«Si una mujer de buena familia se ve en la indigencia», había dicho mi tía Adelaide, «tiene dos caminos ante ella: uno, el del matrimonio, y el otro, encontrar un trabajo a tono con su distinguida condición».
Cuando el tren me llevaba a través de boscosas colinas y verdes prados, me había resignado ya a esta segunda solución; en parte, quizá porque nunca había tenido la oportunidad de intentar la primera.
Me entretenía figurándome a mí misma como debían de estarme viendo mis compañeros de viaje si es que se dignaban mirarme, lo cual no era muy probable: Una joven de estatura media —ya pasada la primera juventud, pues tenía veinticuatro años— con un vestido de merino marrón con cuello de encaje crema y puños también adornados con encaje de ese color. (Tía Adelaide me decía que el color crema era mucho más socorrido que el blanco). Como hacía calor en el compartimiento, me había desabrochado mi capa negra en el cuello, y mi gorrito de terciopelo marrón, sujeto con cintas de terciopelo del mismo color por debajo de la barbilla, era de los que sientan bien a mujeres de una feminidad muy acentuada, como mi hermana Phillida, pero que en cabezas como la mía resultan un poco incongruentes. Mi cabello era espeso y de un tono cobrizo, dividido en el centro y echado a los lados de mi cara, que es demasiado alargada, para quedar luego recogido en un molesto moño que sobresalía mucho tras el gorrito. Ojos grandes que, a veces, con ciertas luces, tomaban un color ambarino: ojos que eran mi mejor prenda. Pero a tía Adelaide le parecían demasiado atrevidos, y esto quería decir que no habían aprendido aún esos encantos femeninos que le valen tanto a una mujer. Mi nariz es demasiado corta y la frente excesivamente ancha. En fin, que, a mi parecer, nada lo tenía como era deseable y pensé que debería acostumbrarme a viajes como aquél, pues me vería obligada a cambiar muchas veces el empleo, ya que no tenía más remedio que ganarme el sustento y nunca llegaría a lograr un marido como solución de mi vida.
Habíamos dejado atrás los verdes prados de Somerset y nos internábamos ya en las parameras de Devon y, luego, por entre sus montes cubiertos de bosques. Me habían recomendado que me fijase bien en la obra maestra de la ingeniería que era el puente del señor Brunel, el puente que cruzaba el Tamar en Saltash y después de haber pasado el cual me encontraría fuera de Inglaterra y dentro del condado de Cornualles.
Esto de ir a cruzar el puente me estaba produciendo una emoción un poco ridícula, porque no venía a cuento. En aquella época no era yo una mujer fantasiosa —aunque quizá cambiase más tarde, pues la estancia en una casa como Mount Mellyn sería como para hacer fantasear a las personas prácticas y realistas—, de manera que no me explicaba por qué me alteraba tanto en aquellos momentos.
Me dije: «Es absurdo. Mount Mellyn puede ser una magnífica mansión; Connan TreMellyn puede ser tan romántico como sugiere su nombre; pero ¿qué me importa a mí todo esto? No seas tonta. Te relegarán a los sótanos o quizás arriba del todo, en la buhardilla, ya que sólo vas allí para ocuparte de la pequeña Alvean».
¡Qué nombres tan extraños tenía aquella gente!, pensé mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla. Aunque el sol iluminaba los páramos, los grises olmos de la lejanía presentaban un aspecto extrañamente amenazador. Parecían personas petrificadas.
La familia a cuya casa iba yo era de Cornualles, y la gente de esa región tiene un dialecto propio. Probablemente, mi nombre, Martha Leigh, les sonaría raro. ¡Martha! Este nombre me producía una honda impresión cada vez que lo oía. Tía Adelaide lo había usado siempre, pero, en casa, cuando vivía mi padre, tanto él como Phillida me llamaban Marty. No podía librarme del prejuicio de que Marty era una persona más agradable que Martha, y me asustaba ahora la idea de que el río Tamar me separaría durante mucho tiempo de Marty. Suponía que en mi nuevo puesto sería la señorita Leigh o, sencillamente, «señorita». O aún con menos categoría: Leigh a secas.
Una de las muchas amigas de tía Adelaide había oído hablar «del apuro en que se encontraba Connan TreMellyn». Necesitaba la persona adecuada para sacarle de él. Tenía que ser una mujer con la suficiente paciencia para cuidar de su hija, lo bastante culta para educarla como era debido, y todo lo amable que requería el que la niña no sufriera del trato con una persona que no sería de su clase social. La cosa estaba clara: lo que necesitaba Connan TreMellyn era una señorita de buena familia venida a menos. De ahí que tía Adelaide decidiera que yo era la persona más adecuada para ese puesto.
Cuando murió nuestro padre, que era vicario rural, tía Adelaide se hizo cargo de nosotros y nos llevó a Londres. Aquel ambiente era el que convenía a dos jóvenes casaderas como Phillida, de dieciocho años, y yo, que tenía veinte. Phillida se casó al final de aquella misma temporada; en cambio yo, después de pasar cuatro años junto a mi tía, no había sacado novio. Entonces llegó el día en que me propuso tomar una de las dos salidas que se ofrecían a una joven en mis circunstancias.
Miré por la ventanilla. Habíamos llegado a Plymouth. Mis compañeros de viaje habían descendido y yo me entretenía observando la animación del andén.
Cuando el jefe de estación tocó el silbato y estábamos a punto de arrancar de nuevo, se abrió la puerta del compartimiento y entró un hombre. Me miró con una sonrisa de disculpa como dándome a entender que esperaba no me molestase su presencia; pero aparté la mirada.
Lejos ya de Plymouth y cuando nos aproximábamos al puente, me dijo el desconocido:
—Le gusta a usted nuestro puente, ¿verdad? Me volví y miré a aquel hombre.
Le calculé un poco menos de treinta años. Vestía bien, pero al estilo de un caballero campesino. Su levita era azul oscuro, y sus pantalones, grises. Llevaba un sombrero de esos que en Londres llamábamos «sombrero-olla» por su parecido con ese recipiente. Lo había dejado en el asiento, junto a él. Me dio la impresión de un hombre algo fresco, pues sus ojos castaños brillaban irónicamente como dándome a entender que estaba perfectamente al tanto de los consejos que me habían dado de no entablar conversación con desconocidos.
Respondí:
—Desde luego, me parece una gran obra.
Sonrió. Habíamos pasado el puente y nos hallábamos en Cornualles.
Bajo la tenaz observación de sus ojos oscuros, me sentí en seguida mal vestida y desmañada. Pensé: «Si se interesa por mí es porque no tiene aquí otra persona con quien distraerse». Precisamente, Phillida me decía siempre que yo echaba a la gente de mi lado al dar por cierto —y dejarlo ver— que si mostraban interés por mí era sólo a falta de otra cosa mejor. La máxima de Phillida era: «Si te presentas como una sustituta, acabarás siéndolo».
—¿Va usted muy lejos? —me preguntó.
—Creo que ya me falta muy poco. Me apeo en Liskeard.
—Ah, Liskeard. —Estiró las piernas y, apartando de mí los ojos, estuvo unos momentos mirándose las puntas de sus botas. Por fin, prosiguió—: ¿Viene usted de Londres?
—Sí —respondí.
—Echará usted de menos la alegría de la gran ciudad.
—Ya he vivido en el campo; así que sé muy bien lo que puedo esperar.
—¿Vivirá usted en el mismo Liskeard?
No me hacía mucha gracia este interrogatorio, pero recordé de nuevo las palabras de Phillida: «Marty, eres demasiado huraña con el otro sexo. Los asustas».
Por eso decidí ser, por lo menos, una persona correcta, y respondí:
—No, en Liskeard, no. Voy a un pueblo de la costa llamado Mellyn.
—Ya. —Y volvió a sumirse en la silenciosa contemplación de sus botas.
Cuando volvió a hablar, sus palabras me sobresaltaron.
—Supongo que una joven sensata como usted no creerá en la adivinación del porvenir.
—¿Cómo? ¡Qué pregunta tan extraordinaria!
—¿Me permite que examine la palma de su mano? Vacilé un momento mientras le miraba suspicaz.
¿Estaba bien que ofreciese mi mano así a un desconocido? Tía Adelaide daría por cierto que un hombre que procedía así, estaría a punto de hacer proposiciones inmorales. Después de todo, yo era una mujer y la única disponible en aquel momento.
Sonrió.
—Le aseguro que mi único propósito es ver su futuro.
—Es que yo no creo en esas cosas.
—Bueno, pero déjeme mirar… —Se inclinó hacia mí y con un rápido movimiento me tomó la mano.
La sostuvo suavemente, sin tocarla apenas, y la contemplaba ladeando la cabeza.
—Veo que ha llegado usted a un punto donde su vida cambiará… Va usted a penetrar en un mundo nuevo y extraño, completamente distinto a cuanto ha conocido hasta ahora. Tendrá que ser muy prudente… Sí, deberá extremar la cautela.
Le sonreí cínicamente.
—Claro; me ve usted viajando, pero ¿qué diría si le comunicase ahora que voy a visitar a unos parientes y que, por tanto, es imposible que penetre en ese mundo nuevo y extraño?
—Pues diría que es usted una joven un tanto mentirosilla.
Me hacía gracia su maliciosa sonrisa. Aquel hombre me resultaba agradable. Desde luego, me parecía una persona poco responsable, pero su buen humor se me contagiaba y esto me convenía.
—No —prosiguió—. Va usted a inaugurar una nueva vida, a ocupar un puesto nuevo. Tengo la absoluta seguridad. Antes llevaba usted una vida recluida y tranquila en el campo y luego residió usted en la ciudad.
—Creo habérselo dado a entender antes.
—Pero no hacía falta que usted lo dijese para que yo lo supiera. De todas formas, no es el pasado lo que nos interesa en estas circunstancias, ¿verdad? Es el futuro.
—¿Y qué le pasa a mi futuro?
—Va usted a una casa desconocida, que, además, es una casa extraña, llena de sombras. Tendrá usted que moverse cautamente en esa casa, señorita…
Esperó a que yo le dijese mi nombre, pero no logró su intento y continuó:
—Se ve usted obligada a ganarse la vida. Veo que hay allí una criatura, un niño o una niña, y un hombre… Quizá sea el padre. Ambos están envueltos en sombras. Además, hay otra persona… Pero quizás esté muerta.
Fue el tono sepulcral de su voz, más que sus palabras, lo que me afectó momentáneamente.
Aparté mi mano.
—¡Qué tontería! —exclamé.
No hizo caso a mi protesta y cerró los ojos. Luego dijo:
—Tendrá usted que vigilar a la pequeña Alice y sus deberes se extenderán más allá de cuidar de la niña. Sí, le insisto en ello, tenga cuidado con Alice.
Sentí un ligero cosquilleo que empezaba en la base de mi espina dorsal y me subía hasta el cuello. Pensé que a eso es a lo que llama la gente «ponérsele a una la carne de gallina».
¡La pequeña Alice! Pero ¡si no se llamaba Alice, sino Alvean! Al principio me había impresionado porque ambos nombres me sonaban parecidos. Luego me fui sintiendo irritada. Me producía una sensación muy desagradable que aquel hombre hubiese conocido, a simple vista, la situación en que me hallaba, mi mala posición económica y que lo único que podía hacer era dedicarme a institutriz.
¿Se estaría riendo de mí? Seguía echado sobre el respaldo almohadillado del asiento, con los ojos aún cerrados. Miré por la ventanilla como si él y sus ridículas brujerías de aficionado no me interesasen en absoluto.
Entonces, abrió los ojos y sacó el reloj. Lo estuvo observando muy serio como si nunca hubiese hablado conmigo. Pero no tardó en hablarme de nuevo:
—Dentro de cuatro minutos llegaremos a Liskeard. Permítame que le ayude a bajar las maletas.
Y se apresuró a bajarlas de la red. En las etiquetas podía leerse con toda claridad: «Señorita Martha Leigh. Mount Mellyn. Mellyn. Cornualles».
No pareció fijarse en mi nombre ni demostró ya interés alguno por mí. Cuando llegamos a la estación y se apeó con mis maletas, se quitó el sombrero, que se había puesto antes de cogerlas, y me saludó con una profunda reverencia. En seguida se marchó.
Entonces vi que se me acercaba un hombre de edad avanzada llamándome:
—¡Señorita Leigh! Usted es la señorita Leigh, ¿no? Por entonces olvidé a mi compañero de viaje.
El individuo que había ido a esperarme era bajito, de aspecto alegre, moreno y de piel arrugada, con los ojos de un curioso matiz rojizo oscuro. Vestía una chaqueta de pana y su sombrero tenía una graciosa forma de azucarillo. Se lo había echado hacia atrás y parecía haberlo olvidado. Por la parte que así dejaba descubierta de su cabeza le salían los mechones de pelo rojizo, y también eran de ese color jengibre sus cejas y sus grandes bigotes.
—Bueno, señorita, de modo que ya la pesqué a usted. ¿Son éstas sus maletas? Démelas usted. Usted y yo y el viejo Tarta de Cerezas estaremos pronto en casa.
Cogió las maletas y le seguí, pero no tardó en retrasarse para caminar a mi lado.
—¿Está muy lejos la casa?
—El viejo Tarta de Cerezas nos llevará muy pronto —me respondió mientras cargaba mis maletas en el coche. Subí a su lado.
Parecía muy charlatán y no pude resistir la tentación de intentar descubrir, antes de mi llegada a la casa, algo acerca de sus habitantes, entre los que iba a vivir.
—Esto de Mount Mellyn suena a una casa en lo alto de un monte.
—Pues sí. Está construida en lo alto de un acantilado, frente al mar y los jardines van bajando hasta el agua. Mount Mellyn y Mount Widden son como casas gemelas. Parecen las dos como si estuvieran desafiando al mar, como si le dijeran: «Anda, atrévete y ven por nosotros». Pero no hay miedo. Están construidas con toda solidez y en roca muy firme.
—¿Así que hay dos casas? ¿Tenemos vecinos muy cercanos?
—Bueno, es una manera de hablar. Los Nansellock, esos que están en Mount Widden, llevan allí la friolera de doscientos años. ¿Eh, qué le parece? Están separados de nosotros por más de kilómetro y medio y entre las dos casas está la cala de Mellyn. Las dos familias mantuvieron siempre una buena amistad hasta que…
Se interrumpió y yo le animé a proseguir:
—Hasta… ¿qué?
—No tardará usted en enterarse.
Me pareció impropio de mi dignidad insistir en esas cosas y cambié de conversación:
—¿Tienen mucho servicio?
—Estoy yo; y están mi mujer y mis chicas, Daisy y Kitty. Vivimos en las habitaciones que están sobre las cuadras. En la casa tenemos además a la señora Polgrey, a Tom Polgrey y a la joven Gilly. A ésta no la podríamos llamar una criada, pero la tienen allí como tal.
—¡Gilly! ¡Qué nombre tan raro!
—Viene de Gillyflower, como llamamos al alhelí. Jennifer Polgrey tuvo una extraña ocurrencia al ponerle ese nombre a su hija. No hay, pues, que asombrarse de que la chiquilla sea como es.
—¿Jennifer? ¿Se refiere usted a la señora Polgrey a la que antes citaba entre la servidumbre?
—No, no. Jennifer era la hija de esa señora Polgrey. Tenía unos ojos grandes preciosos y la cintura más estrecha que se ha visto por estas tierras. La muchacha era muy reservada, hasta que un día se tumbó por el heno —o quizá fueran alhelíes— con uno. Y entonces, antes de que supiéramos bien lo que había sucedido, nació Gilly. En cuanto a Jennifer…, pues una buena mañana se metió en el mar y se perdió en él. Todos estábamos bastante seguros de quién era el padre de Gilly.
Nada dije y, decepcionado por mi falta de interés, el buen hombre prosiguió:
—No fue la primera y sabíamos que no sería la última. Geoffrey Nansellock dejó una buena rastra de bastardos por donde quiera que fue. —Se rió y me miró de soslayo—. No necesita usted defenderse, señorita, porque ese hombre no le puede hacer daño ya. Los fantasmas no pueden perjudicar a una joven y el amo Geoffrey Nansellock ya es sólo un fantasma… ni más ni menos que un fantasma.
—Así que también ha muerto. ¿No… No se metió también en el agua detrás de Jennifer?
Esto le hizo gracia a Tapperty.
—Él no era de ésos. Murió en un accidente de tren. Seguro que oyó usted hablar de ese accidente. Fue justo cuando salía de Plymouth. Descarriló y se cayó por un terraplén. Fue terrible; murieron muchas personas. Y el señor Geoff iba en ese tren y seguro que no iba a nada bueno. Pero, en fin, ya no pudo hacer más daño.
—Entonces… no me encontraré con él, pero supongo que trataré a Gilly. ¿Y no hay más criados?
—Sí, pero sólo chicos y chicas que vienen a hacer algunos trabajos sueltos, en los jardines, en las cuadras, y también en las casas. Pero la casa no es ya lo que era. Las cosas han cambiado mucho desde que murió la señora.
—Supongo que el señor TreMellyn será un hombre muy triste, ¿no?
Tapperty se encogió de hombros.
—¿Qué tiempo hace que murió ella? —pregunté.
—No hace mucho más de un año.
—¿Y hasta ahora no ha decidido tomar una institutriz para la pequeña Alvean?
—Hasta ahora hemos tenido tres institutrices. Usted es la cuarta. No sé qué pasa, pero ninguna se queda. La señorita Bray y la señorita Garrett decían que no podían soportar tanta tranquilidad. Y luego, la señorita Jansen… ésa era preciosa, pero la despidieron porque se había quedado con lo que no era suyo. Fue una lástima, porque todos la apreciábamos mucho. Daba la impresión de que consideraba un privilegio vivir en Mount Mellyn. Era muy aficionada a las viejas mansiones, según nos decía, pero resultó que, además, tenía otras aficiones y por eso la echaron.
Volví mi atención al paisaje. Era a fines de agosto y conforme pasábamos por caminos que tenían a los lados campos de trigo, veía en ellos amapolas y pimpinelas.
De vez en cuando pasábamos junto a alguna casita típica de piedra gris de Cornualles. Me parecieron de aire solitario y sombrío.
Vi por primera vez el mar por un hueco entre los montes y esa visión me levantó el ánimo. El paisaje parecía cambiar. Las flores eran más abundantes; me llegaba el aroma de los pinos; las fucsias crecían junto a la carretera y eran de mayor tamaño que las que habíamos cultivado en el jardín de nuestra vicaría.
Saliendo de la carretera tomamos un camino que subía por una empinada cuesta y bajaba luego acercándose sin cesar al mar. Ante nosotros se extendía un panorama de impresionante belleza. El acantilado se elevaba recto desde el mar en aquella costa dentada. Crecía mucha hierba y había flores de muchas clases. Vi clavellinas y valerianas rojas y blancas mezcladas con el brezorico, profundo y purpúreo.
Por fin llegamos a la casa. Me pareció un castillo, allí elevado sobre el terreno llano que formaba el acantilado, construida con granito como muchas de las casas que había visto en aquella región; pero grande y noble; una mansión que tenía varios centenares de años y que soportaría otros centenares más.
—Toda esta tierra pertenece al Amo —dijo Tapperty con orgullo—. Y si mira usted más allá de la cala, verá usted Mount Widden.
Miré hacia donde me indicaba y vi la casa. También era de piedra gris, como Mount Mellyn. Más pequeña en todos sentidos y de época posterior. No le presté mucha atención porque nos acercábamos a Mount Mellyn y ésta era, naturalmente, la que más me interesaba.
Habíamos subido ya a la meseta y nos encontramos ante un par de puertas de hierro forjado muy trabajado.
—¡Abran! —gritó Tapperty.
Había una casita junto a la puerta y ante ella estaba sentada una mujer haciendo punto.
—Anda, Gilly —dijo la mujer—, ve a abrir la puerta y quítale ese trabajo a mis pobres piernas.
Entonces vi a la niña que estaba sentada a los pies de la anciana. Se levantó obedientemente y abrió las grandes puertas de hierro. Era una niña de extraordinario aspecto, con una larga cabellera casi blanca y grandes ojos azules.
—Gracias, pequeña —dijo Tapperty mientras Tarta de Cerezas entraba alegremente con el coche—. Esta es la señorita que viene a vivir aquí para cuidar a la señorita Alvean.
Miré a aquel par de extraños ojos azules que me observaban con una expresión imposible de definir. La vieja se nos acercó y Tapperty dijo:
—Esta es la señora Soady.
—Buenos días —dijo la señora Soady—. Espero que lo pase usted muy bien entre nosotros.
—Gracias —respondí forzándome para apartar la mirada de la chiquilla—. Eso espero.
—Así lo deseo —añadió la señora Soady. Y movió la cabeza como si temiese que esa sencilla esperanza no pudiera ser realidad.
Me volví para ver qué hacía la niña, pero había desaparecido. Me pregunté adónde habría ido y el único sitio que se me pudo ocurrir fue detrás de unas matas de hortensias que eran mucho mayores que todas las hortensias que yo había visto hasta entonces y tenían un color azul oscuro, casi el mismo que presentaba el mar ese día.
—La niña no ha hablado ni una palabra —comenté cuando íbamos subiendo por la alameda.
—No. No habla mucho. Lo que hace es cantar. Anda por ahí ella sola de un lado para otro. Pero hablar… no, apenas habla.
El camino interior era casi de un kilómetro de longitud y a cada lado florecían las hortensias. Con ellas se mezclaban las fucsias y entre los pinos brillaba el mar. Entonces vi la casa. Ante ella había un amplio césped y sobre él dos pavos reales presumían en torno a una pava real y desplegaban sus maravillosas colas en abanico. Otro se había posado sobre un muro de piedra y a cada lado del porche había dos palmeras altas y rectas.
La casa era mayor de lo que me había parecido al verla antes desde el camino del acantilado. Tenía tres pisos y el edificio tenía dos alas, en forma de L. El sol se reflejaba en los cristales de sus ventanas de paneles e inmediatamente tuve la impresión de que me observaban.
Tapperty me llevó por el sendero de grava que daba acceso al porche. La puerta se abrió y apareció en el umbral una mujer. Llevaba un gorrito blanco sobre su cuello gris. Era alta, con nariz ganchuda, y por su aire dominante comprendí en seguida que era la señora Polgrey.
—Confío en que habrá tenido usted un buen viaje, señorita Leigh —dijo.
—Muy bueno, gracias.
—Y estoy segura de que necesita usted un buen descanso después de tanto tren. Entre usted. Le daré una buena taza de té en mi habitación. Deje ahí las maletas. Haré que se las suban.
Me sentí aliviada. Esta mujer hizo que se desvaneciera la inquietante sensación que había empezado a invadirme desde que hablé con aquel hombre en el tren. Y Joe Tapperty había contribuido a intranquilizarme aún más con sus historias de muerte y suicidio. Pero en cambio, la señora Polgrey era una mujer incapaz de dar pábulo a esas tonterías. Se notaba en seguida que era una mujer práctica. De ella emanaba sentido común y quizá porque me hallaba muy cansada de mi largo viaje, me agradó mucho poder confiar en alguien.
Le di las gracias y le dije que me sentaría muy bien una taza de té. Me acompañó por el interior de la casa. Primero cruzamos un enorme hall que en tiempos pasados debió de ser la sala donde se celebraban los banquetes. El suelo era de grandes mosaicos; y el techo, de madera; era tan elevado que me pareció llegaría hasta lo más alto de la casa. Las vigas estaban hermosamente labradas y producían un efecto muy decorativo. En un extremo del hall había un estrado y al fondo de él, una gran chimenea. En el estrado se veía una mesa de refectorio sobre la cual había vajillas de plata y jarrones.
—Es magnífico —dije sin poderlo remediar, y esto agradó a la señora Polgrey.
—Yo misma me he encargado de pulir los muebles —me dijo—. Ya sabe usted que hoy día las criadas son unas inútiles. Esas dos chicas de Tapperty son unas alocadas y no hay manera de saber por dónde andan. Para tener siempre bien los muebles sólo hay un medio: una buena mezcla de cera de abejas y aguarrás. No hay nada como eso. Ya le digo, todo me lo hago yo.
—Puede usted estar contenta —le dije como cumplido.
La seguí hasta el fondo del hall, donde había una puerta. La abrió y nos encontramos ante un breve tramo de escalera, de unos doce escalones. A la izquierda había otra puerta que mi acompañante me señaló y vaciló un momento antes de abrirla.
—La capilla —me dijo y pude ver un suelo de mosaicos azules de pizarra, un altar y algunos bancos. Olía a humedad.
Cerró la puerta con rapidez.
—Ahora no la usamos —dijo—. Solemos ir a la iglesia de Mellyn, que está abajo, en el pueblo, al otro lado de la cala… nada más pasar Mount Widden.
Subimos la escalera y entramos en una habitación, un comedor. Era grande y cubrían sus paredes unos tapices. La mesa tenía gran brillo y vi varias vitrinas donde lucían preciosos objetos de cristal y de porcelana. Cubría el suelo una gran alfombra azul y por las ventanas vi un patio interior.
—Esta no es la parte de usted de la casa —me advirtió la señora Polgrey—, pero pensé que era mejor traerla a mi habitación dando la vuelta por el frente de la casa. Conviene que sepa usted el terreno que pisa, como dice la gente.
Le agradecí su interés comprendiendo a la vez que ésta era una manera de decirme con mucho tacto que, como institutriz, no debería mezclarme con la familia.
Cruzamos el comedor hasta otro tramo de escalera y, subiéndolo, llegamos a lo que parecía un salón más íntimo. Cubrían las paredes unos tapices delicadísimos y los respaldos de las butacas y las sillas estaban tapizados con tejidos semejantes. Noté que los muebles eran en su mayoría muy antiguos y que todo relucía gracias al cuidado de la señora Polgrey con su preparado de cera y aguarrás.
—Esta es la sala del ponche —me explicó—. Siempre se le ha llamado así porque aquí es donde la familia se retira para tomar el ponche. En esta casa seguimos todavía con esa antigua costumbre.
Al final de esta sala había otra escalera, pero no se pasaba a ella por una puerta sino apartando la pesada cortina de brocado que la señora Polgrey levantó y cuando hubimos subido esos escalones salimos a una galería de cuyas paredes colgaban retratos. Los fui mirando rápidamente preguntándome si alguno de ellos representaría a Connan TreMellyn; pero no vi que en ninguno de estos cuadros figurase alguien vestido a la moderna, así que di por cierto que su retrato no había ocupado todavía su lugar entre los de sus antepasados.
Varias puertas daban a esta galería, pero pasamos rápidamente ante ellas hasta llegar a la del fondo. Al cruzarla vi que nos hallábamos en otra ala de la casa. Supuse que era la parte destinada a la servidumbre, pues ya no había esa magnífica espaciosidad.
—Ésta —dijo la señora Polgrey— será la parte de usted en la casa. Encontrará una escalera al final de este corredor que conduce a las habitaciones que llamamos «de los niños». La de usted está ahí arriba. Pero primero venga a mi salita para que tomemos el té. Le dije a Daisy que lo preparase en cuanto oí que llegaba el coche. Así, no tendremos que esperar mucho.
—Me parece que voy a tardar bastante tiempo en aprender a andar por esta casa —le dije.
—Eso lo aprenderá usted en seguida. Pero cuando salga, no vaya usted por el camino por donde la he traído. Tendrá usted que usar una de las otras puertas; cuando haya usted deshecho las maletas y descansado un poco, se la enseñaré.
—Es usted muy amable.
—Sólo quiero que se encuentre usted a gusto con nosotros. La señorita Alvean necesita disciplina, siempre lo digo. Y con todo lo que tengo que hacer, ¿cómo voy yo a educarla? ¡Cómo andarían las cosas en esta casa si tuviera que dedicarle mi tiempo a la señorita Alvean! Lo que ella necesita es una institutriz sensata, y por lo visto parece cosa difícil de encontrar. Así que si usted puede encarrilar a la niña, será usted muy estimada entre nosotros.
—Creo que he tenido varias predecesoras. —Me miró como si no me comprendiese y me apresuré a añadir—: Ha habido otras institutrices.
—Ah, sí. Pero ninguna de ellas valía gran cosa. La señorita Jansen era la mejor de ellas, pero desgraciadamente tenía malas costumbres. Le aseguro que nunca lo habría creído de ella. Me tenía completamente engañada. —Y su expresión demostraba su absoluto convencimiento de que quien la engañase a ella tenía que ser una persona de extraordinaria inteligencia—. En fin, supongo que será verdad lo que dice la gente: que las apariencias engañan. La señorita Celestine se quedó de una pieza cuando se descubrió aquello.
—¿La señorita Celestine?
—Sí, la joven de Mount Widden. La señorita Celestine Nansellock. Viene aquí con frecuencia. Es una joven muy tranquila y le gusta mucho este sitio. En cuanto muevo un mueble, lo nota. Por eso se llevaban bien ella y la señorita Jansen. A las dos les interesaban mucho las cosas antiguas. Fue una pena, créame, y nos llevamos una impresión terrible. La verá usted algunas veces, pues, como le digo, casi todos los días viene por aquí. Algunos de nosotros pensamos que… oh, por Dios, estoy dándole suelta a mi lengua mientras usted espera esa taza de té.
Abrió la puerta de la habitación y fue como pasar a otro mundo. Había desaparecido la melancólica atmósfera de antigüedad. Esta era una habitación que sólo se concebía en nuestro tiempo y confirmaba mi impresión sobre la señora Polgrey. Las sillas estaban cubiertas con fundas; había una rinconera llena de objetos de porcelana. Entre ellos una zapatilla de cristal, un cerdito de oro y una taza con la inscripción «regalo de Weston». Parecía casi imposible moverse en una habitación tan llena de cosas. Incluso en la repisa de la chimenea unas pastoras de Dresde parecían empujar a unos angelitos de mármol para hacerse un poco de sitio.
Un reloj de bronce dorado emitía su lento tictac y por todas partes había sillas y mesitas. Su habitación revelaba una señora Polgrey de fuertes convencionalismos, una mujer que siempre respetaba lo que estaba bien, es decir, las cosas en que ella creía.
De todos modos, había algo que tranquilizaba y confortaba en esta habitación lo mismo que en su ocupante: su eminente normalidad.
En cuanto miró a la mesa central, se irritó al ver que no habían traído el té. Agitó el cordón de la campanilla y pocos minutos después se presentó una muchacha de cabello negro y ojos desvergonzados que traía una bandeja y en ésta una tetera de plata, una lamparilla de alcohol, tazas y platillos, leche y azúcar.
—Ya era tiempo —dijo la señora Polgrey—. Ponlo todo aquí, Daisy.
Daisy me lanzó una mirada que casi parecía un guiño. Como no deseaba ofender a la señora Polgrey, hice como que no veía la burla de la muchacha.
Entonces dijo la señora Polgrey:
—Aquí tiene usted a Daisy, señorita. Si hay algo que no le gusta, se lo dice usted.
—Gracias. Y también gracias a ti, Daisy.
Ambas parecieron sorprenderse y Daisy me hizo una leve reverencia, de la que pareció avergonzarse, y se marchó.
—En estos tiempos… —murmuró la señora Polgrey mientras encendía la lamparilla de alcohol.
Abrió con llave un armario del que sacó la lata del té y la colocó sobre la bandeja.
—La cena —me advirtió— se sirve a las ocho. La de usted se la subirán a su habitación. Comprendo que hoy necesita usted animarse primero un poco, por eso no le presentaré a la señorita Alvean hasta que se haya tomado usted esto y haya visto su habitación.
—¿Y qué suele hacer la niña a estas horas? La señora Polgrey frunció el entrecejo.
—Por ahí. Siempre anda sola campando por sus respetos. Al Amo no le gusta esa libertad. Por eso tiene tanto interés en que haya aquí una institutriz.
Empezaba a comprender. Ya estaba segura de que Alvean iba a ser una niña difícil.
La señora Polgrey midió el té en la tetera como si fuera polvo de oro y vertió encima el agua hirviendo.
—Casi todo depende de que le sea usted simpática o no —prosiguió la señora Polgrey—. Con esta niña nunca se sabe. Hay gente que le cae bien y a otras personas las detesta sin que sepamos por qué. Ya ve usted: a la señorita Jansen le tenía mucho cariño. —Movió la cabeza con pena—. ¡Qué lástima que tuviera esa mala costumbre!
Removió el té, me sirvió con toda delicadeza una taza y me preguntó:
—¿Crema? ¿Azúcar?
—Sí, por favor —dije.
—Siempre digo —comentó como si creyera que yo necesitaba algún consuelo— que no hay nada como una buena taza de té.
Comimos tres galletas con el té. También las sacó la señora Polgrey del armarito. Estaban en otra lata.
Mientras charlábamos, comprendí que Connan TreMellyn, el Amo, estaba fuera. Luego me lo confirmó la señora Polgrey, indirectamente.
—Tiene una finca lejos, en el Oeste. Camino de Penzance. —Se le notaban su acento y expresiones dialectales cuando estaba en reposo, como ahora tomando el té conmigo—. Va de vez en cuando para ver cómo andan las cosas. Esa finca se la dejó su mujer. Era una de las Pendleton. Y esa familia es de por Penzance.
—¿Cuándo regresará? —pregunté.
Me miró algo extrañada y comprendí que la había ofendido porque me dijo con cierta altanería:
—Volverá cuando le convenga.
Era evidente que si deseaba conservar su consideración, debería respetar los convencionalismos: y una institutriz no podía curiosear sobre las idas y venidas del señor de la casa. La señora Polgrey podía hablar con él; era una persona privilegiada, pero yo tenía que limitarme a cumplir el trabajo para el que había sido llamada. Era muy importante que me adaptase estrictamente a mi nueva posición.
Poco después me condujo a mi habitación. Era amplia, con grandes ventanas provistas de asientos desde los cuales podía admirarse una buena vista del césped delante de la casa, las palmeras y el camino de acceso al porche. Mi cama era de dosel y estaba a tono con el resto del mobiliario, pero, a pesar de su gran tamaño, resultaba pequeña en una habitación tan espaciosa. La madera del suelo estaba tan encerada que las alfombras a ambos lados de la cama resultaban peligrosas, pues resbalaban con facilidad. Me dije que aquella manía de la señora Polgrey por sacarle brillo a cuanto cogiera por delante, podía tener sus desventajas. Había una cómoda alta y un armario. Noté que, además de la puerta por la que yo había entrado, había otra.
La señora Polgrey siguió mi mirada.
—Es la habitación donde se dan las clases, lo que llamamos la sala de clase —me aclaró—. Y más allá está el dormitorio de la señorita Alvean.
—Ya comprendo. De modo que nos separa la sala de clase.
La señora Polgrey afirmó con la cabeza.
Descubrí, detrás del biombo que había en mi cuarto, una bañera de las que llegan sólo a la altura de la cadera.
—En cualquier momento que desee usted agua caliente —me dijo la señora Polgrey—, llame usted y Daisy o Kitty se la traerán.
—Gracias. —Miré a la chimenea y me figuré lo bien que vendría allí un buen fuego en el invierno—. Veo que estaré aquí muy confortable.
—Es una habitación agradable. Usted es la primera institutriz que la ocupa. Las otras dormían en una habitación al otro lado del dormitorio de la señorita Alvean. Se le ocurrió a la señorita Celestine la idea de que le reservásemos ésta.
—Entonces tengo que agradecérselo.
—Es una persona muy amable. Le tiene un gran cariño a la señorita Alvean. —Movió la cabeza de un modo muy significativo como si estuviera pensando que sólo hacía un año que había muerto la esposa del Amo y que probablemente acabaría éste casándose con su vecina. Quizá sólo esperasen a que transcurriese un tiempo prudencial.
—¿Quiere usted lavarse las manos y deshacer las maletas? La cena estará lista dentro de dos horas. Pero quizá quiera usted ver antes la sala de clase.
—Gracias —le dije—, prefiero lavarme antes un poco y sacar mis cosas de las maletas.
—Muy bien. Y quizá desee usted descansar un poco. Viajar cansa mucho; lo sé. Le enviaré a Daisy con agua caliente. Podría usted cenar en la habitación de al lado, donde dará usted las clases. ¿Lo prefiere así?
—¿Comeré ahí con la señorita Alvean?
—Hasta ahora, viene comiendo con su padre, excepto el vaso de leche y las galletas que toma al final. Todos los niños de la casa han comido con sus padres a partir de los ocho años. Y la señorita Alvean los cumplió en mayo pasado.
—¿Es que hay más niños?
—¡No, por Dios! Me refería a los niños del pasado. Siempre ha sido una de las normas de esta familia.
—Ya.
—Bueno, tengo que dejarla. Si le apetece dar un paseo por ahí fuera antes de cenar, no tenga inconveniente en hacerlo. Llame a Daisy o a Kitty y la que esté libre le enseñará las escaleras que utilizará usted de ahora en adelante. Así podrá usted bajar directamente al jardín de la cocina, pero desde allí podrá usted dirigirse a cualquier sitio de la finca. No olvide que la cena es a las ocho.
—En la Sala de Clase.
—O aquí mismo, en su cuarto, si lo prefiere usted.
—Es decir, siempre que sea dentro de la zona de la institutriz.
No supo cómo tomar estas palabras mías y cuando la señora Polgrey no comprendía algo, hacía como si no hubiera oído. Me quedé sola.
Entonces, la extraña atmósfera de la casa me fue envolviendo. Me impresionaba el gran silencio de estas enormes casas antiguas, un silencio como de otro mundo.
Me asomé a la ventana. Me parecía como si hiciera muchísimo tiempo que había llegado acompañada por Tapperty. Oí el canto de un pájaro que podía ser un pardillo.
En el reloj que llevaba colgado de mi blusa vi que eran poco más de las seis. Faltaban dos horas para la cena. Me pregunté si llamaría a una de las muchachas para pedirle el agua caliente, pero me distraje mirando la puerta de mi habitación, que daba a la de las clases. Sentía curiosidad por entrar allí. En realidad; aquello eran mis dominios y me decidí a abrir la puerta. Era una estancia mayor que mi dormitorio, con ser éste muy grande. Pero tenía la misma clase de ventanas con idénticos asientos dotados de cojines rojos. En el centro de la habitación había una larga mesa. Me acerqué a examinarla y descubrí que tenía muchos arañazos y manchas de tinta. Se notaba que allí habían dado clase muchas generaciones de TreMellyn. Intenté figurarme a Connan TreMellyn, de pequeño, sentado a esta mesa.
Me lo imaginaba como un niño muy estudioso, a diferencia de esta hija suya que iba a constituir para mí un enojoso problema.
Sobre la mesa, unos cuantos libros. Eran libros de lectura infantiles. También, un cuaderno de ejercicios en el que una mano infantil había garrapateado «Alvean TreMellyn. Aritmética». Lo abrí y vi en él varias sumas; la mayoría de ellas mal hechas. Pasando las hojas, me encontré con un dibujo que representaba a una niña, e inmediatamente reconocí a Gilly, la criatura tan extraña a quien había visto al entrar en la finca.
—No está mal —murmuré—. De modo que nuestra Alvean es una artista. Algo es algo.
Cerré el cuaderno. Tenía la misma sensación tan rara que experimenté al llegar a la casa. Sentí que me observaban.
—¡Alvean! —Grité movida por un incontenible impulso—. ¿Estás ahí, Alvean? ¿Dónde te escondes?
No hubo respuesta, y me sentí en una situación ridícula en aquel silencio que parecía un reproche a mi insensatez.
De pronto me volví y fui a mi habitación, cerrando la puerta. Tiré del cordón de la campanilla y no tardó en presentarse Daisy, a la que pedí el agua caliente.
Cuando tuve colocadas las cosas que saqué de las maletas, eran ya cerca de las ocho, y exactamente cuando el reloj de las cuadras daba las ocho campanadas, entró Kitty con mi bandeja. En ella, una pata de pollo asado, unas verduras, y, convenientemente tapado, un flan.
—¿Se lo dejo aquí, señorita, o en la habitación de al lado?
No me atraía en absoluto la idea de comer en aquella habitación, donde me sentía espiada.
—Aquí, por favor, Daisy —respondí. Y como Daisy parecía una de esas personas que se desviven por charlar, le dije—: ¿Dónde está la señorita Alvean? Me parece raro no haberla visto aún.
—Es muy mala, muy mala esa niña —chilló Daisy—. Si Kit o yo hubiéramos sido así de pequeñitas, vaya palizas que nos hubieran dado; no nos habríamos podido sentar en un año. Se enteró de que venía la señorita nueva y, hala, allá que se va, vaya usted a saber dónde. El Amo se marchó y no sabíamos dónde se había metido la dichosa niña hasta que vino de Mount Widden un criado y nos dijo que se había quedado allí con la señorita Celestine y el señorito Peter. ¿Eh, qué le parece? ¡Menuda niña!
—Ya comprendo. Ha sido su manera de protestar por tener una institutriz nueva.
Daisy se me acercó y me dio en el codo.
—Se lo digo yo: la que estropea a la niña es la señora Celestine. La mima tanto que cualquiera diría que es su propia hija… ¡Escuche! Ese ruido parece del coche.
Daisy se había asomado a la ventana y me hacía señas para que me acercase. No me pareció muy bien ponerme a mirar, junto a una criada, lo que pasaba abajo. Pero la tentación de la curiosidad fue más fuerte que mi respeto a la conveniencia.
Así que me asomé al lado de Daisy y las vi apearse del coche: una joven, que me pareció de mi misma edad o quizás uno o dos años mayor, y una niña. Apenas miré a la joven; toda mi atención se concentró en la niña. Aquélla era la Alvean de la que dependía que yo triunfara o fracasase en mi cometido; por eso, era natural que la observase con una atención tan intensa.
Me pareció una niña de aspecto muy corriente. Más bien alta para sus ocho años; con el cabello castaño claro en trenzas recogidas en torno a la cabeza, pero que debía de ser muy largo. Ese peinado le daba un aire de madurez y me la figuré terriblemente precoz. Llevaba un vestido marrón, calcetines blancos y zapatos negros. Parecía una mujer en miniatura y al verla me quedé muy desanimada, no sé por qué.
Lo curioso es que parecía estarse dando cuenta de que la observaban y, efectivamente, acabó mirando hacia nosotras. Inmediatamente, y a la vez que ella levantaba la cabeza, me retiré de la ventana, pero tenía la seguridad de que había visto mi movimiento, con lo cual me sentía en una posición desventajosa ya antes de habernos conocido «oficialmente».
—En seguida empezará a hacer maldades —murmuró Daisy a mi lado.
—Puede ser. Está un poco alarmada con que le hayan traído una nueva institutriz.
Daisy estalló en una ruidosa carcajada.
—¡Alarmarse ella! Lo siento, señorita, pero me hace usted reír.
Me senté a la mesa y empecé a comer. Daisy iba ya a marcharse cuando llamaron a mi puerta. Entró Kitty.
Le hizo una mueca a su hermana, y a mí me sonrió con bastante familiaridad.
—Señorita, la señora Polgrey dice que cuando termine usted haga el favor de ir a la sala del ponche. Estará allí la señorita Nansellock y quiere conocerla. Ha vuelto con ella a casa la señorita Alvean. Quieren que vaya usted en cuanto pueda. Ya era hora de que volviese la señorita en vez de andar perdida por ahí.
—Iré en cuanto termine de cenar —dije—. Entonces llame usted con la campanilla cuando esté lista y Daisy o yo le enseñaremos el camino.
—Gracias. —Terminé de cenar con la mayor calma que pude.
Me levanté y me miré en el espejo que había en la mesita comedor. Vi que estaba muy colorada y esto me sentaba bien. Cuando mi tez se animaba, los ojos se me ponían completamente de color ámbar. Hacía un cuarto de hora que Daisy y Kitty me habían dejado sola y suponía que la señora Polgrey, la señorita Nansellock y la niña estarían impacientes esperándome. Pero me interesaba mucho dejar bien claro desde el principio que yo no era una pobre esclava como la mayoría de las institutrices. Y sobre todo que, siendo Alvean como yo la suponía, necesitaba que desde el primer momento aprendiera a tratarme con respeto.
Toqué la campanilla y apareció Daisy.
—Están esperándola en la sala del ponche —me advirtió—. Hace ya tiempo que debía haber cenado la señorita Alvean.
—Entonces debía de haber regresado antes —repliqué tranquilamente.
Cuando Daisy se reía se le agitaban los pechos, que parecían ir a saltársele del corpiño de algodón. Ya había notado que a Daisy le encantaba reírse. Era evidente que tanto su hermana como ella eran ligeras de cascos.
Me acompañó a la sala del ponche por la que ya había pasado yo con la señora Polgrey camino de mi cuarto. Daisy apartó las cortinas con un gesto dramático y exclamó:
—Aquí está la señorita.
La señora Polgrey estaba sentada en una de las sillas tapizadas y Celestine Nansellock en otra. Alvean permanecía de pie con las manos a la espalda. Parecía peligrosamente modosita.
—¡Ah! —Dijo la señora Polgrey levantándose—. Aquí tenemos a la señorita Leigh. La señorita Nansellock ha estado esperando para saludarla. —En estas palabras sonaba un leve reproche. No podían caber dudas sobre su significado: yo, una simple institutriz, había tenido esperando a una dama mientras terminaba tranquilamente mi cena.
—¿Cómo está usted? —pregunté.
Las tres se quedaron sorprendidas. Supongo que esperaban de mí una reverencia o algún gesto humilde que dejase bien clara mi posición inferior, algo así como de criada distinguida. Vi que los ojos azules de la niña estaban clavados en mí; en realidad, toda mi intención se concentraba en ella en aquellos primeros momentos. Tenía los ojos de un azul asombroso. Pensé que sería una belleza cuando creciese. Y me pregunté si se parecía a su padre o a su madre.
Celestine Nansellock estaba ahora de pie junto a Alvean y le tenía puesta una mano en el hombro.
—La señorita Alvean estuvo en casa a vernos —dijo—. Somos muy amigas. Yo soy la señorita Nansellock, de Mount Widden. Es posible que haya visto usted nuestra casa desde lejos.
—En efecto, la vi cuando venía de la estación.
—Espero que no se enfadará usted con Alvean por no haberla encontrado aquí.
A Alvean le brillaron los ojos maliciosamente, y yo respondí, mirando fijamente a aquellos desafiantes ojos azules:
—Mal puedo reñirle por lo que haya hecho antes de mi llegada.
—Es que ella me considera… nos considera como si fuéramos de la familia —prosiguió Celestine Nansellock—. Hemos vivido siempre tan cerca…
—Estoy segura de que esto le será muy agradable —dije, y por primera vez me fijé sólo en Celestine Nansellock.
Era más alta que yo, pero no hermosa. Su cabello era de un color confuso, un castaño indefinido, y sus ojos, de color avellana. De tez más bien pálida, se desprendía de ella un aire de intensa calma. Saqué la impresión de que tenía poca personalidad, pero quizá fuese una impresión equivocada y producida por el contraste de su serenidad con la actitud desafiante de Alvean y la dignidad convencional de la señora Polgrey.
—Espero —dijo Celestine— que si necesita usted mis consejos para cualquier cosa, no vacile en visitarme. Ya le he dicho que vivimos en continua relación y creo que se me considera aquí como de la familia.
—Es usted muy amable. Me miró y añadió:
—Todos nosotros deseamos que se encuentre usted a gusto aquí, señorita Leigh.
—Gracias. Supongo que lo primero que debo hacer es acostar a Alvean. Ya debe de haber pasado la hora.
Celestine sonrió.
—Tiene usted razón. Por lo general, toma la leche y las galletas en la sala de clase a las siete y media. Y ya son más de las ocho. Pero esta noche me ocuparé yo de ella. Usted tiene que descansar del viaje. Lo mejor que puede usted hacer es volver a su dormitorio y no preocuparse de nada hasta mañana, señorita Leigh.
Antes de que yo pudiera responder, intervino Alvean:
—No, Celestine. Quiero que lo haga ella. Es mi institutriz y tiene esa obligación.
Celestine reaccionó inmediatamente con una expresión dolorida y Alvean resplandecía con su triunfo. Creí entender: la niña deseaba hacer sentir su poder; quería impedirle a Celestine que tuviera la satisfacción de acompañarla mientras tomaba la leche y se acostaba, sencillamente porque había visto el interés que ella tenía en hacerlo.
—Bueno, muy bien —dijo Celestine—. Entonces puedo ya marcharme.
Miraba a Alvean como esperando que ella le pidiese que no se fuera, pero la niña sólo estaba pendiente de mí.
—Buenas noches, Celestine —dijo con infantil impertinencia. Y a mí—: Vamos, que tengo mucha hambre.
—Has olvidado darle las gracias a la señorita Nansellock por haberte traído a casa —le dije.
—Yo nunca olvido nada —me replicó—. No lo he olvidado.
—Entonces, aún peor, porque eso demuestra que tu memoria es muy superior a tus modales.
Las tres se quedaron estupefactas por mi atrevimiento. Quizá también me asombrase yo misma. Pero estaba convencida de que, para poder manejar a una criatura tan descarada y voluntariosa, tenía que mostrarme muy firme desde el principio.
Alvean enrojeció y se le endureció la mirada. Iba a replicarme, pero no supo qué decir y salió corriendo de la sala.
—Perdone usted, señorita Nansellock, después de que ha sido usted tan… —dijo la señora Polgrey.
—No diga tonterías, señora Polgrey. Lo natural es que la haya traído. No tiene ningún mérito.
—Le aseguro que le dará a usted las gracias más adelante —le dije.
—Señorita Leigh —me aconsejó Celestine con la mayor seriedad—, tiene usted que tratar a esa niña con mucho cuidado. Ha perdido a su madre… muy recientemente. —Le temblaron los labios. Luego me sonrió—: Hace muy poco tiempo y la tragedia está tan próxima… Era una querida amiga mía.
—Comprendo. No seré dura con la niña. Pero he visto que necesita mucho cuidado.
—Tenga mucho cuidado —Celestine se había acercado y me puso una mano en el brazo—. Los niños son unos seres muy delicados.
—Haré cuanto esté de mi parte por Alvean —prometí.
—Le deseo muy buena suerte. —Sonrió y se volvió hacia la señora Polgrey—: Ahora he de irme. Quiero estar en casa antes de que oscurezca.
La señora Polgrey tocó la campanilla y se presentó Daisy:
—Acompañe a la señorita a su habitación —ordenó—. ¿Tiene ya la señorita Alvean la leche y las galletas?
—Sí, señora —dijo Daisy.
Di las buenas noches a Celestine Nansellock, que me contestó con una leve inclinación de cabeza. Luego salí con Daisy.
Entré en la sala de clase donde Alvean estaba sentada a la mesa tomándose la leche con galletas. No me hizo ni el menor caso cuando me senté a su lado.
—Alvean —le dije—, si hemos de vivir juntas, más vale que lleguemos cuanto antes a conocernos. ¿No crees que esto sería lo más conveniente?
—Y a mí, ¿qué puede importarme? —me replicó secante.
—Claro que te importa. Lo pasaremos mucho mejor si llegamos a un entendimiento.
Alvean se encogió de hombros y me dijo con brusquedad:
—Todo lo que puede ocurrir es que tenga usted que marcharse. Tendré otra institutriz y en paz. A mí ni me va ni me viene.
Me miró con una expresión de triunfo. Me estaba diciendo, con otras palabras, que yo era una sirvienta pagada, y nada más. Y que era ella la que llevaba la batuta. No pude evitar un temblor de indignación. Por primera vez comprendí lo que sentían quienes dependían, para ganarse el pan, de la buena voluntad de otras personas.
Le brillaban los ojos con malicia y yo sentía unos impulsos irreprimibles de abofetearla, por muy niña que fuese.
—Te equivocas —le dije cuando me serené—. Es de la mayor importancia porque es mucho más agradable vivir en armonía con las personas que nos rodean.
—Pero como no es necesario que nos rodeen, ¿qué más me da a mí? Si no nos llevamos bien con esas personas, las echamos y ya está.
—Lo que más importa en el mundo es la amabilidad.
Sonrió y acabó de beberse la leche.
—Ahora, a acostarte —le dije.
Me levanté a la vez que ella, pero me dijo:
—Me acuesto yo sola. No soy una niña pequeñita, ¿sabe usted?
—Es posible que si he creído que eras más pequeña de lo que realmente eres, ha sido porque te falta mucho que aprender.
Aquello le hizo cierta impresión y estuvo meditándolo unos momentos. Pero acabó encogiéndose de hombros, lo cual, como no tardé en notar, era una de sus características.
—Buenas noches —me dijo, despidiéndome.
—Cuando estés acostada entraré y entonces podrás despedirte de mí.
—No es necesario.
—Pues, aunque no lo sea, vendré a verte.
Abrió la puerta de su habitación y yo volví a la mía. Me sentía muy deprimida, porque me daba plena cuenta de la extremada dificultad del problema que se me planteaba. Me faltaba experiencia en el trato con los niños. Cuando antes pensaba en ellos, me los figuraba dóciles y cariñosos. Pero me encontraba ahora con una niña difícil que me confiaban para educarla. Podía renunciar a la tarea, pero ¿qué sería entonces de mí? ¿Qué les sucedía a las mujeres de buena familia que no cuentan con medios económicos para vivir decentemente y que no son capaces de agradar a sus patronos? Me cabía la solución de vivir con mi hermana Phillida y convertirme en una de esas viejas tiítas que arrastran sus miserables vidas dependiendo siempre de otros. Y yo no era de la clase de personas que pueden amoldarse a depender de la benevolencia ajena. Tendría que buscar otras colocaciones.
Reconocí que estaba un poco asustada. Hasta no hallarme cara a cara con Alvean no se me había ocurrido pensar que quizá no estuviese a la altura de la tarea que me habían encomendado. Sin embargo, hice un esfuerzo para no atormentarme con un futuro desagradable en que podría ir de un trabajo a otro sin contentar en ninguno de ellos a quienes me pagasen. No debía pensar más en el porvenir que espera a las mujeres como yo, carentes de atractivos (esos atractivos físicos que son un arma tan importante para una mujer), y que se ven obligadas a luchar a brazo partido con el mundo para subsistir.
Tenía ganas de echarme en la cama y romper a llorar y a maldecir de la crueldad de la vida, que me había privado de mis padres —tanto mi padre como mi madre me querían muchísimo— y que me había lanzado a luchar por la vida sin las condiciones adecuadas para poder salir adelante.
Me figuré a mí misma llorosa al pie de la cama de Alvean. ¡Qué triunfo para ella! No, así no podía comenzar la batalla que sin duda alguna se iba a entablar entre nosotras y cuyas primeras escaramuzas ya se habían producido.
Estuve paseando un rato por mi habitación y, mientras, procuré dominar mis emociones. Me asomé a la ventana y contemplé los prados, más allá, el paisaje montuoso. No podía ver el mar, pues la casa estaba construida de manera que la parte de atrás daba a la costa y yo estaba en la fachada. Por eso miraba a la planicie sobre la que se elevaba la casa y luego los montes.
¡Qué belleza! ¡Qué paz allí fuera mientras que dentro había estallado, tan pronto, el conflicto! Inclinándome sobre el alféizar de la ventana, podía ver la casa de los vecinos, Mount Widden, más allá de la cala. Dos casas que llevaban allí tantos años; generaciones de TreMellyn y generaciones de Nansellock habían vivido en ellas y sus vidas se habían mezclado de modo que, muy probablemente, la historia de una de estas mansiones era también la historia de la otra.
Me aparté de la ventana, crucé mi dormitorio y, pasando por la sala de clase, pasé al dormitorio de la niña.
—Alvean —murmuré. No hubo respuesta. Pero yacía en su lecho con los ojos cerrados, demasiado cerrados para estar dormida.
Me incliné sobre ella.
—Buenas noches, Alvean. Vamos a ser amigas, ¿sabes? —le dije en voz alta.
Tampoco esta vez me respondió. Fingía estar dormida.
A pesar de lo cansadísima que estaba, no pude dormir bien. Me desperté muchas veces, inquieta. Tantas veces, que acabé por no poder conciliar más el sueño, aquella noche. Tendida en la cama, miraba en torno mío por la habitación donde la intermitente luz de la luna presentaba confusamente los muebles. Tenía la sensación de no estar sola; me parecía oír voces susurrantes. Iba adquiriendo la impresión de que en aquella casa había habido una tragedia y que aún flotaba en ella.
Me pregunté si esto tendría relación con la muerte de la madre de Alvean. Sólo hacía un año que había muerto. Pero ¿en qué circunstancias? Y pensé en la expresión dura de Alvean, cuya actitud era de estar a la defensiva. Debía de haber alguna razón para ello. Ningún niño manifestaría esa animosidad frente a los desconocidos sin un motivo.
Decidí averiguar la causa de ese proceder tan extraño de Alvean. Me propuse hacer de ella una niña normal y feliz.
Cuando empezó a amanecer, volví a dormirme; y es que la llegada del día me tranquilizaba. Me causaba un gran temor la oscuridad en aquella casa. Era un miedo infantil, pero no podía evitarlo.
Desayuné en la sala de clase con Alvean. Ésta me dijo con orgullo que cuando su padre estaba en casa; desayunaba con ella.
Luego nos pusimos a dar clase y descubrí que era una niña inteligente; había leído más que la mayoría de los niños de esa edad y le brillaban los ojos, de puro interés, con las lecciones a pesar de su decisión de impedir que se estableciera entre nosotras una armonía.
Me sentí más animada y tuve la esperanza de salir airosa de mi cometido.
El almuerzo se componía de pescado hervido y pudin de arroz. Luego, Alvean me propuso que diéramos un paseo, lo cual me animó aún más. En la finca había un bosque y Alvean me dijo que deseaba enseñármelo. Esto me encantó y la seguí, contenta.
—Mire, ¿sabe usted qué es esto? —me dijo enseñándome una flor roja y tendiéndomela.
—Creo que es una betónica.
—Sí, eso es. Debería usted coger unas cuantas y ponerlas en su habitación, señorita. Es muy buena para espantar al mal.
Me reí.
—Esa es una vieja superstición, Alvean. Y, en todo caso, ¿para qué necesito espantar al mal?
—Todo el mundo lo necesita. Estas flores suelen crecer en los cementerios. Las plantan allí porque a la gente le asustan los muertos.
—No hay por qué tenerles miedo; es una tontería. Los muertos no dañan a nadie.
Me estaba poniendo la flor en el ojal de mi chaqueta. Aquel detalle me conmovió. Tenía una expresión amable y, no sé por qué, me pareció que la niña tomaba como una actitud protectora hacia mí.
—Gracias, Alvean —le dije cariñosamente.
Me miró y toda su anterior dulzura le desapareció bruscamente del rostro. De pronto, volvía a ser la niña maliciosa y dispuesta a herir los sentimientos ajenos.
—No es usted capaz de atraparme —gritó echando a correr.
No intenté darle alcance. Le grité:
—¡Alvean, ven aquí!
Pero desapareció entre los árboles y oí a lo lejos una risa burlona.
Decidí regresar a la casa, pero el bosque estaba muy denso y no estaba segura de la dirección. Retrocedí, pero comprendí que no era aquélla la dirección por donde habíamos ido. Me entró pánico, pero traté de dominarme diciéndome que era absurdo. Hacía una tarde magnífica de sol, y no podía estar a más de media hora de la casa. Además, no creía que el bosque pudiera ser muy grande.
No podía darle a Alvean la satisfacción de salirse con la suya si me había llevado al bosque a propósito para extraviarme. De modo que emprendí la marcha resueltamente, pero los árboles eran a cada momento más numerosos y tuve la seguridad de que seguía desorientada. Crecía mi indignación contra Alvean cuando oí unos crujidos en las hojas caídas como si alguien me fuera siguiendo. Estaba segura de que la niña andaba por allí para burlarse de mí.
Entonces oí que cantaban. Era una voz extraña, un poco desentonada, y el hecho de que la canción fuera una de las que estaban de moda en todo el país, no contribuyó a tranquilizarme. Al contrario.
Alicia, ¿dónde estás?
Sólo hace un año que te hallabas junto a mí, y decías que me amabas.
Alicia, ¿qué ha sido de ti?
—¿Quién anda por ahí? —grité.
Nadie me respondió, pero vislumbré entre los árboles, a bastante distancia, la figura de una niña con una flotante cabellera blanquecina. La reconocí en seguida: era la pequeña Gilly, la niña que me había contemplado junto a la entrada de la finca, por entre las matas de hortensia.
Caminé lo más rápidamente que pude en la dirección por donde había desaparecido Gilly y los árboles se fueron espaciando más y más hasta que me dejaron ver la carretera. Salí a ella y vi en seguida que era la misma por donde el coche me había llevado hasta las verjas de Mount Mellyn. No tardé en ver allí a la señora Soady como la otra vez. Tenía sobre el regazo su labor de punto.
—Ha estado usted paseando por ahí fuera, ¿eh, señorita? —me dijo a gritos en cuanto vio que me asomaba.
—Salí a dar una vuelta con la señorita Alvean. Pero nos hemos perdido de vista en el bosque.
—Claro, claro… Habrá salido corriendo, como siempre —dijo la señora Soady moviendo la cabeza en un mudo reproche mientras iba hacia las puertas de hierro para abrirlas. Arrastraba tras ella el ovillo de lana.
—¿Cree usted que sabrá volver sola a casa? —pregunté.
—¡Que si sabe volver la señorita! ¡Claro que sí! Se conoce el bosque palmo a palmo. Ya veo que lleva usted una betónica. Hace usted muy bien en ponérsela.
—La señorita Alvean la cogió e insistió en ponérmela.
—Eso sí que es bueno… De modo que ¿ya son ustedes amigas, tan pronto?
—Oí a la pequeña Gilly, que cantaba en el bosque —le dije.
—La creo, la creo. Siempre está cantando en el bosque.
La llamé, pero no quiso acercarse. Salió corriendo.
—Es más tímida que una liebre.
—Bueno, espero que también haré amistad con ella. Adiós, señora Soady.
—Que usted lo pase bien, señorita.
Subí por la alameda, pasando junto a las hortensias y las fucsias. Inconscientemente, me esforzaba por captar el canto de Gilly, pero nada podía oír.
Cuando entré en la casa me encontraba acalorada y muy cansada. Subí directamente a mi habitación y llamé para que me llevasen agua. Después de refrescarme con ella y de cepillarme el cabello, pasé a la sala de clase, donde me esperaba el té.
Alvean estaba sentada a la mesa. Tenía un aire muy modosito, como de no haber roto un plato en su vida.
No hizo referencia alguna a nuestro paseo por el bosque, ni yo tampoco.
Después de tomar el té, le dije:
—No sé qué sistema seguían tus otras institutrices, pero te propongo que demos las clases por las mañanas, descansemos entre la hora del almuerzo y la del té y luego dediquemos una hora, de cinco a seis, a leer juntas.
Alvean no respondió. Me estaba observando atentamente. De pronto, dijo:
—Señorita, ¿le gusta a usted mi nombre? ¿Ha conocido usted a alguna otra persona que se llame Alvean?
Le respondí que su nombre me gustaba mucho y que nunca lo había oído.
—Es típico de Cornualles. Pero ¿sabe usted lo que significa?
—No tengo ni idea.
—Entonces se lo diré. Mi padre sabe hablar y escribir en el dialecto de esta región. —Me miró con anhelante intensidad cuando citó a su padre, y en seguida pensé: «Por lo menos, he ahí una persona a quien esta niña admira y cuya opinión le interesa». Prosiguió:
—Alvean, en esta habla, significa «Pequeña Alice».
—¡Oh! —exclamé, y mi voz tembló un poco. Se acercó a mí y me puso las manos sobre las rodillas.
—Es que, señorita, mi madre se llamaba Alice. Ya no está aquí. A mí me habían puesto su nombre; por eso soy yo ahora Alice… la pequeña.
Me puse en pie porque no podía soportar ya la fija y escudriñante mirada de la niña. Me asomé a la ventana.
—Mira —le dije—, ahí están dos de los pavos reales.
Alvean se hallaba a mi lado:
—Sí, es que vienen para que les echen de comer. ¡Qué criaturas tan ansiosas! Daisy vendrá en seguida con sus guisantes. Ya lo saben y por eso esperan.
Yo no estaba viendo los pavos reales en el césped, sino que me parecía oír al hombre del tren, que me advertía que tuviese cuidado con Alice.