Capítulo 08

La primera señal del efecto que causaría Jessica apareció casi inmediatamente después de su llegada. Fue en la primera noche, a la hora de cenar. Yo me había puesto un vestido de terciopelo oscuro, que siempre me había parecido bastante favorecedor, y lucía un juego de pendientes, broche y brazalete de granates; me lo había regalado lady Menfrey, diciendo que eran un legado de su predecesora y que se conservaban en la familia.

Mientras me miraba en el espejo, muy complacida con el efecto, Bevil se detuvo detrás de mí y me cogió por los hombros.

—Muy efectivo —comentó, observando nuestra imagen—. Se diría que has salido de uno de esos retratos de la galería. Es la impresión que causas a menudo.

Esperaba que dijera algo sobre la nueva institutriz, pero no fue así, lo cual me pareció sospechoso, aun en esos primeros momentos. Sin duda habría sido la cosa más natural del mundo comentar algo sobre la recién llegada, sobre todo considerando que la conocíamos de días anteriores.

Bajamos a cenar. Fue Sir Endelion, con su nueva actitud maliciosa, quien nos hizo notar que no se había puesto otro cubierto. Lady Menfrey dijo:

—Es que no tenemos invitados.

—¿Y la señorita Trelarken?

Ella pareció incómoda.

—Pues mira… ahora es la institutriz.

—¡Añora! Pero antes su padre venía a cenar. Cuando alguien se ha sentado a tu mesa no puedes relegarlo a la cocina.

—No se la ha relegado a la cocina —señaló lady Menfrey—. Se le ha subido una bandeja a su habitación. Es lo que siempre se ha hecho. Las institutrices siempre comían en su habitación; nunca con los criados, desde luego.

Bevil no dijo nada, pero noté que se acentuaba el color broncíneo de su tez. Lo preocupaba pensar en qué acabaría todo eso. Tuve la certidumbre de que, si yo no hubiera estado presente, habría respaldado a su padre. La llegada de Jessica ya lo había cambiado: se mostraba menos franco, como si tuviera algo que ocultar.

—No puedes poner a Jessica Trelarken en las habitaciones de servicio, querida mía. Es una dama.

—Ahora es institutriz, Sir Endelion. Son tantas las damas que deben trabajar como institutrices… o damas de compañía… Es la única salida que les queda cuando se encuentran sin un céntimo, como la pobre Jessica.

Yo observaba a Bevil, pensando: «Ella estará aquí todas las noches. Es imposible. Debe quedarse en su habitación. Siquiera eso».

—Mis institutrices —comenté— nunca cenaban con mi padre. Parecían preferir que se les subiera una bandeja.

—Mi querida Harriet —rió Sir Endelion—, ésta no es tu institutriz, sino Jessica Trelarken, una antigua amiga de la familia. ¿No es así, Bevil?

Mi esposo vaciló por un segundo. Luego respondió:

—Los Trelarken solían cenar aquí, de vez en cuando. Supongo que deberíamos demostrar a Jessica que no la consideramos parte de la servidumbre.

—Las institutrices no son parte de la servidumbre —señalé—. A veces comen con sus pupilos.

—Pero a esta hora ella no puede cenar con el suyo. A menos que lo haga junto a la cuna, mientras él duerme.

Pengelly nos rondaba. Mis nuevas y afiladas percepciones, que ya comenzaban a asustarme, me aseguraban que en el comedor de los criados se estaría cotilleando. «Ella no la quería allí, desde luego. Y milady tampoco. Pero los hombres se han empeñado». ¡Rumores! La desconfianza, corriendo por toda la casa, penetrando en todos los rincones.

—¿Ya han subido la bandeja a la señorita Trelarken? —preguntó lady Menfrey.

—No, milady. Se hará cuando la familia haya terminado —respondió Pengelly, con gravedad.

—Pues entonces —intervino Sir Endelion—, que se ponga otro cubierto. Suba a decirle que esperamos que se siente a nuestra mesa.

Pengelly inclinó la cabeza y, después de indicar por señas a una de las muchachas que pusiera otro cubierto, desapareció.

Jessica apareció a los cinco minutos. Lucía un sencillo vestido de seda negro, que debía de haberse puesto apresuradamente al recibir el mensaje, pero no mostraba señales de prisa.

A la puerta vaciló, pero me pareció que era una actitud estudiada. Sir Endelion dijo:

—Siéntese, querida. Cenará con nosotros, desde luego. ¡Subirle una bandeja a su habitación! ¡Dónde se ha visto, cuando su padre se sentó tantas veces a esta mesa!

—Gracias —repuso ella, serena. Pengelly le acercó la silla.

Sonreía con recato y serenidad, pero sin sorpresa. Obviamente no le parecía extraño que la institutriz cenara con la familia. En otras casas podía no ser así, desde luego. Pero ésta era diferente. Era Menfreya.

* * *

Lo extraño es que el cambio nos afectó a todos. Jessica Trelarken parecía iluminar la casa de una manera singularmente siniestra, que me hacía verlo todo y a todos de manera diferente; me hacía dudar de mí misma, pensar que, al fin y al cabo, era una ingenua sin conocimiento alguno del mundo.

Ella era muy serena, pero pronto comencé a preguntarme si la suya no era una serenidad mortuoria. Todo en ella era silencioso. Se movía sin ruido; a menudo descubría que había entrado sin que se la oyera. No reparabas en su presencia hasta que, al levantar la vista, te encontrabas con el fulgor de su belleza.

¡Su belleza! Nadie podía ignorarla. Era una rara, innegable belleza, la perfección de sus facciones. En esa cara no había un solo defecto; su piel era tersa y parecía refulgir. Cutis como el suyo sólo había visto un par de veces en mi vida. Su pelo era lacio, pero vital. Lo tenía todo, esa mujer: todo, menos fortuna.

Y era inevitable que la presencia de una persona así en la casa nos afectara a todos. Parecía sacar a la superficie características personales que hasta entonces habían permanecido ocultas. Mi suegro siempre se había mostrado simpático conmigo; aunque no nos veíamos mucho, nuestros encuentros eran siempre agradables. Es posible que me hubiera acogido bien en la familia por mi condición de heredera, pero aun así siempre me había tratado con un afecto que se podía considerar paternal. Ahora, en cambio, yo notaba una veta maliciosa en su carácter. Él sabía que Bevil, en algún momento, se había sentido atraído por Jessica Trelarken: ¿por qué, pues, la había traído a la casa? En ocasiones yo creía que era por malicia, como el niño que pone dos arañas en un cuenco y disfruta viendo cómo pelean. «Tal vez, —me decía—, no puede olvidar que una vez perdió el escaño de los Menfrey, ese escaño que sólo recientemente se ha recuperado».

Cada vez que se me ocurrían esas ideas las descartaba lo antes posible, con la certeza de que, a no ser por Jessica Trelarken, nunca me habrían venido a la mente.

Y además, lady Menfrey. Nunca había pensado que tuviera un carácter muy fuerte; sabía que se había pasado la vida cediendo ante su familia. Pero ahora parecía acobardada; noté que aceptaba con mansedumbre la autoridad de Jessica.

¿Y Fanny? Se había tornado cautelosa, casi furtiva. Hasta entonces siempre había sido franca conmigo; ahora me daba la sensación de que me estaba ocultando algo.

¿Y Bevil? Puesto que desde siempre admiraba a las mujeres atractivas, la presencia de ella no podía dejar de afectarle; a Jessica la había admirado en especial y me resultaba obvio que aún era así.

Y yo misma, sobre todo. Parecía perder el atractivo ganado al casarme con Bevil. Había intentado, con cierto éxito, recobrar ese extraño aspecto de otro siglo que desvelaran en mí la redecilla y el vestido topacio. La gente decía: «No se puede decir que sea hermosa, pero tiene algo extraño, como de otro mundo, que resulta atractivo». Yo sabía que eso me permitía sobresalir aun entre mujeres más bonitas. Y quería sobresalir… por Bevil.

Con la llegada de Jessica eso pareció abandonarme. Me sentía fea, como en mi infancia, y la sensación afectaba a mi aspecto. Mi cojera parecía más obvia, pero tal vez sólo porque cuando era feliz me olvidaba de ella. Y ahora, por cierto, no era feliz.

Lo peor era que me estaba tornando suspicaz. La desconfianza se me había metido en la mente y era imposible quitarla de allí. Me volvía vigilante, alerta; día a día esos sentimientos se hacían más fuertes.

Trataba de descartar esos temores celosos, pero persistían.

* * *

Desde que Benedict llegara a Menfreya yo había sido su amiga especial, pues parecía colocarme en el lugar de la madre que le faltaba; yo siempre le dedicaba parte del día y él parecía esperar con ansias mis visitas. A veces salía a caminar con él; de vez en cuando lo llevaba a remo hasta la casa de la isla, que le encantaba. Pedía siempre ir allí y el cruce en bote lo deleitaba.

Una mañana, siete u ocho días después de la llegada de Jessica, Bevil fue solo a Lansella y yo subí a la habitación infantil para ver a Benedict.

La institutriz me dedicó esa sonrisa tranquila que yo comenzaba a comparar con la de la Gioconda. Se la veía pulcra y bella, desde luego, con su vestido color lila con cuello y puños de encaje. Tenía poca ropa, pero toda de un gusto perfecto. Era uno de sus dones, el saber sacar el máximo partido de una prenda; pero quizá cualquier vestido habría lucido estupendo con una belleza como la suya. Inmediatamente me sentí incómoda en su presencia; me pregunté si acaso ella lo provocaba deliberadamente, con esas miradas frías. Se movía con una gracia que yo no podía imitar; en todos sus gestos había un encanto natural.

—He venido a visitar a Benedict —dije.

—Está jugando con sus cubos.

—Pensaba sacarlo a pasear. Quizá lo lleve a la isla, puesto que ha cesado el viento. Le encanta.

—Esta mañana ya ha salido a pasear. Temo que se cansaría mucho y eso lo irrita. Y luego no querrá comer, desde luego. Ya sabe usted cómo son los niños.

Me desarmaba con su sonrisa.

—Pues… —comencé.

—Si yo hubiera sabido que usted vendría no lo habría llevado a caminar. Pero creo que es importante mantener la regularidad.

—Comprendo.

Fui hacia la puerta del cuarto de juegos, con ella a mi lado.

—Por favor, no le diga que pensaba llevarlo a la isla.

—¿Teme usted que quiera venir?

Otra vez esa sonrisa.

—Querría ir, por supuesto. Pero se cansaría muchísimo.

Entré en la habitación.

—Hola, Benny.

—¡Hola! —No levantó la vista. Pero eso no tenía importancia; estaba concentrado en la construcción de una casa.

—Ha venido tu tía —le reprochó Jessica.

—Ya sé. —Pero aún no levantaba la vista.

Ella me sonrió. Me arrodillé para mirar la casa de cubos.

—Se va a caer —observé.

Él hizo un gesto afirmativo, siempre sin mirarme… y en ese momento los cubos rodaron por tierra. Benedict dejó oír un grito de placer.

Luego cogió uno. Su alegría se evaporó al ver que la imagen se había desgarrado un poco.

—Quiere Jessie —dijo, luctuoso.

Yo lo cogí, diciendo:

—¡Pero si pegarlo será cosa de nada!

Él lo recuperó con aire solemne para entregárselo a Jessica.

—Pobre cubo, quiere Jessie.

Ella lo recibió.

—Es que ya he pegado unos cuantos —explicó—. Lo arreglaré, Benny.

Y enarcó las cejas como para decir: «Ya sabe usted cómo son los niños».

Pero también eso me pareció una señal.

* * *

Ahora Jessica cenaba con nosotros todos los días. Tenía tres vestidos de noche: uno negro, uno gris y el otro de terciopelo azul. Todos eran sencillos y nada costosos, pero ella se las componía para lucir magnífica; yo, con los míos (algunos comprados en París durante mi luna de miel), me sentía torpe y, a menudo, demasiado acicalada. Ése era el efecto que ella me provocaba; más aún: tenía la extraña sensación de que ésa era su intención.

No había nada de lo que una pudiera quejarse. Cualquier espectador habría dicho que Jessica opacaba a los demás por su sola presencia. Pero yo pensaba que ella lo sabía y que disfrutaba de un triunfo secreto.

Sentada a la mesa era como un imán que atraía hacia sí la atención de todos los hombres. Sir Endelion se mostraba galante; Bevil tenía siempre en cuenta que yo estaba allí y se mostraba ansioso de hacerme participar en la conversación, pero yo percibía que era una actitud estudiada, destinada a disimular sus verdaderos sentimientos; hasta William Lister, que también comía con nosotros, se volvía hacia ella con franca admiración.

Si hubiera sido una tonta bonita y frívola, como la pobre Jenny, aquello había resultado soportable; pero no era así. Ella era inteligente e instruida. Lo más desconcertante fue descubrir que estaba decidida a demostrar sus conocimientos sobre política, puesto que, naturalmente, era el tema que más a menudo se discutía en nuestra mesa.

Su voz era suave y gentil, pero claramente audible, pues hablaba con lentitud y pronunciación perfecta.

Mientras la escuchaba yo notaba que todos los hombres la estaban observando. Lady Menfrey, sentada a la cabecera, trataba de mostrarse alerta, como solía hacerlo cuando la conversación versaba sobre temas políticos, pero yo sabía que, en realidad, estaba preguntándose si debía encargar más lana azul para su tapiz o si Benedict estaría por resfriarse, puesto que había estornudado dos veces durante el día.

—Sobre ese aspecto discutí con mi padre más de una vez —decía Jessica—. Él tenía opiniones muy firmes. Desde luego, no siempre estábamos de acuerdo.

—El doctor tenía puntos de vista muy enérgicos sobre la reforma tarifaria. Lo recuerdo bien —intervino Sir Endelion.

—Como decía mi madre: cuando él adoptaba un punto de vista, al mismo tiempo tomaba la decisión de no cambiarlo jamás.

Todos rieron.

—Muchas veces hemos discutido casi hasta liarnos a golpes —reconoció Sir Endelion—. Muy buena persona, el doctor. El nuevo no me gusta mucho.

—Su esposa es una ardiente defensora del partido —intervine.

—Es verdad. —Bevil me sonrió; tal vez fuera mi imaginación, pero tuve la certeza de que se había obligado a apartar la vista de Jessica para mirarme.

Comenzaba a temer esas comidas, que hasta entonces había disfrutado tanto. Las discusiones políticas me gustaban; William Lister siempre me trataba con deferencia y tanto mi esposo como mi suegro me hacían el cumplido de escucharme con atención. Ahora Jessica parecía estar usurpando mi lugar también allí.

Luego ella dijo:

—Ayer por la tarde, mientras cabalgaba cerca de Chough Towers, me encontré con Harry Leveret. Ha establecido su residencia allí.

Ésa era otra cosa: como a Jessica le gustaba cabalgar, Sir Endelion había sugerido que podía utilizar alguno de los caballos, si quería ejercitarlo un poco. Ella había respondido con entusiasmo.

Ahora todos estaban atentos. Lady Menfrey parecía asustada y jugaba nerviosamente con su cuchillo. Le vi el dolor en la cara: recordaba aquel día horrible en que se había descubierto la fuga de Gwennan.

Jessica esbozó esa tierna sonrisa; como siempre, tuve la sensación de que extendía una máscara sobre su cara.

—Se mostró muy cordial —prosiguió.

—¿Y por qué no? —repliqué. Mi voz sonó áspera—. No tiene nada contra usted.

—Sabe que estoy aquí, desde luego. Me habló… del futuro. —Hizo una pausa; su mirada pasó de Sir Endelion a Bevil, incluyendo a William Lister—. Dijo que ya lo han aceptado como candidato de su partido.

—Conque ya está acordado —dijo Bevil.

—Sí. Dijo algo más. Quizá fuera una impertinencia de mi parte, pero… Permití que me sondeara sobre la opinión de ustedes. El supone que deben de estar ofendidos por el hecho de que él se postule por la oposición.

—Reconozco que fue una sorpresa —comentó mi esposo—. ¿Por qué no lo dijo abiertamente? Me pareció que actuaba con cierto misterio.

—Eso era lo que él pensaba, pero dijo que los Leveret y los Menfrey siempre habían sido amigos y no había motivos para que eso cambiara. Me preguntó si ustedes aceptarían una invitación a cenar con él en Chough Towers.

Sir Endelion estalló:

—No me gusta su política. ¡Ese muchacho me sorprende! ¿No era empresario? ¿Qué significa esto de que se dedique súbitamente a la política?

—Si ustedes rechazaran una invitación suya —prosiguió Jessica, vacilante—, él podría ponerlos en una situación incómoda. Es decir: podría hacerlo saber, ¿no?

—Exactamente —confirmó Bevil, inclinándose hacia delante para mirarla con aprobación.

—Podría decir que en una ocasión fue maltratado por los Menfrey… —Sonrió como con desaprobación; pensé en lo mucho que Harry había sufrido con la desaparición de Gwennan—. Y que ahora, sólo porque él no está de acuerdo con sus opiniones políticas, se le rechaza la amistad. Tal vez me equivoque, pero no creo que eso produjera un efecto favorable.

Hizo otra pausa. Luego se entabló conversación y quedó decidido que, si Harry Leveret nos invitaba a Chough Towers, deberíamos aceptar.

* * *

Bevil y yo cenamos en Chough Towers. Resultaba extraño volver a esa casa, sobre todo porque el mobiliario era casi el mismo que cuando la alquilaba mi padre. Se le habían hecho algunos agregados, desde luego, y era obvio que Harry pensaba mantener una activa vida social.

Ya no era el joven que había venido a la galería en busca de Gwennan. Comprendí que al perderla su vida había quedado muy afectada. Eso maduró de repente a aquel muchacho despreocupado. Sin duda la había amado profundamente, además de buscar la alianza con la antigua familia de Menfrey. Aunque pareciera una persona sin importancia, percibí en él un arrollador deseo de triunfar, que debía de haber heredado de su padre, aquel hombre de orígenes humildes que había llegado a ser millonario.

Lo invitamos a visitar nuevamente Menfreya y así quedó restablecida la relación entre las dos familias. Al parecer Jessica tenía razón, pues la idea recibió la aprobación general. Cuando llegaran las elecciones (aunque al parecer aún faltaba para eso) se plantearía en el distrito una lucha limpia; la mayoría, descontados Harry y algunos de sus partidarios, pensaban que Bevil retendría el escaño.

Pocos días después de la visita de Harry a Menfreya entré en la biblioteca y vi allí a Fanny, de pie ante la ventana, acurrucada detrás de las cortinas y muy quieta, de manera que no se la veía.

—¿Qué miras, Fanny? —Quise saber. Y me acerqué rápidamente a la ventana.

—Nada, nada —aseguró ella, apartándose bruscamente.

Pero yo los había visto: Bevil y Jessica. Benedict jugaba a alguna distancia, pero la atención de Fanny estaba fija en Jessica y en mi marido.

—¿Sucede algo? —pregunté.

—Espero que no, señorita Harriet —replicó ella, agria.

Supe exactamente cuáles eran sus pensamientos, así como ella supo los míos. Habría querido regañarla, decirle que no fuera tonta. Pero al ver esa cara llena de cariño comprendí que, si yo sufría, ella sufriría conmigo.

Me encogí de hombros y le volví la espalda.

* * *

Una semana después, al bajar al comedor descubrí, consternada, que Bevil y Jessica habían desaparecido.

Nos sentamos a la mesa: Sir Endelion y lady Menfrey, William Lister y yo, esperando que los dos ausentes llegaran en cualquier momento. El hecho de que faltaran ambos me provocó un inmediato desasosiego.

—¿Por qué se retrasan? —Murmuró lady Menfrey—. ¿Tiene usted alguna idea, señor Lister?

—No, en absoluto —respondió él—. No he visto al señor Menfrey desde las cuatro.

—Ojalá no sea porque Benedict está enfermo y Jessica se ha sentido en la obligación de quedarse con él.

—Subiré a las habitaciones del niño —dije.

Y me escabullí inmediatamente. Subí a la carrera. Al abrir la puerta del cuarto vi que Benedict estaba acostado y dormía profundamente.

Crucé el aula para tocar a la puerta de Jessica. Como no hubo respuesta, entré. La habitación estaba tan pulcra como siempre. Un súbito temor me indujo a abrir los cajones de la cómoda. Fue un gran alivio ver allí sus cosas, bien ordenadas. Abrí el armario; allí estaban sus vestidos.

Me enfrenté al hecho de que, en realidad, había considerado la posibilidad de que ella y Bevil se hubieran fugado juntos.

Regresé al comedor.

—Benedict duerme, pero Jessica no está con él ni en su habitación.

Cenábamos a las ocho y ya habían pasado diez minutos más. Pengelly, que rondaba por allí con las criadas, preguntó si debía servir la comida.

Lady Menfrey solía mirar a Sir Endelion antes de dar ninguna orden. Era una costumbre que me irritaba un poco, pues me parecía que ella podría haber hecho un esfuerzo por afirmarse como señora de la casa.

—Ellos saben que la cena se sirve a las ocho —dije, con bastante aspereza—. No han de pensar que los esperaremos. Comencemos.

Hablaba como si me interesara más la comida que ninguna otra cosa, cuando en realidad me preguntaba cómo me las compondría para pasar algún bocado. Pengelly dijo:

—Gracias, señora. —Y trajeron la sopa.

—Es muy raro en Jessica —murmuró lady Menfrey—, que suele ser tan puntual. Como su padre, ¿recordáis?

—¿Y Bevil? —agregó Sir Endelion. En sus ojos había un aire reflexivo y más malicioso que nunca—. Y tú, querida Harriet, ¿tienes alguna idea de dónde pueda estar él?

—Ninguna —repliqué—, a menos que haya debido ir súbitamente a Lansella. Pero en ese caso habría dejado aviso, sin duda.

—¿A Lansella con Jessica Trelarken? No me parece muy probable. Si debía llevar a alguien habría ido contigo, querida.

—Supongo que sí.

—Es Jessica la que me preocupa —insistió lady Menfrey—. Espero que no haya sufrido ningún accidente. Escuche, Pengelly: mande preguntar en las cuadras si falta algún caballo. Recuerdo el accidente de la pobre Gwennan… cuando el criado del doctor Trelarken vino a darnos aviso. Sí, vaya usted, Pengelly, que estoy muy nerviosa.

Cuando el mayordomo regresó ya habíamos acabado la sopa.

—No falta ningún caballo, milady.

Sir Endelion se apoyó contra el respaldo, mirándome.

—Qué extraño —comentó—. Los dos a la vez.

La comida parecía interminable. Jugueteé con el pescado que tenía en el plato, empeñada en que nadie notara mi preocupación. Pero sorprendí los ojos de William Lister fijos en mí. Él sabía; era amable y solidario. Creo que estaba tan preocupado como yo.

—La señorita Trelarken conoce a muchos en este vecindario —insinuó—. Tal vez ha ido de visitas y se ha olvidado de la hora.

—¡Sí, eso es! —exclamó lady Menfrey, triunfal. Y comenzó a comer de buena gana. Ahora tenía algo a que aferrarse: Jessica estaba de visita en casa de unos amigos y se había olvidado de la hora. Bevil estaría en Lansella, atendiendo asuntos del Parlamento. Pronto regresarían los dos y todo quedaría explicado. Estaba desesperada por mantener la casa en paz; aunque esa paz no existiera, ella fingiría que sí.

William Lister, al ver que la había tranquilizado, prosiguió:

—En el despacho de Lansella debe de haber surgido algún imprevisto que exige la inmediata presencia del señor Menfrey.

—Pero ¿no debería haber informado a alguien adónde iba?

—Tal vez no ha habido tiempo —dijo él, nada convencido.

—¡Desde luego! —Exclamó lady Menfrey—. ¡Eso es! No ha habido tiempo.

Su esposo le sonreía con aire sardónico. Debía de creer que los dos ausentes estaban juntos. Y en ese caso, me pregunté, ¿qué significaba el hecho de que hubieran desaparecido tan flagrantemente?

Pero Bevil jamás abandonaría Menfreya. ¿Cómo podía renunciar a todo eso? No era un muchacho romántico para fugarse por un impulso, dejando a su esposa y su carrera. Debía de haber otra explicación. No obstante, presentía cada vez con más seguridad de que ambos estaban juntos en algún lugar.

La comida acabó lúgubremente. William Lister me miró casi con pena.

—Temo que hayan tenido algún accidente —dijo.

—¡No, no puede ser! —Insistió mi suegra—. Jessica se ha olvidado de la hora y Bevil ha tenido que ir a Lansella.

William y yo intercambiamos una mirada. No lo creíamos.

Pasamos al salón, donde nos sirvieron el café. Todos estábamos tensos y nerviosos. Manteníamos un diálogo esporádico, pero siempre con los oídos alerta para percibir cualquier ruido de una llegada. En realidad, ninguno de nosotros prestaba atención a lo que se decía.

* * *

Era imposible mantener la desaparición en secreto. Yo sabía que la noticia se divulgaba con la celeridad y la eficiencia de los tambores en la selva. Los criados estarían discutiendo qué podía haber sucedido que retuviera a Bevil y a Jessica al mismo tiempo. Y el cotilleo se extendería… a Menfreystow y luego a Lansella, donde sin duda no beneficiaría la reputación de Bevil. Eso era lo que yo no lograba entender: ¿cómo era posible que él, tan preocupado siempre por su carrera, se hubiera dejado atrapar en semejante situación? ¿Tal vez contra su voluntad? ¿O quizá había olvidado el paso del tiempo?

De cualquier manera, si no regresaban pronto habría que hacer algo.

Fue una velada muy intranquila. De pronto descubrí que estaba muy sola. No podía confiar en Sir Endelion, de cuyo carácter estaba descubriendo algunas cosas desde que trajera a Jessica a la casa. En su juventud había sido alocado; bien podía continuar su vida tentando al destino. Quería que sucediera algo… y estaba dispuesto a arriesgarse al desastre antes que padecer por aburrimiento. Aunque comprendiera su manera de pensar, no debía confiar en él. ¿Y lady Menfrey? Pensé en la bondad con que me había tratado tras la muerte de Jenny. Claro que en ese entonces actuaba con la aprobación de su familia. Con tanto como se afanaba en mantener la paz no podía ser un buen apoyo en momentos difíciles.

William Lister estaba a mi lado, con la cara arrugada por el nerviosismo.

—Comprendo lo que siente —me susurró.

—Deben de haber sufrido algún accidente —dije—. Tendremos que hacer algo.

—Sí —reconoció—. Y pronto.

—¿Qué?

—Iré a Lansella para ver si él está allí. Es posible que se haya retrasado atendiendo algún asunto, que no nos haya llegado su mensaje.

—Pero han de estar los dos juntos —señalé.

Él hizo un angustioso gesto afirmativo.

—Un accidente que les afectara a ambos —proseguí—… Podría ser, si hubieran salido a cabalgar juntos… Pero todos los caballos están en la cuadra. ¿Qué puede haber pasado?

—Sería mejor hacer algo. Sólo he querido esperar porque…

—Lo sé. Usted tenía la esperanza de que aparecieran. Y no quería que esto se comentara.

—Es lo que el señor Menfrey querría, sin duda. Pero creo que ha llegado el momento de actuar. Iré inmediatamente a Lansella. Creo que será más rápido y discreto que vaya a caballo. Puedo averiguar si él ha estado en el despacho y si el agente sabe algo. Si no consigo información tendremos que avisar a la policía.

Yo había comenzado a temblar; él se inclinó para tocarme leve, tímidamente la mano.

—Ya sabe, señora, que haré cuanto pueda… por usted.

—Gracias, William —dije. Y me dije que tenía alguien en quien podía confiar.

William partió hacia Lansella y yo me quedé tensa y nerviosa, a la espera de lo que ocurriría a continuación. Allí, en la sala roja, formábamos un grupo desconsolado.

Pasada una hora de la partida de William oímos la voz de Bevil. Todos corrimos a la ventana, pero era poco lo que se podía ver, pues no había luna, aunque el cielo estaba despejado y lleno de estrellas.

—¡Ha vuelto! —exclamé. Y corrí por el pasillo hasta el principio de la escalera. Lo vi de pie en el vestíbulo, con Jessica a su lado—. ¡Bevil! —Estaba tan feliz de verlo que no pude disimular mi gozo.

—¡Harriet! —Respondió él—. Lo que ha sucedido es para volverse loco.

Bajé la escalera cojeando mucho. Jessica me observaba; estaba pálida, con el pelo desaliñado y algo húmedo, pero eso no le restaba belleza. Sus ojos parecían más grandes y luminosos; se me ocurrió que ella, al menos, había disfrutado de la aventura.

—¿Qué ha pasado? —Quise saber.

Ella levantó algo para mostrarlo. No reconocí el objeto.

—Fuimos por esto —explicó— y… hemos quedado atrapados allí.

—¿Atrapados?

—Es muy sencillo —intervino Bevil—. Hola, madre. Hola, padre. —Sir Endelion y lady Menfrey habían aparecido en la escalera—. Hemos cruzado en busca de eso, pero ese condenado bote se nos ha escapado, no sé cómo.

—¿Que se ha escapado? —Yo repetía las palabras más importantes en tono de interrogación, hábito que siempre me había parecido irritante en los demás. Pero no podía evitarlo. Estaba asustada.

—Es sencillísimo —aseguró él—. Esta mañana Benedict y Jessica fueron a la isla y él dejó allí su osito de felpa. No quiso dormir hasta que Jessica le prometió que se lo traería. Entonces ella me ha pedido que la llevara a remo.

«¿Por qué te lo pidió a ti? —habría querido preguntar—. ¿Por qué no ha ido sola?». Pero no dije nada. No podía revelar mis sentimientos delante de todos.

—Pues bien —prosiguió Jessica—, él ha tenido la amabilidad de llevarme. Pero cuando bajamos a la costa con el osito el bote había desaparecido.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Sir Endelion, con voz cantarina, como si estuviera disfrutando de la aventura ajena.

—Eso es lo que me gustaría saber —aseguró Bevil, tratando de mostrarse enfadado.

—Parece que no lo has amarrado muy bien —se burló su padre.

—Estoy seguro de que sí.

—Conque el bote se ha perdido, ¿eh?

—No. Nos lo ha traído A’Lee, que lo vio derivando hacia el mar. Al traerlo hacia la playa de Menfreya pasó frente a la isla y le hicimos señas. Él nos ha traído de regreso.

—Qué cosa —suspiró lady Menfrey—. Os habéis perdido la cena. Tendréis apetito, ¿verdad? Ordenaré que os sirvan algo de inmediato.

Percibía la incredulidad, la tormenta inminente, y quería escapar. Sir Endelion dijo:

—Pues no sois los primeros en quedar aislados en una isla. Siempre ha sido tu sitio favorito.

Recordé entonces la funda bajo la cual me había escondido y la llegada de Bevil, con una muchacha de la aldea. Esta vez yo no había estado allí para evitar la culminación de la aventura.

¿Qué habría pasado esta vez en la casa de la isla?

Bevil me estaba mirando y yo no quería delatarme.

—Bueno —dije tranquilamente—, ya estáis aquí.

Mientras me dirigía nuevamente a la escalera vi por un instante la cara de Jessica. Sonreía apenas. ¿Como pidiendo disculpas? ¿En desafío? No lo sé.

* * *

Eran ya las once y media cuando Bevil subió, tras haberse encerrado con William, que ya había regresado de Lansella. Sin duda lamentaba profundamente haber ido, pues su viaje no habría hecho sino divulgar la novedad.

Me miró con despreocupación. Yo conocía bien su costumbre de fingir indiferencia cuando estaba perturbado.

—¿Todavía no te has acostado? —preguntó innecesariamente.

—Pero ya estoy lista —contraataqué—. Envuelta en mi bata y en mis pensamientos.

—¿Qué pasa?

Sentí que se imponía en mí esa lengua áspera que había ejercitado como arma en mis años tiernos.

—No lo sé del todo.

—¿Qué quieres decir?

—Eso es lo que tú deberías decirme. ¿Qué es lo que ha sucedido, en verdad?

Parecía impaciente. ¿Otra señal de culpa?

—Ya sabes lo que ha pasado: fuimos por el juguete y el bote se nos escapó.

—Lo habías atado mal.

—Supongo que sí.

—¿Deliberadamente?

—¡Venga, Harriet…!

—Creo que tengo derecho a saber la verdad.

—Ya la sabes.

—¿Estás seguro?

—Esto no es un tribunal. Si no quieres creerme no hay nada que yo pueda hacer.

—Pues tendremos que hacer algo. Habrá cotilleos. Supongo que ya han comenzado.

—¡Cotilleos! Siempre he creído que no te cuidabas de esas cosas.

—Eso demuestra lo poco que nos conocemos. Yo siempre he creído que tú te cuidabas de no provocarlos.

—Lo que ha sucedido esta noche es algo que no he podido evitar.

—Eso es lo que me gustaría creer, Bevil.

—Ya puedes creerlo, desde luego. ¡Hostias! ¿Qué estás insinuando?

—Ella es muy hermosa.

—Y tú, muy celosa.

—Y habrá otras muy curiosas, cuando el electorado sepa de esto.

—No trates de ser mordaz, Harriet.

—No trato.

—Pues bien, aceptaré que lo eres sin necesidad de esfuerzo. Qué estupidez la de Lister, actuar como lo ha hecho.

—Debíamos hacer algo. Cuando él ha propuesto ir a Lansella yo he aceptado. Ha sido culpa mía. No teníamos idea de lo que podía haberte pasado, Bevil. —Mi voz se había tornado seria, casi suplicante. Mientras reñía con él cobré plena conciencia de lo mucho que lo amaba, de cuánto lo necesitaba. Y sentí miedo, pues me parecía necesitarlo mucho más que él a mí—. Tendrás que ser muy cauteloso en tus relaciones con Jessica.

—¿Qué relaciones? ¿A qué te refieres? Es la institutriz de Benedict.

—Las institutrices han sido heroínas de tantas novelas románticas que comienza a suceder lo mismo en la vida real. Y cuando la institutriz es también muy hermosa… Y cuando el señor de la casa no puede disimular su interés… Cuando desaparece con una de ellas por varias horas, por inocente que sea la situación, y se despierta la alarma… ya tenemos una situación explosiva. Si el señor de la casa es terrateniente, monarca en su propio reino, puede continuar con sus caprichos. Pero si es miembro del Parlamento, custodio de la moral pública y representación de la justicia, se encontrará sentado sobre un barril de pólvora.

—¡Qué discurso! —exclamó él. Y se echó a reír—. Sabes hablar, Harriet. Pero a veces tu afición a las palabras barre con tu sentido común. ¿Lo dejamos como perorata?

—Como quieras.

—Sólo una cosa más: lo que te he dicho sobre lo de esta noche es la verdad. ¿Me crees?

Lo miré a los ojos.

—Ahora sí, Bevil.

Él me abrazó para besarme, pero sin la pasión que yo ansiaba. El beso no fue para demostrar afecto, sino para sellar un acuerdo. Yo habría querido decir: «Cuando estoy contigo te creo. Tal vez soy como tu madre: creo lo que quiero creer. Pero cuando vuelvan los celos volverán también las dudas».

* * *

A la mañana siguiente dormí hasta tarde. Cuando desperté, Bevil ya se había ido. Fanny me trajo el desayuno en una bandeja; después de entregármela se detuvo a los pies de la cama, mirándome. Sin duda alguna lo sabía todo sobre la aventura de la noche anterior.

—Se la ve agotada, señorita —dijo en tono de enfado, como en mi infancia, cuando yo pillaba un resfriado—. Supongo que se ha estado preocupando por las ausencias de anoche.

—Todo eso ya ha pasado, Fanny.

Resopló con aire incrédulo.

—¡Veamos! —Había traído una mañanita para cubrirme los hombros. Noté que sus ojos penetrantes me inspeccionaban en busca de moretones. Fanny nunca olvidaba lo que no quería olvidar. Me sirvió el café—. ¡Tome eso! —ordenó, como cuando yo era niña.

Bebí el café, pero no pude comer con apetito. No dejaba de recordar ese momento en que, desde el tope de la escalera, había visto juntos a Bevil y a Jessica. Y aún me resonaban en los oídos las palabras que Bevil y yo nos habíamos lanzado mutuamente en esa misma habitación. Fanny chasqueó la lengua.

—No sé, no sé. Pero creo que no se puede confiar en ellos. Sin ellos se está mejor.

—¿Sin quiénes, Fanny?

—Sin los hombres.

—Estás bromeando.

—Nada de eso.

—Si Billy no hubiera muerto… —No era habitual que yo hablara de Billy; por lo general esperaba que ella abordara el tema.

—Él era como todos, supongo. Billy no me quería tanto como yo a él.

—Pero él te amaba, Fanny. Siempre me lo has dicho.

—Tenía una amante, ¿sabe usted? Estaba un rato conmigo y otro con ella. Así son los hombres. Ellos no aman como nosotras.

—¡Fanny!

—No se lo había dicho, ¿verdad, señorita? No, yo no era el único amor de Billy. Tenía a otra, sí…, y se puede decir que me abandonó por ella.

Quedé sobresaltada. Era la primera vez que la oía hablar así. Había algo turbulento en sus ojos; parecía estar mirando más allá de esa habitación, hacia el pasado. Hablaba para sí misma.

—Y la pequeña…, él me la dio…, pero yo la perdí…, esa pequeña. Y luego encontré a mi otra niña.

Le alargué la mano y ella la cogió. El contacto pareció arrancarla de su trance.

—No se aflija —dijo—. Yo no permitiré que le suceda nada malo. Jamás la abandonaré, señorita. Ni lo piense.

Le sonreí.

—Nunca lo he pensado, Fanny —dije.

—Pues bien, coma ese huevo y basta ya de tonterías.

Obedecí con una sonrisa. Había temido encontrarme sola… pero allí estaba Fanny, siempre.

* * *

Como estaba muy deseosa de disimular mis temores, al día siguiente pedí a Jessica que saliera a cabalgar conmigo. Fuimos juntas a Lansella. La gente nos miraba con curiosidad, pero yo tenía la certeza de que dejarnos ver juntas era la mejor manera de allanar sospechas. Jessica se comportaba como si no hubiera sucedido nada, pero no me inspiraba ninguna seguridad. En ocasiones me parecía que le divertía secretamente mi desesperación por demostrar que éramos buenas amigas.

Prometí que al día siguiente iría a las habitaciones infantiles para tomar el té con ella y con Benedict. Al llegar encontré al niño solo, de pie en una silla.

—Soy un mono —me dijo—. Los monos trepan, ¿lo sabías?

Dije que no.

—Si quieres puedo ser un elefante. Tienen trompas y caminan así. —Bajó, se puso en cuatro patas y anduvo pesadamente por todas partes—. ¿Quieres que ahora sea un león?

Le pedí que fuera él mismo por un rato. Eso le pareció divertido.

Cuando vino Jessica cobré inmediata conciencia del afecto que él le tenía y me avergoncé de los celos que se revolvían dentro de mí. Habría debido alegrarme de que él tuviera una buena institutriz; Jessica demostraba ser hábil en su tarea, por cierto, y el hecho de que se hubiera ganado el afecto del niño hablaba muy en su favor. «Pero está usurpando mi sitio —pensé— en todas partes, en toda la casa».

De inmediato, avergonzada, comenté que a Benedict se lo veía mucho mejor y le expresé nuestra gratitud por lo bien que lo cuidaba.

—Es mi trabajo —respondió ella—. Pero aquel día en que trajeron a Gwennan a casa no imaginé, por cierto, que llegaría a ser institutriz de su hijo.

—Pobre Gwennan… Benedict se le parece tanto… Cada vez que lo veo me parece verla a ella.

Me había sentado. El niño vino a ponerme las manos en las rodillas y me miró a la cara.

—¿Se le parece a quién? —preguntó.

—Hace un momento, a un elefante. Y ahora, a sí mismo.

Eso le hizo reír.

Jessica preparó el té en la tetera de terracota parda de la habitación infantil.

—Siempre sabe mucho mejor en estas viejas teteras pardas —comentó como al desgaire, mientras servía—. ¿Será porque nos recuerda a nuestra infancia?

Habló de su niñez, de cuando su madre aún vivía. Era hija única y sin duda había sido hermosa desde su nacimiento; los padres la adoraban. ¡Qué diferente había sido mi propia niñez!

—Solía sentarme en un taburete del dispensario —contó— y observar a mi padre mientras preparaba las medicinas. Él solía decir: «Esto es para Gripe». O: «Esta mañana ha venido Ulcera». Solía identificar a cada uno de sus pacientes con la enfermedad que lo aquejaba. Mamá decía que no me haría ningún bien oír hablar tanto de enfermedades, pero él aseguraba que era lo que correspondía a la hija de un doctor.

Se mostraba afable. Tal vez estaba tan deseosa de tranquilizarme como yo de tranquilizar a la comunidad.

—¿Lo toma con azúcar? —me preguntó.

—Sí, por favor. Tengo un paladar bastante dulce.

Benedict me miraba.

—¡Quiero verlo! —exclamó—. Muéstrame el paladar dulce.

Le dije que eso significaba que me gustaba el té con mucho azúcar; quedó pensativo.

—Si hubiera podido —continuó Jessica—, me habría gustado ser doctora.

—Una profesión muy noble —comenté.

—Tener poder… hasta cierto punto, sobre la vida y la muerte… —Le centellearon los ojos. Me llamó la atención esa manera de expresarlo: ¿poder?

Benedict desvió inmediatamente mi atención, pues había cogido una cuchara y, antes de que reparáramos en lo que hacía, ya había puesto toda una cucharada de azúcar en mi té.

—Eso es para tu paladar dulce —gritó.

Reímos los tres. Fue una merienda bastante agradable.

* * *

Estábamos cenando y conversábamos sobre el baile que ofreceríamos en Menfreya. Un baile de disfraces, habíamos dicho a Harry Leveret, que la noche anterior había venido con su madre para jugar una partida de whist. Desde la reconciliación ambos venían a menudo; con William y Jessica podíamos formar dos mesas. Harry había comentado:

—Nunca olvido ese baile de disfraces que tu padre organizó en Chough Towers.

Yo lo recordaba en cada uno de sus detalles. El traje que había lucido entonces tenía cierta importancia en mi vida, pues señalaba un momento decisivo. Esa noche había comprendido que podía ser atractiva, pues ese vestido hacía resaltar mi aire medieval. Desde entonces yo lo acentuaba.

Aún lo tenía colgado en mi ropero y lo contemplaba a menudo, anhelando que se presentara una oportunidad de lucirlo. De vez en cuando usaba la redecilla. Por eso me encantaba la perspectiva de volver a ponérmelo. No obstante, no podría hacerlo sin despertar patéticos recuerdos de Gwennan en la galería, de nuestro subrepticio descenso: dos jovencitas en el umbral de la aventura. Me pregunté si Harry también lo recordaba.

—Yo tampoco olvido las fiestas de mi padre. —Sonreí al pensar en la casa de Londres y las complicadas decoraciones; veía a una niña que se asomaba desde la barandilla para escuchar… y no oía nada grato de sí misma.

—¿Recuerdos? —preguntó Bevil con ternura. Desde la aventura de la isla se esforzaba mucho en demostrarme su cariño; yo me sentía más feliz. Me decía que, si no hubiera sido por la presencia de Jessica, habría sido completamente dichosa.

Pero allí estaba ella, con su sonrisa serena, escuchando con atención. Y la soltura de la conversación demostraba con claridad que se la aceptaba como miembro de la familia.

—En estas ocasiones los disfraces siempre son un problema —dijo William—. Pero conozco una empresa excelente que se ocupa de proporcionarlos. —Me sonrió—. En tiempos de su padre yo la utilizaba.

—Yo ya tengo mi disfraz —repliqué rápidamente—. Lo usé en una de esas fiestas.

Jessica se había inclinado un poco hacia delante.

—Cuénteme cómo es. ¿Qué representa?

—Es sólo un traje de época. En realidad debe de haber pertenecido a alguna de las Menfrey, pues hay un retrato donde ella luce… Si no es el mismo vestido, es tan similar que no veo diferencias.

—¡Qué interesante! ¿Me lo mostraría usted?

—Sí, por supuesto.

William prosiguió:

—Será mejor que me ocupe de alquilar algunos disfraces. Cada uno debe decirme cómo querrá vestir.

—Creo que trataré de hacer yo misma el mío —dijo ella. Luego pareció algo sobresaltada, pero aun en ese momento me pareció que no era así, que se mantenía enteramente dueña de sí misma—. Si me invitan, claro está.

—¡Pues claro! ¡Faltaba más! —exclamó Sir Endelion.

Ella sonrió con humildad.

—Al fin y al cabo soy una simple institutriz.

—Nada, nada, querida. —Él le dirigió esa mirada maliciosa—. Aquí nunca será otra cosa que una amiga de la familia.

—Pues bien —concluyó ella—, ya que la señora Menfrey pondrá su propio disfraz, yo haré lo mismo.

* * *

Saqué el vestido y me lo apoyé contra el cuerpo. En verdad mis ojos parecían más brillantes y mi piel adquiría un lustre nuevo. Dejé caer el traje al suelo para ponerme la redecilla enjoyada. Luego volví a recoger el vestido.

A pesar de mi sonrisa sentía el dolor del recuerdo. Jamás olvidaría a Gwennan.

—Gwennan… —susurré a mi imagen reflejada—. Si no te hubieras fugado, si te hubieras casado con Harry, si hubieras tenido a tus hijos en Chough Towers, ¡qué estupendo habría sido todo! Habríamos sido hermanas. Y ahora Jessica Trelarken no estaría aquí para cuidar de tu hijo.

Pero es preciso aceptar la vida tal como es.

Sentí el deseo de ver otra vez la habitación circular que, según decían, frecuentaba el fantasma de la desdichada institutriz; quería ver nuevamente a la mujer que lucía un vestido tan similar al mío que quizá era el mismo.

Tenía intenciones de hablar con Bevil sobre la casa, pues no estaba bien que gran parte de ella estuviera siempre deshabitada. Debíamos inspeccionar esas habitaciones antiguas y hacerlas renovar; así podríamos organizar fiestas y llenar la casa de alegría, tal como lo hacía Harry en Chough Towers.

Pocos días después encontré tiempo para ir a ver el retrato de la mujer que lucía mi vestido. Camino hacia el ala desierta me decía que yo no era del tipo nervioso; por el contrario, tendía a ser escéptica con respecto a lo sobrenatural. Pero cuando abrí la puerta de esa ala ya no me sentí tan segura. Tal vez fue el gemido de protesta que emitió la puerta lo que me puso los nervios de punta. Lo había olvidado y me sobresaltó al quebrar así el silencio. Me reí de mí misma y seguí el corredor por donde Gwennan me había llevado aquella vez. Era lóbrego, pues sólo había una ventana a buena altura, bastante necesitada de limpieza. Era ridículo. Esa parte de la casa también debía recibir atención. Imaginé el encogimiento de hombros de Sir Endelion; sin duda no querría gastar dinero en habilitar esa ala. Y lady Menfrey, desde luego, estaría de acuerdo con él.

Di un salto atrás: era como si una mano húmeda y fría me hubiera tocado la cara. Lancé un grito involuntario y mi propia voz regresó en ecos. En esos segundos sentí que un estremecimiento helado me recorría el cuerpo.

Al llevarme la mano a la cara comprendí que, como en otra oportunidad, había chocado con una telaraña. Mientras me la quitaba lo mejor posible, traté de reírme de mi estupidez, pero tenía los nervios tensos y no pude contener el impulso de mirar por sobre el hombro.

Habría querido volver atrás, pero si lo hacía me sentiría despreciable, de manera que continué caminando hasta llegar a la puerta que había reemplazado el panel corredero. Una vez más, al entrar en la cavidad circular del contrafuerte se oyó ese gemido de protesta.

Por la ranura de aquellos gruesos muros entraba un rayo de luz. Allí estaba el largo espejo manchado, el baúl… y eso era todo.

Contuve el aliento con una especie de sollozo, pues la puerta se había movido sobre sus goznes y se volvía a oír ese ruido que sonaba a queja de dolor.

¿Era posible que allí hubiera vivido una mujer sin que lo supieran los otros habitantes de la casa? Imaginé a su amante y lo vi parecido a Sir Endelion. No: debía de ser joven; antes bien se habría parecido a Bevil. Lo imaginé acudiendo calladamente a ese lugar para vela.

Toqué los muros; estaban muy fríos. Ella había gozado allí de muy pocas comodidades. Pero ¿qué suerte habría corrido si la señora (la mujer del vestido topacio) la hubiera echado de la casa? Si ella no tenía adonde ir, cualquier techo era mejor que nada. Además, contaba con el apoyo de su amante.

Caminé en torno de la habitación, crucé la estrecha abertura, subí por el giro de peldaños hasta el parapeto que rodeaba la torre. Tras el encierro de ese cuarto circular, el aire parecía tan potente que me sentí intoxicada. Me detuve a inspirar profundamente. Allá, mucho más abajo, el mar se arremolinaba en torno de las rocas, juguetón, despidiendo pequeñas bocanadas de espuma blanca. Se veían apenas las puntas de los Lurkers y… la isla.

Algo me alertó. Era el ruido de una pisada en la escalera de piedra. No podía ser. Era lógico que, en el sitio de semejante leyenda, una se pusiera algo fantasiosa. No: allí estaba otra vez. ¿Sería verdad, pues, que aquella institutriz no podía descansar y retornaba al escenario de sus últimos días sobre la Tierra?

Traté de reírme de esa idea, pero me sentía atrapada: a un lado, la escalera de piedra que conducía a la habitación embrujada; por el otro, la caída abrupta hasta el mar.

Los segundos parecían minutos; había girado y, aferrada al parapeto, mantenía los ojos clavados en esa abertura estrecha. Oí el sonido de una inspiración profunda; luego apareció una sombra en la abertura. Y allí estaba la institutriz, mirándome. Por un momento creí estar viendo un fantasma; luego ahogué una exclamación, pues no era la institutriz de antaño la que venía a perseguirme, sino la actual, que me había seguido hasta allí.

—¡Jessica! —exclamé.

Ella rió.

—Creo que la he sobresaltado. Lo siento. He visto que la puerta del ala estaba abierta y no he resistido la tentación de explorar. Es la primera vez que veo esta parte de la casa.

¿En verdad había dejado la puerta abierta? No lo creía.

—Necesita reparaciones y mucha atención —comenté, tratando de dar a mi voz un tono despreocupado.

Ella se detuvo a mi lado junto al parapeto, mirándome a los ojos.

—¿Es cierto —preguntó— que esta parte de la casa está embrujada?

—Supongo que usted no cree en ese tipo de tonterías.

—Soy de Cornualles. Y ya sabe usted cómo somos en Cornualles. Para ustedes, los prosaicos ingleses…

—Sí —repliqué sin alterarme—, ya sé que sois supersticiosos. Pero suponía que usted, al menos, tenía demasiado sentido común como para creer en esas historias.

—Durante el día soy escéptica, pero cuando llega la oscuridad, no siempre. Tampoco cuando estoy en lugares como éste. Se trataba de una institutriz, ¿verdad?

—Así cuenta la leyenda.

Ella rió.

—Es natural que me interese por una institutriz de los Menfrey. Por favor, cuénteme el resto.

—Ella se quedó embarazada, se escondió aquí, dio a luz una criatura y murió. Nadie sabía que estaba aquí, salvo su amante, que estaba de viaje. A su regreso los encontró muertos, a ella y al niño.

—¡Vaya hazaña, mantener a una mujer escondida en la casa donde vivía su familia!

—Se supone que en ese entonces la habitación estaba herméticamente cerrada.

—Ahora también… o poco menos.

Callamos las dos. Yo estaba muy consciente de nuestro aislamiento. No me costaba imaginar el desamparo y el terror de aquella institutriz de antaño al sentir que la criatura estaba por nacer. Me estremecí.

—Me gustaría saber cómo fueron las cosas —dijo Jessica, en voz baja—. Si en verdad la esposa la mató.

—¡Que la mató! No es eso lo que se cuenta.

—No, desde luego. Pero ¿cree usted que ella no lo sabía? Debe haber notado lo que había entre su esposo y la institutriz. ¿Qué esposa no se percataría?

—No es eso lo que se cuenta —repetí, aturdida.

Ella dejó escapar una risilla. De pronto una gaviota se lanzó hacia el mar; su grito melancólico fue como una carcajada burlona. Jessica me apoyó una mano en el brazo.

—Yo creo que la esposa lo sabía. Que subió hasta aquí, al nacer el niño, y los asesinó a ambos. En esos tiempos no sería difícil presentar las cosas como si hubiera muerto en el parto. ¡Imagine usted lo que sentiría esa mujer! Su esposo, enamorado de otra. Tendría impulsos asesinos, ¿verdad?

¿Era sólo impresión mía o, en verdad, ella se me había acercado más de lo necesario? ¿Era un propósito sombrío lo que veía en esos ojos bellos, insondables?

Me cogió con más firmeza y giró hacia mí. Entonces me dominó un miedo frenético. Me desprendí con tanta violencia que ella cayó contra el muro de la torre. Vi que trataba de recobrar el equilibrio, completamente perdido el color, y se deslizaba hacia el suelo. La sujeté para amortiguar su caída.

—¡Jessica! ¿Qué pasa?

Tenía los ojos cerrados, largas y negras las pestañas contra la piel pálida. Se había desmayado. La incorporé contra el muro y la obligué a bajar la cabeza, preguntándome si sería mejor dejarla allí y correr en busca de ayuda. En ese momento ella abrió los ojos. Parecía desconcertada.

—Se ha desmayado —dije.

—¿Me he desmayado? —repitió—. Oh…, pues… ya estoy bien. Ya se me pasa.

Me arrodillé a su lado.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—No ha sido nada. Sólo un desvanecimiento. Por la altura…, nunca he soportado la altura. De pronto me ha afectado.

—¿Quiere que llame a alguien?

—No, por favor. Ya estoy bien. Mucho mejor. No ha sido nada. Sólo algo pasajero. De verdad, ya estoy casi repuesta.

—¿Le sucede a menudo?

—Pues… de vez en cuando, como a todo el mundo. Disculpe la molestia.

—La acompañaré a su habitación.

—Gracias.

Se puso de pie, algo insegura, pero ya parecía más normal. Giró hacia mí para sonreírme.

—No preocupe a nadie, por favor. No ha sido nada. Sólo un pequeño mareo. Le ruego que no lo mencione.

—Como usted quiera.

—Gracias.

Regresamos al cuarto circular; al salir ella dijo:

—Me gustaría ver el retrato de esa lady Menfrey que usted mencionó.

—¿Ahora? ¿No prefiere ir a su habitación para descansar?

—El mareo ha pasado. En realidad era ese cuadro lo que deseaba ver.

—Está por aquí.

La conduje a la habitación donde se exhibía el retrato. Después de contemplarlo se volvió hacia mí.

—Sus facciones no se asemejan —comentó—, pero imagino que usted, con un vestido así, parecería salida de esa época.

—Es siempre el efecto de los trajes de época, ¿verdad?

—Es lo que averiguaremos en el baile, sin duda, cuando veamos a los invitados con sus disfraces. ¡Conque ésta era lady Menfrey en los días en que murió la institutriz! Aún pienso que ella la asesinó.

—¿Le ve usted cara de asesina?

—¿Las asesinas tienen cara de serlo? Creo que no. El homicida es siempre el menos sospechoso. Por eso pueden asesinar: si se les viera en la cara las víctimas estarían sobre-aviso y evitarían la muerte. No: ella sabía que la institutriz esperaba un hijo de su esposo. ¡Imagínese en su lugar! ¿Qué sentiría usted? Deben de haberse odiado mutuamente, la esposa y la institutriz. Es razonable suponer que una tratara de matar a la otra.

—No lo creo —dije.

Ella sonrió; volvía a mostrarse completamente serena, como si el incidente de la torre no hubiera ocurrido.

—Así el cuento es más interesante —murmuró.

* * *

El salón de Menfreya es lo más suntuoso de la casa. El techo abovedado, con sus vigas de madera tallada; esa bella escalera antigua, con la armadura que, según se dice, fue utilizada por un Menfrey que cruzó a Francia con Enrique VIII; la galería de los retratos; las armas en la pared; el estrado que ahora ocupaban los músicos. Era un cuadro magnífico, sobre todo porque se habían despojado los invernáculos para traer tiestos de flores muy exóticas, mientras que las hortensias locales (rosadas, azules, blancas, liliáceas, multicolores), alojadas en tinas enormes envueltas de terciopelo purpúreo, estaban dispuestas a intervalos en torno de la habitación. Las escaleras habían sido decoradas con follaje. Aquello me recordaba las fiestas que solía ofrecer mi padre.

Fanny me ayudó a vestirme. Estaba callada; me pregunté si sabía algo y me lo ocultaba por no hacerme sufrir.

No obstante, cuando me miré al espejo me sentí invulnerable; el color topacio del vestido hacía resaltar algo en mis ojos; la redecilla enjoyada hacía lo mismo con mis cabellos.

—Le cepillaré el pelo para que brille —dijo Fanny—. Tenemos tiempo de sobra.

Después de quitarme la redecilla, la dejó en el tocador y me cubrió los hombros con un paño blanco para cepillarme la cabellera.

—Hoy se la ve feliz —comentó. Sus ojos buscaron los míos en el espejo. De pie allí, con el cepillo en la mano y los ojos cargados de pasión, parecía una profetisa—. Ojalá siga así.

—No tardes mucho, Fanny —pedí—. No olvides que esta noche soy la anfitriona. Debo cuidar que todo esté en orden.

No se anunciaría la llegada de cada invitado, como en los bailes normales. Serían recibidos por Pengelly y otros lacayos, todos espléndidamente ataviados con chaqueta de satén azul, alamares de cordón plateado, pantalones blancos hasta la rodilla y pelucas empolvadas. Luego los enmascarados se entremezclarían y se reunirían para cenar; más tarde se quitarían los antifaces. Habíamos escogido organizar un baile de máscaras porque nos parecía lo más apasionante. El aire de misterio aumentaba el gozo; la gente disfrutaba al esconderse tras el anonimato y adivinar quién era el compañero de baile era un juego más.

Los Menfrey circularíamos entre la muchedumbre, de modo que nadie nos distinguiría de los invitados hasta el momento de quitarse el antifaz; entonces recibiríamos las expresiones de agradecimiento y congratulación.

Yo debía poner cuidado con cierto romano de toga, pero no me costaría nada, desde luego, reconocer a Bevil. William estaba consternado, pues había recibido dos togas romanas y no sabía si correspondía devolver una. Para sí mismo había encargado un traje persa; para Bevil, una toga.

—Ya no hay tiempo para ocuparse de eso —le dije—. Entre la gente de Menfreya habrá dos romanos. Y es seguro que habrá otros.

Él reconoció que así era.

Sir Endelion era un cardenal: Wolsey, Mazarino o Richelieu; no estoy segura, pero podría haber pasado por cualquiera de ellos. Lady Menfrey, irónicamente, era Catalina de Aragón.

Pensé en el cambio experimentado por mi suegro. Pero ¿era en verdad un cambio? ¿Su malicia no había estado siempre allí, a la espera de algo que la hiciera surgir? Tal vez aún me quedaba mucho por aprender de quienes me rodeaban. Me estremecí.

—¿Alguien camina sobre su tumba, señorita?

—No, es la corriente de aire.

Fanny fue a cerrar la ventana.

—¡Cómo le brilla el pelo! Antes me gustaba mantenérselo así. Veamos… ¿dónde está ese trasto?

—¿Trasto? Qué poco respeto, Fanny. Es una redecilla o cintillo.

—Qué más da… Pero es un trasto bonito, sí. No sé. Le sienta bien, señorita. Con él puesto se la ve diferente.

—¿Diferente en qué sentido, Fanny?

—No sé… como si no fuera de este mundo… sino de otro.

—¿Qué quieres decir?

—Pues no sé. Cosas que me vienen a la cabeza. —De pronto arrugó la cara; me pareció que iba a llorar.

—Fanny —exclamé—, ¿qué pasa?

Súbitamente se cubrió la cabeza con el delantal y cayó en la silla. Me acerqué para rodearle los hombros con un brazo.

—Soy una tonta, es eso. Pero quiero verla feliz…

—Y lo soy, Fanny, te lo aseguro.

Ella me miró con tristeza. Entonces recordé cómo, en otros tiempos, solía mirarme y murmurar: «A Fanny no puedes engañarla».

Reconocí de inmediato a Jessica. Era la única que vestía con sencillez. ¡Y qué recurso más ingenioso!, pues de ese modo era ella quien concentraba toda la atención. El vestido era creación suya, casi puritano en su simplicidad; era de seda color espliego; la falda caía en cascada hasta sus pies; el sostén estaba diseñado para transmitir recato, pero en ella causaba el efecto opuesto, pues acentuaba su silueta perfecta. Llevaba el pelo oscuro en dos ondas a los costados de la cara y recogidos en un moño sencillo sobre la nuca. Se había vestido como las institutrices de otra época. Al verla contuve una exclamación.

—Veo que me ha reconocido a pesar de la máscara, señora —dijo—. ¿Qué opina de mi disfraz?

—Es tan…

—¿Insulso? Es que represento a una institutriz.

—Es encantador. ¿Por qué lo escogió?

—Si usted vestiría como una antigua señora de la casa, lo que en verdad es, ¿por qué no disfrazarme yo de lo que soy? Era fácil de hacer y nadie más vendría vestida así. La idea se me ocurrió el otro día, mientras conversábamos en esas habitaciones misteriosas.

—Comprendo.

—¿Cree usted que aquella otra institutriz era así? —preguntó—. Me parece posible. Investigué cómo vestían. Y este traje es más o menos de la misma época que el suyo, señora. No sé si alguien se percatará.

—Me parece difícil.

—Será divertido, si se descubre.

Me aparté de ella; mientras cruzaba el salón se me unió una toga romana; por un momento supuse que era Bevil.

—Causa usted mucha impresión con ese traje, señora. —La voz era la de William Lister.

—Gracias. Ya he visto a otros dos romanos de toga. ¿No le dije que habría muchos? Se diría que estamos en la Vía Apia.

—Prácticamente están representados todos los países y todas las épocas.

—Iré a los comedores, a comprobar que todo esté en orden.

—La acompaño.

—No, por favor. Vaya a atender a María Estuardo, que no parece estar en Menfreya, sino en Fotheringay.

Vi pasar a un cardenal con María Antonieta. Mi galante suegro recobraba su juventud.

Habíamos decidido que se tocara música de todos los países; en ese momento sonaba El Danubio azul. Había tres comedores, todos bellamente decorados con flores y follajes; en cada uno se habían instalado mesas pequeñas con manteles fulgurantes. Después de hablar con Pengelly, quien me aseguró que todo estaba en orden, regresé al salón de baile.

—¿Me permite esta pieza?

Otro romano. Por un momento el corazón me dio un brinco: pensé que era Bevil y que fingía la voz para divertirme. Pero esa ilusión desapareció muy pronto.

La pista estaba demasiado atestada como para bailar con mucho éxito, pero eso no molestaba a mi compañero: obviamente no era buen bailarín; sólo quería conversar.

—Debo confesar que sé quién es usted —me dijo.

—¿Tan obvio es?

—No, en absoluto. Pero la he visto antes con ese vestido.

Ahora reconocía su voz. Conocía esa boca. Se había vuelto dura y tensa tras la fuga de Gwennan.

—Conque eres tú, Harry.

—Me han traicionado.

—Te has delatado tú mismo al mencionar el vestido.

—Parece que hubieran pasado tantos años…

—Harry…

—Continúa, sí. Quieres saber si me molesta hablar de eso. Pues mira, es cosa pasada. Y ella ha muerto.

—¡Qué tonta fue, Harry! —comenté—. Ni siquiera estaba…

—¿Enamorada de él? Quizá no. Pero tampoco estaba enamorada de mí. Creo que sólo se amaba a sí misma. Era una de los Menfrey.

Percibí en su voz la nota amarga y sentí por él una inmensa piedad. No había olvidado; quizá no había perdonado.

—Ella sufrió muchísimo, Harry.

Guardó silencio; vi que sus labios se endurecían, casi como si se alegrara de eso. El pobre la había amado. Los Menfrey parecían tener la facultad de atar a la gente. Pensé en mi propio amor por Bevil; nada de lo que él me hiciera podía alterarlo. Y tal vez pasaba lo mismo con Harry, que continuaba amargado por lo de Gwennan.

Me pregunté si habría ingresado en la política para apartar sus pensamientos de aquella tragedia, si el hecho de que presentara oposición a Bevil era una especie de venganza.

—Me compadeces, Harriet —dijo súbitamente, como si me leyera el pensamiento—. Piensas que Gwennan me abandonó y que ahora recibiré otra humillación, cuando la gente de aquí me demuestre que no me quiere como representante ante el Parlamento.

—¿Por qué aquí, Harry? —pregunté—. ¿Por qué no en otro sitio?

—¿No te gusta la idea de que me oponga a tu esposo?

—No. Al fin y al cabo eres un viejo amigo de la familia. Siempre fingimos que eso no importa, pero… en cierto modo importa, sí. Preferiría que te presentaras en otro distrito.

—¿No crees que tenga posibilidades en éste?

—Los Menfrey ocupan ese escaño desde hace mucho tiempo.

—Hubo un período en que el representante de Lansella fue tu padre. Podría volver a ocurrir.

—Pero… él pertenecía al mismo partido.

—La lealtad a un determinado partido no tiene por qué ser eterna.

Al ver la línea inexorable de sus labios comprendí lo que pensaba: si él arrebataba el escaño a un Menfrey se cobraría, hasta cierto punto, la humillación padecida a través de Gwennan. Parecía una idea descabellada. No me gustó.

—Te llevarás una desilusión, Harry —le advertí.

—Así debe hablar la esposa del miembro reinante. No esperaría otra cosa de ti, Harriet.

—¿Por qué no pruebas en otro lugar?

—Porque este lugar es tan mío como de los Menfrey —repuso—. ¿Por qué dejarme expulsar? Presentaré batalla.

Nos sentamos por un rato y él llevó la conversación nuevamente hacia Gwennan Era obvio que había vuelto al pasado, que no podía quitársela de la mente. Me pareció natural, pues ese baile debía de traerle a la memoria aquel otro en que habían estado juntos: ella, tan alegre con su vestido de terciopelo azul, disfrutando como aventura ese baile del que no debía participar. Su encanto había cautivado a Harry como nunca. No era extraño que estuviera ahora lleno de pesadumbre.

Me excusé, diciendo que debía verificar que todo marchara bien, pues al fin y al cabo era la anfitriona, pese al disfraz.

Fue un alivio alejarme de él: me deprimía. Bailé algunas piezas o me senté a conversar. Era obvio que varias personas me reconocían; tal vez me traicionaba la leve cojera. Conversé bastante sobre política; me entremezclé con los invitados; bailé con mi suegro y con Bevil, que estaba alegre y muy afectuoso.

—Eres un hallazgo para el partido, Harriet Menfrey —me dijo, riendo—. No me explico en qué piensa Harry Leveret, si cree que puede ganarnos cuando nosotros contamos contigo.

Le dije que había bailado con Harry y que parecía ensombrecido por los recuerdos de Gwennan.

A Bevil no le interesó mucho. Me dijo que lucía estupenda, como un apasionante fantasma del pasado.

—Deberíamos hacer limpiar ese cuadro y colgarlo en la galería. Y quizá hacerte pintar un retrato con ese vestido para colgarlo al lado. Sería divertido.

Estar con Bevil era maravilloso. La amargura de Harry era comprensible.

Pero no podíamos pasar toda la noche juntos, desde luego. Nuestro deber, dijo, era ocuparnos de los que comían pavo. Él se alejó para conversar con una regordeta Helena de Troya; yo, con un vetusto Sir Galahad.

De vez en cuando veía a la institutriz del siglo XVIII. Nunca le faltaba compañía: su belleza refulgía a través de cualquier disfraz ¡y qué astucia la suya al presentarse vestida con tanta sencillez! De pronto comprendí que siempre sería astuta.

Al salir de los comedores la vi bailar con Bevil. Les volví la espalda. No quería verlos.

Mientras yo misma bailaba me pregunté qué se estarían diciendo. ¿Cómo eran cuando estaban juntos? El baile se me agrió; empecé a desear que acabara. Harry Leveret me había perturbado al hacerme pensar que quien se enamoraba de un Menfrey ya no tenía escapatoria. Lo mismo me sucedería a mí. Jessica Trelarken me daba miedo; Bevil también. A ella no la entendía; a él lo entendía demasiado bien. ¿Por qué había querido trabajar en casa como institutriz? ¿Trataba de establecer algún paralelo? ¿Decía acaso: «Ahora está sucediendo lo mismo que entonces»?

De pronto lo vi con toda claridad, lo que debía de haber pasado tantos años atrás. La institutriz que vivía en esas habitaciones, ¿habría tenido el atractivo irresistible de Jessica? Bien podía imaginar que el señor no pudiera renunciar a ella, que la conservara cerca…

Pero estaba pensando tonterías. Eso no era razonable. El pasado no podía entrometerse así en el presente. Mi esposo era afecto a la compañía femenina; había hombres que no podían conformarse con una sola mujer y, por una cadena de hechos fortuitos, teníamos una institutriz que poseía una rara belleza.

Imaginé el resto.

Necesitaba huir del salón de baile y me escabullí hacia los jardines. El viento se enredó juguetonamente en mi pelo, pero la redecilla lo sujetaba con firmeza. Llevada por un extraño impulso, eché a andar por el sendero que llevaba al jardín del acantilado y allí me detuve a contemplar la casa. Lucía muy bella en el claro de luna; delante de mí, las ventanas iluminadas y el sonido de la música; detrás, el murmullo de las olas contra la arena y la roca.

Había pleamar y la isla parecía estar más lejos que de costumbre; una ola, más revuelta que las otras, me salpicó de espuma y mojó las puntas de mis zapatillas. Al mirar hacia la isla vi luz en la ventana. Acallé mi exclamación y quedé inmóvil, vigilante.

No sé cuánto tiempo pasé allí, pues estaba de nuevo en el pasado: escondida bajo una funda, con Bevil erguido ante mí y la muchacha de la aldea a un lado.

¿Quién era el que estaba ahora allí? «Bevil siempre usa la casa para sus seducciones», rió la voz de Gwennan en mis oídos. Y me pareció que la noche estaba llena de fantasmas: no el de una institutriz que quizá había muerto de parto, no el de la mujer que quizá la había asesinado. No tan atrás en el tiempo… Gwennan… que se burlaba de mí y, no obstante, era mi amiga. Sentí que esa noche Gwennan me hacía una advertencia.

Y mientras estaba allí vi salir una silueta de la casa. A esa distancia no era fácil identificarla, pero una toga blanca se distingue en seguida. Se le reunió una mujer, también fácilmente reconocible por lo sencillo de su disfraz.

Estaban juntos en la isla. Bajaron a la costa; el hombre de la toga hizo algo con el bote. Volverían a remo.

La ira me apretó la garganta. Los esperaría. Cuando el bote tocara la arena yo estaría allí.

Pero no… no regresaban. Sólo habían querido asegurarse de que el bote estuviera bien amarrado. En una ocasión anterior no lo habían atado bien.

«Iré yo —pensé—. Los afrontaré. Esta vez él no me encontrará acurrucada bajo una funda».

Mientras desataba el bote oí un grito a mi espalda.

—¡Espere, señorita!

Fanny corría por el sendero de los acantilados; se detuvo junto a mí, jadeante.

—¿Qué hace aquí? ¡Iba a subir a ese bote!

—Me hace ilusión ir a la isla.

—Pero ¿está usted loca? ¡En una noche así, con el mar tan agitado! Si el bote volcara, con esas faldas se iría al fondo en un abrir y cerrar de ojos.

Tenía razón.

—Entiendo, sí —prosiguió, ceñuda—. Yo también los he visto. Pero usted no tiene nada que hacer allá. Venga, vuelva a ese baile y olvídese del asunto.

—Todavía no, Fanny. Quiero quedarme aquí un rato más.

—Hace demasiado frío. Venga.

Subimos hasta uno de los cenadores y allí nos sentamos juntas un rato. Fanny tenía mía expresión feroz. Yo quería hablarle, pero no me atrevía; trataba de fingir que haberlos visto en la isla era sólo cosa de mi imaginación.

Por fin regresamos. No volví a ver a Bevil ni a Jessica hasta el momento en que nos quitamos las máscaras. Por entonces no estaban juntos.

Cuando se fue el último de los invitados y quedé a solas con Bevil ya era de madrugada. Me quedé con el vestido puesto para que me diera confianza. Quería hablar con él, pues no podía continuar en suspenso.

Crucé fuertemente las manos a la espalda para darme valor. Él se acercó a mí, tarareando uno de los valses, y me encerró entre sus brazos con intención de bailar conmigo por la habitación.

—Creo que nuestro baile ha sido un éxito —dijo—. Debemos organizar más fiestas.

—Hay algo que debo decirte, Bevil.

Al notar el tono grave de mi voz se detuvo y me miró con atención.

—Por un rato he salido del salón para bajar a la playa. En la isla había dos personas.

Enarcó las cejas.

—¿Invitados nuestros, dices?

—Una de ellas era Jessica Trelarken. La otra vestía una toga romana.

—Hoy había romanos por todas partes. —Hablaba en tono ligero.

—¿Eras tú, Bevil?

Pareció sobresaltado y vaciló. El corazón me dio un brinco de miedo.

—¿El de la isla? ¡No, por supuesto!

«¿Será parte de su código —me pregunté— mentir, defender a su amante como sea necesario?».

—Me ha parecido…

—Ya sé lo que te ha parecido. Por ese infortunado asunto del osito de felpa…

—¿En verdad no eras tú, Bevil?

—En verdad no era yo —repuso, imitando lo severo de mi tono. Luego me quitó la redecilla del pelo y la arrojó a la mesa de tocador. Me recorrió el vestido con las manos.

—¿Cómo se desabrocha esto? —preguntó.

Me volví de espaldas para mostrarle cómo. Le creía… pues nada deseaba tanto como creerle.

* * *

Pocas semanas después, Bevil tuvo que ir a Londres y yo lo acompañé. Pese a lo mucho que me gustaba Menfreya, me alegré de alejarme de Jessica.

En la casita que mi esposo tenía en la ciudad me sentí muy feliz; conocí a muchos de sus amigos y, como sabía dialogar con ellos sobre política y asuntos del partido, tuve mucho éxito y Bevil se mostró orgulloso de mí.

—Es natural —decían—; por ser hija de Sir Edward usted estaría bien informada antes de casarse. —Opinaban que Bevil había escogido esposa con mucha inteligencia; lo envidiaban, decían, y a él le gustaba que lo envidiaran.

Visitar a tía Clarissa fue un placer. Phyllis estaba comprometida, pero con alguien que no satisfacía las pretensiones de mis parientas. Sentí pena por Sylvia, que aún no tenía novio. Aun así no dejó de parecerme divertido que mi nueva situación mereciera un trato tan diferente. Tía Clarissa daba a entender que mi buena suerte se debía a sus esfuerzos. Una vez solos, Bevil y yo nos reímos mucho de eso.

Fueron días felices, sí.

Durante nuestra estancia en Londres se me ocurrió la idea de convertir la casa de la isla en un centro de vacaciones para niños pobres, que no tenían oportunidad de pasar algunas semanas del verano junto al mar. Ya lo había pensado al hacer una visita sentimental a los mercados que años atrás visitaba con Fanny. Ahora los veía con otros ojos y ansiaba dar a esos pequeños vendedores un poco de aire marino.

El proyecto me entusiasmó; quedé encantada cuando Bevil se mostró de acuerdo, diciendo que sería una buena manera de aprovechar esa casa, hasta entonces tan inútil. Decidí iniciar los preparativos en cuanto regresáramos; tal vez podríamos lanzar nuestro proyecto vacacional cuando comenzara el verano siguiente.

Cuando regresamos a Menfreya el otoño ya estaba muy avanzado. Benedict, feliz de vernos, recogió del camino algunas primaveras para traérmelas.

A esa altura del año eran toda una rareza, pero de vez en cuando suelen aparecer en noviembre, como si el clima templado las engañara, haciéndoles creer que es primavera.

—Para ti —me dijo. Quedé encantada, pero luego caí en la cuenta de que Jessica lo había instado a hacer esa ofrenda. A veces tenía la sensación de que ella intentaba aplacarme.

Poco después de nuestro regreso, un rumor referido a la isla se convirtió en el tema de conversación más importante durante varios días.

Dos muchachas de la zona, que habían salido después del atardecer y caminaban deprisa por el sendero del acantilado, afirmaban haber visto un fantasma en la isla. Según su relato ambas habían visto la aparición; después de intercambiar una mirada, echaron a correr hacia su casa a toda velocidad.

Sus padres las interrogaron:

—¿Un fantasma? ¿Cómo era?

—Como un hombre.

—Pues entonces quizá era un hombre.

—Nada de eso. Estamos seguras.

—¿Cómo sabéis que era un fantasma?

—Era evidente, ¿verdad, Jen?

—Era evidente, sí.

—Pero ¿por qué?

—Por su postura.

—¿Qué postura tienen los fantasmas?

—No sé. Pero no parecía una persona normal. Miraba hacia Menfreya como…

—¿Cómo?

—Como miran los fantasmas.

—¿Y cómo miran, di?

—No sé. Pero cuando los ves bien que lo sabes, ¿verdad, Jen?

—Lo sabes, sí.

—Yo no viviría en esa casa ni por todo el oro del mundo.

Y la historia circuló. Un hombre había aparecido en la isla y, aunque no se lo veía con claridad, se sabía que no era nadie del vecindario. Ellas estaban seguras de no haberlo visto nunca.

Bevil se reía del asunto.

—Esto significa que se están quedando sin escándalos. Necesitan cotillear sobre algo.

Pero yo pensaba en la noche en que me había escondido bajo aquella sábana; pensaba en la noche del baile. En aquella ocasión había visto allí a dos de nuestros invitados. ¿Era posible que hubieran hecho de ese lugar una agradable casa de citas? ¿Acaso el hombre de la noche del baile era el «fantasma» del que hablaban las muchachas?

Yo pensaba y pensaba.

A la gente de Cornualles le encantan los fantasmas. No hay en toda Inglaterra otra zona que los tenga en tanta abundancia: hzypiskies, knackers, gnomos, spriggans… pero todos son fantasmas. Y cuando los cómicos descubren uno, es seguro que no lo dejarán escapar.

Después del oscurecer el camino del acantilado solía quedar desierto, pero eran varios los que aseguraban haber visto el espectro de la isla. Tan pronto era un carnicero como un hombre de sombrero cónico, de poca estatura, pero iluminado por una luz fosforescente que permitía verlo con claridad; algunos decían que era más alto que un hombre normal y que tenía cuernos en la cabeza; para otros era un ahogado devuelto por el mar.

Cuando contemplaba la isla, sentada ante mi ventana, me era fácil comprender cómo se originaban esas fantasías. La luz cambiante creaba efectos engañosos; con la ayuda de la imaginación y de una fe absoluta, se podía ver cualquier imagen que una deseara.

La novedad afectó mucho a un anciano llamado Jemmie Tomrit, que vivía en Menfreystow, en una cabaña de dos habitaciones. Era un pescador de noventa años, hombre respetado por su longevidad y orgullo de su familia, que estaba empeñada en mantenerlo con vida cuanto menos hasta que cumpliera los cien. Se lo tenía por mascota, por talismán. En la aldea había un dicho: «longevo como los Trekeller», pues el viejo Jim Trekeller había vivido hasta los noventa y dos; su hermano, hasta los ochenta y nueve. Y los Tomrit confiaban reemplazar ese nombre por el propio, si lograban la hazaña. De ahí que al anciano nunca se le permitiera salir cuando soplaba el viento frío; lo mimaban, lo atendían.

Cuando desapareció de su casa hubo un gran alboroto.

Lo encontraron sentado en el acantilado, cerca de Menfreya. «Buscando al fantasmilla», dijo.

Y los Tomrit se enfadaron con Jen y Mabel, que habían venido con esas historias de fantasmas, pues el viejo insistía en salir para vigilar la isla. Desde entonces ya no era el de antes; murmuraba para sus adentros. Una noche trató de abandonar la cama y sufrió una caída que lo dejó lleno de magulladuras; los Tomrit llamaron al doctor Syms, quien dijo que había tenido suerte al no romperse un hueso, cosa que a sus años podía ser peligroso. Y si se estaba obsesionando tanto con la isla, era menester recordar que era muy viejo y que es normal que los viejos divaguen un poco; eso se llama senilidad, dijo.

—¡Senil, el abuelo! —Clamaron los Tomrit—. ¡La culpa es de esas tontas! Todo esto es una bobada. En la Isla de Nadie no hay ningún fantasma.

Entonces el tema más importante de Menfreystow pasó a ser: «¿Podrán los Tomrit arrebatar el título a los Trekeller?». Y el fantasma de la isla quedó en segundo plano. Al cabo de algún tiempo sólo se lo mencionaba de vez en cuando. Pero la gente volvía a recordarlo cuando se encontraba en el solitario sendero del acantilado, después de oscurecer.

* * *

En noviembre pillé un fuerte resfriado y Fanny insistió en que debía guardar cama por unos cuantos días. Me preparó una infusión especial de limón y agua de cebada, que me puso junto a la cama en una jarra de cristal, cubierta con un trozo de muselina con una cuenta pesada en cada esquina, para protegerla del polvo. Debo admitir que me calmaba.

Bevil tuvo que regresar a Londres y yo lamenté no poder acompañarlo. Él también lo sentía, dijo, pero creía que su ausencia no duraría más de una semana.

El tiempo era tormentoso y el resfriado me había dejado con tos; Fanny meneaba la cabeza y me regañaba.

—Lo más prudente es que no salgas, querida —dijo lady Menfrey—, hasta que cese el vendaval. A nadie le sienta bien salir en días así.

Me quedé en mi habitación; leía, revisaba las cartas que habían llegado al despacho de Lansella y respondía a algunas. William me dijo que, en ausencia de Bevil, él continuaba trabajando en el despacho. Y resultó que Jessica le estaba ayudando.

Quedé atónita.

—Pero ¿y Benedict?

—Cuando ella no está queda a cargo de su abuela. La señora lo hace con gusto y yo necesito ayuda en Lansella. La señorita Trelarken tiene aptitudes para el trabajo y se entiende bien con la gente.

De vez en cuando, en aquellos días, me invadía una sensación de miedo. Me sentía amenazada, pero no sabía con certeza de dónde venía el peligro.

Fanny lo captaba. A veces la veía sentada ante la ventana, observando la isla con aire lúgubre, como si esperara encontrar allí alguna respuesta. Yo habría querido confiarme a ella, pero no me atrevía. Puesto que ya odiaba a Bevil, no podía hablarle de mis vagos temores. Pero su actitud no me ayudaba.

Una noche desperté sobresaltada, con la cara sudorosa. Me oí gritar, sin saber a quién llamaba.

Algo estaba mal, muy mal. Me sentía dolorida e indispuesta.

—Bevil —llamé. Y de inmediato recordé que estaba en Londres.

Me levanté, tambaleante, y crucé al cuarto de mi antigua nodriza, que estaba al otro lado del corredor.

—¡Fanny! —la llamé—. ¡Fanny!

Ella se levantó precipitadamente.

—¡Dios me ampare! ¿Qué pasa?

—Me siento mal —le dije.

—¡Veamos! —Ya estaba a mi lado, envolviendo con algo mi cuerpo trémulo. Me acostó en la cama y se sentó a mi lado.

Pasado un rato me sentí mejor. Pasé la noche en el cuarto de Fanny. Por la mañana, aunque ya no estaba indispuesta, me encontraba débil y exhausta.

Fanny quería hacer llamar al doctor, pero le dije que no, que ya estaba bien.

Era sólo la debilidad causada por el resfriado, dijo ella; pero si volvía a sentirme así no toleraría más tonterías.

Unos pocos días después, ese incidente, vinculado con lo que le sucedió a Fanny, adquirió una importancia alarmante.

Ella acostumbraba traerme cada mañana el agua caliente y me despertaba descorriendo las cortinas. Por eso me sorprendió, al despertar, ver que ya llevaba media hora de retraso con respecto a la hora en que yo solía levantarme.

Me atacó un miedo horrible. Sólo una cosa podía detener a Fanny: debía de estar enferma. Después de calzarme las zapatillas y envolverme en la bata, corrí a su habitación.

Al verla quedé espantada. Yacía en la cama, con el pelo dividido en dos trenzas delgadas enhiestas a cada lado de la cabeza; su cara tenía un color grisáceo.

—¡Fanny! —exclamé.

—Ya estoy bien —me aseguró—. Pero me he sentido morir.

—¿Qué dices?

Ella asintió.

—Ha sido lo mismo: me sentía tan débil que no habría podido levantarme ni para salvar la vida.

—Pues no te levantes —ordené—. Mandaré a buscar al médico.

Ella me aferró la muñeca.

—Oye, tesoro —dijo en tono severo, utilizando el apodo cariñoso con que me llamaba cuando era niña—: Tengo miedo.

—¿Por qué, Fanny?

—Ha sido la cebada con limón. Últimamente no la has tomado.

—No. Desde la noche en que me encontré mal no me ha apetecido.

—La vi allí; no la habías probado en todo el día. Por no desperdiciarla me la bebí toda.

—¿Qué dices, Fanny?

—Que estaba en la cebada con limón. Cierta vez tu madrastra pasó un mal rato mientras yo estaba con ella. «No es nada, Fanny, —me dijo—. He tomado una dosis excesiva de mi remedio». ¿Sabes qué remedio era ése? Nos lo dijeron durante la investigación judicial. Acabó por matarla.

—¡Fanny!

—Era para ti. En esta casa se está gestando algo.

—¿Quieres decir que alguien trata de envenenarnos?

—Nadie sabía que lo bebería yo. No estaba destinado a mí.

—¡Fanny!

—Sí —dijo—. Tengo miedo, de verdad.

Guardé silencio. Los pensamientos se me agolpaban en la mente, demasiado confusos, demasiado horrorosos. Veía una y otra vez la cara de Jessica, con su insondable sonrisa. Y pensé: «No, es imposible».

—Fanny —pregunté—, ¿qué haremos?

—Debemos atraparlos. Eso es todo. Debemos vigilar.

—Haré venir al médico.

Ella sacudió la cabeza.

—No —aconsejó—. De esa manera sabrían que los hemos descubierto. Intentarían otra cosa. Y no estaríamos preparadas. No. Pensarán que tú no bebiste la infusión y que la hemos tirado. Deja que lo crean.

Fanny tenía los ojos muy abiertos y fijos. Su aspecto no me gustaba nada; habría preferido llamar al médico. Cuando se lo dije sacudió la cabeza.

—No tomes nunca nada en tu habitación. Sólo así estarás a salvo.

—Podrías hacer más cebada con limón —dije—. Deberíamos hacerla analizar.

—No —insistió—. Son astutos. Mientras tanto intentarán otra cosa.

—Esto es una locura, Fanny.

—¿Recuerdas quién ha entrado hoy en esa habitación?

—Todo el mundo. William, que traía algunos papeles del despacho. Lady Menfrey, con flores. Sir Endelion también vino a ver cómo estaba yo. La señorita Trelarken trajo a Benny a visitarme. Y las criadas.

—Ya ves; es embarazoso; no sabemos; ellos podrían no volver a intentarlo. Ya me siento mejor, aunque creo que anoche estuve cerca de la muerte. Oh, pequeña mía, no sé qué significa esto, pero no me gusta. Nunca me ha gustado. Es como si algo me estuviera diciendo que huya. Ésa es mi sensación.

—Creo que deberíamos hacer algo, Fanny.

—Debemos concedernos algo de tiempo. Algo de tiempo para pensar.

Estaba tan inquieta que le prometí no hacer nada… por el momento.

* * *

Pasado el primer susto no pude dar crédito a la teoría de que alguien hubiera envenenado el agua de cebada. Yo había tenido un resfriado que bien podía haberme afectado el sistema gástrico. Fanny se habría contagiado; se la veía enferma, por cierto. «Nos estamos sugestionando mutuamente —me dije—. En realidad, estas sospechas y estos celos no tienen fundamento. Bevil dijo que el de la isla no era él. Y aun si me fuera infiel no permitiría que nadie me hiciera daño».

¡Veneno! Era imposible.

Fanny había cambiado; estaba más delgada y sus ojos parecían hundidos; había en ellos una expresión desesperada que me alarmó; estaba más posesiva que nunca y prácticamente no me perdía de vista.

Una semana después de la enfermedad de Fanny volví al despacho de Lansella; allí recibí otra impresión desagradable al descubrir hasta qué punto Jessica socavaba insidiosamente mi posición.

Una de las visitantes a las que recibí me dijo, mientras tomaba asiento:

—La vez pasada me atendió la señora Menfrey. ¡Qué dama encantadora, tan amable, tan gentil! No me sorprende que nuestro representante esté tan orgulloso de ella como dicen.

—La señora Menfrey soy yo, la esposa del representante —observé.

—¡Hala! —exclamó ella, algo ruborizada—. Pues… disculpe usted… Por cierto, me pareció que… por su manera de… eh… Estoy segura de que la saludé diciendo «señora Menfrey»… y ella no me corrigió.

Cuando me reencontré con Jessica comenté:

—Me he enterado de que en el despacho la han tomado por mí.

Ella enarcó aquellas cejas perfectas, denotando sorpresa.

—Sí —proseguí—: Una de las visitantes dijo que en una ocasión anterior había visto a la esposa del representante. Era usted.

Jessica se encogió de hombros.

—Extraen conclusiones equivocadas.

—Esa mujer estaba muy segura de haberla saludado diciendo «señora Menfrey»; dice que usted no la corrigió.

—Cosas que imaginan.

La miré a la cara; observé esa boca serena y sonriente, los bellos ojos que no delataban nada, la perfección de esa piel suave y fresca. En ese momento pensé: «Si quisiera ocupar mi sitio sería capaz de cualquier cosa por conseguirlo».