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La amonestación
Yo distaba mucho de haberme mostrado como una perfecta esclava. Me había dejado llevar por un momento de flaqueza y sin duda él no pensaba perdonármelo. Ahora debía afrontar una nueva prueba iniciática mucho más dolorosa si cabe: sufrir sus reproches y las humillaciones que se disponía a discurrir para castigarme. Pierre me llamó putita inepta, presuntuosa y sin honor. Había faltado a mi palabra. El verme injuriada de ese modo me ponía enferma. Su cólera era injusta, de la misma manera que mi espantada era indigna del amor que sentía por él.
Mi Amo debía haber recordado que la primera vez siempre es difícil, que el aprendizaje de las relaciones sadomasoquistas implica arriesgar la propia integridad.
Estoy convencida de que la intervención del Amo Georges nos salvó del desastre. ¿Qué habría hecho yo si este no hubiera acudido junto a mí y no me hubiese rodeado la cintura con el brazo para tranquilizarme? Tal vez me hubiera marchado, mortificada y llena de vergüenza. Y quizá mi experiencia se habría limitado a este incidente.
Tras dejarme descansar, Pierre me arrastró al fondo del sótano, donde la penumbra era más densa, y me hizo girar hasta colocarme de cara a la pared húmeda. Noté cómo, al agarrarme a la pared, el salitre se disolvía bajo mis dedos. Para redimirme, me habría gustado que me ataran allí, en aquella postura, con el vientre desnudo pegado al muro pegajoso y la espalda y las nalgas ofrecidas a cuantos hombres hubieran querido disponer libremente de mí, sin condiciones. Que mis manos quedaran atrapadas en la piedra para no poder moverme y soportarlo todo a fin de demostrar que algún día sería capaz de convertirme en la esclava perfecta, envidiada por todos los amos y motivo de orgullo del único a quien yo veneraba.
El Amo Georges empezó a acariciarme. Yo sabía que, al obrar de ese modo, me brindaba una oportunidad de hacerme perdonar mi falta. Se apoderó de unas disciplinas y me trabajó el cuerpo calentándolo lentamente, ora acariciándolo con las tiras de cuero, ora golpeándolo con crueldad y violencia. Cuanto más fuerte golpeaba, tanto mayor era mi entrega. En el momento en que colocaron brutalmente unas pinzas en mis pechos, no noté nada, apenas un agudo pellizco. Pero inmediatamente después sentí que me trituraban los pezones con unas pesas de metal que, colgadas de las pinzas, tiraban de ellos hacia el suelo. El menor de mis movimientos provocaba un aumento del balanceo de las pinzas, con lo que experimentaba una espantosa sensación de desgarramiento.
Recuerdo el preciso instante en que me ordenaron que me pusiera a gatas en medio del sótano. El amo para quien ejercía de esclava esa noche me colocó otras pinzas en los labios de la vulva, exactamente encima del clítoris. Todo mi cuerpo se balanceaba de una manera obscena, atormentado por dos dolores distintos. Me sentía dividida entre el deseo de que cesaran de una vez mis sufrimientos y el deseo de aumentar su intensidad con mis balanceos para satisfacer a mi Amo y conseguir su perdón. Contemplé con orgullo la rotación, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, de las pesas que colgaban de mis pechos. El dolor se volvía intolerable, pero sentí que me convertía en la espectadora de ese dolor. Sufría, sí, pero dominaba el sufrimiento. El placer que nacía en mí de forma insidiosa superaba el sufrimiento, lo estigmatizaba.
Así fue como experimenté por primera vez el placer, ese placer tan cerebral, de una mujer sometida a un hombre que la obliga a sufrir. Me pareció que algo indefinible tomaba el control de mi cerebro y ordenaba a mi cuerpo que gozara de aquel sufrimiento fulgurante y magnificado por mi obediencia servil. Haber conseguido liberarme, y gozar del dolor impuesto y deseado por el amo a quien había sido prestada como el objeto sin valor en que me había convertido al negarme a la primera prueba, fue para mí una revelación prodigiosa.
Con ánimo de expresar su satisfacción, el Amo Georges me señaló la cruz de san Andrés, a la que me ataron con los brazos y las piernas tan separados que tuve la sensación de que iban a descuartizarme. Pierre, como si de nuevo fuera digna de su interés, se acercó entonces a mí. Me pareció leer en su mirada ese amor que a veces me ofrece no sin cierta torpeza, pero que tanto sosiego me proporciona y que constituye mi razón de ser. Tras armarse con sendos látigos largos, el Amo Georges y mi Amo empezaron a flagelarme con tal vigor y a tal ritmo que los ojos se me salían de las órbitas. Para ahogar mis aullidos me mordí los labios con fuerza hasta que el sabor de mi propia sangre me llenó toda la boca.
Me entregaba al castigo con una dicha casi mística y con la fe de quien vive su consagración. En mi imaginación, enardecida y turbada por aquella sucesión de miedos, dolores y placeres entremezclados, ya no era capaz de establecer la diferencia entre estos y aquellos. Acudían a mi mente centelleantes imágenes de sacrificios: quería ser el cordero sacrificado en el altar. A cada nuevo golpe me sorprendía susurrando «Gracias», sin que me importara lo más mínimo que mi carne se desgarrase, que mi sangre se derramase y que las piernas me flaquearan, de modo que todo el peso de mi cuerpo torturado se descargaba con tremenda brutalidad sobre los hombros y las muñecas, que tengo particularmente frágiles.
Había recuperado la consideración de mi Amo. Me había convertido en una esclava digna de ese nombre y digna de su amo. Y no hay en este mundo mayor dicha para una esclava que sentirse apreciada. Es casi lo mismo que ocurre cuando se ama, pero con el aliciente de una emoción vertiginosa…
En el sótano desierto, donde los efluvios de la humedad evocaban cada vez con mayor precisión los de una tumba, un hombre se acercó a mí. Mientras me contemplaba en silencio descubrí que llevaba dos agujas largas y finas en la mano. No guardo el menor recuerdo de su rostro. De hecho, rara vez conservo en la memoria el rostro de los hombres de quienes he sido esclava. Lo único que recuerdo de aquellos a quienes Pierre me entregó es un puñado de impresiones fugaces. Si me cruzara por la calle con alguno de los que fueron mis amos durante una noche, estoy convencida de que sería incapaz de reconocerlos. Es como si, una vez acabado el rito, mi mente se obstinara en eliminar a todos los extraños para que el único recuerdo perdurable de esa dicha rara y subversiva sea la imagen de una pareja unida en su pasión común; la imagen de la complicidad extrema y sin parangón que existe entre mi Amo y yo.
Mis temores se re avivaron al ver las agujas, pero logré infundirme el suficiente valor diciéndome que mi nuevo estatuto de esclava autorizaba las pruebas más severas. Decidí que ya no tenía derecho a sucumbir al miedo, y a partir de ese instante me invadió algo muy parecido a la serenidad. Ese estado de ánimo me permitió exteriorizar una especie de indiferencia que halagó a la vez a mi Amo y al hombre que se acercaba para atormentarme.
El verdugo de las agujas me cogió un pecho y se puso a masajearlo, a acariciarlo ya pellizcarlo para que despuntara el pezón granuloso. Cuando el pezón, así excitado, se endureció, el hombre clavó en él la aguja. Casi inmediatamente después, clavó la segunda en el pezón del pecho que no había sido acariciado y este, por consiguiente, reaccionó de modo muy distinto. Así descubrí que la excitación mitiga el dolor y lo transforma en una sensación difusa. Estableciendo una analogía, llegué a la conclusión de que, al igual que le sucede a un pecho debidamente acariciado, una esclava amada y ensalzada, alimentada por la sola pasión de su amo, puede aceptarlo y soportarlo todo. Cuando me pinchó más veces alrededor de las aureolas, algunas gotas de sangre empañaron el metal de las agujas, que hasta entonces resplandecían bajo la luz de la bombilla. Sin duda para aumentar mi dolor, el verdugo de las agujas me atravesó casi toda la piel del vientre. No pude por menos de sentir una especie de repulsión: me asqueaba la sensación provocada por aquellas púas metálicas que forzaban la resistencia de la epidermis para hundirse en mi carne, hurgar en el tejido de los músculos y emerger un poco más allá con una gota de sangre. Pero me esforcé por alejar de mi mente esas imágenes dignas de una película de terror y no pensar más que en Pierre, que asistía a mi tortura en calidad de entendido. Cada vez que una aguja me atravesaba la piel, gritaba para mis adentros: «Amo mío, te adoro con toda mi alma, y sólo mi amor por ti me permite soportar dolores tan espantosos. Gracias, Amo mío, por permitirme que te demuestre así mi amor. Tu amor me da la fuerza que me ayuda a salir triunfante de lo que hasta esta noche me habría parecido imposible…».
Tan pendiente estaba de explorar mis límites, y tanto temía no poder superarlos, que no me di cuenta de que había alcanzado el paroxismo de la excitación. Todo mi goce, que aún no había aflorado, parecía estar contenido y concentrado en mi vientre. El placer me hervía a borbotones bajo la piel, como si todo mi cuerpo se licuara y fuera a expandirse. Con las entrañas abrasadas, me consumía; no cabe duda de que no experimentaba sólo la sensación del placer, sino el placer en sí mismo.
El Amo Patrick se inclinó entonces sobre mí con una vela en la mano. La pequeña palmatoria dorada se ladeó poco a poco y la cera ardiente goteó sobre mi piel, constelándola de grandes círculos blancuzcos. La idea de ser quemada viva aumentó mi excitación. Mi martirio se volvía delicioso. Empecé a perder la noción del tiempo y del dolor, y aguardaba lo que iba a venir en un estado cercano a la inconsciencia.
Los tres hombres me azotaron de pronto con aterradora violencia. Intuía que, con esos latigazos, crueles hasta la abominación, querían hacer estallar las pequeñas costras de cera que constelaban mi vientre y mis pechos, y entonces ya no pude dominarme. Al arquear mis nalgas, los muslos y el vientre salieron propulsados hacia delante, como si del último sobresalto de un electrocutado se tratara, debido a un orgasmo tan violento que tuve la impresión de desfondar la cruz que me tenía prisionera. Avergonzada y orgullosa, había alcanzado el goce mediante los tratos infligidos por la sola voluntad de mi Amo.
No sé lo que sucedió a continuación. Creo recordar que se agolparon todos a mí alrededor y que los testigos derramaron su placer sobre mi cuerpo. Recuerdo una mirada, una rosa que me regaló un joven sometido a quien mi iniciación había impresionado. Me dio esa flor —que todavía conservo como recuerdo de esa primera noche— mientras me murmuraba con dulzura estas palabras:
—Las rosas no fueron creadas únicamente para hacer sufrir, y por eso te regalo esta.
Mucho después, tendría ocasión de comprobar por mí misma la extrema crueldad de las rosas.