Hacía seis semanas que estábamos en la Provenza. Fue una larga luna de miel. Pero había llegado noviembre y comenzaba la temporada de lluvias. El agua caía a torrentes, saltaba en el balcón e inundaba el dormitorio; las nubes borraban por completo las montañas y el mar. Al no haber sol, el aire se tornó decididamente frío.
Era hora de volver a casa.
* * *
Me alegró llegar a Menfreya. En cuanto la casa apareció a la vista recuperé el buen ánimo; cuando pasamos bajo el viejo reloj de la torre me dije que allí sería feliz. Estaba decidida a ser todo lo que Bevil quisiera de una esposa.
Pronto fue evidente que se estaba gestando una crisis ministerial. Poco después de la coronación del nuevo rey, Balfour había reemplazado a Salisbury como primer ministro; Chamberlain y sus seguidores amenazaban con la renuncia debido a las propuestas proteccionistas. Para ser una verdadera ayuda yo debía entender esos problemas a fondo. La obligación de todo político es crear leyes que mejoren el bienestar del país; me parecía una ambición noble, que me llenaba de entusiasmo. Cuando dije eso a mi esposo me dio un beso y dijo que yo sería la esposa ideal para un político. Se entusiasmaba por algún error que, desde su punto de vista, era especialmente maligno; cuando lo discutía conmigo yo me descubría contagiada por su celo.
Él tomaba sus deberes muy en serio. Cuando estaba en Cornualles dedicaba dos mañanas por semana a atender su despacho de la ciudad de Lansella; allí podían visitarlo aquéllos a quienes representaba en el Parlamento y plantearle cualquier problema que desearan discutir. A veces yo lo acompañaba; descubrí con placer que podía serle útil y que él lo sabía. Entonces olvidé ese incidente que tanto me había perturbado durante la luna de miel. Llegué a convencerme de que lo había imaginado todo.
Empecé a obsesionarme con la carrera de Bevil tanto como él. Me fascinó descubrir que, si bien era ambicioso (soñaba con ingresar en el Gabinete y llegar a ser primer ministro), en verdad buscaba el bienestar de sus votantes y se empeñaba en mostrarse tan accesible como podía. Eso requería mucho trabajo; debía recibir a un incesante desfile de personas y atender una tremenda cantidad de cartas. Aunque William Lister era muy eficiente, yo podía ayudar de muchas maneras diferentes.
Nunca me había sentido tan feliz.
Siempre me ha asombrado que la vida pueda sufrir cambios tan bruscos. Los graduales se tornan aceptables, pero el golpe brusco que, sin previo aviso, destruye la existencia de modo tal que ya nada tornará a ser como antes, ése me impone una inquietante conciencia de las perpetuas incertidumbres de la vida.
Es lo que sucedió aquella mañana de abril. Había violetas silvestres bajo los setos y primaveras en los prados; todas las mañanas, al despertar, encontraba mi dormitorio lleno de sol y del ritmo sereno y tranquilizador de las olas, que avanzaban y retrocedían lentamente.
Era uno de los días en que Bevil atendía en su despacho de Lansella. Esa mañana yo estaba sola, pues él debía trabajar allí con William Lister. Bajé por los riñones con tocino que esperaban en un escalfador. En Menfreya el desayuno se servía entre las siete y media y las nueve; esa mañana me encontré sola, pues mis suegros aún no se habían levantado y Bevil ya había partido. Mientras leía los periódicos con atención, uno de los criados trajo la correspondencia y la depositó en la mesa.
Al echarle un vistazo, la escritura de un sobre me hizo ahogar una exclamación.
¡Era la letra de Gwennan!
Desgarré el sobre. La hoja, al principio, tenía una dirección de Plymouth. Leí:
«Querida Harriet:
»Esto es como en los viejos tiempos, ¿verdad? Supongo que te preguntas qué ha sido de mí, después de tanto tiempo. Voy a satisfacer tu curiosidad, si aún la tienes y quieres verla satisfecha. Que esto quede entre tú y yo. Quiero verte primero y en secreto. Por favor, ven a esta dirección entre hoy y mañana. Aquí estaré. Pero hay una condición: debes venir sola y sin decirlo a nadie. Espero que lo hagas. Confío en ti.
Gwennan.
»P. D.: Es fácil de hallar. Cuando salgas de la estación vira a la derecha; luego, a la izquierda. Cuando ya no puedas continuar, gira nuevamente a la derecha y verás el número 20. Te estaré esperando».
Sabía, pues, que yo estaba en Menfreya. Y también que me había casado con Bevil, puesto que la carta estaba dirigida a la señora Menfrey. Agradecí al cielo haberla recibido mientras estaba sola.
* * *
Mientras caminaba por esas calles, que se iban tornando cada vez más míseras a cada paso, me iba preparando para lo que debería encontrar. El número 20 era una casa de tres plantas, en las últimas etapas de la decadencia. La puerta de calle estaba abierta. Al entrar en el vestíbulo me llamó una anciana sentada en una mecedora, en la habitación de la derecha, con la puerta de par en par. Vi una cuerda llena de ropa tendida y varios niños vestidos con prendas harapientas.
—Quiero ver a la señora Bellairs —dije.
—En el último piso —dijo.
Al subir aquellas escaleras desvencijadas me sentí asqueada, no por el olor, no por la obvia suciedad y la pobreza, sino por miedo a lo que encontraría cuando abriera aquella puerta, detrás de la cual me esperaba Gwennan.
Golpeé con los nudillos. Oí su voz, cuya cadencia se parecía tanto a la de Bevil.
—Harriet, conque has venido. ¡Eres un ángel!
—Gwennan. —Me quedé allí, mirándola. ¿Qué había sido de mi hermosa Gwennan, la de los ojos refulgentes y desdeñosos, con su esponjosa cabellera leonada y el aire de los Menfrey? En su lugar veía a una mujer consumida, tan demacrada que tardé algunos segundos en convencerme de que era ella. Estaba envuelta en una bata que en otros tiempos había sido alegre; noté que tenía varias desgarraduras.
Al ver lo mucho que había cambiado desde la última vez que la viera sentí deseos de llorar. Para disimular mi expresión de horror, la atraje hacia mí y la estreché con fuerza.
—¡Ay, Harriet, qué sentimental eres! Siempre has sido así.
—Anda, cuéntamelo todo —dije—. ¿Dónde está Benedict Bellairs?
—No sé.
—¿Lo has abandonado? —Ella asintió.
—Fue la peor equivocación de mi vida, fugarme con él.
—Conque eso falló…
—Casi desde el principio. Él creía que yo tenía dinero propio. Había oído hablar de los Menfrey… una familia antigua, con tradiciones y todo eso… Y luego yo no aporté nada.
—Entonces descubriste que ese matrimonio era un error y…
—No fue exactamente un matrimonio. Yo creía que sí, pero en realidad él ya estaba casado. Fui una idiota, Harriet. No tuvo que ser muy sutil para engañarme. Hubo una especie de boda… pero él ni siquiera se hizo bígamo por mí. El sacerdote era un amigo suyo, otro actor, que desempeñó muy bien su papel.
—¡Gwennan!
—Pones cara de horror. Me enteré de lo tuyo por los periódicos. «La hija del difunto representante de Lansella se casa con el actual. La señorita Harriet Delvaney, hija del difunto Sir Edward, se ha casado con el señor Bevil Menfrey, miembro del Parlamento en representación de Lansella y el distrito correspondiente». Conque te has salido con la tuya, Harriet. Siempre has querido a Bevil, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Ella sonrió con aire muy triste.
—Cuéntame qué sucedió cuando me fui.
¡La misma Gwennan de siempre! Sus propios asuntos le interesaban siempre más que los ajenos. Y no hacía nada por disimularlo.
—Hubo consternación.
—Era de esperar. ¿Y Harry?
—Quedó destrozado.
—¡Pobre Harry! Habría sido buen marido.
—¿Y qué pasó después de ese… casamiento fingido?
—Quedé «en estado interesante», como se suele decir.
—¿Tienes un hijo?
—Es por eso por lo que te he pedido que vinieras. Por él me trago el orgullo.
—¿Dónde está?
Se acercó a una puerta y la abrió. Había allí un cuarto pequeño, con un viejo cesto de mimbre en el que dormía un niño. Estaba pálido y no muy limpio, pero tenía el pelo leonado de los Menfrey. Reconocí el aire de familia.
—Benedict —dijo ella, con suavidad.
—Benedict Bellairs —completé.
—Benedict Menfrey —corrigió Gwennan.
—Por supuesto.
—Es una situación difícil, Harriet. Asentí.
—¿Por qué me has llamado? Cuéntame todo, Gwennan.
—Te he llamado porque ahora eres de la familia y puedo esperar más ayuda de ti que de los otros. Quiero retornar a Menfreya, Harriet. Ya no soporto más esta vida. Y quiero que él crezca en Menfreya.
—¡Pues retornarás, claro está!
—¿Y cómo explicaremos…?
—Se puede. Has perdido a tu esposo y vuelves a tu hogar. Es una situación delicada, pero se puede arreglar.
—No iré a menos que ellos me quieran allí.
—Es claro que te querrán allí, Gwennan. Eres de la familia.
—Eres tan bien pensada, mi querida Harriet… Nosotros, los que somos Menfrey de verdad, no por matrimonio, no somos tan buenos. Quiero volver, quiero que mi bebé esté allí. Pero no quiero que haya recriminaciones. No quiero que me admitan de mala gana.
—¿Quieres que maten al ternero cebado por la hija pródiga?
—No. Quiero regresar… y que tú lo arregles. Que Benedict sea reconocido como un Menfrey. Quiero olvidar que existió alguien llamado Benedict Bellairs.
—¡Pero el niño lleva su nombre!
—Es que aún vivíamos juntos cuando él nació. Fue sólo después…, cuando ya no pude recuperarme… cuando lo nuestro se estropeó.
—¿Que no pudiste recuperarte? Estás enferma, Gwennan. Se te ve…
—Ya no soy ninguna belleza, ¿verdad? He vivido tiempos muy malos, Harriet.
—Ya me doy cuenta. Dime qué te pasa, Gwennan.
—Pues… nada que las brisas marinas no puedan curar.
—¿Qué haces ahora? ¿Cómo te mantienes?
Ella se encogió de hombros.
—¡Gwennan, mujer, tienes que volver a casa conmigo! —exclamé horrorizada.
—Luciríamos muy bien caminando juntas, tú y yo. La esposa del miembro del Parlamento, tan elegante, y esto en lo que me he convertido.
—No puedo dejarte aquí.
—Quiero que regreses y les digas que me has visto. Quiero que me inviten a volver a Menfreya. Esperaba no verme obligada a hacer esto jamás, pero lo hago.
—Iré inmediatamente. Pero deberías venir conmigo, Gwennan. Me cuesta dejarte aquí.
Ella negó con la cabeza.
—Vendrás conmigo —insistí.
—Cuando Bevil o mi padre vengan por mí, Harriet.
—Iré en seguida y ellos vendrán hoy mismo.
—¿Eso crees?
—¡Claro que sí! Me pondré firme.
—¿Tú, Harriet? —Se echó a reír.
Vacié mi bolso, reservando sólo unos pocos chelines para el viaje de regreso, enfadada conmigo misma por no haber traído más dinero. Luego le di un beso y la dejé, diciendo:
—Hasta pronto.
Corrí hacia la estación; mientras esperaba el tren recordaba a Gwennan en cien escenas diferentes: cabalgando por los caminos que rodeaban Menfreya; en el baile de Chough Towers; probándose el vestido de novia en Plymouth. No soportaba recordar lo que había sido y pensar en ella tal como estaba ahora.
¡Qué largo se me hizo el viaje! Cuando llegué a Liskeard, puesto que había salido sin saber a qué hora regresaría, tuve que coger el tren local a Menfreystow y luego caminar hasta la casa.
Estaba por entrar precipitadamente cuando Bevil apareció en el patio, a caballo.
—¡Bevil! —lo llamé—. Debo hablar inmediatamente contigo.
—Yo también tengo algo que decirte.
Se le veía nervioso, pero yo no podía pensar sino en Gwennan. Él llamó a uno de los mozos de cuadra para que se ocupara de su caballo y me siguió al interior de la casa.
—Subamos a nuestra habitación, Bevil. Quiero hablar contigo.
Él me cogió del brazo.
—No imaginas lo que ha pasado. Es increíble, Harriet.
—Escúchame, Bevil. Vengo de Plymouth…
—Harry Leveret. Se postula como candidato por la oposición. ¿Qué me dices de eso? ¿Dónde se ha visto?
—Escucha, he estado con…
—No creo que tenga muchas posibilidades, por supuesto. Pero será una pelea más difícil de lo que yo esperaba. ¡Un vecino de la zona, hacer esto…!
No parecía percatarse de lo alterada que estaba yo. Sólo pensaba en la nueva situación originada por el hecho de que Harry Leveret opusiera su candidatura a la de él. Cuando entramos a nuestra habitación cerré la puerta, barboteando:
—He visto a Gwennan.
Eso lo sacudió. Por algunos segundos me miró como si no entendiera. Luego dijo, ásperamente:
—¿Dónde?
—En Plymouth, en un cuarto miserable.
—¡Por Dios!
—Tiene un hijo.
—¿Y ese… actor?
—Lo ha abandonado. En realidad nunca se casaron.
Estaba desconcertado. Vi que trataba de visualizar el horror que había caído sobre la orgullosa Gwennan. Al mismo tiempo, otro pensamiento estorbaba su preocupación por su hermana: imaginaba su retorno a Menfreya, con un hijo. Habría comentarios escandalizados; la gente recordaría las indiscreciones de su padre. «Estos Menfrey están locos, —diría la gente—; ¿nos conviene que nos represente alguien así, allá en Londres?». Y allí estaba Harry Leveret, a la espera de ocupar el sitio de Bevil.
—Está enferma. Quiere que el niño se críe aquí… que sea un Menfrey.
—¡No puede ser, Harriet! —Su voz era casi un susurro.
—Cuando la veas, Bevil, comprenderás que es necesario.
—Tiene que haber otra salida. Nos ocuparemos de ella, pero si vuelve a casa… con un niño y sin esposo… y con las elecciones a la vista…
—Sé que será difícil, pero se trata de Gwennan.
—Deja esto por mi cuenta —decidió con firmeza.
Lo miré con atención; me preguntaba hasta qué punto conocía a mi esposo. Me sentía desencantada: esperaba que él reaccionara como yo, diciendo que la familia debía enterarse inmediatamente del aprieto en que se encontraba su hermana, que debíamos traerla a Menfreya sin más demora.
—Mañana iré a verla —resolvió—. Mientras tanto, no digas nada a los otros.
Tuve que contentarme con eso. Estaba segura de que, cuando viera a Gwennan, quedaría tan horrorizado y conmovido como yo. Sin duda pronto tendríamos a Gwennan en casa.
* * *
Al día siguiente me alarmó ver que Bevil regresaba de Plymouth solo, ya tarde. Cuando entró en la casa yo lo estaba esperando.
—¿Y Gwennan? —pregunté.
—Está bien —respondió él—. No te preocupes.
—¿Que está bien? Pero…
—Ha decidido no volver a casa, después de todo.
—¡Que no volverá! Pero si…
—Ha comprendido lo que pasaría si lo hiciera. No quiere causar problemas. Dice que demasiados ha causado ya. Se la cuidará bien.
De pronto me enfadé. Él había ido a hablarle, a hacerle ver el efecto que su presencia podía tener sobre la carrera de su hermano. Le había imposibilitado el regreso.
—Iré a verla —dije—. Quiero hablar con ella.
Se encogió de hombros.
—¿No me crees, Harriet? —preguntó con frialdad. Lo noté cansado, física y emocionalmente. Si bien comprendía que el retorno de Gwennan no mejoraría la opinión que el vecindario tenía sobre la familia, me parecía que lo único importante era cuidar de ella.
—No sé qué creer —reconocí.
—En ese caso ten la seguridad de que he hecho por ella todo lo que me era posible.
—¿Todo lo que te era posible? —le acusé—. ¿Por quién? ¿Por Gwennan o por el buen nombre de la familia, que tan importante es ahora, con las elecciones pendientes?
—¡Por el amor de Dios, Harriet, no seas tonta! No ha sido muy agradable, te lo aseguro. Gwennan no quiere venir a casa. Pero no tendrá problemas. Se le asignará una pensión y se cuidará del niño. No has mencionado este asunto a mi madre, ¿verdad? Se afligiría mucho.
Negué con la cabeza.
Luego subí a nuestro dormitorio y me senté ante la ventana que daba al mar, pensando: «Él estaba decidido a no acogerla nuevamente. Cree que basta con cuidar de que no le falte dinero. Pero eso no basta. Ella clama por Menfreya». Pensé en su madre, esa mujer bondadosa e inútil, que había aceptado el mandato de los varones Menfrey, cosa que yo jamás haría. Aunque ahora formara parte de la familia, estaba decidida a ser siempre yo misma.
La casa de la isla era mía. Si Gwennan no podía venir a Menfreya, bien podía ocupar la casa de la isla. Desde allí vería Menfreya y eso la haría más feliz.
Estaba decidida. Al día siguiente iría a Plymouth para ver a Gwennan.
* * *
Por la mañana Bevil era el de siempre. Tuve la sensación de que su mente ya había marcado pulcramente el asunto de Gwennan como resuelto y acabado. Probablemente visitaría a su procurador para disponer que se le pagara una pensión; más adelante cuidaría de que el niño recibiera educación. Hasta era posible que la visitara a intervalos regulares. Pero en mi opinión no era ésa la atención que Gwennan necesitaba.
No dije nada sobre el asunto; eso debió de engañarlo. Mientras desayunábamos él conversaba como de costumbre.
—La campaña será bastante dura y quiero que te presentes conmigo. Deberíamos hacer una gira por las aldeas y los distritos apartados. Creo que llegarás a adquirir desenvoltura en este tipo de cosas, Harriet.
Me complació que me incluyera. Acompañarlo, compartir su existencia, era lo que más deseaba. Me interesaba la vida de las personas a quienes representábamos. Me encantaba el trabajo que hacía cuando iba a Lansella. Muy a menudo lográbamos ayudar a los viejos agricultores que temían ser desalojados. Bevil tenía ideas muy enérgicas en cuanto a la atención de los ancianos; decía que eso era inherente en las antiguas clases terratenientes, algo inculcado a través de generaciones. Quería modernizar algunas de las viviendas para pescadores edificadas a lo largo de la costa, que estaban en pie desde hacía siglos; aunque muy pintorescas, no resultaban nada higiénicas. Todo eso necesitaba solución; Bevil trabajaba infatigablemente por su pueblo. Y aunque se esforzaba por ellos, me dije, cabía sospechar que no permitiría a su propia hermana retornar al hogar, y todo por miedo al escándalo. Hasta cierto punto comprendía sus temores: la batalla por el escaño sería feroz y el peligro surgía del sitio menos esperado. Yo sabía muy bien qué dirían nuestros adversarios: «El padre estuvo complicado en un escándalo por el cual los Menfrey dejaron de integrar el Parlamento durante varios años. Ahora Gwennan Menfrey, después de haberse fugado a Plymouth, vuelve con un bebé sin padre. Ahí tienes a los Menfrey: ¿son el tipo de gente que debe representarte en el Parlamento?».
En el país crecía la fuerza de los radicales. La influencia de William Ewart Gladstone, aun varios años después de su muerte, se convertía en leyenda hasta en los distritos que habían sido notoriamente conservadores durante varias generaciones.
Harry Leveret tenía cuentas que ajustar con los Menfrey y recursos de millonario con que respaldar su campaña.
—Tenemos una pelea entre manos, Harriet —dijo Bevil—, y tú me ayudarás a ganarla. Esta tarde te llevaré a Lansella para presentarte a los agentes y a algunos trabajadores. Les he dicho que mi esposa quiere participar de la campaña.
Yo apenas escuchaba. Pensaba: «Iré a Plymouth en cuanto él se vaya y regresaré a tiempo para acompañarlo a Lansella. Pero debo ver a Gwennan. Quiero entender por qué ha cambiado de idea». Aunque amaba a Bevil, debía conservar mi propia personalidad. No podía convertirme en una mujer como lady Menfrey, sin voluntad propia, esclava de los hombres de la familia. Para que Bevil y yo construyéramos una relación valiosa, él debería entender que yo no era la sombra de otra persona, ni siquiera la suya. Tenía que ser yo misma.
En cuanto Bevil hubo partido mandé venir el carruaje para que me llevara a Liskeard, donde cogí el tren a Plymouth. Regresaría en el del mediodía; el carruaje debía estar allí para recogerme.
Por segunda vez recorrí esa callejuela estrecha y abrí la puerta de la mísera pensión. Subí la escalera hasta la habitación de Gwennan, pero nadie respondió a mis toques. Abrí la puerta.
—Gwennan, soy Harriet.
No estaba allí. No había nadie. Bajé la escalera. La puerta que había visto abierta en mi visita anterior continuaba abierta. La mujer seguía en su mecedora. Creo que era la encargada, una especie de conserje.
—He venido a ver a la señora Bellairs —dije.
—Se ha ido. Se fue con un caballero que vino por ella.
—¿Adónde ha ido?
—No dejó dirección.
—¿Se fue con el bebé?
—Con el bebé y el caballero. Me debía tres semanas. Él me pagó todo, hasta el fin de semana. Es lo menos que podía hacer, después de haberme hecho esperar tanto.
—Pero ella debió dejar alguna dirección.
—Pues no. Se fue con él, así como así, en un momento.
¡Conque era eso lo que tenía a Bevil tan complacido! Había llevado a Gwennan a otro lugar y no permitiría que nadie en Menfreya supiera adonde.
Quedé horrorizada y llena de angustia. Pasé largo rato sentada en el Hoe, pensando en Gwennan, en Bevil, muy desdichada. No cobré conciencia del tiempo que llevaba allí hasta que, al consultar mi reloj, vi que había perdido el tren.
No llegué a Menfreya hasta el atardecer.
* * *
Esa noche, cuando Bevil llegó a casa, me encontró en nuestra habitación. Estaba enfadado, lo cual era razonable, me dije.
—Me has hecho quedar en ridículo —estalló.
—Lo siento.
—Conque has ido a Plymouth. No creíste lo que te dije. Has tenido que ir a verlo con tus propios ojos. Un esfuerzo inútil.
—Para mí era un esfuerzo de misericordia.
—En Lansella he tenido que inventar excusas. He dicho que no te sentías bien. La semana próxima habrá una reunión y he dispuesto que tú digas algunas palabras.
—¿Qué se supone que debo decir? ¿Que mi esposo es muy bueno y digno de confianza, pues la manera en que ha tratado a su hermana…?
Bevil estaba enfadado de verdad; lo vi en el destello de sus ojos.
—Ya te dije que Gwennan no quiso volver y que me encargaría de que estuviera bien cuidada. Ya veo que no me has creído. Has tenido que ir a ver con tus propios ojos. Es así, ¿verdad?
—¿Cómo puedes tratar así a tu hermana?
—¡Pero si es lo que ella quería!
—Es lo que tú querías, Bevil. ¿Acaso piensas que no entiendo nada?
Me cogió de un brazo para zarandearme.
—Estoy harto de todo esto. Y no me gusta pasar por tonto.
—Sin duda prefieres pasar por cruel a los ojos de tu esposa que por tonto a los de tus amigos.
Sus dedos me estaban haciendo daño en el brazo; ante mi mueca de dolor dijo:
—Debo responder a la opinión que tienes de mí.
—Creo que deberíamos llegar a un acuerdo —dije, librándome por la fuerza. Él se me acercó.
—A un acuerdo, ya lo creo.
—No porque esté casada contigo debo compartir tus opiniones. No seré brutal sólo porque tú lo seas. Gwennan quiere volver a Menfreya.
—No es así.
—Pues así era, hasta que tú hablaste con ella.
—Te he dicho que esto es lo que ella prefiere. ¿Por qué no me crees?
Le di la espalda sin responder.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Creo que uno de nosotros debería dormir en el vestidor.
—Pues yo no lo creo.
—Si tú no quieres usarlo… lo haré yo.
—Tampoco quiero que lo uses tú.
Era más fuerte que yo, desde luego. Nunca había imaginado que debería forcejear físicamente para resistirle. Pero así fue. Y cuanto más luchaba yo, más se empeñaba él en someterme.
Fue cruel; fue brutal.
—¿Estás loco? —jadeé—. No soy una pobre aldeana que puedas violar cuando se te antoja.
No podía contra él. Estaba en su poder. Fue la experiencia más demoledora de mi vida.
* * *
Fanny me trajo a la cama la bandeja con el desayuno.
—Parece cansada —comentó.
—No he pasado bien la noche.
—El señor Menfrey ha salido temprano. Venga, deje que le abrigue los hombros. —Recogió una mañanita; al meter yo el brazo en ella, la manga del camisón subió hasta por encima del codo, en el antebrazo tenía un moretón largo.
—¡Madre mía! —Exclamó Fanny—. ¿Cómo se ha hecho eso?
Yo lo miraba fijamente, consternada.
—Es que… no sé.
—Tengo una loción muy buena. Quita los moretones en un abrir y cerrar de ojos.
Mientras me aplicaba la loción me descubrió otro moretón entre los hombros.
—Y tampoco recuerda cómo se ha hecho éste, supongo —dijo.
En los ojos se le encendían luces de furia. Adiviné lo que pensaba: Bevil nunca le había caído bien. Y recordé sus advertencias.
Ahora le tendría más inquina que nunca. Se había convencido de que él me maltrataba físicamente.
* * *
Sentada en el estrado junto a Bevil, recorrí con la vista aquel mar de caras. Él parecía relajado; acababa de pronunciar un discurso excelente y se había mostrado muy atento conmigo. Pero tenía miedo.
Nuestra relación había sufrido un cambio. Nos tratábamos con amabilidad; supongo que estaba algo avergonzado por haber empleado la fuerza, pero no mencionaba el asunto; comprendí que lo había hecho como símbolo de nuestra relación: así me decía que él era quien mandaba. De mí esperaba obediencia; mientras la tuviera me trataría con respeto, pero si era necesario darme una lección estaba dispuesto a aplicar la enseñanza, por desagradable que fuera.
Mi amor por él permanecía inalterado. Me acompañaba desde que era niña y parecía imposible que pudiera esfumarse jamás. Le quería, fuera él como fuese. Había sólo una cosa que no podría soportar: su indiferencia. Él lo sabía, pues, aunque profundamente resentida por la afrenta a mi dignidad que era su demostración de fuerza, me traicionaba la apasionada necesidad que de él tenía.
¿Qué era lo que yo quería? ¿Un héroe inexistente? Bevil era el hombre que yo necesitaba: el loco Menfrey que sabía lo que deseaba y cómo obtenerlo. Pero lo que había hecho con Gwennan, sin duda, me parecía abominable. De serme posible yo la habría traído a Menfreya; habría tenido que hacerlo para quedar satisfecha, aunque así me ganara el odio de Bevil.
Él había ganado esa batalla porque era más astuto; luego se había comportado como un conquistador con el vencido. Ahora me demostraba que estaba dispuesto a olvidar mi locura y a aceptarme de nuevo. Y allí estaba yo, sentada junto a él en el estrado; en cualquier momento me tocaría decir unas cuantas frases para que el público supiera que yo adoraba a mi esposo, que lo apoyaba en cuanto hacía, que nos amábamos con lealtad, que jamás nos rodearía un escándalo como el que había obligado a su padre a abandonar la política.
Y Bevil no estaba seguro. Percibí su incertidumbre. Sabía que yo tenía voluntad propia y que Gwennan se interponía entre nosotros. Llegado el momento, al levantarme, reparé en el pájaro que una mujer de la primera fila lucía en su sombrero; todos aquellos ojos curiosos fijos en mí, las hileras de caras. Tenía en la mano el breve discurso preparado por el agente para que yo lo memorizara.
Era un ejemplo típico de mil discursos similares.
Comencé a hablar. Y lo que dije no fue lo que estaba escrito en el papel. Vi que Bevil se inclinaba hacia delante, alarmado. Luego… sonrió. Vi que las caras cambiaban, que ponían atención, interesadas.
No recuerdo qué dije, pero hablé con naturalidad. Les dije por qué debían apoyar a mi esposo.
Aquello acabó en tres minutos, pero hubo un fuerte aplauso. Me senté, algo trémula. Había sido un éxito.
Fue una velada estupenda. Bevil dijo:
—Eres un hallazgo, Harriet Menfrey.
Y se mostró tierno y amoroso. Y me sentí casi feliz durante el regreso a casa. Para ser feliz por completo habría tenido que olvidarme de Gwennan.
No volví a mencionarla y Bevil no era de los que perciben los estados de ánimo del prójimo. A sus ojos todo era como debía ser. Se había casado con una mujer que tenía madera de esposa de político, que había aportado dinero para fortalecer la fortuna familiar. Si a veces mostraba más carácter del que convenía, él sabía cómo poner las cosas en su sitio, pues era el macho todopoderoso y ella, pese a su lengua afilada, sólo una mujer. Ni siquiera hermosa y, por lo tanto, libre de caprichos.
Esa noche Bevil estaba muy satisfecho con su matrimonio.
* * *
En las semanas siguientes estuve siempre con él. Me llevaba a todas partes; gradualmente nuestra relación volvió a ser tal como durante la luna de miel. Me felicité por haber dedicado algún tiempo a empaparme de política, pues eso me permitía dar opiniones inteligentes sobre lo que sucedía. Nunca era más feliz que cuando veía a Bevil cómodo en su asiento, de brazos cruzados, con expresión grave y los ojos entornados para disimular su satisfacción, mientras yo expresaba algún comentario bien pensado o pronunciaba algún discurso de campaña.
Por primera vez en mi vida dejé de prestar atención alguna a mi cojera. Sabía que ninguna mujer físicamente perfecta podría haberle brindado más placer que yo… en esa etapa.
Pero la vida nunca se mantiene estática.
Unos dos meses después de aquella primera carta de Gwennan recibí la siguiente. Era breve.
«Querida Harriet:
»Esto es muy urgente. Necesito verte. Por favor, ven en cuanto recibas esta carta. No permitas que nada te lo impida. Por favor, Harriet.
Gwennan».
En la parte superior de la página se veía una dirección de Plymouth.
Cuando abrí el sobre, Bevil estaba en el vestidor. No me atreví a mostrársela, convencida de que él haría todo lo posible por impedirme ir. Y yo estaba decidida a no fallarle a Gwennan, esta vez. Ya había escondido la carta cuando él salió y se sentó en la cama, parloteando sobre el programa de ese día. Yo debía pasar la mañana con él en su despacho de Lansella, pues una de las tareas que mejor cumplía era escuchar a las mujeres, tomar nota de sus problemas y aconsejar cómo tratarlos.
No podía decirle que iría a Plymouth. Lo imaginé forcejeando conmigo; tal vez encontraría la carta e iría en mi lugar.
Regresaríamos a Menfreya para almorzar allí. Por la tarde yo quedaría libre, pues él tenía un compromiso en el que yo no estaba incluida.
Nunca la mañana me pareció tan larga; me aterraba la posibilidad de que algo me impidiera salir, pero al fin quedé libre.
Llegué a la estación alrededor de las cuatro y cogí un coche de alquiler para ir a la dirección que Gwennan me había dado. Nos detuvimos frente a un hotel pequeño, pero respetable, donde supuse que Bevil la habría instalado.
Cuando pregunté por la señora Bellairs la recepcionista me miró con ojos dilatados; después de pedirme que esperara un momento, por favor, se fue. Pocos minutos después salió precipitadamente la propietaria del hotel.
—¡Menos mal! —exclamó—. Pase, por favor.
Me condujo a una sala de recepción modesta, pero agradable.
—¿Usted es familiar de ella? —preguntó.
—Soy su cuñada.
Su alivio era obvio.
—Ha muerto esta mañana temprano.
—Que ha muerto… —repetí estúpidamente.
—Era inevitable. Estaba muy débil y obviamente llevaba mucho tiempo descuidando la salud. Cuando vino aquí ya era demasiado tarde; sabíamos que el fin no estaba lejos. He notificado a su hermano.
—¿Cuándo?
—La carta fue enviada esta mañana.
—¿Y el niño?
—Está al cuidado de una de mis criadas. Le agradezco mucho que viniera. Necesitamos instrucciones, naturalmente. Supongo que usted es la señora Harriet Menfrey.
—Sí.
—Tengo una carta para usted. Ella me pidió que se la entregara personalmente; en su propia mano, si era posible. Se la traeré, señora.
Por algunos segundos no pude hacer otra cosa que mirar fijamente aquella escritura familiar. Pensaba en Gwennan… muerta.
«Mi querida Harriet:
»Te escribo esto por si no me queda tiempo para hablar contigo. Voy a morir. Lo sé desde hace meses. Cuando Benedict se fue pasé momentos terribles; estaba preocupada y no tenía dinero. Por un tiempo quise volver a Menfreya para morir, pero cuando Bevil vino a verme comprendí que no era posible. No fue por nada que él dijera; por el contrario, él dijo que debía regresar a casa para que me cuidaran, pero comprendí que no serviría de nada. No es posible retroceder y que todo torne a ser como antes. Comprendí que no podría enfrentarme a las explicaciones: volver con un hijo, haberlo estropeado todo. Habría sido muy humillante y soy demasiado orgullosa. Por eso no regresé, aunque Bevil trató de persuadirme. Estaba decidida y él lo supo, pues él y yo nos comprendemos bien.
»Pues bien, ahora existe Benny. Si te escribo, Harriet, es porque quiero que seas tú quien cuide de él. Quiero que vaya a Menfreya, pero que tenga en ti una madre. Estará en desventaja, como tú cuando eras pequeña; tú sabrás comprenderlo mejor que nadie.
»Quizá muera antes de que leas esto. Me estoy muriendo, Harriet. Al partir de Menfreya llevé una vida muy diferente: trasnochadas, habitaciones atestadas, alojamientos baratos… Y después, claro está, la miseria. Supongo que no pude soportarla. Bevil se ha portado bien conmigo. Me trajo aquí; desde entonces he podido cuidar de que Benny estuviera bien alimentado y vestido. Aunque ansiaba retornar, Harriet, no pude enfrentarme a eso. Pero cuando ya no esté Benny deberá ir a Menfreya.
»Éste, Harriet, es mi último deseo, como suele decirse. Llévate a mi niño y críalo como si fuera tuyo. No lo dejes en otras manos; cuando te necesite piensa en mí. Recuerda que es Gwennan quien te necesita, Harriet, entonces como ahora. Él es Benedict Menfrey: no lo olvides. Haz que se lo llame por su verdadero nombre. Y si tú y Bevil no pudierais tener hijos, Menfreya será suya por derecho.
»Tenía la esperanza de verte antes de morir, pero no sé con certeza cuándo me llegará la hora. Tal vez el final sea repentino; entonces, como la virgen imprudente (por cierto, se me puede aplicar el adjetivo, ya que el sustantivo no), me veré sorprendida sin aceite en mi lámpara. Y dejaré a mi niño solo y a tumbos en la oscuridad.
»Fuimos muy buenas amigas, ¿verdad, Harriet? Sé que tú fuiste siempre mejor amiga que yo. Por eso te pido ahora esto. Y ahora que he escrito esta carta me voy de buen grado, pues confío en ti.
»Recibe todo mi amor, queridísima amiga.
Gwennan»
Durante algunos segundos no pude hablar. La propietaria del hotel salió de puntillas y me dejó sola. Gwennan había muerto. Me sentí terriblemente desdichada, pero también furiosa. «No tenía por qué suceder, —me decía una y otra vez—. Si se hubiera casado con Harry ahora estaría viva». Al fin y al cabo, entre ella y Benedict Bellairs nunca había existido una gran pasión. Por una vez, su actitud salvaje e irresponsable había sido demasiado. Y ahora esta muchacha encantadora y vital había muerto.
¿Y Bevil? Yo lo había juzgado mal; me sacudía la vergüenza. ¡Qué estupidez la mía! ¡Qué impetuosa, tonta y desconfiada había sido! Él me despreciaría, sin duda. Y aun así me alegraba saber que Bevil no había sido cruel, que había intentado llevarla a casa; era ella quien se negaba a retornar.
Plegué la carta para guardármela en el bolsillo del abrigo y salí al vestíbulo. A la propietaria, que me esperaba fuera, se le iluminó la cara al ver que yo me había dominado.
—Y el niño —pregunté—, ¿dónde está?
—Se lo enseñaré.
Asentí con la cabeza.
—Pero antes —ofreció ella—, ¿no quiere verla?
Vacilé. ¿Qué aspecto tendría en la muerte, mi orgullosa y encantadora Gwennan? Pensé en la horrible sorpresa que me había llevado al verla, esa última vez. No quería recordarla así.
—Parece estar en paz —murmuró ella.
La seguí arriba, hasta la habitación que había ocupado Gwennan desde que Bevil la sacara de su pobre alojamiento. Aunque pequeña y bastante oscura, estaba limpia y ordenada. Ella, tendida en la cama, parecía distinta, pero la cabellera leonada volvía a brillar contra la palidez de su piel. Lo que en verdad me impresionó fue la expresión serena de su cara. Nunca antes la había visto así. Mis ojos encontraron el secante en la mesilla. El tintero estaba destapado y la pluma descansaba sobre la hoja. La imaginé allí, escribiéndome la carta.
«Pase lo que pase, Gwennan —pensé— puedes confiar en mí».
Me volví y ambas salimos de la habitación.
—La hice amortajar —dijo la propietaria—. Supongo que su familia se encargará de todo.
—Sí —confirmé—. Su hermano… mi esposo… vendrá en cuanto reciba la carta. Yo he venido respondiendo a una carta que ella me envió. Él todavía no lo sabe, pero le informaré en cuanto regrese. Además no tardará en recibir la carta que le envió usted, señora.
Ella asintió.
—Este tipo de cosas aflige mucho a los otros residentes. Sé que usted comprenderá.
—Comprendo, sí.
—¿Y el niño? —preguntó ella, nerviosa.
—Me lo llevaré a casa.
—Sin duda será lo mejor. Ahora vamos a verlo.
Cuando abrí la puerta Benny estaba sentado en una alfombrilla roja; observaba con aire pensativo las punteras de sus botitas. Una muchacha, que lo vigilaba desde su silla, me sonrió.
—Se porta como un ángel —dijo.
Fui a arrodillarme en la alfombrilla. No cabía la menor duda de que era todo un Menfrey: tenía el mismo color leonado en el pelo y los ojos; también la chispa en las pupilas. Aunque no podía tener más de un año, era inteligente para su edad.
—Hola, Benny —le dije.
—Hola.
—Soy tía Harriet.
Hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Tía Harriet. —Pronunció mi nombre sin dificultad; eso me reveló que lo había oído más de una vez. Se puso de pie, aferrado de mi brazo, y se acercó para estudiarme con atención. Observé la tez suave y la nariz breve, réplica de la de Gwennan, con sus fosas dilatadas. Mientras tuviera a ese niño a la vista jamás olvidaría a Gwennan.
—¿Vendrás conmigo? —pregunté.
Él asintió con la cabeza; en sus ojos chisporroteó inmediatamente el espíritu de aventura, que había sido la característica (y quizá la ruina) de su madre.
—Vamos a Menfreya —aclaré.
Sus labios modularon el nombre con facilidad. Obviamente también lo había oído más de una vez.
—Ya debemos irnos —le dije.
* * *
Mi regreso no pudo ser más dramático. En la estación de Menfreystow me las arreglé para conseguir una calesa, pero cuando llegué a Menfreya ya eran casi las ocho y todos comenzaban a preocuparse mucho por mi ausencia. Aun cuando salía por la tarde sin decir adónde iba, siempre regresaba a tiempo para cenar.
Bevil tenía invitados y ya se estaba por servir la cena. Afortunadamente estaba allí lady Menfrey para oficiar de anfitriona, pero ellos esperaban verme, desde luego.
La tensión fue perceptible apenas entré en la casa, a tropezones, con el niño dormido en los brazos. Oí la exclamación sobresaltada de Pengelly. Y de pronto Bevil, mis suegros y los invitados aparecieron en la escalera.
A menudo recuerdo la escena con una sonrisa. Debió de parecer una pesadilla. La pícara regresaba, pero no sola, sino con una criatura en los brazos.
Oí la voz de Bevil:
—¡Harriet! ¡Madre de Dios, qué…!
—Gwennan ha muerto —anuncié—. He traído a su bebé.
Lady Menfrey bajó precipitadamente la escalera.
—Harriet… Harriet… ¿qué dices?
Bevil apareció a mi lado. Vi caras extrañas. Pero exhausta como estaba por el viaje, por mis emociones, por el temor de que no recibieran bien al niño, no me sentía capaz de soportar mucho más.
—Mañana recibirás la noticia —dije a mi esposo—. El hotel donde vivía te ha enviado una carta. Ha muerto esta mañana. El niño debe llamarse Benedict Menfrey. Es su voluntad.
Lady Menfrey cogió al niño en sus brazos; le corrían lágrimas por las mejillas, pero comprendí que lo querría; ya tenía a alguien que llenara el sitio de Gwennan en su corazón. Sin duda era lo que Gwennan esperaba.
—Estás agotada —dijo Bevil, áspero.
—Ha sido un día agotador.
—Tenemos invitados —aclaró, ya sin aspereza, como desconcertado.
—Lo siento.
Una mujer, esposa de uno de los miembros del partido, me estrechó la mano.
—No se preocupe por nosotros, señora Menfrey. Necesita descansar… ahora mismo.
Le sonreí con gratitud. Bevil dijo:
—Debes acostarte en seguida, Harriet. —Luego se volvió hacia sus invitados—. Les ruego que me excusen. Será sólo un momento.
Me siguió hasta nuestra habitación y cerró la puerta. Esperé a que estallara la tempestad. ¿Qué había hecho? Había puesto en peligro sus posibilidades de ganar. Ahora se divulgaría el escándalo que Gwennan había arrojado sobre la familia… y todo por culpa mía.
Sentí los pliegues de tozudez que se formaban en torno de mi boca. Con la cabeza en alto, marché hacia la cama cojeando penosamente. Allí me senté, fija la vista en él.
—No había otra cosa que pudiera hacer —dije, con frío enfado—. No se me habría ocurrido ninguna otra cosa.
Entonces recordé a Gwennan tendida en esa cama, blanca y serena en la muerte como nunca lo había sido en vida, y me cubrí la cara con las manos.
Sentí que él me las cogía muy suavemente.
—Harriet —dijo. Su voz sonaba tierna.
—¡Ha muerto! ¡Gwennan! Y estaba siempre tan llena de vida…
No dijo nada; se limitaba a mirarme, pesaroso.
—El niño se quedará aquí —proseguí, obligándome a cargar la voz de enojo para disimular el dolor—. Yo cuidaré de él. Y si no lo quieres aquí… pues… me lo llevaré.
—¡Qué dices, mujer!
Traté de arrancar mis manos de las suyas, pues sentía miedo de mis propias emociones. Era demasiado a soportar. Gwennan había muerto… Jamás volvería a verla… y Bevil me odiaba porque, contra sus deseos, había traído al niño a Menfreya.
Me rodeó con sus brazos para estrecharme contra sí.
—El niño se quedará aquí, desde luego. Y tú también. Escúchame, Harriet Menfrey: si crees que te has casado con un bruto… tal vez es cierto. ¿Y sabes qué te digo? Hay una sola cosa que este bruto no soportará; eso es la vida sin ti. ¡Métetelo en la cabeza, mujer!
—Oh, Bevil, Bevil —murmuré débilmente.
Él se limitó a abrazarme y me sentí reconfortada.
De pronto se mostró práctico.
—Te enviaré a Fanny —dijo—. El niño está con mi madre. No tienes que preocuparte por nada. —Y me dio un beso—. No lo olvides.
Luego me dejó para reunirse con los invitados, quienes sin duda estarían estallando de curiosidad. Me habría gustado saber qué les diría, pero estaba demasiado cansada como para preocuparme por eso.
Vino Fanny y me ayudó a meterme en la cama. Me recosté en silencio contra las almohadas; aunque era un alivio haber traído al niño a Menfreya, pensar en Gwennan me provocaba una tristeza que era como un dolor físico.
* * *
Fue fácil explicar la presencia de Benedict en Menfreya. Gwennan se había fugado con un actor, con quien se casó contra la voluntad de su familia; ella acababa de morir y Menfreya acogía a su hijo, lo cual era perfectamente natural. Que al niño se lo conociera con el nombre de Benedict Menfrey era característico de la familia. No era la primera vez que se retenía el apellido por la vía femenina: en una ocasión la propiedad había sido heredada por una mujer, cuyo esposo debió cambiar de apellido al casarse con ella.
La casa estaba en duelo. Cuando me disculpé humildemente ante Bevil por haberlo juzgado mal, él me dijo:
—En cierto modo tenías razón, Harriet. Habría debido insistir en traerla a casa.
William Lister (aquel joven silencioso y eficiente cuya gran cualidad era pasar desapercibido, salvo cuando se lo necesitaba) fue con Bevil a Plymouth para ayudarlo a organizar los funerales. Gwennan fue sepultada en la bóveda de los Menfrey, en el cementerio de la colina, a las puertas de Menfreystow.
El niño cambió el ambiente de la casa. Pronto conquistó a sus abuelos y a casi todos los criados. A lady Menfrey no se la había visto tan feliz en mucho tiempo; sólo entonces comprendí lo mucho que la había afectado la pérdida de su hija.
De vez en cuando Benny preguntaba por su madre, pero le decíamos que ella se había ido, que por eso lo teníamos con nosotros. A veces lloraba por ella; entonces ideábamos pequeñas distracciones para consolarlo. Poco a poco fuimos apartando sus pensamientos del pasado. Menfreya estaba llena de encantos que él nunca había conocido. La casa era una constante fuente de maravillas: las armaduras, los cuadros antiguos, los tapices. Benny nunca había visto nada así. Era el mimado de todos; estableció una amistad inmediata con su abuelo y con Bevil: era uno de ellos, obviamente.
* * *
Al morir lord Salisbury hubo una gran agitación, pues estalló una crisis con respecto a las propuestas proteccionistas. Bevil entró en la casa preguntando por mí.
Yo me estaba cambiando para cenar. Él irrumpió en la habitación y me explicó lo que había sucedido.
—Esto puede requerir elecciones en un futuro cercano. Y entonces tendremos que librar una verdadera batalla.
—Ganaremos, por supuesto.
Él se sentó en la cama y me cogió las manos para atraerme a su lado.
—Te gusta pelear, ¿verdad? —dijo.
—No, creo que no.
—Pero cuando es preciso hacerlo peleas a brazo partido.
—¿Y eso está mal?
—Claro que no. Si el motivo es bueno hay que ponerlo todo en la pelea. Quien lucha por la justicia lleva las de ganar. ¿No es así? Tú lo sabes bien. ¿Tienes ganas de luchar, Harriet?
—Quiero verte triunfar.
Él rió.
—Así debe hablar una buena esposa. Te diré, querida Harriet: una buena esposa vale más que los rubíes. Así lo dice la Biblia.
—Los Menfrey han tenido ocasión de probarlo.
—¿A qué te refieres?
—A cierta mesa a la que le faltan los rubíes. Me contaron que se los fue vendiendo uno por uno. Y cuando se acabaron los Menfrey se vieron obligados a buscar esposas ricas.
—¿Quién te lo contó?
—Creo que fue Gwennan.
—¡Pobre Gwennan! Pero aquí tenemos al niño.
—Me avergüenzo de haber pensado tan mal de ti.
Él se rió en mis barbas.
—Pues en verdad no me comporté muy bien. Y algo surgió de todo aquello, Harriet. Aunque me comporté como una bestia y aunque tú me tomaste por una bestia aun peor, todavía me amas.
—Pues mira, aunque me comporté como una idiota y…
—Tienes razón —completó él—: Todavía te amo.
Y me besó con fuerza en los labios.
—No me magulles, por favor —protesté—. Fanny se dio cuenta.
Él frunció el entrecejo.
—Esa mujer me tiene antipatía, Harriet.
—Sólo un poco de recelo. Recuerda que yo soy su niña. Para ella nadie es digno de mí.
—Tal vez tenga razón. Pero la aprobación de los demás no me interesa: sólo la tuya. La necesito, querida. Ahora tendremos que pelear juntos para ganar esas elecciones. ¡Mi formidable Harriet! Tendrás mucho que hacer en los próximos meses, tal vez en los próximos años. Demasiado como para dedicar tus días a cuidar del pequeño Benny.
—Su abuela me cubrirá de buen grado.
—No siempre se siente bien. Le he dicho que deberíamos contratar una institutriz.
—Y ella estuvo de acuerdo, desde luego.
Me sonrió de oreja a oreja.
—Es obvio, bien lo sabes. Yo te necesito más que Benny.
No pude disimular que me hacía feliz serle indispensable.
Después de eso se habló de la institutriz que contrataríamos. Tanto a Sir Endelion como a lady Menfrey les parecía una idea excelente. Estaban encantados con el niño y querían lo mejor para él. Pero no se hizo nada; mi impresión era que la abuela no estaba muy impaciente por contratar a alguien.
—Todavía es pequeño —decía, pues le gustaba cuidar personalmente de él.
Sir Endelion viajó a Londres para visitar a unos amigos. Dos o tres semanas después recibió una carta. Aunque por entonces no hizo comentarios, era evidente que algo lo divertía, pues reía entre dientes. Una noche, mientras cenábamos, nos anunció:
—Mientras vosotros discutíais qué se debía hacer, yo he puesto manos a la obra. Os he conseguido una institutriz.
Todos lo miramos, pero él sólo observaba el clarete que Pengelly le estaba escanciando. Bevil sonreía. Supuse que estaba complacido, pues la idea original era suya; eso me dejaba en libertad de ayudarle.
Su padre movió la mano en un ademán.
—Os llevaréis una sorpresa —aseguró.
—¿Dices que tú mismo has contratado a una institutriz, Endelion?
—Es lo que he dicho, querida mía.
—Pero ¿cómo puedes saber qué preparación tiene y… eh…?
—No me cabe la menor duda de que ésta nos brindará grandes satisfacciones.
—Pero en verdad…
—Espera y verás. Vendrá este fin de semana.
—Es que no comprendo.
—Ya verás, querida.
Lady Menfrey parecía inquieta. Bevil me buscó los ojos y sonrió:
—Es lo que necesitamos —dijo.
—Pero así no se hace… —protestó la señora.
—Ella necesitaba un puesto. Nosotros lo teníamos. Mira qué sencillo —replicó su esposo. Y continuó riendo entre dientes—. Espera y verás.
* * *
Bevil y yo íbamos a Lansella a caballo. De esa manera ejercitábamos los animales, disfrutábamos del paseo y lo combinábamos todo con el trabajo.
Esa mañana habíamos trabajado mucho. En el trayecto de regreso analizamos los reclamos, que siempre parecían tan divertidos al recordarlos.
En cuanto entramos en la casa, lady Menfrey nos anunció:
—Ha venido ella. Ya está aquí. Ni os imagináis quién es. ¡Me he llevado una sorpresa…!
—¿Tenemos alguna invitada a almorzar? —pregunté.
—No, no. La institutriz.
Entramos precipitadamente. Cuando estábamos por subir la escalera apareció ella al encuentro. Se detuvo allí, por sobre nosotros, serena la bella cara ovalada. Vestía de gris claro, con una sencillez casi severa, que sólo venía a acentuar sus perfecciones: sus rasgos griegos, clásicos; el pelo oscuro que rodeaba en ondas la cabeza bien formada; los ojos azules, alargados, de párpados hundidos y pestañas negras. Sonrió. Fue esa sonrisa lo que me asustó: era muy suave, pero también estaba llena de sabiduría… una sabiduría que más adelante yo identificaría con la astucia.
—Parecéis sorprendidos —dijo—. Sir Endelion estuvo en la casa donde yo trabajaba y tuve oportunidad de hablar con él. Me habían contado lo del niñito; estas cosas se saben. Y al enterarme de que buscabais una institutriz le dije que me gustaría ocupar ese puesto.
Me sentí aturdida de aprensión. Mientras Jessica Trelarken descendía lentamente la escalera sentí cómo se evaporaba mi contento. No me atreví a mirar a Bevil por temor a entender demasiado. Recordé que había sido él, inicialmente, quien sugirió buscar una institutriz. ¿Acaso planeaba ya traer a Jessica a la casa? Recordé su actitud ante el anuncio de Sir Endelion. ¿Lo sabía ya? ¿Había pedido a su padre que invitara a Jessica?
El futuro parecía muy inquietante. Comprendí que la llegada de Jessica Trelarken cambiaría mi vida en Menfreya.