hacia mí.
—¡Señorita Leigh! —exclamó—. Me estaba pareciendo que era usted.
Me sentí enrojecer al recordar que Celestine se hallaba entre los invitados que subieron al solarium y temía que pensara mal de mí.
—He dado un paseo por el pueblo —le dije— y he venido a parar aquí.
—¿Ha estado usted viendo la tumba de mi familia…?
—Sí. Me llamó en seguida la atención porque es muy hermosa.
—Sí, un monumento funerario puede ser bello. Yo suelo venir con frecuencia. Me gusta traerle de vez en cuando unas flores a Alice.
—Ah, claro —tartamudeé.
—Supongo que habrá visto usted el panteón de los TreMellyn.
—No.
—Está por aquí. Vamos a verlo.
Este otro panteón rivalizaba en magnificencia con el de la familia Nansellock. Sobre la losa negra de la tumba más reciente había un jarrón con margaritas.
—Acabo de dejarlas aquí —dijo Celestine—. Eran las flores favoritas de Alice.
Le temblaban los labios y me pareció que no podría resistir la emoción y rompería a llorar.
Miré la fecha y vi que era la misma en que Geoffrey Nansellock había muerto. Dije:
—Tengo que irme en seguida.
La pobre Celestine estaba demasiado conmovida para pronunciar ni una sola palabra. Pensé: «¡Cuánto quería a Alice! Sin duda era la persona que la quería más».
Estuve a punto de hablarle de la agenda que había descubierto, pero me contuve, pues la vergüenza que había pasado la noche anterior me hacía ser prudente.
Podía recordarme que, después de todo, yo no era más que la institutriz y no tenía derecho alguno a mezclarme en los asuntos de aquella familia y mucho menos a registrar la ropa que no me pertenecía.
La dejé allí y al volver la cabeza antes de salir del cementerio la vi arrodillada y con la cara tapada con ambas manos. El movimiento de sus hombros me revelaba que estaba sollozando.
Recorrí a toda prisa el camino de regreso a pesar de la cuesta arriba y en cuanto llegué a mi habitación, saqué la agenda. El día 16 de julio del año anterior, exactamente el día antes de haberse fugado con Geoffrey Nansellock, había escrito Alice que si no le enviaban el broche al día siguiente, tenía que ir sin falta a la joyería porque lo necesitaba para la cena a la que debía asistir el dieciocho.
Aquella anotación no la había hecho una mujer que pensaba fugarse. Tenía en mis manos casi una prueba segura de que el cuerpo que habían encontrado junto a Geoffrey Nansellock en el accidente ferroviario, no era el de Alice.
Y volví a hacerme la misma pregunta de siempre:
¿Qué le había sucedido a Alice? Si no yacía bajo la losa de mármol negro, en el panteón familiar, ¿dónde estaba?