Ya de vuelta en la casa de Londres me sentía muy mal. Había perdido a Gwennan, Bevil estaba furioso conmigo y ante mí se extendía la temible temporada a cruzar guiada por tía Clarissa.
Ella se sentó en nuestra sala, toda vestida de negro, lo cual era un reproche dirigido a Jenny: la hermana no se había quitado aún el luto y la viuda sí. Parecía un cuervo intimidando a un periquito. Su voz sonaba alta y estridente:
—Claro que esta casa habría sido ideal. Bien recuerdo las reuniones que solía ofrecer mi hermano. He visto estas habitaciones decoradas con flores exquisitas… y hasta un acuario en la biblioteca.
Mi madrastra agitó las manos como alas de mariposa; pero esos gestos, que tanto encantaban a mi padre, dejaron indiferente a tía Clarissa.
—Por supuesto, ahora no se me pasaría por la imaginación usar esta casa, donde ha habido un duelo tan reciente.
—En todas las casas tiene que haber un duelo tarde o temprano —intervine, pues debía acudir en ayuda de Jenny—. Pocas fiestas habría si nadie las organizara en las casas donde ha muerto alguien.
—Estoy hablando con tu madrastra, Harriet.
—Venga, tía, que ya no soy una niña como para hablar sólo cuando se me da permiso.
—Mientras no se te haya presentado oficialmente en sociedad, para mí sigues siendo una niña.
—En ese caso será un gran placer cruzar esa barrera mágica.
—Hay algo que debo decirte con toda seriedad, Harriet: tienes una lengua muy larga.
—Lamento no poder cortármela.
—Pero nos estamos yendo absurdamente por las ramas. Decía que, como no es posible utilizar esta casa, lo mejor es que Harriet viva en la mía hasta que termine la temporada.
Jenny me miró con aire indefenso. Comprendí que debía hacer lo que tía Clarissa proponía.
* * *
La casa de tía Clarissa estaba apartada de la carretera; tenía un portón en cada extremo de un sendero semicircular, que conducía a la puerta principal. Era más grande que la nuestra, pero mucho menos elegante. Su esposo no había sido tan rico como mi padre; eso la había amargado siempre y creo que no dejaba de señalárselo a mi pobre tío. Él había muerto hacía unos cinco años, después de una larga enfermedad; alguien dijo que su muerte era «una feliz liberación». Bien podía creerlo.
Sylvia y Phyllis me recibieron en su hogar con despectiva indulgencia. Yo no contaba como rival; por el contrario, proporcionaría el contraste que destacaría más la belleza blanca y rosada de ambas.
En la casa se veía un torbellino de actividad. La pobre señorita Glenister, la menuda costurera, trabajaba en una de las buhardillas, a la que llamaban «cuarto de costura», desde la primera hora del día hasta la última. Yo la compadecía: no sólo la acosaba mi tía, sino también mis primas. Si a la señorita Sylvia no le gustaba la caída de una manga, si la señorita Phyllis decidía de pronto que no le gustaba el encaje castaño sobre terciopelo azul, aunque antes había dicho que ¡le encantaba!, todo era una catástrofe. La señorita Glenister era el chivo expiatorio: todas las culpas caían sobre ella. A veces me costaba entender que no les arrojara los alfileres a la cara y se largara de esa casa. Pero ¿adónde podía ir? ¿A trabajar para otra familia, que le asignaría exactamente las mismas tareas y la cargaría de culpas similares?
Cuando cosía algo para mí yo siempre me fingía encantada; no era cierto, pero no soportaba la idea de aumentar sus tribulaciones. Mis primas se cubrían los labios con las manos para disimular una sonrisa.
—Bueno, yo no me lo pondría, Harriet, pero supongo que a ti no te importa.
La costurera las disculpaba.
—Es que son tan bonitas, señorita… —me decía—. Es comprensible que quieran lucir perfectas.
Nuestros roperos se iban llenando de vestidos. Vestidos de baile… varios, pues como decía tía Clarissa, sería un desastre repetir un mismo vestido hasta que se lo reconociera.
—¿Eso significa que debemos usarlos una sola vez? —pregunté.
—¡Eso sería un derroche absurdo! —replicó tía Clarissa.
—Pero ¿no será peligroso usarlos dos veces? Podría haber gente observadora que los reconociera tras una sola exhibición. ¡Los inspectores de ropa!
—Harriet, por favor, que eso no tiene ninguna gracia. De hecho pareces tonta.
Pero la había asustado y eso me brindaba un placer malicioso. Aprovechaba cualquier oportunidad para socavar su confianza en sus hijas y en el éxito que pudieran alcanzar en lo que yo denominaba «el mercado matrimonial». Me avergonzaba de mi propia actitud; quería actuar como si despreciara todo aquello, pero en el fondo sabía que, si hubiera sido hermosa, encantadora y atractiva, probablemente los vestidos me habrían interesado tanto como a mis primas y habría estado igualmente deseosa de triunfar. Perdí la confianza que había adquirido; hacía mucho tiempo que no me parecía tanto a la niña malhumorada que había sido en vida de mi padre. Tenía dos personalidades: una, la chica que sabía mostrarse alegre, esperanzada, divertida y hasta atractiva; la otra, esa persona ceñuda y cáustica que estaba constantemente a la defensiva, a la espera de un ataque. Me parecía a las figuras de madera que asomaban a las puertas de una casita, en el barómetro de la habitación infantil: la dama de sombrilla y vestido alegre anunciaba sol; el hombre de traje lóbrego, lluvia o tempestad. El sol (Bevil y Menfreya) hacían aflorar una cara de mi yo; el mal tiempo (mi tía y mis primas), la otra.
Cuanto más me disgustaba conmigo misma, peor me sentía. Pero ahora ese humor no se manifestaba con un silencio malhumorado, como antes; lo que hacía era utilizar mi lengua viperina para herirlas y arruinarles el placer.
Creo que quien más me hacía sufrir era la pobre costurera: aunque yo me esforzaba por ser amable con ella y mis primas la maltrataban, la señorita Glenister prefería coser para ellas. Las admiraba y respetaba, pese a que le hacían derramar muchas lágrimas sobre sus labores. En esos días yo solía preguntarme: «¿Qué estoy haciendo aquí?».
Fuimos debidamente presentadas en sociedad y se inició la ronda de actividades. Yo necesitaba escapar de esa cháchara tonta, de tanto analizar las listas de nombres.
—Es preciso que venga él. Con él cualquier fiesta es un éxito.
Él era el mejor partido de la ciudad, dueño de una baronía y una fortuna.
—Aún mejor que el conde, que se ve en aprietos para mantener esas fincas tan vastas; sin duda él busca una heredera, no una dote como las vuestras. Si al menos vuestro padre… Pero debemos sacar buen partido de lo que tenemos. El barón es un hombre encantador… y rico, ¡muy rico!… Sí, ya sé que George Crellan es hijo de un conde, pero ¡cuarto hijo, queridas! Si fuera el segundo aún podría haber alguna posibilidad, ¡pero el cuarto…! La Honorable señora Crellan… Sí, suena muy bien, pero yo preferiría un título más sólido, algo que sea hereditario. Eso de «honorable» siempre me ha parecido muy dudoso. A veces ni siquiera es de buen gusto usarlo. No, debemos apuntar al barón… Y al ver que yo curvaba los labios con desprecio: —¿Acaso piensas que tú sí tendrías posibilidades con el conde? Pues estás equivocada. Si tu padre no hubiera cometido la estupidez de casarse con esa mujer… y dejar su dinero en fideicomiso… ¡Vaya enredo! Yo pensaba que, cuando llegara el momento de presentarte, al menos podría contar con tu fortuna. Y ahora, a menos que ella muera… y es tan joven…
Solté una carcajada.
—¡Harriet!
—Todo esto está lleno de sonido y de furia. Y por cierto no significa nada —dije—. No tengo interés en el conde, en el barón ni en el Honorable George Crellan. Os lo aseguro con toda sinceridad.
—No te preocupes —replicó mi tía, enfadada—, que tú no tendrás la menor posibilidad.
—Y si esos caballeros tienen un poco de sentido común, tampoco mis primas.
Ya no quedaba otra salida que alejarme de ellas.
Y para escapar de tanta trivialidad fui a visitar a mi madrastra.
Jenny se alegró de verme. La encontré más bonita y animada que de costumbre.
—Ayer vino Bevil Menfrey —me dijo—. Qué joven tan encantador. Estuvo muy divertido.
Imaginé la escena: Bevil, ejerciendo sus encantos, como siempre que estaba con una mujer bonita.
—Preguntó por ti, desde luego.
—No creo que esté muy complacido conmigo —observé—. Me culpa en parte por lo de Gwennan.
—¡No, me cuesta creerlo! Sería muy injusto. Él no es así.
—Fue injusto. Me culpó, sí. Con toda claridad.
—Sería un arrebato del momento. Estaría alterado. Pero no podía pretender que tú le fueras con chismes. Le pregunté si sabía algo de Gwennan y dijo que no. Estuvo haciendo averiguaciones, pero no llegó a nada. Supone que a estas horas ella se ha casado; así ya no tendría sentido tratar de llevarla a casa.
—¿Y dices que… me mencionó?
—Sí. Dijo: «Harriet estaba enterada, pero había jurado guardar el secreto. Si al menos nos hubiera insinuado algo… Pero es lógico que no lo hiciera».
—¿Crees de verdad que me ha comprendido?
—Por supuesto. Él habría hecho lo mismo. Dijo que iría a algunas de vuestras fiestas. Tu tía le ha enviado invitaciones.
«Debo de haberme puesto radiante». Pero al mirar a mi bonita madrastra se infiltró en mi mente cierto desasosiego; vi que le brillaban los ojos de placer al recordar la visita de Bevil; su tez irradiaba esa claridad fresca pero translúcida que resultaba tan rara y atractiva.
* * *
Pocos días después fuimos al baile que ofrecía lady Mellingfort por su hija Grace. Los preparativos se habían prolongado por todo el día. Yo estaba amargamente desilusionada, pues contrariamente a lo que esperaba Bevil no había venido de visita.
En la intimidad de mi habitación practiqué la danza. Podía bailar. Lo había demostrado en esa habitación hechizada de Menfreya y en el baile de Chough Towers, pero suponía que me faltaba gracia.
Sólo había un motivo por el que tendría deseos de ir a un baile: que Bevil estuviera allí.
Vestía de verde, color que, según me habían informado mis primas, traía mala suerte. Me lo puse con algún reparo, pues lo había escogido más por desafío que por otra cosa. ¡Seda verde convertida en vestido de baile por los dedos pinchados y los ojos exhaustos de la señorita Glenister! Me vi más bien fea; por la expresión complacida de mis primas comprendí que ellas pensaban lo mismo.
Sylvia vestía de rosa y plata; Phyllis, de azul y plata. Una misma cinta plateada para las dos: comprar en cantidad era más barato. Era preciso admitir que estaban muy bonitas dentro de su estilo, que yo deseaba creer insípido. La doncella que compartíamos las tres las había peinado con mucha gracia, con un rizo caído sobre el hombro. Nadie había imaginado que, para tener ese rizo, habían pasado la noche anterior llenas de trapos en la cabeza, incómodas y grotescas, pues tía Clarissa era enemiga de las tijeras de rizar. Yo llevaba mi cabellera lacia bien cepillada y recogida en un moño alto.
—¡Te envejece! —comentó Phyllis, feliz.
—Al menos así —repliqué— no pareceremos tres muñequitas recién bajadas de un árbol de Navidad.
—¡Envidia! —susurró Sylvia.
—No —aseguré—: Franqueza.
No lucía, por cierto, mi mejor aspecto. Desdeñé el colorete con que mis primas se habían tocado las mejillas: iría al baile fea y sin afeites, sólo para demostrar que no me importaba.
—Parece una institutriz —dijo Sylvia a su hermana.
—Salvo por el hecho de que las institutrices no van a los bailes.
—¡Phyllis! ¡Sylvia! —dije ásperamente—. Vuestros modales son mucho menos bonitos que vuestros vestidos.
—¿Qué dices?
—Lo que diría una institutriz, ya que lo parezco.
Les habría sorprendido enterarse de que tenía un nudo en la garganta y una sensación de ardor en los ojos. Me sentía tan angustiada que habría querido arrojarme en la cama a llorar; esa angustia era como un eco del pasado, de los tiempos en que mi padre me demostraba con mucha claridad que no me quería y tía Clarissa se preguntaba cómo hacer para conseguirme marido.
El carruaje ya estaba a la puerta; partimos. Yo observaba a tía Clarissa, que no apartaba de sus hijas los ojos complacidos. Sin duda las encontraba preciosas.
Cerca de la casa de lady Mellingfort, en Park Lane, nos detuvo el torrente de carruajes que iban hacia el baile. Sería uno de los mayores acontecimientos de la temporada. Tía Clarissa sentía emociones contradictorias: por una parte estaba feliz de contarse entre los invitados, pero por otra se preguntaba cómo rivalizaría con semejante esplendor cuando le tocara oficiar de anfitriona.
La gente nos miraba: algunos, demacrados y en harapos. Me estremecí: los contrastes me disgustaban. Me pregunté si nos odiarían al vernos allí sentadas, no sólo bien alimentadas, sino con ropas tan deslumbrantes; con lo que costaban nuestros vestidos se habría alimentado a toda una familia por varias semanas.
Fue un alivio poder continuar el viaje hasta la casa.
Tuve una visión de alfombra roja, lacayos empolvados y palmeras en tiestos blancos, un rumor de voces exaltadas, ansiosas miradas de madres ambiciosas.
Un momento después subíamos la amplia escalera para que nos recibiera lady Mellingfort, que nos esperaba ataviada en satén blanco, diamantes y plumas.
Era una pesadilla, tal como yo temía. Las mamas se saludaban, intercambiaban cumplidos sobre sus encantadoras hijas y vigilaban con ojos de lince, tanto por si hubiera alguna más hermosa como para identificar a la presa más tentadora.
Yo no provocaba ningún recelo; podía leerles el pensamiento cada vez que me presentaban.
—¡La hija de Sir Edward Delvaney! No es precisamente una belleza. Y como su padre se casó con una mujer joven… tampoco tiene fortuna. Está fuera del juego.
Yo era una extraña en aquel ambiente. No veía la hora de que pudiéramos despedirnos y dar las gracias a la anfitriona. Mi propio cuarto me parecía mucho más acogedor.
Tal como temía, me presentaron a uno o dos hombres (los más entrados en años y faltos de atractivo), quienes me miraron con aire calculador. Supuse que mi reducida fortuna les despertaba algún interés. Bailé con torpeza y pasé un rato conversando; como no me esforzaba por entablar una conversación trivial, ellos se alejaron.
Vi que mis primas bailaban y lamenté que ellas también me vieran: me dedicaron una sonrisa compasiva que no disimulaba su complacencia.
«No me importa lo que digan, —me prometí—. No iré a ninguna otra de estas fiestas tontas».
Y en ese momento él vino hacia mí. Noté que varias mamás rapaces lo observaban, pero él no se percató. Tal vez no era el más apuesto, pero sí el más distinguido entre los caballeros presentes.
—¡Harriet! —Su voz se dejó oír entre las personas cercanas, provocando giros de cabeza y cejas enarcadas—. ¡Hace media hora que te busco por todas partes!
—¡Bevil! —Y todo mi gozo fue perfectamente audible para los espectadores. Se sentó a mi lado.
—Debería haber llegado más temprano, pero me he retrasado en el Parlamento.
—No sabía que vendrías.
—Yo tampoco estaba seguro de poder asistir. Pero como Tony Mellingfort me dijo que tu tía y sus pupilas estaban invitadas, decidí hacer lo posible por llegar. ¿No te alegras de verme? ¡Cuánto ruido!
En esos primeros momentos me sentía demasiado feliz para hablar. Luego dije, con bastante serenidad:
—Supongo que no puede ser de otra manera: música y charla.
—En realidad, en lo posible evito estas fiestas.
—Yo haré lo mismo, pero sin duda para ti es más fácil. ¿Tienes noticias de Gwennan?
—No, ninguna —dijo—. Debo disculparme, ¿verdad? Estaba furioso; pensaba que la fuga se habría podido evitar si tú nos hubieras advertido de lo que pasaba. Desde luego, ahora comprendo que tú jamás traicionarías una confidencia.
—Me alegra que entiendas.
—Ella te presentó a ese hombre, ¿verdad? ¡Ostras, qué ruido! ¿Por qué no buscamos un lugar más tranquilo?
Me cogió la mano y la enlazó a su brazo. Seguidos por varios pares de ojos, nos alejamos hacia un rincón algo protegido por palmeras.
—Aquí se está mejor.
—Lejos de la enloquecedora multitud —murmuré. Comenzaba a recuperar el buen ánimo.
—Pues me gustaría estar aún más lejos. Ese actor, ¿cómo era?
—Lo vi sólo en el escenario y apenas por un momento tras bastidores.
—Pero ¿qué impresión te causó, Harriet?
—No sabría qué decirte. Era tan actor que parecía estar siempre representando un papel: en el escenario y fuera de él.
—Sabe Dios qué será de ella.
—Es hábil e ingeniosa.
—¿No te ha escrito bajo recomendación de no decirnos nada? —Sonrió—. Claro que en ese caso no me lo dirías, ¿verdad?
—No, pero puedo asegurarte que no me ha escrito.
—Como señal, no sé si es buena o mala.
—Podría ser cualquiera de las dos cosas.
—No me engañas, Harriet. Si Gwennan tuviera algo de que jactarse te habría escrito. Siempre lo hacía, ¿no?
—Sí. Pero podría temer que le siguierais el rastro e intentarais llevarla a casa.
—Si se ha casado ya no podríamos. Oye, si tienes noticias de ella, ¿me lo dirás? Siempre que no te imponga el secreto, desde luego.
—Por supuesto, Bevil.
—Bien, a otra cosa. Háblame de ti. El otro día visité a tu madrastra y me enteré de que estás en casa de tu tía.
—Sí, y no sabes cuánto me alegraré de que todo esto acabe. Detesto estos bailes.
—También yo.
—Pero a ti nada te obligaba a venir.
—Te equivocas, Harriet. Me obligaba el gran deseo de verte. ¿Sabes que eres la señorita más inteligente y divertida de cuantas conozco?
—Lo que sé es que tú eres un gran adulador.
Se inclinó para darme un beso en la nariz. «Nunca he sido tan feliz, —me dije—. ¿Cómo pude pensar que no quería venir al baile de lady Mellingfort?».
Hablamos de Menfreya. Allí, sentada con Bevil en el rincón, me parecía sentir el susurro de las olas, ver los muros almenados y el viejo reloj de la torre. Me imaginaba cabalgando con Bevil por los bosques y los caminos. Me sentí ebria de felicidad.
Más tarde, cuando fuimos juntos a cenar, vi con horror que se nos agregaban tía Clarissa y Sylvia, de quien noté con malicia que no tenía compañero.
—¡Señor Menfrey! ¡Qué placer el mío! Mi hija Sylvia…
Sentí una punzada de miedo al ver que él dedicaba a mi prima esa mirada cálida, acariciante, que tanto él como su padre usaban con todas las mujeres.
—Para mí también es un gran placer, señor Menfrey —dijo ella—. Me han hablado mucho de usted.
—Pues entonces el placer es general. Harriet no me ha hablado de otra cosa que de sus encantadoras primas.
Quedé estupefacta, pero él me sonrió. Era un buen resumen de la situación.
Lady Mellingfort había pensado que sería divertido para sus invitados servirse por sí solos la cena fría. Bevil propuso traernos los platos a la mesa.
—Vaya con Sylvia para que le ayude. Acompáñalo, Sylvia, tesoro.
Los vi alejarse juntos y odié a mi tía. Ella también me estaba odiando.
—Niña —me dijo por lo bajo—, que la gente comenta.
—Para eso viene. Esto no es una congregación monástica donde haya que guardar silencio.
—¡Harriet! Haz el favor de escucharme.
—Pero si te escucho, tía.
—Tu conducta ha sido horrorosa.
—¿En qué sentido?
—Eso de esconderte con ese hombre.
—¿Que me he escondido? ¡Pero tía, si se nos podía observar con toda claridad a través de las palmeras…! Y bien que se nos ha observado.
—A eso me refería. Eso no se hace. Estás a mi cargo y me siento muy disgustada. Has monopolizado al señor Menfrey. ¿No se te ha ocurrido pensar que otras personas querrían conversar con él?
—Su fortuna es muy pequeña, tía. Claro que algún día heredará un título, supongo… pero sólo hay una finca rural… que tampoco es muy grande. No se lo puede comparar con el conde o el barón, ni siquiera con el honorable señor Crellan.
—¿Quieres callarte? Vaya, al menos parece llevarse bien con Sylvia.
Era verdad. Mis ojos entristecidos los habían visto reír mientras escogían exquisiteces ante la mesa de platos fríos, asistidos por los lacayos empolvados de lady Mellingfort.
—Ya están aquí. ¡Qué delicias nos ha traído, señor Menfrey! Siéntese aquí, por favor. Y tú allí, querida Sylvia.
Bevil había acercado su silla un poco más a la mía.
—Espero que esto sea de tu agrado —dijo, sonriéndome.
Se mostró encantador con mi tía. En cuanto a Sylvia, la trataba con esa actitud algo seductora que parecía no poder evitar. Eso no llegó a arruinarme la noche, pero me hizo descender un buen trecho desde las alturas del Elíseo.
Tampoco tuve oportunidad de recobrarlas: muy pronto nos estábamos despidiendo, Bevil aceptaba una invitación a visitar la casa de mi tía y nuestro carruaje nos llevaba por Park Lane.
Todas guardábamos silencio.
Ya en mi dormitorio, arrojé el vestido a una silla y me metí en la cama. Entre dormida y despierta, imaginé que estaba en Menfreya, contemplando el mar; luego remaba hasta la isla, donde me esperaba Bevil, o cabalgábamos por el bosque, riendo y conversando; finalmente huíamos al galope, pues tía Clarissa y Sylvia nos perseguían. Fue un sueño agradable; apenas contenía una leve sombra de duda y desconfianza, verdadero reflejo de lo que me había sucedido en el baile de lady Mellingfort.
* * *
Al día siguiente mi tía me insinuó que sería de buen gusto visitar a mi madrastra. Obedecí de buena gana, aunque sorprendida por ese pequeño gesto de consideración. Lo comprendí cuando supe que Bevil había visitado la casa durante mi ausencia, cosa que presumiblemente había sido acordada sin mi conocimiento, y se le habían servido vino y bizcochos en la sala.
A mi regreso, cuando descubrí lo sucedido, tuve impulsos asesinos.
—¡Y qué atento estuvo con Sylvia! —exclamó Phyllis.
—¡Pero si a mí me pareció que eras tú la que coqueteabas con él! —replicó su hermana.
—La verdad, es muy divertido. Y es cierto que no cesaba de conversar conmigo.
Yo no soportaba escucharlas. Pero al día siguiente el triunfo fue mío. Un momento antes de que partiéramos hacia otra fiesta apareció una de las criadas trayendo aquellas flores.
Eran dos orquídeas, exhibidas con muy buen gusto dentro de una caja preciosa.
—Dame eso —chilló Phyllis—. ¡Me muero por ver quién las envía!
Mi tía apareció de inmediato.
—¡Flores! No os entusiasmeis tanto. Es bastante habitual. Ya veréis que es lo que los hombres acostumbran cuando quieren demostrar su interés.
Sylvia miraba a su hermana con un gesto ceñudo y trataba de quitarle la caja.
—¿Cómo sabes que son para ti?
—En casa de lady Mellingfort el señor Sorrell estuvo muy atento conmigo y me insinuó que esperaba volver a verme. No me extrañaría que…
—Ah, con que no son para ti. —Sylvia había arrebatado la tarjeta de la caja y reía al mirarla.
—¿Para ti? —preguntó su madre.
Pero Phyllis trató de quitar la tarjeta a su hermana y la dejó caer al suelo, cerca de mí. Al bajar la vista vi que decía: «Espero verte esta noche, Harriet. B JVI».
—¡No puede ser! —musitó mi tía.
Cogí la caja. Traía mi nombre escrito con toda claridad. Retiré las orquídeas para apoyarlas contra mi vestido.
Mi tía me había arrebatado la tarjeta para leerla.
—¡B. M.! —exclamó.
—¿British Museum? ¿Crees que sean especímenes enviados por el Museo Británico? No, estoy segura de que me las ha enviado Bevil Menfrey.
Llevé las orquídeas a mi habitación. Me acicalaría con esmero y escogería el vestido que mejor casara con las orquídeas.
Elegí uno de color verde claro; al acercarle las orquídeas comprobé que le añadían encanto.
No era fácil disimular mi regocijo; mis parientas lo notaron claramente.
—No conviene, Harriet —dijo tía Clarissa, con suavidad—, dar demasiada importancia a unas flores.
—No lo dudo, tía —respondí recatadamente.
—Esa amiga tuya, Gwennan… era una chica alocada. Fue escandaloso que se fugara así, en la víspera de su boda. Su familia estaría muy avergonzada.
—Tal vez todos ellos tienen por costumbre fugarse después de prometer matrimonio —sugirió Sylvia.
—Son una familia de locos, según dice todo el mundo, y no tienen una situación muy deslumbrante. Sé de buena fuente que están endeudados. Tienen una finca vieja y venida a menos en los páramos de Cornualles. No los conoceríamos siquiera si no fuera porque tu padre, Harriet, era representante de ese distrito. Y ocupó ese escaño justamente porque el miembro anterior, un Menfrey, había renunciado a causa de un escándalo. Era el padre de tu amiga. Creo que es necesario poner mucho cuidado con esa familia.
—Ya lo creo —dije, traviesa—. No os conviene invitar a gente así a visitaros por la mañana y servirle vino y bizcochos cuando yo no estoy.
El aroma exótico de las orquídeas me entraba por la nariz y me estaba embriagando. No me importaba lo que ellas dijeran ni lo que pensaran. Estaba segura de que la noche sería estupenda, puesto que Bevil estaría allí.
Y lo fue. Él pasó toda la velada conmigo, como en la ocasión anterior. Bailamos muy poco. Bevil, consciente de que yo me avergonzaba de mi cojera, propuso que conversáramos en vez de bailar. No discutimos nada serio, pero yo me sentía chispeante o creía serlo. Tal vez la felicidad provoca esas sensaciones, como el vino potente. Lo cierto es que Bevil reía mucho y daba al menos la impresión de disfrutar de mi compañía, pues no se apartó de mi lado durante toda la velada y se declaró encantado de verme lucir sus orquídeas.
Lo mejor era saber que se nos observaba, que estábamos provocando especulaciones. ¿Sería posible que, apenas comenzada la temporada, Harriet Delvaney, que no tiene absolutamente nada a su favor desde que su padre se casó con esa actriz, sea la primera en alzarse con un trofeo?
Era el triunfo.
Bevil y yo llamábamos la atención, pues estábamos siempre juntos. Era natural que las crónicas de la vida social comenzaran a reparar en nosotros.
Tía Clarissa me lo señaló, medio impresionada, medio envidiosa. Le parecía increíble que yo, sin más fortuna disponible que sus hijas y ni siquiera una fracción de su belleza, fuera la primera en aparecer mencionada allí. Cuando bajé a desayunar encontré a mis parientas ya reunidas ante la mesa del desayuno.
—Mira esto —dijo tía Clarissa.
—Ah, un artículo sobre el baile del martes.
—Lee lo que dice.
—«Al señor Bevil Menfrey, Miembro del Parlamento por un distrito de Cornualles, se le ve constantemente acompañado por la señorita Harriet Delvaney. La señorita Delvaney es hija del difunto Sir Edward Delvaney, quien ocupó anteriormente el escaño que ahora ha obtenido el señor Menfrey. Se recordará que Sir Edward murió hace un año y medio, poco después de contraer matrimonio. El gozo que brinda la mutua compañía a estos dos jóvenes encantadores ¿se deberá a la política… o…?».
Solté la risa:
—Con que hemos llamado la atención.
—Sólo espero que él no pretenda divertirse.
—Por supuesto que sí. No es de los que soportan el aburrimiento.
—Tú te finges tan ingenua…
—¿Yo, querida prima?
—Harriet, no seas descarada —me regañó mi tía—. Este asunto podría ser muy serio.
No respondí. Era serio, sí. El asunto más serio del mundo.
* * *
Pocos días después Bevil vino a casa de mi tía. Por buena suerte o por propia decisión, escogió un momento en que mis parientas habían salido a hacer visitas. Yo estaba en mi propia habitación; me llevé una agradable sorpresa cuando la criada vino a decirme que él me esperaba en el salón.
—Pregunta por usted, señorita Harriet —dijo, con una pequeña mueca. Tía Clarissa y sus hijas, con sus modales, no se ganaban la simpatía de quienes trabajaban para ellas; por lo tanto, los sirvientes de la casa estaban encantados con mi éxito social, que las dejaba con un palmo de narices; sin duda el tema se discutía ampliamente en la cocina.
Como llevaba puesto un vestido más bien feo, de guinga color espliego, me pregunté si tendría tiempo para cambiarme. Vi en el espejo que mi pelo estaba tan desaliñado como de costumbre; no me parecía en nada a la damisela que se había tomado tantas molestias para lucir su mejor aspecto en las reuniones sociales.
—Di al señor Menfrey que dentro de unos minutos estaré con él —dije.
En cuanto se cerró la puerta me quité el vestido de guinga y lo reemplacé por uno de seda gris, con falda y corpiño separados. Forcejeé con los ganchillos, consciente de que los segundos iban pasando, pero después de abrochar el último reparé otra vez en el desaliño de mi pelo y me detuve a peinarlo. Efectuar toda la transformación me llevó menos de cinco minutos; a menudo he pensado que esos cinco minutos figuran entre los más importantes de mi vida.
Bajé apresuradamente a la biblioteca; allí estaba Bevil, de espaldas al hogar. Me cogió las dos manos y por algunos segundos no hizo sino sonreírme.
—Qué gran suerte encontrarte en casa… y sola.
—Mi tía y mis primas no tardarán mucho —respondí recatadamente—. A menos que algo las retenga inesperadamente.
—Las señoras tienen por costumbre dejarse retener inesperadamente —replicó él. Sus ojos reían. Sin duda sabía que yo me había retrasado para cambiarme—. Te sienta muy bien —prosiguió—, pero para manejar ganchillos tan intrincados cuatro manos van mejor que dos. Si me permites…
Me hizo girar. Sentí primero sus dedos, que abrochaban correctamente el vestido; luego, sus labios contra mi cuello.
—¡Bevil! —exclamé.
—Es mi recompensa. Los servicios prestados no pueden quedar impagados.
No me volví para enfrentarme con él, pues sabía que en la cara se me vería el placer. Él dijo, con cierta brusquedad:
—Me alegra haberte encontrado sola. Quiero decirte algo.
—¿Sí, Bevil?
—Ven, sentémonos.
Me cogió del brazo y ambos nos sentamos juntos en el sofá.
—Hoy parto hacia Cornualles —dijo.
No respondí; el corazón me latía demasiado deprisa y sentía un nudo en la garganta. En las fiestas siguientes me vería privada de su compañía, pero él tenía algo que decirme y para eso había venido. Yo creía saber de qué se trataba. Si estaba en lo cierto sería completamente feliz: quería que me llevara a Cornualles, lejos de la casa londinense a la que, sin duda, debería regresar muy pronto.
—Hay allá una reunión de la que debo participar —prosiguió él—. Es absolutamente esencial; de otra manera no iría.
—Desde luego.
—Por ser hija de un político sabes de esas cosas. Oye, Harriet…
El carruaje se había detenido frente a la puerta y mis parientes ya se estaban apeando. Oí la voz chillona de mi tía:
—Vamos, Sylvia.
Bevil me miró e hizo una mueca. Mi tía ya estaba en el vestíbulo. Me llegó su voz penetrante:
—En la biblioteca. —Allí estaba ya, a la puerta, y entraba garbosamente—. Mi querido señor Menfrey, qué amable ha sido usted al visitarnos.
Me sentí desencantada. El momento había pasado.
Bevil también debía de estar decepcionado.
Con la aparición de Sylvia y Phyllis, nuestro pequeño tête-à-tête quedó arruinado. Me dije que, si él había estado a punto de proponerme matrimonio, sería sólo una postergación; no debía abatirme demasiado.
Sólo más tarde comprendí la importancia del papel que representa la casualidad en la existencia; al detenerme para cambiar mi vestido de guinga por otro de seda había puesto en mi vida un alarmante signo de interrogación que me acosaría por algún tiempo.
* * *
Cuando Bevil se fue me sentí desolada. Hice una visita a Jenny y aproveché la oportunidad para subir a mi antigua habitación.
Allí estaba Fanny; parecía desdichada. Le pregunté si había algún problema.
—He estado leyendo lo que dicen los periódicos de usted —comentó—. Insinúan que habrá boda. Eso no me ha gustado mucho.
—¿Qué es lo que no te ha gustado?
—Usted ya es una señorita y supongo que ya no debo hablarle como en otros tiempos. Pero me tomaré esa libertad, porque para mí será siempre mi niña… ¡Y cómo no, si ha estado conmigo desde que era bebé!
—Sí, Fanny, lo sé. Pero ya no soy un bebé, ¿sabes? Y si me casara, ¿por qué no? Ya tengo dieciocho años, mujer.
—No es por eso, señorita Harriet. Es por… porque la mencionan junto con… Verá usted, siempre he soñado con que usted se casaría y me llevaría consigo… y que cuando llegaran los pequeños serían míos también.
—No hay nada que lo impida, Fanny.
Ella me miró con fiereza.
—No, no hay nada que lo impida. Así debería ser. Pero me gustaría verla feliz y… y bien casada.
—¿Acaso quieres elegirme el marido?
—No me atrevería a llegar tan lejos. Pero entre los hombres que usted conoce hay algunos que no le convienen.
—No sé qué quieres insinuar.
—Corren rumores y cotilleos. Y no siempre llegan a los oídos que podrían aprovecharlos mejor. Pero no seguiré midiendo las palabras, señorita Harriet. Me refiero a ese señor, Bevil Menfrey. Ya está dicho. Ahora no me mire usted con tanta altanería. Ya sé que no quiere oír una sola palabra contra él. Yo tampoco querría decir nada por no hacerla sufrir. Pero una bofetada a tiempo es preferible a toda una vida de angustia. No, no se enfade, señorita. Es que estoy preocupada. Me preocupo cuando veo en qué manos podría caer.
—¿Qué sabes de Menfrey?
—Que es uno de los Menfrey, y ya es bastante. Son mala gente. Lo llevan en la sangre y no hay remedio. Sí, ya sé que son de buen ver y saben usar su encanto. Pero en el fondo son mala gente. Vea, si no, lo que hizo la señorita Gwennan: plantar al pobre señor Harry en el último momento, y todo por un capricho. Es una Menfrey. En ellos no se puede confiar.
—¿Sabes algo sobre el señor Menfrey?
Ella frunció los labios y bajó la mirada.
—¡Fanny! —La cogí por los hombros para sacudirla—. Dime. Te lo exijo.
—No le gustará, señorita.
—Menos aún me gustará que trates de ocultarme algo.
—Mujeres. De eso se trata. Me han dicho que tiene una querida en una casita de St. John’s Wood. ¿Y se acuerda usted de la señorita Jessie, la hija del doctor? Pues bien, ahora trabaja como institutriz para una familia de Park Lane… y dicen que el señor Menfrey visita la casa con frecuencia…, los salones y las habitaciones de servicio.
—¡Puro cotilleo! —exclamé.
—Puede ser, señorita. Pero cuando se trata de usted aguzo el oído y escucho bien.
—¿Por qué me dices todo esto, Fanny?
—Le responderé contándole algo, señorita Harriet. Nunca le he hablado de mi pequeña, ¿verdad? Mi niñita. Nunca pude. Podía hablarle del orfanato y de toda esa miseria, pero no podía hablarle de mi pequeña. Verá usted: al salir del orfanato fui a servir en una casa, con una criada que tenía un hermano. Billy… Billy Carter. Era marinero. Nos casamos. Apenas un año después se lo llevó el mar. Cuando íbamos a Cornualles lo recordaba todo; pasaba la noche despierta, escuchando el mar, tan ruidoso y salvaje, y pensaba: «Ése es el mar que se llevó a Billy». Mi embarazo ya estaba avanzado; por las noches yo pensaba que cuando naciera el niño todo sería mejor. Me dijeron que fue por todo lo que yo había pasado: la impresión, el dolor y todo eso. La bebé apenas vivió un día… mi niñita… Creí que yo también moriría. Pero luego vine a esta casa. Había una pequeñita de la misma edad que la mía y había perdido a su madre. Ya ve usted: había una bebé sin madre y una madre sin bebé. Debía ser así: oficiando de nodriza recuperé a mi bebé.
—Ay, Fanny —dije, y me arrojé a sus brazos.
—¡Mi pequeña! —Me arrulló, acariciándome el pelo—. Le diré: mi pequeña no habría tenido padre. Y usted, en cierto modo, tampoco lo tenía. Pero también había una diferencia. Yo ya no lloraba hasta quedarme dormida: tenía que pensar en mi bebé. Fue providencial: tenía un bebé, al fin y al cabo. Supongo que por eso tengo derecho a advertirle, tesoro mío. Usted y yo estamos muy unidas, querida. Si la viera desdichada… creo que se me rompería el corazón.
—Fanny querida —murmuré—, no creas que no comprendo… No creas que no aprecio… Estaremos siempre juntas y mis hijos también serán tuyos. Pero te equivocas con respecto a Bevil y a los Menfrey.
Ella meneó la cabeza con pesadumbre.
—Y usted, cariño mío, está embrujada por ellos. ¿Acaso no la conozco bien? ¿Acaso no lo veía venir? En el fondo usted sabe que tengo razón, ¿verdad? ¿Me cree?
Me sentí a punto de estallar en lágrimas. No era justo que ella me arrojara su sentimentalismo y luego contara escándalos del hombre que yo amaba. Le volví la espalda.
—No me gusta el cotilleo, Fanny —dije—. No dudo que lo haces por mi bien. Siempre he sabido que podía confiar en ti, así como tú sabes que puedes confiar en mí. Pero conozco a los Menfrey mejor de lo que tú los conocerás jamás.
—Pero estoy preocupada —insistió.
La rodeé con los brazos.
—¿No te has percatado, Fanny, de que sé cuidarme sola?
Ella se limitó a menear la cabeza.
* * *
Cuando Fanny se fue me senté en el borde de la cama, angustiada. Aunque fingía no dar crédito a sus acusaciones contra Bevil, el sentido común me decía que muy bien podían ser la verdad. Así eran los Menfrey: la infidelidad era en ellos algo tan natural como la respiración. Era una tontería romántica pensar que Bevil cambiaría las costumbres de toda su vida sólo por mí. Yo lo sabía desde siempre, sí. Pero había tenido la loca idea de que, una vez casados, él se convertiría milagrosamente en el hombre que yo deseaba. Y lo que deseaba de él era que fuera tal como era y siempre había sido, salvo en un aspecto: debía ser fiel a una sola mujer, o sea a mí.
Y aun en ese momento me estaba engañando. ¿Cómo podía confiar en Bevil si, mientras me cortejaba (y sin duda era lo que estaba haciendo), tenía una amante en St. John’s Wood y, al mismo tiempo, estaba enamorado de Jessica Trelarken? Para comportarse así era menester una moralidad muy elástica… ¿y no era así la moralidad de los Menfrey?
El hombre capaz de semejante engaño ¿podía ser la roca sobre la cual una ansiaba construir su vida futura? ¿Qué confianza podía tener en alguien así? ¿Cómo podría sentirme segura?
Eso era lo que yo necesitaba, lo que siempre había echado de menos: seguridad. El deseo desesperado de los tiernos y vulnerables. Como mi padre me la negaba la había encontrado en Fanny. Y ahora ella me advertía, en un intento de evitar que me extraviara en los pantanos del matrimonio con un esposo que ella consideraba indeseable. Así también me había sujetado cierta vez para que no cayera en un ortigal.
Regresé muy pensativa a casa de mi tía.
Estábamos con la señorita Glenister en el cuarto de costura: extendidos sobre la mesa, metros y metros de satén blanco decorado con diminutas flores doradas.
Tía Clarissa había comprado esa tela a poco precio y se jactaba de su adquisición. La señorita Glenister, nerviosa, la medía y calculaba qué tipo de vestido se podía hacer con ella, mientras Sylvia y Phyllis discutían, riñendo, a cuál de las dos le sentaría mejor.
Yo escuchaba como solía hacerlo en esos días: divertida y con interés. Quería pensar en esos temas triviales; era una manera de impedir que mis pensamientos se desviaran por rumbos más incómodos.
—Mangas largas y fruncidas —arrulló Sylvia.
—No te sientan bien. Eres demasiado regordeta —replicó su hermana.
—Sin duda tú lo querrías con falda abultada… y parecerías una enana, puedes creerme.
—¡Niñas! —Exclamó tía Clarissa—. Si no os comportáis tendré que lamentar haber encontrado esta bicoca. La señorita Glenister nos dirá qué se puede hacer y luego decidiremos para quién será el vestido.
—Debe estar listo a tiempo para el baile de lady Carront —dijo Sylvia.
—Faltan sólo dos días —señalé.
—No importa; si es necesario coseré durante toda la noche para acabarlo —declaró mansamente la costurera.
Me acerqué la tela a la cara para mirarme al espejo. Sylvia rió.
—Mamá la compró para una de nosotras, prima —me recordó.
—Ya lo sé. Sólo he querido examinarla.
—Es demasiado delicada para ti.
—Para cualquiera de nosotras, quizá —dije—. Es muy elegante.
—¿Y no debemos estar elegantes?
—Debemos. Queda por ver si podemos.
—Siempre ingeniosa, tú. Pero con todo ese ingenio no has podido evitar que cierta persona se marchase, ¿verdad?
—¿Quién se ha marchado?
—Demasiado bien lo sabes. Después de haberte puesto bajo todas las miradas se ha asustado, supongo, por si te has hecho ilusiones.
Giré hacia mis primas, furiosa, pero en ese momento una de las criadas tocó a la puerta y entró.
—Ha venido una criada de la plaza Westminster, señora. Pide hablar con la señorita Harriet.
Bajé corriendo al vestíbulo, donde Fanny me estaba esperando. Comprendí de inmediato que había sucedido algo malo, terrible. Por algunos segundos ella pareció buscar en vano las palabras adecuadas para expresar una calamidad tan enorme.
—Señorita Harriet… Su madrastra…
—¿Está enferma? —Sacudió la cabeza.
—Ha muerto —dijo.