5. La prueba

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La prueba

Como organizador, Pierre no tiene rival desde que comparto su vida, programamos con mucha antelación los fines de semana, que casi siempre resultan de lo más agitados. Cuando regresamos, el domingo por la noche, a menudo me encuentro en un estado rayano en el agotamiento. Y Pierre no está menos cansado que yo: el papel de amo resulta extenuante pues si bien el esclavo no hace más que someterse, el amo, en cambio, tiene que tomar decisiones, organizar, preparar y actuar, sin dejar de velar, al mismo tiempo, por el estado físico y psíquico de la esclava a quien ha decidido honrar con sus pruebas y humillaciones.

En cierta ocasión, pasamos un fin de semana en una ciudad del norte, en casa de una pareja de dominadores muy experimentados que se cuentan entre los allegados de Pierre, Ambos tienen unos cincuenta años, y nos gustaban por su refinamiento, por su experiencia en una modalidad de sadomasoquismo muy extrema y porque saben disfrutar de la vida.

Pierre sostiene que poseen tal sensibilidad que se adaptan fácilmente a la esclava que se les brinda, algo que por desgracia no es tan habitual. Con excesiva frecuencia, el mal amo utiliza a la esclava prestada para satisfacer vulgares apetitos sexuales. Cuando uno es ducho en esta materia, utiliza la psicología del ser–objeto para descubrir sus auténticas fantasías. Las mías estriban en celebrar y glorificar a mi Amo, que me reveló mi verdadera naturaleza, mi obvia predestinación al sometimiento. Otros tienen por fantasías la transgresión de tabúes que no se atreverían a afrontar sin la coartada de la esclavitud: cierta mujer obligada a entregarse a la coprofagia no adoptó esta práctica sino amparada por el secreto del cuero, el acero y el látex. Esta criatura de ensueño, a quien vi entregarse a un grupo de africanos en un aparcamiento desierto cerca de Lyon, es en la vida cotidiana una mujer elegante, experta en informática, que sólo se convierte en receptáculo unas pocas horas por semana gracias a su amo, que la autoriza a saciar sus más secretas aspiraciones. Porque si hay una cosa de la que puedo dar fe pese a mi insignificante experiencia es que a una esclava jamás se le impone nada que ella no quiera hacer. En el ámbito del sadomasoquismo, la esclava elige, con la complicidad de su amo, las pruebas y los ritos a los que desea someterse para su mutua felicidad. Los otros casos, de los que a veces se habla en la prensa sensacionalista, no guardan ya relación alguna con el auténtico «sadomaso», sino que son pura y simplemente crímenes de sangre.

El local que habían acondicionado nuestros amigos del norte era muy agradable y muy sofisticado. Toda la decoración de la casa, desde el sótano hasta el granero, había sido concebida para las actividades que nos interesan.

Pierre me había preparado para vivir acontecimientos importantes en el transcurso de ese fin de semana. Sentía una terrible ansiedad al pensar que iba a encontrarme frente a una pareja de dominadores experimentados, que practicaban los ritos del sadomasoquismo desde antes incluso de que yo naciera. Una vez más, lo que más temía era no tener la fuerza ni la voluntad de mostrarme a la altura de las pruebas a las que me someterían y por las que sería juzgada y, conmigo, también mi Amo. En cualquier circunstancia, debía dar lo mejor de mí misma y tener en cuenta —aun en las peores situaciones en las que tal vez me vería— lo que ese fin de semana significaba: la inestimable posibilidad de asistir a unas clases de esta índole en casa de unos amos reputados en toda Europa sin haberles sido previamente presentada y sin que ellos hubieran puesto a prueba de antemano mis verdaderas aptitudes.

Al entrar en ese universo, que a mí se me antojaba mágico, me repetía que no tenía derecho alguno a defraudar a nadie, ni a Pierre ni a esos amigos que me concedían el honor de incluirme entre las filas de las «privilegiadas». Maïté y Julien acudieron a buscarnos al aeropuerto. No osaba mirarlos a la cara, y bajaba la vista en señal de sumisión, tal y como Pierre me lo había aconsejado. Subimos a su coche y no pronuncié una sola palabra en todo el trayecto, contentándome con acariciar a Pierre con ternura y respeto. Él era mi único punto de referencia, mi asidero. Tenía la impresión de que con él podía afrontarlo todo y mostrarme la más fuerte. El simple contacto de su mano en la mía bastaba para transportarme de felicidad e infundirme confianza. ¡Qué delicia, me decía yo, abrazar la esclavitud durante unas horas, que imaginaba extenuantes, del brazo de mi Amo adorado!

Tras hacer un alto en el hotel para dejar nuestro equipaje, llegamos por fin a la casa a la que me gusta llamar la «mansión sadomaso».

Era presa de una viva agitación y el corazón me latía con fuerza. Estaba impaciente por entrar en aquella casa cuya arquitectura interior y cuya decoración había imaginado a partir de las descripciones que de ella me había hecho Pierre. Sentía una gran curiosidad por saber si la imagen que yo tenía de ella coincidía con la realidad.

Cuando la puerta de entrada se cerró a mis espaldas, mi decepción fue inmensa. Con los ojos como platos, pasé revista a las habitaciones por las que me conducían sin detectar en ellas rastros de material o de accesorios, ni siquiera la sombra de una atmósfera «sadomaso».

Decepcionada, no sabía ya qué pensar: ¿cabía la posibilidad de que Pierre se hubiera inventado de cabo a rabo ese lugar mágico que tan bien y tan prolijamente me había descrito?

Esta primera velada duró unas tres horas. Fue mi debut oficial bajo el nombre de «Laïka», que iba a convertirse en mi sobrenombre para todas nuestras actividades sadomasoquistas. Quiere un rito muy apreciado entre los iniciados que sea el amo quien presente a su esclava para que sus anfitriones calibren sus verdaderos límites y, de esa forma, puedan utilizarla al máximo después.

Obedeciendo a los deseos de Pierre, me levanté el vestido y me abrí de piernas, arqueándome de una forma que me encanta, que acentúa la curva de la grupa y realza el contorno de mis nalgas, en forma de manzana.

Presentarse de esa guisa obliga a la esclava desnuda a hacer ofrenda de su cuerpo, sean cuales fueren sus defectos, y también la ayuda a conocerse, a aceptarse y a asumirse mejor. En su absoluta desnudez, ese cuerpo entregado, despojado de ropa, escudriñado por todos hasta el último rincón, es escarnecido y humillado sin concesión alguna. El ser que se exhibe de esa forma descubre el poder de su cuerpo, y el esclavo extrae su fuerza de la fascinación que ejerce sobre el amo.

No tardé en notar en la piel el contacto de unas manos frías posadas en el lugar donde muere la espalda y más tarde entre las nalgas. Esas manos desconocidas, tan temidas y a la vez esperadas, me palparon, acariciándome con suavidad, como si pretendieran conocer todos los secretos no sólo de mi cuerpo, sino también de mis pensamientos. Me abrí un poco más de piernas para que esas manos meticulosas pudieran explorarme a placer Cuando el amo que me evaluaba se convenció de mi absoluta docilidad, los amos reunidos pasaron a otros juegos.

Una fusta negra me azotó bruscamente y con tal violencia que solté un auténtico rugido. Es harto sabido que la alternancia de la suavidad y la violencia contribuye a domar a las esclavas reticentes: pero yo, infeliz principiante deseosa de hacerlo bien para contentar a mi Amo, nada sabía de todo esto y creí que se me castigaba por una falta cometida sin darme cuenta. ¿Les habría disgustado mi postura? ¿O acaso mi mirada se había mostrado insolente contra mi voluntad? ¿O tal vez, de manera involuntaria, un gesto de mi boca les había dado a entender que tal vez ponía en tela de juicio aquellas pruebas? ¿Tenía derecho a implorar piedad? ¿Podía excusarme ante mi Amo y sus anfitriones? Debido a la rigidez de la fusta, pronto me ardieron las nalgas y la espalda. Los golpes me laceraban la carne, provocándome una intensa sensación de quemazón. Había perdido la costumbre del látigo, del que me había visto privada durante más de un mes. Pierre me prometía a veces fustigarme como si de una recompensa se tratara. Por consiguiente, me dispuse a esperar la fusta como una prueba de satisfacción: que se trate de la satisfacción del amo o de la del esclavo, eso no tiene la menor importancia…

De manera imperceptible, el dolor pareció remitir para dejar paso a una sensación de placer difuso que me resulta difícil de explicar. Supongo que cabe compararla con lo que se experimenta al quitarse una astilla del dedo, cuando a través del dolor intolerable se vislumbra el alivio. Los golpes se tornaron más suaves, mejor dirigidos y, de repente, comprendí que iba a gozar. Cuando la vara de la fusta me alcanzó exactamente entre los muslos, sobre el abultamiento del pubis, empecé a gemir, para mi tremenda y deliciosa vergüenza. Tras doblar un poco las piernas para apretar los muslos, tuve un orgasmo que dejó encantados a mi Amo y sus anfitriones. Pero ¿qué había sucedido en realidad?

¿Acaso mi cuerpo y mi piel se deleitaban en el dolor? ¿O bien mi inconsciente transformaba ese dolor en un orgasmo para endereza las cosas? De hecho, en mi profundo sometimiento, yo ya no era más que un cuerpo y una voluntad abandonados al ser amado.

Una vez que ese placer fulminante se hubo disipado, sentí que el dolor volvía a atenazarme y, con una inconsciencia extraña en mí, me atreví a implorar su piedad. Los amos se miraron, decepcionados y perplejos. Tras un breve conciliábulo de murmullos desdeñosos, decidieron hacerme pagar cara mi incalificable flaqueza. Acababa de romper el encanto de la escena, había interrumpido su éxtasis de flagelantes refinados. Me llevaron, pues, al primer piso, donde todos decidieron poseerme sin miramientos.

Fue el Ama Maïté quien me condujo allí. Me colocaron frente a una pared en cuyo centro había un agujero, de modo que mi cabeza sobresalía por un lado y mis nalgas y mis piernas por el otro. Iban a penetrarme por detrás y a forzarme por la boca al mismo tiempo.

Maïté me ordenó que me colocara y no tardé en quedar abierta de piernas en señal de docilidad, con la grupa exageradamente en pompa y la boca ya abierta, dispuesta a que me utilizaran para lo que mis amos dispusieran. Al verme tan sumisa, su cólera se apaciguó.

—Estoy orgulloso de ti, te comportas tal como yo esperaba. Sigue así —me dijo Pierre con ternura, acercándose a mí.

Estas palabras me emocionaron. Sus juicios sobre mí eran siempre tan severos que apenas podía creer lo que acababa de oír.

Saber que no defraudaba a mi Amo y que el hombre a quien amo se enorgullecía de mí me hizo sentir la más feliz de las esclavas. Tenía tentaciones de responderle: «Pero si esto no es nada, Amo adorado, ordenad y yo obedeceré, quiero sorprenderos para que me coloquéis por encima de todas las esclavas que hayáis conocido hasta el día de hoy. El simple hecho de saber que he ganado vuestra confianza y vuestra consideración hace que sea capaz de soportar cualquier cosa… Disfrutad, adorado Amo mío, y si vuestra dicha exige mi ruina, estoy dispuesta a aceptarla, pues sé que al rebajarme ante los demás crezco en vuestra estima y en vuestro corazón».

¿Qué importaba ya que el Amo Julien utilizara mi boca como la de una puta, que me tratase con dureza y me obligara a beber de la fuente de su placer, si yo era la orgullosa esclava de mi venerado Amo Pierre?

Impaciente por satisfacerse a su vez, Pierre tomó el lugar del Amo Julien. Me folló por la boca, utilizando mi lengua como si fuera un estuche, y yo le hice esta felación con un recogimiento místico. Entretanto, el Amo Julien utilizaba mi vagina sin miramientos. Excitado por el espectáculo de la felación que le hacía a Pierre, de repente el Amo Julien decidió poseerme por el conducto más estrecho, que, como mi cuerpo entero estaba a su merced. Con ánimo de hacerme daño, me penetró sin preámbulos, pero yo extraje de la mirada de mi Amo, que me observaba intensamente, el valor para no soltar un solo gemido. Con las dos manos, le comprimí la verga al ritmo de las embestidas que me proyectaban hacia delante, hacia aquel que estaba en el origen de todo. Creía que la prueba había acabado ya cuando un tercer miembro, más duro aún que el anterior, forzó los labios de mi vulva. Me quedé por completo desconcertada. El súbito silencio me exasperó, pues no podía ver nada de cuanto ocurría a mí alrededor. Me poseían, me penetraban y yo nada veía, no reconocía ni a Pierre ni al Amo Julien, y el Ama Maïté era una mujer.

Cuando ahora reconstruyo esta escena en mi memoria, no puedo sino reírme de mi insondable ingenuidad.

Entonces no era más que una ingenua libertina que aún no lo sabía todo acerca de los refinamientos del sadomasoquismo ni de la perversidad de los hombres ni, mucho menos, de la de ciertas mujeres. Sólo sabía que mi loco amor por un hombre me impulsaba a seguirlo a ciegas en esa clase de aventuras para vivir todas las experiencias hasta el límite.

Comprendí por fin que el miembro que me penetraba era un consolador provisto de un cinturón que Maïté se había ceñido a la cintura, y esta audacia me excitó. Bañada en mis propias secreciones, sentí que me fundía. Con un vocabulario ultrajante y vicioso, el Ama Maïté me exigió que me arqueara más, que me entregara de forma que ella pudiera penetrarme hasta el fondo. Sucumbí a un impetuoso orgasmo que me habría gustado poder controlar, aunque sólo fuera porque era la primera vez que una mujer me penetraba de ese modo, como en las fotos de las revistas pornográficas que a veces había hojeado, con las mejillas encendidas y el vientre estremecido. Inmersa en el placer, supe que también Maïté gozaba mientras me ensartaba como si hubiera sido un macho, uno de esos machos a quienes a ella le gusta someter para humillarlos en su machismo.

Maïté, agotada —sobre mis hombros habían caído algunas gotas de sudor—, se despegó de mí como lo hace un animal después de la cópula y me ayudó a salir de mi prisión. Tras conducirme al cuarto de baño, donde me duchó como si yo fuera una niña, me ordenó que me reuniera con los dos hombres.

Me había convertido en el objeto de placer de aquellos dos hombres y de aquella mujer. De pronto, Maïté pareció enardecerse: se acercó a mí, me acostó en la cama, se abrió de piernas justo encima de mi rostro y exigió de malos modos que la lamiera como una perra. Di lengüetadas a su sexo con una docilidad absoluta. Era tan suave que su contacto me arrebató. Sus muslos fibrosos de mujer madura se separaban bajo la presión de la lengua y los dientes. Abrió aún más la vulva y se derramó violentamente en mi boca. Sorprendida por esta auténtica eyaculación, tuve un nuevo orgasmo, y la súbita conciencia de que estaba gozando sin la autorización de mi Amo me dejó paralizada.

A continuación nos dirigimos al salón con la indolencia y el buen humor que procura el placer llevado al paroxismo.

Aprovechando un momento en que nuestros anfitriones no me veían, pues las manifestaciones de ternura no son admisibles en esta clase de veladas, me eché en brazos de Pierre y, como si estuviera ebria, le dije que nunca amaría a nadie más que a él.

Era ya muy tarde y de buena gana nos habríamos retirado a descansar, pero el Amo Julien tenía otros planes. Me arrastró con rudeza a la cocina, me hizo apoyar el vientre contra la larga mesa rústica y me ordenó que me abriera de piernas. Tras contemplar el impúdico espectáculo que le ofrecía a mi pesar, me montó de una sola e inesperada embestida mientras gritaba con furia: «¡Toma esto, guarra, putita de mierda!».

Me dejé sodomizar por aquel hombre a quien Pierre me había prestado, pues tal era mi deber.

Después de entregarme a una meticulosa limpieza que parecía destinada a devolverme al estado de mujer libre —como si mi maquillaje de esclava se marchara con el agua espumosa que se deslizaba entre mis muslos—, Pierre me indicó que ya era hora de regresar al hotel.

Mientras conciliaba el sueño en aquella habitación pequeña y tapizada con tela de Jouy, me sentí la más dichosa de las mujeres. Acurrucada en los brazos de Pierre, me dormí con una sonrisa. Fue Pierre quien me lo contó después, y me dijo que la sonrisa de felicidad que iluminaba mi rostro había suscitado en él una profunda emoción.