2

Tres días después de mi llegada a Mount Mellyn, regresó el señor de la casa.

En cuanto a mis obligaciones, yo las había encarrilado en una cómoda rutina. Alvean y yo dábamos las clases durante la mañana y, aparte un continuo deseo de desconcertarme, haciéndome preguntas a las que esperaba que yo no pudiese responder, era una buena discípula. Y no lo hacía por contentarme, sino porque su afán de aprender era muy grande, incontenible. Por su gusto, me habría fastidiado no estudiando, pero su afición al estudio era mayor. Llegué a pensar que su cabecita fraguaba lo siguiente: si aprendo todo lo que sabe la señorita podré decirle a papá que ya no la necesitamos para nada.

Yo había pensado con frecuencia en esas historias de viejas institutrices a quienes han alegrado sus últimos años los que ellas habían enseñado de pequeños mostrándose cariñosos y agradecidos con ellas. Era evidente que no podría esperar eso de Alvean.

Había sido un mal principio haber sostenido aquella conversación con mi compañero de viaje, tan aficionado a hacer predicciones del futuro, y yo me había impresionado cuando le oí hablar de Alice. De ahí que por las noches no pudiese evitar que la oscuridad se me poblase de temores y angustiosas fantasías. Cuando la casa estaba ya en absoluto silencio y me encontraba en mi dormitorio, me obsesionaba llegar a saber de qué habría muerto Alice. Debía de haber sido una mujer muy joven. Y me decía a mí misma —para tranquilizarme— que nada de particular tenía que su presencia se prolongase en la casa cuando hacía tan poco tiempo que había muerto. Un año, en realidad, no es mucho. Sabiendo que una persona ha desaparecido un año antes y no estando enterados aún de las circunstancias de su muerte, es natural que a fuerza de pensar en ello, y precisamente en la misma casa donde esa persona ha vivido, sintamos una impresión rara e inquietante.

Por las noches me despertaba sobresaltada y me parecía oír voces que gemían: ¡Alice! ¡Alice! ¿Dónde está Alice?

Aquella noche me levanté y me acerqué a la ventana. Las voces parecían alejarse en el aire, fuera de la casa.

Daisy, que, como su hermana, nada tenía de espiritualista, pues ambas eran de lo más práctico y terrenal, me explicó a qué se debían mis temores e imaginaciones. Me había llevado el agua caliente. Sin que le preguntase nada ni le confiase mis angustias nocturnas, me dijo:

—¿No oyó usted anoche el ruido que hacía el mar en la cala de Mellyn, señorita? Hacía así: siiis… siiis… siiis… siiii… uaa… uaa… uaa…[1]. Y así toda la noche.

Parecía como dos comadres gimoteando.

—Desde luego, lo he oído.

—Ocurre lo mismo muchas noches. Cada vez que el mar anda revuelto y el viento sopla en cierta dirección.

Me reí de mí misma. En este mundo hay una explicación para todo.

Había llegado a conocer a toda la gente de la casa.

La señora Tapperty me invitó un día a que pasara a su habitación para probar su vino de pastinaca. Deseaba que me encontrase a gusto en la casa. Luego me confió lo mucho que la había hecho sufrir su marido, pues por lo visto a Tapperty se le iban las manos detrás de las mozas y, mientras más jóvenes, más le apetecían. Temía que Daisy y Kitty salieran a su padre. Y era una pena, porque su madre (según propia declaración de la interesada) era una mujer temerosa de Dios y buena cumplidora, pues ni un solo domingo faltaba a la iglesia de Mellyn, ni por la mañana ni por la noche. Y ahora la pobre, con sus hijas ya crecidas, no sólo tenía que preocuparse de si su marido perseguía o no a la señora de Tully, sino de lo que pudiera estar haciendo Daisy en la cuadra con Billy Trehay o Kitty con aquel criado de Mount Widden. Era una vida imposible para una mujer tan buena y religiosa, cuyo único deseo era ver a todo el mundo en gracia de Dios.

En cuanto a la señora Soady, me habló un día de sus tres hijos y de los hijos de éstos. «Nunca he visto gente con más capacidad para agujerear calcetines», comentó la anciana. Esta mujer sólo hablaba de pequeñeces caseras que no podían saciar mi curiosidad por la vida de las personas que me rodeaban. Por eso no volví a visitarla.

Hice varios intentos por hablar con Gilly, pero siempre se me escapaba. En cuanto la llamaba, salía huyendo. La verdad es que su extraña voz, con su obsesionante tarareo, me producía una honda desazón cada vez que la oía.

Estaba convencida de que era necesario hacer algo por aquella niña. Me irritaba aquella gente aldeana que, por considerarla distinta a los demás niños, la llamaban «loca» y se quedaban tan tranquilos sin hacer nada por averiguar qué le sucedía. En cambio, cada día era más acuciante mi deseo de saber qué había detrás de aquella alucinante mirada de sus ojos azules.

Yo sabía que Gilly sentía interés por mí y que, intuitivamente, comprendía mi gran interés por ella. Pero me temía. Algo debió de suceder que la espantase, cuando era más pequeña, porque la timidez de esta criatura era anormal. Si pudiera convencerla de que podía confiar por completo en mí, si me contase lo que la asustaba, creía poderla convertir en una niña normal.

Creo que durante aquellos días pensaba más en Gilly que en Alvean. Esta no era para mí más que una niña mimada e insoportable, aunque muy inteligente y hay innumerables criaturas así. En cambio, Gilly me parecía única.

Era imposible hablarle a la señora Polgrey de su nieta. Dentro del convencionalismo que regía toda su vida, esta mujer tenía clasificadas a las personas en cuerdas y locas. Si alguien estaba loco, no había posibilidad alguna de que en ella alentase la normalidad, soterrada. Gilly era todo lo contrario que su abuela, por lo cual fue clasificada como loca y dejada por imposible.

Desde luego, intenté sacarle algo sobre su nieta, y se limitó a mirarme fríamente para darme a entender que mis deberes en aquella casa eran exclusivamente los de institutriz de la hija del Amo y, por tanto, no debía olvidar que Gilly no era asunto de mi incumbencia. Todo esto me lo decía con sólo callarse y mirarme significativamente cuando me atreví a abordar el tema.

Así estaban las cosas cuando Connan TreMellyn regresó a Mount Mellyn.

Me bastó mirar a Connan TreMellyn para sentirme hondamente turbada. Removió mis más íntimos y dormidos sentimientos. En realidad, sentí su presencia antes de verlo.

Llegó a primera hora de la tarde. Alvean estaba de paseo y yo había pedido agua caliente para lavarme antes de salir a dar una vuelta. Kitty me llevó el agua y, en cuanto entró en la habitación, noté que se había producido en ella un cambio. Le brillaban sus negros ojos y tenía los labios entreabiertos.

—El Amo está en casa —dijo.

Procuré que no me notase mi turbación, y en aquel momento se asomó Daisy por la puerta. Las dos hermanas se parecían mucho. Había en ambas una cierta avidez física que me molestaba. Creía comprender la expresión de estas dos muchachas y sospechaba que ninguna de ellas conservaba la virginidad. Sus gestos decían mucho y en varias ocasiones las vi en turbios conciliábulos con Billy Trehay y con otros jóvenes que venían del pueblo a trabajar en la finca. Eran distintas cuando se hallaban cerca de hombres. La excitación que manifestaban ante la llegada del señor de la casa —el cual, según comprendía poco de estar allí, les producía a todos una enorme impresión—, me hizo pensar algo que me disgustó a mí misma por haberme permitido tales suposiciones.

«¿Será un hombre de esa clase?», me preguntaba a mí misma.

—Llegó hace media hora —aclaró Kitty.

Me estaban observando con mucha atención y también esta vez creí saber en qué estaban pensando. Estudiaban, a su manera, las posibilidades de competencia que podían temer de mí. Y llegaban a la conclusión de que podían estar tranquilas.

Mi repugnancia aumentó, les volví la espalda y dije:

—Bueno, me lavaré las manos y pueden ustedes llevarse el agua. Voy a dar un paseo.

Me puse el sombrero y ya cuando salía a toda prisa por el jardín de la cocina, noté el cambio. Todos trabajaban como si en ello les fuera la vida: la señora Polgrey, atareada con las flores, los muchachos que habían venido del pueblo y Tapperty —que limpiaba las cuadras— y que ni siquiera me vieron, de tanta atención como ponían en su trabajo… No había duda de que toda la casa respetaba y temía al Amo.

Mientras paseaba por el bosque, me fui haciendo a la idea de marcharme si no le era simpática a Connan TreMellyn. Me iría con mi hermana mientras encontraba otra colocación. Ahora me sentía más optimista que cuando, días antes, me había planteado la misma posibilidad. Ahora recordaba a varias amistades que podían ayudarme. No estaba tan sola como había creído.

Llamé a Alvean, pero mi voz se perdió en la espesura del bosque y nadie me respondió. Entonces se me ocurrió llamar a la otra niña:

—¡Gilly! —grité—. ¿Estás por ahí, Gillyflower? Ven y dime algo. Nada has de temer de mí.

Silencio.

A las tres y media volví a la casa y, cuando subía la escalera camino de mi cuarto, oí a Daisy, que venía corriendo detrás de mí.

El Amo ha preguntado por usted, señorita. La espera en la sala del ponche.

—Muy bien —le dije—. Voy un momento a mi habitación y en seguida estaré en la sala del ponche.

—Es que el Amo la vio llegar y nos dijo que fuera usted en seguida.

—Mujer, primero tengo que quitarme el sombrero.

Me latía el corazón precipitadamente y me había sonrojado. Sentía un curioso antagonismo. Me parecía que, en cuanto hablase con aquel hombre, tendría que hacer las maletas y marcharme. Estaba dispuesta a marcharme con la mayor dignidad si es que mis temores se confirmaban.

En mi dormitorio, me quité el sombrero y me alisé el cabello. Mis ojos habían tomado, decididamente, el color de ámbar que tanto los favorecía. Pero reflejaban un resentimiento y una hostilidad completamente absurdos antes de haber conocido a Connan TreMellyn, contra el que nada podía tener. Mientras me dirigía a la sala del ponche, me decía que mis prejuicios se basaban sólo en ciertas expresiones que había sorprendido en las caras de aquellas dos muchachas tan ligeras de cascos. Había llegado a pensar que la pobre Alice se había muerto de pena por los engaños de su marido.

Llamé a la puerta.

—Entre. —Su voz era fuerte; la califiqué de «arrogante» cuando aún no había visto cómo era el hombre.

Estaba en pie, de espaldas a la chimenea e inmediatamente me impresionó su gran altura. Tenía más de un metro noventa, y su delgadez parecía alargar aún más su figura. Tenía el cabello negro y los ojos claros. Hundía las manos en los bolsillos de sus pantalones de montar y llevaba una chaqueta azul oscuro y una corbata blanca. Su aire era de una descuidada elegancia como si nada le importase su ropa, pero no pudiese evitar que le sentara bien.

Me dio la impresión de ser fuerte y cruel al mismo tiempo. Un rostro sensual, según podía verse, pero me resultó a la vez evidente que había en él una personalidad oculta y bien controlada. Ya desde aquel primer momento supe que había dos hombres en aquel cuerpo, dos personas distintas: el Connan TreMellyn que se enfrentaba con el mundo y el que permanecía oculto.

—De manera, señorita Leigh, que por fin nos conocemos.

No me tendió la mano y su actitud resultaba insolente, como si estuviera recordándome que yo no era más que una institutriz.

—No parece que sea muy tarde, pues sólo llevo en su casa unos días.

—Bueno, no hablemos más del tiempo que hemos estado sin conocernos. Está usted aquí, y eso basta.

Sus claros ojos me contemplaban burlonamente y me hicieron sentirme desmañada y muy poco atractiva.

Me hallaba ante un conocedor de mujeres y yo, incluso para los no iniciados, era un ejemplar muy poco deseable.

—La señora Polgrey me ha dado buenos informes de usted.

—Es muy amable.

—¿Por qué ha de ser amable si me dice la verdad? Es lo que espero de las personas a mi servicio.

—Quiero decir que ha sido muy amable conmigo y que ha contribuido a hacer posibles ésos buenos informes.

—No es usted una mujer que use los tópicos habituales de la conversación, pero sabe lo que quiere decir.

—Así lo espero.

—Bueno, tengo la impresión de que nos llevaremos bien.

Me daba cuenta de que sus ojos no se perdían ni un detalle de mi apariencia. Probablemente sabía que yo había pasado en Londres una temporada como cualquier otra señorita «bien» en busca de novio y que había fracasado conmigo la tía Adelaide en su afán de hacerme aprovechar alguna «buena oportunidad». A un buen conocedor de mujeres como él, no podía escapársele el motivo. Y esto me hizo pensar: «Por lo menos, me veré libre de las atenciones galantes que, con toda seguridad, prodigará a cuantas mujeres atractivas se relacionen con él».

—Dígame, ¿qué le parece mi hija? ¿Atrasada para su edad?

—En absoluto. Es muy inteligente. Pero me parece que necesita mucha disciplina.

—Estoy seguro de que usted remediará esa falta.

—Lo estoy procurando.

—Claro; para eso está usted aquí.

—Por favor, dígame hasta dónde puedo llevar con ella la severidad.

—¿Se refiere usted acaso a los castigos corporales?

—Nada más lejos de mi intención. Quiero decir: ¿me autoriza usted a aplicar mis propias normas?

—Aparte del asesinato, señorita Leigh, tiene usted mi permiso para hacer lo que quiera. Si sus métodos no me parecen bien, lo sabrá usted en seguida.

—Muy bien; comprendo.

— Y si quiere usted introducir algunas modificaciones en el plan de estudios, puede hacerlo.

—Gracias.

—Tengo fe en la experimentación. Si sus métodos no han logrado un buen resultado en… digamos seis meses, podríamos entonces examinar de nuevo la situación. ¿No le parece?

Su mirada era insolente. Pensé: «Quiere librarse pronto de mí. Se había hecho la ilusión de que yo era una jovencita tonta y encantadora capaz de liarse con él mientras hacía como que se preocupaba por la educación de la niña. Muy bien; lo mejor que puedo hacer es marcharme de esta casa».

—Supongo que debo presentarle excusas por los malos modales de Alvean. Perdió a su madre hace un año.

Le miré a la cara por si descubría en ella algún indicio de pena. Pero no vi ni la más leve alteración.

—Ya me lo han dicho.

—Por supuesto que se lo habrán dicho. Juraría que les faltaría tiempo para informarla a usted. Fue, desde luego, un terrible choque emotivo para la criatura.

—Sí, tuvo que ser una gran impresión para ella —dije.

—Fue repentino. —Estuvo callado unos segundos y luego añadió—: La pobre niña no tiene madre, y su padre… —se encogió de hombros dejando sin terminar la frase.

—Aun así —dije— hay muchas otras niñas más desgraciadas que ella. Todo lo que necesita es una mano firme.

En aquel instante sentí el magnetismo que emanaba de aquel hombre. Las facciones bien dibujadas, los ojos claros y fríos, la expresión burlona de todo el rostro… todo esto no era más —estaba segura— que una máscara con la que Connan TreMellyn ocultaba algo que estaba dispuesto a no dejar transparentar.

En aquel momento llamaron a la puerta y entró Celestine Nansellock.

—Me dijeron que estabas aquí, Connan. —Me dio la impresión de estar nerviosa. «Este hombre», pensé, en seguida, «desconcierta también a las personas de su mundo».

—¡Con qué rapidez circulan aquí las noticias! —murmuró—. Querida Celestine, has hecho muy bien en venir. Precisamente estaba entrando en relación con nuestra nueva institutriz. Me dice que Alvean es muy inteligente, pero que necesita disciplina.

—¡Claro que es inteligente! —Exclamó Celestine con indignación—. Y supongo que la señorita Leigh no se propondrá ser demasiado dura con ella. Alvean es una buena chica.

Connan TreMellyn me miró divertido.

—No creo que la señorita Leigh coincida con tu manera de ver el asunto. Querida Celestine, ves a nuestra gansita como si fuera un hermoso cisne.

—Quizá sea por exceso de cariño…

—¿Puedo retirarme? —dije, pues deseaba dejarlos solos cuanto antes.

—¡Si soy yo la que está interrumpiendo! —exclamó Celestine.

Connan TreMellyn nos miraba, con su expresión irónica, a ella y a mí por turno. Tuve la impresión de que nos consideraba a las dos igualmente desprovistas de atractivos femeninos.

—No, no; ya habíamos acabado nuestra conversación. Por lo menos, eso creo.

—Mejor digamos que ésta ha sido su primera parte —dijo con superficialidad—. Me parece que la señorita Leigh y yo vamos a tener que discutir muchos más asuntos relativos a mi hija.

Me despedí con una inclinación de cabeza y los dejé allí.

En la sala de clase me esperaba el té. Estaba demasiado alterada para tomar nada. Y al ver que no llegaba Alvean, supuse que estaría con su padre.

A las cinco aún no había llegado la niña, así que envié a Daisy a buscarla y a recordarle que de cinco a seis teníamos trabajo.

Esperé con toda paciencia. Ya había dado por cierto que Alvean se rebelaría. Había llegado su padre y la niña prefería estar con él a pasarse una hora leyendo conmigo.

Estuve pensando qué actitud debería tomar al negarse Alvean a subir. ¿Iría yo a la sala del ponche o dondequiera que estuviesen para exigir que la niña cumpliese con su deber? Celestine estaba con ellos y, con toda seguridad, se pondría de parte de Alvean, en contra de mí.

Escuché pasos en la escalera. Se abrió la puerta del dormitorio de Alvean, la que daba a la sala de clase, y apareció el propio Connan TreMellyn sujetando a su hija por un brazo.

La expresión de Alvean me asombró. Parecía tan desgraciada que sentí compasión de ella. Su padre sonreía de un modo que me pareció sádico, como si le divirtiesen la pena de la niña y mi desconcierto. Detrás de él venía Celestine.

—Aquí está —anunció Connan TreMellyn—. El deber es el deber, hija mía —le dijo a Alvean—. Y cuando tu institutriz te llama para dar clase, has de obedecer.

Alvean, conteniendo con dificultad los sollozos, balbució:

—Pero, papá, hoy es tu primer día en casa.

—Cuando la señorita Leigh te dice que es la hora de trabajar, eso es lo primero.

—Gracias, señor TreMellyn —dije—. Ven, Alvean, siéntate.

La expresión de la niña cambió por completo al mirarme. En aquellos momentos me odiaba ferozmente.

—Connan —dijo Celestine con toda calma—. Hoy es tu primer día; tiene razón la niña. Te esperaba con tanta impaciencia…

Él sonrió, pero su sonrisa era tan torva como una mueca.

—La disciplina ante todo —dijo—. Sí, Celeste, la disciplina es de la mayor importancia. Ven, dejaremos a Alvean con su institutriz.

Me dirigió una breve inclinación de cabeza mientras Alvean le miraba suplicante. Pero, no le hizo caso alguno. Se cerró la puerta y me quedé sola con mi discípula.

Aquel incidente me había enseñado muchísimo. Alvean adoraba a su padre y a él le era indiferente. Mi indignación contra él crecía a medida que aumentaba mi compasión por la niña. Nada de raro tenía que Alvean fuera una niña difícil. ¿Qué otra cosa se podía esperar cuando era tan desgraciada? La veía adorando a su padre, que nada se interesaba por ella, y mimada por Celestine Nansellock. Entre los dos estaban haciendo todo lo posible por estropear a la niña.

Me hubiera gustado más que Connan TreMellyn hubiese olvidado la disciplina, por mucho que yo se la hubiera recomendado, en aquel primer día en que volvía a estar en casa, y hubiese dedicado un poco de tiempo a su hija.

Alvean estuvo rebelde toda aquella tarde, pero le insistí para que se acostase a la hora de siempre. Me dijo que me odiaba, aunque no necesitaba decirme algo que era tan evidente.

Me sentía tan fastidiada después de haberla dejado acostada que salí a dar un paseo por el bosque y me senté sobre un tronco caído para darle vueltas a mi situación. Me preguntaba si iba a seguir en aquel empleo o me convendría más dejarlo en seguida. No era fácil decidirlo con tan escasos días como habían transcurrido. No estaba segura de si deseaba marcharme o quedarme.

Todo el día había hecho mucho calor y el bosque se hallaba sumergido en un denso silencio.

Muchas cosas me retenían allí. Por lo pronto, mi interés por Gillyflower; también, mi deseo de arrancar del corazón de Alvean su espíritu de rebeldía y resentimiento. Pero después de haber visto al amo, sentía menos interés por esas tareas.

No sabía por qué, pero me asustaba un poco aquel hombre. Estaba segura de que, en cierto sentido, no iba a molestarme, pero había en él un extraño magnetismo, una indefinible condición que me hacía imposible borrarlo de mi imaginación. Pensaba más que antes en la difunta Alice porque no cesaba de preguntarme qué clase de persona habría sido la mujer de Connan TreMellyn.

Me había dado cuenta de que le divertía en cierto modo, quizá precisamente porque no le resultaba atractiva, quizá porque estaba convencido de que yo pertenecía a ese ejército de mujeres a las que no queda otro remedio que trabajar para ganarse la vida y que se ven obligadas por ello a depender de los caprichos de las personas que las pagan. Los caprichos de personas como él. ¿Acaso había una veta de sadismo en su naturaleza? Yo creía que sí. Era muy probable que la pobre Alice no hubiera podido soportarlo. ¿No se habría «adentrado en el mar» ella también, como la madre de Gilly?

Seguía sentada cuando empecé a oír unos pasos por el bosque. Tuve unos momentos de vacilación, pues no sabía si continuar donde estaba o regresar a la casa. Se acercaba un hombre y su figura me era familiar. El no me había vista aún. Me latía el corazón con gran rapidez. Cuando llegó a mi lado se sobresaltó, pero en seguida me sonrió. Le reconocí entonces: era el hombre con quien había hablado en el tren.

—¡Vaya, vaya! ¡De modo que nos encontramos por fin! —exclamó—. Ya sabía yo que no tardaríamos en vernos otra vez. Pero, mujer, parece como si hubiera visto usted un fantasma. ¿Acaso es su estancia en Mount Mellyn lo que la inclina a ver fantasmas? Algunos dicen que hay una atmósfera fantasmal en estos lugares.

—¿Quién es usted? —le pregunté.

—Me llamo Peter Nansellock. Debo confesarme culpable de un pequeño engaño. Le mentí cuando le dije…

—¿Es usted el hermano de la señorita Celestine?

Afirmó con la cabeza y me explicó:

—Supe quién era usted cuando la vi en el tren. Entré a propósito en su compartimiento, incluso en su coche porque la vi desde el andén tan… institutriz —se la notaba a usted en seguida— que comprendí que era usted la que esperaban aquí. Luego, me bastó ver las etiquetas del equipaje para estar seguro. Sabía que esperaba a la señorita Martha Leigh en Mount Mellyn.

—Me tranquiliza saber que mi aspecto corresponde exactamente a mi condición.

—Cada vez me convenzo más de que no es usted muy aficionada a decir la verdad. Recuerdo que tuve fundados motivos para reprenderla por esas inexactitudes cuando charlamos en el tren. Le sienta a usted mal que le conozcan su profesión de institutriz con sólo verla.

Me sentí enrojecer de indignación:

—No estoy obligada a tolerar insultos de desconocidos por el mero hecho de ser una institutriz.

Me puse en pie, pero Nansellock me puso una mano en el brazo y me dijo amablemente:

—Por favor, hablemos un poco. Hay ciertas cosas que debe usted saber.

Mi curiosidad pudo más que mi dignidad ofendida y volví a sentarme en el tronco caído.

—Así es mejor, señorita Leigh. Ya ve usted que recuerdo su nombre.

—Muy amable de su parte. Me parece extraordinario que pueda usted fijarse en el nombre de una simple institutriz y retenerlo tanto tiempo en la memoria.

—Es usted como un erizo —replicó—. En cuanto se le escapa a uno la palabra «institutriz», saca usted los pinchos. Tendrá usted que aprender un poco de resignación. ¿No suelen enseñarnos que es necesario contentarse con la situación que nos ha tocado en esta vida?

—Pues ya ve usted que soy fiel a mi condición: si soy un erizo, lo normal es que pinche.

Se rió, pero en seguida se puso muy serio.

—No estoy dotado de facultades adivinatorias, señorita Leigh —dijo lentamente—. Ignoro por completo la quiromancia y todo eso. La engañé a usted.

—Y ¿cree usted que me creí ni un solo momento que fuera usted un brujo?

—Se lo creyó usted y hasta ahora mismo ha pensado en mí con admiración e inquietud.

—No he pensado en usted ni una pizca.

—¡Más mentiras! Me maravilla que una señorita que desprecia de tal modo la veracidad merezca enseñar a nuestra pequeña Alvean.

—Puesto que es usted amigo de la familia, está moralmente obligado a prevenirlos inmediatamente.

—¡Sería muy triste que Connan despidiera a la institutriz de su hija! Porque entonces me vería yo obligado a vagar como un alma en pena por este bosque sin esperanza de volver a encontrarla.

—Estoy observando que es usted muy frívolo.

—Cierto —seguía serio—. Mi hermano era también frívolo. Mi hermana es la única persona recomendable de la familia.

—Ya la he conocido.

—Es natural; visita constantemente Mount Mellyn. Tiene verdadera chifladura por Alvean.

—Viven ustedes tan cerca…

—También de usted viviremos ahora muy cerca, señorita Leigh. ¿Qué tal le parece esa perspectiva?

—Ni poco ni mucho.

—Es usted tan cruel como embustera. Esperaba que se alegrase usted por mí. Iba a decir que si las cosas se pusieran mal en Mount Mellyn, sólo tenía usted que acercarse a Mount Widden. Allí me encontrará siempre dispuesto a ayudarla. Estoy seguro de que entre mis muchas amistades, encontraría a alguien que necesitase una institutriz.

—Y ¿por qué ha de hacérseme intolerable la vida en Mount Mellyn?

—Es como una tumba, Connan es un hombre altivo y despótico; Alvean constituye una amenaza para la tranquilidad de cualquiera que esté a su lado, y, en general, la atmósfera de esta casa, desde la muerte de Alice, resulta muy molesta.

Me volví bruscamente hacia él y le pregunté:

—Me dijo usted que tuviera cuidado con Alice. ¿Qué quería decir con eso?

—Entonces, ¿lo recuerda usted?

—Es que era una cosa tan rara…

—Alice ha muerto —dijo Nansellock—, pero en cierto modo permanece entre nosotros. Por lo menos, ésa es la sensación que tengo cuando estoy en Mount Mellyn. Todo ha cambiado mucho desde que ella… desapareció.

—¿Cómo murió?

—¿No se lo han contado todavía?

—No.

—Creía que la señora Polgrey o alguna de las chicas se lo habría contado a usted. Pero no le han dicho nada, ¿verdad? Entonces es por el respeto que les inspira usted, la institutriz.

—Me gustaría enterarme.

—Es una historia muy sencilla. Estas cosas pasan en las mejores casas. A una mujer se le hace insoportable la vida con su marido. Se marcha… con otro hombre. Ya ve usted que es una historia corriente. Lo único especial es el final de Alice. Sí, terminó de otra manera.

Se miró a las puntas de las botas como cuando estaba en el tren. Por fin, añadió:

—El hombre del tren era mi hermano.

—¡Geoffrey Nansellock! —exclamé.

—¡Ya le han hablado de él!

Recordé a Gilly, cuyo nacimiento había trastornado tanto a su madre que se había suicidado.

—Sí, he oído hablar de Geoffrey Nansellock. Desde luego, fue un seductor.

—Esa es una palabra muy dura para aplicársela al pobre Geoffrey. Tenía mucho atractivo… Acaparó todo el atractivo que correspondía a la familia, por decirlo así. —Me sonrió—. A lo mejor hay quien cree que dejó un poquito para otros miembros de la familia… Pero, en serio, no era mal hombre. Yo le tenía cariño. Su gran debilidad eran las mujeres. Adoraba a las mujeres; las encontraba irresistibles. Y todas las mujeres aman al hombre que las adora. No lo pueden ustedes evitar, ¿verdad? Quiero decir que es un cumplido tan de agradecer… En fin, una tras otra fueron cayendo víctimas de su poder de atracción.

—Pero no vaciló en incluir también entre sus víctimas a las esposas de sus amigos.

—Habla usted como una auténtica institutriz. Desgraciadamente, señorita Leigh, parece ser cierto… por lo menos en el caso de Alice. Aunque, por otra parte, es verdad que en Mount Mellyn no marchaban bien las cosas. ¿Cree usted que Connan es un hombre con el que pueda uno convivir bien?

—No es propio de una institutriz criticar la personalidad de su patrono.

—¡Qué joven más contradictoria es usted, señorita Leigh! Cuando le conviene saca a relucir la institutriz y entonces olvida que no quiere que la reconozcan como tal cuando no le interesa a usted. Creo que todo el que vive en una casa debe conocer sus secretos.

—¿Qué secretos?

Se inclinó un poco más hacia mí.

—Alice temía a Connan. Antes de casarse con él había conocido a mi hermano. Ella y Geoffrey iban en el mismo tren… Se fugaban juntos.

—Ya. —Me aparté de él porque me parecía indigno de una persona bien educada estar hablando así de escándalos que, en definitiva, sólo concernían a otras personas.

—A pesar de lo muy desfigurado que estaba, identificaron a Geoffrey. Había una mujer a su lado. Estaba tan quemada que no había manera de saber quién era. Pero llevaba un medallón —uno de esos guardapelos— que pertenecía a Alice y por eso la reconocieron. Además, claro está, Alice había desaparecido coincidiendo con la partida de Geoffrey…

—¡Qué horrible morir de esa manera!

—La modosita institutriz se escandaliza de que la pobre Alice muriese en el acto de unirse, en una unión culpable, con mi encantador, pero equivocado hermano.

—¿Había sido muy desgraciada en Mount Mellyn?

—Ya conoce usted a Connan. No olvide que él sabía que Alice había estado enamorada de mi hermano, y Geoffrey andaba aún suelto, como si dijéramos. Me imagino el infierno que sería la vida para Alice.

—Sin duda, ha sido una tragedia —dije con un falso tono de ligereza—, pero ya ha terminado todo. ¿Por qué me dijo usted «Cuidado con Alice» como si aún estuviera ahí?

—¿Está usted delirando, señorita Leigh? No, claro que no delira. Una institutriz con tanto sentido común como usted no se dejaría influir por cuentos fantásticos.

—¿Qué cuentos fantásticos?

Me miró con una sonrisa burlona y se acercó aún más a mí. Me di cuenta entonces de que pronto sería de noche. Sentía impaciencia por volver a la casa y empecé a manifestar esta prisa por pequeños movimientos nerviosos.

—Identificaron su medallón… no a ella. Hay quien cree que no fue Alice la mujer que murió en el accidente junto a Geoffrey.

—Entonces, ¿quién era?

—Eso se preguntan algunas personas. Y por eso hay largas sombras en Mount Mellyn —dijo en un tono desenvuelto como quitando dramatismo al asunto. Me puse en pie.

—Tengo que volver. Pronto habrá oscurecido del todo.

Nansellock estaba junto a mí —algo más alto que yo— y se encontraron nuestras miradas.

—Creí que debía usted conocer estas cosas —dijo casi con amabilidad—. Me parece justo que esté enterada.

Empecé a caminar hacia la casa.

—Mi deber se limita a la educación de la niña. No estoy aquí para otra cosa —dije con cierta brusquedad.

—Pero ¿cómo puede una persona, aunque sea una institutriz aplastada por su sentido común, saber lo que le reserva el destino?

—Creo que sé lo que se espera de mí, y eso basta.

Estaba alarmada porque Nansellock caminaba a mi lado. Deseaba escapar de él y estar sola con mis pensamientos. Comprendía que este hombre hacía tambalear mi tan preciada dignidad, a la que me aferraba con esa firme decisión de todos los que temen perder lo poco que poseen. Se había burlado de mí en el tren. Y me parecía que no perdería ocasión de volver a reírse de mí.

—No me cabe la menor duda —dijo al cabo de unos instantes.

—No es necesario que me acompañe usted hasta la casa.

—Perdone que la contradiga. La tengo que acompañar porque da la casualidad de que yo voy también allí. Este es el camino más directo y no voy a dar un rodeo.

No volví a hablar hasta que llegamos a Mount Mellyn.

Connan TreMellyn salía en ese momento de las cuadras.

—¡Hola, Con! —gritó Peter Nansellock.

Connan TreMellyn nos miró con leve extrañeza. Comprendí que le sorprendía vernos llegar juntos.

Me apresuré a dar la vuelta para entrar por la puerta trasera.

No me fue fácil conciliar el sueño aquella noche. Los acontecimientos del día se agolpaban en mi mente. Me veía a mí misma con Connan TreMellyn, a Alvean, a Celestine, y otra vez yo, pero con Peter Nansellock en el bosque.

Esa noche el viento soplaba en «cierta dirección» y oí los extraños ruidos que producían las olas en la cala de Mellyn.

Por supuesto, dado mi estado de ánimo, me parecía oír gemidos y murmullos y, para mí, lo que las olas se decían unas a otras era: «¡Alice! ¡Alice! ¿Dónde está Alice? ¡Alice!, ¿dónde estás?».