Capítulo 09

Bevil había regresado y era Navidad. El ruido del trajín me despertó temprano, pues los criados se habían levantado al amanecer para preparar pasteles, aves y piezas de caza. Estaban tan entusiasmados que no podían hacer silencio. Y en la mañana de Navidad nadie pretendía que lo hicieran.

Bevil me regaló un brazalete de diamantes; Benedict entró a la carrera en nuestro dormitorio, para mostrarnos lo que había descubierto en la media que Jessica le había dado para colgar del poste de su cama.

—Mira, tío Bevil. Mira, tía Harriet.

Miramos y admiramos. Imaginé cuánto se habría alegrado Gwennan si lo hubiera visto; pero habría sonreído con tristeza, pues yo, al hacer por su hijo lo que ella quería, había traído a Jessica a la casa.

Al oír que ella lo llamaba lo cogí de la mano para acompañarlo; Jessica estaba en el pasillo, vestida con una bata azul que sólo parecía elegante porque la usaba ella; su cabellera formaba una gruesa trenza que pendía contra la espalda. Día a día se tornaba más hermosa.

Esa mañana, algo más tarde, Bevil y Sir Endelion salieron de cacería; el sonido de los cuernos resonaba en toda la casa. Cuando regresaron ya estaban encendidas, según la costumbre, las dos fogatas de olmo y de roble; entre ambas se había esparcido una aromática turba de pantano.

Nos visitaron los coros de villancicos, cuyas voces, aunque no educadas, eran entusiastas.

Me senté en un banco soleado,

un banco soleado, un banco soleado,

me senté en un banco soleado

una mañana del día de navidad.

El sol llenaba la casa y por la ventana abierta entraba un viento suave del sudoeste. Era muy probable que lloviera antes de la noche. Era el clima navideño típico de Cornualles: para nosotros no habría nieve. Tal vez cayeran unos cuantos copos el día de Año Nuevo, pero rara vez tantos como para cuajar. Nuestras navidades eran templadas y húmedas.

Para los brindis nos reunimos todos en el salón, decorado con hiedra y acebo; pusieron en la mesa el cuenco de ponche y Sir Endelion bebió de él a la salud de todos los habitantes de la casa; luego el recipiente pasó de mano en mano para que todos bebiéramos también.

Bevil me ofreció el cuenco; sus ojos estaban llenos de afecto.

—Feliz Navidad, Harriet —susurró. Me pregunté si dudar de él había sido una etapa de locura de mi parte.

Esa noche tenía puesto mi vestido topacio; puesto que era Navidad, cenamos en el salón grande, como se hacía siempre desde que Sir Endelion y Bevil tenían memoria.

Cuando llegaron los bailarines de la mascarada bailamos con ellos; luego nos sentamos a mirar mientras los aldeanos se arracimaban en el salón para verlos representar su obra. Los de la casa repartimos ponche y cerveza especiada, pasteles de patatas y azafrán, confituras y pan de jengibre, tal como habían hecho generaciones enteras en Menfreya.

Fue un día feliz.

* * *

Pocos días después hubo consternación en la casa.

Fanny me lo dijo cuando me trajo la bandeja del desayuno. Las muecas extrañas que hacía me hicieron saber que estaba alterada.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Que se ha parado ese reloj —dijo, seca—. El de la torre.

—Es imposible.

—No. Se ha parado. Está detenido a las tres menos veinte. Abajo hay un verdadero alboroto, ya puede usted creerlo. Dawney ha venido a hablar con Sir Endelion y con él. Están furiosos, sí. Hacía más de cien años que no sucedía…, así han dicho.

—¡Tanta bulla por un reloj! —repliqué.

Me echó una mirada extraña y apoyó la bandeja en la cama. La miré con disgusto: un huevo duro, una rebanada fina de pan con mantequilla, café y mermelada. Era lo que solía comer desde mi resfriado, pues desayunaba en la cama, pero esa mañana no me apetecía.

Ella se alejó hasta los pies de la cama.

—¿Sabe lo que dicen, señorita? Que eso anuncia una muerte en la familia.

—Cuentos de viejas —dije.

—Aun así —añadió ella—, están todos muy nerviosos.

* * *

Cuando ella se fue traté de comer un poco, por no demostrar lo inquieta que me sentía. ¿Cómo era posible que el reloj se hubiera detenido? La principal obligación de Dawney era mantenerlo siempre en marcha. Se lo lubricaba cuando correspondía, se lo vigilaba, se lo atendía con esmero, justamente para que continuara funcionando.

Tal vez era una tontería dar pábulo a la superstición, pero estábamos en Cornualles y los Menfrey eran una familia cómica.

Me dije que la noticia ya debía de circular por todo el vecindario: «¡El reloj se ha detenido! Eso significa que uno de los Menfrey está en peligro».

Nos tendrían bajo observación; verían sombras de muerte sobre nosotros. Era obvio que estaba por suceder algo portentoso: primero, el fantasma de la isla; ahora se paraba el reloj. En eso verían presagios.

* * *

Es irritante saber que la gente te observa con expectación. Cuando Bevil o yo llegábamos a caballo, los mozos de cuadra acudían a ver si en verdad habíamos regresado. Sin duda esperaban que nos trajeran en una camilla. Yo tenía la extraña sensación de que me habían escogido como víctima. Luego se me ocurrió que ellos sabían algo que yo sólo sospechaba. ¿Acaso estaban mejor enterados de la relación entre Bevil y Jessica? ¿Era verdad que, cuando un hombre traicionaba a su esposa, ella era la última en enterarse?

Es fácil reírse de las supersticiones, pero en el fondo la mayoría es susceptible a ellas. Comenzaba a ponerme nerviosa; recordé los dos incidentes del agua de cebada, que sólo conocíamos Fanny y yo. Pero ¿quizá alguien más? ¿Los mismos que habían tratado de envenenarnos? Claro que eso era absurdo. Nadie lo había intentado. Las sospechas de Fanny eran ridículas. Y yo las compartía. ¿O no? No estaba segura.

Fanny empeoraba las cosas. Me vigilaba con insistencia; si yo tardaba más de lo que ella calculaba en regresar a casa, al llegar la encontraba en un terrible estado de ansiedad. Una vez la oí rezar… a Billy. Por entonces en los momentos de crisis siempre se volvía hacia Billy.

A veces, si quería alejarme de la casa, me gustaba caminar hasta Menfreystow por el sendero del acantilado. Allí me sentaba a contemplar el mar y a pensar en el pasado: mi pasado con Bevil; el momento en que él me había descubierto en la isla, después de mi fuga; mi alegría al encontrarlo en el baile de lady Mellingfort. Pero sobre todo pensaba en esa ocasión en que, mientras él esperaba para verme en casa de tía Clarissa, yo me había detenido a cambiarme de vestido. Eso fue antes de la muerte de Jenny, antes de que yo heredara tanto dinero. ¡Si al menos él me hubiera propuesto casamiento ese día! Necesitaba creer que ésa había sido su intención.

Las sospechas teñían todos mis pensamientos, todos mis recuerdos.

Un día en que estaba sentada en el banco de madera, instalado en el barranco para uso de los caminantes fatigados, el viejo A’Lee pasó por allí y me vio. Noté que al saludarme meneaba involuntariamente la barbilla, señal de que se estaba divirtiendo.

—¡Vaya, pero si es la señora Menfrey!

—¿Cómo estás?

—Pues… en Chough Towers nos estamos preparando para la pelea, señora Menfrey.

¡Para la pelea! Su intención era recordarme la rivalidad entre nosotros y de qué lado estaba él.

—¿Me permite descansar un rato, señora? —preguntó—. Hace mucho tiempo que usted y yo no conversamos un ratito. En otros tiempos éramos bastante amigos.

—¿Y ahora? ¿Por qué no? —pregunté.

Volvió a menear el mentón.

—Como usted es de esa familia y yo estoy en el otro bando…

—El señor Harry es buen amigo de mi esposo —observé.

La barbilla se sacudió con más furia que antes. Como para cambiar de tema, él señaló con la cabeza el punto en que la isla sobresalía del mar.

—Dicen que está hechizada por los fantasmas de varios hombres que murieron allí de muerte violenta.

—¿Varios?

—Según me han dicho, era habitual que alguien fuera a esa isla y no se volviera a saber de él… a menos que el mar arrojara su cadáver a la costa.

—Pero ¿por qué?

—Se dice que los contrabandistas utilizaban esa casa como depósito. Y los aduaneros que iban a Little Menfreya para investigar el contrabando jamás salían vivos de allí.

—¿Una de las tantas leyendas de Cornualles?

—No lo creo. Se habla mucho de eso. Y ahora ese reloj parado… No me gusta la pinta que tiene esto, señora Menfrey.

—Bueno, ya ves que todos estamos bien.

—No hay que reírse de estas cosas. Reírse trae mala suerte. Ese reloj no se había detenido en muchos años. Los Menfrey no lo permitían, según se dice.

—¡Conque nadie aquí lo ha visto parado!

—Se cuentan muchas cosas. No salga con mal tiempo, señorita Harriet.

Había vuelto a llamarme como cuando era soltera; me pareció que al hacerlo cambiaba de actitud: yo no era ya alguien del bando enemigo, sino otra vez la niña de quién él se había compadecido.

—Recuerdo algo que me contó mi padre —dijo—, sobre uno de los Menfrey. Hubo un accidente. Un huésped de la casa salió en bote con Sir Bevil. Aquel buen caballero no sabía nadar, mientras que Sir Bevil era buen nadador, como todos los Menfrey. Yo solía ver al joven señor Bevil… El nuestro, querida, ya me entiende… Solía verlo asomar y desaparecer en el mar. Parecía un pez.

—Sí. ¿Y qué pasó con ese otro Bevil?

—Salió a remar con el caballero, pero el bote naufragó. El caballero se ahogó y Sir Bevil llegó a la costa a nado.

—¿No intentó salvar a su amigo?

—El mar estaba tempestuoso y no era posible… Eso dijo. Aseguró haberlo intentado, pero no fue así. Con el transcurrir de los años se volvió muy religioso. Era para desternillarse de risa. Hacía castigar a todos los chavales sorprendidos en plena fornicación, como él decía. A los muchachos se los azotaba; a las chicas se las avergonzaba en la iglesia. La religión le dio por ahí, aunque varios de esos chavales bien podían ser de su misma sangre, pues en sus tiempos de pecador había sido tan mujeriego como todos los Menfrey. Pues bien, cuando ya estaba a las puertas de la muerte tuvo miedo de que la religiosidad de esos últimos años no alcanzara a expiar su gran pecado. Y en su lecho de muerte confesó. Aquel buen caballero le había ganado en el juego todas las fincas, incluida la misma Menfrey. Y él deseaba a la esposa del caballero. Sólo se le ocurrió una solución, que fue quitar de en medio al caballero. Lo que hizo fue abrir un agujero en el bote y rellenarlo con algo; no dijo con qué; no podía entrar en detalles, pues comenzaba a perder el aliento y no le quedaba mucho tiempo. Se llevó al caballero de paseo y pronto el bote comenzó a hacer agua.

El otro cayó en el pánico y la embarcación se volcó. A Sir Bevil le bastó con nadar hacia tierra, en la esperanza de que el buen caballero no fuera rescatado. En todo caso, ambos habrían sufrido un accidente… y eso sería todo.

—¿Es posible agujerear un bote de modo que aún pueda navegar por un rato?

—Por supuesto. Si se rellena el agujero será como la boca del tonel, ¿verdad?

—Sí, pero el agujero sería visible.

Él se encogió de hombros.

—Se dice que Sir Bevil lo rellenó con algo que se fundiría poco a poco.

—¿Existe algo así?

—Sal bien compactada, quizá. O mejor aún, azúcar. En agua marina fría, el azúcar bien compactado tarda un rato en deshacerse.

—¡Qué idea!

—Pues sí…

—Pero eso pasó hace mucho tiempo —observé—. O quizá ni siquiera sucedió.

—Yo siempre tenía que inventar cuentos para usted, ¿recuerda, señorita Harriet? Cuando era pequeña y venía a la Torre… Una pequeña tan triste, porque su papá nunca tenía tiempo para dedicarle… Y yo me decía: «¡Veamos qué se me ocurre para entretener a la señorita!».

—Me tratabas bien, A’Lee.

—Sí, es cierto.

—Y tu cuento ha sido bueno. ¿En verdad sucedió?

—¿Cuál, señorita? ¿El de los fantasmas de la isla o el de Sir Bevil y el bote?

—Ambos.

—Pues… los cómicos tenemos eso de raro, querida. Nos encantan los cuentos; cuanto más espeluznantes, más nos gustan. A menudo recuerdo aquellos tiempos en que éramos amigos. Qué pena…

—¡Pero si aún somos amigos, A’Lee!

—Sí —reconoció él—. Es algo que ellos no podrán alterar.

Había algo de verdad en lo que decía, pues estaba preocupado. Comprendí que pensaba en el reloj detenido.

* * *

Alguien tocó a mi puerta. Eran las once de la mañana. Bevil había ido a Plymouth por asuntos especiales y no regresaría hasta la noche.

—Pase —dije.

Y Jessica entró, serena y hermosa; vestía de algodón color espliego con cuello y puños de encaje blanco. Yo no podía verla sin imaginarla junto a Bevil, como amante suya, y en esas circunstancias me era difícil mantener la compostura.

—Alguien pregunta por el señor Menfrey. —Sólo entonces noté que estaba perturbada y más pálida que de costumbre—. Es algo extraordinario.

Y me alargó una tarjeta que decía:

—No logro entenderlo —prosiguió—. He pensado que quizás usted…

—Bajaré a ver qué desea —dije.

El hombre esperaba en la biblioteca, solemne, vestido de negro. Al verme entrar dio un respingo y palideció. Nos conocíamos de vista, pues su empresa estaba cerca del despacho de Bevil y, naturalmente, mi esposo y yo éramos personas muy conocidas en el distrito.

—Señor Hamforth… ¿qué sucede?

—Disculpe, señora…, es que… Estoy muy impresionado. Al recibir la carta no podía creerlo.

—La carta —repetí—. ¿Qué carta?

—La nota donde se me indicaba que viniera a… eh…, a efectuar los preparativos.

—¿Qué preparativos?

Se mordió los labios y bajó los ojos, pues no podía mirarme. Se me ocurrió que, al verme entrar en la habitación, había creído ver un fantasma.

¡Un fantasma! Allí estaba sucediendo algo muy extraño.

—¿Usted ha venido a efectuar los preparativos para enterrar a alguien? —inquirí ásperamente.

—Eh…, pues sí, señora.

—¿Para enterrar… a quién?

No respondió, pero adiviné la respuesta.

—Usted creía que se trataba de mí.

—Verá, señora…, es lo que…

—¿Qué le han dicho?

—Que debía venir inmediatamente a Menfreya para organizarlo todo.

—¿Para mí?

Estaba azorado, el pobre. Era la primera vez que debía preparar a una mujer para su entierro antes de que hubiera muerto.

—Ha sido un golpe —dijo—. También para mi esposa y mis empleados, que la han visto a usted en algunos mítines.

Conque todos lo sabían. En Lansella estarían hablando de mi «muerte». La noticia ya habría corrido por toda la ciudad; ese tipo de novedades circulan deprisa. Alguien habría visto que el coche del señor Hamforth entraba en Menfreya. ¡Un óbito en Menfreya! Primero se había parado el reloj, después de marchar sin detenerse durante un siglo entero. Y ahora el hombre de la funeraria iba hacia Menfreya.

—Esto es rarísimo —comenté.

—Nunca me había sucedido algo así, señora.

—No, supongo que no. Pero quiero saber cómo ha sido.

—Esta mañana ha llegado una carta. Era extraña, pero no me ha llamado la atención.

—¿Una carta extraña? ¿Dónde está?

—La he traído conmigo. Se la he enseñado a la señorita.

—¿A la señorita Trelarken?

—Sí. Ella estaba desconcertada y ha pedido verla. Verá usted, cuando le he dicho que venía para organizarlo todo, como ella no entendía de qué se trataba, le he enseñado la carta. Ella ha dicho que me pondría en contacto con usted, puesto que el señor Menfrey no estaba en casa.

Me sentí aliviada. Había una carta. Todo eso era una broma pesada, pero la carta era una prueba tangible que nos permitiría llegar al fondo del asunto.

—Deme esa carta, señor Hamforth, por favor.

Él sacó su maletín y hurgó en él. Parecía desconcertado, pero luego su expresión se animó.

—Ya recuerdo: la ha cogido la señorita y no me la ha devuelto.

Toqué la campanilla y llamé a la criada, que se presentó:

—Pida a la señorita Trelarken que venga inmediatamente.

No debía de estar lejos, pues acudió casi en seguida.

—Necesitamos la carta —le dije.

—¿Qué carta?

—La que le ha dado el señor Hamforth. Donde se le pedía que viniera.

—Ah, sí. Pero… se la he devuelto a usted, señor Hamforth.

—No, señorita, no me la ha dado.

—Pues creo que…

Se miraron mutuamente, sorprendidos; dentro de mí crecía un miedo enfermizo.

—Tiene que estar en algún lugar —dije ásperamente a Jessica—. Busque en su bolsillo.

Después de revisar los dos bolsillos de su vestido negó con la cabeza. Parecía muy alterada… ¿o tal vez era una buena representación? Fue lo que se me ocurrió en ese momento: que estaba actuando.

¿Qué significaba eso? ¿Era algo que habían organizado ella y Bevil? ¿Se habían unido en alguna diabólica conspiración contra mí? Si yo desaparecía de la escena ella ya no tendría obstáculos en su camino… y tal vez él tampoco.

—Debe de estar por aquí —insistí—. Quiero ver esa carta y saber quién escribió al señor Hamforth para que viniera a enterrarme.

Revisamos la biblioteca. Por fin Jessica dijo:

—¡Pero si estaba en el vestíbulo! Cuando usted llegó, señor Hamforth, yo estaba por salir al jardín. Nos hemos quedado en el vestíbulo. Sólo después de que usted me dio la carta pasamos a la biblioteca.

Abrí la marcha hacia el vestíbulo; buscamos por todas partes, pero la carta no apareció.

—Esto es muy extraño —comenté, mientras el terror iba creciendo en mí—. Al menos ustedes dos han visto la carta. ¿Cómo estaba redactada?

Intercambiaron una mirada.

—No he reconocido la letra —dijo Jessica—. Pedía al señor Hamforth que viniera a disponer los funerales de la señora Menfrey.

—Tendría una firma —insistí.

—Me pareció que estaba escrita por el secretario del señor Menfrey —dijo el hombre.

—¿Por el señor Lister?

—No era del señor Lister —intervino ella—. Conozco bien su letra. La firma decía «B. Menfrey», y había una inicial que no pude leer.

Mis ojos iban del visitante a Jessica.

¿Quién había hecho eso y por qué? ¿Acaso alguien había escogido esa manera macabra de hacerme llegar una advertencia?

* * *

Esa noche, cuando Bevil regresó de Londres, yo estaba acostada, pero no dormía. Permanecía despierta, repasando los acontecimientos del día. Aún veía la cara del señor Hamforth, llena de horror y desconcierto, y la de Jessica, que ya no sonreía, pero continuaba tan insondable como siempre.

Bevil entró en el dormitorio.

—Despierta, Harriet. Tengo una noticia estupenda. Balfour me ha invitado a pasar el fin de semana en su casa. Habrá varios más.

—Qué bien, pero… ¿sabes ya lo de Hamforth?

—¿Lo de Hamforth? ¿Qué tiene Hamforth que ver con la invitación del primer ministro?

—Nada. Hoy ha venido a tomarme las medidas para el ataúd.

—¡Qué!

Se lo expliqué.

—¡Santo Dios! ¿Quién ha podido hacer algo así?

—Es lo que me gustaría saber. Había una carta, pero Jessica Trelarken la dejó no se sabe dónde… y se ha perdido.

—Pero ¿qué idea ha sido ésta?

—Primero se paró el reloj… y ahora, esto. Es evidente que la víctima soy yo.

—¡Harriet, ni lo pienses siquiera!

—Se diría que alguien quiere hacerme una advertencia.

—Debemos llegar al fondo de esta locura. Mañana iré a hablar con Hamforth.

—No podrá decirte nada más. Si halláramos la carta… Pero ya ves: la tenía Jessica… y la ha perdido. Me parece muy extraño.

—Por cierto, estaría tan nerviosa como tú.

—Al menos no era ella la que debía usar el ataúd.

—¡Qué broma tan macabra! ¡Pobre Harriet! —Me envolvió en sus brazos tranquilizadores. Yo habría querido recostarme contra él, descargar mis temores en sollozos.

Apagó la luz y se acostó. Pasamos largo rato discutiendo el asunto de Hamforth y lo que podía representar la invitación del primer ministro.

* * *

Al día siguiente Bevil fue a Lansella. No lo acompañé. No soportaba enfrentarme a todos los que, sin duda, estarían hablando de mi «muerte». Me prometí esperar un tiempo, hasta que los comentarios hubieran cesado.

Fanny entró con la bandeja del desayuno. Dijo que yo no debía darme prisa en levantarme.

Se la veía sumamente demacrada. Di por seguro que el asunto de Hamforth la había asustado tanto como a mí.

—No te preocupes, Fanny —le dije.

—¡Que no me preocupe! Me he vuelto loca pensando qué debíamos hacer.

—¿No crees que deberíamos contar lo de la cebada con limón, ahora que todo ha cambiado?

—Por eso no se preocupe. —Señaló la bandeja con un gesto—. Yo misma he preparado eso en la cocina.

—Oh, Fanny, contigo aquí no corro ningún peligro.

—No permitiré que le pase nada malo.

—Me están advirtiendo, Fanny, ¿comprendes? ¿Quién podría advertirme?

Ella arrugó la cara como si estuviera a punto de llorar.

—¿Para prevenirme detuvieron el reloj? ¿Para prevenirme enviaron esa carta a Hamforth? Se diría que quien actuó así quiere que me prepare. No puede ser el mismo que quiere mi muerte, ¿verdad?

Ella extendió las manos y se las miró, meneando la cabeza. De pronto se detuvo y me clavó una mirada penetrante.

—Hay algo que debo decirle. Es sobre esa tal señorita Trelarken. Es algo que se nota. Se lo veo en la cara. Las cambia, a las mujeres. Estoy segura, créame.

—¿De qué estás segura?

—Esta mañana he entrado en su cuarto. El niñito bajó a la cocina antes de que ella se levantara y yo lo he llevado de regreso. Ella estaba allí, sin vestido. En enaguas. Siempre lleva faldas anchas, pero en enaguas era evidente.

La miré con fijeza.

—Le juro que es verdad —aseguró—. La señorita Trelarken espera un hijo.

—¡Fanny! ¡No es posible!

—Yo diría que sí.

—No —dije—. No.

Me sentía indispuesta por tanto horror. No soportaba leer las sospechas y las conclusiones en los ojos de Fanny.

Aquello empezaba a parecerse tanto a la leyenda que se convertía en una pesadilla. La institutriz, embarazada. La esposa, un obstáculo. ¿Qué había dicho ella? «Deben de haberse odiado mutuamente; cada una querría matar a la otra».

No podía ser. Me había obsesionado con la leyenda de la institutriz. Y de pronto la recordé de pie junto al parapeto, cerca de mí, antes de desmayarse.

Era cierto, desde luego. Jessica Trelarken, como la institutriz de la leyenda, esperaba un hijo.

En mi mente se agolparon pensamientos malignos. El fantasma de la isla, el que habían visto las muchachas, ¿era acaso Bevil, en una cita secreta con su amante? ¿No había usado siempre la isla para sus aventuras juveniles? Imaginé la desesperación de los amantes, las conversaciones en susurros, las esperanzas, los temores. Y luego… la infusión envenenada. Jenny había muerto por ingestión de arsénico, que presumiblemente conseguía a través de sus amigos del teatro. ¿Y Jessica? Ahora me percataba de que su cutis, tan perfecto y suave, tan fresco y a la vez traslúcido, era como el de Jenny. ¿Era posible que Jessica también tuviera arsénico en su poder? ¿Cómo lo obtendría? Eso era fácil: su padre lo habría utilizado para preparar medicamentos; en el momento de su muerte debía de tener cierta cantidad en su dispensario. Jessica sabría qué era eso; habría leído sobre los experimentos de Jenny y era bien posible que lo probara. ¿No era muy natural que una mujer, al ver los efectos de su belleza en quienes la rodeaban, intentara realzarla?

Si Jessica tenía arsénico en su poder, era razonable suponer que una parte hubiera ido a parar a mi cebada con limón.

Desde su llegada a Menfreya ambicionaba mi puesto. Y si Fanny estaba en lo cierto, ahora lo necesitaba desesperadamente. ¿Y cómo obtenerlo, si yo estaba allí para impedírselo?

¿Era verdad que Jessica trataba de matarme?

Y en ese caso, ¿quién me había advertido? Sin duda alguien que conocía sus intenciones. Pero en ese caso, ¿por qué no me lo decía directamente? ¿Por qué llegaba a extremos tales como detener el reloj y hacer que el de la funeraria viniera a tomarme las medidas para el ataúd?

Sólo había una respuesta: quienquiera trataba de avisarme y no quería revelar su identidad.

Me vino a la memoria la cara traviesa de A’Lee. ¿Sería él, mi amigo de siempre? Tal vez los había visto en la isla. Era él quien los había traído en su bote, la noche en que quedaron atrapados en la isla.

Los pensamientos se arremolinaban en derredor. Fanny, sentada junto a mi cama, ceñuda, tironeaba de las puntas de su delantal.

* * *

Ese día el almuerzo fue una comida silenciosa. Lo compartí con Sir Endelion y lady Menfrey; estaban callados, como lo estábamos todos desde el asunto de Hamforth. Jessica comió con Benedict en las habitaciones del niño, cosa que me alegró; estaba segura de que, si la veía, mi expresión delataría las sospechas que Fanny había hecho surgir en mi mente. William Lister no comió con nosotros; estaba ocupado en el estudio. Bevil no había regresado de Lansella; supuse que se estarían discutiendo las novedades insinuadas por la invitación del primer ministro.

Terminada la comida regresé a mi habitación. A esa hora Menfreya quedaba en silencio. Los criados estaban en su propio sector; mis suegros descansaban. Jessica seguía con Benedict en las habitaciones infantiles y William trabajaba.

Se oyó un toque a mi puerta y entró Fanny.

—Voy a la isla —dijo—. ¿Quiere acompañarme? Quería hablar con usted sobre algunos de los trabajos que se están haciendo allá. Además…

Yo había conversado mucho con Fanny sobre mis proyectos para la casa de la isla; ella los respaldaba de todo corazón. Yo suponía que ella me sería de gran ayuda cuando iniciara el plan de vacaciones. Tal vez quería discutir algo conmigo, me dije, pero era más probable que sólo quisiera tenerme a su lado.

—Póngase un buen abrigo —dijo—. El viento es helado. Tenga, envuélvase bien. Adelántese, que ya la alcanzaré.

Antes de llegar yo a la costa ya estaba conmigo. Empujamos el bote y comenzamos a remar.

Le sonreí con tristeza, diciendo:

—La verdad es que no quieres perderme de vista, ¿no es así, Fanny?

—Más o menos —reconoció—. Pero quiero mostrarle algunas cosas.

Traté de apartar mis pensamientos de los miedos y de pensar en el verano, cuando la casa se llenaría de niños. Parecía un futuro muy lejano.

—Podría poner seis camitas en el dormitorio grande del frente —dije—; además están las otras habitaciones. La isla les parecerá un paraíso. Pero habrá que imponer una regla: que sólo acompañados por un adulto podrán venir a remo a tierra firme.

Fanny asentía, complacida de ver que mis ideas se orientaban en otra dirección.

Mientras caminábamos hacia la casa me dijo:

—El otro día, cuando estaba en la cocina, vi que hay un sótano. Una de las baldosas se puede levantar. Apenas se nota que es diferente de las otras… a menos que uno lo sepa. Claro que ésa era la idea. Venga; se lo mostraré.

Se detuvo ante la puerta de la casa desde donde se veían el mar y Menfreya, como si por un momento le costara arrancarse de allí.

—Qué espectáculo —admitió de mala gana.

Y era un espectáculo, sí, aun en ese día de enero, con el mar teñido de un verde oscuro y encrespado en olas espumosas. Me quedé a su lado, contemplando Menfreya: gris, casi amenazadora a la luz de la tarde.

En los ojos de Fanny refulgía una expresión que no comprendí.

—Vamos dentro. Quiero que vea ese sótano.

La seguí a la cocina; allí, con algún esfuerzo, levantó la baldosa.

—No es fácil de abrir —dijo—. Hay que saber cómo hacerlo.

Tras dejar al descubierto una cavidad en el suelo, fue hacia un armario en busca de una palmatoria de hierro; allí puso una vela y la encendió.

—A este sótano se baja por unos peldaños de piedra —dijo—. Iré a echar un vistazo.

—Ten cuidado, Fanny.

—Tendré cuidado, sí. Aquí solían esconder las cubas de whisky, según me contó Jem Tomrit.

—¿Él te lo contó?

—Sí. ¿Recuerda lo nervioso que estaba cuando se comentaba que había un fantasma en la isla? Me dijo que había visto aquí a un hombre, con tanta claridad como me veía a mí. Dijo que era el fantasma de uno de los que ellos ahogaron en el mar. Venga, sosténgame la vela un momento. Me la dará cuando yo esté abajo.

Después de bajar alargó la mano para coger la vela. Al entregársela le oí exclamar:

—¡Vaya, qué cosa!

—Bajaré a ver.

—Cuidado, que los peldaños son altos. Deme la mano.

Descendí cuatro o cinco peldaños. Comprobé entonces que Fanny tenía razón: estábamos en una especie de sótano. Al mirar hacia abajo vi que aún quedaban varios peldaños más.

Descendí algunos escalones, mirando fijamente la oscuridad de abajo; de pronto se oyó un golpe seco y desapareció el rayo de luz que penetraba por la puerta trampa de la cocina.

Miré hacia atrás.

—¡La puerta se ha cerrado! ¡Estamos encerradas! —dije.

—Sí, señorita Harriet. —La voz de Fanny sonaba tranquilizadora—. No se preocupe. Todo saldrá bien.

—¡Qué oscuridad!

—En un minuto sus ojos se habituarán a la penumbra.

Descendí algunos peldaños más. Fue como si un puño helado me cogiera el pie: ¡agua!

—Ten cuidado, Fanny —advertí—. Aquí abajo hay agua.

—Esto se inunda con la pleamar.

—Pues mira, hay que abrir esa puerta para que entre un poco de luz. Esta vela no sirve de mucho.

—Mire hacia allí. Hay luz.

—¡Vaya, sí! Entra por una rejilla.

—Esa rejilla da al jardín. Estaba cubierta por zarzas, pero yo las arranqué.

—¿Por qué?

—Me pareció mejor.

—¿Conque tú sabías de este lugar, Fanny?

—Pues claro que sabía. Como le he dicho, visitaba a Jem Tomrit. Solía sentarme con él y hacerlo hablar. Estaba preocupado. Pensaba que los fantasmas habían vuelto a la isla, ¿comprende, señorita? Los fantasmas de los muertos. Y él temía que hubieran vuelto para perseguirlo.

—Pero ¿por qué?

—Porque él fue un asesino. Era aquí donde traían la mercancía de contrabando. Y cuando los hombres de la aduana les seguían la pista, los atraían hacia aquí. Permitían que revisaran la casa y dejaban la puerta trampa de modo que se notara que había algo allí. Esos hombres bajaban… y ya no salían con vida.

—Qué lugar horrible. Ya no quiero ver más.

—Pues bien, con la marea alta el agua entra aquí, por esa rejilla, ¿ve usted? Para eso la pusieron. Esto fue construido con un propósito, según me dijo Jem Tomrit. ¿Sabe usted qué día es hoy?

—¿Hoy, Fanny?

—Ese Jem Tomrit me contó muchas cosas, en verdad. Hay momentos en que la marea sube más que nunca. La llaman «marea de primavera» y tiene su explicación. La luna, el sol, algo así; qué sé yo. Pero al parecer sucede en esta época del año. Será esta noche, a las ocho y media.

Yo había empezado a temblar, no tanto por el frío húmedo de ese lugar como por lo extraña que estaba Fanny.

—Con la pleamar de primavera este sótano se inunda bien hasta arriba.

—Salgamos de aquí, Fanny —le dije—. Hace frío y hay mucha humedad. Más tarde podremos explorarlo bien.

—¿Y cómo saldremos? —preguntó ella.

—Por donde entramos, claro está.

—Es una cerradura de resorte. Se cierra sola. Sólo se la puede abrir desde fuera. Los contrabandistas la querían así.

—Eso es absurdo.

—Sólo repito lo que me dijo Jem Tomrit.

—Pues entonces alguien nos ha encerrado.

—Sí —confirmó ella, lentamente—, alguien nos ha encerrado. —Se sentó en uno de los peldaños y se cubrió la cara con la mano libre—. Yo tenía que estar con usted. No podía dejarla sola.

—Fanny —dije—, tú sabes algo que no me has dicho.

—Sí, señorita Harriet.

—¿Sabes que alguien trata de matarme?

—Sí.

—Y tratas de impedirlo. Pero ¿qué estamos haciendo aquí abajo? ¿Dices que alguien nos ha encerrado en este lugar?

Se meció hacia atrás, hacia delante.

—Dejarás caer la vela —advertí.

Aún no estaba del todo asustada, pues Fanny estaba a mi lado. Era como en mi niñez, cuando despertaba gritando de alguna extraña pesadilla. En aquel entonces Fanny venía a consolarme; su presencia representaba seguridad. Ahora me brindaba la misma sensación.

—Sabías de la existencia de este lugar por Jem Tomrit —continué—. Dices que la pleamar lo inunda y que esta noche habrá pleamar de primavera. A las ocho y media. Aún no son las cuatro. Saldremos de aquí antes de que suba la marea. Cuando noten que faltamos…

—¿A quién se le ocurrirá buscar aquí?

—Hay otra cosa que no entiendo. Si la marea inunda este sótano, ¿dónde va el agua después? Supongo que una parte se hunde en el fondo arenoso, pero ¿no debería quedar mucha más de la que hay?

—Sobre esa rejilla había una piedra grande. Jem Tomrit me contó que, cuando tenían prisioneros aquí abajo, solían quitarla. Luego los sacaban.

—Pero ahora no hay allí ninguna piedra —observé.

—Estaba cubierta de zarzas… y la han quitado. Ahora las cosas están tal como cuando ellos usaban el sótano para asesinar.

—No te estás explicando con claridad, Fanny. Dices que tú misma arrancaste las zarzas. Pero en ese caso, ¿quién quitó la piedra? ¿Quién ha cerrado la puerta trampa? ¡Fanny, en esta casa hay alguien! Nos han oído entrar en la cocina. Sabían que estábamos aquí y nos han encerrado.

—Él estuvo aquí —explicó ella—. Por eso Jem Tomrit estaba loco de miedo. Lo vio y pensó que era el fantasma de un aduanero muerto. Pero no: era mi Billy.

—¿Tu Billy? ¡Pero si Billy murió hace muchos años! Antes de que yo naciera.

—Billy me amaba de verdad, pero había alguien a quien amaba más: la mar. La mar era su amante. Y me abandonó por ella. ¡Si lo hubieras oído hablar de la mar! Al oírlo sabías a quién amaba más. Cuando se fue me dijo: «No tengas miedo, Fanny. Volveré por ti. Algún día volveré por ti y te llevaré conmigo a la mar. Espera, Fanny. Y cuida de estar lista cuando llegue el momento». Y de pronto comprendí lo que había querido decirme: que habría una señal. Y ahora ha llegado.

—¿Qué te ha pasado, Fanny? —pregunté—. Salgamos de aquí.

—Ya saldremos cuando llegue el momento. Él nos estará esperando. Nos iremos con él… las dos… sanas y salvas.

—No estás pensando con sensatez, Fanny. ¿Recuerdas que siempre me recomendabas pensar con sensatez? Trataré de abrir esa puerta trampa.

—Te harás daño, tesoro. Ya te he dicho que sólo se puede abrir desde fuera.

—No creo que sea así, Fanny.

—Estoy segura. Lo comprobé. No quería que fallara nada.

—¡Fanny, Fanny! ¿Qué estás diciendo?

Me senté en el frío escalón, a su lado. Esta compañera de mi juventud, esa amada niñera, la mujer en quien yo siempre había buscado consuelo, se había convertido en una extraña.

—Fanny —insistí, con suavidad—, tratemos de entender qué pasa. Aclaremos las cosas, ¿quieres?

—No hay nada que aclarar, pequeña.

Clavé la vista en la oscuridad, tratando de ver cuánta agua había allí, hasta qué punto era cierta esa historia de los contrabandistas y los aduaneros. Pensé en Menfreya… Mis suegros descansarían hasta la hora del té, que probablemente se harían servir en sus habitaciones. Bevil regresaría, ¿a la hora de cenar, tal vez? Quizá después. ¡Pero sin duda a la hora de cenar notarían mi ausencia! Si yo no me presentaba harían que una criada subiera a ver si quería comer algo en mi habitación. Al saber que yo no estaba allí se inquietarían un poco. La cena se servía a las ocho; la pleamar sería a las ocho y media. Era imposible que llegaran a tiempo.

Pero yo no podía creer en la muerte. En la muerte a manos de Fanny, jamás. De hecho, no podía creer tampoco que estuviera sucediendo todo eso. Era como una de esas pesadillas fantásticas que solían perseguirme en la niñez.

Subí hasta el tope de la escalera y traté de empujar la puerta. No cedió. Era natural, puesto que hacía años que nadie la abría. Sería difícil. Pero yo no creía en esa historia de la cerradura de resorte.

Y no podía aceptar la idea de que Fanny fuera una asesina. Me senté a su lado, pensando: «Ya han de ser las cuatro. ¿Cuánto falta para que el agua comience a entrar?». Poco a poco, al principio; luego… la inundación. Cuatro horas… para aguardar la muerte.

No podía aceptarlo.

—Fanny —insistí—, quiero entender qué significa esto. Quiero que hablemos.

—Estás asustada, ¿verdad?

—No quiero morir.

—Dios te guarde. No hay nada que temer. Billy me contó cómo es morir ahogado. Dijo que era la salida más fácil. Él estará allí…, esperándome…, y yo no podía dejarte, ¿verdad? No podía… con todos ésos que tratan de hacerte daño. No quería que murieras como tu madrastra. Es mejor ahogarse. «Es más fácil», me dije. Ellos quieren quitarte de en medio, ¿comprendes? Los dos. A mí no han podido engañarme. No era el hombre que te convenía. Te lo advertí. Le gustan demasiado las mujeres… Tal como a Billy le gustaba demasiado la mar. Yo quería que Billy buscara trabajo en tierra; un buen empleo, cómodo. No, no quiso. No podía dejarla en paz. Esto es igual. Con Billy era la mar. Con éste…, las mujeres. Y desde que vino ésa…, perversa como es… Comprendí que no podía dejarte. La conozco: ella trataría de quitarte el marido. Y ahora que espera un hijo está desesperada. Tiene esa droga para el cutis, igual que tu madrastra… pero aquella pobre señora se mató por tomarlo… mientras que ésta iba a matarte a ti.

—Mujer, ¿de veras lo crees?

—Creo en lo que veo. Y temía por ti. No podía dormir y sentía, la cabeza rara. Me aturdía de tanto preocuparme. Y entonces Billy vino por mí. Y me dije: «No, no puedo dejarla. Si él no fuera como es, si no estuviera ésa…, entonces sí. Pero no me atrevo a dejarla». Es que cuando perdí a mi pequeña tú pasaste a ser mi bebé. No podía abandonarte, ¿lo entiendes? Te llevaré conmigo y con Billy. Estaremos todos juntos.

—Fanny, tú paraste el reloj.

—Quería que estuvieras advertida. ¿Recuerdas lo nerviosa que estabas cuando murió tu madrastra? Decías que ella no estaba preparada. Por eso, para advertirte, detuve el reloj.

—Y enviaste esa nota a Hamforth.

—Sí. Quería que estuvieras preparada, ¿comprendes? Para que no te llevaras una impresión demasiado fuerte.

—Y luego tú misma hiciste desaparecer la nota.

—Me pareció lo mejor. Ella la había dejado en la mesa del vestíbulo; yo la encontré y me la llevé. Así era mejor.

Guardé silencio. «Está loca, —pensaba—. Mi querida Fanny se ha vuelto loca. Va a suicidarse y me matará porque me ama».

Me sentía histéricamente débil. Me levanté y comencé a aporrear la puerta trampa.

—Tranquila —me calmó ella—. No puedes hacer nada. Desde aquí abajo no se puede abrir. La hicieron así para cuando bajaban los aduaneros. Jem me lo contó. Sólo conseguirás herirte esas pobres manos. No te pongas nerviosa. No hay más que esperar.

Habrá un vendaval. Un vendaval y pleamar de primavera. Así será más fácil.

Sentí miedo. Estar sentada allí, con Fanny, parecía reconfortante, en cierto modo; por eso no llegaba a creer del todo en ese descabellado plan suyo.

Se la veía tan serena, tan segura, en tanto esperaba pacientemente el final… Yo no podía imaginar cómo sobrevendría. Probablemente el agua entraría a torrentes por la grilla. Y luego ¿qué sería de nosotras? ¿Subiría hasta los peldaños del tope? Recordé haber oído decir que los jardines y la cocina solían anegarse con la marea alta. Ésta sería la pleamar de primavera, con vendaval… y nosotras estábamos bajo tierra.

Calculé que serían las seis. Nadie habría notado aún nuestra ausencia. La marea ascendería y tornaría a bajar antes de que se percataran.

Y allí estaba yo, encerrada en un sótano con una loca.

Esa verdad estaba aceptada. Hasta ese momento había sido sólo Fanny, mi querida Fanny, familiar y reconfortante. Ahora era la mujer decidida a matarme.

—¡Tengo que salir! —exclamé súbitamente—. ¡Tengo que salir!

Me puse de pie y apliqué todas mis fuerzas contra la puerta trampa. Fue inútil: no se movía. ¿Tendría ella razón al hablar de resortes?

«¡La grilla!», pensé. Tal vez por allí fuera posible salir. Me imaginé trepando por las paredes del sótano hasta esa rejilla para levantarla a la fuerza.

Comencé a bajar los peldaños y quedé sumergida en el agua hasta las rodillas. Fanny salió de su ensoñación, sobresaltada.

—¡Qué haces, tonta! Ahora te has empapado. ¡Menudo resfriado vas a pillar, cuando debemos estarnos aquí, con la ropa mojada!

—¡Fanny! —grité, ya histérica—. ¿Qué importancia tiene eso?

—Los resfriados pueden congestionar los pulmones. Y eso no es broma.

—¡Salgamos de aquí! Necesito ropa seca.

—Estás temblando, tesoro. No te aflijas. Pronto estaremos con él y se habrán acabado todos los problemas.

—Escúchame, Fanny, por favor. Tenemos que salir de aquí. Tenemos que sa…

—Tranquila, polluelo mío —dijo ella—. No te aflijas. Aquí está Fanny.

Me senté a su lado, indefensa, y ella me rodeó con un brazo.

—No te asustes. Ese ruido es sólo el viento. ¡Madre mía, qué tormenta tendremos esta noche!

Perdimos la vela, la habíamos dejado caer al agua. Se oyó un chapoteo y la débil llama se extinguió.

Yo había perdido toda noción del tiempo. Tenía la sensación de haber pasado horas enteras en ese lugar oscuro y húmedo.

Gradualmente empezaba a comprender que me enfrentaba a una muerte real, que esa mujer sentada a mi lado quería asesinarme. Ella y yo moriríamos juntas. Y las últimas palabras que oiría de ella serían una frase de cariño sincero.

«Me estoy volviendo loca —me dije—. Esto no puede ser verdad».

Oí el estruendo de las olas contra las rocas. La marea iba subiendo… la marea de primavera.

«¡Pleamar a las ocho y media! —pensé—. ¿Qué hora sería ya? ¿Las siete? ¿Más?».

Me levanté. Lo intentaría otra vez. Comencé a gritar pidiendo ayuda. Aporreé la piedra que nos encerraba abajo.

* * *

La voz de Fanny era soñadora.

—¿Recuerdas los cuentos que te leía para que durmieras? ¿Te acuerdas de Aladino y su lámpara maravillosa? ¿Recuerdas que ese mago perverso lo encerró en la cueva? Pues esto es así.

—Esto no es una cueva, Fanny. Es un sótano construido bajo el nivel del mar. Y está subiendo la marea.

—Aladino tuvo suerte y todo salió bien. Y contigo será igual.

—En la casa notarán nuestra ausencia, Fanny. Nos buscarán.

—Pero no buscarán aquí.

Callé. Ella tenía razón. ¿Qué pista podía traerlos hasta allí?

—Y aun si supieran que estamos aquí —prosiguió ella—, les costaría mucho cruzar, si el mar está tan tempestuoso como parece.

—¡No quiero morir! ¡No quiero!

Empecé a pedir socorro a gritos. Era una tontería. ¿Quién podría oírme?

Entonces oí que el agua salpicaba la grilla y caía al sótano.

La marea estaba casi allí.

* * *

Había arrastrado a Fanny hasta el escalón del tope. Daba la espalda a la grilla. Golpeaba con los puños aquella puerta trampa, sin resultado.

Fanny no se movía. Percibí una especie de éxtasis.

En cualquier momento el agua nos arrebataría de la escalera.

Aquello era la muerte. Y sólo entonces, al enfrentarme a ella cara a cara, comprendí con cuánta desesperación deseaba vivir. Había estado gritando sin saber qué. De pronto caí en la cuenta de que gritaba: «¡Bevil!».

Estaba atrapada y el agua subía. A mi mente vino una imagen de la mártir cristiana. Recordé su cara serena; las manos atadas por las muñecas, palma contra palma, en posición de orar; la estaca de madera a la que estaba amarrada, y el agua que le llegaba a la cintura; ella esperaba el ascenso de la marea.

Con la misma serenidad, la pobre y sencilla Fanny se enfrentaba a la muerte.

Se oyó un estruendo: grandes olas que castigaban la isla; el agua entró a tumbos por la grilla. Cerré los ojos y aguardé. Aunque estaba en el escalón del tope, el agua ya me rodeaba los tobillos. En pocos minutos más la rejilla quedaría cubierta por el mar. Y entonces… el fin.

Me cubrí la cara con las manos.

—Ya falta poco, tesoro —susurró Fanny.

—¡No! —exclamé. Y volví a golpear contra la puerta trampa, gritando—: ¡Bevil! ¡Bevil!

De pronto, como por milagro, los brazos de Bevil estaban allí, rodeándome. Arriba se veía una débil luz. Oí su exclamación:

—¡Madre mía!

No estoy segura de lo que pasó después.

* * *

Estaba tendida en una cama, con Bevil a mi lado.

—Hola —dijo él, sonriente.

Quedé desconcertada. Un momento antes estaba en el horror del sótano inundado. Al siguiente, en la cama.

—Se diría que… te alegras de verme —dije.

—Me alegro, sí —respondió él.

* * *

Estaba en la casa de la isla. Fuera se había desatado la tempestad; la marea comenzaba a retirarse, pero la cocina estaba anegada. Oí voces abajo.

Bevil aún estaba junto a mi cama.

Lo llamé y me cogió la mano.

—Hola —dijo—. Ya todo está bien.

—¿Qué ha sucedido?

—Estabas en ese sótano. Debe de hacer muchos años que nadie lo abría. Pero descansa, que has sufrido una impresión muy fuerte.

—Quiero saber, Bevil. Estaba subiendo la marea, ¿verdad?

—En poco tiempo más ese lugar se habría inundado por completo. Llegamos a tiempo, gracias a Dios… pero apenas.

—La pleamar de primavera.

—No deberías hablar.

—No estaré tranquila hasta que lo sepa. ¿Cómo has venido, Bevil?

—He venido a buscarte.

—Pero ¿por qué, por qué?

—¡Mujer! ¿Me crees capaz de permitir que te pierdas así como así?

—Pero ¿cómo lo has sabido?

—Eso no importa. Estoy aquí. Te he encontrado. Y estás a salvo.

—¡Te alegras, Bevil!

Me cogió la mano para llevársela a los labios y besarla apasionadamente. Ese rápido gesto me dijo más que cualquier palabra. Bastó para tranquilizarme. Cerré los ojos.

* * *

Horas después se recobró el cadáver de Fanny. Habían tratado de salvarla, pero resultó imposible.

Cuando abrieron la puerta trampa ella estaba conmigo. La vieron con claridad. Había resbalado y desaparecido, decían. Comprendí que no había querido salir con vida del sótano.

¡Mi pobre y afectuosa Fanny! ¿Cuándo había comenzado la demencia a carcomerle el cerebro? ¿Fue con aquellas primeras tragedias, la pérdida de su esposo y su hija? Pobre Fanny, la gentil asesina que mataba por amor. Yo había oído hablar de matar por dinero o por celos; por amor, nunca.

¿Y cómo era posible que Bevil hubiera llegado a tiempo? Porque no había dejado pasar el asunto de la funeraria. Quería averiguar quién había enviado la carta y por qué. Después de interrogar a Hamforth, llegó a la conclusión de que si lograba hallar la carta tendría en las manos una evidencia tangible. Y no estaba dispuesto a descansar mientras no supiera quién la había escrito.

Jessica recordó haber visto a Fanny en el vestíbulo mientras atendía a Hamforth. Bevil preguntó por mi antigua niñera, pero nadie la halló.

¿Y dónde estaba yo?, quiso saber él. Pronto se descubrió que también faltaba.

Bevil, Jessica y William Lister se sentaron en la biblioteca, a discutir el asunto de la funeraria. Se preguntaron mutuamente por qué habría hecho Fanny algo así. Estaban seguros de que era ella, pues parecía muy posible que se hubiera apoderado de la carta. ¿Y para qué la quería, sino para evitar que sirviera de pista hacia ella? ¿Y para qué habría escrito semejante carta?

Jessica suministró la información de que Fanny había estado visitando a Jem Tomrit; eso intranquilizaba a la señora Henniker, su hija. Desde que había creído ver fantasmas en la isla el anciano estaba asustado y hablaba constantemente del pasado; eso no le hacía ningún bien. Ella siempre había creído que Jem podía vivir hasta los cien años, si dependía de su cuerpo, pero la preocupaba su conciencia.

A él también, puesto que últimamente no le dejaba dormir. También divagaba; decía que él y sus compañeros habían asesinado a algunos aduaneros encerrándolos en el sótano para que se ahogaran. Bevil decidió:

—Vamos a hablar con Jem Tomrit.

Allá fueron y Bevil lo hizo hablar. Fanny había estado interrogándolo sobre la casa de la isla; él le había contado varias veces la historia de los aduaneros asesinados, inducidos a entrar en el sótano, donde se les encerraba para que se ahogaran.

—Iremos a la isla, con vendaval o sin él —dijo Bevil.

Ignoraba, desde luego, que Fanny había decidido que muriéramos juntas. Sólo pensaba que habíamos ido a explorar y que esa puerta trampa podía habérsenos cerrado.

Al volver a Menfreya descubrieron que faltaba uno de los botes. Por entonces el mar estaba tempestuoso y la marea subía deprisa, pero se las arreglaron para cruzar: Bevil, William Lister y Jessica.

Y me sacaron a tiempo.

* * *

En la isla, tendida en la cama, pensaba en todo eso. Dicen que cuando te ahogas ves pasar toda tu vida ante los ojos, como si fueran imágenes. Pues bien, yo había estado a punto de ahogarme y ahora permanecía inmóvil, viendo escenas del pasado.

Gwennan se había ido y, con ella, parte de la antigua vida. Lo mismo pasaría con la desaparición de Fanny.

Pero me quedaba Bevil. Le debía la vida: a su firmeza, su energía, su voluntad de salvarme.

Pero él, por salvarme, perdía a Jessica.

Ésa era la idea que me elevaba como una boya en el mar desatado de las dudas.

Si hubiera querido deshacerse de mí, ¡qué excelente oportunidad habría sido aquélla!

* * *

Tuvimos que pasar la noche en la isla, pues la tempestad arreciaba. Nunca hasta entonces había oído un viento tal ni visto el mar tan furioso.

Bevil me dio a entender que no cabían esperanzas de regresar a Menfreya hasta la mañana.

—De cualquier modo —dijo—, no estás en condiciones de ir. Debes descansar.

—Una vez dormí en este cuarto —recordé—. Hace muchos años, cuando huí de mi casa.

Me sonrió con indulgencia. Noté que estaba feliz de tenerme a salvo.

—Pareces tener un gran talento para hacer locuras.

—Y a la noche siguiente viniste tú, ¿recuerdas? Me descubriste bajo una funda, en esta misma habitación.

Arrugó los ojos, tratando de hacer memoria.

—Habías venido con una muchacha. Temo que interrumpí un pequeño romance.

Se echó a reír.

—¡Qué memoria la tuya!

—Perdóname.

—¿Por qué?

—Por interrumpirte entonces… y ahora.

—¿Qué estás diciendo…? —Arrugó la frente como si en verdad no entendiera.

—Jessica es muy hermosa. Habría sido una excelente esposa para un político.

—Esperemos que no sea así. Es extraño… las cosas que la gente suele confesar en los momentos más inesperados. Mientras veníamos en el bote… y yo pensaba que jamás llegaríamos, pues el mar era un infierno… ella me dijo que iba a casarse con Leveret. Que… la boda, por necesidad, debía ser de inmediato y discreta.

—¿Quieres decir…?

—Es verdad, han estado utilizando la isla para sus citas. Ése es el origen de las luces misteriosas y las siluetas que se han visto aquí.

—¡Conque era Harry!

—Sí. Y ella admitió, o poco menos, que lleva meses prestándole ayuda. Una especie de espía en el campamento enemigo. Aquel episodio en que perdimos el bote fue organizado a pedido de Harry, con la ayuda de A’Lee, ese viejo tunante… para envolverme en un escándalo. ¿Qué opinas de eso? Si acaso llega a dedicarse a la política tendrá que mejorar sus tácticas.

—Si acaso —repetí alegremente.

—En Lansella jamás, ¿eh, Harriet Menfrey?

Percibí su felicidad. Y se debía a que yo estaba a salvo. Por un momento me olvidé de todo: de la terrible pérdida de mi querida Fanny, de la pesadilla vivida en las horas previas a su muerte… ¡Había tantas cosas que necesitaban explicación!

Por fin Bevil dijo:

—Dios mío, me parece que sospechabas…

—Tú y Jessica —confirmé—. Pues mira, no era una conclusión tan descabellada, teniendo en cuenta…

Él se puso muy serio. Luego dijo:

—¡Pobre Harriet! Me temo que tienes mucho que soportar. Soy un espécimen muy imperfecto, por cierto.

—Yo también.

—Te acepto tal como eres. Y tú, ¿me aceptas, Harriet?

—Esto suena a ceremonia de casamiento.

—Es adecuado. De eso hablamos: de estar casados.

Se inclinó para besarme. Y fue como si hubiéramos sellado un acuerdo.

* * *

Pasó algún tiempo antes de que los acontecimientos se ordenaran y la imagen se tornara nítida. Lloré a Fanny durante mucho tiempo… y aún la lloro. ¡Cuánto lamento que haya perdido la razón! Me habría gustado que ella fuera la niñera de mis hijos; era lo que imaginaba desde siempre. Creo que, si nos hubieran rescatado a ambas, yo habría podido ayudarla a superar aquella etapa terrible. Fueron sus temores por mí los que la empujaron a la demencia. Creo que, cuando su cuerpo recibió el veneno, como sin duda ocurrió, también quedó afectada su mente. Pensábamos que había evidencias tangibles de que alguien en la casa quería matarme; eso fue lo que decidió a Fanny a llevarme consigo cuando Billy la llamara.

Quedé asombrada al descubrir la verdad: la telaraña de sospechas en la que me había enredado era creación mía. Por faltarme el afecto de mi padre, siempre había desconfiado de la felicidad; puesto que él no me quería, había llegado a convencerme de que nadie me querría jamás. Sólo ahora comprendía que mi vida estaba en mis propias manos. Fue una revelación maravillosa, pues hasta entonces el futuro nunca había estado tan pleno de posibilidades estimulantes. Y al comprenderme yo misma me torné más tolerante para con el prójimo. Podía mirar con tolerancia las esperanzas y los temores de Jessica. Tal vez había sido una aventurera; tal vez había venido a Menfreya con la esperanza de gozar allí de una vida fácil, de quitarme a Bevil, quizá de casarse con William Lister,(antes de ver perspectivas más tentadoras en Harry Leveret. Yo no lo sabía con certeza, pero me había convertido en una mujer menos propensa a la censura. Jessica luchaba por su propia felicidad, como yo por la mía, y bien podía desearle que encontrara en Harry todo lo que buscaba.

La casualidad me permitió descubrir cómo habíamos sido envenenadas Fanny y yo. Poco después de que Jessica nos dejara, mientras tomaba el té con Benedict en sus habitaciones, él echó alegremente en mi taza varias cucharaditas de azúcar.

—Tienes un paladar dulce —rió. Luego dijo—: ¿Este azúcar te gusta más que el de Jessie?

Jessie guardaba su azúcar en el armario, me dijo; si se trepaba a una silla podía alcanzar el frasco. Y cuando yo estaba enferma me la había puesto en la cebada con limón, para que me curara pronto.

Cuando Jessica tuvo a su hijo la visité en Chough Towers. La maternidad la había cambiado. Por entonces yo también estaba embarazada y entendía ese cambio; casi habríamos podido ser amigas. Ella admitió que, tras la muerte de Jenny, al leer lo del arsénico había decidido probarlo de vez en cuando. Se horrorizó al enterarse de que Fanny y yo habíamos bebido ese veneno.

Desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero a menudo pienso en aquella noche en que, ya rescatada por mi esposo, escuchaba desde la cama el fragor de la tempestad, que se fue apagando durante la noche hasta que el ruido de las olas se redujo a un murmullo.

Cuando aclaró me levanté para contemplar el amanecer desde la ventana. Bevil dormía en una silla, cerca de la cama. No lo desperté. El mar estaba sereno; sólo el borde pardo de su falda insinuaba lo violenta que había sido la borrasca.

Y allí estaba Menfreya, tocada por el leve resplandor rojizo. Al mirarla recordé aquella mañana, tantos años atrás, cuando me dije que no existía en el mundo visión tan encantadora como la de Menfreya al amanecer.

Pensé en todo lo que había sucedido allí, en el curso de los siglos. Y en mi propia vida, tan breve, y en lo que aún quedaba por venir.

Gwennan se había ido; Fanny también. Pero tenía a Bevil. Juntos marcharíamos por la vida.

Él se había acercado y estaba conmigo junto a la ventana, contemplando el mar.

—¿Quién diría que este mar es el mismo de anoche, tan furioso? —comentó. Luego me miró. Comprendí que leía algunos de mis pensamientos.

La tragedia había estado cerca, pero nos acompañaba la suerte.

Bevil aún temblaba al pensar en la milagrosa sincronización de mi rescate.

—Es como si se nos diera una oportunidad —dijo.

—Este día comienza bien —respondí—. Mira ese cielo. Y mira a Menfreya. Por la mañana es tan bella…

Fin