14. Los anillos de oro

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Los anillos de oro

Incluso aunque perdiera la memoria, jamás podré olvidar el día de mi vigésimo cumpleaños. Ese día, Pierre vino a buscarme a la salida de la facultad, un acontecimiento sin duda excepcional. Llena de júbilo, me apresuré a entrar en su enorme y lujoso coche bajo las miradas de envidia de mis compañeros apiñados en la acera. Condujo sin decir nada a pesar de mis miradas y a pesar de que mi mano presionó con ternura la suya antes de perderse en la lanilla azul de su traje. Tras detenerse delante de la joyería más famosa de la ciudad, me indicó por señas que bajara. Me cogió del brazo y me abrió la puerta sin haber pronunciado todavía una sola palabra. Una dependienta avanzó hacia nosotros como si nos esperase. Llevaba una bandeja de terciopelo negro y nos dirigía una sonrisa algo forzada. En la bandeja, dos anillos de oro alineados centelleaban en la luz difusa de la tienda.

—Estos anillos de oro son para ti —me susurró mi Amo al oído—. Es el regalo por tus veinte años: serás infibulada. Quiero que lleves estos anillos en los labios de la vulva tanto tiempo como yo lo desee.

La emoción me embargó al oír estas palabras. Sabía que, según las costumbres del sadomasoquismo, colocar los anillos constituía una especie de consagración reservada a las esclavas y a las sometidas amadas. Era una especie de boda civil reservada a la élite de una religión que profesaba el amor de un modo tal vez insólito, pero intenso.

Yo estaba impaciente por ser infibulada, pero Pierre decidió que la ceremonia no tendría lugar hasta un mes más tarde. Eso ilustra a la perfección la compleja personalidad de mi Amo: cuando me concede una dicha, me obliga también a desearla durante largo tiempo.

Pero el día que tanto había esperado llegó por fin.

En el local del Amo Patrick y de Ghislaine, donde nos habíamos reunido con este propósito, Pierre me ordenó que me tendiera sobre una mesa cubierta con una tela adamascada de color granate. Reparé en este detalle porque, por lo general, no me gusta este color. Pero, en la situación en que me hallaba, confería una manifiesta solemnidad al sacrificio que iba a celebrarse sobre aquel altar. No pude por menos de pensar en la sangre que quizá brotaría de mi sexo en breves instantes. Ante esta perspectiva, me quedé paralizada de angustia y todos mis esfuerzos por concentrarme fueron vanos. Sucumbí al miedo visceral que siempre me han inspirado la violencia real y las efusiones de sangre. Ghislaine, que había advertido la creciente inquietud que me invadía, sé acercó para hablarme con suavidad y tranquilizarme.

Luego todo ocurrió muy rápido. Me separaron las piernas y me ataron de pies y manos a las patas de la mesa. Pese a mi resistencia me atravesaron el labio izquierdo de la vulva El dolor era lacerante. El Amo Patrick me acariciaba para distraer mi atención y, con un movimiento imperceptible, pasó el anillito de oro que Pierre le había tendido por el labio agujereado. Para ensanchar el diminuto agujero, tuvo que separar un poco la maltrecha carne del labio. El anillo se deslizó entonces sin dificultad y el dolor no tardó en disiparse un poco. Pero enseguida noté un nuevo pinchazo, esta vez mucho más doloroso. Mutilada en lo más íntimo, no pude evitar ponerme a gritar y a suplicar. La aguja desgarraba mis carnes en una operación cada vez más delicada y dolorosa. Cuando el otro anillo atravesó el segundo labio, sentí como si tirasen de mis carnes, como si las sajaran y las desgarrasen. Me invadían sensaciones abominables, el pánico y la desesperación…

Me habría gustado que Pierre me cogiera de la mano, que me mirase y me diera ánimos, pero estaba demasiado ocupado filmando la escena. Me sentí sola, abandonada, convertida en un espectáculo. El Amo Patrick me dijo entonces que la operación había acabado y que todo había salido bien.

Me sentí liberada, lo que no deja de ser una divertida paradoja, habida cuenta que acababan de marcarme como a un animal para proclamar en lo sucesivo ante todo el mundo que pertenecía a un solo hombre, a mi querido y venerado Amo. Y lo cierto es que nunca me había sentido tan orgullosa de que Él me hubiera elegido.

Pierre me tomó entonces una mano y me dijo que aún tenía que superar otra prueba. Muy emocionada, cerré los ojos para saborear con mayor intensidad ese instante de complicidad. Pero, cuando volví a abrirlos, advertí que en el dedo corazón de la mano derecha me habían colocado un anillo unido a la muñeca por una cadenilla muy fina. Las lágrimas me empañaron los ojos. Eran lágrimas de emoción, pero también de despecho. Para mí era más difícil llevar aquella cadena que los anillos que lastimaban mis carnes íntimas, puesto que la cadena podía traicionar mi secreto y revelar a todo el mundo la naturaleza de mis relaciones con Pierre. Esa cadena que apresaba mi mano equivalía a confesar en público mi sometimiento al hombre de mi vida. Tenía la impresión de que, al compartir este secreto con todo mi entorno, se rompería el hechizo. Nadie lo comprendería. Nadie podría hacerse una idea cabal acerca de la autenticidad de mi dicha. Le supliqué a Pierre que me permitiera quitarme la cadenilla, pero ya estaba cerrada, de modo que tuve que esperar a que el joyero amigo de Pierre colocase un dispositivo de rosca; así podría quitármela, pero sólo cuando mi Amo me autorizase a ello.

Como llevaba el anillo cuando iba a la facultad, hubo muchos amigos que elogiaron esta joya; todo el mundo la encontraba preciosa. Cuando me hacían preguntas demasiado precisas acerca de los motivos por los que llevaba un objeto tan simbólico, contestaba lo primero que me pasaba por la cabeza. Decía, por ejemplo, que tenía orígenes malgaches y que, en aquel país, se empleaba como amuleto, para proteger el amor y la pasión de los amantes.

Desde que me infibularon, no he vuelto a llevar ropa interior. Incluso las bragas más ligeras se me hacen insoportables, me irritan y me infligen un auténtico suplicio. Pierre me obliga a ponerme bragas cuando no he sido lo bastante dócil, y puedo asegurar que es un castigo muy cruel.

Así que voy a todas partes con mi intimidad desprotegida, tanto más desprotegida cuanto que Pierre exige que vaya completamente afeitada, lisa, entregada, abierta a sus deseos, o a los deseos de los desconocidos a quienes él me destina.