3

Por la mañana, las fantasías de la noche me parecían tonterías impropias de una persona culta. Me preguntaba a mí misma por qué tanta gente —incluyéndome a mí— se empeñaba en tejer un misterio en torno a lo que había sucedido en aquella casa. En el fondo, era una historia bastante vulgar.

«Ya sé lo que pasa —pensé—. Cuando cualquier persona vive en una casa muy antigua como ésta, o simplemente cuando la visita, se empeña en creer que sus muros podrían contar fantásticas historias si pudieran hablar. Es ya un tópico. Piensa en las generaciones que vivieron y sufrieron en ella y estas ideas acaban poniéndole la fantasía a punto para inventarse vagos temores y ocurrencias raras. Así, en un caso como éste, en que la señora de la casa murió trágicamente, y en circunstancias oscuras, se figura esa persona, ya exaltada e inquieta por el ambiente, que el fantasma de la mujer ronda aún por el lugar donde vivió. Pero yo soy una persona sensata y no voy a caer en esas fantasías. Alice murió en un accidente ferroviario y allí terminó Alice para siempre».

Me reía de mí misma. ¿No me habían explicado Daisy y Kitty que los misteriosos murmullos que yo creía oír por las noches eran tan sólo el ruido del oleaje que tronaba en la cala, allá abajo?

Me prometí no volver a pensar esas tonterías. Sobre todo aquella mañana, con un sol magnífico, me hallaba en excelente disposición de ánimo.

Ningún otro día, de los que llevaba viviendo en Mount Mellyn, me había hallado tan a gusto. Me sentía inundada por una inexplicable alegría. Pero sí que era explicable: yo sabía muy bien que su causa era aquel hombre, Connan TreMellyn. No es que me gustase; todo lo contrario: me alteraba, me indignaba. Pero era como si hubiese lanzado un desafío y yo lo hubiera aceptado.

Estaba segura que triunfaría en mi cometido. Haría de Alvean no sólo una discípula modelo, sino una muchachita natural, libre de absurdas represiones, de resentimientos y de temores.

Estaba tan contenta que empecé a tararear, aunque lo más bajo posible.

Ven al jardín, Maud… Era una canción que a papá le gustaba mucho tocar al piano mientras Phillida la cantaba, pues además de sus otras buenas cualidades, mi hermana poseía una voz muy agradable. Luego pasé a Sweet and Low y durante unos momentos olvidé la casa en que me hallaba y vi a papá al piano, con las gafas resbalándosele por la nariz, los pies en sus cómodas zapatillas, sacándole el mayor partido posible a los pedales.

Casi me asombró darme cuenta de que estaba canturreando, inconscientemente, la misma canción que le había oído a Gilly en el bosque:

Alice, ¿dónde estás?

Oh, por Dios, eso no, no podía volver a esa obsesión.

Oí el ruido de las herraduras de los caballos y me asomé a la ventana. No vi a nadie. El césped tenía un magnífico aspecto y aún brillaba en él el rocío de la mañana. ¡Qué hermosa vista! Las palmeras le daban a la escena un increíble aspecto tropical y era una de esas mañanas en que todo promete un día espléndido.

—Uno de los últimos buenos que podremos ya tener este verano —dije en voz alta siguiendo el hilo de mis pensamientos; y, abriendo de par en par mi ventana, me asomé dejando colgar mis gruesas trenzas cobrizas cuyas puntas estaban atadas con una cinta azul. Así me las ponía para dormir.

Tarareaba Sweet and Low cuando Connan TreMellyn salió de la cuadra. Me vio antes de que pudiera retirarme y me sentí enrojecer avergonzada de que me hubiera visto en camisón y con el peinado de noche.

Me saludó alegremente:

—Buenos días, señorita Leigh.

En aquel momento me dije: «De modo que el caballo que oí era el suyo. ¿Habrá cabalgado tan temprano o toda la noche?». Me lo imaginé visitando a alguna de sus alegres vecinas, suponiendo que éstas existieran. Esa era la opinión que tenía de él. Me molestaba que pudiera saludarme tan tranquilo mientras yo me ponía como una amapola.

—Buenos días —dije, pero mi saludo sonó seco. Cruzaba con rapidez el césped, seguramente con la esperanza de turbarme aún más al mirarme más de cerca.

—Hermosa mañana —gritó.

—Magnífica —respondí.

Me retiré de la ventana a la vez que le oí:

—¡Hola, Alvean! ¿Así que también tú estás levantada a estas horas?

Oí responder a Alvean alegremente:

—¡Hola, papá! —y su voz era dulce, sin nada de esa tensión resentida con que habló de él el día anterior. Yo sabía que la niña estaba encantada de haberlo visto, que se había despertado en cuanto oyó su voz, y que se precipitó a la ventana con la esperanza de que se detuviera a hablar con ella.

Pero no lo hizo. Entró en la casa. De pie ante mi espejo, me estuve contemplando. Me avergoncé aún más al comprobar cómo me había visto Connan TreMellyn. Con aquel camisón de franela ligera de color rosa abotonado hasta el cuello, con el cabello en trenzas y la cara que aún entonces, al cabo de un rato, estaba más colorada que la tela.

Me puse la bata y un impulso me hizo cruzar la sala de clase y entrar sin llamar a la habitación de Alvean. La encontré sentada a caballo sobre una silla y hablándose a sí misma.

—No hay ningún motivo para tener miedo. Lo único que tienes que hacer es sujetarte bien y no asustarte… seguro que no te caerás.

Se hallaba tan abstraída que no oyó abrirse la puerta y pasé unos segundos contemplándola, pues estaba de espaldas a mí.

Aquellos momentos me enseñaron mucho sobre ella. Su padre era un gran jinete y tenía gran interés en que su hija montase bien a caballo, pero Alvean, que tan vivamente deseaba ganarse la estimación de su padre, le tenía miedo a los caballos.

Avancé hacia ella con un primer impulso de decirle que yo la enseñaría a ser una buena amazona. Y podía lograrlo, porque siempre habíamos tenido caballos en el campo y ya a los cinco años tomábamos parte Phillida y yo en los concursos hípicos locales.

Pero me contuve, porque empezaba a comprender a Alvean. Era una niña desgraciada. Había sufrido en varios sentidos con la tragedia de su casa. Había perdido a su madre y esto es lo peor que puede sucederle a cualquier niño. Pero su padre la trataba con indiferencia y de ahí que la desgracia de Alvean fuese doble.

Cerré en silencio la puerta sin que ella hubiera advertido aún mi presencia. Volví a mi habitación y, al ver que el sol daba sobre la alfombra, me sentí animada de nuevo. Triunfaría en lo que me habían encomendado y en lo que yo me había propuesto: Estaba completamente decidida. Si era necesario luchar contra Connan TreMellyn, lo haría: le obligaría a prestarle a su hija la atención que ésta merecía, a la que tenía pleno derecho, y que sólo un hombre insensible podía negarle.

*****

Las lecciones fueron difíciles aquella mañana. Alvean llegó tarde, pues había desayunado con su padre, siguiendo la tradición de la familia. Me los figuré sentados a la gran mesa de la habitación que servía de comedor cuando no había invitados. Le llamaban el comedor pequeño, pero lo de «pequeño» sólo era en proporción al enorme tamaño de las estancias de Mount Mellyn.

El padre leería el periódico o abriría sus cartas, me seguía imaginando, y Alvean estaría al otro extremo de la larga mesa esperando anhelante alguna palabra de cariño, palabra que él, con su egoísmo, no pronunciaría.

Tuve que enviar a una muchacha para que la llamase de mi parte por ser ya la hora de empezar la clase. Y esto la puso del peor humor. Procuré qué las lecciones resultaran lo más interesantes posible y debí de lograr mi propósito, pues a pesar de lo resentida que estaba conmigo esta mañana, Alvean pareció muy interesada en las cosas nuevas que aprendía de historia y geografía.

Almorzó con su padre mientras yo comía sola en mi cuarto, y después decidí abordar otra vez a Connan TreMellyn. Mientras pensaba dónde podría hablar mejor con él, le vi salir de la casa y cruzar hacia las cuadras. Inmediatamente le seguí, y le oí ordenar a Billy Trehay que le ensillara el caballo Royal Russet.

Pareció sorprenderse al verme allí y estoy segura de que cuando me sonrió estaba recordando mi aspecto en deshabillé a primera hora de la mañana.

—¡Vaya, si es la señorita Leigh!

—Deseaba decirle algo. Quizá sea éste el momento más conveniente para usted, ¿no?

—Eso depende de cuántas palabras sean —dijo, sacando el reloj y mirándolo—. Le puedo conceder cinco minutos, señorita Leigh.

Nos hallábamos dentro de la cuadra y me molestaba la presencia de Billy Trehay, porque si Connan TreMellyn iba a tratarme desconsideradamente, era muy desagradable para mí que estuviera presente un criado. Pero Connan TreMellyn ya había pensado sacarme de allí.

—Demos una vuelta por el césped. ¿Estará eso listo dentro de cinco minutos, Billy?

—Desde luego, Amo.

Salió de la cuadra y yo a su lado.

—Desde niña —dije— estoy acostumbrada a montar a caballo. Creo que Alvean desea aprender equitación. Solicito de usted autorización para enseñarla.

—Pues tiene usted mi permiso para intentarlo, señorita.

—Lo dice usted como si dudase de mi capacidad para conseguirlo.

—Sí, lo siento, pero ésa es la verdad.

—Me asombra que dude usted de algo sobre lo que no tiene la menor prueba. No sabe usted en absoluto cómo se me dan los caballos.

—Por favor, señorita —dijo, burlón—, interpreta usted mal mis palabras. No dudo ni un momento de que monte usted muy bien, ni de su capacidad para enseñar equitación, sino de que Alvean sea capaz de aprender.

—¿Quiere usted decir que otras personas han fracasado con ella?

—Yo mismo he fracasado.

—Pero será que no ha…

—Es raro que una niña tenga un miedo tan cerval. A la mayoría de los chicos y chicas les entusiasma poder montar a caballo.

Tenía una expresión dura. Yo sentía unas ganas enormes de gritarle: «¿Qué clase de padre es usted?».

Me figuraba cómo serían las lecciones de equitación que el padre daría a la hija: siempre exigiéndole incomprensiblemente que lo hiciera todo bien desde el primer momento, esperando que la pobre criatura hiciese milagros, la falta de cariño… No era extraño que la niña tuviese tanto miedo.

Prosiguió:

—Convénzase usted de que hay alguna gente que nunca podrá aprender.

Antes de poder contenerme ya le había soltado:

—Y hay mucha gente incapaz de enseñar.

Se detuvo para mirarme, estupefacto. «Nadie en la casa —pensé— se ha atrevido nunca a hablarle así. Y ahora mismo me despedirá. Me dirá que a fin de mes puedo hacer las maletas y marcharme».

Se le notaba muy bien su interna lucha para controlar la violencia de su temperamento. Seguía mirándome con sus ojos claros y me pareció que su mirada, después de la ira contenida, reflejaba el desprecio que sentía por mí. Luego miró hacia la cuadra y dijo:

—Tiene usted que perdonarme, señorita Leigh —y me dejó allí plantada.

*****

Fui directamente a ver a Alvean. La encontré en la sala de clase. Le duraba aún la desafiante expresión y comprendí que desde la ventana me había visto hablar con su padre.

Fui directamente al asunto.

—Tu padre me ha dado permiso para que te enseñe a montar a caballo. ¿Te gustaría aprender, Alvean?

Vi que se le atirantaban los músculos de la cara y me desanimé. ¿Cómo era posible enseñar a una criatura tan aterrada?

Sin embargo, estaba dispuesta a hacer cuanto pudiera. Sin darle tiempo a responder, continué:

—Cuando yo tenía tu edad, mi hermana y yo éramos muy buenas amazonas. Mi hermana era dos años menor que yo. Las dos tomábamos parte en las carreras de nuestro pueblo.

—Aquí también las hay —dijo Alvean.

—Resulta muy divertido. Se aprende con mucha facilidad, ya verás. Cuando se conocen los trucos, se encuentra una en la silla tan segura como en esa en que estás ahora sentada.

Estuvo un momento callada y luego dijo:

—Yo no podría aprender. No me gustan los caballos.

—¿Que no te gustan los caballos? Pero si son los animales más nobles y fieles que hay…

—No, no son buenos. Yo no les soy simpática a los caballos. Cuando monté a Grey Mare, una de nuestras yeguas, echó a correr y no quería pararse. Si Tapperty no la hubiera sujetado por las riendas me habría matado.

—Es que no debiste empezar con esa Grey Mare. Lo que te conviene para ir soltándote es un pony.

—Luego me dieron a Buttercup, otra yegua. Era tan mala como Grey Mare, pero de otra manera. Se paraba a comerse unas matas al borde del camino y por mucho que tiraba de ella no lograba que se moviera. En cambio, bastaba con que Billy Trehay le dijese: «Ven, Buttercup», para que le obedeciera al instante. Así, me hacía quedar mal y todos creían que era por mi culpa.

Me reí y ella me miró resentida, con odio. Me apresuré a explicarle, con toda paciencia, que los caballos se portaban siempre así hasta que uno aprendía a conocerlos y se ganaba su confianza. Nunca les hacen caso a los desconocidos, pero en cuanto le toman a uno cariño son nuestros mejores amigos.

Le dije:

—Escucha, Alvean. Ahora mismo vamos a salir y veremos lo que podemos hacer.

Movió la cabeza negativamente, con los labios apretados. Me miraba con suspicacia. Comprendí que temía quisiera yo castigarla por lo desagradable que había estado conmigo. Pensaba que mi intención era ponerla en ridículo para vengarme de ella. Tuve el impulso de pasarle un brazo cariñosamente por los hombros, pero no era aquélla la manera de ganarse a Alvean, y desistí.

—Antes de empezar a montar hay que aprender una cosa —le dije como si no hubiese notado su gesto—. Lo primero de todo es querer al caballo porque, en cuanto se le tiene cariño, no se le puede tener miedo. Sabe que eres su ama, y él está deseando tener alguien que lo mande. Los caballos quieren tomar amos, Alvean. Pero hay que ser con ellos unos amos buenos, amables, comprensivos.

Ahora me prestaba una gran atención.

—Cuando un caballo sale corriendo, como hizo Grey Mare, eso significa que está asustado. Aunque te parezca mentira, tiene tanto miedo como tú y su manera de manifestarlo es corriendo, huyendo. Lo más importante es no hacerle ver que estás asustada. Debes murmurarle: «Tranquila, Grey Mare, tranquila, que estoy yo aquí». Y en cuanto a Buttercup, te diré que es una yegua muy mala y perezosa y si no te obedecía es porque sabía que tú podías acabar dominándola y entonces se le acabaría la buena vida. Pero si desde el principio le haces ver que la cosa no tiene remedio y que tú eres su ama, te obedecerá. Por eso obedece a Billy Trehay.

—No sabía que Grey Mare me tenía miedo —dijo Alvean.

—Tu padre quiere que aprendas a montar —le insistí. Fue un error decirle eso. Le recordaba su pasado pánico y las humillaciones que había sufrido. En seguida le pasó por los ojos el miedo y el resentimiento contra el hombre que la trataba tan desconsideradamente, sin apreciar el gran cariño que ella le tenía.

Me apresuré a decirle:

—¿Verdad que sería muy divertido darle una gran sorpresa a tu padre aprendiendo tú a saltar con el caballo y a galopar sin que él supiera que te estabas entrenando hasta que te viera ya al final?

Me dolió ver la gran alegría que traslucía su rostro y volví a preguntarme cómo podía un hombre ser tan duro como para negarle a su hija el cariño que ésta le pedía.

—Alvean —le dije—, vamos a intentarlo.

—Sí —dijo—. Lo vamos a intentar. Voy a cambiarme de ropa.

De pronto recordé que no tenía traje de montar, y esto me desanimó mucho. Durante los años que pasé con tía Adelaide, tuve pocas ocasiones de llevarlo. Tía Adelaide no montaba a caballo y por eso nunca la invitaban a las cacerías. De ahí que nunca tuviese yo oportunidad de montar en sitios donde necesitase el equipo de amazona. Por eso, la última vez que examiné mi traje de montar vi que la polilla lo había estropeado por completo y me resigné, pues estaba segura de no volver a necesitarlo nunca más.

Alvean me miraba intrigada ante mi vacilación y le tuve que decir:

—No me acordaba de que no tengo traje de amazona.

También ella se quedó triste, pero en seguida se le iluminó la cara.

—Venga conmigo —me dijo.

Lo dijo casi en tono de conspiración y sus gestos también eran cómicamente misteriosos. Me encantaba esta nueva relación entre nosotras, pues suponía un gran progreso en nuestra amistad.

Fuimos por la galería hasta llegar a la parte de la casa que la señora Polgrey me había advertido «que no era la mía». Alvean se detuvo ante una puerta y la vi dudar con gesto preocupado antes de decidirse a abrirla.

Se apartó para dejarme pasar primero y no pude evitar la sensación de que si me hacía pasar antes no era por cortesía, sino por temor.

Era una habitación pequeña que me pareció una salita. En ella había un espejo alargado, una rinconera, una cómoda y un armario de roble. Como la mayoría de las habitaciones de la casa, ésta tenía dos puertas. Todos estos cuartos de la galería parecían comunicados entre ellos y esta otra puerta de la salita estaba entreabierta. Alvean se acercó a ella, lanzó una cauta ojeada y por fin entró, siguiéndola yo.

Era un dormitorio. Una gran habitación bellamente amueblada con una alfombra azul que cubría todo el suelo, y cortinas de terciopelo también azul. La cama era de dosel y aunque sin duda era muy amplia, quedaba empequeñecida por el enorme tamaño de la habitación.

A Alvean no parecía gustarle mi interés por el dormitorio. Volvió a la puerta de comunicación y la cerró.

—Aquí hay muchos vestidos —me dijo—. Miremos en los cajones de la cómoda, pues tiene que haber ropa de montar. Seguro que encontraremos algo que le venga bien a usted.

Alvean estaba muy excitada, y para mí era una gran novedad verla con el entusiasmo propio de su edad. Por eso no me importó prestarme a aquella pequeña aventura y estar haciendo algo que no era muy procedente dada mi situación en la casa.

En la cómoda había vestidos, faldas bajeras, sombreros y botas.

Alvean dijo precipitadamente:

—En las buhardillas hay muchísima ropa. Baúles llenos de trajes y de todo. Eran de la abuela y de la bisabuela. Cuando damos aquí fiestas los sacamos y nos disfrazamos…

Cogí un sombrero de castor negro, de señora, que indudablemente correspondía a un traje de amazona.

Me lo puse y Alvean se rió. Esa risa me conmovió más que nada de lo que había visto u oído desde mi llegada a la casa. Era la risa de una niña que no suele reírse y que se ríe como si cometiese un pecado. Me propuse hacerla reír lo más que pudiera para que lo hiciese del modo más natural y espontáneo, sin temor a molestar a nadie.

De pronto se contuvo como si recordara dónde estaba.

—Está usted muy graciosa con ese sombrero, señorita.

Me contemplé en el espejo. Desde luego, estaba muy cambiada. Me brillaban los ojos y mi cabello parecía completamente de cobre por contraste con el color negro del sombrero. Reconocí que estaba un poco más atractiva que de costumbre, y eso es lo que Alvean quería significar con «graciosa».

—Es que no parece usted en absoluto una institutriz —me aclaró mientras sacaba un traje de amazona de lana negra ribeteado de trencilla. Tenía cuello y puños azules y era de corte elegante.

Me lo probé por encima y, en efecto, era de mi talla.

—Creo que éste me vendrá bien —dije.

—Pruébeselo —dijo Alvean. Pero, en seguida, añadió—: No, aquí no.

—Se lo lleva usted a su habitación y se lo pone allí. —De pronto parecía obsesionada por el deseo de salir del dormitorio. Cogió el sombrero y corrió hacia la puerta. Tratando de explicarme su prisa, creí que respondía al interés de empezar la clase de equitación, pues ya apenas quedaba tiempo hasta la hora del té, a las cuatro.

Recogí el vestido y el sombrero que me dio Alvean y me encerré en el dormitorio. La niña entró en el suyo y yo me puse inmediatamente el traje de amazona.

No me estaba perfectamente, pero nunca había usado ropa tan cara y no me importaba que me estuviera un poco estrecho de cintura y que las mangas me quedasen un poco cortas. Todo quedaba de sobras compensado por aquella mujer nueva que me miraba desde el espejo y, cuando me puse el sombrero de castor, quedé encantada con mi figura. Era una extraordinaria novedad para mí.

Fui a la habitación de Alvean. Estaba ya vestida y cuando me vio se le iluminaron los ojos. Parecía contemplarme con un interés completamente nuevo, como si hasta entonces no me hubiera visto.

Bajé a la cuadra y le dije a Billy Trehay que ensillara a Buttercup para Alvean y otro caballo para mí, pues íbamos a dar nuestra clase de equitación.

Me miró con cierto asombro, pero le hice moverse rápido diciéndole que teníamos poco tiempo.

Cuando las monturas estuvieron dispuestas, cogí a Buttercup por las riendas y, yo, a pie, la conduje con Alvean ya montada en ella, hasta el prado.

Durante casi una hora estuvimos allí y cuando regresamos comprendí que se había entablado una nueva relación entre Alvean y yo. No es que me hubiese aceptado de un modo total —hubiera sido pedir demasiado—, pero estaba segura de que a partir de aquella tarde no me consideraba ya la niña como a una enemiga.

Concentré todos mis esfuerzos en ganarme su confianza. La acostumbré a quedarse tranquila en la silla, a hablarle cariñosamente a la yegua e incluso a tumbarse hacia atrás en el lomo de Buttercup y mirar al cielo en esa posición. Luego, sin moverse, le hacía cerrar los ojos. La enseñé a subirse y a apearse. Por supuesto, Buttercup sólo iba al paso y aquel terreno no presentaba obstáculo peligroso, pero al cabo de la primera hora había logrado lo que más me importaba: hacer que Alvean perdiera el miedo. Esto era cuanto me había propuesto para la primera lección.

Me asombré de que fueran ya las tres y media y creo que también le admiró a Alvean lo rápidamente que había pasado el tiempo.

—Tenemos que volver a casa en seguida —le dije— si queremos tener tiempo de cambiarnos para el té.

Cuando salimos del prado apareció una figura de hombre. Era alguien que había estado tendido en la hierba sin que yo lo hubiera visto. Al levantarse, vi con sorpresa que era Peter Nansellock.

Se acercó a nosotras aplaudiendo.

—Ha terminado la primera lección —gritó—, que ha sido excelente. No sabía yo que entre sus muchos méritos, señorita, se contaba la habilidad ecuestre.

—¿Nos estuviste viendo, tío Peter? —le preguntó Alvean.

—Durante media hora. Y debo decir que mi admiración por las dos es infinita.

Alvean sonrió satisfecha.

—¿De verdad que nos admiras?

—Por mucho que me pudiera sentir inclinado a halagar la vanidad de dos hermosas damas, nunca sería capaz de mentir. Nunca he dicho una mentira.

—Hasta este momento —dije agriamente. Alvean también se puso seria y yo añadí:

—En aprender a montar no hay nada digno de admiración. Miles de personas lo hacen todos los días.

—Pero el arte de la equitación nunca fue enseñado con tanta elegancia ni aprendido con tanta paciencia.

—Tu tío es un bromista, Alvean.

—Sí —dijo Alvean casi con pena—. Lo sé. Y no es mi tío, aunque yo lo llame así.

—Ya es hora de que volvamos a casa —añadí.

—¿No me invitarían a tomar el té en la sala de clase?

—¿Ha venido usted a ver al señor TreMellyn? —le pregunté.

—He venido a tomar el té con dos encantadoras señoritas.

Alvean rompió de pronto a reír. Vi que Peter Nansellock le era simpático.

—El señor TreMellyn salió de Mount Mellyn poco después de mediodía y no sé si habrá regresado —dije.

—Mientras el gato está fuera… —murmuró, y sus ojos observaban mi traje de un modo que me pareció insolente.

—Vamos, Alvean, no podemos entretenernos más. Dejé mi caballo al trote llevando a la vez las riendas de Buttercup y nos dirigimos hacia la casa.

Peter Nansellock nos siguió, y cuando llegamos a la cuadra le vi que se acercaba caminando tranquilamente.

Alvean y yo nos apeamos, entregamos los caballos a dos mozos de cuadra y subimos de prisa a nuestras habitaciones.

Me cambié de ropa y mirándome al espejo vi lo mal que me sentaba mi vestido de algodón gris. Hice un gesto de impaciencia, disgustada con mi propia insensatez y, al colgar el traje de amazona en mi armario, decidí aprovechar la primera oportunidad que se me presentara para preguntarle a la señora Polgrey si le parecía bien que yo lo usara. Temía haber obrado a la ligera, pero me disculpaba a mí misma porque la actitud de Connan TreMellyn me había impulsado a hacerlo.

Al colocar el traje vi un nombre en la cinturilla. Me sobresalté como me ocurría cada vez que surgía algo relacionado con aquella persona. Bordado en letras muy claras, aunque pequeñas, en el satén negro, se leía «Alice TreMellyn».

Entonces comprendí. Aquella habitación pequeña era el vestidor de Alice. Y la otra estancia era su dormitorio. Me admiró que Alvean me hubiera llevado allí y me hubiera ofrecido el traje de su madre.

Me latía el corazón como si fuera a salírseme del pecho. «Esto es absurdo», me dije. ¿Dónde podríamos haber encontrado un traje de amazona sino en aquella habitación? No íbamos a haber revuelto los baúles del desván en busca de algún traje antiguo. Todo era en verdad lógico y no había por qué complicar las cosas tontamente.

Estaba cayendo en lo ridículo con tanto pensar en Alice. ¿Por qué no había de ponerme su traje de amazona si no había otro disponible y lo necesitaba para dar clase de equitación a Alvean? Y, en definitiva, ¿acaso no estaba yo acostumbrada a llevar vestidos desechados por otras personas? Segura ya de mí misma, colgué el traje en mi armario. Llevada por un impulso inconsciente, me asomé a la ventana para tratar de localizar, en la fila de ventanas que desde allí veía en el otro ala de la gran L del edificio, la que correspondía al dormitorio de Alice. Creí situarla.

No pude evitar un leve temblor, pero me repetí que a ella le habría parecido muy bien que me pusiera su ropa, puesto que lo hacía para ayudar a su hija.

Pero después de haberme convencido a mí misma, hacía poco, de que no cometía ninguna inconveniencia, segundos después volvía a las andadas. ¿Qué había sido de mi sentido común? Por mucho que le diese vueltas al asunto, la verdad era que hubiese preferido que el traje de amazona hubiera pertenecido a cualquier persona menos a Alice.

*****

Cuando me cambié, oí que llamaban a la puerta. Me tranquilizó ver, cuando la abrí, que era la señora Polgrey.

—Entre —le dije—. Es usted exactamente la persona que deseaba ver ahora mismo.

En aquel momento me resultaba muy simpática. La normalidad que se desprendía de todos sus actos y de cuanto decía, contribuía mucho a desvanecer mis morbosas fantasías.

—Le he dado a la señorita Alvean su primera clase de equitación —me apresuré a decirle, pues me interesaba mucho consultarle lo del traje antes de que me dijera el objeto de su visita—. Y, como no tenía ropa adecuada para montar, la señorita Alvean me ha encontrado esto. Creo que era de su madre.

Abrí el armario y le enseñé el traje.

La señora Polgrey asintió con la cabeza.

—No sé si he hecho bien en ponérmelo —le dije.

—¿Le dio a usted permiso el Amo para enseñar a montar a la señorita Alvean?

—Sí, desde luego. Lo primero que hice fue asegurarme de que no le parecía mal.

—Entonces no tiene usted que preocuparse. El estará conforme en que use usted ese traje. No veo inconveniente en que lo guarde en su habitación con tal de que se lo ponga tan sólo cuando dé las clases de equitación a la señorita Alvean.

—Gracias. Me ha tranquilizado usted.

La señora Polgrey volvió a inclinar la cabeza en señal de aprobación. Le había agradado que le plantease mi pequeño problema como persona de confianza del Amo.

—El señor Nansellock está abajo —dijo.

—Sí, nos lo encontramos antes.

—El señor no está en casa. Y el señor Nansellock ha preguntado si podía usted acompañarle a tomar el té… Usted y la señorita Alvean.

—Pero ¿estará bien que nosotras… quiero decir yo…?

—Sí, señorita, nada tendría de particular. Esto es lo que desearía el Amo, sobre todo si lo ha propuesto el señor Nansellock. La señorita Jansen, durante el tiempo que estuvo aquí, solía ayudar a recibir a los invitados cuando era necesario. Incluso recuerdo que en cierta ocasión fue invitada al comedor.

—¡Ah! —exclamé procurando parecer todo lo impresionada que esperaba la señora Polgrey.

—Ya ve usted que esto de no tener señora de la casa plantea algunas dificultades. Y si un caballero expresa su deseo de que usted le haga los honores, no veo que haya inconveniente alguno en que usted acceda. Le he dicho al señor Nansellock que serviremos el té en la sala del ponche y no dudo de que pronto estarán ustedes allí. ¿Le molesta a usted en algún sentido?

—No, no; en absoluto.

La señora Polgrey me sonrió agradablemente.

—Entonces, ¿irá usted?

—Sí, desde luego.

Se marchó tan majestuosamente como había entrado y yo me quedé sonriendo sola, complacida. Estaba resultando un día muy agradable.

Cuando llegué a la sala de ponche, Alvean no estaba allí, pero Peter Nansellock esperaba repantigado cómodamente en uno de los sillones tapizados.

Al verme, se puso en pie de un brinco.

—Es delicioso que haya usted aceptado…

—La señora Polgrey me ha dicho que debo hacer los honores en ausencia del señor TreMellyn.

—¡Qué propio de usted recordarme que es sólo la institutriz!

—Me creí en el deber de decírselo por si lo había usted olvidado.

—¡Qué encantadora anfitriona! Desde luego, cuando menos parece usted una institutriz es cuando le da clase de equitación a Alvean.

—Eso es por mi costumbre de montar desde pequeña. Me adorno con plumas prestadas. Un faisán parecería un pavo real si le pusieran la cola de éste.

—Mi querida señorita Faisán, no estoy de acuerdo. «Los modales hacen al hombre…». O a la mujer, y no las hermosas plumas. Pero permítame preguntarle antes de que aparezca nuestra querida Alvean: ¿Qué opina usted de este sitio? ¿Está dispuesta a seguir con nosotros?

—La cuestión no es si esta casa me gusta a mí, sino saber si le gusto yo a la casa y si el mando, por decirlo así, tiene interés en que yo continúe.

—Ah, ya comprendo. Pero no olvide que en este caso las decisiones del mando son imprevisibles, ¿qué le parece a usted el viejo Connan?

—En primer lugar, el adjetivo que le aplica usted es inexacto. En segundo lugar, no me corresponde a mí opinar sobre él.

Se rió a carcajadas mostrando sus dientes blancos y perfectos.

—Querida Institutriz, usted va a ser mi perdición. Va usted a matarme de tanto hacerme reír.

—Lamento mucho enterarme de eso.

—Sin embargo —prosiguió—, he pensado muchas veces que si me muero de risa será un modo muy agradable de desaparecer de este mundo.

Esta salida de tono fue interrumpida por la aparición de Alvean.

—¡Ah, aquí está nuestra mujercita! —Exclamó Peter—. Querida Alvean, me ha dado una gran alegría que me acompañen la señorita Leigh y tú a tomar el té.

—Pues me extraña que se te haya antojado semejante cosa —le replicó Alvean—. Hasta ahora nunca te ha interesado… a no ser cuando estaba aquí la señorita Jansen.

—Calla, calla. Me estás traicionando —murmuró cómicamente.

Entró la señora Polgrey con Kitty. Ésta puso la bandeja sobre la mesa mientras la señora Polgrey encendía la lamparilla de alcohol. Vi que en la bandeja había una tetera. Kitty puso un mantel sobre una mesita y trajo pasteles y emparedados de pepino.

—Señorita, ¿no le importa hacer usted misma el té? —me preguntó la señora Polgrey.

Le dije que con mucho gusto lo haría y la señora Polgrey le hizo una seña a Kitty, que estaba mirando a Peter Nansellock alelada, como en trance.

Kitty parecía resistirse a abandonar la habitación; miraba a Peter con tal expresión de idolatría que me pareció cruel decirle que se marchara. Incluso me pareció que la señora Polgrey se hallaba también, hasta cierto punto, bajo el hechizo de aquel hombre. Pensé que era natural porque ofrecía un gran contraste con el señor de la casa. Peter tenía la habilidad de halagarla a una con sólo una mirada y observé que estaba siempre dispuesto a proporcionarle este placer a la primera mujer que se le pusiera por delante. Era simpático, no sólo conmigo, sino con Kitty, la señora Polgrey e incluso con la pequeña Alvean.

La verdad es que me sentí un poco picada, pues me molestaba que prodigase de tal manera aquella cualidad suya de hacer que se sintiera atractiva la mujer con quien estuviera.

Hice el té y Alvean le sirvió el pan y la mantequilla.

—¡Qué lujo! —exclamó—. Me siento como un sultán con dos bellas damas para servirle.

—Ya estás mintiendo otra vez —dijo Alvean—. Ninguna de nosotras es una dama, porque yo soy una niña y la señorita es una institutriz.

—¡Qué sacrilegio! —murmuró, y sus cálidos ojos se posaron en mí casi acariciadoramente. Me sentí incómoda y turbada bajo su galante escrutinio.

Cambié de conversación bruscamente.

—Creo que Alvean se convertirá en una excelente amazona. ¿Qué le pareció a usted por lo que pudo ver?

Alvean esperaba su opinión con anhelante impaciencia.

—Será la campeona de Cornualles, ya lo verá usted.

La niña no pudo ocultar la alegría que le producían estas palabras.

—Y —dijo levantando un dedo y moviéndolo ante la carita de Alvean— no olvides a quién se lo tienes que agradecer.

La mirada que me dirigió Alvean era casi tímida y me sentí de pronto muy feliz, muy contenta de estar allí. Nunca me había desaparecido tan por completo mi resentimiento contra la vida. Ya no envidiaba a mi encantadora hermana. En aquel momento sólo quería ser una persona: Martha Leigh, sentada en la sala del ponche tomando el té con Peter Nansellock y Alvean TreMellyn.

La niña dijo:

—Va a ser un secreto durante algún tiempo.

—Sí, queremos darle una sorpresa a su padre.

—Por mí no se sabrá, descuiden ustedes. Estaré callado como una tumba.

—¿Por qué dice la gente «Callado como una tumba»? —preguntó Alvean.

—Porque los muertos no hablan —explicó Peter.

—¿Y si tienen fantasmas? —dijo Alvean mirando por encima del hombro como si fuera a entrar alguno por la puerta.

—Lo que ha querido decir el señor Nansellock —me apresuré a interrumpir— es que guardará nuestro pequeño secreto. Alvean, creo que el señor Nansellock desearía tomar más emparedados de pepino.

Se levantó con vivacidad y se los ofreció. Era muy agradable verla tan dócil y amistosa.

—Todavía no nos ha visitado usted en Mount Widden, señorita Leigh —me dijo.

—Pues la verdad, no se me había ocurrido.

—Me parece impropio de una buena vecina. Ya sé lo que va usted a decirme: que no ha venido aquí para andar de visiteos, sino como institutriz.

—Exacto.

—La casa no es tan antigua ni tan grande como ésta. Carece de historia, pero es un lugar muy agradable y estoy seguro de que a mi hermana le encantaría que fuese usted cualquier día a visitarnos con Alvean. ¿Por qué no vienen a tomar el té?

—No sé si podré —empecé.

—¿No cree usted que entra dentro de sus obligaciones? Pues le diré cómo vamos a arreglarlo. Vendrá usted acompañando a la señorita Alvean, que ha sido invitada a tomar el té en Mount Widden. Así, al llevarla y traerla de nuevo a casa, cumple usted con los deberes de una meticulosa institutriz.

—¿Cuándo iremos? —preguntó Alvean.

—Ya ve usted que la cosa funciona —dijo Peter sonriente.

Yo también le sonreí. Me di cuenta de que hablaba por hablar y de que no tenía intención de invitarme en serio a tomar el té en su casa. Me lo figuré diciéndole aquellas mismas cosas a la señorita Jansen, la cual, por lo que me habían contado, era una joven del mayor atractivo. Conmigo, en cambio, no se proponía una conquista.

La puerta se abrió de pronto y me produjo un gran desconcierto ver aparecer a Connan TreMellyn. Confié en que no se me notara mi turbación. Tenía la sensación de que me habían sorprendido representando el papel de ama de casa en ausencia de él.

Me puse en pie y él me sonrió.

—Señorita Leigh, ¿hay una taza de té para mí?

—Alvean —le dije—, llama para que traigan otra taza, por favor.

Se levantó para hacer lo que le decía, pero había cambiado. Ahora estaba tensa, preocupada por hacer bien las cosas para que su padre tuviese una buena impresión de ella. Esto le hacía perder la espontaneidad, y al ponerse nerviosa, lo hacía todo peor. Así, al levantarse de la silla, tiró al suelo su taza. Se puso muy colorada. Le dije:

—No te preocupes. Toca la campanilla. Kitty se llevará los trozos cuando venga.

Me daba cuenta de que Connan TreMellyn me observaba divertido. De haber sabido que se iba a presentar, me habría negado a acompañar a Peter Nansellock a tomar el té en la sala del ponche. Estaba convencida de que mi patrón no veía con buenos ojos el que yo hiciera el papel de señora de la casa.

Peter dijo:

—Ha sido muy amable la señorita Leigh haciendo de anfitriona en mi honor. Le rogué que me acompañara con la niña y ella ha tenido la amabilidad de acceder.

—Sí, ha sido muy amable —dijo Connan TreMellyn con ligereza.

Entró Kitty y yo le indiqué la taza de porcelana rota sobre la alfombra.

—Y, por favor, traiga otra taza para el señor TreMellyn —añadí.

Me pareció que Kitty contenía una risita en el momento de salir de la sala. Nuestra situación debía de divertida. Yo, en cambio, estaba irritada conmigo misma. Aquello de representar una delicada comedia con las tazas de té y todo eso, no era lo mío; para colmo, la presencia del señor de la casa me desconcertaba. Me dije que debía tener mucho cuidado para evitar un desastre.

—¿Has tenido mucho que hacer, Connan? —preguntó Peter.

Entonces, Connan TreMellyn empezó a hablar de complicados negocios de fincas y me pareció que lo hacía para recordarme que mi deber allí era servir el té, llamar a las criadas y nada más. No me fuera yo a creer en serio que era la anfitriona. Mi categoría era únicamente la de una sirvienta distinguida.

Me puse furiosa contra mí misma por haber aceptado, estropeando así mi pequeño triunfo. Me pregunté cómo reaccionaría cuando le presentara a la excelente amazona que pensaba hacer de Alvean. Seguro que haría algún comentario superficial y frío y me dejaría con la impresión de que todo nuestro trabajo había sido en balde.

«Tú, querida niña —pensé—, te estás esforzando por ganarte el cariño de un hombre que no sabe lo que eso significa. ¡Pobre Alvean! ¡Y pobre Alice!».

Entonces tuve la absurda impresión de que Alice había entrado en la sala del ponche. En aquel momento me la imaginé con mucha mayor claridad que hasta entonces. Era una mujer aproximadamente de mi estatura, un poco más delgada de cintura —aunque también debía tener en cuenta que yo nunca había sido aficionada a apretarme el corsé— y un poco más baja. Vestía a esta figura con un traje negro de amazona, de cuello y puños azules, y le ponía un sombrero negro de castor. Lo único que seguía vago y en sombras era la cara.

Me trajeron la taza y el platillo y le serví una taza de té a Connan TreMellyn. Este me miraba, esperando.

—Alvean, por favor —dije—, pásale esto a tu padre.

La niña lo hizo con gran interés. Era una satisfacción para ella. El padre dio las gracias sin mover apenas los labios y Peter aprovechó la pausa para sacarme en la conversación.

—La señorita Leigh y yo nos encontramos en el tren el día en que ella vino a esta casa.

—¿Ah, sí?

—Sí, aunque desde luego no sabía quién era yo. Claro, ¡cómo iba a saberlo! Nunca había oído hablar de los famosos Nansellock. Ni siquiera tenía idea de la existencia de Mount Widden. Yo, en cambio, supe en seguida quién era ella. Por una extraña ironía del destino, entré en su mismo compartimiento.

—Todo eso es muy interesante —dijo Connan. Pero lo dijo con un tono que daba a entender que nada en el mundo podía ser menos interesante.

—Por eso —prosiguió Peter imperturbable— fue una gran sorpresa para ella enterarse de que éramos vecinos.

—Supongo que no sería una sorpresa desagradable —dijo Connan.

—En modo alguno —intervine.

—Muchas gracias, señorita Leigh, por esas amables palabras —dijo Peter.

Miré mi reloj y dije:

—Tengo que rogarles que nos perdonen a Alvean y a mí, pues son ya casi las cinco y tenemos que hacer de cinco a seis.

—No debemos trastornar su horario de clase de ninguna manera —dijo Connan.

—Pero, hombre —exclamó Peter—, en una ocasión como ésta se puede relajar un poco la disciplina.

Alvean tenía una expresión de sufrimiento, pues aunque se sentía desgraciada en presencia de su padre por la actitud indiferente de éste, no podía soportar alejarse de él.

—Por favor, papá… —empezó a decir. Él la miró, con severidad.

—Hija mía, ya has oído lo que ha dicho tu institutriz. Alvean enrojeció y no sabía qué actitud tomar ni dónde mirar, pero ya le estaba yo dando las buenas tardes a Peter Nansellock y empujando suavemente a Alvean hacia la puerta.

En la sala de clase Alvean me miró con rabia.

—¿Por qué tiene usted que estropearlo todo?

—¿Estropear? —repetí—. ¿Estropearlo todo?

—Podíamos haber dado la clase de lectura a cualquier otra hora… Hay tiempo de sobra sin necesidad de quitarme un rato que tengo que estar con papá.

—Ten en cuenta que nuestra hora de lectura es exactamente de cinco a seis —le repliqué, y en mi voz había una excesiva frialdad porque temía traicionarme y dejar traslucir la emoción intensa que se apoderaba de mí. Lo que en realidad me hubiera gustado decirle era esto: «Tú quieres mucho a tu padre. Tu mayor deseo es que le parezca bien lo que tú haces. Pero, mi querida niña, no sabes cómo arreglártelas para que él te haga caso. Deja, pues, que yo te ayude». Pero, por supuesto, nada de esto dije. Nunca había sido una persona expansiva y no iba a empezar entonces a serlo.

—Vamos a empezar —añadí—, porque sólo tenemos una hora y no debemos perder ni un minuto.

Alvean, sentada a la mesa con un gesto hosco, tenía la vista fija en el libro abierto. Era la novela de Dickens Los papeles del Club Pickwick, que leíamos desde mi llegada. Me pareció que este fino humor aliviaría algo la existencia demasiado seria de mi alumna.

Había perdido su entusiasmo habitual. Apenas llevaba unos minutos leyendo, cuando se interrumpió y me lanzó una dura mirada para decirme:

—Creo que usted lo odia. No puede usted soportar su compañía.

—No sé a quién te refieres, Alvean.

—Lo sabe de sobra. Sabe usted muy bien que me refiero a mi padre.

—Qué tontería —murmuré, pero temí estarme poniendo colorada—. Anda, estamos perdiendo el tiempo.

Así que me concentré en nuestra tarea y me dije que no era adecuado leer juntas la aventura nocturna referente a la señora de edad con sus papillottes.

*****

Aquella noche, cuando Alvean se retiró a su dormitorio, fui a dar un paseo por el bosque. Yo lo tenía como lugar de refugio donde podía estar tranquila y pensar sobre mi vida y las posibilidades que me presentaba el futuro.

Había sido un día lleno de acontecimientos, un día que pudo ser agradable para mí si no lo hubiese estropeado la intrusión de Connan TreMellyn. Me pregunté si sus negocios le obligarían a ausentarse durante largos períodos —verdaderamente largos—, no cosa de unos cuantos días, porque en tal caso podría yo convertir a Alvean en una criatura bastante feliz.

«Olvida a ese hombre —me aconsejé a mí misma—. Evítalo cuanto te sea posible. Es lo único que puedes hacer».

Todo eso estaba muy bien, pero la verdad era que, incluso cuando estaba ausente, dominaba mis pensamientos. Permanecí en el bosque hasta que se hizo casi de noche. Entonces regresé a la casa y apenas llevaba en mi habitación unos minutos cuando llamó a la puerta Kitty.

—Me pareció sentirla volver, señorita —dijo en cuanto entró—. El Amo la llama. Está en la biblioteca.

—Entonces, será mejor que me acompañes porque nunca he estado en la biblioteca.

Hubiese querido peinarme y arreglarme un poco, pero sabía que Kitty estaba siempre pendiente de cualquier aspecto de las relaciones entre hombre y mujer y no iba a hacerle pensar que me estaba acicalando para que el señor me encontrase más agradable.

Me condujo a una sala de la casa que yo aún no había visitado y de nuevo me impresionó la enorme amplitud de aquella mansión. Comprendí que eran las habitaciones reservadas para algún uso especial del señor, pues parecían más lujosas que la parte que yo conocía.

Kitty abrió una puerta y con aquella sonrisa inexpresiva a fuerza de querer ser seductora, me anunció:

—Aquí está la señorita, Amo.

—Gracias, Kitty —y dijo luego—: Pase usted, señorita Leigh.

Estaba sentado a la mesa donde se apilaban libros forrados de cuero y muchos papeles. La única luz era la que provenía de una lámpara de cuarzo rosa que había sobre la mesa.

—Siéntese, señorita.

Pensé: «Ya se ha enterado de que me he puesto el traje de amazona de Alice y le ha molestado. Ahora mismo me despedirá».

Mantuve la cabeza erguida y, en esta actitud casi arrogante, esperaba sus palabras.

—Me ha interesado enterarme esta tarde de que ya había usted conocido al señor Nansellock.

—¿De veras? —la sorpresa que revelaba mi voz no era fingida.

—Naturalmente, era inevitable que más pronto o más tarde trabase usted relación con él. Tanto él como su hermana visitan constantemente esta casa, pero…

—Pero considera usted innecesario que trabe amistad con la institutriz de su hija —me apresuré a decir.

—Eso es cuestión exclusivamente de usted y de él, señorita Leigh. No soy yo quien ha de decidirlo —me dijo con inconfundible tono de reproche.

Me desconcerté y dije entre titubeos:

—Es que me figuro… en realidad… soy la institutriz y no le parecerá a usted bien que me sitúe en términos de igualdad con un amigo de su familia.

—Le ruego a usted, señorita, que no me atribuya de antemano palabras que no tengo la intención de pronunciar. Las amistades que haga usted son asunto suyo y nada más, se lo aseguro. Pero su tía la puso, por decirlo así, bajo mi cuidado al enviarla a esta casa y si la he hecho venir aquí ahora es sólo con la intención de darle un consejo sobre un tema que, lo siento, le parecerá a usted un poco indelicado.

Me puse colorada y aún me sonrojé más al darme cuenta de que a él le divertía.

—El señor Nansellock tiene una cierta fama de… de… ¿cómo lo diría?… excesivamente propenso al encanto femenino.

—¡Ah! —exclamé, y aunque había hecho por evitarlo, me fue imposible contenerme—: Y usted se cree en la obligación…

—Señorita Leigh —me sonreía casi con ternura—. No olvide que esto es sólo una advertencia.

—Señor TreMellyn —dije haciendo un esfuerzo—. No creo necesitar semejante advertencia.

—Es muy guapo —prosiguió y era evidente el tono burlón con que lo decía—. Tiene fama de ser un tipo encantador. Aquí estaba una joven en el puesto que ocupa usted ahora, la señorita Jansen, y el señor Nansellock venía con frecuencia a verla. Le ruego que no interprete mal mis palabras. Y debo prevenirle en otro sentido: por favor, no tome usted demasiado en serio todo lo que el señor Nansellock le diga.

Me oí decir a mí misma con una voz forzada y chillona que no era la mía habitual:

—Es usted amabilísimo al preocuparse tanto por mí, señor TreMellyn.

—¿Cómo quiere que no me preocupe? Está usted aquí para cuidar de mi hija. Por tanto, es de gran importancia para mí.

Se levantó y yo hice lo mismo. Tenía que retirarme. Pero se me acercó rápidamente y poniéndome una mano en un hombro me dijo:

—Perdóneme. Soy un hombre rudo; me faltan esas cualidades que hacen tan agradable al señor Nansellock, pero sólo he querido darle a usted un consejo amistoso.

Por unos instantes miré aquellos ojos claros y fríos creí atisbar en ellos al hombre que ocultaba la máscara.

En seguida cambié de actitud y, en un momento de aplastante emoción, tuve plena conciencia de mi soledad, de la tragedia de todos aquellos que están solos en el mundo sin nadie que de verdad se interese por ellos. Quizá fuese tan sólo un sentimiento egoísta de autocompasión. Mis sentimientos entonces estaban tan confusos que ni siquiera hoy puedo aclararlo retrospectivamente.

—Gracias —dije.

Y salí casi huyendo de la biblioteca para regresar a mi dormitorio.

*****

Todos los días salíamos Alvean y yo al campo y practicábamos durante una hora a caballo. Al contemplar los progresos que hacía la pequeña montando a Buttercup, me dije que su padre debía ser excesivamente duro e impaciente con ella, pues la niña, aunque quizá no tuviese facultades innatas para ese deporte, estaría pronto en condiciones de hacer un gran papel.

Me enteré de que todos los años en noviembre se celebraba un concurso hípico, con exhibición de diversas habilidades ecuestres, en el pueblo de Mellyn, y le dije a Alvean que con toda seguridad podría ella participar.

Nos divertía mucho hacer esos planes porque Connan TreMellyn iba a ser uno de los jueces de la competición y ambas nos imaginábamos su asombro al ver que una cierta amazona ganadora del primer premio infantil era su hija, la niña que, según él había afirmado rotundamente, nunca aprendería a montar a caballo.

Esta ilusión la compartíamos Alvean y yo. A ella le entusiasmaba la posibilidad de ofrendarle ese triunfo a su padre por el amor que le tenía; y a mí, me permitiría darle a entender sin palabras: «Aquí tiene usted, hombre arrogante, lo que yo he conseguido donde usted ha fracasado».

Así que todas las tardes me ponía el traje de Alice (no me preocupaba de a quién había pertenecido antes, pues ya era mío) y nos marchábamos al campo para que Alvean siguiera aprendiendo.

El día en que la pequeña se lanzó en su primer galope fue de gran alegría para nosotras.

Aquella tarde, cuando volvimos y dejamos los caballos en la cuadra, la vi correr delante de mí saltando de trecho en trecho con gran entusiasmo. Se veía a sí misma en el concurso hípico, gozando por anticipado del momento en que su padre, estupefacto, le diría:

«¡Tú… Alvean! Hija mía, estoy orgullosísimo de ti». Me iba sonriendo mientras cruzaba el césped tras ella. Cuando entré en la casa, Alvean había desaparecido. Me la figuré subiendo las escaleras a saltos.

Esta era ya —o por lo menos, se acercaba bastante— la niña normal y feliz que yo pretendía hacer de ella.

Subí el primer tramo de escaleras y, en el oscuro descansillo, oí una exclamación contenida y una voz que decía:

—¡Alice!

Por un instante, la sangre se me heló. Entonces vi que era Celestine Nansellock parada en el tramo siguiente, agarrada a la barandilla y tan pálida que parecía irse a desmayar.

Era ella, claro está, la que había hablado. Me había visto con el traje de amazona de Alice y por un inevitable instante, había llegado a creer que yo era Alice… o su fantasma.

—Señorita Nansellock —le dije en seguida para tranquilizarla—. Alvean y yo hemos dado nuestra clase de equitación.

Tardó en reponerse. Su cara tenía un color grisáceo.

—Siento mucho haberla asustado —añadí.

Murmuró:

—Es que por un momento pensé…

—Creo que debería usted sentarse. Ha tenido usted una impresión muy fuerte. —Subí los escalones que me separaban de ella y la sujeté por el brazo—. ¿Por qué no sube usted a mi dormitorio y descansa allí un momento?

Movió la cabeza afirmativamente. Estaba temblando.

—Cómo lamento haberla sobresaltado —le dije mientras abría la puerta de mi habitación. Entramos y la hice sentar en una silla.

—¿Quiere usted que llame para que traigan un poco de coñac?

—No, no, gracias, ya estoy bien. Desde luego, me asustó usted, señorita Leigh. Ahora veo que es por la ropa.

—Ese descansillo está tan oscuro…

Repitió:

—Hubo un momento en que creí… —luego volvió a mirarme temerosa o quizá con una sensación de alivio. Parecía como si creyera que yo seguía siendo una aparición que había tomado el rostro de Martha Leigh, la institutriz, pero que podía transformarse en otra persona en cualquier momento.

La tranquilicé cuanto pude.

—Lo comprendo; me ha visto usted con esta ropa…

—La señora TreMellyn tenía un traje de montar exactamente igual que éste. Recuerdo perfectamente el cuello y los puños. Salíamos juntas a caballo… un par de días antes de que… Es que éramos grandes amigas, ¿sabe usted?, y siempre estábamos juntas. Por eso cuando… —volvió el rostro para enjugarse unas lágrimas.

—Comprendo. Creyó que yo era la propia señora TreMellyn que volvía de entre los muertos.

—Ha sido una gran tontería por mi parte. Sólo puede disculparme lo raro que resulta que su traje de amazona sea exactamente igual al de ella.

—Es que, efectivamente, es el de ella —dije.

Esto volvió a sobresaltarla. Tendió una mano y tocó la falda. Mientras tenía la tela entre el dedo pulgar y el índice, la expresión de su mirada era como si estuviera mirando al pasado.

—Como tengo que enseñarle a Alvean a montar a caballo y no disponía de ropa apropiada, la niña me llevó a las habitaciones de su madre y me encontró esto. Consulté con la señora Polgrey y me aseguró que podía llevarlo sin cargo de conciencia.

—Ya; eso lo explica todo —dijo Celestine—. Por favor, no cuente usted esta estupidez mía. Me alegro de que no haya habido testigos.

—Nada tiene de particular. A cualquiera le podía haber sucedido. Sobre todo siendo tan corriente en esta casa la impresión…

—¿Qué impresión?

—Pues esta vaga sensación que parecen tener aquí todos respecto a Alice, quiero decir, la señora TreMellyn.

—¿A qué se refiere usted?

—No me haga caso. Quizá sea sólo mi imaginación, pero me he figurado que en esta casa creen que la señora no… descansa.

—¡Qué ocurrencia tan extraordinaria! ¿Por qué no va a reposar? ¿Quién le dijo a usted semejante cosa?

—Pues… no estoy segura. Quizás haya sido sólo una figuración mía. Es posible que nadie me haya sugerido nada, sino que se me haya ocurrido a mí. Lamento haberla impresionado.

—No tiene usted por qué preocuparse, señorita Leigh. Ha sido usted muy amable conmigo. Ya me siento mejor. —Se puso en pie—. Por favor, no le diga a nadie que he sido tan tonta… Entonces, ¿le está enseñando a Alvean a montar? Me alegro mucho. Dígame, ¿se lleva usted mejor con ella ahora? Me pareció que había un cierto antagonismo entre ustedes al principio. Claro, sólo por parte de ella.

—Alvean es una de esas niñas que automáticamente se rebelan contra toda autoridad. Sí, creo que nos estamos haciendo buenas amigas. Y a ello han contribuido en gran medida las clases de equitación. Y, a propósito, le ruego que no le diga nada de eso al señor TreMellyn. Queremos darle una sorpresa. Por supuesto, le pedí permiso para enseñar a su hija, pero luego no se ha hablado más de ello y él debe de creer que he abandonado mi proyecto. Desde luego, ignora que la pequeña ha adelantado mucho.

—De acuerdo. Guardaré el secreto. Pero ¿no cree usted que puede perjudicarle a la niña el esfuerzo de ese ejercicio al que no está acostumbrada y la tensión de su afán por hacer un buen papel a caballo?

—¿Tensión? ¿Por qué? ¿Acaso no es una niña normal y saludable?

—No. Alvean es una niña muy nerviosa. Todo le cuesta un gran desgaste de energía nerviosa. No sé si con su temperamento servirá para la equitación.

—Pero a sus pocos años es muy posible influir sobre su manera de ser. Lo cierto es que disfruta mucho con sus clases y le ilusiona mucho la sorpresa que le dará a su padre.

—Pues me alegro mucho de que se esté haciendo amiga de usted… Tengo que irme. Vuelvo a agradecerle su amabilidad. Y no lo olvide, ni una palabra a nadie.

—Basta que usted me lo haya dicho. Sonrió y salió de mi habitación.

—Me miré al espejo (lamento decir que, desde mi llegada a Mount Mellyn, esto se había convertido en un hábito) y murmuré:

—Sí, aparte de la cara, podía ser Alice. —Luego entorné los ojos y me figuré que en lugar de mi rostro aparecía otro confuso, de facciones difuminadas.

Comprendía que Celestine se hubiera llevado aquel tremendo susto.

Como quiera que yo necesitaba aquel traje si iba a continuar dando clases de equitación a Alvean y como estaba decidida a continuarlas para tener la satisfacción de soltarle a su padre: «¡Ya se lo dije a usted!», me importaba tanto como a Celestine Nansellock que nadie se enterase de nuestro encuentro en las escaleras.

*****

Pasó una semana y sentí que me había encarrilado en una rutina. Las lecciones progresaban favorablemente tanto en la sala de clase como en la pista de equitación. Peter Nansellock volvió otras dos veces a Mount Mellyn, pero me las arreglé para rehuirlo. No olvidaba la advertencia de Connan TreMellyn y sabía que era un consejo razonable. No podía negarme a mí misma que Peter me animaba mucho y que podía llegar el momento en que, habituada a él en mi soledad, echase de menos sus visitas. Y no quería llegar a esa situación para que Connan TreMellyn tuviera que recordarme de nuevo la frivolidad de su amigo.

Pensaba de vez en cuando en el hermano de Peter, aquel Geoffrey que había muerto con Alice en el accidente. Llegué a la conclusión de que Peter debía de ser muy parecido a él en su manera de ser. Y al pensar en Geoffrey, me acordaba de lo que me habían contado acerca de la hija de la señora Polgrey, de la que ésta nunca me había hablado: Jennifer, la de «la cintura más estrecha de esta tierra» y que se había pasado toda su vida muy pudorosa y reservada hasta que un día se tumbó en el heno o en los alhelíes con el fascinante Geoffrey, a consecuencia de lo cual tuvo que «internarse» un día en el mar.

Mi interés por las lecciones de equitación de Alvean y por la personalidad de su padre me hizo dejar en segundo término a la pequeña Gilly. Era una niña tan suave y tranquila que la podía una olvidar con mucha facilidad. Alguna que otra vez, oía su extraña voz cantando desafinadamente por el bosque. La habitación de la señora Polgrey estaba debajo de la mía, y cuando Gilly cantaba allí, su voz se metía obsesivamente en mi cuarto.

Me decía a mí misma: «Si Gilly es capaz de aprender canciones, también podrá aprender otras cosas».

Por entonces debía yo ser muy fantaseadora, pues junto a la fingida escena en que Connan TreMellyn entregaba a su hija el primer premio de saltos en el concurso hípico de noviembre y me dedicaba a mí una mirada suplicante en que a la vez me pedía perdón y me expresaba la gran admiración que sentía por mí, surgía también otro cuadro pintado por mi fantasía: Gilly sentada en la sala de clase al lado de Alvean mientras alguien murmuraba al fondo: «Esto sólo podía haberlo conseguido la señorita Leigh. Ya ven ustedes que es maravillosa con las niñas. Después de lo que hizo por Alvean… ahora ha transformado también a Gilly».

Pero la realidad era todavía muy distinta. Alvean seguía siendo una niña terca y difícil, y en cuanto a Gilly, decían de ella las hijas de Tapperty: «A esa chica le falta un tornillo».

Después de aquellos días, bastante pacíficos, surgieron dos acontecimientos que acabaron con mi tranquilidad. El primero fue de poca importancia, pero me obsesionó. Por mucho que hiciera no podía borrármelo de la mente. Estaba yo repasando uno de los cuadernos de deberes de Alvean mientras ella escribía un ejercicio de redacción a mi lado. Al pasar las hojas del cuaderno, cayó un pedazo de papel. Estaba cubierto con dibujos. Sabía ya que Alvean poseía una gran facilidad y gusto para el dibujo y me proponía hablar algún día a su padre de esto, pues me parecía que debíamos fomentar esa facultad de la niña. Por supuesto, yo sólo podía enseñarle los rudimentos del arte, pero le podíamos buscar un buen profesor de dibujo.

Lo que aparecía dibujado en aquel pedazo de papel eran rostros. Reconocí el mío, que no estaba mal de parecido. Pero ¿tenía yo efectivamente ese aire tan modosito y recatado? Esperaba que no fuera mi aire habitual, pero así me vería ella cuando me dibujó de ese modo. Y también estaba allí representado su padre de varias maneras. Era fácilmente reconocible. Le di la vuelta al papel y lo vi lleno por ese lado de rostros de niñas. No estaba yo segura de quiénes podían ser.

¿Acaso Gilly? No. ¿Diferentes versiones de ella misma? No… Seguramente eran varias versiones del rostro de Gilly. Y sin embargo, recordaban a la propia Alvean, aunque lejanamente.

Me hallaba tan abstraída mirando el papel, que no me di cuenta de que Alvean, frente a mí, se inclinaba por encima de la mesa para quitármelo. Me sobresalté cuando me lo arrancó de las manos.

—Es mío —dijo.

—Y también son tuyos esos malísimos modales.

—No tiene usted derecho a mirarlo.

—Querida niña, ese papel estaba en tu cuaderno de cuentas.

—Pues no tenía por qué estar ahí.

—Entonces indígnate contra el papel y no contra mí —le dije; y luego, más sonriente—: Te ruego no le arranques las cosas a la gente con esa brusquedad. Es de muy mala educación.

—Lo siento.

Pero no había abandonado aún su tono desafiante. Seguí repasando las cuentas, la mayoría de las cuales estaban equivocadas. La aritmética no era su fuerte y quizá por eso perdía tanto tiempo pintando caras en vez de hacer su tarea. Pero ¿por qué se había enfadado tanto? ¿Por qué había dibujado esas caras que eran de Gilly en parte y en parte suyas?

Le dije:

—Alvean, tienes que trabajar más las cuentas. Las sumas están mal.

Se había puesto de pésimo humor y me respondió con un gruñido.

—Ni siquiera has llegado a dominar las multiplicaciones más sencillas. Ya ves, sólo unas sumas y están mal. Ojalá estuvieras en la aritmética a la mitad de altura que en el dibujo. Con eso me daría por muy contenta. Alvean seguía callada:

—¿Por qué no quieres dejarme ver esas caras que has dibujado? Me ha parecido que están muy bien.

Más silencio.

—Sobre todo —proseguí—, la de tu padre.

A pesar de su enfurruñamiento, en cuanto oyó el nombre de su padre se le animó la expresión.

—Y también esas caras de niñas. Dime, ¿eres tú o Gilly?

Por fin, se le desheló el rostro y me sonrió tímidamente:

—¿Quién cree usted que es, señorita?

—Para eso tienes que dejarme ver otra vez el papel. Dudó unos instantes y luego sacó el papel, lo alisó y me lo entregó.

Examiné con más detenimiento que antes las caras.

Y por fin dije:

—Mira, ésta lo mismo podías ser tú que Gilly.

—Entonces, ¿cree usted que nos parecemos tanto?

—Pues…, no. Digo, no sé, no lo había pensado hasta ahora.

—Pero ahora sí lo está usted pensando, ¿verdad?

—No tendría nada de particular. Es frecuente que los niños se parezcan unos a otros porque no tienen todavía las facciones formadas del todo.

—¡No me parezco a ella! —Exclamó con apasionamiento—. ¡No me parezco a esa… idiota!

—Alvean, no debes emplear esa palabra. ¿No comprendes que es una crueldad hablar así de esa pobre niña?

—Bueno, pero yo no me parezco a ella. Si vuelve usted a decirlo le diré a mi padre que la despida. Y lo hará… si yo quiero. Me bastaría con decírselo y se tendría usted que ir en seguida.

Gritaba, tratando de convencerse a sí misma de dos cosas: una, que no había ni el más ligero parecido entre Gilly y ella; y otra, que sólo tenía que pedirle una cosa a su padre para que éste le hiciera inmediatamente caso.

«Y ¿por qué? —me pregunté—. ¿Cuál es el motivo de esa vehemencia?».

Seguía frente a mí con la expresión cerrada.

Le dije, mirando con toda calma el reloj que tenía prendido en mi corpiño de algodón gris:

—Tienes exactamente diez minutos para terminar tu ejercicio de redacción.

Y volviendo a coger el cuaderno de deberes, pretendí seguir prestando una gran atención a sus cuentas.

*****

El segundo incidente fue aún más molesto.

Aquél había sido un día bastante pacífico, es decir, que las lecciones se habían desarrollado con cierta normalidad. Di mi paseo habitual por el bosque a última hora y, cuando regresé, vi que frente a la casa había dos coches. Uno de ellos era el de Mount Widden. Lo conocí en seguida y supuse que Peter o Celestine habían ido de visita. El otro coche me era desconocido, pero vi que tenía un escudo en la portezuela y, desde luego, era un coche muy bueno. Trataba de adivinar a quién podía pertenecer hasta que me dije que aquello no era asunto de mi incumbencia.

Subí por la escalera de servicio hasta mi habitación. Era una noche cálida y, sentada en mi ventana, oí música procedente de otra de las ventanas que estaban abiertas. Sin duda, Connan TreMellyn tenía invitados importantes.

Me los figuré reunidos en una de las habitaciones que aún no conocía y, como siempre, me reñí a mí misma por estarme metiendo en lo que no me importaba. Pero no podía evitar imaginarme a Connan TreMellyn, con su esbelto cuerpo, elegantemente vestido, sentado con sus huéspedes escuchando música y quizá se pusieran luego a jugar a las cartas.

La música era del Sueño de una noche de verano, de Mendelssohn, y sentí un súbito anhelo de encontrarme allí entre ellos. Me sorprendió que este deseo fuera en mí mucho más intenso que el que pudiera haber sentido de asistir a las soirées o a las cenas que daba mi hermana Phillida o tía Adelaide. Me comía la curiosidad y no pude resistir la tentación de tocar la campanilla para que acudiesen Kitty o Daisy. Siempre sabían lo que ocurría en la casa y su mayor ilusión era cotillear un rato.

La que se presentó fue Daisy. Venía muy excitada.

Le dije:

—Quiero agua caliente, Daisy. ¿Puedes traérmela?

—Claro que sí, señorita.

—Me ha parecido que hay invitados esta noche, ¿no?

—¡Ay, sí, señorita! Aunque esto no es nada para las fiestas que había en esta casa. Espero que cuando pase el año, el Amo empezará a darlas otra vez. Por lo menos eso es lo que dice la señora Polgrey.

—Deben ustedes de haber estado muy tranquilos durante este año.

—Pero es lo propio… con una muerte en la familia.

—Desde luego. ¿Quiénes son los invitados de esta noche?

—Pues, por supuesto, la señorita Celestine y su hermano.

—Ya vi su coche. —Me avergonzaba que se me notase el interés en la voz. Me ponía a la altura de las criadas cotillas.

—Sí, y le diré a usted quiénes más han venido.

—¿Quiénes?

—Sir Thomas y lady Treslyn.

Lo decía con un tono misterioso.

—¡Ah! ¿Sí? —le dije para animarla.

—Aunque —prosiguió Daisy— dice la señora Polgrey que el pobre sir Thomas no está para fiestas y que haría mejor quedándose en la camita.

—¿Está enfermo?

—Es que, ¿sabe usted?, no volverá a cumplir los setenta años y no le funciona el corazón. La señora Polgrey dice que con un corazón así se puede uno marchar al otro mundo en un instante sin necesidad de que lo empujen. En cambio…

Se interrumpió y me guiñó un ojo. Sentía un gran deseo de que continuase, pero mi dignidad me impedía pedírselo. Era raro que Daisy controlara sus impulsos de murmuración.

Ella es harina de otro costal.

—¿Quién?

—Pues ¿quién va a ser? Lady Treslyn. Debería usted verla. Tiene un descote así de grande y lleva unas flores preciosas en un hombro. Es guapa de verdad y está más claro que el agua su impaciencia por… En fin, que está esperando…

—Ya veo que no es de la misma edad que, su marido.

Una risita nerviosa de Daisy.

—¡La misma edad! Cuarenta años de diferencia dicen que hay entre ellos. ¿Y sabe usted lo que ella quería? Pues que todos creyéramos que se llevan cincuenta años.

—No le es muy simpática esa señora, ¿verdad?

—A mí no, pero a otros sí. —Y se rió histéricamente.

Le temblaba todo el cuerpo. Sentí aún más vergüenza de estar compartiendo la cháchara criticona de una vulgar criada, y logrando reaccionar, le dije, seria:

—Necesito esa agua caliente, Daisy.

Daisy contuvo sus ganas de reír y murmurar y se marchó dejándome con una visión más clara de lo que sucedía en aquella sala.

Aún estaba pensando en ello después de haberme lavado las manos y deshecho el peinado para acostarme.

Los músicos interpretaban un vals de Chopin que tuvo la virtud de arrancarme de mi dormitorio de institutriz y tentarme con placeres espirituales fuera de mi alcance. Me veía como una delicada belleza en salones como aquel que aún no conocía en la casa, rodeada de personas ingeniosas y encantadoras y con el poder de hacer que me amase el hombre elegido por mí.

Mis propios pensamientos me sobresaltaron como si me hubiera cogido en falta. ¡Qué estupidez que una institutriz como yo se hiciera semejantes ilusiones!

Me asomé a la ventana. Hacía tanto que el tiempo era magnífico que no podía continuar mucho más; por lo menos, eso pensaba yo. Pronto llegarían las nieblas del otoño y me habían dicho que tanto éstas como las galernas de aquella región del sudoeste eran «algo muy especial», como decía Tapperty.

Percibía el olor del mar y oía el murmullo de las olas. Empezaban las «voces» su bisbiseo en la cala de Mellyn.

De pronto vi una luz en la parte superior de la casa que hasta entonces estaba en la mayor oscuridad y sentí que se me ponía carne de gallina. Sabía que aquella ventana era la del dormitorio al que me había conducido Alvean para elegir el traje de montar. Era el vestidor de Alice.

Habían echado la persiana. No me había dado cuenta de ello hasta entonces. Desde luego, estaba segura de que antes de oscurecer estaba subida la persiana, pues, como yo sabía que era la habitación de Alice, había adquirido el hábito —que me molestaba y que en vano había tratado de quitarme— de mirar lo primero a aquella ventana en cuanto me asomaba a la mía.

La persiana era muy fina y transparente. Detrás de ella vi la luz, muy débil, pero inconfundible. Se movía ante mis ojos asombrados.

Seguí en la ventana sin apartar la mirada de la otra y de pronto apareció una sombra recortada sobre la persiana. La sombra de una mujer. Oí una voz junto a mí que decía: «¡Es Alice!». Pero en seguida comprendí que era yo que había pensado en voz alta. «Estoy soñando despierta. Estoy viendo visiones», me dije.

Y otra vez pasó la silueta por la persiana.

Me temblaban las manos aferradas al borde de la ventana mientras miraba fascinada la temblorosa luz. Sentí el impulso de gritar llamando a Daisy o a Kitty o correr a la habitación de la señora Polgrey. Pero me contuve diciéndome que me tomarían por loca. Así que permanecí asomada a la ventana. Poco después volvió la oscuridad absoluta. Seguí mirando inútilmente, pues nada más pude ver en aquella ventana.

En la sala estaban interpretando otro vals de Chopin y seguí allí escuchando hasta que sentí frío, a pesar de la cálida noche de septiembre.

Entonces me acosté, pero tardé mucho tiempo en dormirme y, por fin, cuando logré conciliar el sueño, soñé que entraba una mujer en mi habitación. Vestía un traje de amazona con cuello azul y puños azules, ribeteado de trencilla. Me dijo: «Yo no iba en ese tren, señorita Leigh. Ya veo que se pregunta usted que dónde estaba. Pues bien, es usted quien ha de encontrarme. Búsqueme».

A través de mis sueños escuchaba el susurro de las olas en la cala; y lo primero que hice al levantarme a la mañana siguiente —en cuanto amaneció— fue asomarme otra vez a la ventana y mirar a la habitación que hacía poco más de un año había estado ocupada por Alice.

La persiana estaba subida, y pude ver con toda claridad las hermosas cortinas de terciopelo azul.