Habían pasado tres años desde mi fuga, los tres años más dichosos que yo hubiera vivido hasta el momento, aunque en la escuela no era tan popular como Gwennan. No tenía una inteligencia brillante, pero era más aplicada y mi deseo de destacar en algo me ayudaba considerablemente. Mi diligencia complacía a los profesores; gracias a eso era moderadamente feliz.
Entre mi familia y los Menfrey había crecido la amistad. Mi padre se interesaba especialmente en Bevil, pues A’Lee tenía razón al decir que esa familia siempre se dedicaba a la política. Era justamente lo que él había decidido; probablemente esperaba recuperar la tradición familiar de representar a Lansella. Mientras tanto, una vez terminada la universidad, recorrió toda Europa en una especie de gran gira. Ahora ayudaba a mi padre en su trabajo, con perspectivas de postularse para el Parlamento cuando se presentara la oportunidad.
Quedé atónita al verlos juntos, pues mi padre se mostraba encantador con él. Sin duda Bevil no tenía idea de lo diferente que podía ser con su propia hija.
Pasábamos las vacaciones de verano en Chough Towers, lo cual era prácticamente pasarlas en Menfreya. Como mi padre había decidido que el aire de Londres no me sentaba bien, en vez de estorbarlo en la capital quedaba al cuidado de los A’Lee, cosa con la que yo estaba muy conforme, sobre todo porque pasaba la mayor parte del tiempo en Menfreya, donde se me consideraba una más de la familia.
Al crecer aprendía a dominarme; aún estaba resentida con el mundo, pero podía controlar mis sentimientos con más facilidad. A veces soñaba que mi padre intentaba echarme de la casa o que me perseguía con un látigo. Recuerdo vívidamente el terror helado con que siempre despertaba de esas pesadillas.
No mencionaba esos sueños a nadie, mucho menos a Gwennan. Pero Fanny sabía. A menudo, al despertar, la encontraba junto a mi cama, pues me había oído gritar. A veces se metía entre mis sábanas y me tenía abrazada hasta que yo me quedaba apaciblemente dormida; otras veces me hablaba del orfanato. En la escuela era raro que tuviera esas pesadillas.
Como por un breve tiempo había temido perder a Fanny, ahora comprendía la importancia que tenía para mí. Era ella quien cosía los rótulos con mi nombre en las prendas de la escuela y quien me obligaba a cambiarme si me sorprendía la lluvia. Gwennan me envidiaba por ello.
—¡Suerte la tuya, tener doncella! —me decía—. Te acompañará hasta la muerte.
Para mí era un placer que Gwennan me envidiara; era algo más que debía agradecer a Fanny.
Gwennan era la chica más atractiva de la escuela, pero también respondona hasta el escándalo. Su encanto la sacaba de todos los problemas; creo que de otro modo la habrían expulsado. Tenía razón al decir que los Menfrey ejercían una atracción fatal sobre el sexo opuesto. Durante nuestra estancia en el internado hubo uno o dos amoríos que pasaron desapercibidos, pero de los que ella gustaba de jactarse. No sé hasta dónde llegaron; no siempre se podía creer todo lo que ella contaba. Yo vivía temerosa de lo que ella pudiera hacer, pero más aún temía quedar excluida de sus confidencias.
Fue ella quien me dijo que Bevil ingresaría en el Parlamento y que mi padre lo ayudaba. Aguardaría hasta poder postularse por algún distrito electoral y se establecería en él, a la espera de una renovación parcial o de las próximas elecciones generales.
—Tu padre puede hacer mucho por él. Por eso mis padres están tan empecinados en que todos seamos amigos. Y por eso, mi querida Harriet, nos han apuntado en la misma escuela y se te recibe tan bien en Menfreya.
—Me parece una motivación horrorosa.
—Casi todas las motivaciones lo son.
—¿Con que por eso eres amiga mía?
—No. Yo no me he dejado sobornar.
—No veo de qué modo podría yo sobornarte.
—Tú no. Pero el dinero sí. Mis padres quieren que seamos amigas por el bien de Bevil, claro, pero yo tengo mis propios motivos.
—¿Cuáles?
—Tú eres el perfecto contraste para mi belleza. —Se echó a reír—. ¡Ja! ¡Mira qué cara pones! No seas tonta. ¡Como si yo necesitara contrastes! Además, nunca he creído en esas cosas. No: me gustas porque vives enfadada por todo, porque te fugaste y todo esto. Y fuiste capaz de pasar una noche en la Isla de Nadie. Y no me delataste. Me alegro de que vayas a casarte con Bevil.
—¿Que voy a casarme con Bevil?
—Qué, ¿acaso no estás enamorada de él? «¡Que el cielo me ampare!», como diría la señora Pengelly. ¡Mira cómo te has ruborizado! Oye, te sienta mejor el rojo que el amarillo. No está mal; debería escandalizarte más a menudo, Harriet.
—No entiendo qué has querido decir con eso de… casarme.
—Niña, has de estar más ciega que toda una bandada de murciélagos. Ya sabes cómo se hacen estas cosas en familias como la mía. Nos eligen el marido… como si fuéramos de la realeza. Bevil es para ti; para mí, Harry Leveret. El pobre Harry es pelirrojo y no se le ven las pestañas. No creo que tenga muchas. Pero hay algo que tiene en abundancia: libras, chelines y peniques. Y en opinión de mi familia eso es mucho más importante que las pestañas. Tú también lo tienes. Por eso nos complace tanto que los Leveret y los Delvaney visiten Menfreya. Es razonable, ¿verdad?
—Son muy… mercenarios.
—Tenles consideración, Harriet. Son pobres. Tienen la casa más grandiosa de Cornwall, un viejo monstruo que devora libras, chelines y peniques. No puedes darte una idea. Somos casquivanos. Desde siempre. Los monstruos exigen sangre de jóvenes virginales y ricos, como tú y Harry. De ti estoy segura de que lo eres. Y creo que Harry también. Por eso os necesitamos.
—¿Y Bevil lo sabe?
—¡Claro que lo sabe!
—¿Y no le molesta?
—¿Que si le molesta? ¿Por qué, mujer? ¡Está encantado!
—¿Eso significa que le gusto un poquito?
—No seas tonta, Harriet. Eres una heredera. Tu padre tiene mucho dinero ¿y a quién podría dejárselo?
—No creo que me deje nada.
—Desde luego que sí. Los ricos siempre dejan todo a su heredero, por mucho que lo odien. Es una cuestión de orgullo o algo así.
—Pero es brutal… quiero decir… para ti y para Bevil.
—¡Alma de Dios! ¡A nosotros no nos molesta! —Se puso de pie con las manos unidas, tratando de poner cara de santa—. Es por el bien de Menfreya.
Poco después de eso me mostró la mesa del vestíbulo, diciendo:
—En otros tiempos tenía incrustaciones de piedras preciosas. Creo que eran rubíes. Ya ves que se le han quitado todos. Mis antepasados los usaron uno a uno… para salvar a Menfreya. Y como ya no quedan rubíes, hay que recurrir a los matrimonios.
—Yo seré una esposa más preciosa que los rubíes —aseguré.
Reímos juntas. Así eran las cosas con Gwennan: por mucho que me ofendiera siempre reíamos juntas; por mucho que me criticara o se mofara de mí, yo era siempre su mejor amiga.
Cuando mi padre decidió ofrecer un baile de disfraces en Chough Towers, Gwennan se empeñó en asistir. Teníamos dieciséis años y aún no estábamos oficialmente presentadas en sociedad, pero ella importunó a lady Menfrey hasta lograr que nos autorizara a mirar desde la galería, si mi padre lo permitía. Y puesto que lo pedía la señora, el permiso fue graciosamente otorgado.
—Necesitamos ropa —dijo Gwennan. Pero ni la misma lady Menfrey, que habitualmente se dejaba convencer por su familia, la tomó en serio.
Gwennan estaba furibunda y rabiaba; por días enteros no habló más que de disfraces y de cómo conseguirlos. Un día, al llegar a Menfreya, la encontré muy entusiasmada. Me saludó con estas palabras:
—Tengo algo que mostrarte. Vamos. Está en un lugar que aún no conoces.
Menfreya siempre me parecía misteriosa, pues aún me faltaba explorar una gran parte. Emocionada por la perspectiva de ver un sector nuevo, seguí ansiosamente a mi amiga, que me condujo a través de la casa hasta el ala del este, que era la más antigua y no estaba en uso.
—Esta ala necesita tantas reparaciones que, mientras no las hagamos, no podemos habitarla. De cualquier modo, ¿qué falta hace? Ayer vine, pero no quise quedarme, pues comenzaba a oscurecer.
Habíamos subido por un breve tramo de escaleras hasta una puerta que ella empujó, pero no pudo abrir.
—Ayer fue difícil, pero logré abrirla. Supongo que está cerrada desde hace años… desde que vine con Bevil, hace siglos. No te quedes cruzada de brazos, mujer. Échame una mano.
Apliqué el hombro a la puerta y empujé con todas mis fuerzas. Al principio se movió con lentitud, pero luego se abrió de par en par, dejando a la vista un pasaje sombrío, que olía a vejez y humedad. Por allí continuamos la marcha.
—Debemos de estar cerca del contrafuerte del este —susurré.
—No tienes por qué murmurar —gritó Gwennan—. No nos oye nadie. Estamos aisladas por completo. Pero tienes razón con lo del contrafuerte. Allí es donde te llevo.
Me castañeteaban los dientes, no de frío, sino de emoción, aunque el ambiente era frío.
—Qué raro, tener todo esto y no venir nunca —comenté.
—Una vez vino alguien a calcular los arreglos que se necesitaban; nos pasó un presupuesto tal que nos olvidamos del asunto. Fue por la época en que vine a explorar con Bevil.
—¿Cuando erais niños?
Ella no respondió.
—Ten cuidado en la escalera —dijo—. Cógete de la cuerda. —Habíamos llegado a una pequeña escalera de caracol, de peldaños muy altos y gastados en el centro; la cuerda servía de baranda y para impulsarse hacia arriba. Gwennan se detuvo al tope, sonriéndome con toda la cara, y levantó las manos—. Mira cuánto polvo.
—¿Por qué se te ha ocurrido venir?
—Ya verás. Mira esta puerta. La pusieron mucho después de construir la casa. En otros tiempos había sólo un panel que se deslizaba para entrar en la habitación.
—¿Qué habitación?
—Esto conduce a una especie de pasadizo y luego… a la habitación hechizada. Esta puerta también es difícil de abrir.
Era cierto; emitió un gemido de protesta que sonó como si una voz humana nos advirtiera que no debíamos entrar; al menos eso fue lo que yo insinué. Gwennan chilló de risa.
—¡Sólo a ti se te podía ocurrir eso! Ven… por aquí. Esto conduce al contrafuerte.
El ambiente se había vuelto glacial; el pasillo era estrecho; el muro, de piedra. Estábamos casi a oscuras. Alargué una mano hacia Gwennan y me aferré a su falda.
El pasadizo desembocaba en algo que apenas podía llamarse habitación; más bien era una abertura circular. No tenía ventanas: sólo una saetera abierta al aire en el grueso muro, por la que entraba algo de luz solar.
—¡Qué lugar tan extraño! —exclamé.
—Desde luego. En tiempos antiguos se lo usaba para encerrar a los prisioneros. Después él la trajo aquí… y finalmente quedó hechizado.
—Estás diciendo cosas incoherentes, Gwennan.
La gratificaba el asombro con que yo observaba aquel lugar. Me extrañó ver un espejo apoyado contra la pared, con el cristal manchado y el marco sin brillo; también había un baúl verde de moho. Descubrí otro pasillo como el que habíamos recorrido y se lo indiqué a Gwennan.
—Ven, que te lo mostraré.
Entró la primera en ese pasadizo; frente a nosotros había otra escalera de caracol como la que acabábamos de subir. Ella comenzó a ascender, contando los altos peldaños. Eran cuarenta; al final nos encontramos a cielo abierto, en un estrecho corredor circular, que circundaba el contrafuerte.
—Aquí es donde ella venía a tomar aire —anunció Gwennan.
—¿Quién?
—Ella, por supuesto. Si es verdad que ronda, supongo que sube aquí.
Los costados del contrafuerte estaban almenados. Nos arrodillamos en una cornisa para mirar hacia abajo, al mar, desde lo más alto de la casa. Gwennan señaló las ménsulas donde, según dijo, solían poner los calderos de aceite hirviente que arrojaban sobre quien viniese a atacarlos.
—Imagínalos —propuso— trepando los acantilados, preparando los arietes. Eso fue hace muchísimos años… mucho antes de que ella viviera aquí.
Me llené los pulmones de aire fresco, aferrada a la dura piedra del contrafuerte, y pensé: «Cuánto me gusta esta casa, donde han sucedido tantas cosas emocionantes, donde ha vivido y muerto tanta gente». Deseaba de todo corazón arraigar allí, ser una de ellos.
Gwennan había comenzado a contarme la historia:
—Trabajaba aquí como institutriz de los niños y este Menfrey, mi antepasado, se enamoró de ella. Cuando lady Menfrey lo descubrió, despidió a la mujer y le ordenó abandonar la casa. Pese a lo que ella creía, la institutriz no se fue. Como él no soportaba tenerla lejos, la trajo aquí, a este lugar, pues por entonces nadie sabía de su existencia. Solía visitarla en el cuarto de allí abajo. ¿Te lo imaginas, Harriet, escabullándose hasta el ala en desuso… deslizando el panel…? Estoy segura de que por aquel entonces había un panel. Él debía de traer una vela, quizá una lámpara… Y estarían juntos. El tuvo que ausentarse por un tiempo. Para ir a Londres, supongo… al Parlamento… y el reloj de la torre se paró. El reloj de la torre, ¿comprendes?, que supuestamente se para cuando va a morir uno de los Menfrey.
—No lo sabía…
—¡Es que no sabes nada, niña! Pues mira: se supone que el reloj de la torre se para cuando uno de nosotros va a morir, y no de muerte natural. Por eso Dawney tiene que cuidar tanto de mantenerlo en marcha. Nosotros no creemos en esas viejas leyendas… al menos, eso decimos… Pero hay quien lo cree, sí. Es lo que dice papá. Y debemos tenerlo en cuenta, sabe Dios por qué.
—Vaya, ¿y qué pasó? ¿Por qué se paró el reloj?
—Porque ella murió. Murió aquí arriba, en ese cuarto. Y también el bebé.
—¿Qué bebé?
—El de ella, claro. Es que nació antes de tiempo, ¿sabes? Y nadie estaba enterado. Murieron los dos. Por eso se paró el reloj.
—¡Pero si ella no era una Menfrey!
—Ella no, pero el bebé sí. Se detuvo por el bebé. Al fin regresó Sir Bevil.
—¿Quién?
—Debía de llamarse Sir Bevil… o Endelion, o algo así. Al regresar la encontró muerta. Entonces clausuraron ese cuarto y no volvieron a acordarse de él por muchos años… hasta que alguien lo encontró y reemplazó el panel por la puerta. Pero nadie quería venir aquí. Los criados decían que estaba hechizado. ¿Crees que puede ser cierto?
—El ambiente es frío y melancólico —comenté.
Ella se asomó por las almenas, con los pies separados del suelo, y yo me aterroricé, pensando que se iba a caer. Lo hacía a propósito para demostrar lo temeraria que era.
—Bajemos —pedí.
—Sí, es mejor. ¿Has visto ese baúl? Lo abrí. Por eso te he traído. Pero antes que nada quería que vieras esto.
Regresamos a la habitación circular. Gwennan levantó la tapa del baúl. Las manos se le llenaron de aquel moho verde; hizo una mueca de disgusto, pero el contenido del arcón le provocó una sonrisa.
Vi que tironeaba de algo que parecía una pieza de terciopelo color topacio, que no me despertó interés; pensaba en la mujer que había sido amada por un Menfrey.
—Se me ocurrió que tú podrías ponerte esta prenda parda —dijo.
La dejó caer al suelo y sacó un rollo de terciopelo azul, con el que comenzó a envolverse. Yo recogí el terciopelo topacio. Era un vestido de corpiño ceñido, con escote cuadrado y amplias mangas acuchilladas, que dejaban ver el forro de satín dorado. La falda debía de tener metros y metros de tela. Me lo puse contra el cuerpo; al mirarme en el espejo manchado me costó creer que ésa fuera yo misma.
—Te sienta bien —comentó Gwennan, apartando momentáneamente la atención de su persona—. Póntelo. Sí, póntelo.
—¿Aquí?
—Sí, sobre la ropa.
—Está muy frío. Debe de estar húmedo.
—Por un minuto no te hará daño. Es perfecto para el baile.
Contagiada por su entusiasmo, me pasé el vestido por la cabeza. Ella, a mi lado, tironeó para abrocharlo. En pocos segundos quedé transformada.
Era muy escotado. Mi jersey de merino gris asomaba en el cuello y en las mangas, pero eso no parecía importar: me sentaba como nada hasta entonces. Al recoger la falda algo cayó; lo levanté: era una redecilla, hecha de cintas y encaje, decorada con unas piedras que bien podían ser topacios.
—Eso va en el pelo —indicó Gwennan—. Anda, póntela.
Ahora el cambio era total. No era Harriet Delvaney, la pobre coja, quien me miraba desde el espejo manchado. Sus ojos eran más verdes y mucho más grandes; su cara, más animada.
—Es un milagro. —Mi amiga señaló la imagen reflejada—. No pareces tú. Te has convertido en otra. —Se echó a reír—. ¿Sabes qué te digo, Harriet Delvaney? Ya tienes vestido para el baile.
Se acercó a mi lado, envuelta en el terciopelo azul, y me alegré de que estuviera conmigo. De otra manera habría pensado que me estaba sucediendo algo muy extraño. Claro que la fantasiosa era yo.
Ella me cogió de la mano.
—Venid, querida señora. Bailad conmigo.
Y danzó en torno de la habitación, su mano en la mía. La acompañé. Ya habíamos dado toda la vuelta al cuarto cuando caí en la cuenta de que estaba bailando. ¡Yo, que estaba tan segura de que jamás podría bailar!
Ella también se había percatado.
—¡Cómo engañas, Harriet Delvaney! —gritó. Su voz despertó ecos raros en ese extraño lugar—. No creo que tengas nada malo en ese pie, al fin y al cabo.
Me detuve a mirármelo; entonces vi a la chica reflejada en el espejo. Fue un momento extraordinario, como cuando en aquel jardín me había levantado súbitamente para dar mis primeros pasos.
Estaba exaltada sin saber por qué; me dije que tenía alguna relación con el vestido que llevaba puesto.
—Pues bien, está decidido —dijo Gwennan—. Iremos al baile. Ahora quítate eso. Llevaremos estas cosas abajo para ver qué se puede hacer con ellas.
Volvimos juntas al dormitorio de Gwennan; me sentía como si comenzara a vivir dentro de un sueño.
* * *
En la víspera del baile mi padre bajó a Chough Towers y la tristeza cayó sobre la casa. Cuando él estaba allí las comidas eran siempre una dura prueba. Por suerte para mí (pero no para él), se nos unió William Lister. Pasábamos un tiempo que parecía interminable sentados ante la larga mesa del comedor, que daba a uno de los prados. Mi padre dirigía la conversación, que habitualmente trataba de política, y William introducía respuestas discretas. Si yo hablaba, mi padre escuchaba con obvia paciencia y por lo general ignoraba lo que yo había dicho; si William trataba de responderme, él solía cambiar de tema. Al fin decidí que lo mejor era no decir nada y rogar que la comida terminara pronto. A’Lee, junto al aparador, dirigía a las criadas de comedor, que eran dos; siempre me había parecido absurdo que tres personas necesitaran de tanta gente para servirlas, sobre todo porque sabía el trajín que eso ocasionaba en la cocina. En cuanto llegaba el momento del oporto me levantaba y los dejaba con su conversación. ¡Y cuánto me alegraba de poder hacerlo!
Cierta vez mi padre me dijo: «¿No sabes conversar, niña?». Yo me ruboricé sin decir nada, aunque habría querido gritarle: «¡Pero si cuando hablo me ignoras!».
Al menos tenía la mente muy ocupada con el vestido que ahora pendía en mi guardarropa, junto al de Gwennan; imaginaba que Bevil me veía con él y quedaba encantado; así no pensaba tanto en mi padre. Gwennan había dicho que no debíamos revelar a nadie nuestro descubrimiento, por si intentaran impedirnos que usáramos esos vestidos. No obstante me era imposible ocultarlo a Fanny; ella ayudó a confeccionar el traje azul de Gwennan e hizo los ajustes necesarios al de terciopelo topacio. Dijo que no veía ningún mal en eso, que después podríamos devolverlos al sitio donde los habíamos encontrado. Los colgó en el balcón para quitarles el olor a moho, según dijo. Así fue que, después de llevarlos a escondidas a Chough Towers, hubo en mi dormitorio largas sesiones que Fanny solía disfrutar tanto como nosotras.
En la noche del baile cepilló mi rebelde pelo hasta dejarlo bien liso sobre los hombros; luego me ayudó a ponerme el vestido y me sentó frente al espejo, para que me viera mientras ella terminaba de peinarme y me colocaba la redecilla enjoyada. Mis ojos verdes parecían más verdes por el brillo y tenía un leve rubor bajo la piel. Con ese vestido casi podía sentirme atractiva.
—Pues bien, ya está, milady —dijo Fanny—: Estáis lista para ir al baile.
La casa parecía haber cobrado vida. Se oían voces por todas partes; habían llegado los músicos y los invitados que se hospedaban en casa ya estaban con mi padre en el salón. Tía Clarissa no asistiría, puesto que Londres estaba muy lejos; mi padre estaría solo para recibir a la gente.
Me senté con Fanny junto a la ventana de mi cuarto, a presenciar la llegada de los carruajes. Era fascinante ver a los invitados, con sus disfraces y sus máscaras, cuando cruzaban el camino hacia el porche. La llegada de los Leveret provocó cierto entusiasmo, pues vinieron en su coche mecánico. Eran los únicos del vecindario que poseían uno de ésos; cuando salían con él la gente salía corriendo a verlos pasar; cuando se descomponía y era preciso hacerlo arrastrar por caballos, se criticaba mucho la locura de esos inventos modernos. Pero durante el año anterior, en Londres, esos artefactos habían recibido más respeto: una vez abolida la ley que obligaba a hacerlos acompañar por un hombre a pie, haciendo flamear una bandera roja, el límite de velocidad se había elevado a veintidós kilómetros y medio por hora. En la remota Cornwall, sin embargo, el carruaje mecánico seguía mereciendo una suspicacia despectiva. Y era preciso reconocer que los Leveret, disfrazados y dentro de esa cosa, resultaban incongruentes.
Solté una carcajada. Fanny dijo:
—¡Esto sí que es un circo!
—A mí me daba la sensación de estar en el pasado… hasta que apareció eso.
—Te estás emocionando demasiado, muchacha.
—¿De verdad?
—De verdad. Nunca te había visto así. No olvides que sólo miraréis desde la galería.
—Ojalá estuviera Gwennan aquí.
—No te aflijas, que la señorita Trapisondas estará aquí bien pronto.
Tenía razón. El carruaje de Menfreya llegó muy poco después de esas palabras. El primero en apearse fue un caballero del siglo XVIII: Bevil, que ayudó a su madre y a Gwennan; luego, Sir Endelion. No vi qué disfraz lucían los padres, pues sólo tenía ojos para Bevil.
Gwennan, con su capa de diario sobre un sencillo vestido de fiesta, parecía insignificante entre esos trajes brillantes; no me costó imaginar lo impaciente que estaría por ponerse el vestido de terciopelo azul.
Uno de los criados la trajo a mi habitación. Me escondí para que no me vieran con el traje color topacio y Fanny entretuvo a la criada mientras mi amiga entraba.
—Ya puedes salir, niña —dijo, cuando la mujer se fue. Luego ayudó a Gwennan a vestirse y nos dejó solas.
—El tuyo no es pardo —observó ella—. Es medio dorado. —Alisó sus pliegues de terciopelo azul con aire complacido. De pronto frunció el entrecejo—. Se sale de lo común, el tuyo —prosiguió—. De verdad, Harriet: nunca te había visto así. Ya sé qué pasa: ahora no estás pensando que la gente te odia; es eso. Pero ¿a qué esperamos? Quiero ir al salón. ¿Tú no?
Ya me habían indicado adonde llevarla: a la galería (esa imitación de palco para juglares) que daba al salón. Habíamos decidido esperar allí hasta que el lugar estuviera colmado; luego nos pondríamos las máscaras y bajaríamos.
—Así nadie reparará en nosotros —había dicho Gwennan.
Llegamos a la galería. Los pesados cortinajes de terciopelo púrpura estaban recogidos con bandas doradas, para que pudiéramos mirar; se habían puesto dos sillas algo apartadas de la barandilla; así no seríamos del todo invisibles, pero tampoco llamaríamos la atención.
Gwennan se acercó inmediatamente a la balaustrada para mirar hacia abajo. Yo me quedé algo más atrás, pero ¡qué espectáculo tan magnífico! Estábamos casi a la altura de las lámparas de gas. El colorido de los disfraces y los diferentes siglos representados daban a la escena un aire fantástico.
La contemplamos cinco o seis minutos antes de oír voces a la puerta de la galería; una de ellas era la de Fanny.
—Pero señor —dijo—, en realidad creo que no debería… pero si usted insiste.
—Claro que insisto. No sea aguafiestas, mujer.
Gwennan me miró.
—Es Harry —dijo—. Harry Leveret.
Se abrió la puerta. Fanny, enrojecida y nerviosa, repitió…
—En realidad no creo…
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Este caballero ha dicho…
Y allí estaba Harry, disfrazado de Drake; la barba postiza no casaba con el pelo rojo que asomaba por debajo del sombrero emplumado. Entró rozando a Fanny, que desapareció.
—¿Qué haces, Harry? —preguntó Gwennan, con una aguda nota de entusiasmo en la voz.
—¿Iba a quedarme allí abajo si estabas tú aquí?
No parecía en absoluto sorprendido de vernos disfrazadas; imaginé que ella le había contado lo de los trajes. La miraba con ojos brillantes.
—Y también tenemos máscaras, ¿verdad, Harriet? Anda, póntela y bajemos.
Noté que él no parecía muy complacido por la perspectiva de que yo los acompañara.
—No te preocupes —le dije—. No os molestaré.
—Ya encontrarás pareja —aseguró Gwennan, con la convicción que siempre ponía en las cosas que deseaba creer.
—Por supuesto —repuse, llena de orgullo, aunque no lo creía en absoluto. Ahora que llegaba el momento de unirme a los bailarines me sentía alarmada. ¿Qué pasaría si mi padre me descubría? Había permitido que Gwennan me metiera en esa aventura sin pensar bien en las consecuencias. A ella no le pasaría nada; allí estaba Harry Leveret para cuidarla; además, su familia no era como mi padre.
—Por supuesto que sí —confirmó Harry.
Abandonamos la galería para bajar al salón de baile. Me había prometido que regresaría inmediatamente arriba si me sentía demasiado sola entre toda esa gente; la idea me dio valor. ¡Y qué reconfortante era esconderse detrás de la máscara! Al pasar frente a un espejo vi fugazmente mi reflejo. No me reconocí. Y si yo misma no me reconocía, ¿quién podría hacerlo? De pronto me sentí muy excitada: por el colorido, la música, el brillo. Y por la extraña sensación de que, junto con el vestido, me había puesto una personalidad diferente.
Harry no veía la hora de tener a Gwennan toda para sí; en cuanto entramos en el salón la rodeó con un brazo para bailar un vals. Me detuve a mirarlos. ¡El bello Danubio Azul! Qué soñador, qué romántico. Cuánto me habría gustado estar entre esos bailarines.
Me escondí tras los tiestos de helechos para mirar, atrapada por la música; me imaginaba bailando allí… con Bevil, desde luego.
Y de pronto lo vi. Bailaba con una hermosa muchacha vestida de Cleopatra; reía, la miraba, le decía cosas divertidas… y afectuosamente, sin duda. Recordé cómo me había hablado al traerme desde la isla.
Y me había besado; sólo de broma, desde luego.
Una vez más pasó bailando frente a mi rincón.
Y al pasar me miró directamente. No tuve dudas, aunque la máscara hacía que fuera difícil verle los ojos. Se había acercado mucho a los helechos, casi como si quisiera echar un buen vistazo a la silueta refugiada allí. Luego se alejó y yo me dije que eran cosas de mi imaginación. Lo reconocía porque lo había visto llegar con su familia; además lo habría reconocido en cualquier lugar. Pero él no podía reconocerme con la misma facilidad: el vestido, la redecilla y la máscara hacían de mí una persona muy diferente.
El vals había terminado; siguió una pausa en que se triplicó el peligro de ser descubierta. ¿Y si alguien me veía allí, escondida en el rincón? ¿Qué hacía una jovencita en el baile, sin una mamá o algún tipo de acompañante que cuidara de ella?
Se reinició la música. Había llegado el momento de escapar a la galería y sentarme allí a contemplar el baile, como se me había indicado. Pero la tentación de quedarme era demasiado fuerte. No soportaba apartarme de allí. «Gwennan me despreciaría por huir», me dije. Pero había algo más. Con ese vestido me sentía diferente. Y no podía olvidar que, en aquel extraño cuarto circular del contrafuerte, había bailado.
—¿Sola, señorita?
Mi corazón empezó a palpitar incómodamente.
—En este momento, no —tartamudeé.
Bevil se echó a reír. No podía ser él. Yo debía de estar soñando.
—Usted me ha llamado la atención —dijo—. He regresado con la débil esperanza de encontrarla aquí. Sin duda acaba de llegar: de lo contrario la habría visto antes.
—¿Entre tanta gente?
—Usted no puede pasar desapercibida.
Así hablaba él a las mujeres. Era un coqueteo. Y con Bevil me resultaba muy agradable.
La orquesta empezó a tocar otra pieza.
—Un cotillón —dijo él, con una mueca—. Nos quedaremos aquí, a conversar… a menos que usted prefiera bailar.
—No, preferiría no bailar.
Se sentó a mi lado, sin dejar de mirarme a la cara.
—Creo que la conozco —dijo.
—¿Le parece? —repliqué, tratando de cambiar la voz.
Él me cubrió la mano con la suya.
—Estoy seguro.
Retiré la mano y la dejé caer entre los pliegues de terciopelo topacio.
—No sé de dónde —musité.
—Eso es fácil de averiguar.
—¿No se supone que debemos ocultar nuestra identidad? ¿No es más divertido así?
—Tal vez, si uno sabe que tarde o temprano podrá satisfacer su curiosidad. Pero yo soy muy impaciente. —Se había inclinado hacia mí para tocarme la máscara.
Me aparté, indignada.
—Disculpe —dijo él—. Pero estoy muy seguro de conocerla y me parece increíble no saber quién es.
—Es que soy una mujer misteriosa.
—Pero usted sí sabe quién soy yo.
—Sí…, lo conozco.
Él se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿Se declara vencido? —pregunté.
—Ya veo que no me conoce bien. De otro modo sabría que nunca me doy por vencido. Pero dispongo de toda la noche. En primer lugar, permítame decirle que la encuentro encantadora. Su vestido es estupendo.
—¿Le gusta? —Sonreí al recordar cuánto se lo había sacudido y tendido al sol para quitarle el olor a humedad, los saquitos de espliego que Gwennan había conseguido para poner entre los pliegues.
—Lo he visto en alguna otra parte.
—¿Dónde? —pregunté.
—Es lo que trato de recordar.
Yo estaba en la gloria. Me oí reír de esa conversación suya: ligera, insustancial, frívola; sin embargo parecía tener cierta profundidad. Yo le interesaba, sí; al verme en ese rincón había venido por mí en cuanto pudo dejar a su compañera de baile. ¿Quién lo hubiera creído?
Y allí estaba yo, alegre como cualquiera de los invitados, respondiendo a sus bromas; descubría que yo también tenía el don de ofrecer réplicas que se pudieran confundir con ingenio. Él no se aburría, por cierto, pero estaba intrigado. No podía descubrir quién era yo. Tal vez, si hubiera sabido que yo estaría en el baile, lo habría adivinado. Pero siempre había visto en mí a una criatura y aún era así; no se le ocurría pensar que yo pudiera estar en el baile. Había llegado con su hermana vestida con sencillez; se le había dicho que ella y yo nos sentaríamos en la galería; no sabía nada sobre el descubrimiento de los vestidos. No: no se le ocurriría pensar que la joven con quien estaba disfrutando un interludio tan apasionante era la pequeña Harriet.
El cotillón había terminado; ahora tocaban un vals.
—¿Bailamos? —propuso.
Yo misma me sorprendí. Si no hubiera sido por la embriaguez de la velada, la presencia de Bevil y mi nueva personalidad, pese a haber danzado con Gwennan habría murmurado que no sabía bailar. Pero estaba aturdida y me dejé llevar a la pista; si cojeaba, no me percaté; tal vez lo voluminoso de las faldas ocultaran mi defecto; al menos eso me pareció. Y allí estaba, valseando con Bevil. No diré que lo hacía bien ni como una experta. Bevil tampoco era gran bailarín. Pero bailé. Y con tanta gente como había en la pista, los pasos de una sola persona no tenían importancia. Además estaba tan feliz que la vida me parecía maravillosa, como si todo hubiera cambiado.
Antes de que acabara la pieza Bevil propuso que fuéramos al comedor; allí me hizo sentar ante una mesa mientras él iba en busca de comida. Regresó con una bandeja y copas de champaña.
Era la primera vez que yo probaba ese vino; me sentí más aturdida y feliz que nunca. Por un momento vi a Gwennan con Harry Leveret, tan absortos el uno en la otra que no creo que repararan en mí.
Después de cenar salimos al jardín. Bevil me cogió de la mano para cruzar el prado, bajo el claro de luna, hasta un asiento bajo los árboles; desde allí contemplamos a los bailarines que iban saliendo a la terraza; las puertas ventanas abiertas dejaban oír los compases de la música.
—¡Ya sé! —Exclamó Bevil, de súbito—. ¡Ese vestido! Ya sé dónde lo he visto.
—Dígame, por favor.
—En Menfreya.
—Ah —musité inexpresivamente. Recordaba lo que Gwennan me había dicho: que ella y su hermano habían descubierto ese baúl años atrás. Lo sorprendente era que Bevil se acordara de un vestido.
—¡Pero si es exactamente igual! La redecilla… el traje… Podría ser usted, sólo que ella no tiene máscara, desde luego.
—¿Quién?
—Es un retrato de los que tenemos en Menfreya. Se lo mostraré… pronto. ¿Cuándo podrá ser? Tiene usted que venir a Menfreya para que se lo muestre. ¿Vendrá?
—Sí.
—Es un alivio. Tenía un miedo terrible de que desapareciera después del baile, de no volver a verla. Me lo promete, ¿verdad?
—Se lo prometo, sí.
—¿Cuándo?
—Mañana —dije—. Mañana iré a visitarlo y le pediré que me muestre el retrato. Él me estrechó la mano.
—Sé que usted es de las que cumplen lo prometido.
—Hábleme de ese retrato, por favor.
—Es una antepasada mía. Una lady Menfrey de tiempos lejanos. Mi tatarabuela… o tal vez la abuela de mi tatarabuela. Pero su vestido es una réplica perfecta del que ella luce en el retrato. Es como si usted hubiera bajado de la tela.
—Me encantaría verlo.
—Mañana. Lo prometo.
Yo habría querido amarrar el tiempo para que no se moviera, pero en ese mismo instante la gente volvía al salón para bailar la última pieza antes de la medianoche, momento en que se quitarían las máscaras. Debía escapar antes. No quería desenmascararme junto a Bevil, verle en la cara la desagradable sorpresa, oírle exclamar «¡Harriet!». Peor aún: ¿y si me veía mi padre?
Por esa noche quería ser un atractivo misterio enmascarado.
Nos vimos atrapados por la multitud que regresaba al salón. Lady Menfrey, que estaba cerca, llamó a Bevil; cuando él se volvió hacia su madre yo aproveché la oportunidad. Me escurrí por un pasillo, pues conocía la casa como pocos, y al llegar a la escalera principal la subí de prisa hasta la galería. Faltaban veinte minutos para las doce.
Más tarde, desde mi palco, lo vi entrar en el salón de baile; miraba a su alrededor, buscando con ansias. ¡Me buscaba a mí!
Gwennan entró corriendo a las doce menos cinco. Yo pensaba que se dejaría atrapar allí abajo, pero era característico de ella esperar al último instante.
Estaba arrebolada y radiante.
—¡Qué baile tan maravilloso! —exclamó—. ¡El mejor baile de mi vida!
Le recordé, riendo, que era el único baile de su vida y, por lo tanto, bien debía ser el mejor.
Un momento después reíamos juntas. Esa noche yo era otra. Había vivido una aventura, no menos maravillosa que la de Gwennan.
* * *
Esa noche dormí muy poco; permanecía despierta, repasando todo lo que había sucedido en el baile. En una oportunidad me levanté a encender la vela y saqué el vestido del armario; me miré al espejo, con el traje apoyado contra el cuerpo. Era cierto que tenía cierto efecto sobre mí. Aún en medio de la noche parecía diferente… feérica… hasta atractiva. Sí, no había duda: parecía ese tipo de persona a la que se mira dos veces. No era hermosa; ni siquiera a la luz de la vela podía engañarme tanto, pero mi cara tenía cierto encanto medieval que necesitaba, para surgir, del color discreto del vestido, de su estilo.
No dormí hasta el amanecer y aun entonces fue sólo una hora. A la mañana siguiente en la casa reinaba ese caos posterior a todo baile, algo que yo conocía muy bien; todo el mundo estaba fatigado e irritable, salvo yo. Me sentía exaltada.
Por la tarde fui caminando a Menfreya, segura de que Bevil me estaría esperando… aunque ignoraba, desde luego, que era a mí a quien esperaba. «Qué mala sorpresa, —pensé—, descubrir, en vez de la misteriosa mujer de la fiesta, a esta colegiala de vestido gris, capa discreta y pelo desgreñado, sin la protección de una redecilla enjoyada». Si al menos hubiera podido ponerme ese vestido me habría sentido muy diferente.
La casa estaba en silencio, pero Bevil estaba allí. Entré directamente en la biblioteca, sin hacerme anunciar.
—Vaya, pero si es Harriet —dijo. Sus modales eran perfectos. Si se había llevado una desilusión no lo dejó entrever.
—Esperabas a alguien, ya veo —dije—. Bueno, perdóname por ser sólo Harriet.
—¡Pero si estoy encantado! —Arrugó la cara con esa sonrisa que yo conocía y amaba.
—Pero esperabas a una mujer cautivadora y te preguntabas cómo sería con ropa moderna. Tal vez la imaginabas con un traje de montar de terciopelo morado, sombrero negro y un delicado velo que protegiera su cutis deslumbrante.
—¿Quién es ese fantasma delicioso? ¿Y cómo puedes saber tanto de lo que yo esperaba?
—Porque anoche estuviste con ella en el baile. Prepárate para una impresión ingrata, Bevil. Tu compañera de anoche no era lo que tú creías. Te lo confesaré de inmediato. Anoche me disfracé; estaba irreconocible.
—¡Eso es lo que tú piensas! ¿Crees acaso que no te reconocería en cualquier lugar?
—¡Lo sabías!
Me cogió por los hombros, riéndose de mí. Luego se inclinó para besarme, como en el bote.
—¡Con que lo sabías desde un principio!
—Si tú me reconociste, mi querida Harriet, ¿por qué crees que yo a ti no? Mis poderes de percepción están tan desarrollados como los tuyos.
—Es que te vi llegar y… y te reconocería en cualquier parte.
—Igual que yo a ti. Oye, ¿qué juego era ése de anoche? Gwennan también estaba allí. Fue una conspiración entre vosotras dos. ¿Dónde conseguisteis esos vestidos?
—Aquí, en Menfreya.
—Ya lo imaginaba.
—Prométeme que no dirás nada. Gwennan se pondría furiosa.
—Y su furia me aterroriza, naturalmente.
—Pues verás: queríamos ir al baile y encontramos esos vestidos en un baúl. Entonces…
—Dos pequeñas Cenicientas fueron al baile. Y no olvidaron desaparecer antes de la medianoche, dejando a dos Príncipes Azules desolados, sin saber qué había sido de ellas. Pues bien, Harriet, debo darte las gracias por hacerme pasar una velada agradable. No temas por tu secreto. Prometí mostrarte algo si venías hoy, ¿verdad? Ven, acompáñame. Vamos.
Lo seguí hasta el gran vestíbulo; subimos la escalera hacia el ala protegida por el contrafuerte donde habíamos encontrado los vestidos.
—¿Tienes miedo de los fantasmas, Harriet? —preguntó por encima de su hombro—. Esta ala no se utiliza mucho. Se dice que está hechizada. Todas las casas como ésta deben tener su fantasma. Lo sabías, ¿verdad? Si tienes miedo te cogeré de la mano.
—No tengo miedo —aseguré.
—Siempre he sabido que no sería fácil asustarte. —Luego lanzó una exclamación de disgusto—. Aquí hay olor a moho. Siempre hemos tenido intenciones de rehabilitar esta parte, pero por una cosa u otra nunca llegamos a hacerlo. A los criados no les gusta. No quieren venir ni siquiera a la luz del día.
—Aquí es donde Gwennan y yo encontramos el baúl —dije.
—¿Sí? Con que ya has estado aquí. ¿Te contó ella la historia del fantasma? Una mujer con un niño en los brazos, Harriet, que recorre estos pasillos mohosos… y un hombre que también camina. Pero no caminan juntos, pues se buscan.
Me estremecí y él lo notó.
—Ahora sí que te he asustado —dijo—. No prestes atención, Harriet. Son tonterías. Sólo una de tantas leyendas viejas.
—No me he asustado —dije—. Es el frío.
Entonces me rodeó con un brazo y me retuvo por un momento contra sí. No era nada: sólo el gesto con que habría reconfortado a una criatura. Pero no era el mismo hombre de la noche anterior; tuve la sospecha de que en realidad no me había reconocido, que esa tarde yo había dejado de ser una cautivante enmascarada para convertirme nuevamente en la feúcha Harriet de siempre.
—Gwennan me contó algo —me apresuré a decir, para disimular la emoción— sobre una institutriz que vivía aquí sin que nadie de la casa lo supiera, salvo Sir No-sé-cuánto Menfrey.
—Sir Bevil, si me permites. Uno de los muchos Bevil de la familia.
—Y ella murió al tener un hijo y nadie lo supo hasta más tarde.
—Así fue. —Abrió una puerta cuyos goznes emitieron el mismo gemido de protesta que ya me había llamado la atención—. Tendremos que reparar muy pronto esta parte de la casa —comentó—. Los Menfrey somos gente perezosa. No tenemos la energía de los Delvaney. Dejamos que las cosas vayan pasando. ¿Cuántos años hará que estos cuartos están deshabitados?
Me eché hacia atrás, pues algo me había tocado la cara. Era un puñado de telarañas, frías y viscosas. Tuve la sensación de que todo allí me gritaba: «No entres». Pero Bevil no percibía nada de eso. No tenía pizca de fantasioso. Para él un cuarto deshabitado era sólo un cuarto deshabitado. Los fantasmas no existían; eran sólo viejas leyendas.
—Aquí está —dijo.
Y allí estaba el retrato, sí: una mujer con un vestido que, sin duda, era el mismo que yo había usado la noche anterior. Estaba muy bien pintado; los pliegues de terciopelo parecían tan reales que una tenía deseos de acariciarlos para ver si eran tan suaves como la tela real. Llevaba la cabellera oscura recogida hacia atrás con la redecilla dorada de los topacios.
—¡Es el mismo! —dije—. ¿Conque he usado su vestido?
—Eso parece.
Me acerqué al cuadro. La mujer tenía una expresión triste, casi furtiva.
—No parece muy feliz —comenté.
—Es que era la esposa de ese Bevil, el que se lió con la institutriz.
—Ah, comprendo.
Él se detuvo detrás de mí, con las manos sobre mis hombros.
—¿Qué comprendes, Harriet?
—Por qué parece tan desdichada. Pero el vestido es encantador. ¡Qué estupendo, el artista que lo pintó!
—Veo que ese vestido te tiene fascinada. ¿Dónde lo tienes?
—En mi armario de Chough Towers.
—Ya no podrás desprenderte de él, ¿verdad?
—Debo envolverlo para dárselo a Gwennan.
—No, quédatelo —dijo—. Tal vez quieras volver a disfrazarte, un día de éstos.
—¡Que me lo quede!
—Como regalo mío.
—¡Ay, Bevil!
—Vamos, que aquí hace frío. Regresemos a las regiones habitadas.
El baile de aquella noche había cambiado a Gwennan tanto como a mí. Se la veía más inquieta, más insatisfecha con su vida. Cuando salimos a cabalgar estaba en uno de sus momentos de desasosiego. Mientras nos adentrábamos en el bosque, agachando la cabeza para pasar bajo los árboles ya cargados de denso follaje, me dijo:
—La vida es muy poco satisfactoria para nosotros.
Como yo siempre estaba ansiosa por saber de los Menfrey, pregunté por qué justamente en ese momento.
—¡Por el dinero! Siempre el dinero. Es una suerte que papá ya no sea miembro del Parlamento; esos cargos son costosos. La falta de dinero me tiene tan aburrida que casi he decidido ponerle remedio.
—¿Cómo?
—Casándome con Harry, desde luego.
—¿Crees que él estaría de acuerdo, Gwennan?
—¡Que si lo creo! ¿Estás loca, mujer? Claro que sí. Está locamente enamorado de mí. Por eso, entre otras cosas, me fastidia tener dieciséis años. Tendré que esperar cuanto menos un año más para casarme.
Habíamos llegado a un claro; ella azotó a Sugar Loaf y lo puso al galope. Yo me adelanté para ponerme a la par. Gwennan reía; creo que esa mañana era como un diablo travieso.
—No quiero regresar a esa escuela ridícula —anunció por encima de su hombro.
—Bueno, aún falta una semana, como mínimo.
—Es que no quiero regresar nunca más. ¡Academia para señoritas! Si hay algo más fastidioso que tener dieciséis años es ser una señorita.
—De lo segundo no estoy muy segura, aunque lo primero es indiscutible.
—No me vengas con frases ingeniosas, Harriet Delvaney, como si fueras uno de esos horribles… políticos.
—¿Eso parezco? No lo sabía.
—Según dicen algunos, si deseas tremendamente que algo suceda o no suceda… Si te concentras, quiero decir… se puede lograr.
—¿No regresar a la escuela, por ejemplo? ¿O pasar de los dieciséis años a los dieciocho en un solo día, en vez de esperar dos años?
—Estás desarrollando esa faceta agria y áspera de tu carácter, Harriet. Si no te andas con cuidado acabarás convertida en una de esas intelectuales de lengua viperina.
—¿Y por qué no?
—Porque no son nada atractivas para los hombres.
—Para eso no necesito desarrollar ninguna tendencia. Ya soy así.
—Basta, Harriet. Es culpa tuya.
—¿Qué cosa?
—Hoy no tengo tiempo para resolver tus problemas. Con los míos ya tengo demasiado. He decidido no regresar a la escuela cuando comiencen los cursos.
Guardé silencio; me preguntaba cómo sería ir sin ella. Pero regresaría, desde luego.
Cruzamos el páramo a galope audaz. Estaba de un humor salvaje, por cierto.
—Así me siento libre —comentó—. Esto es lo que quiero, Harriet: ser libre. Tener libertad para hacer exactamente lo que me guste. Pero no cuando sea mayor: ¡ahora! Ya soy mayor, ¿entiendes? Soy todo lo mayor que puedo llegar a ser.
Yo galopaba con ella, rogándole que tuviera cuidado; en el páramo había algunos cantos rodados de mal aspecto. Si no por sí misma, al menos debía ser prudente por Sugar Loaf.
—Sabemos lo que hacemos —replicó.
Fue un alivio dejar el páramo atrás. Gwennan era la persona más temeraria que hubiera visto en mi vida.
Llegamos a una aldea que yo no conocía. Me pareció encantadora, con la torre gris de su iglesia en medio del cementerio y su plaza bordeada de casitas bajas.
—Es Grendengarth —me informó Gwennan—. Estamos a nueve o diez kilómetros de casa.
Ocurrió cerca de la aldea. Habíamos abandonado la carretera para desviarnos hacia un claro; teníamos delante un banco que no habría debido ser difícil de saltar; pero Gwennan, como he dicho, se sentía temeraria. No sé exactamente cómo sucedió; en esos casos nunca se sabe. Se me adelantó un poco para saltar el banco; la oí gritar y vi que volaba por sobre la cabeza de Sugar Loaf. Fue como si el tiempo se hiciera muy lento. Me pareció estar suspendida en el aire durante varios minutos antes de tocar tierra al otro lado del banco. Vi que Sugar Loaf continuaba corriendo, aturdido; luego concentré toda mi atención en Gwennan, que había quedado inmóvil en la hierba.
—Gwennan —grité como una estúpida—. Gwennan, ¿qué ha pasado?
Me dejé caer desde el caballo para arrodillarme a su lado. Estaba pálida y quieta, pero respiraba. Por algunos segundos no me moví; luego volví a montar y regresé a la aldea en busca de ayuda.
Tuve suerte, pues al llegar a la carretera vi pasar a un muchacho montado en un pony. Le dije, tartamudeando, que había ocurrido un accidente.
—Avisaré inmediatamente al doctor Trelarken —dijo.
Volví junto a Gwennan; así, arrodillada a su lado, me pareció esperar horas enteras; me aterraba la posibilidad de que hubiera muerto. Al recordar lo que había dicho poco antes, que estaba decidida a no volver a la escuela, me preguntaba si algún terrible ángel registrador había apuntado las palabras y éste era su castigo.
—Si mueres, Gwennan —susurré—, no regresarás a la escuela y tu deseo se habrá cumplido.
Temblaba. Entonces reparé en la posición extraña de su pierna izquierda y comprendí lo que había sucedido.
El doctor Trelarken llegó al lugar acompañado de dos hombres que traían una camilla. Antes de mover a Gwennan el médico le redujo la fractura; luego los hombres la llevaron a su casa de Grendengarth. El doctor caminaba conmigo y me iba haciendo preguntas.
Sabía quiénes éramos, pues en la comarca todos conocían a los Menfrey y a Sir Edward Delvaney. Me señaló su casa, que era blanca y estaba frente a la bonita plaza que yo había visto al pasar. Un mozo de cuadra se hizo cargo de mi caballo; en cuanto entramos en la casa él llamó:
—¡Jess! Jessie, ¿dónde estás?
—Ya vengo, padre —dijo una voz.
Y una joven apareció en el vestíbulo. Fue la primera vez que vi a Jessica Trelarken, quien me ha parecido siempre una de las mujeres más hermosas que haya visto jamás.
Era alta y esbelta, de pelo oscuro, casi negro, y tenía los ojos de un azul llamativo, acentuado por el vestido del mismo color. Por entonces debía tener unos diecinueve años.
Llevaron la camilla a un dormitorio del primer piso y el doctor atendió a Gwennan, asistido por Jess. A mí se me pidió que permaneciera abajo. Una criada me condujo a una habitación luminosa y aireada, gratamente amueblada en un estilo convencional, salvo por la pintura colgada sobre el hogar: era una mujer muy bonita, que se parecía a Jess, aunque sin la belleza sobresaliente de la muchacha. En la mesa lustrada, junto a la ventana, había una enorme jarra de terracota con flores que perfumaban el ambiente: budleyas purpúreas, espliego y grandes rosas rosadas.
Allí sentada, escuchando el reloj de péndulo, me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que me dijeran si Gwennan estaba malherida o no; miraba distraídamente mi reflejo en la reluciente lámpara de bronce que acompañaba al jarrón de flores, en la mesa.
Pasados unos veinte minutos apareció el doctor, acompañado por Jessica.
—Supongo que a la señorita Delvaney le caería bien un refrigerio —dijo él.
—Sin duda —añadió Jessica, dedicándome esa sonrisa serena que yo llegaría a conocer muy bien.
—¿Y Gwennan? —pregunté.
—Se ha fracturado la pierna. Por ahora no quiero que la muevan. No es nada grave. Creo que saltó ese banco a demasiada velocidad. No es la primera vez que veo pasar algo así en ese lugar.
—Debo regresar inmediatamente a Menfreya —dije—. Sugar Loaf volverá a la casa y ellos se asustarán.
—Ya hemos enviado aviso —dijo la muchacha—. No me sorprendería que viniera alguien en cualquier momento.
—Y usted, señorita —prosiguió el doctor—, ha sufrido un buen susto. Anda, Jess, haz que traigan vino y esos bizcochos tuyos para acompañarlos. Todos tomaremos algo.
Jessica se acercó a la campanilla; se movía con la gracia de un animal selvático, lo cual no coincidía con su aspecto dócil.
—Y después —continuó el médico— creo que ya podrá hablar con la señorita Menfrey.
Así, sentada en esa perfumada habitación, bebiendo vino con los Trelarken, no dejaba de pensar: «Es una condena. Ella decidió no regresar a la escuela conmigo… y no regresará».
* * *
La extrañaba mucho, pero sin ella la vida era más tranquila. Yo me esforzaba más que nunca y mis profesores estaban complacidos. No hice amigas entre las otras chicas; eso nunca me había resultado fácil y, como no servía para los juegos, dedicaba mi tiempo al estudio; comenzaba a lograr buenos resultados.
Pero cuando recibí la primera carta de Gwennan cobré conciencia de que ansiaba estar con ella. Era una página exuberante. Estaba contenta con su vida; debía de estar saliéndose con la suya, tal como quería siempre.
«Mi pobrecita Harriet, ¡pensar que estás en esa horrorosa academia para señoritas! Pero oye esto: me he comprometido con Harry. Hay oposición, desde luego. No paran de gritarme: “¡Demasiado joven, demasiado joven!”. Pero la familia quiere esa boda, las dos familias. Y Harry también… desesperadamente. De manera que esperar no tiene mucho sentido, ¿verdad?».
Sonreí al leer aquello, pensando: «Pero si tú no quieres esperar, Gwennan, no habrá espera». Luego continuaba:
«Pensé en una fuga. Habría sido divertido que Harry trepara por los muros de Menfreya; en la parte más empinada, desde luego, allí donde las murallas se unen al borde del acantilado. Un solo descuido y ¡abajo, a una muerte segura! Pero luego resolví que no. Una muchacha (mira que no he dicho una “señorita”: ya he acabado con esas cosas repulsivas) necesita un poco de tiempo para ver mundo. Y bien, me propusieron esto: que después del compromiso pase un año en una escuela de educación social; luego sonarán campanas de boda en Menfreystow. La idea me atrae. Supongo que seré una de las pocas que hayan ido a la escuela ya comprometidas. Y así se hará. Parto hacia Francia; estaré en la zona central, cerca de Tours, donde se dice que hablan el mejor francés, pues debo retornar a casa hablando como si hubiera nacido allá. Es parte de lo que necesita una mujer instruida, ¿comprendes?
»Mis huesos han soldado perfectamente, según dice el doctor Trelarken. Él está muy complacido con mi recuperación y Bevil, muy complacido con Jessica, su hija. Es una pena que mi hermano escoja siempre a las mujeres menos convenientes. El doctor Trelarken no parece ser uno de esos médicos sagaces que escogen bien a sus pacientes. Trabajo intenso y mucha gratitud: tal es la recompensa que recibe este hombre. Muy noble, sí, pero la pobre Jess no tendrá más dote que su belleza.
»Y además, desde luego, este asunto de la guerra. Bevil había decidido ir a luchar contra esos malvados boers por su Reina y por su patria. Es que cuando se postule para el Parlamento le irá mucho mejor si es un héroe de guerra. Además los Menfrey siempre han cogido las armas por la causa. Él había decidido ir, pero me parece que ya no está tan deseoso. Es por Jess. Tal vez se case con ella antes de partir con Kitchener. No hay nada como la guerra para provocar casamientos precipitados.
»Harry no irá. Se lo necesita en casa, dice él. Y también su padre. Los negocios deben continuar.
»¡Qué larga se ha hecho esta carta! ¡Y la he escrito yo, que casi nunca escribo! Es porque me sangra el corazón al pensar en mi pobre Harriet, que no está comprometida para casarse, no irá a una escuela francesa de educación social y no está en la querida Menfreya, sino sentada junto a la ventana de su estudio (lo juraría), contemplando los pulcros prados, con los libros ante sí, comportándose como una niñita buena ahora que no está allí esa malvada de Gwennan para distraerla».
Me había perturbado, como siempre; ya no pude recobrar la paz que disfrutaba antes. Lo imaginaba todo; en Menfreya siempre pasaban cosas estimulantes. Vi a Bevil llegando a caballo a casa de los Trelarken y a Jessica, que salía al porche. Ella lucía el mismo vestido azul con cuello de encaje blanco, el que yo le había visto la primera vez. En aquel entonces era preciosa; ahora, puesto que estaba enamorada, debía de ser arrebatadoramente bella.
Y Bevil estaba enamorado de ella. Y pronto se separaría de ella para ir a Sudáfrica. Querría, sí, casarse antes de partir.
Pensé en Bevil y en la muchacha que había llevado a la isla. Sin duda había tenido otras entre ella y Jessica, muchas otras. Pero ésta era diferente. Yo lo percibía, pese a mi juventud y a mi falta de experiencia, y eso me deprimía.
Gwennan envió una carta más antes de partir hacia la escuela francesa:
«La familia de Harry ocupa nuevamente Chough Towers. Como él sabe que jamás me sentiría del todo feliz lejos de Menfreya, ha decidido que nuestro hogar sea Chough. Reconozco que la idea me gusta. Ya estoy planeando los bailes que ofreceré en ese magnífico salón. El contrato de tu padre está por vencer, de manera que Chough no será por mucho tiempo más vuestra residencia en Cornualles. Será la mía. Te invitaré a visitarnos, desde luego. Te asignaré la misma habitación que ocupas ahora. Será divertido, ¿verdad?
»Pero sin duda te preguntas qué hará tu padre, pues necesita una casa cerca de Lansella, ¿no? Estamos muy contentos con ese padre tuyo tan severo, Harriet. ¿Sabes qué ha hecho? ¡Ni lo imaginas! Ha ocupado la casa de la Isla de Nadie. Más aún: ha comprado la isla a papá. Para nosotros es un estupendo golpe de suerte. Como bien sabes, ese lugar es un elefante blanco: la tenemos allí sin que sirva de nada, salvo para esconder a herederas fugitivas y para que los mozos disolutos seduzcan a las doncellas. ¡Qué malas compañías frecuento! Pero quería ser la primera en decírtelo: pronto la Isla de Nadie será tuya. Puedes imaginarte las obras que hará tu padre. Supongo que acabará siendo un palacio isleño. Papá está absolutamente encantado. Se pasa el día frotándose las manos de gozo. ¡Por fin tenemos recursos!
»Ya ves, Harriet, que nada es como antes. Al terminar esta semana parto hacia Francia. Ojalá vinieras conmigo. Es probable que así sea. He aquí otro secreto: tu padre está hablando de eso y mamá le ha dado todo tipo de detalles sobre la escuela. Al parecer estamos destinadas a no pasar mucho tiempo separadas. Espero que tú también vengas pronto a adquirir un acento francés impecable. Pero no te comprometas antes, ¿me oyes? Quiero ser, no sólo la primera, sino la única mujer comprometida que llegue a la escuela.
G.
»P. D.: Bevil ya no está con nosotros. Se ha metido a militar. Todavía no partirá hacia Sudáfrica, pero puedes estar segura de que, cuando lo haga, la guerra acabará bien pronto. La pobre Jess está triste, pero no se han comprometido. Mis padres expresaron un gran alivio. Estaban realmente aterrorizados, aunque no habría sido una gran calamidad, puesto que yo les hago el gusto con Harry. Nos veremos pronto, Harriet, en NUESTRA escuela de educación social. G».
Había cambios en el ambiente, pero cuando llegué a casa de vacaciones me encontré con el mayor de todos ellos… hasta ese momento.
Al terminar el semestre de primavera recibí una carta de mi padre donde me decía, para mi desencanto, que en vez de pasar las vacaciones en Chough Towers, como de costumbre, debía ir a Londres. Me esperarían en Paddington.
Era una desilusión, aunque ni Gwennan ni Bevil estaban en Cornualles, pero aun así me habría gustado ir allí. A’Lee, esa infalible mente de informaciones, me habría dicho qué pasaba exactamente con Chough Towers, que mi padre desocuparía dentro de poco, y qué arreglos se estaban haciendo a la casa de la isla. Pero sobre todo quería saber algo más de Bevil y Jessica Trelarken, pues no podía creer que esa muchacha aceptara ser uno de los amoríos pasajeros del joven Menfrey.
Tampoco entendía por qué mi padre quería tenerme en Londres. Puesto que le disgustaba tanto verme, habría debido preferir que yo pasara mis vacaciones donde él no estuviera.
En cuanto descendí del tren vi a Fanny, que había venido a mi encuentro. Era la misma de siempre, con su sencilla capa de sarga y el vestido de algodón asomando por debajo; el sombrero negro, atado bajo la barbilla con una cinta gris, no hacía más que acentuar la palidez de su cara y ocultar el pelo castaño encanecido, que ella siempre estiraba hacia atrás de una manera muy poco favorecedora. Tenía una expresión nerviosa. Al observarla me llené de emociones; se la veía tan insignificante… Sin embargo ella había tratado de ser para mí la madre que yo nunca había conocido.
Al verme pareció tranquilizarse.
—Señorita Harriet. ¡Cuánto ha crecido, madre mía!
—Tú estás igual que siempre, Fanny.
—Es que ya se me ha pasado el tiempo de crecer. Es toda una novedad… que usted pase estas vacaciones en Londres. —Me miró con ansiedad—. ¿Qué le dice eso?
—¿Ha sucedido algo? —pregunté.
Ella asintió con aire sombrío.
—Ay, Fanny… ¿Qué?
—Su padre ha vuelto a casarse.
Me quedé de piedra.
—¡Pero Fanny! ¿Con quién se ha casado? —Espere, señorita. Ya lo verá con sus propios ojos.
—¿Ella está aquí… en casa?
—Claro que sí. Su padre se muere por presentarle a la madrastra. Cree que todo el mundo quedará tan encantado como él con esa mujer.
—¡Él… encantado!
—Eso he dicho.
—¡Pero si no había nada que lo encantara!
—Pues bien que lo está con ese paquetillo de tonterías.
—No me esperaba nada parecido a esto, Fanny.
—Es lo que yo suponía. Por eso he venido a ponerla sobre aviso. A mi modo de ver… es mejor que esté preparada.
Había cogido mi maleta; marchamos hacia el carruaje que nos esperaba. Una vez instaladas dentro, con el coche circulando por las calles, pregunté:
—¿Cuándo sucedió esto, Fanny?
—Hace tres semanas.
—Y él no me dijo nada.
—Nunca tuvo costumbre de darle muchas explicaciones sobre lo que hacía, ¿verdad, bonita?
—Pero ¿fue así, tan de pronto?
—Pues vea, creo que la cortejó un poco. Se lo veía cambiado. Una mañana una de las criadas lo oyó cantar. Cuando nos lo dijo creímos que la chica había perdido la chaveta. Pero era verdad. El amor es algo muy raro, señorita Harriet.
—Sí que ha de serlo, si las cosas son así.
Ella me cubrió la mano con la suya.
—Encontrará a su padre muy cambiado —me advirtió.
—No puede ser más que para mejor —repliqué—. Sería imposible cambiarlo para peor, ¿verdad?
* * *
Lo encontré cambiado, en efecto. Pero al ver a mi madrastra quedé tan estupefacta que debí contener una exclamación ante lo incongruente de esa alianza.
En cuanto llegamos a la casa, la señora Trant salió al vestíbulo para decir que yo debía ir inmediatamente a la biblioteca, donde me esperaban mi padre y lady Delvaney.
Me detuve en el umbral de la habitación; percibía el cambio que invadía la casa. «Nada volverá a ser como antes, —pensé—. Hemos llegado al final de una época». Lady Delvaney estaba sentada en una poltrona, junto al hogar. Era una joven menuda, de pelo rubio y encrespado, cutis asombrosamente fresco, cara redonda como la de un bebé y ojos azules, claros y tan grandes que le daban un aire de sobresalto. Quizá en verdad la sobresaltaba mi aparición. Vestía de rosado y blanco; mi primera impresión fue que parecía una confitura hecha por la cocinera para una de las fiestas de papá. Llevaba una cinta rosada en el pelo y el vestido estaba ribeteado en rosa y blanco. Se había empolvado delicadamente la cara. Su cintura era la más estrecha que yo haya visto jamás; le cabía como a nadie la comparación con un reloj de arena.
Pero la imagen más asombrosa de esa habitación no era la de esa mujer. Era mi padre. Nunca habría imaginado que lo vería así. Sus ojos se habían vuelto más azules; brillaban como cuando intercambiaba frases ingeniosas con sus amigos políticos.
—Harriet —dijo, levantándose para venir hacia mí. Me cogió una mano y apoyó la otra en mi hombro, en un gesto de afecto que nunca antes había utilizado conmigo—. Quiero presentarte a tu… madrastra.
Aquella bonita criatura se cubrió la cara con las manos y murmuró:
—¡Ay, que suena horroroso!
—Tonterías, amor mío —dijo mi padre—. Harriet y tú seréis amigas.
Ella levantó hacia mí esos grandes ojos azules y se puso de pie; era bastante más baja que yo.
—¿Te parece que sí? —preguntó, trémula.
Comprendí que la criatura me tenía miedo… o al menos lo fingía.
—No lo pongo en duda —dije.
Nunca me había resultado tan fácil complacer a mi padre, que ahora me sonreía con benignidad.
—Cuánto me alegro.
—¡Vaya! —exclamó él—. ¿No te dije que no tenías nada que temer?
—Sí, Teddy, es cierto.
¿Teddy? Eso sí que era una novedad. ¡Qué incongruencia más absoluta! Y para completarla, a él parecía gustarle. ¿Qué milagro había obrado esa mujer?
—¿Ves que tenía razón?
—Tú siempre tienes razón, querido Teddy.
Ella se había llenado de hoyuelos y él le sonreía como si fuera una de las maravillas del mundo. Tuve la sensación de haber entrado en uno de mis sueños; parecían tan contentos de estar juntos que algo de su satisfacción pasaba a mí.
—Pareces desconcertada… Harriet. —Ella pronunció mi nombre con timidez.
—Es que no tenía idea… Ha sido una sorpresa.
—¡Teddy, no le habías dicho nada! ¡Qué travieso eres! Y es cierto que soy una madrastra. ¡Imagínate! Se supone que las madrastras son personas horrorosas.
—Tú serás una madrastra muy buena, no lo dudo —dije.
Mi padre parecía emocionado. ¿Era posible que yo nunca hubiera llegado a conocerlo?
—Gracias…, Harriet. —Siempre esa pequeña pausa antes de pronunciar mi nombre, como si tuviera miedo de usarlo.
—¡Vaya madrastra! —Exclamó mi padre—. ¡Pero si apenas tienes seis años más que Harriet!
Ella hizo uno de sus mohines.
—Bueno, haré lo posible por ser una madrastra muy buena.
—En realidad —apunté—, ya estoy demasiado grande para eso. Me gustaría más que fuéramos amigas.
Ella juntó extáticamente las manos y mi padre puso cara de satisfacción.
—Ya tendrás tiempo de conoceros, durante estas vacaciones —dijo.
—Y eso será divertidísimo —anunció ella.
* * *
Ya en mi habitación cerré la puerta y miré en derredor; esperaba encontrarlo cambiado. Pero allí estaban las cuatro paredes que habían visto tantas de mis angustias infantiles; allí me había encerrado después de oír las palabras crueles de tía Clarissa, para planear mi fuga; allí había llorado muchas veces hasta quedarme dormida, pues me creía fea y nadie me quería. Allí estaba el cuadro de la mártir cristiana, que tanto me asustaba cuando era niña. Representaba a una joven con el agua a la cintura, amarrada a una estaca; tenía las manos atadas con las palmas juntas para poder rezar y elevaba los ojos al cielo. Solía provocarme pesadillas, pero al fin Fanny me explicó que la hacía feliz morir por su fe, que todo acabaría muy pronto cuando subiera la marea, pues entonces quedaría sumergida por completo. Allí estaba la pequeña estantería con los viejos libros que habían deleitado mi niñez. Allí, la alcancía de la que extraje las monedas con que pagar mi billete a Cornwall. Era la misma habitación donde se me mantenía a dieta de pan y agua como castigo por mi mala conducta, donde me había esforzado por aprender, a modo de penitencia, la oración del día o algunas líneas de Shakespeare.
La habitación era la misma, pero la casa estaba cambiada. De mi padre se habían desprendido el resentimiento, la desdicha de tantos años… o antes bien, los dedos delicados de esa frívola confitura humana se los habían quitado como si fueran una capa.
Observé mi imagen en el espejo del tocador. Estaba cambiada, sí. Ese poquito de amabilidad que mi padre me había demostrado me borraba el ceño de la frente. Me dije que estaba mejorando con el crecimiento. Gwennan tenía razón al decir que yo misma, con mi actitud, recordaba a la gente que no era atractiva.
Me sentí entusiasmada; llegar a conocerse entusiasma, sí. Comenzaba a creer que podía influir sobre mi propia personalidad. Ver cómo cambiaba mi padre al ser feliz con su Jenny era un descubrimiento maravilloso.
Mi estupefacción creció con el correr de los días. No sería exacto decir que mi padre me permitía penetrar en el círculo mágico de ellos dos, pero tampoco me dejaba del todo fuera. Al parecer, para completar su felicidad era necesario que yo aceptara a Jenny y ella a mí. Supongo que la niña que yo había sido (amarga y resentida) se habría negado a darle lo que ahora deseaba. Pero yo había cambiado; cambié el día en que me puse el vestido color topacio y vi claramente que Bevil se sentía atraído por mí. En cierto sentido me había ablandado; la nueva Harriet ya no era vengativa: quería agradar.
Fue así que me convertí en la amiga de Jenny.
Ahora las comidas eran diferentes: con William Lister y yo, papá y su nueva esposa. La conversación fluía con más facilidad; ni William ni yo temíamos ya hacer comentarios sin sentido: Jenny se ocupaba de eso a la perfección. Y todas sus necedades eran recibidas por mi padre con una sonrisa.
Iban al teatro a menudo. Era algo nuevo en mi padre, que antes nunca tenía tiempo para eso; para Jenny, en cambio, el teatro era toda su vida; le encantaba. Pasaba la cena entera parloteando sobre lo que habían visto o irían a ver y las personalidades escénicas que obviamente admiraba. Papá escuchaba; pronto aprendió todo lo que ella decía sobre actores y actrices; así podía aspirar a mantenerle la conversación.
Un día mi padre dijo:
—Quiero discutir algo contigo, Harriet. Ven a la biblioteca, por favor.
Le seguí. Él tomó asiento y me indicó que me sentara, mirándome con el frío disgusto que tanto me hería antes de la llegada de Jenny. Por lo visto, sólo cuando estaba con ella me trataba con más amabilidad. El aplomo que había crecido como una concha a mi alrededor era sólo una frágil cobertura, lista para quebrarse ante el menor maltrato. Sentí que la expresión ceñuda me iba invadiendo la cara; me sentí fea, pues estaba segura de que él me comparaba con su exquisita Jenny.
—He estado penando en tu educación —dijo.
Asentí con la cabeza. Él me miró con cierta exasperación.
—Niña, por Dios, a ver si pones algo de entusiasmo.
—Estoy… interesada —dije.
—Eso espero. He estado pensando que ya es hora de que dejes esa escuela. Necesitas, por cierto, prepararte para la vida social. Cuando llegue el momento tu tía Clarissa se encargará de presentarte, pero no estás lista para eso, en absoluto. ¿Qué edad tienes?
¡Con que no se acordaba! Recordaba que a Jenny le gustaban las cajas de bombones atadas con cintas rosadas, pero no sabía la edad de su hija. No obstante el olvido podía ser fingido, pues sin duda recordaba aquel día, el más trágico de su vida hasta la aparición de Jenny, que había hecho de él otro hombre.
—Dieciséis y medio.
—Es un poco temprano. Pensaba esperar a que tuvieras cuanto menos diecisiete y enviarte por un par de años al extranjero. Pero nada impide que vayas ahora. Tus calificaciones escolares no son malas; podrían ser mejores, desde luego, pero bastan. Los Menfrey parecen estar muy satisfechos con la escuela a la que han enviado a Gwennan; supongo que también te convendría a ti. Y bien, he decidido que no continúes en Cheltenham.
Eso me emocionó. ¡Pronto estaría nuevamente con Gwennan! Era lo mejor que podía desear, aparte de vivir en Menfreya.
—La escuela está cerca de Tburs —continuó él. ¡Como si yo no lo supiera!—. Dentro de… seis meses, digamos, veremos qué ha hecho por ti. Y si es satisfactorio te quedarás por un año, quizá dos.
—Sí, papá —dije.
Él cabeceó como para indicarme que me retirara. Marché hacia la puerta, muy consciente de mi cojera.
En esas ocasiones comprendía lo mucho que necesitábamos a Jenny. Sin ella la relación entre mi padre y yo pronto volvería a ser la de antes. Eso me entristecía mucho, pero estaba entusiasmada por la perspectiva de reunirme con Gwennan.
* * *
Esa noche irían al teatro. William Lister me dijo que había tenido dificultades para procurarles billetes, pero debía conseguirlos como fuera, pues lady Delvaney estaba ansiosa por ir. Era una novedad con respecto a sus obligaciones de otros tiempos, eso de comprar entradas para el teatro.
Esa noche la cena se sirvió media hora antes, a causa de esa función teatral. Jenny estaba más bonita que nunca, vestida de chiffon malva sobre satén verde; no pude menos que admitir, para mis adentros, que el efecto era encantador. Se había recogido hacia arriba la cabellera rubia, lo cual le daba un aspecto más infantil que nunca. Me pareció que mi padre bebía más que de costumbre; Jenny expresaba una coqueta preocupación.
—Pero Teddy, en serio… Si no estás mejor de ese dolor de cabeza, preferiría que no fuéramos.
—No es nada, amor mío, no es nada —le aseguró él.
Ella giró hacia mí.
—Es que esta tarde al pobre le dolía muchísimo la cabeza, Harriet. Lo obligué a descansar y le puse un poco de agua de colonia en la frente. Es fantástica; cuando estoy fatigada eso siempre me hace sentir mejor. Si alguna vez la necesitas, ya sabes…
—Gracias, pero nunca me duele la cabeza.
—Es claro, si eres tan joven… Pero tú, Teddy, deberías cuidarte más. Y si no estás repuesto del todo, ¡nada de teatro para ti!
Mi padre le sonrió con afecto y declaró que su encanto le había quitado el dolor de cabeza.
Eché un vistazo a William, por ver qué pensaba de esa cháchara de enamorados; estaba tan azorado como yo.
Justo antes de medianoche me acerqué a mi ventana y vi a mi padre, de chaqueta negra y sombrero de copa, que regresaba del teatro con mi resplandeciente madrastra. Ella parloteaba; mientras subían al dormitorio me llegó su voz aguda, entusiasta. Pasé un rato sentada junto a los cristales, preguntándome si las cosas habrían sido así cuando vivía mi madre, si los había hecho felices enterarse de que serían padres. Traté de convencerme de que la perspectiva lo había entusiasmado tanto como ahora el estar casado con una joven bonita.
Quizá bajo la influencia de Jenny se iría dulcificando al punto de decírmelo.
Me desvestí para acostarme y me quedé dormida muy pronto… sólo para que me sobresaltara el ruido de unos toques; la puerta se abrió de par en par antes de que yo acabara de abrir los ojos.
Era mi madrastra, cubierta con una negligé llena de encajes y volantes, con el pelo revuelto sobre los hombros y los ojos azules más abiertos que nunca; con el miedo escrito en la pálida cara, me gritaba de un modo incoherente.
—Harriet…, por amor de Dios…, ven. Tu padre… Teddy…, no sé qué le pasa… Oh, Harriet, ven ya.
* * *
Mi padre murió a primera hora de la mañana siguiente. Nunca había tenido esa sensación de aturdimiento, de irrealidad. Sólo podía pensar: «Ahora jamás podré ganarme su aprobación… jamás… jamás… ¡jamás!».
La extraña noche había terminado. El doctor nos había dicho que era un ataque cardíaco y que existía alguna posibilidad de que se recobrara; pero antes del amanecer esa posibilidad desapareció. Jenny no hacía más que temblar; «No puede ser, —murmuraba—, no puede ser». En vez de hablar con ella el médico se dirigió a mí.
—Si se hubiera recobrado —dijo— habría quedado inválido. No creo que él pudiera disfrutar de una vida así.
Todos agradecíamos contar con William Lister, que se hizo cargo de la casa con su serena eficiencia.
El doctor nos dio a las mujeres un sedante suave, diciendo que necesitábamos dormir. Ella no se apartaba de mi lado.
—¿Puedo quedarme contigo, Harriet? No soporto entrar en nuestra habitación.
En ese momento le tuve cariño.
—Por supuesto —dije.
Y ella durmió en mi cama hasta la mañana.
Desperté con la sensación de haber tenido una pesadilla. Ya nada volvería a ser como antes. Mi padre, aunque nos veíamos muy poco, había sido el centro mismo de mi existencia. Se me quitaba una carga de encima, pero también algo vital. No habría podido explicar mis sentimientos.
Los de Jenny eran menos complicados. Acababa de perder a su gran protector, una hada madrina en versión masculina que le había transformado los harapos para llevarla al baile. Estaba francamente afligida; aunque en el fondo aquello podía deberse al miedo por su futuro, creo que ella lo quería.
A su debido tiempo llegó tía Clarissa y manifestó inmediatamente su antipatía por Jenny. Me descubrí rogando que la muchacha no se percatara.
Vino a mi cuarto y me miró con un aire crítico; aun en esos momentos me pregunté si estaba imaginando las dificultades de conseguirme esposo.
—¡Qué escándalo! —Cerró la puerta—. Nunca estuve de acuerdo con este casamiento. En mi vida había visto a Edward cometer una tontería así. Pero esa… persona… ¡No podría ser peor! ¿Cómo pudo hacer algo así?
—Por amor —respondí.
—¿Pretendes dártelas de ingeniosa, Harriet? No te sienta bien. Y menos en estos momentos.
—No hace falta ser ingeniosa para ver lo obvio. Papá estaba muy enamorado de esa mujer; por eso se casó con ella y le brindó todo lo que nunca había tenido.
—¡Hum! Y ella lo cogió todo de muy buena gana.
—Sus ganas de recibir no podrían compararse con las ganas que él tenía de dar.
—¡Qué tonterías estás diciendo! Estoy anonadada por el dolor, pero eso no impedirá hacer lo necesario para llegar al fondo de este misterio.
—¿Qué misterio? Papá ha muerto de un ataque. Así lo ha dicho el médico.
—Pues bien, ya se verá en la autopsia, ¿verdad?
—¡Autopsia!
—Siempre se practica una autopsia en caso de muerte súbita, querida niña. Y la de tu padre fue muy súbita.
—¿Qué estás insinuando, tía Clarissa?
—Sólo que un hombre ya entrado en años, muy rico, decide casarse con una joven aventurera y muere muy poco después de la boda.
—Pero ¿qué gana ella?
—Ya nos enteraremos cuando se lea el testamento, después de los funerales. Pero antes habrá una autopsia, gracias a Dios.
—Creo que estás muy equivocada.
—Tienes demasiadas opiniones, Harriet. Ya veo que tus modales son tan atroces como siempre. —Giró para salir, pero se detuvo en el umbral—. Ni una palabra de esto a esa mujer. Si ella cree que nos ha engañado a todos, que siga creyéndolo por un tiempo más.
Me dejó sola y pensativa.
«¡Pobre Jenny! —me dije—. Echará de menos la protección de mi padre».
Más tarde, cuando bajé a las habitaciones de los criados, no pude menos que oír los comentarios.
—Es lo que pasa cuando un anciano quiere vivir como los jóvenes.
—¿Crees acaso que ella…?
—¡Ah, calla, calla…! No sé, pero creo que la ha dejado en buena posición. Si ella quería deshacerse de él… para fugarse con algún mozo…
No quise escuchar más. Era tan cruel, tan injusto… Mi padre había sufrido un ataque, sin duda causado por su intento de seguir el ritmo joven de Jenny, pero eso era culpa suya, no de ella.
La sospecha se difundió por la casa como una niebla de otoño.
Al día siguiente vi en los periódicos: «Sir Edward Delvaney muere de un ataque cardíaco. Dos meses después de casarse con la corista Jenny Jay, Sir Edward Delvaney se derrumbó en su residencia de Londres. Esto requerirá que se llame a elecciones parciales en la comarca de Lansella (Cornwall), que Sir Edward representaba ante el Parlamento desde hacía diez años».
Bevil, que aún no había partido hacia Sudáfrica, vino a Londres para asistir a los funerales en nombre de su familia, según dijo. Cuando la señora Trant me anunció que el señor Menfrey pedía verme bajé a la biblioteca, llena de ansiedad. Al verme se le iluminó la cara. Me puso las manos en los hombros y me miró con tristeza.
—Pobre Harriet —dijo—. Tan de pronto…
Me miraba de frente, como buscando; sabía, desde luego, cómo había sido mi relación con mi padre.
—Es… desconcertante —repliqué.
—Por supuesto. La noticia nos horrorizó. Todos te envían su afecto. Quieren que vayas a Menfreya.
Sonreí débilmente.
—Qué amables.
—Gwennan no estará allí, por cierto. Está en Francia, en la escuela.
—Apenas el otro día… él me dijo que yo también debía ir allí.
—Es una buena idea. Un corte total; después, cuando retornes, podrás comenzar de nuevo. Es lo mejor.
Se abrió la puerta y Jenny entró en la habitación. La sobresaltó encontrarme acompañada.
—Ah, Harriet… —comenzó. Y quedó inmóvil, mirando a Bevil.
—Mi… madrastra —la presenté.
Bevil se acercó para estrecharle las manos.
—Lamento que debamos conocernos en circunstancias tan tristes.
Le brillaban los ojos. Yo le conocía esa expresión. Me llenó de consternación.
* * *
Los funerales fueron casi una función pública. Mi padre era un político muy conocido y poco antes había sido noticia, por su boda con una joven que habría podido ser su hija… y corista, por añadidura; ahora moría súbitamente, pocas semanas después de esa boda.
Cada vez que huelo el perfume de los lirios recuerdo ese día: el olor del ataúd de roble, el de las flores y el clima de malos presentimientos que llenaban la casa. Todas las habitaciones estaban a oscuras, con las cortinas corridas; todo el mundo hablaba en susurros y mantenía un aire solemne. Cuando se mencionaba el nombre de mi padre era como si se hablara de un santo.
Recuerdo el cortejo lento y solemne, del cual yo formaba parte, y las caras que nos miraban con curiosidad, sobre todo a Jenny. «Es ésa… Hay quienes saben aprovechar la oportunidad. Corista de tercer orden y de pronto, gran señora… Gran señora y con una fortuna, sin ningún estorbo. ¡Qué suerte tienen algunos!».
¡Pobre Jenny! Parecía ignorar los rumores. Yo también habría querido ignorarlos. Tía Clarissa se mantenía muy erguida y estirada; estaba horrorosa con ese sombrero negro del que colgaban cuentas de azabache. Para desencanto suyo, la autopsia había demostrado que la muerte se debía únicamente a un ataque cardiaco.
En la iglesia hacía un calor sofocante; me alegré de que Bevil estuviera allí, entre Jenny y yo, como decidido a protegemos.
Rodeamos la tumba bajo un sol cálido; yo no dejaba de ver escenas del pasado entre mi padre y yo; en vano buscaba entre ellas alguna que hubiera sido feliz. Sólo en presencia de Jenny me mostraba alguna cordialidad. Al escuchar el ruido de la tierra que caía sobre el ataúd sentí una gran desolación, pues ya jamás volvería a verlo. Vi lágrimas en la cara de Jenny y le cogí la mano; ella se aferró a la mía con gratitud.
De regreso en la casa bebimos algo de vino y comimos el refrigerio que nos habían preparado. Luego vino el señor Greville, de Baker y Greville, para leer el testamento.
En la biblioteca, donde se realizaría la lectura, reinaba un clima de tensión. El notario se sentó ante la mesa, con las gafas en la nariz y un aire solemne y pausado, como si quisiera provocar a los impacientes haciéndolos esperar todo lo posible.
Aquella jerga me fatigaba. Sólo una cosa me interesaba más que nada: la atención que Bevil prestaba a la joven viuda; no habría podido asegurar que ella no le estuviera correspondiendo.
Entendí que había legados para los criados que estaban al servicio de mi padre a la hora de su muerte; William Lister también recibiría una pequeña suma; también se mencionaba a tía Clarissa. No entendí qué había dispuesto para mí, pero supuse que me dejaba bien provista. Creí entender que Jenny heredaba la mayor parte de la considerable fortuna de mi padre.
Observé su expresión, pero ella no parecía entender nada; ataba nudos a su pañuelo con aire muy concentrado y luego volvía a desatarlos. Lloraba en silencio.
Pobrecita Jenny. Me negaba a creer que fuera una caza-fortunas.
Se hicieron y deshicieron muchos planes, pero quedó decidido que, tal como deseaba mi padre, yo debía ir cuanto antes a la escuela de educación social.
En lo que a mí concernía era, quizá, lo mejor que podía suceder; en vez de cavilar tristemente sobre la muerte de mi padre comencé a preguntarme qué me reservaba el futuro.
Bevil partiría casi inmediatamente hacia Sudáfrica.
Un día salí con él a cabalgar por el Row; fue un momento feliz. Jenny no pudo acompañarnos, pues no sabía montar; para mí fue una suerte, pues cuando Bevil venía de visita siempre estaban presentes mi madrastra o tía Clarissa; nunca tenía oportunidad de verlo a solas.
Mientras llevábamos a nuestros caballos al paso por el parque, él me dijo:
—Cuando estés con Gwennan te sentirás mejor. Ella está encantada de que vayas. Esto ha sido un gran golpe para ti, Harriet. Siempre ansiaste lograr que él fuera más paternal contigo, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas cosas de ti. Harriet. —Rió—. Pones cara de susto. ¿Temes que conozca tus secretos más tenebrosos?
—No tengo ninguno tenebroso.
—A tu edad es de esperar que no. Oye, Harriet, es muy probable que yo asuma el escaño de tu padre.
—Me alegro. Es lo que deseabas.
—Qué extraño, que suceda esto y…
—Y tú obtengas lo que siempre has deseado.
—Primero tendré que ganar las elecciones.
—Y si las ganas necesitarás un secretario.
—¿Y bien?
—Y bien, William Lister es muy bueno.
—¿Me lo recomiendas?
—Si supo mantener satisfecho a mi padre debe de ser muy bueno.
—Lo tendré en cuenta.
Me sonrió. Taloneamos apenas a los caballos para ponerlos al trote.
Poco después me reunía con Gwennan en Francia.