Los días se habían tornado irreales. No podía creer que estuviera sucediendo todo eso. Me venían escenas a la mente, como cuadros horrorosos pintados por un loco. Veía las caras de Polden, de la señora Trant y los criados: asustados, llenos de horror, pero también de gusto. Ésa era una tragedia como las que se leían en los diarios ¡y ellos estaban en el medio!
Se decía que mi madrastra había sido envenenada. Habría una investigación; entonces se sabría con certeza, se descubriría por qué había muerto y quién era el responsable.
Tía Clarissa me convocó a la biblioteca. Parecía haber envejecido varios años desde la discusión de esa mañana por el satén bordado en oro.
—¡Esto es espantoso, Harriet!
—Sí, tía.
—Dicen que ha sido una sobredosis de alguna droga, es terrible. Será un escándalo. ¡Y en plena temporada! Podría ser un desastre, un verdadero desastre.
—¡Vaya! —dije. Y me alarmé al oír que mi voz se quebraba en risas—. ¿La temporada?
—No sé de qué te ríes. —La pobre tía Clarissa, que no tenía sensibilidad propia, tampoco sabía reconocerla en los demás—. ¿Quién querrá tratos con una familia vinculada con semejantes escándalos? Esto será fatal para nuestras esperanzas. No podría haber sucedido en peor momento.
—No podría haber sido peor en ningún otro momento —dije—. Ella ha muerto, tía. ¡Ha muerto!
—No grites, que te oirán los criados. Bastante han de estar ya hablando de todo esto. En verdad, Harriet, creo que no deberías quedarte aquí. Si no estás en mi casa no nos relacionarán tan directamente con el asunto, ¿comprendes? Sin duda se mencionará que era la esposa de Edward. ¡Ay, cómo pudo cometer ese disparate! ¡Él, que era siempre tan prudente! Salvo en este caso. Cegado por esa mujer horrible… Aunque haya muerto, debo decirlo… En seguida de faltar él, ella va y se mata… o peor aún: se hace matar por alguien.
Al escuchar aquello sentí que me alborotaba.
—¿Me estás expulsando, tía? —pregunté.
Como ella no respondió, dije:
—Me iré a primera hora de la mañana.
Esa noche estaba exhausta, pero apenas pude dormir; una y otra vez despertaba aterrorizada por las pesadillas. Me alegró ver la luz del amanecer.
La criada que me trajo el agua caliente me miró con curiosidad. Yo estaba relacionada con una tragedia: muerte súbita, suicidio… o asesinato.
Me bañé y me vestí con mucha lentitud, retrasando el momento de partir. ¡Qué extraño, que deseara quedarme en casa de mi tía, cuando había ansiado tanto abandonarla! El hecho de que ya no fuera así aumentó mi desolación. Nunca en mi vida me había sentido tan sola, tan insegura, tan temerosa del futuro.
Una de las criadas tocó a mi puerta y entró.
—Se la requiere en la biblioteca, señorita.
Asentí con la cabeza y fingí observarme en el espejo, acomodarme el pelo, para que ella no me viera la angustia en la cara.
Ya no podía retrasarme más. Tenía la maleta preparada y estaba lista para partir. Suponía que era tía Clarissa quien me esperaba en la biblioteca, para decirme que yo debía irme por el bien de todos y que había mandado venir el carruaje en diez minutos.
Bajé a paso lento. Mi tía estaba allí, pero acompañada.
Lady Menfrey se adelantó para cogerme las manos y darme un beso.
—Mi querida Harriet —murmuró—. Mi pobrecita Harriet.
Entonces vi que Bevil se levantaba de la poltrona. Se acercó para abrazarme y me retuvo contra su pecho. Me sentí débil. La transición era demasiado brusca: de la desesperación, del dolor y la soledad, al consuelo de la persona con quien más deseaba estar. No pude pronunciar palabra; temía romper en lágrimas si lo intentaba.
—Mi queridísima Harriet —dijo, con una ternura tan maravillosa que me entraron deseos de sollozar—, esto ha sido terrible para ti. No debes preocuparte más por nada. Aquí nos tienes. Nosotros te cuidaremos.
Y yo aún no podía hablar.
—¡Harriet! —Era tía Clarissa—. El señor Menfrey y su madre han venido desde Cornualles para cuidar de ti hasta que termine este horrible asunto. Lady Menfrey propone que te quedes con ella en la casa de su hijo hasta que se pueda planificar algo. Me parece una idea excelente.
Sentí que me estallaba el alivio en la cara. Me oí exclamar:
—Sí, oh, sí, por favor…
* * *
Me llevaron a la pequeña casa que Bevil tenía en un tranquilo callejón de la ciudad, hacia el lado norte del parque. Allí me quedé con lady Menfrey. Había sólo una criada y un ama de llaves, quien hasta entonces había cocinado lo poco que él necesitaba. La vivienda era sólo el pied à terre que él había adquirido al ocupar su escaño en el Parlamento.
Lady Menfrey declaró que yo estaba exhausta, aunque no me percatara, y que debía acostarme de inmediato. Me mostré sumisa; descubrí que era un verdadero lujo ponerme en manos de esa mujer tan suave y bondadosa, sobre todo porque Bevil hacía todo lo posible por demostrarme lo mucho que se preocupaba por mí.
Hablamos poco de la tragedia, pero mucho de Menfreya. Ellos querían que los acompañara a Cornualles en cuanto acabara la investigación, para recuperarme de ese golpe terrible.
Les dije con fervor que nada me gustaría más, pues era lo que necesitaba. Y eso fue lo que se dispuso.
Así pasé los días que siguieron a la tragedia: días largos y soñadores, pues veía a menudo a Bevil y estaba siempre en compañía de su madre; ella parecía empeñada en hacerme pensar que se preocupaba por mí como por una hija. Sentí que tenía algo a lo que podía aferrarme; no podía pedir una compañera mejor. Se conservaba dueña de sí; ella, la heredera raptada por Endelion, tan románticamente enamorada, había debido aprender a vivir con un hombre que jamás sería fiel, que sentía una pasión irresistible, no por ella, sino por su fortuna. Pero allí estaba, aún hermosa, con una belleza diferente de la de los Menfrey: serena, de facciones clásicas, bondadosa y se podría decir que resignada. Eso era, sin duda, resultado de toda una vida de adaptación a las locuras de los Menfrey, la gente más encantadora del mundo, aunque fueran prosaicos, quizá egoístas y mercenarios por el bien de Menfreya.
Y allí estaba Bevil, tan preocupado por mí, tan empeñado en proporcionarme consuelo, con una ternura que me expresaba una pasión reprimida. Demoraba la mano en mi brazo; sus miradas eran acariciantes; lo rodeaba un aire de espera que me parecía significativo. Era como si ya estuviéramos comprometidos en matrimonio. Yo estaba segura de que pronto sería así. Lady Menfrey lo expresaba a su manera; cuando hablaba de Menfreya lo hacía como si ya fuera mi hogar.
Así pasé esos días de tensión mientras los Menfrey trataban de anteponer a la imagen de la tragedia otra de futuro feliz.
Lo consiguieron y por eso los quise: a lady Menfrey, como si fuera la madre que nunca tuve; a Bevil, más de lo que habría creído posible amar a nadie.
* * *
No era necesario, me dijo Bevil, que yo asistiera a la encuesta judicial. Tal vez mera desagradable. Y de cualquier modo la tragedia se había producido cuando yo no estaba en la casa. Le permití de buen grado tomar todas las disposiciones que considerara adecuadas.
—Y en cuanto esto acabe —dijo— debes ir a Menfreya. Puedes viajar con mi madre. Yo iré dentro de unos días.
Respondí que no sabía cómo darles las gracias, que no habría podido regresar a esa casa… ni pasar esos días allí.
Él me estrechó tranquilizadoramente la mano.
—Bueno, ya sabes que puedes ponerte en manos de los Menfrey sin ningún peligro —dijo. Supuse que estaba a punto de declararme sus sentimientos, pero no lo hizo, al menos en palabras, aunque su mirada estaba llena de ternura; parecía querer protegerme para siempre.
El día de la encuesta judicial hasta él y lady Menfrey parecían aprensivos, aunque intentaban ocultármelo. Ella pasó la mayor parte de la mañana en su cuarto, preparando la partida hacia Cornualles; según dijo, probablemente podríamos ponernos en marcha al día siguiente.
—Necesitaré algunas cosas —dije—. Debo ir a…
Hizo un gesto negativo.
—No hace falta. Escribe desde Cornualles para que tu doncella, cuando vaya, te lleve todo lo que necesites.
—De acuerdo —dije—, pero la casa… ¿Qué haré con ella? No querría entrar allí nunca más. Jamás podría olvidar.
—Por ahora no debes preocuparte por eso. Deja las cosas como están. Habrá que tener en cuenta a los criados. Para estos asuntos necesitas ayuda. Puedes contar con mi esposo y con Bevil. Por ahora todo puede esperar. Lo que debes hacer es poner distancia… en cuanto acabe este desdichado asunto.
—A veces pienso que no acabará jamás.
—¿Qué quieres decir, querida mía?
—Supongo que jamás olvidaré… que lo tengo grabado para siempre…
—Pues mira, eso es lo que pensamos cuando la tragedia está muy próxima.
—Es un gran alivio que vosotros toméis todas las decisiones por mí.
—Espero que siempre nos permitas ayudarte de esta manera.
En ese momento tuve la certeza de que pronto sería la esposa de Bevil.
* * *
Era el día de la encuesta judicial, a la que había asistido Bevil. Cuando regresó yo estaba en la pequeña habitación de huéspedes, desde donde se veía el pequeño jardín amurallado; lady Menfrey, en la sala. No bajé, pues sentía la necesidad de estar a solas.
Durante todo ese día no había tenido sosiego. Imaginaba la sala de tribunales tan vívidamente como si estuviera allí. Era mucho lo que dependía del veredicto del médico forense.
Por fin lady Menfrey subió a mi habitación y me dijo que Bevil había regresado y deseaba verme. El veredicto era muerte accidental.
—Pero ¿cómo? —susurré.
—Baja a hablar con Bevil, él te lo dirá. Y mañana mismo partiremos.
Cuando entré en la sala él vino a abrazarme.
—Se ha terminado —dijo—. ¡Diantre, qué alivio! No sé qué esperaba. Pero ya se acabó. Ven a sentarte.
Nos sentamos en el sofá. Él me dio un beso.
—Pero Bevil, ¿cómo sucedió? —pregunté—. ¿Qué pudo pasar?
—Se descubrió que ella tomaba arsénico… para el cutis. Al parecer no es raro. Las mujeres lo toman para embellecer; por desgracia la droga tiene ese efecto… siquiera por un tiempo.
—¡Arsénico! —exclamé—. ¡Para el cutis! Es cierto que su piel tenía algo… Era bellísima, pero…
—Obviamente, efecto de la droga. El forense se ha explayado sobre el tema. Algunas se lo aplican en forma de loción, pero otras cometen la estupidez de ingerirlo. Lo que no se ha averiguado es cómo lo obtenía. Es lógico que su proveedor se mantenga oculto; algún amigo del círculo teatral, sospecho. Pero Fanny, tu doncella, la había visto beberlo mezclado con limonada y cosas así.
—¡Pero qué horror, tomar arsénico! ¿Cómo se le pudo ocurrir?
—Parece que los médicos lo usan a menudo en la preparación de remedios; claro que ellos saben lo que hacen. El forense hizo referencia al caso Maybrick; durante ese juicio, hace años, se habló mucho de esa costumbre. El esposo murió envenenado con arsénico y la esposa fue acusada de asesinarlo. La condenaron a muerte, pero se la indultó a último momento, quizá porque cabían dudas; era posible que él hubiera ingerido el veneno tal como lo hacía Jenny. En realidad no es tan raro, aunque sí muy peligroso, como en el caso de James Maybrick y tu madrastra. En su habitación se encontró cierta cantidad de esa substancia. El forense pronunció un verdadero sermón sobre la necedad de los ignorantes que utilizan drogas sin conocer su potencia. Luego se pronunció el veredicto de muerte accidental.
No podía borrar de mi mente la imagen de Jenny, tan alegre, menuda y bonita… muerta. Bevil, al percatarse, trató de consolarme.
—Ya todo ha terminado —dijo—. Mañana partirás con mi madre. Yo iré dentro de algunos días. Deberías comenzar a organizarlo todo de inmediato, pues no conviene perder tiempo.
—¿Organizar qué cosa?
Se echó a reír. ¡Qué seguro estaba! Y con razón, pues yo no habría podido rechazarlo aunque lo hubiera intentado.
—La boda, desde luego. No será muy convencional, pero así somos nosotros. Que salgas de la casa del novio…, eso sí que provocará revuelo.
—También está la casa de la isla —recordé.
—Imagina la escena: la novia, con su traje de gala, subiendo al bote. Si hay viento del sudeste (y es casi seguro que no faltará) se llevará el velo y los azahares…
—¿Y el bote con la quilla hacia arriba? ¿Y la novia arrojada a la costa por olas gigantescas, ya tarde para la boda…?
—Acabo de recordar algo —observó Bevil—. Aún no has aceptado.
—¿No he aceptado qué cosa?
Me miró con aire incrédulo. Luego se puso de rodillas y me cogió la mano, diciendo:
—Señora, si me aceptáis como esposo os entregaré las llaves del paraíso…
—Por ahora bastará con las llaves de Menfreya —respondí, solemne.
Estaba a mi lado, riendo, y me abrazaba.
—¿Sabes por qué te amo, Harriet? Porque me diviertes. Y no hay nada en la vida… o casi nada… que me guste tanto como divertirme. Ahora quiero oírte decir que me amas; mejor aún: que me adoras y que quieres ser mi esposa, tanto como yo quiero ser tu esposo… o casi, pues no creo que nadie pudiera estar tan deseoso como yo.
—Ha sido una fantástica pedida de mano, Bevil —observé—, aunque algo descarado.
—Si parezco descarado, querida mía, es porque estoy profundamente conmovido. En realidad debería ponerme de rodillas para decirte lo mucho que ansío esto… desde siempre… y que nunca he amado a nadie como te amo a ti. Eres una de nosotros, queridísima Harriet; perteneces a Menfreya. Estaba escrito en el cielo que algún día la habitaríamos juntos. ¿No estás de acuerdo?
—Te amo, Bevil. No podría negarlo aunque quisiera, puesto que te lo dejé saber muchas veces y vuelvo a hacerlo ahora. Pero tú…
—¿Sí? ¿Qué pasa conmigo? ¿No lo estoy expresando con claridad?
—Dices que me amas, pero no siempre fue así, desde luego. ¿Cómo podías amar a una niña fea y coja, de modales bruscos y poco garbo?
Él apoyó los labios contra los míos. Dominaba todos esos gestos encantadores e irresistibles que buscan las muchachas profundamente enamoradas, reacias a reconocer que se los puede adquirir mediante una larga práctica.
—Una niña interesante, divertida, con la descabellada idea de que no era tan bonita como otras, sólo porque no parecía una muñeca sin cerebro. Las muñecas no me gustan, Harriet, pero adoro a una joven de carne y hueso, llena de vida, con la que voy a casarme aunque no me acepte.
—¿Serías capaz de raptarme?
—Sin duda. Es una tradición familiar.
—Y por lo tanto, una buena base sobre la que construir un matrimonio.
—Tienes un ejemplo ante los ojos.
¿Lady Menfrey, un ejemplo? Era tranquilamente feliz, sí. Pero ¿cómo había pasado aquellos años de humillación, mientras los amoríos de Sir Endelion eran la comidilla del vecindario? ¿Ésa era la idea que Bevil tenía de un buen matrimonio? Un esposo infiel podía ser un orden de vida, pero la aceptación de la esposa era otro muy diferente.
«No —me dije— en mi caso no sería así». Yo no era como lady Menfrey. Pero estaba demasiado satisfecha con las perspectivas inmediatas como para preocuparme por el futuro.
—No será necesario que me raptes —dije—. Ya puedes abandonar esos planes. En cambio deberías extenderte sobre los motivos por los que quieres casarte conmigo.
Inclinó la cabeza a un lado para observarme con burlona seriedad. «Siempre podremos reír juntos, —pensé. Ésa había sido la esencia de mi relación con Gwennan: mi mente y la suya funcionaban a la par. Pensé por un momento en ella, que se había fugado en la víspera de su casamiento, y oí el lúgubre vaticinio de Fanny—: No se puede confiar en esos Menfrey».
—Como eres hija de un miembro del Parlamento, serás buena esposa para otro miembro del Parlamento.
—Un motivo muy práctico.
—¿Por qué no he de ser práctico? Escoger esposa es un asunto para el que se requiere muchísima reflexión. Mucha más que para escoger a los miembros del Parlamento. A ellos se los puede lanzar fuera después de cinco años. La esposa, en cambio, es para toda la vida. Por ende, la hija de un miembro del Parlamento es la esposa perfecta para otro miembro en ascenso, sobre todo si él representa al mismo distrito.
—Es decir: esperas que te ayude durante las elecciones y que te brinde todas las atenciones necesarias entre una y otra.
—Pues sí. Serás excelente para eso.
Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas y no pude evitarlo. Eso me avergonzó mucho, pues él nunca me había visto llorar. De hecho no recordaba desde cuándo no lloraba.
Él se apartó de mí; nunca he visto tanta ternura como la suya al sacar el pañuelo para enjugarme las lágrimas.
—¡Mira que llorar en estos momentos! —me regañó—. ¡Lágrimas… y Harriet!
—No casamos, ellas y yo, ¿verdad? Pero no creas que seré una esposa llorona. Es porque soy feliz.
El también estaba conmovido y trataba de disimularlo.
—Aún no sabes nada —dijo—. Esto es sólo el comienzo. Seremos famosos en todo el ducado; nos llamarán «la pareja feliz».
* * *
Antes de partir hacia Cornualles visité al señor Greville, de Greville, Baker y Greville, para que me explicara cuál era mi situación financiera. Me dijo que la muerte de mi madrastra me había hecho heredera de una fortuna considerable, que pasaría a mis manos cuando cumpliera los veintiún años o cuando me casara, siempre que mi casamiento mereciera su aprobación y la del otro albacea testamentario.
—Ya he sabido por el señor Menfrey que usted ha prometido casarse con él. Puedo tranquilizarla sin más tardanza: no habrá objeciones; usted recibirá su fortuna casi inmediatamente después de la boda.
—¿Quién es el otro albacea?
—Sir Endelion Menfrey. —Las marcadas facciones del señor Greville se aproximaron a la sonrisa tanto como les era posible—. Creo que este compromiso complacería mucho a su padre, señorita. Ya lo planeaba con Sir Endelion cuando usted era niña.
—Por lo tanto —dije, inexpresiva—, lo que hacemos es lo que se esperaba de nosotros.
Aquellas manos blancas y regordetas se explayaron sobre el escritorio; su dueño las observó con satisfacción.
—Sin duda —dijo, en su tono seco y exacto—, éste es un enlace muy deseable. Y le aseguro, señorita Delvaney, que simplifica mucho las cosas. —Recogió algunos papeles de su escritorio, como para sopesarlos, y me miró por sobre las gafas de montura de oro—. Ahora bien: usted continuará recibiendo su pensión, como de costumbre, hasta que las formalidades estén resueltas. Tengo entendido que pronto viajará a Cornualles en compañía de lady Menfrey. ¡Excelente, excelente! Y que la boda se celebrará allá. ¡Enhorabuena! No creo que estos infortunados acontecimientos pudieran tener un final más satisfactorio.
Me sentí como si me estuvieran archivando en un cajón de archivero rotulado «Heredera bien colocada según indicaciones. Dificultades satisfactoriamente resueltas».
Y mientras salía rumbo al carruaje lamentaba que mi padre y los Menfrey hubieran discutido tan minuciosamente mi futuro. Habría preferido casarme con Bevil después de tratarnos durante unos meses, arrebatados ambos por una pasión irresistible.
Comenzaba a sospechar que, pese a mi pretendido cinismo, en el fondo era romántica.
* * *
—No hay motivos para postergar nuestra marcha hacia Cornualles —dijo lady Menfrey—. Allá podrás decidir qué piensas hacer con la casa… con todo. Naturalmente, Bevil se ocupará de cumplir tus deseos, una vez que hayas tomado una decisión.
Pensé en esa casa, donde la vida continuaría como antes del accidente. Sería una mansión silenciosa. Imaginé a los criados hablando en susurros, pasando de puntillas frente a la habitación donde se había encontrado el cadáver de Jenny. Sin duda se preguntaban qué les reservaba el futuro; no era justo mantenerlos en suspenso.
Fanny vendría conmigo, desde luego, pero los otros tendrían que buscar otro empleo y debían de estar preocupados. Después de discutirlo con Bevil, regresé a las oficinas de Greville, de Greville, Baker y Greville; se resolvió que se dispondrían pensiones anuales para la señora Trant, Polden y los criados ya mayores; los más jóvenes recibirían una gratificación; aunque todos permanecerían en sus puestos por dos o tres meses más, deberían buscar otros destinos; quienes consiguieran otro empleo quedarían libres de compromiso.
Tras arreglar el asunto me sentí aliviada; en la víspera de mi partida hacia Cornualles regresé a la casa.
Pedí a la señora Trant que reuniera a todos los criados en la biblioteca; allí les expliqué mi situación y lo que se había decidido. Me conmovió profundamente verles la expresión de alivio; en nombre de todos, Polden me expresó su gratitud y me deseó felicidades.
—Supongo que venderá la casa, señorita Harriet —dijo la señora Trant.
—Así es.
—Pues bien, señorita: si alguna vez usted y el señor Menfrey necesitan los servicios de cualquiera de nosotros… no tendrán más que decirlo. Con mucho gusto dejaremos nuestros empleos para volver a servirle.
Les di las gracias y subí a mi antigua habitación, para discutir con Fanny lo que debía llevarme cuando viajara a Cornualles, pocos días después que yo. Cuando llegamos a mi cuarto traté de ser práctica.
—Descartaré la mayor parte de estas cosas —dije—. Durante la luna de miel pasaremos por París y allí compraré algo de ropa. Sólo necesitaré unas cuantas cosas, Fanny.
—Sus libros, por ejemplo, y las cosillas que usted apreciaba tanto…
Pensé en ellas. Mi álbum de postales; cartas que conservaba desde siempre; pequeñeces que me habían dado placer; una caja recubierta de conchillas, en la que guardaba botones y agujas; una caja de música que me había comprado William Lister durante unas breves vacaciones en su aldea de Devon; una sarta de perlas, regalo de Navidad de mi padre (él prefería no recordar mi cumpleaños), al que iba agregando una perla cada año. Nunca me había gustado, pero al observar aquellas cuentas de forma perfecta, su color intenso y cremoso, los diamantes del broche, comprendí que era un bello adorno, probablemente muy valioso. Aun así, para mí simbolizaba su falta de interés; puesto que la costumbre lo obligaba a obsequiarme algo, allí iba la perla, muchísimo más costosa que las baratijas que me regalaba Fanny, pero para mí mucho menos preciosa.
Una vez más pensé en lo mucho que debía a Fanny, quien había sabido comprender lo que sentiría una criatura si, al despertar en la mañana de Navidad, buscaba en vano la media abultada. Era ella quien me contaba las leyendas navideñas, ella quien me compraba naranjas, nueces, bolsas de golosinas y fascinantes figuras recortadas de cartón, que costaban pocos céntimos. Era Fanny quien ponía felicidad en mis Navidades, al recorrer los puestos del mercado en busca de esos objetos alegres y charros que deleitan a los niños. No era mi padre, en el salón alfombrado de la joyería, al escoger una perla para añadir a mi collar, como inversión a largo plazo.
Puse unas cuantas cosas en la cama: la caja de música de William Lister, mis libros… Sí, todos ellos debían venir, pues me habían permitido fugar de la realidad: historias de niños que habían tenido una suerte tan desdichada como la mía… Mujercitas (¡cómo me había arrojado al seno de esa familia encantadora, asumiendo por turnos los papeles de Meg, Jo, Beth y Amy!), Jane Eyre y Cumbres borrascosas.
Historias de resistencia y triunfo. Jamás podría separarme de ellas. Fanny me observaba.
—¡Para qué quiere eso! —señaló.
Era el escenario de cartón recortado, un juguete de dos peniques.
—Recuerdo la primera vez que lo vi, Fanny —le dije—. Fue… estupendo. A las seis de la mañana, en Navidad.
—Es que usted despertaba temprano. Yo solía estar alerta en mi cama. En mañanas como ésa me levantaba a las cinco. Y usted abandonaba la cama a oscuras.
—Sí, para palpar la media; luego me la llevaba a la cama y trataba de adivinar, abrazada a ella. Había hecho un pacto conmigo misma: no debía abrirla hasta que rayara la primera luz del día; de lo contrario desaparecería como un sueño.
—¡Usted y sus fantasías!
—Si no hubiera sido por ti, Fanny, no habría tenido esa media.
—¡Claro que sí! Alguno de los otros se habría encargado de eso.
—No, no creo. Era la mejor mañana del año. Recuerdo que una semana después, al despertar, sentía un desencanto terrible, porque no era Navidad, porque debería esperar cincuenta y una semanas hasta la siguiente.
—¡Ah, los niños! —exclamó ella, con una sonrisa tierna.
De pronto me levanté para arrojarme a sus brazos.
—¡Fanny, mi querida Fanny! No nos separaremos jamás.
Ella mostró una fiereza militante.
—No lo dude ni por un momento, señorita. ¡Que alguien se atreva a separarme de usted!
La solté y volví a sentarme en la cama.
—Será un alivio terminar con esta casa. No recuerdo haber sido nunca verdaderamente feliz, salvo en esas mañanas de Navidad y en algunos ratos pasados contigo. ¿Recuerdas cuando íbamos a los mercados, cuando apostábamos con el vendedor de pasteles y comprábamos castañas calientes?
—A usted le gustaban los mercados, señorita.
—Eran tan coloridos y estimulantes… Y esa gente desesperada por vender su mercancía… Ellos eran pobres y yo, rica… pero los envidiaba, Fanny.
—Porque no sabía qué vida llevaban, señorita. Usted creía que vender cosas allí, en el mercado, era una especie de juego. No sabía lo que es volverse loca por el dolor y el escozor de los sabañones, y estar doblada en dos por el reuma… Usted creía que ellos se lo pasaban muy bien. No siempre se sabe lo que pasa fuera de la vista, ¿verdad?
—En aquellos tiempos sentía tanta pena de mí misma, Fanny… Ahora eso ha terminado. Espero verte en Cornualles hacia el fin de esta semana.
—Quédese tranquila, señorita, que cogeré ese tren en cuanto haya desocupado esta habitación. ¿Y qué haremos con el mobiliario y todo eso?
—Pienso que los muebles finos irán a Menfreya; el resto se venderá. El señor Bevil se encargará de eso.
—Supongo que desde ahora en adelante será él quien se encargue de todo, señorita.
Sonreí; en mi sonrisa debió de brillar la felicidad, pues ella guardó silencio por un instante; luego, al notar que su expresión se endurecía, comprendí (Fanny no solía disimular sus pensamientos) que desaprobaba mi boda.
—Eso espero, Fanny. ¡Como corresponde a un esposo!
—Sí, está claro. Él lo arreglará todo.
—¡Basta, Fanny, por Dios! Ésta es una ocasión para celebrar, no para hacer profecías luctuosas.
—Las profecías luctuosas surgen cuando deben surgir.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no estoy tranquila, señorita. ¿No podría esperar un poco?
—¿Esperar a qué, Fanny?
—Es que le están metiendo prisa.
—¿Que me están metiendo prisa? ¡Pero si hace años que espero a que Bevil me proponga matrimonio!
—Tengo miedo.
—No hay nada que temer. Y ahora, basta. No quiero hablar más del tema. Todo saldrá bien.
—Hay una cosa que me gustaría saber.
—Dime.
—¿Él le propuso matrimonio antes de que muriera su madrastra… o después?
—¿Qué quieres decir?
—Para mí tiene mucha importancia, señorita. Antes usted sólo tenía una pensión, ¿verdad? No sé mucho de estas cosas, pero creo que, al morir su madrastra, todo, ese dinero pasó a usted… sin las limitaciones que había en vida de ella. Pues bien, si él esperó a que ella muriera…
Me puse tan furiosa que podría haberle pegado, pero me conocía lo bastante bien como para comprender que con ese enfado trataba de disimular el miedo. Puesto que ella había puesto en palabras ese vago e intranquilo pensamiento mío, ya no era posible ignorarlo. Tenía que traerlo a la superficie y examinarlo a la luz del día.
—Qué tontería —dije—. Él iba a proponérmelo antes de que muriera mi madrastra… pero nos interrumpieron.
Si tía Clarissa no hubiera entrado inoportunamente, el día en que él fue a visitarme… Yo estaba segura de que estaba a punto de pedir mi mano. Pero ¿era verdad? Si ésa era su intención, ¿no habría buscado la oportunidad?
Fanny me miraba con firmeza, sombríos los ojos de miedo y sospecha. Estaba muy convencida de que Bevil se casaba conmigo por mi dinero; más aún: había regado las semillas de duda que contenía mi propia mente, hasta hacerlas brotar a la vida.
Se retorció las manos con torpeza.
—Vea, señorita Harriet: quiero que usted sea feliz. Sólo le deseo lo mejor. Y cuando las cosas empiezan a salir mal tienden a continuar así.
—¿Qué diantre quieres decir?
—No dejo de pensar en esa pobre señora. No me la puedo quitar de la mente. La veo observar en el espejo ese cutis tan bonito. Y luego, echar eso en su bebida… Y después, irse de esa manera.
—Es horroroso. Yo trato de no pensar en eso, Fanny, pero tampoco puedo quitármela de la cabeza. Morir así… sin estar preparada.
—Sin estar preparada —susurró ella—. Sí, así fue. Ella no tuvo ningún aviso. Estaba aquí, tan viva, y al día siguiente ya no existía. Espero que mi Billy haya tenido algún aviso. Debe de haber oído la tempestad, ¿verdad? Estarían luchando contra la tempestad; sabían que estaban rodeados de peligro. Pero ella, la pobrecita, no lo sabía…
—Debemos dejar de pensar en eso, Fanny.
—Con pensar nada se gana —concordó ella.
—Ahora deja de preocuparte por mí. Todo saldrá bien.
—¡Pues claro que sí! Usted y yo nos ocuparemos de que así sea.
Tenía la boca apretada y en los ojos una expresión de dureza; parecía un general a punto de iniciar la batalla.
Y aunque había hecho brotar esas dudas en mi mente, supe que mientras Fanny viviera jamás me faltaría cariño.
* * *
Cuando lady Menfrey y yo llegamos a Liskeard nos estaban esperando. Jamás olvidaré el trayecto hacia Menfreya. Los caminos, estrechados por el follaje estival que crecía a la vera, parecían más verdes y coloridos que nunca; al acercarnos al mar olfateé la brisa cálida. Cuando vi las torres de Menfreya habría podido llorar de emoción. Ya no era sólo una casa que despertaba mi fantasía, una mansión antigua y fascinante: ahora era mi hogar.
Allá se veía la casa de la isla; allá, el acantilado con los muros de Menfreya asomando por sobre la faz que daba al mar, desnudos, como si fueran parte del mismo promontorio.
Después de atravesar la entrada, con su torre y el antiguo reloj que nunca debía pararse, descendimos en el patio. Sir Endelion nos esperaba de pie en el gran porche.
—Bienvenida seas, queridísima hija.
Me envolvió en su abrazo; me besó. Era la recepción más cálida que novia alguna hubiera recibido de su nueva familia.
En mi memoria se destacan aquellos días pasados en Menfreya. Dije que deseaba explorar la casa: todas las habitaciones, pasillos y apartadizos, todos los rincones.
—Creo que no hay en el mundo casa tan maravillosa —dije ese primer día a Sir Endelion y a lady Menfrey.
—Es una suerte, querida, puesto que ahora será tu hogar —respondió él.
—Quiero verlo todo…
—Por cierto, el ala oriental necesita reparaciones.
Sonreí al recordar la mesa que ya no tenía sus rubíes. Menfreya necesitaba que quienes tenían la suerte de ser acogidos bajo su techo derrocharan dinero en ella. Y yo jamás me lamentaría de gastar mis fondos para preservarla.
El día siguiente al de mi llegada, Sir Endelion en persona me guió en un recorrido de inspección, encantado de mostrármelo todo. Mientras observábamos el escudo colgado sobre el hogar del salón grande, me dijo que nada en el mundo podría haberlo hecho más feliz que nuestro compromiso.
—Era lo que deseaba tu padre y lo que yo siempre he querido: la unión de nuestras dos familias. Tu nombre, querida mía, quedará inscrito en ese escudo, pues allí figuran los nombres de todas las familias con las que los Menfrey nos hemos aliado en matrimonio.
Al estudiar aquellos apellidos me pregunté qué habrían pensado quienes los llevaban al llegar, recién casados, a esa casa enorme. Muy pronto se les añadiría el de Delvaney. Imaginé en los nombres que se agregarían cuando mis hijos trajeran a sus esposas. Me hacía feliz sentir que echaba raíces; era lo que siempre había deseado.
Había mucho que ver y admirar; ahora que la casa era mi hogar, todo lo que había visto antes me despertaba un interés especial. Allí estaba el estupendo suelo de baldosas del salón grande, la escalera con sus armaduras, los inevitables retratos de la galería. En muchos de ellos descubrí las facciones de los Menfrey; cualquiera podría haber sido Bevil o Sir Endelion, vestido con trajes de otra época.
Entré en la capilla; aunque no se utilizaba nunca, el altar siempre tenía velas nuevas. Sir Endelion me mostró la habitación secreta del contrafuerte y me contó la historia del Menfrey que había alojado a su amada allí, sin que su familia lo supiera.
—Dice la leyenda que el reloj de la torre se detuvo y nadie pudo hacerlo andar. Cuando regresó el señor de la casa, fue a la habitación secreta y encontró allí a su amante y a la criatura, muertas las dos. Pero no creas todo lo que se dice de los Menfrey, querida. Circulan tantas historias sobre nuestras maldades que se podría reescribir Las mil y una noches. Ya verás que no somos tan negros como nos pintan. Dime, Harriet, ¿crees tú que somos tan malos?
—Os conozco desde hace tanto tiempo que no me asusta lo que pueda descubrir.
—Y pronto serás una más de la familia. Bevil tiene mucha suerte, como le he dicho, y creo que a ti tampoco te irá nada mal.
Me encantó visitar la casa y escuchar sus relatos.
Pero como lady Menfrey tenía prisa por comenzar inmediatamente los preparativos para la boda, fuimos a Plymouth en busca de telas para mi vestido de novia. Allí pasamos frente al teatro en el que Gwennan había conocido a Benedict Bellairs. Pensar en ella me entristeció; me pregunté por qué no había escrito para hacernos saber qué era de su vida. ¡Habría sido tan divertido que ella estuviera conmigo en esos momentos! ¡Hermanas, en verdad! Si ella se hubiera casado con Harry Leveret, a esas horas habría estado felizmente instalada en Chough Towers ¡y qué grato habría sido todo!
Escogimos un satén blanco para mi vestido de novia; lo acompañaría con el velo que habían usado lady Menfrey y también su predecesora.
Ella no mencionó a Gwennan; eso me sorprendió, pues cabía esperar que el viaje a Plymouth se la recordara.
* * *
Bevil bajó a Cornualles y se publicaron los bandos. Mientras paseábamos juntos por la campiña visitamos a varios terratenientes vecinos, quienes nos recibieron con grandes muestras de amistad.
—Yo conocía a su padre. Un hombre encantador. ¡Qué feliz estaría si pudiera presenciar esta boda!
—Muy conveniente. No dudo que usted será de gran ayuda para el distrito.
—¡Qué buena alianza! Estamos encantados.
Al continuar la marcha Bevil imitaba a nuestros anfitriones. Era algo malicioso, pero muy divertido; descubrí que en su compañía yo no dejaba de reír. Era la risa de la felicidad, la mejor de todas.
Comenzaba a conocer mejor a Bevil. Era ocurrente; tenía el genio vivo; era bondadoso, pero llevado por la ira parecía capaz de cometer injusticias; se arrepentía en seguida y, aunque el orgullo inherente hacía que le costara reconocer el error, su sentido de la justicia era aún más potente que el orgullo. Yo no estaba segura de que me amara tanto como daba a entender. Me quería, sí; siempre me había tenido afecto, pero ¿no estaría más enamorado de la conveniencia de esa alianza que de mi persona? Me atemorizaba la idea de que lo mismo habría podido querer a cualquier chica que se interesara por él y aportara dinero a Menfreya. A veces, en mi habitación, analizaba mi imagen en el espejo. Mi aspecto había mejorado con el compromiso, pues la felicidad pone algo de belleza en cualquier cara, pero no dejaba de notar cómo se encendían los ojos de Bevil ante cualquier muchacha bonita; para todas ellas tenía una sonrisa especial, aun para las granjeras con las que nos cruzábamos en el camino.
Cuando visitamos al doctor Syms me pregunté qué estaría pensando. A esa casa habían llevado a Gwennan después del accidente; allí él había visto a Jessica por primera vez. Pero si estaba recordando aquellos días no lo dejaba ver.
—Doctor Syms —exclamó alegremente—, ¿vendrá usted a la boda?
—Allí estaré, si las obligaciones me lo permiten. —El médico, maduro, regordete y enérgico, parecía radiante al felicitarnos—. Pero si a algún bebé se le antoja hacer su aparición a esas horas… ya me enteraré de todo por el cotilleo, pues la gente no habla de otra cosa que de la boda de Menfreya.
La señora Syms nos hizo pasar a la sala y nos sirvió vino blanco. Conversamos sobre la fiesta, el distrito y lo que podía suceder en las próximas elecciones. Descubrí que ella trabajaba intensamente por el partido.
—No dudo que usted será una gran adquisición —me dijo—. Todo miembro del Parlamento necesita una esposa. Y el hecho de que usted sea hija del miembro anterior será muy atrayente. Dicen que su padre fue muy buen representante; ahora que él ya no está y Lansella vuelve a la antigua tradición de escoger a un Menfrey, es muy grato que nuestro representante actual esté casado con la hija del anterior. Será como si el escaño nunca hubiera salido de la familia. Aquí eso tendrá mucha importancia.
Comencé a atisbar lo que sería mi vida futura. Tendría que trabajar para el partido, inaugurar ferias, quizá pronunciar discursos. Era estimulante, aunque me alarmara un poco. Pero allí estaría Bevil. Me imaginé diciendo frases ingeniosas desde un estrado (la señora Menfrey, la esposa del miembro del Parlamento) y fui cultivando una agradable visión del futuro.
—Me alegra mucho que hayamos venido a este lugar —me dijo la señora Syms—. Es más interesante que la ciudad. Vivíamos en Plymouth, sí, pero en lugares como éste parece haber mucha más vida social. He de reconocer que resulta agotadora. El pobre doctor Trelarken trabajó hasta matarse. Qué hombre más encantador… Y su hija también. Usted la conocía, supongo.
—La traté muy poco.
—Qué pena. La pobre niña quedó prácticamente en la miseria. Dicen que está en Londres, creo, empleada como institutriz. No es vida para una muchacha. ¡Y tan hermosa! Podría casarse bien… pero en su situación no le será fácil. En esas circunstancias la vida puede resultar difícil, muy difícil.
Mientras nos alejábamos comenté:
—Es muy conversadora.
—¡Bien podría dedicarse a la política! En realidad podría representarnos en el Parlamento. Es una pena que a las mujeres no se les permita ser miembros. Puede que eso cambie con el tiempo.
—Son muy diferentes de los Trelarken. —Percibí un tono algo chillón en mi voz y me pregunté si Bevil lo detectaría. Era señal de emoción.
Él guardó silencio. Al mirarlo de soslayo vi que sonreía.
—Pobre Jessica —proseguí.
—Ha tenido mala suerte, sí —coincidió.
—Siempre me acuerdo de la señorita James, mi institutriz. Era una mujer tímida, que parecía vivir temerosa de perder el trabajo. Conmigo no era tímida, sino autoritaria.
—No es vida para una mujer, si cae en una mala familia.
—Me gustaría saber qué piensa Jessica.
Él no respondió. Tuve miedo de no poder dominar mis sentimientos; si no cambiaba de tema bien podía dar rienda suelta a mis sospechas y mis celos.
No tenía tiempo para cavilaciones tristes. ¡Faltaban sólo tres semanas para la boda! Lady Menfrey había decidido llenar la casa de invitados; serían mayormente amigos provenientes de Londres, miembros del Parlamento; Bevil deseaba que yo trabara amistad con ellos, pues le sería útil en su trabajo. También vendrían amigos residentes en el distrito.
William Lister, el antiguo secretario de mi padre, que ahora lo era de Bevil, se ocupaba de organizarlo casi todo. Fue un placer verlo nuevamente y comprobar que le gustaba más trabajar para mi novio que para mi padre.
Había llegado Fanny para ocuparse de mí. Me irritaba ver su actitud, obviamente resignada; era como si se enfrentara a algún desastre inevitable y hubiera decidido poner la mejor cara posible. Pero eso era apenas una leve molestia en medio de una existencia maravillosa. Era feliz. Bevil estaba constantemente conmigo. Hasta había querido acompañarme a la modista para la prueba del vestido, pero su madre se lo prohibió, indignada, diciendo que nos traería mala suerte. Cuando discutíamos nuestra vida futura, que parecía inundada de una luz rosada como la del amanecer, yo recordaba mi fuga y aquel día en que, al despertar de una noche pavorosa, había visto a Menfreya por la mañana.
Estaba llena de fantasías. Era feliz. Pensaba sorprenderlo con la ayuda que le prestaría. Me informaba sobre la política. Bevil comenzó por divertirse al ver que yo podía discutir con él temas como el libre comercio y la protección; luego quedó impresionado.
Dejé de buen grado en sus manos la venta de la casa de Londres. Él dijo que William Lister se ocuparía de todo eso durante nuestra luna de miel. Mi padre había reunido varios muebles valiosos; el secretario, que era experto en esas cosas, haría llevar los objetos de valor a Menfreya, donde sobraba espacio para albergarlo todo. El resto se podía vender.
Viajaríamos al sur de Francia, a una pequeña ciudad de las montañas desde donde se podía contemplar la Riviera. Él ya la conocía y aseguraba que era ideal para lunas de miel. Más aún: a esa altura del año el clima sería perfecto.
Ya teníamos la boda casi encima; cuando lograba deshacerme de cierta leve intranquilidad me sentía totalmente feliz. No dejaba de recordar a Gwennan, que había huido; me aterraba imaginar que algo pudiera impedir mi casamiento. Luego pensaba en todas las mujeres que Bevil había amado y me preguntaba si en verdad lo que sentía por mí era diferente. Él me aseguraba que sí; lo hacía con tanta sinceridad que yo le creía: pero comenzaba a conocerlo muy bien. Cuando quería algo lo hacía con tal entusiasmo que creía desearlo más que a nada en el mundo. Pero cada deseo pasaba y era reemplazado por otro. En el fondo del corazón yo sabía que la felicidad no era un trofeo que, una vez alcanzado, te perteneciera para siempre. La felicidad era un trofeo, sí, pero sólo te pertenecía por un momento breve; conservarlo era tan difícil como alcanzarlo. Venía por momentos, huidiza, imprevisible. Venía cuando Bevil dilataba los ojos de admiración por algún comentario inteligente, cuando giraba hacia mí como si comprendiera de pronto el vínculo que nos unía, cuando decía de corazón: «Te amo, Harriet Delvaney. No hay otra como tú». A menudo, en momentos de emoción, me llamaba por mi apellido, tal vez por no revelar la intensidad de sus sentimientos. Como estaba habituado a deseos rápidos, violentos e irresistibles mientras duraban, le sorprendía un poco que el amor pudiera caminar de la mano con la pasión. Al menos eso era lo que yo quería creer.
Llegó el día de nuestra boda. Comenzaba septiembre. Desperté temprano y contemplé, por sobre el mar, la casa de la isla. El agua estaba teñida de rosado, como aquella otra mañana, y sobre la casa caía un resplandor rojizo.
Como Sir Endelion era una especie de tutor mío, puesto que mi padre lo había nombrado albacea testamentario, sería él quien entregara a la novia. ¡El mismo padre del novio! Sin duda era algo muy raro. Por parte del novio el padrino era Harry Leveret, el que habría debido casarse con Gwennan. Una elección rara, pero lo había propuesto el mismo Harry. Tal vez quería demostrar al mundo que ya no le interesaba la muchacha que lo había tratado tan mal.
Allí estaba yo, de satén blanco, con el vaporoso velo de Menfreya y mis azahares. Todos declararon que estaba preciosa y, por una vez, casi les creí.
Mientras contemplaba mi imagen en el espejo dije:
—No te preocupes, Fanny: tendré suerte. Ya lo he decidido.
—Está tentando a la Providencia, señorita.
—No seas tan macabra, mujer. No querías que entrara en la familia Menfrey, ¿verdad? Pues mira, voy a hacerlo y no puedes evitarlo.
—No —confirmó ella—, no veo cómo evitarlo.
—Ahora entiendo que es una aguafiestas.
En ese momento entraba lady Menfrey.
—¿Te falta mucho, querida? ¡Pero si estás preciosa! ¿Verdad, Fanny?
Se le llenaron los ojos de lágrimas: pensaba en su rapto, la seducción, la boda apresurada. Como yo, ella había sido una heredera; de otra manera no habrían existido el rapto ni la seducción… O tal vez sí. Lo único indudable es que no habría habido boda.
—Creo que ya deberíamos salir, querida.
A la iglesia de la aldea, con Sir Endelion.
—Estás encantadora, hija mía. Es un orgullo ir a tu lado. Éste es un día muy feliz para todos nosotros.
Bevil ya estaba allí, con los ojos fijos en mí, con miradas especiales que me estaban reservadas. «Es una pena que debamos pasar por todo este alboroto, —quería decir—. Una ceremonia sencilla habría sido tanto mejor… Y en seguida, a esa pequeña ciudad desde donde se ve la costa, solos tú y yo, para que pueda demostrarte que te amo como nunca antes he amado a nadie. Y que, si la muerte de tu madrastra no hubiera puesto en tus manos la fortuna de tu padre, aun así me habría casado contigo, Harriet Delvaney…, no: Harriet Menfrey, ahora».
Y recorrimos aquel pasillo, al son de la Marcha nupcial de Mendelssohn. Desde los bancos nos miraban caras borrosas y atentas. De mi familia no había nadie presente. Tía Clarissa se había excusado, diciendo que en esos momentos le era imposible abandonar su casa, pero yo sabía la verdad: no soportaba ver que yo me casaba cuando Sylvia y Phyllis no habían podido conseguir marido.
Al carruaje, para regresar a Menfreya con Bevil a mi lado, estrechándome la mano con fuerza, riendo a ratos; un Bevil nuevo, pensé, que observaba con seriedad el futuro. Me sentía tan feliz que sólo habría querido prolongar eternamente ese trayecto, pasarme la vida sentada en el carruaje con él a mi lado, serio y tierno, diciéndose (yo no lo dudaba) que ése era el comienzo de una nueva existencia. Me amaría y me protegería, en las buenas y en las malas, tal como había jurado; sería el fin de sus aventuras livianas. Sería uno de esos picaros reformados que se convierten en los mejores esposos.
Por debajo del viejo reloj, que sólo se paraba cuando uno de los Menfrey iba a morir de manera violenta; al patio de lajas gastadas por las ruedas de tantos carruajes y los cascos de tantos caballos a lo largo de los siglos.
Había llegado a mi hogar; era una de los Menfrey.
Bevil debía de estar pensando lo mismo, pues dijo:
—Pues bien, Harriet Menfrey: estamos en casa.
* * *
Se dice que las mujeres dichosas y los pueblos felices no tienen historia; por eso es poco lo que puedo contar sobre las primeras semanas de mi luna de miel.
Fuimos primero a París, donde compré las ropas que yo misma me había prometido. Trabajo agotador, estarse de pie ante los espejos, escuchando un arrullo de cumplidos en francés e inglés. Pero lo cierto es que adquirí algunas prendas encantadoras. Y París, cuando se ama y se es amado, es una de las ciudades más fantásticas del mundo.
La torre Eiffel, el Bois de Boulogne, el Sacre Coeur y el Barrio Latino: todos son para mí recuerdos santificados. Bevil a mi lado, riendo y dejando que hablara yo, pues tenía más dominio del idioma: él no quería hacer esfuerzos por quitarse el acento inglés. Recuerdo las luces tenues de los restaurantes y las miradas de quienes nos servían: con la auténtica intuición de los galos para esos temas, adivinaban que estábamos enamorados. Se nos notaba a ambos. Y eso era lo mejor: a él tanto como a mí.
Pero como nuestro destino final era esa pequeña población de las montañas, abandonamos París para viajar hacia el sur.
En la Provenza había pasado la estación de las flores, pero ¡cuánto me gustaba la campiña, con su magnífico panorama de montañas y su costa gloriosa! El hotel me fascinó de inmediato; cuando contemplaba el mar desde el balcón me decía que nunca había visto nada tan bello.
Fueron días felices.
Madame, la propietaria, conocía a Bevil. No era la primera vez que él se hospedaba allí.
—Y ahora ha venido con madame Menfrey. Eso es muy bonito.
Pero sus ojos oscuros tenían una expresión especuladora. Me habría gustado saber con quién había estado él anteriormente. Solo, quizá; tal vez había hecho amistades en la ciudad. Durante los diez días pasados en París yo no había tenido ese tipo de pensamientos; cuando comenzaba a pensar que los había dominado, allí estaban de nuevo, a la primera señal de sospecha.
Pero los olvidé cuando bajamos al comedor, que daba a la terraza, con vista a las montañas. Allí, cenando a la luz de las velas, recuperé toda mi felicidad.
—Deberíamos quedarnos aquí unas cuatro o cinco semanas —dijo él, pues quería que me enamorara de la Provenza tanto como él. Allí la vida era sencilla; ésa era la mejor manera de aprovechar la luna de miel—. Nada que nos distraiga. Por cierto, nada podría apartar mi atención de Harriet Menfrey… pero me agrada la vida sencilla.
Yo estaba muy satisfecha. Por las mañanas explorábamos la antigua población, con sus calles serpenteantes, sus peldaños gastados y sus callejones. Había niños de ojos brunos que nos miraban casi furtivamente. Nuestra condición de forasteros era obvia; los puesteros del mercado se mostraban encantados cuando nos deteníamos a comprar fruta y flores. Sentados en los cafés de las aceras, mirábamos pasar la vida. Por la tarde nos instalábamos bajo las palmeras del jardín, reclinados contra la balaustrada de piedra, a contemplar las montañas que descendían hacia el mar. Alquilábamos caballos para adentrarnos por los cerros, siguiendo caminos peligrosamente estrechos que cruzaban aldeas solitarias. En esos lugares Bevil se empeñaba en conducir a mi caballo por la brida; aunque yo era buena amazona y muy capaz de dominar mi montura, disfrutaba con esa protección. A veces nos deteníamos en alguna posada para el déjeuner; después de probar todos los platos regionales y el vino de la zona, nos estábamos la mitad de la tarde allí, satisfechos y soñolientos, antes de continuar con el paseo.
Rara vez hacíamos planes. Dejábamos que cada uno de esos días dorados trajera lo suyo. ¡Cuánto me gustaban esas tardes soleadas, cálidas, y los anocheceres en que el sol, al desaparecer, se llevaba la tibieza! Entonces me envolvía en un chal abrigado y a veces salíamos a caminar en el ambiente fresco de la montaña.
Un día, ya avanzada la tarde, nos adentramos en las montañas. Cenaríamos en una de las aldeas, donde madame nos había dicho que habría algunas danzas provenzales. Nos pusimos en marcha con idea de regresar a la luz de la luna. Cabalgábamos muy alegres y felices, cantando juntos una pieza que nos había enseñado monsieur, el esposo de madame. La letra seguía la melodía de La doncella de Arlés; hablaba de los tres Magos que iban a Belén. Cada vez que oigo esa canción me veo de nuevo en ese escarpado sendero de montaña, cantando, con Bevil a mi lado. Ese momento feliz fue, en cierto modo, el final de la dicha completa. Pero por entonces, quizá por suerte, yo lo ignoraba.
Tres grandes reyes,
modestos los tres,
brillaban como un sol espléndido;
tres grandes reyes,
modestos los tres.
centelleaban sobre sus blancos palafrenes.
El más sabio
cabalgaba primero,
y todas las noches les guiaba una estrella dorada.
El más sabio
cabalgaba primero:
he visto que su larga barba se movía con el viento.
Bevil, que cantaba desafinando y con su atroz acento británico, me hacía reír hasta la exageración.
—Por cierto —exclamó—, tú lo haces mejor, Harriet Menfrey.
—No es nada difícil —repliqué—, con tan poca competencia.
Y continué cantando.
—¿Sabes que tu voz no es nada mala, tesoro? Y hablas el francés como si hubieras nacido aquí.
Continuamos cantando hasta llegar a la pequeña aldea, donde madame y monsieur nos dieron una calurosa bienvenida. Nos esperaban, dijeron. Habría sido una decepción que el milord inglés y su flamante esposa no fueran a visitarlos. Aunque madame, la del hotel, nos mimaba como una madre, era evidente que también cotilleaba sobre nosotros. El caso es que, al entrar en el pequeño comedor, nos asignaron el sitio de honor, cerca de los violines que proporcionarían música para la danza.
La comida se sirvió con la ceremonia a la que ya nos habíamos habituado; trajeron y sirvieron el vino como si fuera néctar de los dioses; en tanto probábamos aquella comida cargada de especias, madame y su camarero nos observaron como si nos hubieran abierto las puertas del paraíso; declaramos que era deliciosa.
Aquella prometía ser una de tantas veladas felices, hasta que una pareja inglesa entró en el salón. Inmediatamente percibí la estupefacción de Bevil. La mujer, al verlo, se detuvo en seco, igualmente sorprendida. Pero también parecía encantada.
Mientras se acercaba a nuestra mesa reparé en su lustrosa cabellera color miel, en sus ojos grises, alargados, en los labios sonrientes; pese a la voluptuosidad de su cuerpo, caminaba con una gracia selvática, tanto más obvio por la torpeza de su compañero, que era regordete.
Bevil se había levantado.
—¿Estaré soñando? —preguntó ella—. Pellízcame, Bobby, para que despierte.
—Espero que no sea una pesadilla —comentó mi esposo.
—¡Pero si es un sueño agradabilísimo! ¿Qué haces aquí, Bevil?
Él me sonrió.
—Te presento a una vieja amiga —empezó a decir.
Ella hizo una mueca.
—¿Has oído eso, Bobby? «Una vieja amiga». Esa descripción no me gusta nada. Es demasiado ambigua.
—Sólo para un ciego —repuso él.
—Deberías presentarnos, querida —intervino Bobby.
—Por supuesto —se adelantó Bevil—. Mi esposa.
Los ojos grises de la mujer me recorrieron por entero; tuve la sensación de que no se le escapaba detalle.
—Mi esposo —dijo luego. Y se echó a reír, como si el hecho de que Bevil tuviera esposa y ella, marido, fuera una broma colosal.
—No me digas que vosotros también habéis venido en luna de miel.
—Es algo para celebrar, sin duda —dijo Bevil. Luego se giró hacia mí—. Lisa y yo nos conocimos… hace mucho tiempo.
Madame se acercó a nuestra mesa.
—¿Sois amigos? ¿Queréis cenar juntos?
—¡Qué divertido! —Exclamó Lisa—. Así podrás contármelo todo, hombre.
Madame hizo una seña al camarero para que trajera sillas. Pronto estábamos todos sentados en torno de la mesa y comenzaban a servirnos con el debido trajín. Ella era Lisa Dunfrey, me dijo Bevil. Ya no, le recordó ella; por Bobby. Lisa Manton.
—De Bizcochos Manton. ¿Los conocéis? Los hace Bobby, ¿verdad, querido? No con sus propias manos, desde luego, pero la ganancia es suya. ¡Qué cosa tan divertida, Bevil, que los dos estemos pasando la luna de miel en el mismo lugar!
Me habría gustado que la cosa fuera igualmente divertida para Bobby y para mí, pero a ambos nos parecía horrorosa, pues ella se concentraba en Bevil y dejaba que yo me ocupara de su marido.
Qué buen tiempo hacía, comentó Bobby. ¿Me gustaban las montañas? ¿Y qué opinaba de la cocina francesa?
Mis respuestas le interesaban tan poco como a mí sus preguntas; ambos escuchábamos la conversación de Lisa con mi marido, sin mirar mucho a los bailarines provenzales que actuaban para nuestro deleite.
Reconocí en los ojos de Bevil la expresión que adquirían cuando se sentía atraído por una mujer. La había visto dirigida a mí; ahora surgía por Lisa. Si Bobby y yo no hubiéramos estado presentes, ¿habrían reanudado ellos una relación que parecían recordar con nostalgia?
En algún momento ella se giró hacia mí, diciendo:
—Conque usted es la hija de Sir Edward Delvaney. Vi la esquela en los periódicos. Recuerdo haber pensado que Bevil se casaba muy bien.
—Gracias —repliqué—. Espero que usted también esté muy bien casada.
Ella miró dentro de su copa, riendo.
—Por supuesto que sí. ¿No es estupendo? Todos tan bien casados… todos en luna de miel y juntos. Bevil con su política…
—Y usted con sus bizcochos.
Me echó una mirada impertérrita y se volvió otra vez hacia Bevil. Yo miraba a los bailarines, pero en verdad sólo veía a mi marido haciendo el amor con esa mujer. ¿Era esto una muestra del futuro? Cuando Bevil me presentara a sus amigas, ¿tendría que sufrir los celos agudos que me atormentaban en ese momento?
La velada parecía no acabar nunca, pero al fin se acabaron las excusas para permanecer allí y regresamos a nuestro hotel. Fue un alivio sentir el aire de la noche, pero había perdido mi paz interior.
En el trayecto de regreso ya no cantábamos. Bevil guardaba silencio; supuse que aún estaba en el pasado.
—¿Erais muy amigos? —pregunté.
—¿De quién? —preguntó innecesariamente.
—De la hermosa Lisa.
—No. Simples conocidos.
Eso no decía nada, pero me pareció que decía mucho.
Cuando llegamos al hotel, madame preguntó si habíamos disfrutado de la danza. Bevil, contra su costumbre, estaba muy callado, pero yo me las arreglé para responder alegremente que había sido una velada esclarecedora.
Esa noche él me hizo el amor con fiereza. Mientras tanto, en la oscuridad, yo me preguntaba si era a Lisa a quien estaba poseyendo, si yo era sólo una sustituta.
No volvimos a verlos. Pocos días después Bevil había recobrado el buen ánimo y yo pude disimular mis malos presentimientos. La luna de miel proseguía, pero ya nada sería como antes.