Para apreciar a Menfreya en todo su esplendor había que verla por la mañana. Lo descubrí por primera vez al amanecer en la casa de la Isla de Nadie, cuando las nubes manchadas de escarlata, al este, arrojaban un brillo rosado sobre el mar y el agua que lamía la isla era como un drapeado de seda gris perla.
La mañana parecía más apacible todavía tras la noche de miedo que había pasado; la escena, más deliciosa debido a mis pesadillas. De pie ante la ventana abierta, con el mar y el continente ante mí y Menfreya en lo alto del acantilado, me sentí regocijada por toda esa belleza y por el hecho de haber llegado sana y salva al final de la noche.
La casa era como un castillo con sus torretas, sus contrafuertes y sus torres con buhederas: una señal que permitía a los marinos, cuando veían ese montón de piedras vetustas, saber dónde estaban. Al mediodía, cuando el sol arrancaba astillas agudas de las murallas y las hacía brillar como diamantes, podía ser gris plata; pero nunca lucía tan espléndida como cuando la tocaba el resplandor rosado del amanecer.
Menfreya era el hogar de los Menfrey desde hacía siglos. Yo los había bautizado secretamente «los Mágicos Menfrey», pues así los veía: diferentes de las personas normales por su llamativo aspecto, gente fuerte y vital. Los había oído llamar «los Locos Menfrey»; según A’Lee, el mayordomo de Chough Towers, no sólo eran locos, sino también perversos. Tenía mucho que decir del actual Sir Endelion. Los Menfrey llevaban nombres que, si bien a mí me parecían extraños, no lo eran, al parecer, para los cornualleses, pues formaban parte de la historia antigua del ducado. Cuando lady Menfrey era una jovencita de apenas quince años, Sir Endelion la había secuestrado para llevarla a Menfreya, donde la retuvo hasta arruinar su reputación a tal punto que su familia aceptó de muy buen grado la boda. «No por amor, no lo crea usted, señorita Harriet», decía A’Lee. «Lo que buscaba era dinero. Una de las herederas más grandes del país, decían. Y los Menfrey necesitaban dinero».
Cuando veía a Sir Endelion cabalgando por Menfreystow lo imaginaba joven, igual a su hijo Bevil, raptando a la heredera para llevársela a Menfreya: pobre chica aterrada, casi niña todavía, pero completamente fascinada por el loco de Sir Endelion.
Su pelo bronceado me hacía pensar en una melena de león. Aún le gustaban las mujeres, decía A’Lee; era el defecto de los Menfrey: muchos de ellos, hombres y mujeres, se habían metido en problemas por sus aventuras amorosas.
Lady Menfrey, la heredera, se diferenciaba mucho del resto de la familia; era rubia y frágil, una dulce dama que se interesaba por los pobres de la comarca. Al pasar su fortuna a manos de su esposo había aceptado mansamente su destino. Y entonces, decía A’Lee, él comenzó muy pronto a despilfarrar.
La heredera causó decepción (aparte de su dinero), pues los Menfrey siempre habían sido muy prolíficos, mientras que ella tuvo sólo un varón: Bevil; y pasaron cinco años antes de que tuviera a Gwennan. No puede decirse que mientras tanto no hiciera esfuerzos: la pobre señora había sufrido un aborto por año o poco menos, y tras el nacimiento de la niña aún continuó así.
En cuanto vi a Bevil y oí decir que era la viva imagen de su padre en sus años mozos comprendí por qué lady Menfrey se había dejado raptar. Bevil tenía el mismo color de pelo y tez que su padre y los ojos más atractivos que hubiera visto nunca. Tenían el mismo tinte pardo-rojizo del pelo, pero no era el color lo que llamaba la atención. Supongo que era su expresión: miraban al mundo y a todos sus habitantes con seguridad, diversión e indiferencia, como si nada mereciera un interés profundo. Para mí Bevil era el miembro más fascinante de su fascinante familia.
A Gwennan, su hermana, la conocía mejor que al resto, pues teníamos la misma edad y nos habíamos hecho amigas. Ella tenía esa inmensa vitalidad y esa arrogancia que parecía inherente a ellos. Solíamos tendernos en los acantilados, entre las armerías y los tojos, y conversábamos; es decir: ella hablaba y yo escuchaba.
—En la iglesia de St. Neot hay un vitral —me dijo una vez—, que tiene cientos de años; allí se ve a San Brychan con sus veinticuatro hijos. Están San Ive, Menfre y Endelient… Menfre: somos nosotros, obviamente. Y el nombre de papá proviene de Endelient. Y Gwennan era hija de Brychan. Así que ya sabes…
—¿Y Bevil?
—¡Bevil! —Pronunció el nombre con reverencia—. Lleva el nombre de Sir Bevil Granville, el militar más grande de Cornualles, que combatió contra Oliver Cromwell.
—Pues mira —apunté, puesto que sabía de historia algo más que ella—, no ganó.
—Claro que ganó —replicó ella, desdeñosa.
—¡Pero si la señorita James dice que el rey fue decapitado y se impuso Cromwell!
Ella era una Menfrey típica: desechó con un gesto imperioso a la señorita James y a todos los libros de historia.
—Bevil siempre ganaba —declaró. Y asunto zanjado.
Ahora los muros de la casa volvían a cambiar de color; el tinte rosado se iba esfumando y se tornaba plata ante el luminoso amanecer. Contemplé el contorno de la costa, con sus rocas perversas, afiladas como cuchillos y traicioneras, pues con frecuencia quedaban cubiertas por el mar. Cerca de la isla había una hilera de escollos que llamábamos «los Acechones». Gwennan decía que era porque a menudo estaban totalmente ocultos a la vista y acechaban para destruir a cualquier barco que se les aproximara. La Isla de Nadie, parte de esa cadena de rocas, estaba a unos ochocientos metros del continente; era sólo una joroba en el mar, de unos ochocientos metros de circunferencia; pero aunque en ella había una sola casa, contaba con un manantial de agua dulce; según la opinión de Gwennan, ése era el motivo de que la mansión se hubiera construido allí. La rodeaba cierto misterio, razón por la cual nadie quería habitarla. Mejor así, me dije en ese momento; si hubiera tenido un inquilino, ¿dónde habría pasado yo la noche anterior?
No era el lugar que yo habría escogido, de haber podido elegir. Ahora la casa que nadie quería habitar estaba llena de luz reconfortante, pero aun así resultaba fantasmagórica, como si el pasado permaneciera atrapado allí y, resentido, tratara de atraparte también, para que formases parte de él.
Si Gwennan me hubiera oído decir eso se habría reído de mí. Ya imaginaba la burla de su voz aguda, imperiosa.
—¡Mujer! ¡Qué fantasiosa eres! Es por ese defecto tuyo.
Gwennan no ponía reparos a hablar abiertamente de temas que otros preferían ignorar, como si no existieran. Tal vez por eso su compañía me resultaba irresistible, aunque a veces me hiciera daño.
Como tenía hambre, comí un trozo del chocolate que Gwennan me había traído y recorrí la habitación con la mirada. Por la noche, las fundas blancas habían convertido cada mueble en un fantasma, al extremo de hacerme pensar que tal vez era preferible dormir fuera. Pero el suelo era duro y el aire, glacial; además, el ruido del mar, como de voces que murmuraban, se oía más fuerte e insistente fuera que dentro, de modo que había subido a uno de los dormitorios, donde me tendí en la cama cubierta, completamente vestida.
Bajé a la gran cocina; las lajas del suelo estaban húmedas, como todo en la isla. Me lavé con el agua que había recogido el día anterior en el manantial. En la pared había un espejo; mientras me peinaba tuve la impresión de que mi reflejo era diferente del que veía en mi cuarto de casa. Los ojos parecían más grandes; eso era el miedo. Tenía algo de color en las mejillas; eso era nerviosismo. El pelo se empinaba hacia todos lados; eso, por la mala noche pasada. A mi pelo, denso y lacio, le gustaba el desorden; era la desesperación de las muchas niñeras a las que les había tocado la ingrata suerte de dirigir mi infancia. Yo era feúcha; no había placer alguno en mirar mi imagen.
Decidí pasar el rato explorando la casa para asegurarme de estar realmente sola. Los ruidos extraños que me habían torturado por la noche eran los crujidos de las tablas; el rítmico avance y retroceso de las olas, que podía sonar como respiración o murmullo, o el correteo de las ratas, pues Gwennan me había dicho que allí había ratas provenientes de los barcos que naufragaban en los Acechones.
La casa había sido construida por los Menfrey ciento cincuenta años atrás; la isla les pertenecía, como gran parte de la comarca. Tenía ocho habitaciones, además de la cocina y los edificios accesorios. No había jardín, aunque al parecer en algún momento alguien había tratado de cultivar uno. Ahora el césped crecía en parches y por doquier había tojos y matas espinosas. Los Menfrey no se preocupaban por eso; en verdad era inútil, pues durante la pleamar el agua lo cubría. Como no tenía idea del tiempo, salí de la casa para bajar corriendo a la cala; allí me tendí a contemplar Menfreya, mientras esperaba a Gwennan.
Cuando llegó, el sol ya estaba alto. La vi en la cala, que pertenecía a los Menfrey, aunque permitían su utilización pública como concesión especial, en vez de cerrar parte de la costa y que la gente se viera obligada a desviarse. Allí había siempre tres o cuatro botes amarrados. La vi embarcar en uno y acercarse a remo. Al poco rato la embarcación rozó la arena; mientras ella salía trabajosamente, corrí a su encuentro, gritando a todo pulmón:
—¡Gwennan!
—¡Chist! —contestó—. ¿Quieres que te oigan… o te vean? Entra inmediatamente en la casa.
Pronto estuvo conmigo, más entusiasmada de lo que nunca la había visto; noté que traía puesta una capa con enormes bolsillos interiores, abultados, probablemente, por la comida que me había prometido. Agitaba un periódico.
—Mira esto —exclamó—. ¡Has salido mencionada en el diario de la mañana! Tú… en primera plana.
Se acercó a la mesa para desplegar el periódico en la capa de polvo que la cubría. Lo miré fijamente: «Desaparece la hija de un miembro del Parlamento. La policía no descarta que haya habido violencia». Bajo los titulares leí: «Henrietta (Harriet), de trece años de edad, hija de Sir Edward Delvaney, miembro del Parlamento por Lansella, distrito de Cornualles, desapareció hace dos días de su hogar londinense. Se teme que haya sido secuestrada con intención de pedir rescate».
Gwennan trepó a la mesa y se abrazó las rodillas; tenía los ojos casi escondidos, como sucedía cuando la diversión le arrugaba la cara. Me apuntó con un dedo.
—Pues bien, señorita Henrietta Delvaney, alias Harriet: te has vuelto importante, ¿no? Te están buscando. Te buscan por todo Londres. ¡Y nadie sabe dónde estás, salvo tú y yo!
Era lo que yo quería, supuestamente; en cierto modo había logrado mi propósito.
Reí con ella. La gente hablaba de mí; la policía me buscaba. Era un momento estupendo. Pero la experiencia me había enseñado que los momentos estupendos no perduran. Me hallarían, ¿y qué pasaría entonces? El día de sol no era eterno. Gwennan no se quedaría conmigo. Y cuando anocheciera yo me quedaría de nuevo sola en la isla.
* * *
Había decidido fugarme aquella noche en que mi padre ofrecía un baile en su casa de la ciudad, que estaba en una tranquila plaza de Westminster, a unos cinco minutos a pie de las Cámaras del Parlamento. Él siempre decía que esas recepciones lujosas y constantes eran parte de sus obligaciones parlamentarias. Ya fuese en Westminster o en Cornualles, siempre teníamos invitados: en Londres, a cenas y bailes; en la costa, a pasar varios días con nosotros. Como yo tenía sólo trece años quedaba excluida de esas reuniones. Mi lugar estaba en mi dormitorio, del que salía para espiar por encima de las barandillas el esplendor de los salones; también miraba por la ventana a los ocupantes de los carruajes, cuando pasaban bajo el dosel rojo y blanco instalado para la ocasión.
Los preparativos habían ocupado el día entero: se extendió la gruesa alfombra roja en la escalinata que conducía a la puerta principal y en el tramo de acera que pisarían los invitados al descender de sus carruajes. Dos muchachas enviadas por el florista habían pasado toda la tarde llenando jarrones de flores y poniendo plantas en todas las hornacinas, dispuestas con tanto artificio que algunas parecían brotar de los muros; había hojas y flores enredadas a las barandas de la elegante escalera curva, hasta la altura del primer piso, puesto que los visitantes no irían más allá.
—Esto huele a funerales —dije a mi institutriz, la señorita James.
—No seas macabra, Harriet —replicó ella. Y me miró con esa expresión sufrida que yo conocía tan bien.
—Pero si es verdad: huele a funerales —insistí.
—¡Qué niña más morbosa eres! —murmuró ella. Y me volvió la espalda.
¡Pobre señorita James! Tenía treinta años; era una dama sin medios y, por pura subsistencia, debía casarse o trabajar como institutriz de gente como yo.
La cena se serviría en la biblioteca, donde las decoraciones florales eran magníficas. En el centro de la habitación se había erigido un estanque de mármol en el que nadaban peces dorados y plateados, con victorias regias en la superficie. Los cortinajes eran de color púrpura intenso, el color del Partido Conservador. En la sala del frente, decorada en blanco, oro y púrpura, había un piano de cola, pues esa noche tocaría un pianista famoso.
Yo podría mirar a los invitados cuando subieran la escalera, con la esperanza de que ninguno de ellos levantara la vista y se encontrara con la hija del anfitrión, que no le hacía ningún honor. Ansiaba ver en algún momento a mi padre, ya que en esas ocasiones descubría en él a un hombre diferente del que conocía. Tenía más de cincuenta años, pues se había casado ya entrado en años; era alto y moreno, con las sienes blancas; sus ojos azules contrastaban con la cara atezada; cuando me miraban parecían de hielo. En cambio, cuando actuaba como anfitrión, cuando conversaba con sus votantes o recibía a sus huéspedes, esos mismos ojos chispeaban. Era célebre por su ingenio y por lo brillante de sus discursos en la Cámara; los periódicos citaban constantemente sus comentarios. Era rico; por eso podía permitirse actuar en el Parlamento. La política era su vida. Percibía ingresos por ciertas inversiones personales, pero su gran fortuna provenía de la fábrica de acero que tenía en algún lugar de la región central. Nunca mencionábamos eso; él tenía poco que ver con la empresa, aunque fuera la gran proveedora de fondos.
Como él representaba a una comarca de Cornualles, teníamos una casa cerca de Lansella y allí íbamos cuando el Parlamento no estaba en sesiones, pues él debía «atender» a sus representados. Y por algún extraño motivo, allí donde estaba mi padre estaba también yo, aunque nos viéramos muy poco.
Nuestra casa de la ciudad tenía un gran vestíbulo de entrada; en la planta baja, la biblioteca, el comedor y las habitaciones de servicio. En el primer piso había dos salones grandes y los estudios. Más arriba, tres habitaciones para huéspedes, una de ellas ocupadas por William Lister, el secretario de mi padre; además, la mía y la de mi padre. En el último piso había cinco o seis dormitorios para los criados.
Era una bella casa georgiana, cuya mejor característica, en lo que a mí concernía, era la escalera, que se enroscaba como una serpiente desde la base hasta lo alto de la mansión y permitía mirar desde lo alto hacia el vestíbulo. Pero a mí me resultaba fría. Lo mismo pasaba con nuestra casa de Cornualles. Cualquier lugar donde él viviera sería así: frío y muerto. ¡Qué diferente era la casa solariega de Menfreya, cálida y vital! En ella todo podía suceder; era la casa de la que una nunca querría ausentarse, con la que soñaría cuando estuviera lejos: un verdadero hogar.
La casa de Londres estaba decorada con elegancia y de acuerdo con su arquitectura, de manera que todo el mobiliario era del siglo XVIII, con pocas concesiones a la época victoriana. Siempre quedaba atónita cuando, al entrar en otras casas, comparaba esos muebles ornamentados y esas habitaciones atestadas con nuestros Chippendale y Hepplewhite.
He olvidado los nombres de los criados; eran muchos. Me acuerdo de la señorita James, naturalmente, puesto que era mi institutriz; también de la señora Trant, ama de llaves, y de Polden, el mayordomo. Ésos son los únicos nombres que me vienen a la memoria… con excepción de Fanny, por supuesto.
Pero Fanny era diferente. Para mí no era una criada. Fanny era la seguridad en un mundo pavoroso; cuando me desconcertaba la frialdad de mi padre acudía a ella en busca de explicaciones. No podía dármelas, pero me ofrecía consuelo. Era ella quien me hacía beber la leche y comer el arroz; me regañaba y se afanaba tanto por mí que yo no sentía la falta de una madre tanto como habría debido. Tenía unos treinta y cinco años; era de facciones afiladas y ojos profundos y soñadores; el pelo, de un matiz castaño grisáceo, estaba siempre recogido en un moño sobre la coronilla, tan tirante que parecía doler; su piel era cetrina; su figura, delgada; apenas llegaba al metro y medio de estatura. Yo la veía siempre igual desde que era bebé y cobré conciencia de ella. Hablaba la lengua de las calles londinenses; cuando fui algo mayor me familiarizó con esas calles y llegué a amarlas tanto como a ella.
Había venido a casa poco después de mi nacimiento, para oficiar de nodriza. No creo que nadie pensara en conservarla, pero al parecer fui una criatura difícil desde las primeras semanas y, puesto que me encariñé con Fanny, ella se quedó para hacer de niñera. Esto disgustaba a la señora Trant, a Polden y a la niñera oficial, pero a Fanny no le importaba. Y a mí tampoco.
Era una mujer de contrastes. Su áspero dialecto de los barrios bajos no concordaba con los ojos soñadores. Lo que me contaba de su pasado era una mezcla de fantasía y pragmatismo. Había sido abandonada en un orfanato por personas desconocidas. «Justo junto a la estatua de San Francisco alimentando a los pájaros. Por eso me llamo Frances. Fanny, para abreviar. Frances Stone (piedra), puesto que la estatua es de piedra».
Ya no se llamaba Frances Stone, pues se había casado con Billy Carter. De Billy no hablábamos mucho. Él yacía en el fondo del océano, me dijo una vez, y ya no volvería a verlo en esta vida. «Lo pasado, pisado, —repetía enérgicamente—; es mejor olvidar». A veces se dejaba llevar por la imaginación; uno de nuestros juegos favoritos, cuando yo tenía seis o siete años, era inventar cuentos sobre la vida de Fanny antes de que la abandonaran junto a la estatua de San Francisco. Los contaba ella y yo la alentaba a continuar. Había nacido en una casa tan rica como la nuestra, pero fue secuestrada por los gitanos. Era una heredera y un tío malvado la dejó en el orfanato, después de sustituirla por una criatura muerta en casa de su padre. Había varias versiones; por lo general terminaban así: «Y como jamás lo sabremos, señorita Harriet, tómese esa leche, que es hora de ir a la cama».
También me hablaba del orfanato, de las campanas que convocaban a los niños a la comida escasa; yo los veía con claridad: delantales de guinga y las manos moradas por el frío, manchadas por los sabañones; los veía haciendo reverencias a las autoridades y aprendiendo a mostrarse humildes.
—Pero también aprendíamos a leer y escribir —decía Fanny—; es más de lo que algunos aprenderán jamás.
En cambio casi nunca hablaba de su bebé; cuando lo hacía me estrechaba contra sí, con la cabeza gacha para que no pudiera verle la cara.
—Era una niñita; vivió apenas una hora. Era todo lo que me quedaba de Billy.
Billy había muerto. El bebé también.
—Y entonces —decía Fanny—, me encontré con usted.
Solía llevarme al parque de St. James; allí dábamos de comer a los patos o nos sentábamos en la hierba y yo la convencía de que me contara más versiones de sus primeros tiempos de vida. Ella me mostró una Londres cuya existencia yo ignoraba. Era un secreto, decía; no convenía que Ellos (la gente de casa) supieran adonde me llevaba cuando salíamos. Íbamos a los mercados, donde tenían sus puestos los vendedores callejeros; me llevaba bien asida de la mano, tan entusiasmada como yo por esa gente que proclamaba a gritos las virtudes de sus mercancías, con voces roncas que yo no lograba entender. Recuerdo las tiendas, con ropas viejas colgadas delante, y su olor extraño, mohoso, inolvidable; las viejas vendedoras de alfileres y botones, buccinos, pan de jengibre y jarabes para la tos. Una vez ella me compró una patata asada; me pareció lo más delicioso que hubiera probado jamás hasta que comí castañas recién sacadas de entre las brasas.
—No diga a nadie dónde ha estado —me advertía. Y el secreto lo tornaba todo más interesante.
Se podía comprar pan de jengibre, sorbetes y limonada; una vez apostamos con un vendedor de pasteles. Fanny me dijo que era una costumbre antigua entre los pasteleros; mientras esperábamos vimos que un muchacho y su novia lanzaban al aire una moneda; como perdieron no se les dio ningún pastel. Fanny, muy audaz, también lanzó la moneda y ganó. Llevamos nuestro pastel al parque de St. James y nos sentamos junto al estanque para devorar hasta la última migaja.
—Pero aún no has visto el mercado en sábado por la noche. Es el mejor momento —me dijo—. Quizá cuando seas algo mayor…
Era algo a planificar.
Me encantaba el mercado con sus vendedores callejeros, cuyas caras retrataban todos los papeles que se pueden encontrar en una obra del teatro medieval moralista. Había en ellas lujuria y codicia, pereza y astucia; de vez en cuando, santidad. A Fanny la entusiasmaban los espectáculos de circo; siempre quería detenerse ante el malabarista y el prestidigitador, los tragasables y los traga-fuegos.
Ella me había mostrado un mundo nuevo que existía en nuestro mismo umbral, aunque muchos parecieran ignorarlo. La única oportunidad en que esos dos mundos se encontraban era el domingo por la tarde: sentada ante mi ventana, oía el campanilleo del vendedor de panecillos y lo veía venir a través de la plaza, con la bandeja en la cabeza; entonces las criadas, de delantal y cofia blanca, salían corriendo a comprarle.
Ésa fue mi vida hasta la noche del baile.
En tales ocasiones debían colaborar todos los de la casa; Fanny tuvo que trabajar en la cocina por la tarde y por la noche; como la señorita James estaba ayudando al ama de llaves, yo me quedé sola.
Mi tía Clarissa había venido a quedarse, pues mi padre necesitaba una anfitriona; ella era su hermana. Yo le tenía tanta antipatía como ella a mí. Tía Clarissa me comparaba constantemente con sus tres hijas (Sylvia, Phyllis y Clarissa), que eran rubias, de ojos azules y, según su madre, hermosas. Tendría que afanarse mucho para presentarlas en sociedad. Y yo compartiría con ellas esa temible necesidad de toda señorita. Estaba segura de que me sería tan penoso como a mi tía.
El hecho de que tía Clarissa estuviera en la casa era un motivo más para que yo quisiera irme de allí.
Me había pasado todo el día vagando miserablemente por la casa. En la escalera me encontré con ella.
—¡Santo Cielo, Harriet! —exclamó—. ¡Mira cómo tienes el pelo! Siempre parece que acabas de salir de un matorral. Tus primas no tienen ningún problema con el pelo. A ellas jamás las verás con esa pinta, puedo asegurártelo.
—Pues claro, son las tres Gracias.
—No seas insolente, niña. Me parece que deberías cuidar de tu pelo más que nadie, ya que…
—¿Ya que soy deforme?
Eso la horrorizó.
—No digas tonterías. No eres nada de eso. Pero bien podrías…
Subí cojeando la escalera hacia mi habitación. Que ella no viera lo mucho que me dolía. Que nadie lo viera; eso sería insoportable.
Ya en mi cuarto me detuve frente al espejo y alcé la larga falda de lana gris para observar mis piernas y mis pies. Nada delataba que una pierna fuera más corta que la otra; sólo cuando caminaba parecía arrastrar una. Siempre había sido así, desde el triste día de mi nacimiento. ¡Triste! Era poco decir. Había sido un día detestable, trágico para todos, incluida yo misma. No lo supe hasta después, cuando comencé a descubrir que yo no era como los otros niños. No bastaba haber causado la muerte de mi madre: además tenía que ser imperfecta. Recuerdo haber oído decir de una mujer muy bella (hay Hamilton, según creo) que Dios, al crearla, estaba de un humor espléndido. «Pues bien, —repliqué—, ¡cuando me hizo a mí debía de estar muy malhumorado!».
A veces habría querido ser cualquier otra persona antes que Harriet Delvaney. Cuando Fanny me llevaba al parque siempre envidiaba a los otros niños. Envidiaba a casi todos, incluso a los sucios hijos del organillero, que solían quedarse junto a él con cara patética, mientras el monito pardo alargaba la gorra bermeja para recoger monedas. En aquellos días pensaba que cualquiera tenía más suerte que Harriet Delvaney.
Las diversas niñeras a las que Fanny respondía me habían dicho que yo era una niña mala y perversa.
Tenía un buen hogar, comida en abundancia, un padre bondadoso y una buena niñera, y aun así no estaba satisfecha.
No caminé hasta los cuatro años. Me llevaban ante médicos que se metían con mis piernas, discutían largamente qué se debía hacer y meneaban la cabeza; se me aplicaban diversos tratamientos. Cuando mi padre se acercaba para mirarme, algo en sus ojos me decía que habría preferido mirar cualquier otra cosa antes que a mí, pero se obligaba a fingir que le gustaba hacerlo.
Recuerdo un día, en el jardín de mi tía Clarissa, cerca de Regent’s Park. Era la temporada de las fresas; habíamos estado comiendo esa fruta con azúcar y nata, cerca del invernáculo. Todas las mujeres tenían sombrillas y grandes sombreros para proteger el cutis. Como era el cumpleaños de Phyllis, había varios niños corriendo y jugando en el prado. Yo estaba sentada en mi silla, con mis ofensivas y odiosas piernas estiradas delante; uno de los lacayos me había llevado desde el carruaje hasta allí, para que pudiera ver a los otros niños. Oí la voz de tía Clarissa:
—No es una criatura muy simpática. Supongo que hay que comprenderla…
Aunque no comprendí lo que eso significaba, guardé el comentario en la memoria para analizarlo más tarde. Cuando pienso en ese día recuerdo el aroma de las fresas, la deliciosa mezcla de fruta, azúcar y nata… y las piernas, las fuertes piernas de otros niños.
Aún recuerdo la gran decisión que me sobrevino cuando, casi cayéndome de la silla, me erguí sobre las piernas y caminé.
Era un milagro, dijeron los bondadosos. Otros pensaron que podría haberlo hecho antes, que sólo había estado fingiendo. Los doctores se quedaron estupefactos.
Al principio sólo podía andar bamboleándome, pero a partir de ese día caminé. No sé si habría podido o no hacerlo antes; sólo recuerdo esa repentina decisión y la gratificante sensación de poder con que me dirigí hacia los otros niños.
Poco a poco fui descubriendo mi patética historia, sobre todo a través de los criados que trabajaban en la casa desde antes de mi nacimiento.
—Ella era demasiado mayor para tener hijos. No cabe extrañarse… Tener a la señorita Harriet la mató. Una operación… Esos instrumentos… Pues mira, es peligroso. A ella la perdieron y salvaron a la criatura. Pero allí la tienes, con esa pierna. Por lo que respecta a él… jamás ha vuelto a ser el mismo. La idolatraba… Por cierto, apenas hacía uno o dos años que se habían casado; quién sabe si eso habría durado, siendo él como es… Pero se explica que no pueda soportar a la niña. Aunque si ella fuera como la señorita Phyllis o cualquiera de sus primas… Al fin te das cuenta de que el dinero no lo es todo, ¿verdad?
En esas pocas palabras estaba mi historia. A veces imaginaba que era una santa, que andaba por el mundo haciendo el bien y que todos me amaban. «Pues mira, no será una belleza, —decían—, pero es necesario comprenderla. Y es muy buena».
Yo no era buena. Envidiaba a mis primas, que tenían la cara bonita y rosada, sedoso pelo rubio; me daba rabia que mi padre no pudiera soportarme porque mi llegada al mundo le había separado de mi madre. Me portaba mal con los criados porque me auto-compadecía.
Las únicas personas con las que podía sentirme humilde y quizás aprender a ser buena eran con los Menfrey. No se puede decir que me prestaran mucha atención, pero para mí eran los Mágicos Menfrey, que vivían en la casa más apasionante que yo hubiera visto nunca, encaramada en los acantilados frente a la Isla de Nadie. Esa casa les pertenecía y tenía una historia que yo aún debía descubrir. La nuestra era la más próxima: una mansión mucho más moderna, en la que mi padre podía recibir y atender a sus votantes. Con los Menfrey mantenía una gran amistad. Cierta vez oí que decía a William Lister, su secretario: «Hay que cultivar la relación. Tienen gran influencia sobre el electorado». Por ende los Menfrey debían ser atendidos como las flores del invernáculo.
Y bastaba con mirarlos para creer en esa influencia. William Lister dijo una vez que eran como una imagen ampliada. Yo nunca había oído esa frase, pero les iba bien.
La familia estaba muy dispuesta a trabar amistad con nosotros; durante las elecciones apoyaban a mi padre; lo recibían en su casa y visitaban la nuestra. Eran los señores del distrito: cuando Sir Endelion decía a sus arrendatarios que votaran, ellos lo hacían y apoyaban al candidato que él prefiriera; de lo contrario dejarían de ser arrendatarios suyos.
Cuando íbamos a Cornualles, algunos de los criados nos acompañaban. La señora Trant y Polden se quedaban en Londres, con un mínimo de personal; la señorita James, la niñera y Fanny, entre otros, venían con nosotros. En Cornualles ya había un mayordomo y una ama de llaves: los A’Lee, marido y mujer, formaban parte del mobiliario de la casa que alquilábamos, cosa muy conveniente.
Se me permitía tomar el té en Menfreya y Gwennan venía a Chough Towers para merendar conmigo. Venía a caballo, con uno de los caballerizos de su casa. Fue durante una de esas visitas que aprendí a montar; entonces descubrí que me sentía más feliz sobre el lomo de un caballo que en ningún otro lugar, pues allí mi defecto no tenía importancia; allí me sentía normal. Nunca había estado tan cerca del placer absoluto como cuando cabalgaba por esos caminos, cuesta arriba o cuesta abajo, y nunca disminuyó mi gusto por el paisaje. Cuando llegaba a la cumbre de una colina siempre me quedaba sin respiración ante la súbita aparición del mar.
Envidiaba a Gwennan por vivir permanentemente en un lugar así. A ella le gustaba que le hablara de Londres y yo disfrutaba al hacerlo. A cambio, hacía que ella me hablara de Menfreya y de su familia, pero sobre todo de Bevil.
De pie frente a mi espejo, tras el encuentro con tía Clarissa en la escalera, comencé a pensar en los Menfrey con una nostalgia tan profunda que dolía.
Estaba asomada por encima de la barandilla. En el salón del frente había música, pero se perdía bajo el rumor de voces y los súbitos estallidos de risa. Era como si la casa hubiera cobrado vida; ya no estaba fría: tantas voces, tantas risas, la transformaban.
Yo tenía puesto un camisón de franela y una bata roja por encima; iba descalza, pues las chinelas habrían podido traicionarme con su sonido acolchado. Desde luego, ninguno de los criados me habría regañado por espiar desde la barandilla, pero me gustaba fingir que las recepciones de mi padre no me interesaban en absoluto.
A veces soñaba que él me mandaba llamar y que yo entraba en la sala, cojeando. Allí estaba el primer ministro, que trababa conversación conmigo; él y todos los demás quedaban atónitos ante mi ingenio y mi entendimiento. A mi padre le brillaban los ojos, llenos de calidez, pues se sentía orgulloso de mí.
¡Qué sueño tonto!
Esa noche, apoyada contra la barandilla, que olía a la mezcla de cera y trementina con que se la lustraba, oí una conversación entre tía Clarissa y un hombre que me era desconocido. Hablaban sobre mi padre.
—Es brillante…
—Eso parece pensar el primer ministro.
—Pues sí. Recuerde lo que le digo: Sir Edward va camino de integrar el Gabinete.
—Ese querido Edward —ésa era tía Clarissa— merece un poco de buena suerte.
—¿Buena suerte? Pues yo diría que no le falta, por cierto. Debe de tener una gran fortuna.
—Pero desde que murió su esposa nunca más ha sido feliz.
—Es viudo desde hace muchos años, ¿verdad? Habría sido muy conveniente que tuviera esposa. Me extraña que no haya vuelto a casarse.
—El matrimonio fue para él una experiencia muy trágica. Y en cierto modo Edward nació para soltero.
—Me han dicho que tiene una hija.
Sentí que la cara me ardía de furia al percibir el tono con que tía Clarissa respondía:
—Tiene una hija, por cierto. Henrietta. La llamamos Harriet.
—¿Hay algo que lamentar?
Tía Clarissa habló en susurros, pero luego volvió a subir la voz.
—A menudo pienso cuánto mejor habría sido que muriera ella y no Sylvia. Tener a la criatura la mató, como usted sabe. Apenas llevaban unos pocos años casados, pero ella ya estaba cerca de los cuarenta años. Querían un varón, por supuesto. Y esta niña…
—Aun así debe de ser una compensación para él.
Una risa cruel. Un susurro. Luego:
—Y a mí me tocará presentarla en sociedad, cuando llegue el momento. Mis hijas Phyllis y Sylvia, que llevan el nombre de su tía, tienen más o menos la misma edad, pero ¡qué diferentes son…! No sé cómo haré para casar a Harriet… a pesar del dinero.
—¿Tan poco atractiva es?
—No tiene nada. Simplemente, nada.
Fanny me había dicho que quien escucha a escondidas nunca oye hablar bien de sí mismo. ¡Cuánta razón tenía! Varias niñeras me habían dicho que era mala, caprichosa, de mal carácter, que iría al infierno. Pero nunca había oído nada tan hiriente como esa conversación entre tía Clarissa y el desconocido. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera oler la cera con trementina sin asociarla con una abyecta miseria.
Como no podía seguir mirando, abandoné la barandilla para volver precipitadamente a mi habitación.
Ya había descubierto que, cuando te sientes muy desdichado, lo aconsejable es volver la espalda al dolor y planear algo, cualquier cosa que te haga olvidar. ¡Qué estupidez la mía, soñar así!, pues en esos sueños nunca me veía tal como era, sino como heroína. Cambiaba hasta el color de mi pelo: en vez de ser castaño oscuro era dorado; mis ojos, en vez de verdes, azules; la nariz, recta y bien recortada, en vez de empinarse de ese modo que da vivacidad a ciertas caras, pero que resultaba incongruente con mi expresión agria.
«Planea algo cuanto antes, —me dije. Y la respuesta se presentó de inmediato—: Puesto que aquí no me quieren, me fugaré».
¿Adónde? Sólo había un lugar al que quisiera escapar: Menfreya.
—Iré a Menfreya —dije en voz alta.
Me negaba a pensar en lo que haría al llegar, pues si me lo preguntaba el plan naufragaría antes de empezar. Y debía acallar esas voces que decían palabras crueles. Debía hacer algo de inmediato.
Podía tomar un tren en Paddington. En mi hucha tenía dinero suficiente para pagar el billete; eso era lo único que importaba. Ahora sólo debía pensar en llegar a Menfreya; una vez allí trazaría más planes. Pero no podía quedarme en esa casa: cada vez que bajara la escalera volvería a oír esas voces. ¿Que tía Clarissa no sabía cómo conseguirme esposo? Pues bien, yo le ahorraría la molestia.
¿Cuándo partir? ¿Cómo asegurarme de que no notaran mi ausencia hasta que hubiera podido abordar ese tren? Debía planificar todo con cuidado.
Mientras la gente, en los salones de abajo, escuchaba la música que papá había pagado para la ocasión y disfrutaba de los manjares servidos en el comedor, mientras allí se discutían temas de política y las posibilidades que mi padre tenía de integrar el Gabinete, yo, tendida en mi cama, planeaba la fuga.
* * *
Mi oportunidad se presentó al día siguiente. Todos estaban cansados y en la cocina había malhumor; la señorita James estaba irritable. Siempre pensé que, tras haber leído Jane Eyre, la mujer estaba convencida de que mi padre se casaría con ella; después de fiestas como la de la noche anterior esa posibilidad debía de parecerle más remota que de costumbre. A las seis de la tarde se retiró a su cuarto, quejándose de que le dolía la cabeza. Eso me brindó la oportunidad, después de ponerme tranquilamente la capa con capucha y guardarme en el bolsillo el dinero retirado de la alcancía, de salir sigilosamente de la casa. Cogí un autobús, cosa que hacía sola por primera vez; una o dos personas me miraron con curiosidad, pero fingí no reparar en ellas. Segura de que era el vehículo indicado, puesto que en el costado decía «Paddington», pedí tranquilamente un billete hasta la estación. Fue más fácil de lo que había imaginado.
Conocía la estación, pues había estado allí con papá, aunque nunca por la noche. Pagué mi billete, pero quedé horrorizada al enterarme de que debería esperar una hora y tres cuartos hasta la llegada del tren. Fueron los ciento cinco minutos más largos de mi vida. Me senté en uno de los bancos, cerca de la barrera, y me dediqué a observar a la gente, aterrada por la posibilidad de que en cualquier momento alguien entrara de prisa, buscándome.
Pero no vino nadie y, a su debido tiempo, llegó el tren. Cuando lo abordé me pareció muy diferente de la primera clase en que viajaba con papá. Los asientos eran de madera, incómodos; pero estaba a bordo del tren, camino a Menfreya, y por el momento eso era lo único que importaba.
Me senté en un rincón y nadie reparó en mí. Por suerte era de noche y pude dormitar; al despertar descubrí que ya estábamos en Exeter. Luego comencé a preguntarme qué haría cuando llegara a Menfreya. ¿Podía entrar en el vestíbulo y decir al mayordomo que venía de visita? Imaginé que me llevaban ante lady Menfrey, quien inmediatamente informaría a mi padre. Me llevarían de regreso y sería castigada; se me prohibiría hacer jamás algo semejante. ¿Y qué habría ganado entonces, salvo las emociones preliminares de la aventura?
¡Qué típico en mí, lanzarme precipitadamente a algo y preguntarme después adónde iba! Era impulsiva y tonta. Se explicaba que me tildaran de díscola.
Estaba hambrienta, cansada y deprimida. Habría querido encontrarme en mi propia habitación, aunque tía Clarissa entrara en cualquier momento y me mirara con esa expresión suya, como cuando me comparaba con Phyllis o con una de las otras.
Cuando llegamos a Liskeard ya sabía que había hecho algo muy tonto. Pero no podía echarme atrás. Cuando viajaba con papá, A’Lee iba por nosotros a la estación, con el carruaje. Como ahora no habría carruaje, compré un billete para la línea local. Había un tren que conectaba con el expreso a Londres y estaba esperando, de manera que me apresuré en abordarlo.
Esperamos en la estación casi media hora; eso me dio tiempo para planear lo que haría. Durante el breve trayecto se me ocurrió que, puesto que en el tren había tan pocos pasajeros, alguien podía reconocerme e impedirme continuar. Aunque no solíamos viajar en esa línea, papá era muy conocido en el distrito y posiblemente se sabía que yo era su hija.
Me apeé del tren en Menfreystow. No había más de diez o doce personas. Me uní a ellas y, cuando cruzamos la pequeña barrera, entregué mi billete con la cabeza gacha. Estaba libre, pero ¿qué haría ahora?
Debía llegar hasta el mar y luego caminar un kilómetro y medio a lo largo del acantilado. A esa hora de la mañana habría poca gente en el camino.
La pequeña población de Menfreystow aún dormía. La serpenteante calle mayor (casi la única) estaba prácticamente desierta; la mayoría de las casas tenían las cortinas echadas; las pocas tiendas seguían cerradas con candados y trancas. Me llegó el olor del mar; eché a andar hacia el puerto, donde anclaban los barcos pesqueros; al pasar frente al cobertizo donde se vendía la pesca, al ver las redes tendidas y los barriles de langosta experimenté una momentánea felicidad pese a mi incertidumbre. Siempre me sentía allí como en mi casa, aunque mi padre sólo alquilaba la mansión desde que era representante de Lansella, hacía más o menos seis años. Mientras esquivaba cautelosamente las argollas de hierro a las que se ataban los cabos gruesos y cargados de sal, me dije que ir al puerto había sido una locura. Los pescadores solían salir muy temprano; si me veían denunciarían mi presencia de inmediato.
Me alejé por uno de los callejones laterales hasta regresar a la calle mayor; subí por una de aquellas cuestas adoquinadas y, al cabo de cinco minutos, me encontré en lo alto de los acantilados.
La belleza del paisaje hizo que me detuviera a admirarlo algunos segundos; allí estaba la costa, en todo su esplendor; abajo, la playa y el agua verdi-azul, que acariciaba muy suavemente las arenas grises; unos mil quinientos metros costa arriba se alzaba la casa solariega de Menfreya; frente a ella, la Isla de Nadie, deshabitada.
Eché a andar, pensando en Menfreya y en la familia que la habitaba. La casa no tardaría en avistarse. Yo sabía a qué altura de los giros y recodos de ese camino sería al fin visible. Y allí estaba: grandiosa, imponente, una especie de Meca en mi peregrinaje; el hogar de los Menfrey, la familia a la que pertenecía desde hacía siglos. Ya la habitaban los Menfrey cuando el obispo Trelawny fue enviado a la Torre; un Menfrey respaldó a los obispos y reunió a su servidumbre para incorporarse a los veinte mil cornualleses que irían a descubrir por qué causa; imaginé a los Menfrey con sombrero de plumas, pantalones a la rodilla y encajes en las mangas, como se los veía en los retratos de la galería. No podía pensar en otra cosa que en la emoción de ser una Menfrey, aun sabiendo que lo prudente era concentrarme en asuntos más prácticos.
Había llegado al sitio desde donde se veían las almenas. En una de esas ocasiones en que la señorita James me llevó a tomar el té, Gwennan me había llevado hasta lo alto de la torre. Allí gocé la emoción de mirar hacia abajo, a lo largo del muro gris, hacia el acantilado y todavía más abajo, hasta el mar. Y oí la voz de mi amiga: «Si quieres morir no tienes más que saltar desde aquí». Yo había tenido la impresión de que ella bien podía ordenarme hacer eso, a la manera imperiosa de los Menfrey. Y como estaban tan habituados a que se los obedeciera, tal vez esperaría que yo saltara. Llevaban muchas generaciones dando órdenes; los Delvaney, en cambio, sólo una. Nuestra acería, tan rentable, había sido fortalecida por mi abuelo, que en un principio fue uno de sus empleados más humildes. Ahora, desde luego, Sir Edward Delvaney ya no recordaba sus comienzos en absoluto: era un hombre elegante e instruido, con un futuro brillante. Pero aunque él fuera mucho más inteligente que los Menfrey, la diferencia se veía con claridad.
Yo también tenía que ser inteligente. Debía planificar el siguiente paso. A menudo Gwennan salía a cabalgar temprano por la mañana y venía en esa dirección; me había comentado que era uno de sus paseos favoritos. Si me escondía en el acantilado, en cierta cueva que habíamos descubierto, tal vez la viera pasar. De lo contrario tendría que trazar otros planes. Tal vez fuera mejor ir a los establos y esconderme allí. Pero quizá me viera alguno de los caballerizos; además estaban los perros. No: debía apostar a la buena suerte y esperar en la cueva. Si ella salía a cabalgar era seguro que pasaría por allí.
Esperé durante horas enteras, según me pareció, pero al fin tuve suerte. Gwennan vino…, y sola.
La llamé. Ella se detuvo en seco.
Cuando le conté todo pareció divertida. Fue ella quien pensó en la isla. La aventura la atraía. Ahora me tenía a su merced y estaba encantada.
—Ven —me dijo—. Ya sé dónde esconderte.
Como la marea estaba alta, me llevó a remo a la isla, tendida en el fondo del bote, por miedo a que alguien me viera.
—Me ocuparé de traerte de comer —dijo—. Ya que nadie quiere vivir en esta casa, ¿por qué no dejártela?
* * *
Eso había sucedido el día anterior. Y allí estaba Gwennan, con el periódico. Yo nunca habría imaginado que mi fuga tendría tanta importancia. Ella dijo:
—Durante el desayuno todos hablaban de esto. Papá dice que alguien pedirá rescate por ti. Miles de libras. ¡Imagínate, valer tanto!
—Mi padre no pagaría. En realidad, se alegraría de que lo libraran de mí.
Gwennan reconoció la posibilidad con un gesto afirmativo.
—Aun así —dijo—, tal vez pague para que la prensa no se entere.
—¡Pero si nadie ha pedido nada! No estoy secuestrada.
Ella me observaba con aire calculador.
—En casa necesitamos dinero, ¿sabes? —comentó.
Me eché a reír.
—¿Qué? ¡Que los Menfrey pidieran rescate por mí! No tiene sentido.
—Podría ser —suspiró Gwennan—, si Sir Edward nos pagara. Mira, nos está resultando difícil cubrir los gastos. Por eso se ha amueblado esta casa. Papá dijo que convenía sacarle provecho. Hace años que está desocupada. Por eso la pintaron un poco y trajeron estos muebles. Eso fue hace un año. Hemos estado esperando que apareciera el primer inquilino. Y aquí está: ¡tú!
—No soy una inquilina de verdad. Sólo he venido a esconderme.
—Además no pagas alquiler. Pero si se pidiera rescate…
—No se ha pedido.
—No. Pero no me sorprende que hayas huido. ¡Esa vieja odiosa de Clarissa! En tu lugar yo habría bajado a darle unos buenos coscorrones.
—Nunca habrías estado en mi lugar. Eres hermosa; de ti nadie podría decir esas cosas.
Gwennan se descolgó de la mesa en la que se había sentado y destapó uno de los espejos para observar su propia cara. Yo me acerqué cojeando; codo a codo, nos miramos. Ella no podía menos que estar complacida con su imagen: cara redonda, tez de crema algo pecosa, pelo y ojos morenos y una naricilla encantadora, de fosas anchas; comenté que le daba el aspecto de un tigre.
—¿Sabes cuál es tu problema? Que siempre tienes cara de pensar que la gente no te querrá —dijo ella.
—¿Pues qué cara esperas que tenga, si la gente no me quiere?
—Es que así se lo recuerdas. Si pusieras cara de no enterarte quizá lo olvidarían. Oye, tendrás que quedarte aquí. Te traeré comida todos los días, para que no pases hambre. Tendrás que ver hasta cuánto aguantas. ¿Cómo ha sido pasar la noche en Nadie?
—Pues… normal.
—Mentirosa. Has tenido miedo.
—Qué, ¿tú te habrías quedado tan tranquila?
—Quizá no. Esta casa está embrujada, ¿sabes?
—No es cierto —afirmé con fiereza.
No podía ser. Y si era así yo prefería no saberlo. Pero al mismo tiempo no pude resistir la tentación de instarla a continuar. En todo caso, Gwennan no se quedaría con las ganas.
—¡Pues claro que es cierto! Papá dice que si no consigue inquilino es por los rumores. La gente viene a ver la casa y después se entera.
Pasó una hora conmigo. Luego se fue, pero prometió regresar por la tarde. Tendría que poner mucha cautela para no despertar sospechas, pues a alguien podría llamarle la atención su repentino interés por la isla.
Su entusiasmo era comprensible. Para ella era toda la diversión del asunto; para mí, todas las dificultades.
* * *
Al caer la tarde comencé a intranquilizarme. Puesto que no quería entrar en la casa mientras no fuera necesario, me senté con la espalda apoyada contra el muro para contemplar la casa solariega de Menfreya, al otro lado del mar. Era una imagen reconfortante. Había luz en varias de las ventanas. Bevil debía de estar allí; yo habría querido preguntar por él a Gwennan, pero me reprimía, pues mi amiga tenía la inquietante costumbre de leerme los pensamientos. Y si descubría que su hermano me interesaba no se limitaría a divertirse provocándome con pullas, sino que exageraría mi interés.
Faltaba poco para la pleamar; el agua se acercaba lentamente a la casa. En este costado llegaba a pocos metros de ella; se decía que, durante las mareas más altas, llegaba hasta el muro e inundaba la cocina. Eso sucedía en ciertos momentos del año, sin duda, y ese día no era uno de ellos. Pero el hecho de que el mar me cercara no me aterraba tanto como la casa a oscuras.
Por la tarde Gwennan me había traído algunas velas; antes de que oscureciera del todo entraría para encender algunas. Cuantas más hubiera, menos intranquila me sentiría. Tal vez dejara una encendida en el dormitorio durante toda la noche; de esa manera, si despertaba sobresaltada vería inmediatamente dónde estaba.
No podía saber qué hora era, pues no tenía reloj; pero el sol había desaparecido rato antes y comenzaban a aparecer las primeras estrellas. Las vi surgir a la vista de un momento al siguiente. Descubrí la Osa Mayor y luego busqué las otras constelaciones que, según me había enseñado la señorita James, se podían encontrar en el cielo nocturno. El miedo se aproximaba más y más, como el mar, como la oscuridad. Tal vez si me acostaba me quedaría dormida, puesto que había dormido muy poco durante dos noches seguidas.
Entré en la casa y me apresuré a encender las velas; luego llevé una arriba, al dormitorio. Imaginé que, al entrar yo, los muebles saltaban a sus respectivos sitios. Eché un vistazo apresurado a mi alrededor y cerré la puerta. Luego, con la vela en la mano, me acerqué cautelosamente a cada uno de esos bultos grotescos y levanté la sábana; sólo quería asegurarme de que abajo había sólo muebles, que esas fundas sólo escondían las piezas traídas desde Menfreya para el inquilino tan esperado. Era una tontería. El miedo estaba dentro de mí. Si al menos hubiera podido alejarlo de mi mente eso habría sido nada más que una mansión solitaria; debía acostarme y dormirme de inmediato.
Lo intentaría, pero con la vela encendida.
Me acosté en la cama, como la noche anterior, y cerré los ojos; inmediatamente volví a abrirlos para ver si lograba detectar algo raro antes de que hubiera tenido tiempo de esconderse. ¡Qué tontería! Hay quien dice que, en realidad, los fantasmas no se ven, pues ver es un proceso físico, mientras que ellos no son algo físico. A los fantasmas se los siente. Y al caer la oscuridad yo sentía algo en esa casa.
Volví a cerrar los ojos y de pronto imaginé que estaba viajando en el tren. Y cansada como estaba, me quedé dormida.
Desperté aterrorizada. Lo primero que vi fue la vela. Supe que había dormido un buen rato por lo mucho que se había consumido. Me incorporé para recorrer el cuarto con la vista; al parecer, todos los bultos enfundados estaban súbitamente en los lugares que ocupaban al cerrar yo los ojos. Eché un vistazo a la ventana. Aún era de noche. Algo me había despertado. ¿Un sueño? Una pesadilla, pues temblaba y el corazón me palpitaba enloquecido.
—Sólo un sueño —dije en voz alta. Luego me alarmé: sobre el suave murmullo de las olas oía ruidos abajo. Voces… y el chirrido de una puerta.
Me levanté de un salto, con la vista clavada en la puerta.
No estaba sola en la isla. No estaba sola en la casa.
¡Voces! ¡Voces que susurraban! Una era grave; la otra, más aguda. Oí un ruido que podía haber sido una pisada.
—Son imaginaciones tuyas —susurré.
No. Ahí estaba el crujido de un peldaño y el inconfundible sonido de unas pisadas sigilosas.
El corazón me latía con tanta fuerza que me impedía pensar. Estaba de pie contra la puerta, escuchando. Indudablemente había pisadas en la escalera. Luego oí una voz femenina:
—Vámonos. Esto no me gusta.
Una risa grave: una risa de hombre.
Una cosa era segura: no eran fantasmas. Y en cualquier momento irrumpirían en la habitación. Corrí al tocador para meterme bajo la funda. Apenas logré esconderme antes de que se abriera la puerta.
—¡Ah, aquí es! —dijo una voz conocida.
—Una vela… ¡Una luz, señor Bevil! —Ésa era la mujer.
—Quien esté en la casa se ha escondido aquí —dijo Bevil Menfrey.
Él estaba retirando las fundas. Comprendí que en pocos segundos llegaría al tocador.
Levanté la vista hacia él y pensé en lo magnífico que se lo veía a la luz de la vela. Estaba más maduro que la vez anterior. Ya era todo un hombre. Parecía enormemente alto y la luz de la vela arrojaba una larga sombra suya contra la pared, con la silueta de la mujer, más pequeña, refugiada detrás de él.
—¡Santo Dios! —gritó—. ¡Pero si es Harriet Delvaney! Sal de allí, picara. ¿Qué haces aquí?
Luego se agachó para cogerme por el brazo y jaló para levantarme.
—No se puede decir que hayas escogido una gran residencia. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Ésta es la segunda noche.
—Pues entonces el misterio queda aclarado.
—¿Qué va usted a hacer, señor Bevil? —preguntó la muchacha.
Entonces comprendí que era una de las muchachas de la aldea, de las que nunca entrarían en Menfreya como invitadas; ¿qué podía estar haciendo allí con Bevil, a esas horas de la noche?
—Sólo hay una cosa que pueda hacer: llevarla ahora mismo al continente. Habrá que avisar a su padre que ha aparecido.
—¡Ay, qué pequeña tan mala!
—¿Y qué diremos de ti? —pregunté.
Ante eso Bevil rió otra vez.
—Sí —dijo—, ¿qué diremos de ti y de mí? Que no haya recriminaciones ni de una parte ni de la otra, ¿eh, Harriet?
—No —acepté. No comprendía, pero de pronto me sentía casi feliz: primero, porque no tendría que pasar el resto de la noche sola en la isla; segundo, porque a él parecía divertirle lo que yo había hecho y porque comprendía que, así como él me había descubierto donde yo no debía estar, también yo lo había descubierto de igual manera.
Me miró.
—No deberías haber dejado la vela encendida —dijo—. Ha sido un gran descuido. Al desembarcar hemos visto la luz que parpadeaba en la ventana. —De pronto se había puesto severo—. Debe usted saber, señorita Harriet, que ha provocado una gran consternación. Ya estaban a punto de dragar el Támesis.
Bromeaba. Pero estaba intrigado y una vez más sentí ese fulgor de placer. Hasta entonces nunca me había dedicado toda su atención; noté que casi había olvidado a su compañera.
Bajamos al bote; en poco rato llegamos al continente. Él dijo a la muchacha:
—Ahora vete.
Ella quedó boquiabierta y lo miró con aire de sorpresa, pero Bevil repitió, impaciente:
—Anda, vete ya.
Ella le clavó una mirada bastante sombría y se recogió las faldas hasta los muslos para salir del bote al agua poco profunda. Iba descalza; se detuvo un momento con el agua lamiéndole los tobillos para mirar atrás, por si Bevil la estuviera observando. No era así. Él me miraba a mí, con las manos apoyadas en los remos.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó.
—Porque quise.
—¿Huiste para pasar una noche en esa isla?
—No, para eso no.
—¿Cómo llegaste allí?
No respondí. No quería involucrar a Gwennan.
—Eres una niña extraña, Harriet —comentó él—. Sospecho que te preocupas demasiado por cosas que no tienen ni la mitad de la importancia que tú les atribuyes.
—Tú no puedes imaginar la importancia que tiene para mí ser coja. —De pronto me enfadé con pasión—. Dices que no tiene importancia. Claro, para ti no. No tienes que andar cojeando por ahí, ¿verdad? Claro, tú crees que no tiene importancia. Para ti, no.
Pareció sobresaltarse.
—Qué vehemente eres, mi querida Harriet. La gente no te quiere menos por el hecho de que seas coja. Eso es lo que trato de decirte. Pero ahora no se trata de eso, ¿verdad? Has huido. Se ha armado un gran alboroto. Y ahora te he descubierto. ¿Qué piensas hacer? No vas a escapar de mí, ¿no? Mira que te atraparé para traerte de regreso. Quiero ayudarte. —Se inclinó hacia mí. En sus ojos había burla y algo de ternura, que me reconfortó y me hizo feliz—. ¿Acaso la vida allá te resultaba imposible?
Hice un gesto afirmativo.
—Tu padre, supongo. —Suspiró—. Lo siento, pero tendré que llevarte de vuelta, pobre pequeña mía. No puedo ocultar que te he encontrado. De lo contrario me convertiría en cómplice o algo así. ¿Quién te llevó a la isla? Gwennan, supongo. Se ha pasado el día dándose importancia. ¡Conque fue Gwennan!
No respondí.
—Tienes sentido del honor —continuó él—. Muy loable. Pues bien, sólo te queda bailar al compás de la música. Pero dime: ¿qué intenciones tenías?
—No sé.
—¿Acaso huiste sin haber decidido adonde irías?
—Vine aquí.
—En tren, supongo. Tienes audacia. Pero habrías debido trazar un plan de campaña, ¿comprendes? ¿Y qué pretendías conseguir con esto?
—No lo sé.
Él meneó la cabeza. Luego su expresión volvió súbitamente a ser tierna.
—Pobre Harriet, qué mal debes de haberlo pasado…
—Oí que tía Clarissa hablaba de lo difícil que sería conseguirme esposo —balbuceé—. Por mi…
—Oye, no te preocupes por eso. Quién sabe… es posible que yo mismo me case contigo.
Me eché a reír.
—Me ofendes —protestó él, zumbón—. Te hago una propuesta completamente razonable y tú la recibes con desdén.
—Es que no lo has dicho en serio.
—La gente nunca me toma en serio. Como suelo tomármelo todo a la ligera…
Dejó los remos dentro del bote y se inclinó hacia mí para besarme en la frente. Entonces experimenté en toda su potencia el encanto de los Menfrey. Mientras me ayudaba a desembarcar me retuvo por un momento, con la cara muy cerca de la mía.
—Recuerda esto —dijo—: Habrá jaleo, pero pasará. Ven, vamos ya. Hay que bailar al compás de la música.
Mientras cruzábamos el patio los perros comenzaron a ladrar.
El salón estaba apenas iluminado por dos chorros de gas dentro de una especie de lámparas; la luz era apenas suficiente para ver el cielo raso abovedado y las armaduras al pie de la escalera. El grito de Bevil resonó hasta en las vigas.
—¡Venid a ver lo que he encontrado! ¡Aquí está Harriet Delvaney! La he traído conmigo.
Entonces la casa cobró vida. Por todas partes se oyeron voces.
Los primeros fueron Sir Endelion y lady Menfrey; después, algunos de los criados. Gwennan, desde el tope de la escalera, me miraba con grandes ojos acusadores.
Me sentía aliviada, pues aún no había llegado el momento de preguntarme: «¿Y ahora qué?». Y emocionada, pues la aventura de esa noche me había acercado a Bevil.
* * *
Sentada en la biblioteca, bebía un poco de leche caliente. Lady Menfrey no dejaba de murmurar:
—Harriet, pero ¿cómo has podido…? Tu pobre padre… frenético…, realmente frenético.
—Hemos tenido que telegrafiarle —me dijo Sir Endelion, como si pidiera disculpas, tironeándose de los bigotes. En ese momento comprendí que los pecadores eran mucho más simpáticos. Él no estaba ni la mitad de horrorizado que su esposa; tampoco Bevil.
El muchacho, sentado en la mesa, me sonreía como si quisiera animarme. Mientras él estuviera allí me era imposible sentir miedo o desdicha.
Gwennan había entrado sin hacer ruido, para que no la vieran y le mandaran volver a la cama; me observaba con apasionamiento.
—No sé qué dirá —suspiró lady Menfrey—. Al menos hemos hecho lo posible.
—Tendrás que bailar al compás de la música, querida mía —dijo Sir Endelion, igual que su hijo.
—Exactamente lo que yo le he dicho —intervino Bevil—. No nos repitamos. Creo que Harriet debería dormir; así estará en mejores condiciones para enfrentar el interludio musical.
—He ordenado a Pengelly que haga preparar una cama —dijo la señora.
—En el cuarto vecino al mío —añadió Gwennan.
—Gwennan, pequeña, ¿qué haces aquí? Deberías estar en la cama y bien dormida. —Lady Menfrey parecía afligida. Adiviné que su familia era, para ella, una fuente de constante preocupación.
—La ha despertado la llegada de Harriet —comentó su hermano—. Para ella debe de haber sido una gran sorpresa.
—Sin duda —replicó ella, desafiante.
—¿Tan grande, la sorpresa?
Gwennan le clavó una mirada ceñuda.
—Nunca habrías imaginado que estaba allí, ¿verdad?
—Tú tampoco —insinuó ella—. De otra manera no habrías decidido ir hoy.
Sir Endelion soltó una fuerte carcajada; lady Menfrey parecía perpleja. «Qué familia apasionante», pensé. Y lamenté con fervor no pertenecer a ella. Me daba cuenta de que todos, con excepción de lady Menfrey, miraban mi fuga con mucha tolerancia. Y la opinión de la señora no tenía mucho peso.
—Si yo hubiera sabido que Harriet estaba allí habría ido ya anoche, te lo aseguro —replicó Bevil.
Dejé mi vaso en la mesa.
—Gwennan —dijo lady Menfrey—, ya que estás aquí podrías acompañar a nuestra invitada a su habitación.
Di las buenas noches a Bevil, a Sir Endelion y a su esposa. Luego Gwennan y yo subimos juntas.
Aun en esos momentos me emocionaba estar en Menfreya.
—Tu cuarto está junto al mío —anunció ella—. Dije a Pengelly que quería tenerte aquí. Oye, ¿no les has dicho…?
—Lo saben. No había nada que decir.
—¿Pero no me has delatado?
Negué con la cabeza.
La habitación que me habían asignado era grande, como todas las de Menfreya; tenía un asiento en la ventana, desde la que se veía la isla. En la cama de matrimonio había un camisón de franela rosada.
—Uno de los míos —señaló Gwennan—. Tienes que desvestirte de inmediato.
Yo vacilaba.
—Anda, no seas gazmoña —insistió ella.
Me quité la ropa ante sus ojos; cuando estuve entre las sábanas ella se sentó en un extremo, abrazada a las rodillas, sin apartar la vista de mí.
—No me extrañaría que te encarcelaran —comentó—. Después de todo ha intervenido la policía; en esos casos nunca se sabe. —Noté que, aun mientras me provocaba, su mente ya estaba trazando planes para rescatarme—. Pero no, no creo. Tu padre los sobornaría para que no te encerraran. Además, yo también estoy implicada. Querrán saber quién te llevó a la isla y quién asaltó la despensa, ¿comprendes? La señora Pengelly notó la falta de ese muslo de pollo que te llevé ayer. Y de otras cosas. Las sospechas me señalan… y yo estaré contigo en el banquillo de los acusados. Para ti será un consuelo. Mis padres entablarán largas discusiones y se llegará a una decisión. A propósito: Bev debe de estar furioso por tu culpa.
—¿Furioso? ¿Por qué?
—Porque le has arruinado una aventurilla. Desde que papá amuebló la casa él la usa para sus seducciones. Es romántica. Y el hecho de que las señoritas tengan miedo a los fantasmas añade interés a la situación. El puede mostrarse audaz y protector, con lo que logra su objetivo en mucho menos tiempo.
—Son inventos tuyos. ¿Qué puedes saber?
—Mi querida Harriet: cada uno de los Menfrey lo sabe todo sobre los demás. Es una facultad que tenemos. Todos los hombres son devastadoramente atractivos para las mujeres y todas las mujeres lo son para los hombres. No podemos evitarlo. Sólo nos queda sobrellevarlo.
La miré y quedé convencida de eso; la idea me entristeció.
—Estoy cansada —dije. Quería estar sola para rememorar los momentos que había compartido con Bevil en el bote, para recordar cada una de sus palabras.
—¡Que estás cansada! —exclamó ella—. ¿Cómo puedes estar cansada si sabes lo que pasará mañana? Menos mal que no he enviado esa carta de rescate.
—No hubo ninguna carta de rescate.
—¿Que no? ¡Pero si la he estado redactando! ¿Acaso crees que se puede dejar pasar una oportunidad así? Los Menfrey nunca dejamos pasar una buena oportunidad.
—No te creo. —Cerré los ojos.
—De acuerdo —gruñó ella. Y se levantó de un salto—. Anda, duerme y sueña con lo de mañana. No me gustaría estar en tu pellejo, Harriet Delvaney. Ya verás cuando venga tu padre.
* * *
Como Gwennan y yo estábamos esperando el carruaje lo vimos llegar. Muy poco después me convocaron a la biblioteca.
Sus ojos nunca habían estado tan fríos; tampoco me habían mirado nunca con tanta antipatía. Y yo nunca me había sentido tan fea como cuando entré cojeando en esa habitación. Es extraño, pero cuando tenía conciencia de mi deformidad se me antojaba que se hacía más obvia. Y en presencia de él siempre cobraba conciencia de ella.
—Ven aquí —dijo. Y como de costumbre, al oír el tono con que me hablaba tuve la sensación de que alguien me vertía agua helada por la espalda.
—Estoy sumamente disgustado. Nunca habría imaginado tanta ingratitud, tanto egoísmo, tanta maldad. Ni siquiera de ti… y bien sé de qué perversidades eres capaz. ¿Cómo has podido caer en semejante conducta?
No respondí. Nada estaba tan fuera de mis posibilidades como explicarle mis motivos. Yo misma no estaba del todo segura de ellos. Arraigaban demasiado en el fondo. Y sabía, en ese momento, que no era sólo por esas palabras tan desafortunadas de tía Clarissa que había huido de casa.
—Responde cuando te hago una pregunta. No añadas la insolencia a la ingratitud.
Dio un paso hacia mí. Creí que iba a golpearme y casi deseé que lo hiciera. Creo que podría haber soportado mejor un odio ardiente que esa helada antipatía.
—Papá…, quería alejarme. Yo…
—¿Querías huir? Querías causar problemas. ¿Por qué viniste aquí?
—Quería… quería venir a Menfreya.
—Un capricho momentáneo. Habría que azotarte… hasta la inconsciencia. —Torció la boca en una mueca de disgusto. La violencia física le repugnaba. Yo lo sabía: si un perro le desobedecía no se le castigaba: se le eliminaba. En ese momento pensé: «Le gustaría eliminarme. Pero jamás me azotaría».
Me volvió la espalda como si no soportara mirarme.
—Tienes todo lo que deseas. Gozas de todas las comodidades. Pero no conoces la gratitud. Te divierte angustiar y causar problemas. ¡Pensar que tu madre murió por darte la vida!
Habría querido gritarle que callara. No soportaba oírle decir eso. Sabía que él lo pensaba a menudo, pero esas palabras, pronunciadas en voz alta, daban al horror un significado más profundo. No podía soportarlo; habría querido arrastrarme hasta un rincón para llorar.
Pero en vez de expresar el dolor que sentía, mi cara se estaba conformando en esas líneas feas, obstinadas, sin que yo pudiera evitarlo. Él lo notó; eso desató momentáneamente el odio qué sentía por ese monstruo que, para vivir, lo había privado de un ser amado. Halló un breve consuelo en dar rienda suelta al amargo resentimiento de tantos años.
—Cuando te vi…, cuando me dijeron que tu madre había muerto, quise arrojarte de casa.
Las palabras estaban dichas. Me golpearon con mayor crueldad que cualquier látigo. Él había cristalizado la escena. Vi al feo bebé en brazos de la enfermera; vi a la muerta en el lecho. Y la cara de mi padre. Hasta pude oír su voz: «Arrojad eso afuera».
Allí estaba, para siempre grabado en mi mente. Hasta entonces sólo adivinaba su antipatía y podía persuadirme de que era sólo cosa de mi imaginación, que a él le costaba expresar sus sentimientos, que en el fondo me quería. Pero ya no podría hacerlo.
Tal vez se avergonzó. Su voz se ablandó un poco.
—Ya veo que jamás podré inculcarte el sentido de la decencia —dijo—. No sólo te causas problemas a ti misma, sino también a los demás. La casa entera es un caos. Nos han invadido los periodistas.
Hablaba para disimular su confusión. Y yo le escuchaba sólo a medias, pues estaba pensando en su ira al ver a ese bebé en brazos de la enfermera.
—Cuanto menos —dijo—, no debes abusar de la hospitalidad de Menfreya más de lo necesario. Nos iremos inmediatamente a Chough Towers.
* * *
Chough Towers era una mansión del primer estilo Victoriano; estaba a un kilómetro y medio de Menfreya. Mi padre la alquilaba amueblada a una familia apellidada Leveret, que había hecho fortuna con la arcilla para porcelana extraída de las cercanías de St. Austell. La casa era casi tan grande como Menfreya, pero carecía de su distinción. Era fea y, como he dicho, parecía siempre fría e impersonal, pero quizá era porque la alquilaba mi padre y la había impregnado con su carácter; habitada por una familia feliz, tal vez habría sido una casa alegre. Las habitaciones, grandes y artesonadas, tenían grandes ventanas que daban a prados bien cuidados; en la planta baja había un gran salón de baile de buenas proporciones, con una ancha escalera de roble en un extremo. Se había hecho todo lo posible para dar al lugar un aire de antigüedad; hasta había un palco para juglares, que siempre me pareció incongruente en una casa así. El invernadero era agradable, pues estaba lleno de plantas coloridas, pero todo lo demás resultaba pesado y sobrecargado de ornamentos; las torres y las almenas barrocas eran falsas. Además era absurdo llamarla Chough Towers (torres de la chova), pues nunca vi una sola chova en las cercanías. Era una imitación vistosa, que fingía ser lo que no era.
La rodeaba un parque, pero era obvio que los árboles alineados junto a la calzada no tenían más de treinta años. Allí no existían esos tejos bamboleantes que se encontraban en Menfreya. Por estar enamorada de Menfreya, quizá yo percibía la diferencia más que nadie. Chough Towers era, supongo, una casa bella en un bello ambiente, pero sin secretos ni ecos del pasado; era sólo la imagen visible del deseo de un hombre que, tras haber triunfado por su propio esfuerzo, había querido construirse una vivienda tan grandiosa como las que habitaban aquéllos a quienes, una generación atrás, él habría debido tratar con reverencia. Pero una casa es algo más que muros y ventanas, más también que bonitos salones e invernaderos, parques y prados.
A mi padre le convenía, pues sólo pasaba en la vecindad una parte del año y no estaba seguro de querer comprar una vivienda allí. Si perdía el escaño en la Cámara no querría retener Chough Towers.
Cuando entramos en la casa noté en seguida un silencio forzado. Sospeché que los criados estaban cotilleando sobre mí; quizás algunos me espiaban. Me había convertido en objeto de interés porque mi nombre aparecía en los periódicos. Y aparecería otra vez: puesto que mi desaparición había provocado tanta inquietud, habría que revelar el descubrimiento de mi paradero.
—Sube inmediatamente a tu cuarto y no te muevas de allí hasta que se te autorice a salir —dijo mi padre.
Y cuánto me alegré de escapar.
* * *
Estaba prisionera. Hasta nuevo aviso se me daría sólo pan y leche. Ninguno de los criados debía dirigirme la palabra. Había caído en desgracia.
Me mostraba desafiante y fingía que eso no me importaba, pero mis sensaciones iban de la angustia al regocijo.
A veces lograba clausurar todos los recuerdos y dejar sólo la imagen de Bevil sentado allí, en el bote. Veía esos ojos extraños que se iluminaban de ternura… No: en realidad era burla. «Es posible que yo mismo me case contigo…». Bromeaba, pero quizá no del todo. En cualquier caso, en la situación actual resultaba grato engañarme, creer que quizá lo había dicho en serio. Era un sueño alegre y dichoso.
Pero también estaba el otro: oscuro, sombrío. El lecho de muerte, el bebé de cara arrugada; los recién nacidos que había visto me parecían feos; sin duda yo lo habría sido más que ninguno. Imaginaba el impulso demencial del hombre, normalmente contenido. Experimentaba su repugnancia, el deseo de librarse de esa criatura indeseable, cuyo advenimiento había costado tan caro.
En el segundo día de cautiverio vino mi padre. Me reanimó verlo vestido para partir.
—Pasarás una semana entera en tu cuarto —dijo—. Y espero que al acabar ese tiempo estés debidamente arrepentida. ¿Se te ha ocurrido que podrías perder la vida en cualquier momento? Quiero que dediques los próximos días a entender que te encaminas hacia la condena eterna. Por tu propio bien, puesto que te sé demasiado egoísta como para hacerlo por el mío, debes reformarte. Permanecerás aquí hasta que llegue el momento de ir al internado.
Quedé tan atónita que no pude responder. De pronto se me arrancaba a la contemplación de los tormentos infernales para ponerme ante una vida absolutamente nueva: ¡un internado!
—Sí —prosiguió él—, lo que necesitas es una disciplina estricta. En la escuela, si desobedeces se te castigará con severidad. Por desgracia, la señorita James era demasiado indulgente contigo. Desde luego, no continuará trabajando para nosotros.
Imaginé a la señorita James llorando discretamente mientras preparaba su maleta, temerosa del futuro. ¡Pobre mujer! En las semanas siguientes me afligiría por ella, pese a la alarmante perspectiva que tenía ante mí.
—Conque será despedida…
—Ya ves cómo has perjudicado a los demás con esa desconsiderada manera de actuar.
Se me ocurrió una idea pavorosa: ¡Fanny! ¿Qué sería de ella?
Susurré su nombre por lo bajo, pero él me oyó.
—Se queda. Desempeñará otras tareas. Y cuando estés de vacaciones la necesitarás como doncella.
¡Oleadas de agradecimiento! Fanny estaba a salvo. ¿Cómo había podido huir sin pensar en las consecuencias que eso podía tener para ella? Mi padre tenía razón: era menester pensar antes de actuar.
Él continuó:
—Te encomiendo enérgicamente que aprendas a ser menos egoísta. Este acto tuyo, caprichoso e irreflexivo, me ha causado grandes tribulaciones. Recuérdalo. Y si alguna vez sientes la tentación de cometer una maldad semejante, ten en cuenta, por favor, que la próxima vez no seré tan indulgente.
—¿Te vas, papá? —dije.
—Me voy para continuar con el trabajo que has interrumpido.
Me miró. Por un momento pensé que me daría un abrazo y un beso. Comprendí con asombro que eso era lo que deseaba.
Si él lo hubiera hecho yo me habría echado a llorar; le habría dicho que era desdichada, que lamentaba haber nacido, que de buena gana volvería a ese limbo donde residen los niños no nacidos para quedarme allí, si con eso le devolvía a mi madre.
Ésa era una parte de mí. La otra parte lo odiaba.
Y la parte que lo odiaba era la más visible; se mostraba en mi expresión ceñuda.
Él giró y se fue.
Al irse él la atmósfera de la casa mejoró notablemente.
Menos de una hora después A’Lee abría la puerta. Traía una bandeja cubierta con un paño. Se me acercó diciendo:
—Bueno, señorita Harriet, el amo ha vuelto a Londres. Estamos otra vez solos.
Dejó la bandeja y me guiñó un ojo. Luego retiró el paño para dejar a la vista un pastel de carne y hortalizas, dorado, caliente y sabroso, recién sacado del horno, y un vaso de sidra; también traía una gran porción de pan de frutas.
—Es lo único que la señora A’Lee tenía a mano.
—Tiene muy buen aspecto.
—Y también muy buen sabor, si es que conozco a mi esposa.
—Pero se supone que estoy a pan y leche.
—A mí y a la señora A’Lee no nos convencen esas cosas.
Me senté a la mesa y corté el pastel. El sabroso vapor que despedía me hizo la boca agua. A’Lee me miraba con satisfacción.
—Bueno, basta ya de esa tontería del pan y la leche.
—Si mi padre se entera se pondrá furioso. Os despediría a los dos: a ti y a tu esposa.
—No puede. No olvide que nosotros somos parte de la casa. Él nunca nos ha querido. No somos como el mayordomo que tiene en Londres, supongo. —Cogió el paño que cubría la bandeja y, después de colgárselo del brazo, comenzó a andar a saltitos por la habitación. Sus intentos de imitar los refinadísimos acentos de Polden, a quien había visto una o dos veces en ocasiones especiales, eran tan desafortunados que me hicieron reír. Era lo que él buscaba.
—No —dijo—, nosotros estamos bien con el señor Leveret y él está bien con nosotros.
—¿No te habría gustado que el señor Leveret continuara viviendo aquí?
—Ah, qué tiempos aquéllos. Tal vez vuelva, el señor Harry. Pero dicen que ahora está muy ocupado en St. Austell y en otros lugares. Supongo que estamos mejor trabajando para los Leveret que para esos elegantes caballeros de Londres, como…
—¿Como mi padre? No te gusta trabajar para él, ¿verdad, A’Lee?
—Pues… al menos tiene una hijita muy simpática.
—Que os quiere más que a ese estúpido de Polden.
—Es toda una señorita, sí.
Y reímos juntos.
—Esa sidra la hago yo mismo. Antes la hacía para el señor Leveret. Una vez el señor Harry se emborrachó con ella. No tendría más de ocho años. Andaba husmeando en torno de la cuba; yo no sabía que se había estado sirviendo. Sí que eran buenos tiempos aquéllos. Pero no se aficione mucho a esa bebida, señorita Harriet, que se trepa a la cabeza.
—No tendré oportunidad. Me envían al internado.
—Sí, así hemos oído. Bueno, ya regresará, supongo. Y como ella también irá con usted es seguro que volarán fuegos de artificio.
—¿Quién?
—La señorita Gwennan, la de Menfreya.
—¡A’Lee! ¿Es verdad eso?
—Ya veo que eso la alegra mucho.
—Es que así las cosas serán muy diferentes.
Él meneó la cabeza.
—No sé. Esos Menfrey…
—No te gustan mucho, ¿verdad, A’Lee?
—Pues vea, no es que me gusten o no me gusten. Son locos. Y donde están hay jaleo. Es culpa de los Menfrey que usted esté en esa silla, paladeando ese pastel como si fuera el néctar de los dioses… Y bien puede ser, pues reconozco que no los he probado mejores.
—¿Culpa de los Menfrey? Pero ¿por qué?
—Piénselo: ¿por qué está usted aquí? Porque su padre, Sir Edward Delvaney, es miembro del Parlamento. Hace siete años que es miembro. Pero hasta entonces siempre nos había representado un Menfrey. Hasta hace siete años nunca hubo un forastero aquí.
—¿Dices que el representante de Lansella era Sir Endelion?
—Por supuesto. Y antes, su padre. Desde que existe el Parlamento nuestro representante ha sido siempre un Menfrey.
—¿Y Sir Endelion por qué abandonó el escaño?
—Bendita sea su inocencia, niña. No es que él haya abandonado el escaño, sino que el escaño lo abandonó a él. Dicen que la reina es estrictísima. Y no acepta a ningún ministro que tenga mala fama, ¿sabe usted? Sir Endelion era un señor muy importante, allá en Londres. A no ser por el escándalo pudo haber llegado muy alto. A primer ministro, digamos… o algo parecido.
—¿Qué escándalo fue ése?
—Lo de siempre, querida. Cuando se trata de los Menfrey no se pregunta qué, sino con quién.
—¿Una mujer?
A’Lee sonrió.
—Un verdadero bochorno. ¡Y en Londres! Aquí ya los conocemos y estamos habituados. Los Menfrey siempre se portaron bien con las chicas a las que metían en problemas. Les conseguían marido o un hogar para el crío. Pero esto sucedió en Londres, con una dama de muy alta cuna. Y por culpa de Sir Endelion el esposo se divorció de ella.
—¡Pobre lady Menfrey!
—Ah, la señora es buena persona. Lo perdonó y él regresó a su lado. Pero la reina no quedó conforme. No quedaría conforme mientras Sir Endelion no renunciara. Y él renunció. Y por primera vez desde que tenemos memoria no tuvimos un Menfrey en el Parlamento. Así fue que vino su padre.
—A ellos no parece molestarles.
—Se dice que su padre está cuidando el escaño para el señor Bevil.
—Conque él se dedicará a la política.
—Como todos los Menfrey. Hay que hacerse escuchar en el Gobierno, dicen ellos. Y ellos sí que saben hacerse escuchar. El señor Bevil irá allá, supongo. Todo a su debido tiempo. Y entonces Lansella tendrá otra vez a un Menfrey en Londres.
Después de acabar con la sidra tragué el último bocado de pan de frutas.
—Estaba muy bueno, A’Lee —dije. Pensaba en la pobre lady Menfrey, en lo furiosa que habría estado… o tal vez triste. Desdichada, sin duda. Imaginaba a Sir Endelion de regreso en Menfreya expulsado del Parlamento a causa del escándalo.
Se entendía que los apodaran «los locos Menfrey».
Algo más tarde vino Gwennan.
—He venido en cuanto me han dicho que tu padre se había ido —dijo—. Iremos a la escuela… juntas. Somos indisciplinadas y no nos pueden dominar. ¡Qué divertido! Si no te hubieras fugado jamás se les habría ocurrido enviarnos. Es el fin de todo.
—No es el fin de nada —la contradije—. ¿Cómo puede ser el fin si nos vamos lejos, a comenzar una vida nueva?