En la escuela de educación social la vida era agradable, sin tanta disciplina como en Cheltenham. El hecho de ser amiga de Gwennan me dio inmediatamente cierto prestigio; hice algunas amistades, pero ninguna, desde luego, tan íntima como la que tenía con ella. Me recibió con gran alegría. Compartíamos un cuarto, lo cual resultaba conveniente, pues, como durante todo el día debíamos hablar en francés, parecía un privilegio poder charlar en nuestro propio idioma cuando estábamos solas.
Gwennan había ganado en estatura y voluptuosidad; era una belleza. Yo también era alta, pero delgada; de todas maneras allí estaba esa maldita cojera. No obstante las profesoras me miraban con buenos ojos, en la seguridad de que sería más dócil que otras pupilas, alegres y atractivas.
Bevil fue herido muy poco después de llegar a Sudáfrica, pero no antes de haberse distinguido por su valor. Regresó a la patria a tiempo para participar de las elecciones generales de septiembre, en las que obtuvo la representación de Lansella por amplia mayoría; puesto que su partido había retenido el poder, parecía tener un futuro brillante.
Gwennan se jactaba de su hermano con frecuencia y requería de mí que respaldara sus elogios. Yo lo hacía de buen grado.
Ella era la alumna más deslumbrante de la escuela; nunca se me hizo más evidente el encanto de los Menfrey. Hasta entonces podría haber supuesto que era obra de mi imaginación, por haber pasado mi infancia en una casa demasiado fría. Pero allí la veía entre muchachas de familias similares a las nuestras, entre las que se destacaba como una llama en un sitio oscuro.
Yo participaba indirectamente de sus aventuras; más de una vez debí ayudarla a salir de una situación difícil. Tenía admiradores en el vecindario y a menudo se escabullía cuando ya todos en la escuela se habían retirado. Esas aventuras nocturnas, según me decía, eran la sal de la vida. Y yo era quien debía cuidar de que la puerta ventana de nuestro balcón estuviera abierta cuando regresara. Debía montar guardia y avisarle cuándo podía trepar sin peligro por la enredadera y lanzarse al balcón. Debía hacer toda su tarea para que ella pudiera ausentarse. Yo quería a Gwennan tanto como quería todo lo relacionado con Menfreya, pero ella también me tenía cariño. Si alguna vez me veía en dificultades, no dudaba de poder contar con ella.
Ella ofrecía fiestas nocturnas en nuestro cuarto, lo cual estaba prohibido, naturalmente, aunque era una práctica frecuente; creo que las autoridades lo sabían y hacían la vista gorda. Mientras no vinieran invitados de fuera, esas reuniones se consideraban como una tradición semi-secreta de nuestra vida.
Yo las disfrutaba. Me agradaba tenderme en la cama y observar a Gwennan, que hablaba interminablemente de sí misma, de Menfreya, de su compromiso con Harry Leveret y de la vida en Cornualles. Una vez contó lo de mi fuga y cómo me había escondido en la isla hasta que me descubrieron. Eso puso momentáneamente el centro de interés en mí; ella me instó a participar con mi propio relato del asunto. Lo hice en mi estilo seco, que ellas consideraban cínico; fue un placer verlas allí, sentadas en las camas o en el suelo, mientras yo les contaba el caso en francés, pues sólo había unas pocas muchachas inglesas en el grupo.
Fueron días felices; creo que yo estaba decidida a disfrutarlos sin pensar en el futuro ni en el pasado. En toda mi vida no habría otro período igual.
De vez en cuando me sentía inquieta; me preguntaba qué estaría sucediendo, no sólo en Menfreya, sino también en Londres. Mantenía correspondencia con Jenny, pero ella no tenía pasta de escritora y sus cartas eran breves. Seguía en la casa de mi padre, pues no sabía qué hacer y confiaba en que yo también viviría allí cuando retornara.
Hubo varias cartas de ésas. Ella era tan poco sutil que no sabía disimular sus sentimientos; pronto comencé a descubrirles un tono diferente. Supuse que estaba superando su pérdida, pero tenía la inquietante sensación de que eso bien podía relacionarse con Bevil.
Mencioné el asunto a Gwennan. Recuerdo que ella estaba recostada en su cama tal como le gustaba, en el ángulo que le permitía verse reflejada en el espejo del ropero.
—¿Bevil? —Dijo, alzando los ojos sin dejar de mirar su propia imagen—. Me cuesta creerlo. En todo caso, de su parte sería sólo un capricho pasajero. Para él no existe otra que Jess Trelarken.
Aparté un poco la cara, para que ella no viera la curva descendente de mi boca. No tenía por qué preocuparme: ella sólo estaba atenta al vivaz semblante de Gwennan Menfrey, en el espejo.
—Pues sí, Bevil ha tenido incontables amoríos. Y los tendrá siempre, supongo. Es como papá. Pero siempre hay una a la que vuelven y vuelven. Para él, esa mujer es ella.
—¿Y qué hay de ella? ¿Crees que se pasará la vida esperándolo pacientemente?
—Por supuesto. Ya conoces a Bevil, ¿verdad? Es fascinante, como todos los Menfrey.
—Espero que no tenga también la vanidad de los Menfrey.
—¡Vanidad! Mi querida Harriet, ¿desde cuándo es vanidad enfrentarse a la verdad? ¿Preferirías que yo fingiera creerme fea e insignificante? ¿De qué serviría?
—De nada, pues no podrías convencer a nadie. Nada hay en ti más creíble que tu arrogancia.
—¡Bah! —exclamó—. Te repetiré algo que te he dicho más de una vez, Harriet Delvaney: si no te preocuparas tanto en convencer a la gente de que no eres atractiva, es bien posible que nadie lo notara.
—Al menos yo no me pongo en la indecorosa situación de tontear con otros hombres estando comprometida para casarme.
—¡Pero mi querida Harriet! Pronto tendré que sentar cabeza a una edad muy tierna. ¿No crees que tengo derecho a arrojar unas cuantas canas al aire?
—A menudo hay que recoger después lo que se ha arrojado.
—¡Vaya, qué réplica más inteligente! ¡Y más trillada! Creo haberlo oído unas tres mil veces en mi vida. Y admitirás que no es una existencia muy larga.
—¿Estás enamorada de Harry Leveret, Gwennan?
—No seas ridícula —dijo ella. Y cambió de conversación.
Su año en el extranjero terminó antes que el mío. Cuando retornó a la patria la extrañé mucho. Pasados tres meses volví yo también.
Mi madrastra se alegró de verme. Dijo que allí se sentía sola sin mi padre.
—Tal vez no soy el ama que corresponde para una casa como ésta —dijo, melancólica—. A menudo pienso que estaría mejor en el campo, en una casa pequeña.
—¿Y por qué no vendes ésta? —pregunté—. ¿Por qué no buscas algo más pequeño en el campo?
Me miró con aire incrédulo.
—¿No te disgustaría, Harriet?
Me reí de ella. En verdad era encantadora.
Recorrí toda la casa. Ahora que mi padre no la habitaba parecía diferente. Me detuve en la biblioteca a contemplar su retrato. El parecido era exacto, pero no era el padre que yo había conocido. Tenía los ojos casi benignos; a mí nunca me había mirado así. La sonrisa era divertida; los ojos, despiertos. Ese hombre tenía encanto para todo el mundo, salvo para su hija.
Subí la escalera y me asomé por sobre las barandillas; el olor a cera y trementina me recordó lo que había oído la noche de mi fuga. Estaba muy lejos de ser aquella niña que se creía fea e indeseable porque alguien, desaprensivamente, había dicho que lo era. Gwennan decía que yo estaba siempre a la defensiva; era cierto. Bastaba con que Bevil me dedicara un poco de atención para que en mí floreciera una personalidad nueva; bastaba con ponerme un vestido que había pertenecido a una de las Menfrey para tornarme atractiva.
Los Menfrey me estaban cambiando: Gwennan, con su franqueza brutal; Bevil, con su admiración. Pero a menudo me preguntaba si la ternura que él me demostraba era la misma que brindaba a todas. Él era muy atractivo para las mujeres; les demostraba lo mucho que las admiraba, las hacía sentir importantes. Y aunque estuviera enamorado de la hermosa Jessica Trelarken, distraía tiempo en ser amable con la feúcha de Harriet Delvaney.
Alguna vez se había pensado que Bevil y yo debíamos casarnos. ¿Habría cambiado eso? Pues al parecer mi padre había dejado su dinero a Jenny. Si bien yo tenía un buen pasar, ya no se me podía considerar una gran heredera.
Por entonces recibí una carta de Gwennan.
«Mi querida Harriet:
»Ya se ha fijado la fecha para la boda. He dicho que no aceptaré más dama de honor que tú. Cuanto menos debes ser la principal. Debes venir inmediatamente… o al menos lo antes que puedas. No tardes. Hay mucho que hacer y tengo montones de cosas para contarte. Mamá quería llevarme a Londres para una orgía de gastos, pero eso está fuera de consideración. ¡Cuestión de dinero, querida! Es la triste costumbre que la familia de la novia asuma todo el costo de la boda. Y aún no tengo un marido rico. Después de la luna de miel (será en Italia, amor mío, y después en Grecia) tú serás nuestra primera huésped en Chough Towers. Se lo he dicho a Harry y él está dispuesto a darme gusto en todo. Mi intención es que sea así durante toda la vida. Ven en cuanto puedas, pues debemos resolver lo de tu vestido para la boda. Tendremos que encargarlo a Plymouth, pero creo que entre las dos podremos idear algo espectacular.
»Menfreystow es un torbellino de entusiasmo; no se habla de otra cosa que de La Boda. Aún faltan siete semanas, pero hay mucho que hacer; si no vienes pronto no podremos tomarte las medidas para ese magnífico atuendo. Bevil está muy entusiasmado con la boda. Ahora que es miembro del Parlamento vive ocupadísimo. Creo que en el fondo está muy complacido por el hecho de que yo me case con mi querido y rico Harry, pues de esa manera él estará menos obligado a aceptar un matrimonio de conveniencia. Lo conozco bien. Si Jess tuviera una fortuna como la de Harry tendríamos en Menfreya una boda doble.
»Estoy cometiendo una indiscreción, pero ¿acaso no es mi costumbre? Debes quemar esta carta en cuanto la hayas leído, por si cayera en manos de: a) Bevil, b) Jess Trelarken o c) cualquiera que no seas tú.
»Ven pronto. Te echo de menos.
Gwennan».
Quería estar allá. Quería sentir la brisa del mar en la cara. Dormir en Menfreya y, al despertar por la mañana, ver el mar y la casa de la isla, que era nuestra. O antes bien, de Jenny, pues ahora todo parecía ser de ella.
Mientras estaba sentada junto a mi ventana, contemplando la plaza, vi llegar el carruaje. Jenny descendió de él con aire afligido.
Ya subía la escalera hacia mi habitación.
—Harriet —llamó—, ¿estás allí?
—Pasa —invité, mientras le salía al encuentro.
Parecía desconcertada, casi como un niño al que se le hubiera arrebatado el regalo que esperaba.
—La casa de campo…
—¿Sí? —Yo sabía que llevaba varias semanas buscando una con entusiasmo.
—No puedo comprarla.
—¿Por qué?
—Porque el dinero, después de todo, no me pertenece.
—Explícate, por favor.
—Tú estabas aquí cuando leyeron el testamento. Ya veo que tampoco entendiste.
—Creo que no presté atención. Pensaba en mi padre, en el pasado, en su boda contigo y todo eso.
—Yo tampoco presté atención. Ahora mismo no lo entiendo, aunque él me lo explicó una y otra vez, me repetía: «Esta todo en fideicomiso para la señorita Delvaney». Esa eres tú, querida. Al parecer yo cobraré los intereses o algo así mientras viva, pero cuando muera todo será tuyo. Nadie más puede echarle mano, salvo tú y yo. Por ahora tú tienes ese ingreso, el dinero dispuesto para tu educación y la dote; el resto es mío, pero sólo la renta. No se me permite tocar el capital. No puedo comprar una casa, pues el dinero es todo para ti. Es como si yo lo tuviera en préstamo hasta mi muerte, para que cobre la renta. Después será para ti, sólo para ti.
—Comienzo a comprender.
Conque él me había recordado, después de todo; se preocupaba por mi futuro más de lo que yo pensaba; sin duda se le había ocurrido que mi frívola madrastra sería presa fácil para los cazadores de fortuna; quien no se tomara la molestia de averiguar los términos del testamento antes de casarse con ella se llevaría una desagradable sorpresa.
Y yo aún era una heredera considerable. Al menos lo sería si moría Jenny.
Mi padre era de los que lo dejaban todo bien resuelto.
—Lamento lo de la casa, Jenny.
Ella sonrió.
—No tiene remedio, ¿verdad? Ahora que estás aquí ya no me aflige tanto.
Planeaba ir a Menfreya para la boda de Gwennan, pero algunos días antes de partir hacia Cornualles recibí una carta de tía Clarissa, quien me pedía que la visitara en su casa de St. John’s Wood.
Fanny me acompañó, pues cuando se visitaba a tía Clarissa era menester respetar todas las convenciones; ella habría considerado indecoroso que yo viajara sola. Debería haberme acompañado mi madrastra, pero no estaba invitada; de hecho, me dijo que tras su casamiento mi tía le había dejado muy en claro que no tenía intenciones de visitarla ni de invitarla.
Fanny tomaría el té con la doncella de mis primas mientras yo estuviera con la familia.
Se me hizo pasar a la sala, donde estaba mi tía con dos de mis primas: Sylvia y Phyllis. Clarissa, la menor, estaba todavía en el aula. Phyllis tenía más o menos mi edad; Sylvia, dos más.
Entré, muy consciente de mi cojera y de mi pelo que no se rizaba.
—Ah, Harriet. —Mi tía alzó lánguidamente la cara para que yo pudiera besarla en la mejilla, pero no se levantó y su saludo fue frío: no un beso de verdad, sino un mero contacto de la piel—. Siéntate, por favor. Allí, en el sofá, con Sylvia. Phyllis, querida, puedes pedir el té.
Mi prima echó atrás sus rizos rubios y se acercó a la campanilla. Sentí aquellos tres pares de ojos sobre mí: ojos desdeñosos, críticos, displicentes. «Gracias a Dios mis niñas no son como ésta», decían los de tía Clarissa.
—Dime, ¿cómo os lleváis… en esa casa?
—Muy bien, tía, gracias.
—Supongo que a ella le extraña que yo no la visite.
—No ha mencionado que eche en falta tu compañía.
Tía Clarissa, ruborizada, se apresuró a decir:
—No creo que debas regresar a esa escuela. Tu padre, antes de morir tan súbitamente, me pidió que te hiciera debutar junto con mis hijas. Y se lo prometí. Por eso te he pedido que vinieras.
—Me siento como si debiera salir a un escenario —comenté—. ¿Es necesario que debute?
—Si no se te presenta debidamente en sociedad, mi querida niña, no podrás actuar en los lugares adecuados. Me corresponde a mí, puesto que no tienes padre y que tu madrastra es… —dijo, estremeciéndose— tan indeseable. Tengo el deber de ponerte bajo mi ala. Mi intención es ocuparme de ti al tiempo que lo hago con mis dos niñas. Será mucho más barato.
—Tres por el precio de una —dije.
—Has adquirido la costumbre de hacer comentarios muy extraños y nada sentadores, querida. Estoy organizando fiestas y bailes para tus primas; tú te unirás a nosotras.
—No tengo muchos deseos de vivir la temporada londinense.
—No se trata de lo que desees, Harriet, sino de lo que necesita una muchacha de tu clase y posición social.
—Siempre me ha parecido que esa «temporada» es una especie de mercado matrimonial, para exhibir e inspeccionar el buen ganado.
—¡Niña! —Exclamó tía Clarissa, mientras mis primas ponían cara de horror—. No sé dónde has aprendido esas ideas tan extrañas. Supongo que no ha sido en esa escuela. De esa madrastra tuya, sin duda.
Llegó el mayordomo e hizo pasar a la criada de comedor, que dispuso el servicio de té en la mesa, cerca de mi tía. En presencia de los criados la conversación se limitaba al clima.
—¿Servirá usted, señora?
—Sí —respondió ella, despidiéndolos con el tono de voz.
Comimos bocadillos de pepino y tostadas; Sylvia repartió las tazas. Le dije que pronto iría a Menfreya para oficiar como dama de honor en la boda de Gwennan Menfrey.
—¡Con que Gwennan se casa! ¡Pero si apenas ha acabado la escuela!
—Ella no ha necesitado de un debut —observé, mirando a mis primas con malicia—. Y se casa con Harry Leveret, que es casi millonario, según creo.
—No tiene linaje —declaró mi tía, triunfal. Pero añadió de mala gana—: Aunque sí una fortuna considerable. Y ella se casa… apenas acabada su educación.
—Todo un logro —murmuré, con una sonrisa para mis primas— con el que no tenemos esperanzas de competir.
—¿Qué edad tiene?
—Ha de tener dos menos que tú, prima Sylvia. —Ella enrojeció.
—Supongo que eran amigos desde la infancia —musitó.
Me creían maliciosa. Más tarde mis primas comentarían que, al saber que me sería difícil encontrar esposo, deseaba que a ellas tampoco les fuera fácil.
—Cuando regreses me haré cargo —dijo mi tía—. Lady Masterton, que también presenta a su hija, me ha dado una lista de mozos encantadores a los que invitará a sus fiestas, de manera que no nos faltarán candidatos.
La perspectiva me acobardaba; habría preferido evadirla. No quería que me exhibieran como a una vaquilla de raza. «Cojea un poco, pero tiene fortuna… pequeña, por ahora, pero si muere su madrastra será grande. ¿Hay alguien dispuesto a aceptar el riesgo?».
—Tendrás que adquirir un poco de encanto, mi querida Harriet —estaba diciendo mi tía—. Sin encanto no tienes posibilidades de lograr nada.
—No me preocupa demasiado mi estado actual. Al fin de cuentas lo único que debería lograr es un marido, que tal vez no me haga falta. No olvides, tía, que mi padre me ha dejado bien provista.
Hubo un hondo silencio; luego ella contestó con firmeza:
—Mucho temo, Harriet, que has desarrollado ideas muy mercenarias. Y permíteme que te sea sincera: con esa costumbre tuya de expresarlas de manera tan desagradable no conseguirás…
—¿Un marido? —completé.
—¡Ay, niña! Realmente no sé por qué me tomo la molestia de presentarte junto con mis hijas. Ya veo que será una tarea muy poco grata.
Acabado el té, tía Clarissa ordenó a mis primas que me llevaran al aula para mostrarme algunos de los vestidos que usarían durante la temporada de su debut.
Se nos agregó la pequeña Clarissa. Era muy parecida a sus hermanas: bonita, aunque superficial y sin nada en la cabeza, tal como cabía esperar de una chica cuya educación hubiera sido supervisada por mi tía. Se las criaba convencidas de que el único objetivo era un casamiento ventajoso. Mientras escuchaba el parloteo de aquellas muchachas me pregunté qué clase de vida tendrían, aun si alcanzaban esa meta. Ya era imposible hacerles entender que lo más importante no era lo que sucediera en los pocos meses previos a la boda, sino en los años posteriores.
Yo era una extraña entre ellas, el pato en el nido de la gallina. De mí les daba miedo mi lengua, no mi cara o mi silueta. En eso me llevaban ventaja y estaban decididas a aprovecharla.
Me alegré de que llegara la hora de partir. Mientras regresaba a casa en el carruaje pude expresar mi irritación a Fanny.
—Ojalá no tuviera que volver a esa casa. Mi tía se propone hacer lo posible por conseguirme esposo. Me exhibirá en esos horribles bailes suyos. Será horroroso, casi como tener un letrero colgado del cuello: «Excelente oportunidad. Leve defecto de fabricación, pero con notables compensaciones. Para más detalles, diríjase a la señora Clarissa Carew, tía del producto».
—Ay, señorita Harriet, qué pico tiene. No sé cómo se le ocurren esas cosas. De cualquier modo no creo que usted sea de las que se casan contra su voluntad.
—Tienes razón, Fanny. Pero ¡cuánto detesto que me vendan!
Por suerte, antes de que se iniciara esa desagradable temporada estaría en Menfreya.