6. Fantasías escritas con tinta

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Fantasías escritas con tinta

Al día siguiente regresamos a casa de nuestros amigos, donde me aguardaban nuevas pruebas. Hacia el final de la tarde, mientras esperábamos a que llegase cierta pareja, me prepararon. Me habían informado de que Clotilde era dominadora y que vendría acompañada por Vincent, su esclavo habitual. Como se había decidido que yo no los viera, me arrastraron a un sótano que aun no conocía. Fue Pierre quien eligió mi indumentaria: llevaba medias de rejilla, una faldita plisada que dejaba entrever el bajo vientre y una blusa negra transparente que apenas ocultaba un corsé negro de cuero engastado de cadenas.

La voz del Amo Julien retumbó de improviso: «Os presento a Laïka, la esclava de Pierre. Ha venido aquí para ser adiestrada y convertirse en una esclava obediente». Pierre me vendó los ojos para que no pudiera ver a los invitados que bajaban al sótano. Alguien me pidió que me diera la vuelta para enseñar el culo y yo obedecí, no sin mostrar cierta complacencia. Se me ordenó que me acercara a un invitado que deseaba tocarme y di algunos pasos a ciegas en la dirección que me habían indicado. Me estremecí al notar que unas manos heladas me tocaban la piel. Este primer contacto me había sorprendido, pero me entregué con docilidad a las caricias cada vez más insidiosas, que no tardaron en resultarme agradables.

Me comunicaron que habían acudido varias personas con el propósito de asistir a mi sometimiento, y que cada una de ellas me daría diez latigazos. Para encajar esta prueba, me concentré en el esfuerzo de voluntad que sin duda exigiría de mí. El adiestramiento en el dolor no es, al fin y al cabo, más que un entrenamiento deportivo como otro cualquiera: no cuesta tanto conseguir que retrocedan los límites. Experiencia tras experiencia, se aprende a soportar durante un poco más de tiempo la sensación de dolor y uno acaba por acostumbrarse a ella, máxime si, como me sucede a mí, el dolor le procura una intensa excitación y un placer fuera de lo común.

Reconocí de inmediato los latigazos asestados por Pierre: posee un método particular, a la vez cruel y refinado, que se traduce en una especie de caricia de la fusta o de la varilla antes del chasquido seco, siempre imprevisible y dosificado con sabiduría. Mi Amo sabe someterme mejor que nadie. Después del último golpe, acarició furtivamente mis nalgas inflamadas, y esta sencilla señal de ternura alimentó mis deseos de soportar lo que fuera para satisfacerlo.

Me ordenaron que me pusiera a gatas, en la postura que sin duda resulta más humillante para la esclava, pero también la más excitante para la exhibicionista que Pierre me ha enseñado a ser en cualquier circunstancia y lugar. Por su suavidad, supe que las manos que empezaron a palparme eran las de una mujer. Esas manos me abrieron el sexo con cierta habilidad. Poco después, noté que me penetraban con un objeto redondo y frío que Clotilde manipuló largo rato con lascivia.

Los amos decidieron entonces que me conducirían de nuevo al primer piso; allí me quitarían la venda de los ojos y podría conocer a los otros invitados de aquella ceremonia memorable. De ese modo descubrí que Clotilde era una joven espléndida, rubia y de ojos claros, con un rostro asombrosamente dulce del que se desprendía una tranquilizadora impresión de jovialidad. Me dije que estaba físicamente en los antípodas de la imagen que me había hecho de una dominadora.

Una vez más, me colocaron en el agujero practicado en la pared donde había sido forzada la víspera. Mientras utilizaban los orificios que yo les brindaba, Pierre exhibía ante mis ojos un miembro congestionado que primero intenté rozar con los labios y después alcanzar estirando al máximo la punta de la lengua. Pero Pierre, con un refinamiento cruel que acicateó mi excitación, se escabullía cada vez que estaba a punto de alcanzar su verga, con lo que me obligaba a estirar el cuello y la lengua, como una auténtica perra que anhelara un hueso. Esa obstinación mía en querer lamer la verga de mi Amo me valió ciertos comentarios humillantes. Y esas injurias, unidas a los golpes que me sacudían con violencia las entrañas y a los dedos que se introducían hábilmente en el interior de mi cuerpo, me provocaron un orgasmo que, de tan repentino, me dejó anonadada. Había gozado, alcanzada por una ráfaga de placer que nada habría podido posponer.

Cuando, presa de una incontenible urgencia, pedí humildemente al Ama Maïté que mi autorizase a ir al baño, no obtuve sino una negativa seca y tajante. Muy confusa, advertí que depositaban un orinal pequeño en mitad de la sala, tras lo cual Pierre me ordenó que diera rienda suelta a mis necesidades delante de todos los invitados.

No pude evitar que me invadiera el pánico por más que estuviera dispuesta a exhibir mi cuerpo, a brindarlo para darle placer a mí Amo o a domeñar el dolor para ser digna de él, la perspectiva de entregarme a una necesidad tan íntima me pareció inaceptable. La verdadera humillación consistía en eso: en mostrarme en esa postura degradante. Mientras me exhibían, me fustigaban, me penetraban o me sodomizaban, mi vanidad se sentía satisfecha porque yo suscitaba el deseo. Pero, al orinar delante de todos los mirones reunidos, no suscitaba el deseo de nadie. En ese preciso momento tomé conciencia del orgullo de la esclava, ese orgullo que la motiva y que, en consecuencia, lo explica y lo justifica todo. De hecho, el orgullo es el pilar sobre el que se sostienen los ritos del sadomasoquismo: el orgullo del amo por poseer una esclava bella y dócil, pero también el ilimitado orgullo de la esclava, que sabe que despierta en los amos, esos seres superiores y experimentados, los deseos más inconfesables y, por lo tanto, los que con menor frecuencia les es dado saciar.

La ligera impaciencia que percibí en la atenta mirada de Pierre surtió al parecer un efecto inmediato sobre mi vejiga, que se vació instintivamente, como les sucede a esas Jóvenes perras atemorizadas que no pueden evitar orinarse cuando su amo las riñe o las amenaza. Meses antes, jamás habría podido imaginar algo así. Conseguí abstraerme de todos los testigos, cuyas miradas se clavaban en mi entrepierna. Cuando acabé de orinar, Maïté me ordenó que olisqueara la orina y la bebiera después. Trastornada por esta nueva prueba, me sentí al borde de las lágrimas. Sin atreverme a rebelarme, me puse a dar lengüetazos ya beber aquel líquido claro que aún estaba tibio. Para gran sorpresa mía, experimenté un innegable deleite al entregarme a este juego inesperado.

Tras exponerme a las miradas de los invitados, me llevaron ante Clotilde, a quien tuve que lamerle las botas de charol con la punta de la lengua. La joven seductora me recompensó con una caricia muy dulce, parecida a ese gesto de pasar la mano por el cuello de un animal sumiso. Cuando anunciaron la cena, sentí un gran alivio.

De pie junto a la mesa, Vincent desempeñaba el papel de criada. Más tarde descubrí que aguantaba con estoica resignación golpes cuya violencia se me antojaba insoportable. Sólo llevaba un delantalito y unos calzoncillos de cuero decorados con clavos y abiertos de manera que se le viera el miembro. Vincent estaba allí para servirnos. A mí me ordenaron que me colocara debajo de una silla especialmente diseñada: tenía un agujero en el centro del asiento para que el amo o el ama que se acomodara en ella pudiera recibir el homenaje bucal de la esclava que estuviera debajo. Todo en aquel lugar parecía haber sido concebido para el placer. Tendida en el suelo, con la cabeza apoyada en un cojín y sostenida por una pequeña correa de cuero para que no me cansara demasiado, me apliqué a lamer las partes íntimas del Ama Maïté. Ella no se contentó con alimentarme con su placer, sino también con ostras, que se introducía en la vulva y que yo tenía que sorber. Después de tragarme con gula la ostra, cuyo jugo me chorreaba por la barbilla, me pasaba la lengua por los labios para no desperdiciar ni una gota de la preciada concha.

Después de cenar bajamos de nuevo al sótano. Clotilde exigió que la lamiera largo tiempo antes de que alcanzara ella el orgasmo. Luego ataqué su clítoris con la lengua y no tardó en prorrumpir en gemidos y en proferir los gruñidos de un animal asustado. Eso me sumió en tal estado de excitación que me sentí dispuesta a hacer lo que me pidieran con tal de gozar y de darle placer a mi Amo, mi querido y tierno Amo. En aquellos momentos, lo amaba, literalmente, hasta la locura, porque era él quien me permitía superar mis propios límites, vencer mis tabúes y conocer placeres prohibidos para el común de los mortales.

Me ordenaron que me sentara en un pequeño taburete en el que se alzaba un voluminoso vibrador. Sólo por la postura, la vulva me dolía, pero la cosa empeoró cuando me pidieron que me sentara sobre el duro cilindro con las nalgas separadas y me lo hundiera hasta la raíz. Conforme me empalaba en el cilindro de látex, notaba cómo se me desgarraba el ano. La estrechez de esa parte de mi cuerpo tornaba la operación dolorosa. Entonces Amo Julien puso en marcha el monstruoso miembro, y, con las vibraciones, el cilindro fue adentrándose hasta lo más profundo de mis entrañas. La lenta rotación del vibrador me procuró un orgasmo tan intenso como rápido, y cuando mi Amo aceleró el diabólico objeto, no pude por menos de implorarle piedad. Si se dignaron concederme una tregua fue a condición de que aceptara esta cadencia algo más tarde. Poco después volvieron a ensartarme y a exigirme que utilizara el vibrador para penetrarme alternativamente por todos los orificios. Descubrí así el placer extremo que se experimenta al poseerse una misma. Me obligaban a masturbarme, y yo perdí toda noción de pudor; nada podía ya contenerme. Mi Amo me observaba y yo percibía la intensa excitación que le embargaba. Tenía la sensación de que había dejado de ser yo misma, pero en ningún momento olvidaba mi amor por Pierre. Me había convertido en un simple cuerpo que gozaba de lo que se le imponía. No era más que una esclava y asumía con orgullo mi condición.

Cuando, poco después, mis amos quisieron liberarme, me oí a mí misma negarme y pedir entre sollozos: «Más, por favor…». Exultante, Pierre me felicitó. Aceleraron la velocidad de las vibraciones, y de vez en cuando las interrumpían para que pudiera soportarlas. Tuve entonces el orgasmo más delirante que pueda imaginarse.

Mi amado Pierre vino a reunirse conmigo. Sus palabras fueron tan tiernas y sus caricias tan dulces que no cabía en mí de júbilo.

A continuación asistí a la sesión de dominación de Vincent. De rodillas en el suelo y con la mirada baja, se masturbaba lentamente, obedeciendo las órdenes que le exhortaban a disminuir el ritmo de su infamante caricia. Cuando le exigieron que se corriera, no tardó en soltar un chorro de esperma que salpicó las losas de piedra. Luego le obligaron a lamer su esperma hasta la última gota. Los amos se reunieron entonces y decidieron que Vincent se había hecho acreedor a un castigo por haber tenido una eyaculación tan abundante. Encajó sin rechistar los latigazos que le cruzaron las nalgas, cubriéndoselas de largas estrías de color violeta. A cada nuevo golpe, Vincent le daba las gracias a quien lo golpeaba, y su erección, según pude observar, se reavivaba poco a poco. Lo cierto es que me sorprendió aquel espectáculo, el primero al que asistía en calidad de testigo, aunque el término «mirona» sería, desde luego, mucho más apropiado, pues descubrí el placer de sorprender la humillación de un esclavo, placer que muy pronto se convierte en voluptuosidad.

Luego regresamos a nuestro hotel, donde recuperamos fuerzas antes de la última sesión, prevista para el día siguiente.

Al entrar en la mansión, Pierre me anunció, delante del Amo Julien y del Ama Maïté, que aquel iba a ser un día memorable para mí. De pronto, me encontré atada a la cruz de san Andrés, de la que formaba parte uno de los pilares de la estancia. Pierre empezó a darme latigazos ya fustigarme todo el cuerpo, insistiendo en las nalgas, a las que, según declaró, profesaba un auténtico culto. Luego, fueron el Amo Julien y el Ama Maïté quienes me concedieron el honor de azotarme. Antes de colocarme en la picota, me desataron dé modo que mis dos orificios estuvieran perfectamente disponibles para ser utilizados. La primera penetración me resultó sumamente dolorosa, pues tenía las mucosas muy irritadas. Luego me ordenaron que me tendiera en el suelo, boca arriba y con las piernas en alto, para que todos pudieran penetrarme fácilmente. De ese modo, me poseyeron uno tras otro los invitados, que se iban sucediendo sobre mí.

Abierta como una flor, me entregué a ellos. Ya no era dueña de mí misma, pertenecía en cuerpo y alma a mi Amo.

El fuego crepitaba en la ancestral chimenea, volviendo la atmósfera aún más tórrida. Cerca de la chimenea había algunos instrumentos rituales. Se trataba de auténticos hierros para marcar, de distintos tamaños, como los que se emplea para marcar animales. El Ama Maïté se acercó a mí blandiendo un hierro que se había puesto al rojo entre las brasas.

Se adueñó entonces de mí un terror sin límites. No me sentía preparada para afrontar una prueba que podía ser insoportable incluso para esclavos aguerridos. Temblando de los pies a la cabeza, imploré a Pierre con la mirada, pero mi orgullo me impedía exteriorizar el miedo. Miedo a la mutilación, al dolor, a que me marcaran el cuerpo para siempre, miedo a gritar, miedo a disgustar, miedo a defraudar, miedo a mi propio miedo, que me horrorizaba…

La mirada de Pierre no se ablandó ante mis mudas súplicas. Maïté se inclinó sobre mis nalgas, que el Amo Julien mantenía inmóviles. No pude evitar lanzar un grito de terror cuando creí percibir la quemadura en mi carne sensibilizada. Noté una ligera presión, un pellizco agudo, muy breve, y luego nada más. Desde luego, estaba marcada y bien marcada, pero sólo con tinta negra. El rito no consistía en marcarme de verdad, sino tan sólo en infundirme miedo. Me sentí aliviada ante este inesperado desenlace y, a la vez, quizá secretamente decepcionada por no haber tenido ocasión de brindarle a mi Amo una nueva y definitiva prueba de amor.