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Prostitución
Pierre me había asegurado que íbamos a pasar un fin de semana excepcional y agitado. En la sempiterna necesidad que sienten los amos de renovar su programa veo la angustia que los atenaza ante la posibilidad de decepcionar alguna vez a aquella a quien han esclavizado.
El Amo Patrick y el Ama Ghislaine nos habían invitado a una fiesta y nos recibieron con evidente placer. Yo me alegraba mucho de volver a verlos, pero me abstuve de exteriorizar este sentimiento, tal y como Pierre me había enseñado. En las relaciones sadomasoquistas siempre conviene mantener cierta distancia. Es indudable que, si se quiere preservar cierto misterio, hay que evitar implicarse demasiado en el terreno afectivo con los amos o con los sometidos. He aquí una regla de oro que aplican los más veteranos y que permite que las relaciones prosigan sin dependencias de ninguna clase.
Con todo, encontré la forma de expresar mi gratitud a la pareja que nos recibía. En la calle que llevaba al restaurante donde íbamos a cenar, tomé la iniciativa de pedir permiso al Ama Ghislaine para desahogarme allí mismo, junto a la acera, y ella, gratamente sorprendida, me lo concedió. Me agaché, pues, entre dos coches como la perra que quería ser aquella noche y di rienda suelta a esta necesidad fisiológica, con el placer añadido de que me contemplaran en esta postura íntima. Cuando nos disponíamos a entrar en el restaurante, el Amo Patrick, sin darme tiempo a hacer una sola pregunta, me empujó al interior del vestíbulo de un edificio y, al tiempo que me tendía un pequeño radiocasete, me ordenó que escuchara la cinta que había colocado en su interior y siguiera las instrucciones al pie de la letra. Algo trastornada ante la idea de no superar esta prueba inesperada, traté de que mi mirada se cruzara con la de Pierre.
¿Acaso iba a quedarme sola, a solas conmigo misma? No, Pierre no podía hacer eso; no tenía derecho a hacerme eso. Yo no merecía que me dejara sola. ¿Cómo iba a ingeniármelas?
«Pierre, quédate conmigo; ¡no me abandones! Sin ti, sabes que ya no soy nada. No me dejes sola, porque no podré hacer nada. No lo conseguiré. Nada es posible sin ti…».
Empezaron a temblarme las piernas. Todo se desmoronaba a mí alrededor. Perdía pie. ¿Tendría acaso el valor de apretar el botón que rezaba «on» y escuchar las instrucciones?
Me quedé paralizada, con las ideas atropellándose en mi cabeza. Hasta que, al final, pensé en mi Amo, en nuestro amor y, sobre todo, en el orgullo que sentiría él, y que sentiría yo, cuando todo hubiera acabado y le contara la historia.
Cuando conseguí controlar los latidos de mi corazón, apreté el botón para escuchar la cinta. Las palabras y las frases del Amo Patrick llegaron, una tras otra, a mis oídos. He aquí, palabra por palabra, las órdenes que se me dieron:
«Pulsa el botón marcado con el nombre de Albert que hay en el vestíbulo. Toma el ascensor hasta el segundo piso y dirígete a la puerta de la derecha. Te abrirá una mujer joven y muy bonita. Debes desnudarla y hacerle el amor sin quitarte la ropa. Luego recibirás a un hombre con quien te comportarás con amabilidad, tacto y elegancia. Lo harás entrar en la habitación y le pedirás trescientos francos. Le desabrocharás el pantalón antes de quitarle la ropa y ordenarás a Valérie que te desnude. Luego le pedirás que masturbe al hombre y, cuando el miembro esté lo bastante erecto, te lo meterás en la boca. Entonces te tumbarás en la cama, procurando abrirte bien de piernas. Cuando te hayas tumbado, te ofrecerás a él para que te posea como a una puta. No olvides que eres una puta. Una vez que el hombre se haya desahogado, Valérie te lamerá hasta que alcances el placer en su boca. A continuación, las dos os dirigiréis a la ducha y allí el hombre os orinará encima, ya que esa es su fantasía. Debes someterte sin decir palabra. Luego te orinarás sobre Valérie y ella hará lo mismo contigo. Te someterás y cumplirás tu cometido como una puta digna de ese nombre».
Pulsé el botón del interfono: sin ese gesto nada podía empezar. Me temblaban las manos y notaba que mi cuerpo era más vulnerable de lo que jamás había sentido.
Aunque no se oyó voz alguna, la puerta se abrió. Tras entrar en el vestíbulo del edificio, me dirigí al ascensor. Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta, pero ya no quería retroceder. Llamé a la puerta casi sin darme cuenta. Me faltaba ya el aliento cuando apareció una joven muy hermosa: era realmente soberbia, debía de tener mi edad. Me sentía tan turbada y excitada, pues todo lo que tenía que hacer con Valérie se me antojaba ahora de lo más agradable, que olvidé desnudarla; esa sería mi primera falta. Se desnudó ella misma, con gracia y naturalidad. Tenía un cuerpo tan perfecto que todos mis complejos afloraron de repente. Conozco mis imperfecciones. Pierre no pierde la oportunidad de criticarlas con crueldad cuando está furioso. Lo cierto es que, si no hubiera recibido la orden de lamerla, me habría abandonado de buena gana a sus caricias. Me resultaba difícil escapar a su abrazo. Me sentía torpe, indecisa, aturdida e incapaz de tomar la iniciativa, tal como me habían ordenado. Si no quería cometer el segundo error, tenía que reaccionar. Había empezado a besarle el sexo, suave, húmedo y delicadamente perfumado, cuando llamaron a la puerta. Valérie pareció extrañada ante aquella visita. Y entonces llegó mi cliente.
Al verme de pronto reflejada en un espejo, comprendí por qué Pierre había insistido tanto en que me pusiera la ropa que llevaba: con aquellos tacones muy altos y finos, tenía realmente el aspecto de una puta elegante que se dispone a recibir a su cliente.
Allí estaba el hombre que pagaría por un placer que no íbamos a escatimarle.
Me oí a mí misma reclamarle trescientos francos. El hombre —se llamaba Alain— era un cliente que utilizaba con asiduidad los servicios de las prostitutas, de modo que no me convenía arredrarme. Siguiendo las instrucciones de la cinta, me dispuse a desabrocharle el cinturón del pantalón con una sonrisa pícara. Cuando quedó desnudo, Valérie cogió el miembro del cliente entre sus delgados dedos. Lo masturbó despacio, rodeando con la palma de la mano el cilindro de carne y con movimientos muy hermosos, como si amasara un pastel. Me excitaba asistir a la erección de aquel miembro que crecía y se empinaba. Contemplaba, fascinada, el voluptuoso movimiento de las manos de Valérie cuando me embargó un repentino deseo de tocar aquella verga. Quería cogerla a mi vez entre los dedos para notar su contacto duro y ardiente y exacerbar su excitación, puesto que, al apoderarme del miembro, me apoderaba también del hombre. Yo estaba allí para que Alain saciara sus más bajos instintos y sus fantasías más viles, y no quería decepcionarlo. Deseaba sorprenderlo por mi solicitud y por el hambre de placer que encendía de pronto mis entrañas.
La verga, que ahora había alcanzado todo su esplendor, no podía ofrecer un aspecto más obsceno. Quise lavarla, pero Alain no me dio tiempo. Después de ordenarle secamente a Valérie que dejara de masturbarlo, me ordenó por señas que me tendiera en la cama, me separó las piernas y, tras colocarlas en alto, me penetró sin contemplaciones y sin que yo estuviera preparada. Aunque, en realidad, desde que lo había visto no había hecho sino esperar el momento en que aquel desconocido, a quien el simple poder del dinero le permitía utilizar mi cuerpo, me poseyera sin consideración alguna. Luego, tras ordenar a Valérie que se tendiera a su vez, la tomó con la misma brutalidad que a mí. Para cumplir sus deseos, separé los muslos antes de ponerme a gatas, con el culo en pompa, como una potranca a punto de ser montada. Aunque estaba muy excitada, no creía que pudiera gozar. Asumía el papel que me había exigido que desempeñara y me sentía realmente en la piel de una puta. Mi personalidad se desdoblaba, y ya no era Laïka, sino«la putita de mi Amo». El hecho de no gozar distaba mucho de molestarme, pues una prostituta no debe obtener placer. Y aunque el personaje que encarnaba me permitía superarme a mí misma, el hombre y su miembro no me procuraban un placer físico real. No era más que una curandera, una ayuda médica, una masajista, una trabajadora manual que se vendía por un precio concertado. Por primera vez, me prestaba a realizar hasta las últimas consecuencias la fantasía que obsesionaba a Pierre y a la que hasta entonces siempre me había negado.
«¿Cuál de las dos quiere recibirme?», Preguntó Alain con voz ronca. Contesté espontáneamente que yo lo deseaba. Entonces me ordenó que le hiciera una felación mientras Valérie acariciaba la parte de su sexo que quedara accesible. Me apliqué a chupar con fervor la verga inflamada que se encabritaba bajo mi lengua. Alcanzó tal volumen que tuve ciertas dificultades para llevarlo a la cumbre del placer. El miembro se contrajo con violencia y a punto estuvo de salírseme de los labios, que lo aspiraron con fuerza para retenerlo. Entonces eyaculó bruscamente, y me inundó la garganta con un líquido que me empeñé en beber, con místico ardor, hasta la última gota.
Nos dijo que fuéramos a lavarnos y le propuse que nos acompañara para que así pudiera asistir a nuestro aseo íntimo. El cuarto de baño era amplio y luminoso y, allí, Valérie y yo nos sentimos a nuestras anchas para llevar a cabo la última parte de nuestro cometido. Alain se reunió con nosotras y antes de que tuviéramos tiempo de ponernos bajo la ducha, se orinó encima de nosotras, salpicándonos con un chorro abundante y tibio. Nosotras fuimos dándonos la vuelta para que cada centímetro de nuestra piel recibiera un poco de esa lluvia. La excitación que eso me produjo me incitó a regalarle a nuestro cliente el espectáculo de una escena de amor entre Valérie y yo. Empecé a frotarme contra las formas delicadas y suaves de Valérie. Yo la deseaba a ella y ella me deseaba a mí, de modo que hicimos el amor casi con ternura.
Cuando el timbre de la puerta campanilleó, Valérie se precipitó a abrir. La vi echarse en brazos de Ghislaine y no pude por menos de quedarme atónita ante la dureza con que esta la rechazó. Luego la obligó a ponerse a gatas para infligirle un severo castigo. Bajo el efecto del dolor, Valérie no pudo contener las lágrimas, y el espectáculo de aquella muchacha tan bonita deshecha en llanto me conmovió de forma extraña.
Después de un minucioso aseo, Ghislaine nos ordenó que volviéramos a vestirnos antes de bajar a cenar.
Allí me reuní con mi Amo, que se había sentado junto a Patrick. Feliz y orgullosa tras cumplir la misión que se me había encomendado, propuse que destináramos los trescientos francos de mi trabajo a un champán Gran Reserva.
Acabamos la velada en La Coupole, y lo cierto es que nuestra entrada en la brasserie causó sensación. Pierre me llevaba atada por la correa con toda naturalidad y Ghislaine y Patrick nos precedían. Yo espiaba las miradas pasmadas de los clientes. Descubrí así junto a Pierre el exquisito placer de escandalizar a las personas decentes. Después de todo, ¿qué ley prohíbe que una muchacha, a todas luces una niña bien, aparezca atada en un lugar público? Nadie puso objeción alguna y yo intuí, bajo el lógico estupor que mostraban, la concupiscencia de los unos, los celos de los otros y la envidia e incluso el deseo de algunos.
El camarero nos trajo una botella de Dom Ruinart, mi champán favorito. Me saqué los billetes del corpiño de charol y se los tendí al camarero. Mi escote, que me dejaba los pechos al aire, lo tenía fascinado. Nuestros vecinos de mesa nos espiaban con mayor o menor discreción. Debía de ser la primera vez que veían atada a un pie de la mesa a una muchacha a quien un hombre llevaba de la correa como a un perro y que además invitaba a champán a sus amigos. Nuestra partida de La Coupole fue aún más espectacular que la entrada. Tan pronto como franqueamos el umbral, Pierre me obligó a ir a gatas hasta el coche, que había dejado aparcado delante de la puerta de la brasserie.
Obedecí por el puro placer de jugar. El hecho de no imponerle límite alguno a aquel nuevo afán mío de provocar y de escandalizar me infundía seguridad en mí misma. Estaba convencida de que, en lo sucesivo, podría llegar hasta donde me lo propusiera, y mucho más lejos de lo que llegarían la mayor parte de mis amigas en cualquier otro terreno. Caí entonces en la cuenta de que Pierre, mi Amo, no era tal vez más que una coartada que catalizaba mis emociones, pero, aunque sólo fuera por eso, lo cierto es que se había hecho imprescindible.
Aquella noche, sólo lamenté que mi claustrofobia me impidiera acomodarme en el maletero del coche, tal como Pierre me pidió en voz alta, delante de una pareja atónita.