Capítulo 04

Cuando Fanny y yo llegamos a Liskeard fue una sorpresa ver que era A’Lee quien me esperaba. Sabía que alguien iría por mí, pero había supuesto que sería el carruaje de Menfreya.

—Ordenes de la señorita Gwennan —dijo él, saludándome como si nunca me hubiera ausentado.

—Pero este carruaje ¿no es el de los Leveret?

—Ella es casi una de los Leveret, señorita Harriet. Ya está dando órdenes.

Le temblaba la mandíbula inferior de risa contenida; a no dudarlo, Gwennan estaba dando de qué hablar al vecindario.

En el trayecto hacia Menfreya me contó que Gwennan quería ir personalmente por mí, pero había viajado a Plymouth por los preparativos para la boda.

—Casi siempre es la mamá quien se ocupa de los preparativos. Con la señorita Gwennan, no. Supongo que lady Menfrey aprendió hace tiempo a hacer lo que ella mandaba.

—Y tú no ves la hora de que ella sea la señora de Chough Towers, por lo que veo —comenté.

—Creo que entonces tendremos bastante jaleo, señorita Harriet.

—Me alegra estar aquí. Es como si nunca me hubiera marchado. Y sin embargo ha pasado mucho tiempo, A’Lee.

—Pues sí, tiene razón. La última vez que nos vimos usted era poco más que una niña. Ahora es toda una mujer. Supongo que la próxima será usted.

—Por el momento nadie me ha requerido, caballero.

Se le sacudió la mandíbula.

—Usted ha sido siempre una jovencita muy cauta, señorita Harriet. El que la requiera demostrará tener buen tino y saber lo que le conviene.

—Esperemos que yo tenga el buen tino de aceptarlo cuando aparezca. Éste es un tema que parece estar surgiendo en mi vida con demasiada frecuencia. ¿Es lo habitual o acaso he llegado a esa fastidiosa edad que llaman «de merecer»?

—¡Qué graciosa es usted, señorita!

—Dime, ¿hay alguna novedad por aquí?

—Hace unos seis meses murió el doctor.

—¿El doctor Trelarken?

—Sí. Había tomado un socio, el doctor Syms. Ahora sólo queda él.

—¿Y la señorita Trelarken?

—Pues… la señorita Jessie se fue… a Londres, creo. Estaba allá con una tía suya; se comentaba que iba a meterse a institutriz o dama de compañía. Es que no le quedó nada de dinero y ahora tiene que ganarse la vida, la pobrecilla.

—Yo diría que ella es muy… capaz.

—Muy capaz, ya lo creo. Ya verá usted que se casa bien pronto. Es una muchacha encantadora.

—Muy hermosa.

—Pues sí. De muy buen ver, como le digo siempre a mi señora. Hasta habíamos llegado a pensar…

—¿Sí? ¿Qué pensabais?

—Pues verá usted: el señor Bevil la miraba con ojos tiernos. Por cierto, siempre le han gustado las mujeres, pero con Jessie Trelarken parecía… Pero todo quedó en la nada. Ahora es un gran político, como usted sabe. Se alzó con una amplia mayoría de votos, ya puede usted creerlo. Aquí la gente es unida, ya se sabe. Le gusta apoyar a los suyos. Supongo que les gusta tener otra vez a un Menfrey como representante.

—Oh, claro, es que mi padre era un poco forastero, ¿verdad?

—Venga, que aquí las cosas son así. Él nunca fue de los nuestros, ¿verdad? En cambio usted sí, señorita; usted parece ser de los nuestros. Ha de ser porque vino aquí cuando era pequeña. Y nunca olvidamos que huyó de Londres para estar con nosotros.

—Ah… eso fue hace mucho tiempo.

—Pero aquí nunca lo olvidamos. Es como para pensar que usted podría casar con nosotros mejor que la mayoría de los forasteros. Vino aquí siendo pequeña. Y bien sabemos que aquí es donde está más a gusto. Siempre ha sido así.

—Tienes razón. Aquí me siento feliz.

—Pues entonces, señorita, es aquí donde debe vivir.

—¡Mira! —exclamé—. Ya se ve Menfreya.

—Sí. Llegaremos en un momento.

—Siempre me emociono cuando vuelvo a verla después de una ausencia.

—Ya veo que usted quiere mucho a esa vieja casa. Dicen que el señor Harry ha prometido hacerle muchas cosas después de la boda. Y me jugaría el pellejo a que la señorita Gwennan lo obligará a cumplir su palabra.

—¿Reparaciones?

A’Lee señaló con el látigo.

—Esas casas siempre necesitan reparaciones, señorita. ¡Pero si habría que tener obreros trabajando allí de Pascuas a Ramos! Grande como es… y con los siglos que lleva soportando nuestros vendavales y nuestros mares… Ya se entiende que necesite arreglos.

—Y Harry Leveret ayudará. Me alegro mucho.

—Por eso están tan complacidos con la boda. Si no fuera por el dinero, no creo que estuvieran tan contentos con el señor Harry. ¿Sabe qué le digo, señorita? Que en esta boda la que sale gananciosa es ella. ¡Menfrey! ¡Tanto orgullo, tanto orgullo, sólo porque tienen unos cuantos siglos de antepasados! Al fin y al cabo todos tenemos antepasados, ¿verdad?

—Supongo que sí —reconocí.

—Y verá usted: si es verdad todo lo que se cuenta de los Menfrey, yo no estaría tan orgulloso del apellido.

—Tienes razón —respondí—. Pero si los Leveret están satisfechos y los Menfrey también, no se puede pedir nada mejor. ¡Oh, mira, allí está la isla!

—¡Ah, sí! Ya había olvidado que ahora es suya, señorita.

—No es exactamente mía. Mi padre se casó. Tengo una madrastra.

—¿Qué? ¿Esto es de ella?

—Tampoco exactamente de ella. No tengo las cosas claras. De cualquier manera la isla es ahora de mi familia.

—No nos gusta mucho… que el viejo ducado pase a manos de forasteros. Pero como yo decía: «Está bien que sea de la pequeña, de la señorita Harriet, que eso ya no es tan malo».

—Qué amable eres.

—¡Pero si es la verdad!

—Tengo muchas ganas de ir a la isla.

—Pero supongo que no pensará volver a pasar la noche allí.

—Supongo que nadie aquí olvidará eso jamás.

—¡Qué va, si fue toda una historia! Hasta salió en los periódicos, que la hija de un miembro del Parlamento y todo eso… y toda Londres buscándola… y ella, escondida aquí, en el ducado. Aquí, como si dijéramos en nuestra misma casa.

—Lo que hice fue una necedad. Pero no olvides que yo era muy niña.

—Pues a nosotros no nos pareció tan necedad.

La mandíbula se le movía otra vez; no respondí, pues ya habíamos llegado a las puertas de Menfreya, que daban a la carretera; atravesamos la arcada, sobre la cual se veía ese antiguo reloj que jamás debía detenerse.

Levanté la vista. Marcaba la hora exacta, como siempre; comenté que funcionaba bien.

—¡Pues claro que funciona bien! —dijo A’Lee—. No puede ser de otra manera. Thomas Dawney está encargado de mantenerlo en condiciones. Y hace ya como cien años que los Dawney deben el techo y el pan a ese reloj. Desde el día en que se paró y Sir Redvers Menfrey cayó de su caballo, ¡buen cuidado tienen los Menfrey de que a esa máquina no le pase nada!

Pasamos debajo del reloj, junto al pabellón que alojaba a los Dawney desde hacía cien años; allí estaban los prados, con las hortensias y las azaleas en flor, con ese escaramujo encantador, que pasaba todo el invierno cubierto de bayas escarlatas.

En el gran vestíbulo, con sus muros llenos de cuadros, su techo abovedado y su escalera flanqueada por armaduras usadas por los Menfrey durante la guerra civil, recordé aquella noche en que Bevil me trajo a la isla; desde esa escalera Gwennan me había mirado con aire de reproche.

Ahora A’Lee jalaba de la campanilla. Pengelly, el mayordomo de los Menfrey, acudió al vestíbulo para conducirme a la sala roja, donde me esperaba lady Menfrey.

* * *

Fue estupendo reencontrarme con Gwennan. Era como una llama; parecía haber nacido con un fulgor que deslumbraba. Me bastaba mirarla para sentirme viva.

Entró mientras yo tomaba el té con lady Menfrey, me arrebató con su exuberancia y me llevó a su cuarto. Había cambiado, por supuesto. Era toda una mujer: voluptuosa y bella, ansiosa y entusiasmada.

«Así es Gwennan enamorada», pensé. Me habló de los planes para la boda.

—Todo el vecindario espera una celebración grandiosa. Será casi como una función medieval, supongo. Mi vestido de novia será una copia del que usó mi tatarabuela. Me paso el tiempo yendo a que me midan. Es aburridísimo, pues debo llevar a Dinah como acompañante. ¡Acompañante! A las señoritas solteras no se les permite ir solas a la gran ciudad. Una de las grandes ventajas de estar casada es la libertad. Te lo aseguro, Harriet. Tú seguirás encadenada, mientras que yo seré libre.

—Dicen que algunos esposos son como carceleros.

—Pero mi esposo, no. ¿Acaso crees que saldría de una prisión para entrar en otra?

—En realidad, creo que tu familia es más permisiva que muchas.

—Oye, ¿por qué hablar de esto, cuando tenemos tanto que contarnos? Ahora serás dama de honor. Es como si yo fuera una reina, ¿verdad? Vestirás de chiffon lila y lucirás…

—Horrorosa —completé.

—Ésa es la idea. Para contrastar con la bella novia.

Reímos juntas. Estar con Gwennan era muy grato. Ella también debió pensarlo de pronto, pues dijo:

—Cuánto me alegra que hayas venido, Harriet. Cuando ya me haya casado serás nuestra primera huésped, allí en Chough Towers.

—Me resulta extraño imaginarte allí.

—¿Verdad que sí? Te advierto que estamos haciendo grandes cambios. Harry quiere convertirla en un palacio digno de su reina.

—Creo que estás loca de amor por él.

—¡Y tanto! Pero se supone que debo disimularlo hasta el día de la boda. Hasta entonces debo tenerlo de rodillas ante mí. Luego será él quien me obligue a arrodillarme y a mí me tocará honrarlo y obedecerle.

—¡No creo que se atreva a eso!

—Espero que no. Me adora. Pero escucha: mañana iremos a Plymouth. Es bastante divertido. Como Dinah tiene una hermana allá, hago que vaya a visitarla. Así tendremos libertad.

—¿Libertad para qué?

—Ya verás. Pero antes tendremos que ir a casa de la modista para ocuparnos de ese vestido lila para ti.

Sonreía; imaginaba el futuro, pensé. Y caí en la cuenta de lo mucho que la quería, pues percibía en ella una suavidad nueva que atribuía al amor. Gwennan amaría con más fiereza que la mayoría, puesto que lo hacía todo con tanto brío. Si Harry Leveret y ella se amaban serían muy felices.

Entonces dijo algo extraño:

—A veces, Harriet, pienso que habría sido buena actriz.

Enarqué las cejas, a la espera de que ella ampliara el tema, pero no dijo nada más. Continuaba sonriendo al futuro.

Al día siguiente nos llevaron en coche a la estación, donde cogimos el tren a Plymouth. Nos acompañaba Dinah, la doncella de Gwennan, quien nos acompañó hasta la casa de la modista y acordó pasar a recogernos a última hora de la tarde.

—Es mucho tiempo para pasar con la modista —observé.

Pero Gwennan se limitó a sonreír y me dijo que dejara todo en sus manos.

Me tomaron las medidas y me mostraron la tela color lila. Ella dijo que regresaríamos tres días después para la primera prueba. Sólo habíamos estado allí una media hora.

—Te tengo reservada una grata sorpresa, Harriet. Iremos al teatro. Te gustará. Es estupendo: Romeo y Julieta. ¿Recuerdas qué bien leías poesía, aunque no servías para las tablas? No podías quitarte la timidez: ése era tu problema.

—¿Por qué no dijiste que iríamos al teatro?

—¿Qué necesidad había de decirlo?

—Es interesante.

Ella guardó silencio; aún jugaba en sus labios aquella sonrisa.

—Hasta es posible que te lleve detrás de los bastidores, después del espectáculo.

—¿Eso significa que tienes un amigo en la producción?

—¿No has dicho siempre que soy sorprendente, que nunca se sabe qué voy a hacer dentro de un momento? ¿No te he sorprendido también ahora?

Reconocí que así era.

—Lo disfrutarás, Harriet.

Pagó nuestros billetes y entramos en el teatro. Leí en el programa que se trataba de una compañía de repertorio; estaba pasando una breve temporada en Plymouth, para ofrecer Henry Arthur Jones y Pinero, además de alguna obra de Shakespeare, ocasionalmente.

Pero la actitud de Gwennan me interesaba más que cuanto pasaba en el escenario. Había una aventura en marcha: al reconocer las señales me sobrevivieron malos presentimientos. ¿Por qué se interesaba tanto por el teatro en vísperas de su boda?

Ella señaló un nombre en la lista de actores.

—Eve Ellington —leí—. ¿Qué pasa con ella?

—¿No sabes quién es?

Negué con la cabeza.

—¿Te acuerdas de Jane Ellington?

La recordaba, sí. Aún veía a Jane en el centro de nuestra habitación, en la escuela francesa, recitando escenas de Hamlet.

—¡Por Dios, no puede ser! —exclamé.

—Sí. Me escribió para anunciarme que estaría aquí y vine a verla. Fui a verla tras bastidores, tal como me había pedido, y allí me presentó a algunos miembros de la compañía. Desde entonces he venido varias veces.

—¡Por eso decías que te gustaría estar en el escenario! Es un poco tarde para pensar en eso, ¿no te parece? Estás a punto de casarte.

—Sí —reconoció—, es muy tarde. La undécima hora, se podría decir.

—No —corregí—. Es casi medianoche.

—No será medianoche hasta que comience la ceremonia —replicó, firme.

—No servirías para las tablas. No te aprenderías los parlamentos.

Se alzó el telón y comenzó la obra. Me pareció barata y vulgar; la actuación, mediocre. Lo extraño es que Gwennan parecía estar en trance. Romeo era bastante guapo; busqué su nombre en el programa: Benedict Bellairs. Me percaté de que Eve Ellington representaba a lady Capuleto. La reconocí de inmediato y me concentré en observarla. ¡Pobre Jane! ¡Ella, que tenía sueños tan grandiosos!

Cuando cayó el telón del primer acto lo comenté con Gwennan.

—No digas tonterías —repuso—. La chica está en sus comienzos, ¿no? A mí me parece un… gran logro.

—Crees que llegará a ser tan grande como Ellen Terry. Y que Romeo es el embrión de un Irving.

—¿Por qué no?

—Creo que ellos debían de ser mejores incluso al comienzo de la carrera.

—Eres demasiado cínica, Harriet. Siempre has sido así. Como tú no intentas nada, te mofas de quienes lo hacen.

—¡Oye, estás deslumbrada!

—Simplemente sé apreciar el esfuerzo.

No respondí. Comenzaba a preocuparme de verdad.

Tuve la sensación de que la obra no acababa nunca. De tanto en tanto echaba una mirada a Gwennan. Ella no se percataba: no tenía ojos más que para el escenario. Eso era insólito; claro que de Gwennan sólo cabía esperar lo insólito.

Después de la representación me llevó ansiosamente tras el escenario. Era la primera vez que yo me encontraba entre bastidores; me pareció estimulante, aunque algo mísero. Fue grato ver nuevamente a Jane, quien me recibió con mucha cordialidad. Nos sentamos a conversar en un cajón de embalaje. Me dijo que le encantaba esa vida y que no la habría cambiado por el esposo más rico del mundo. Creo que se refería a la inminente boda de Gwennan. Como su familia se oponía a que ella se dedicara a las tablas, se había fugado sin más. Era muy posible que su padre la hubiera excluido de su testamento, pero ¿qué importaba eso? «Cuando tienes dieciocho años y estás enamorada de tu profesión, —dijo—, el olor del maquillaje escénico vale más que todas las fortunas del mundo».

Gwennan conversaba con Romeo, que aún estaba vestido para la actuación y tenía la cara brillante de maquillaje. Pero me di cuenta de que era muy guapo.

—Quiero presentarte a Benedict Bellairs —me dijo.

Él se inclinó sobre mi mano.

—Bienvenida al escenario —dijo. Sentí en la espalda un escalofrío de aprensión. Ese hombre no me gustaba.

* * *

Gwennan se mostraba muy reservada; eso era extraño, pues rara vez se guardaba nada; siempre decía lo primero que le venía a la mente sin pensarlo dos veces. Por eso el cambio me alarmaba.

Durante el viaje de regreso la presencia de Dinah me impidió hablar del asunto, pero descubrí que los viajes a Plymouth se habían vuelto muy frecuentes e invariablemente incluían una visita al teatro.

¿A qué se debía ese repentino interés?

Por la noche, después de retirarnos, fui a su habitación, decidida a averiguar hasta dónde llegaba aquel enredo. Antes de tocar a su puerta la oí hablar, pero me dijo que pasara. La encontré de pie en el centro del cuarto, en bata; obviamente había estado declamando frente al espejo. Reconocí el libro abierto en la mesa: era el volumen de Shakespeare que habíamos utilizado en la escuela.

—Julieta, supongo —dije.

—¿A qué te refieres?

Eché un vistazo al libro abierto.

—La escena del balcón. Me gustaría escucharte: «¡Romeo, Romeo! ¿Por qué te llamas Romeo…?». Comienza desde ahí. Yo seré el señor Benedict Bellairs.

Se había ruborizado.

—¡Qué idea la tuya! —exclamó, enfadada. Y cerró el libro con violencia.

—El teatro te tiene embrujada, Gwennan. ¿Qué estás planeando?

—Nada.

—Cuando planeas algo yo lo sé. ¿Recuerdas que siempre lo adivinaba?

—No es nada. La función de esta tarde me ha inspirado. Eso es todo.

—No puedo decir otro tanto.

—¡Es que a ti nada te inspira!

—Tal vez una actuación tuya. Déjame ver tu Julieta.

—No fastidies.

—Dejaré de fastidiar cuando me digas hasta dónde ha llegado esto.

—Ya basta. Pareces la señora de la casa cuando sorprende al amo besando a la criada.

—Y tú, ¿a quién has estado besando?

—¡Ya basta, Harriet!

—¿Qué me dices de ese tal Benedict? No me digas que también con él estás tirando una cana al aire, como solías decir.

—Me resulta interesante. Eso es todo.

—¿Y sabe Harry lo interesante que te resulta ese hombre?

—¡Basta! Mira, ya lamento que hayas venido.

—Sí, debería volver a mi casa.

—No seas tonta. Ahora no puedes irte.

—Es que estoy muy preocupada, Gwennan. Ya no eres una colegiala: eres una mujer a punto de casarse. ¿No piensas en Harry?

—Tendré que pensar en Harry por el resto de mi vida. Quiero aprovechar la oportunidad de pensar en otra persona… por última vez.

—¡Qué cosas para que diga una novia! Oye, Gwennan, ¡crece de una vez!

—¡Y tú me lo dices! ¡Tú, que eres una niña! ¿Qué sabes de la vida? Solamente lo que has leído.

—Es posible saber más de la vida a través de los libros que entre los bastidores de un teatrucho.

—¡Basta!

—Te has puesto repetitiva.

—Y tú, insolente.

Me levanté para salir, pero ella me cogió de la mano.

—Escucha, Harriet. La compañía se irá una semana antes de la boda. Allí acabará todo.

—No me gusta.

—Es natural, señorita Pureza.

—Sólo espero que…

—Mentirosa. Sólo esperas que Bevil se enamore de ti y pida tu mano.

Le volví la espalda, pero ella no me soltó.

—Cada una de nosotras sabe demasiado de la otra, Harriet. Y sabemos también algo más: que cada una podrá contar siempre con la otra, por grande que sea la dificultad en que se encuentre.

Era verdad.

* * *

Al día siguiente Gwennan y yo fuimos a remo hasta la isla. Allí estaba la casa con sus cuatro muros, los cuatro frente al mar. La habían hecho algunas reparaciones; supongo que mi padre las había encargado antes de morir. Pero aún estaban allí los viejos muebles de Menfreya.

—¿A qué te recuerda esto? —preguntó Gwennan.

No era necesario preguntarlo. Jamás vería esa isla después de algún tiempo sin recordar la noche que había pasado allí y, sobre todo, aquel momento de miedo al oír la voz de Bevil, que subía con la muchacha de la aldea. Por entonces yo era demasiado inocente como para entender con qué finalidad la llevaba allí; por supuesto, ahora comprendía que, en la vida de Bevil, ése debió de ser sólo uno en una larga cadena de incidentes similares.

Me deprimía vagamente pensar en Harry, que amaba a Gwennan; en Gwennan, quien en vísperas de su boda dejaba que su fantasía se desviara hacia Benedict Bellairs; en Bevil, quien parecía creer, como su padre y la mayoría de los varones Menfrey, que el orden natural de las cosas consistía en volar de mujer en mujer, tal como la abeja, cuya función en la vida es polinizar.

El bote había tocado tierra; desembarcamos.

—¡Imagínate, que todo esto sea ahora tuyo! —comentó ella—. Los Menfrey hemos perdido para siempre este trocito de tierra. Es como el mar que poco a poco va devorando la tierra. Y aquí se levanta del océano, como un reproche para nosotros, cada vez que miramos hacia el mar. En años venideros los futuros Menfrey menearán la cabeza, diciendo: «Sir Endelion perdió esa isla; fue un momento tenebroso para Menfreya». A menos que vuelva a manos de la familia mediante un matrimonio, por supuesto.

—Tal vez —sugerí— la boda de una hija con un hombre de fortuna os permitirá volver a comprar la isla.

—No es tan fácil arrebatar las tierras de los Menfrey a quienes las adquieren. No siempre basta con tener dinero.

—Echemos un vistazo a la casa.

Usé la llave para abrir la puerta.

—Qué típico —comentó ella—. En nuestros tiempos nunca se cerraban las puertas con llave. Cambios y decadencia por todas partes, es lo que yo veo.

—Pues se la ve menos decadente que cuando era vuestra.

—Parece casi gazmoña. ¿Qué pensarán ahora los fantasmas?

—¿Hay más de uno?

—Creo que sí. Esta casa está muy hechizada. Pero es posible que los espectros no se presenten ante los forasteros. Nuestros fantasmas de Cornualles son muy exigentes.

Hablaba con una ligereza nada natural en ella. Se me ocurrió que tal vez sentía un poco de vergüenza.

Recorrimos la casa, pasando entre los muebles enfundados. Me aparté de ella para ir sola al dormitorio donde Bevil me había descubierto. Ahora podía imaginarlo al retirar la funda y verme yo misma, alzando la mirada hacia él. Bevil… En ese momento lo necesitaba como nunca.

—No me gustaría vivir aquí —dije—. Lo mejor es la vista.

—No hay más que mar hasta el horizonte.

—No, me refería al otro lado: la costa y Menfreya.

Gwennan me sonrió con afecto.

—Creo que estás tan encariñada como nosotros con esa vieja casa.

No nos quedamos mucho tiempo en la isla. Ya de regreso a Menfreya subimos por el jardín del acantilado y cruzamos el porche que daba al mar; mientras pasábamos frente a las cuadras salió uno de los caballerizos.

—Acaba de llegar el señor Bevil —anunció.

—Conque ya ha venido, ¿eh? —Gwennan sonrió y me echó una mirada irónica.

Traté de mantener la cara inexpresiva, pero no creo haber tenido mucho éxito.

* * *

Siguieron algunos de los días más felices que yo hubiera disfrutado nunca. Bevil trajo a Menfreya un ambiente de alegría. Tal vez lo acentuaba el hecho de que yo hubiera dejado de preocuparme por Gwennan. Él estaba siempre con nosotros; Harry Leveret venía todas las mañanas y los cuatro salíamos a cabalgar. Lady Menfrey, que vivía con el perpetuo temor de que su impetuosa familia cometiera alguna barbaridad, se consolaba diciéndose que nos vigilaríamos mutuamente.

Me convertí en una persona casi alegre. A caballo me sentía más feliz que sobre mis propios pies; así estaba en un pie de igualdad con todos; tal vez por eso era buena amazona. Todo parecía actuar a mi favor. Jessica Trelarken estaba bien lejos, en algún lugar de Londres, según A’Lee. Harry, completamente dedicado a Gwennan; ella, en sus propias complicaciones. Quedábamos Bevil y yo.

Ambos nos adelantábamos a la otra pareja; a veces los perdíamos de vista.

—No creo que nos echen de menos —decía él.

Jamás olvidaré aquellos ratos, con los animales al paso por el bosque, entre las sombras moteadas que arrojaba el follaje. Aun ahora, cuando estoy sobre el lomo de un caballo vuelvo a sentir esa loca exaltación. Descubrí entonces que nunca en mi vida encontraría a nadie que pudiera comparar con Bevil. Parecía ser todo lo que yo había soñado en mi niñez, al convertirlo en un caballero andante: mi propio caballero. Recuerdo el canto de los pájaros y la brisa del mar, ese viento leve de Cornualles que es como una caricia suave y húmeda, que embellece al dar lustre a la piel. De pronto aparecía el mar: azul de medianoche, de lapislázuli, de turquesa… pálido casi hasta el verde, aguamarina; todos los azules de la paleta celestial y mil tonos grises, verdes y madreperla. Pero nunca, como le dije a Bevil, tan bello como cuando lo tocaba el resplandor rojizo del amanecer.

—¡No me dirás que te despiertas temprano para verlo!

—Sí. Pero la mejor vista es desde la casa de la isla; desde allí se pueden contemplar el continente y Menfreya. Menfreya por la mañana es el espectáculo más encantador del mundo. La vi una vez…

Él rió, con los ojos leonados fijos en mí: en mi cuello y mi cuerpo. Luego me miraron a las pupilas.

—Recuerdo bien aquella ocasión. Te encontré acurrucada bajo un mueble enfundado. Yo pensaba que había algún vagabundo.

—Y yo creí que eras un fantasma. Hasta que oí voces. No venías solo, ¿recuerdas?

—No, desde luego. No iba a admirar el panorama. Pero algún día lo haré. Tendrás que invitarme, pues esa casa ya no nos pertenece; te prometo que llegaré temprano para que contemplemos a Menfreya por la mañana… juntos.

—Qué buena idea…

Miró por encima de su hombro.

—Parece que los hemos perdido otra vez —dijo, muy sonriente.

—Supongo que Harry se ha encargado de eso.

—Y debo reconocer que no he hecho ningún esfuerzo por impedírselo.

—¿Te parece prudente?

—Cuando me conozcas mejor, Harriet (y espero que así sea) descubrirás que no siempre soy prudente.

—Estáis todos muy contentos con la boda de Gwennan, ¿verdad?

—Es lo ideal. Harry es excelente persona. Y vivirán en Chough Towers. ¿Qué mejor que eso?

—Además es muy rico.

—En el ducado hay dinero, si sabes dónde buscarlo. Estaño, caolín, la piedra con la que construimos casas… y el mar está lleno de pesca. Hay fortunas enteras para quien sea emprendedor.

—¿Y los Menfrey no sois emprendedores?

—Nunca nos ha hecho falta emprender nada. Pero ser representante de Lansella no es precisamente una sinecura, ya puedes creerlo. Tú lo sabes por la carrera de tu padre.

—¿Te gusta esa vida?

Se volvió hacia mí.

—Es lo que siempre he querido. No me parecía correcto que Lansella no tuviera a un Menfrey como representante, si siempre había sido así. Desde muy joven supe que me dedicaría a la política. Tenía pensado todo tipo de reformas. Era joven e idealista. Podría haberte recitado todos los sucesos importantes de los distintos ministerios, remontándome hasta los de Peel, Russell, Derby, Aberdeen y Palmerston. He seguido la carrera de Disraeli y la de Gladstone… y también las de Rosebery y Salisbury, desde luego.

—Sí, yo también.

—¿Tú? Pero ¿por qué, Harriet?

—Porque a veces pensaba que podría despertar el interés de mi padre si le hablaba de política.

Me miraba con mucha atención.

—Dime, Harriet, ¿no crees que el mundo de la política es fascinante?

—Su gente es fascinante, sí. Me habría encantado conocer personalmente al señor Disraeli. Su matrimonio debe de haber sido perfecto: él, con sus rizos, su garbo y su ingenio; ella, con sus plumas y sus diamantes. He oído decir que se amaban profundamente; eso me parece estupendo.

—Qué romántica eres. No lo sabía.

—Resulta natural que ella lo amara, puesto que él era primer ministro, el favorito de la reina, y todo el mundo vivía pendiente de sus palabras; pero según dicen ella era bastante ridícula: varios años mayor que su esposo y no muy intelectual. Y él la escogió por su dinero. ¡Imagínate! Sin embargo, años más tarde dijo (o tal vez fue un comentario ajeno) que volvería a casarse con ella por amor, aunque en principio lo hubiera hecho por interés.

—Los matrimonios de conveniencia suelen acabar por ser los mejores. Ése es un excelente ejemplo. Lo tenían todo a su favor.

—¿Salvo el amor? —insinué.

—Tal vez el amor requiere tiempo para crecer.

—¿Y qué me dices del amor a primera vista?

—Eso es pasión, mi querida Harriet: una planta menos resistente.

—¿Eso crees, en verdad?

—Creo sólo en lo que ha sido demostrado. Como ves, soy hombre de poca fe.

—Pues esperemos que algún día puedas probar tus teorías.

—Así será, Harriet. No lo dudo. Por cierto, es interesante que tú seas hija del difunto representante.

—¿Te parece?

Él me observó, entornando los ojos para protegerlos del sol.

—En las próximas elecciones tendrás que ayudarme.

—Sería un placer.

—Una mujer puede resultar una gran colaboradora, sobre todo si es la hija del representante anterior.

—Pero aquí no necesitas de mi ayuda. Todos están deseando que tú los representes.

Se inclinó hacia mí para cogerme por la muñeca.

—Necesitaré de tu ayuda —dijo.

Y yo enrojecí de placer. Me sentía feliz. Debía obligarme constantemente a recordar que así era él con todas las mujeres. Sabía exactamente qué decir para complacerlas. Me sonreía.

—Me alegra que hayas crecido, Harriet. Debemos vernos con más frecuencia. Mi apartamento no está lejos de tu casa. Debes pedir a tu madrastra que me invite.

—Se lo pediré.

Tocamos apenas el flanco de los caballos para cruzar al trote el tramo despejado que teníamos hacia delante. Habíamos llegado al páramo; después de atar a los caballos nos sentamos por un rato en un muro de piedra. La mañana era gloriosa; como allí quedaba algo de bruma, el sol que iluminaba la alta hierba se reflejaba en los glóbulos de humedad adheridos a las briznas y los hacía refulgir como cristales. El viento suave me rozaba la piel. Me sentí feliz.

Luego él retomó el tema de Jenny.

—¿Te gusta vivir en esa casa, Harriet?

—Es mi hogar, supongo.

—No me explico que ella haya querido quedarse allí.

—Pensaba comprar una casa en el campo, pero no puede tocar el capital que le dejó mi padre. Al parecer lo tiene sólo para administrarlo por mí.

—Con que así son las cosas.

—No lo entiendo muy bien. Sólo sé que los de Greville, Baker y Greville le dijeron que no puede disponer del dinero para otra casa.

—Eso significa que, bajo ciertas circunstancias, recibirás una herencia considerable, mi querida Harriet.

—Espero no heredarla nunca, pues para eso ella debería morir primero. Eso sería horroroso. Le he cogido cariño, ¿sabes?

—Esos sentimientos te honran, Harriet.

—Sólo revelan que tengo sentido común. Si hubiera heredado toda la fortuna de mi padre sería buena presa para esos caballeros que buscan un matrimonio de conveniencia. Prefiero tener una fortuna modesta y verme relativamente a salvo de tales ataques.

—Tienes otros atractivos aparte de tu fortuna, modesta o no, querida mía.

—Me sorprendes.

—¿De verdad? Pues entonces estamos igual. Tú me sorprendes con tu conversación.

—¿Acaso pensabas que no sabía conversar?

—Sólo en los últimos tiempos me has dado oportunidad de comprobar que sí. —Me estrechó la mano, riendo—. Has de darme muchas oportunidades más, aquí y en Londres.

Se inclinó hacia mí para besarme en la mejilla. No con pasión, como yo imaginaba que besaría a otras, sino con suavidad, con extrañeza. «Ahora me observa bajo una luz diferente, —me dije—. Comienza a conocerme, a apreciarme». ¿O acaso comenzaba a saber lo de mi fortuna y era eso lo que apreciaba?

Pero no era una gran fortuna, pues Jenny era apenas unos pocos años mayor que yo; lo más probable era que yo no heredara sino pasados muchos años, si acaso. La idea me hizo feliz. No era por mi fortuna, sino por mí. Tanta felicidad, para alguien desacostumbrada a sentirla, era casi intoxicante.

Cuando volvimos a montar él dijo:

—¿Con que tu madrastra no sabía cuál era su situación?

—Escuchó la lectura del testamento y habló con el notario, pero no prestó atención a las cláusulas.

—Cualquiera diría que algo tan importante para ella debería habérsele grabado.

—Yo también estaba presente cuando leyeron el testamento y tampoco lo entendí. En realidad mi mente divagaba. Estaba pensando en…

—¿En qué?

—Pues… me lamentaba de que mi padre y yo nunca hubiéramos sido amigos, pues ya no podríamos serlo.

—Uno de estos días, Harriet, alguien tendrá que compensarte por todo lo que te ha faltado.

—Sería justicia. Pero la vida no siempre es justa, ¿verdad?

—Tal vez deberíamos ocuparnos de que lo sea.

¿Qué significaba eso? ¿No equivalía a una proposición matrimonial?

—Te propongo algo —dijo, cuando salimos de los yermos—. No tienes una idea clara de lo referido a tu herencia, ¿verdad? Podrías averiguarlo.

—Podría consultar a Greville, Baker y Greville.

—No hace falta. Puedes consultar una copia del testamento en Somerset House. ¿Quieres que lo lea por ti, cuando vaya a la ciudad?

Me atacó un súbito estremecimiento de alarma, pero dije:

—Sí, Bevil, por favor.

—Muy bien, déjalo por mi cuenta. Se está levantando un viento bastante fresco.

¿Era el viento lo que me hacía sentir frío?

Cuando se hace memoria después de una tragedia, los días precedentes parecen cobrar cierto aire irreal. Una ha estado conviviendo con lo obvio, sin ver lo que tenía bajo las narices.

Aquellos fueron días de sol y de preparativos; la boda se acercaba. Nueve días… ocho días… En nuestro último viaje a Plymouth, Gwennan y yo habíamos ido al teatro; los afiches de la compañía, en la fachada del edificio, tenían estampada la leyenda: «Ultima semana».

«Menos mal, —pensé—. Cuando se vayan Gwennan sentará cabeza y se olvidará de ellos». Pasado algún tiempo, cuando ella regresara de su luna de miel y me invitara a su casa, tal como había prometido, reiríamos juntas y diríamos que aquél había sido su «período candilejas».

El último día de la estancia de la compañía en Plymouth me sorprendió que ella no fuera a despedirse. «Ya ha acabado con ellos», pensé, aliviada.

Mi vestido estaba listo y ya colgaba en mi ropero. Era muy bonito, de chiffon lila, y lo acompañaba un tocado de hojas verdes. Las damas de honor vestirían de verde con toques de malva. Los colores serían efectivos, sin duda.

—Pero el verde trae mala suerte —comentó Fanny, ceñuda—. No entiendo que la señorita Gwennan haya escogido el verde.

—A mí no me sorprende —dije.

Ese día fue como tantos otros. Por la mañana salí a cabalgar con Bevil, Harry y Gwennan. Ella estaba algo distraída; supuse que pensaba en la partida de la compañía. No tuve oportunidad de quedarme a solas con Bevil, pues los cuatro nos mantuvimos juntos durante todo ese paseo.

Durante el resto del día ella pareció evitarme; me dije que necesitaba estar sola para pensar seriamente en su futuro.

Esa noche hubo partida de naipes en casa de los Leveret. Jugamos al whist, con bastante solemnidad, y nos retiramos a las diez. Me pareció que Gwennan estaba como ausente; una o dos veces le hablé y no me respondió. Supuse que imaginaba a los actores preparando el equipaje para seguir el viaje hacia la ciudad siguiente. Otro pequeño episodio acabado. «Gracias a Dios, —pensé—, no habrá tiempo para ningún otro antes de la boda».

Dormí bien; por la mañana Fanny, como de costumbre, vino a descorrer las cortinas y a traerme agua caliente.

—Otro día estupendo —anunció—, aunque algo brumoso. Dice Pengelly que es la bruma del calor. A primera hora la niebla era muy densa.

Me acerqué a la ventana para contemplar el mar.

Dentro de una semana debería volver a Londres y tía Clarissa se lanzaría sobre mí para presentarme en sociedad. No quería ver pasar el tiempo. Quería atrapar cada instante y mantenerlo prisionero.

Esa mañana saldríamos a cabalgar; Bevil, Gwennan y yo iríamos juntos a Chough Towers, donde Harry nos estaría esperando con impaciencia.

Bajé a desayunar. Sir Endelion y lady Menfrey, que estaban ya sentados a la mesa, me saludaron con afecto. Ella comentó que Bevil ya había desayunado, pero Gwennan aún no había bajado. Conversamos sobre el tiempo y la boda; después fui tranquilamente a la cuadra.

Una hora más tarde, poco más o menos, vi a Bevil.

—¿Saldremos hoy a cabalgar? —preguntó.

—Eso espero.

—Pues entonces ¿dónde está Gwennan?

—No la he visto.

—No creo que se haya levantado. ¿Por qué no subes a su habitación y le dices que se dé prisa?

Entré en la casa. Al ver a Dinah observé:

—La señorita Gwennan tarda en levantarse.

—Dijo que cuando me necesitara me llamaría.

—¿Cuándo dijo eso?

—Anoche.

—¿Y todavía no has subido? —Mi voz había adquirido un tono agudo, señal de aprensión.

—No, señorita. Es lo que ella me ordenó.

Mientras subía la escalera, de a dos peldaños por vez, veía su cara del día anterior… resignada. Se había arrugado. Ya lo sabía cuando abrí la puerta y vi la cama intacta, los sobres en el tocador. Característico de Gwennan, hacerlo de la manera más melodramática.

Me acerqué al tocador. Había allí tres cartas: una para sus padres, otra para Harry y una tercera para mí.

Me temblaban los dedos al desgarrar el sobre que llevaba mi nombre. Leí:

«Querida Harriet:

Lo he hecho. Era la única salida. No podía quedarme. Me voy con Benedict. Nos casaremos y tal vez actúe con él. Trata de que comprendan, por favor. Sobre todo Harry. No pude evitarlo; era una de esas cosas que no tienen remedio. Esto es diferente de todo lo que me haya pasado nunca, Harriet. Siempre seremos amigas, suceda lo que suceda. No lo olvides y trata de que los otros comprendan.

Gwennan».

Me sentía demasiado aturdida como para moverme. Oí risas en la cocina. Bevil gritó algo a uno de los caballerizos. Durante algunos minutos más la vida continuó a mi alrededor como de costumbre, pero eso cambiaría muy pronto.

Recogí las otras dos cartas y salí precipitadamente de la habitación.

—Bevil —llamé, mientras salía corriendo de la casa hacia la luz del sol—, ¡ven pronto!

Acudió a la carrera.

—¿Qué es lo que pasa?

Le mostré las cartas.

—Se ha ido, Bevil. Hay una para mí. Se ha fugado con Benedict Bellairs.

—¿Qué? ¿Quién?

Olvidaba, por supuesto, que nadie en la casa conocía la existencia de ese hombre, salvo yo y posiblemente Dinah.

—Gwennan se ha fugado con un actor.

Me arrebató la carta para leerla.

—Que va a casarse… Pero ¿qué hay de Harry? ¿Qué significa esto?

Me limité a mirarlo fijamente. Por su cara vi que comprendía. Y el asombro se convirtió en furia.

—Tú lo sabías —me acusó.

Asentí con la cabeza.

—¿Y por qué no has dicho nada? Le has permitido hacer esto. Es preciso ir por ella.

Entró en la casa a grandes pasos. Mientras lo seguía, llena de dolor y culpa, lo oí hablar a gritos con su padre. Sir Endelion, seguido por lady Menfrey, apareció al pie de la escalera.

—Gwennan se ha fugado con un actor —gritó Bevil.

—¡Qué!

Él giró hacia mí.

—Que os lo cuente Harriet. Ella lo sabe todo.

—¡Harriet! —fue una patética exclamación de lady Menfrey.

—¡No sabía que pensaba fugarse! —aseguré.

—Pero la boda… —empezó ella, quejosa.

—Iré a por ella —declaró Bevil—. Es mejor que parta de inmediato. ¿Cómo se llama ese hombre? Venga… abrid vuestra carta.

—¿Qué carta? —preguntó Sir Endelion.

—Pues sí —dijo él, furioso—. Ella lo ha hecho todo perfectamente. Ha dejado cartas para la familia… y para Harriet.

Me dolió que se desviara hacia mí la ira que le provocaba Gwennan. Sir Endelion habló con voz trémula; yo nunca lo había visto tan afligido.

—Temo que no tengo mis gafas.

Bevil cogió el sobre y leyó la nota en voz alta. Decía más o menos lo mismo que la mía: que amaba a Benedict Bellairs y huía con él porque no podía casarse con Harry. Esperaba que la comprendieran y perdonaran.

—¡Comprenderla! —clamó Bevil—. ¡Lo que se comprende es que es una tonta egoísta! ¡Perdonarla! ¡Ya verá cuando la tengamos de nuevo aquí!

Intervine:

—Desde luego, es horroroso casarse por amor antes que por motivos mercenarios.

Él me miró casi con desprecio, mientras su madre gemía:

—Esto es terrible…, terrible…

—Escuchad —la interrumpió Bevil, cortante—: Iré solo a Plymouth. Hasta mi regreso mantened esto en secreto. La traeré a casa y esto no irá más allá. Que no se enteren los criados.

—La compañía ya no está en Plymouth —le advertí—. Partieron ayer.

—¿Cómo se llama el grupo?

Se lo dije.

—Averiguaré adonde han ido y la traeré conmigo —dijo, ceñudo.

—No vendrá.

—Eso lo veremos.

Y partió hacia Plymouth, mientras yo acompañaba a Sir Endelion y a su esposa a la biblioteca. Ellos no cesaban de hacerme preguntas: ¿qué sabía yo?, ¿cómo era ese hombre? Lo hacían con aire de reproche: yo había ayudado a Gwennan en ese engaño.

Me sentía miserable por haberlos desilusionado, pero sobre todo por el desprecio de Bevil. Nunca antes lo había visto furioso, pero obviamente podía encolerizarse mucho.

Les hablé de las visitas de Gwennan al teatro; ya no tenía sentido ocultarles nada.

—¿Conque ibas con ella cuando se suponía que estabais en casa de la modista?

Les pregunté, enfadada, cómo habían podido creer que necesitábamos tanto tiempo para unas pruebas.

—Dinah debería habérnoslo dicho —se quejó lady Menfrey.

—Ya conocéis a Gwennan. Se lo prohibió.

—Sí —suspiró ella—. Ya conocemos a Gwennan.

Sir Endelion estaba asombrosamente callado; supuse que pensaba en el escándalo por el que había debido renunciar a su escaño en el Parlamento.

—¿Y tú, Harriet?

—¿Creéis acaso que podía denunciarla? —protesté.

—Pero ya ves lo que ha pasado. Cuando Bevil la traiga…

—No vendrá.

—El hará que vuelva. Siempre se sale con la suya.

—Gwennan también.

Lady Menfrey suspiró. Supuse que había debido enfrentarse muchas veces al carácter salvaje e intratable de su familia.

Luego apareció Harry Leveret, pues le extrañaba que aún no hubiéramos llegado a Chough Towers. Hubo que darle la carta que Gwennan le había dejado. Aun ahora me desagrada recordar la cara que puso al leerla.

Estaba consternado. ¡Pobre Harry! Obviamente la amaba mucho.

Ese día fue como una pesadilla. Bevil regresó sin ella, pálido y furioso. La compañía se había trasladado a Paignton; la siguió hasta allí, sólo para enterarse de que Benedict Bellairs había abandonado el grupo con destino desconocido.

No quedaba nada por hacer… de momento.

Vino el matrimonio Leveret; ella sollozaba. Yo no tenía valor para mirar a Harry; de vez en cuando alguno de ellos me bombardeaba a preguntas. Yo sólo podía decirles que había ido al teatro y que Gwennan mantenía amistad con un actor llamado Benedict Bellairs. Tuve que repetirlo una y otra vez, hasta que debí contenerme para no gritarles que me dejaran en paz.