8. El hechizo del sótano

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El hechizo del sótano

Aquella noche nos habían invitado a casa de un viejo amigo. Yo aún no lo conocía, pero intuía que Pierre sentía por ese hombre algo muy especial. Sólo sabía que Pierre quería mantener cierto misterio en torno a este encuentro con un amo harto conocido en el ambiente sadomaso, ya mis ojos eso bastaba para exacerbar mi curiosidad, a la vez que esperaba sacar mucho provecho de esta futura relación.

Ese hombre se llama Didier, y su mujer, Fiona. Había tenido ocasión de ver fotos de ella y la encontraba muy guapa.

Llegamos a Gaillac un sábado por la noche. Pierre me había descrito a Didier como un ser muy perverso que, sin embargo, sabía conciliar la amabilidad y la severidad en las sesiones de dominación. La primera impresión que tuve de él fue extraña: me desconcertaron por completo su rostro jovial, de rasgos infantiles, y la cordialidad con que nos acogió.

Cuando entramos en el salón, descubrí que era un hombre exquisito. Mientras lo oía hablar, seducida por su encanto, intuí que iba a gustarme. Pero no había acudido para que me sedujeran, sino para que él me sometiese y me adiestrara. A pesar de fa simpatía y de la dulzura que emanaba Didier, me quedé en silencio, paralizada por la aprensión.

Me atrincheré en el mutismo, el único refugio que me protegía de las torpezas propiciadas por mi falta de seguridad.

Fiona no había llegado todavía. Yo la esperaba con impaciencia, pues la presencia de mujeres siempre me infunde confianza.

El Amo Didier me atrajo hacia sí y me condujo hacia el sótano. Pierre nos seguía en silencio por el estrecho pasadizo por el que se accedía al sótano, como sucede en las mejores películas de terror. Antes de deslizarnos por ese angosto pasaje excavado en la piedra, era preciso volver a salir de la casa. Pese a mi corta estatura, me vi obligada a agacharme. Tenía miedo, y la ausencia de Fiona me llenaba de inquietud. Estaba tan tensa que, si Pierre no hubiera conocido personalmente al Amo Didier, le habría pedido que nos marcháramos de allí al instante. Poco después, sin embargo, se abrió una gran puerta de roble y descubrí, atónita, un enclave de tintes místicos y decorado con gran solemnidad.

La belleza de la estancia me dejó impresionada. Era un espléndido sótano abovedado, con las paredes de piedra vista. Varios cirios decoraban cada uno de los rincones. Las llamas de las largas velas blancas proyectaban sombras sinuosas y amenazadoras. ¡Era tan hermoso!

Fascinada por la nobleza y el evidente uso que daban a ese lugar, me dije que aquel sótano parecía haber sido concebido desde la noche de los tiempos para albergar el placer y el sufrimiento, para acoger los ritos más secretos, y no pude por menos de evocar con un estremecimiento las misas negras y otros rituales fascinantes. La luz dorada me teñía la piel. Todo mi cuerpo parecía impregnarse de polvo de oro. Me sentí irresistiblemente hermosa y, de hecho, creo que esa noche estaba particularmente bella. El Amo Didier me ciñó las sienes con una venda de terciopelo negro para taparme los ojos. Luego me ató los tobillos con correas de cuero. Unas cadenas unían esas correas a los muros de piedra. Después me asió las muñecas, que abrió en forma de cruz, igual que los muslos, para aprisionarlas en unos brazaletes de plata que colgaban de unas cadenas suspendidas exactamente de la clave de la bóveda.

De ese modo me ofrecía a mis amos. Abierta de brazos y piernas, iba a ser azotada en esa humillante postura cuya obscenidad mitigaba en parte la luz.

Había tenido tiempo de echar un vistazo a una impresionante colección de accesorios dispuestos sobre una mesita que recordaba al mobiliario eclesiástico. En uno de los rincones de la estancia se vislumbraba un confesionario en cuya puerta se veía un agujero inspirado en los glory–holes norteamericanos y destinado, ahora lo sé, a alojar el miembro del hombre que desea ser honrado por la boca de la esclava oculta tras el panel del confesionario. De ese modo, el amo nunca puede ver a su esclava, de la misma manera que la esclava sólo ve el miembro de los hombres que se ve obligada a honrar.

Cuando recibí el primer latigazo, comprendí que me azotaban con una disciplina elástica para calentarme el cuerpo antes de recibir otros golpes mucho más agresivos. De la disciplina, el Amo Didier pasó a la fusta, lo supe por los trallazos que noté en los riñones. Era una fusta larga y fina, dotada de una engañosa elasticidad y cuyo aspecto era casi inocuo. Manejada con precisión, cada golpe recibido parecía distinto al anterior, según la correa de cuero cayera plana al golpearme o se abatiera sobre mí cuan larga era la vara… El Amo Didier me flagelaba con un rigor despiadado. Tanto es así que olvidé mis buenas intenciones para ponerme a gritar debido a los intolerables azotes.

Sudaba copiosamente, y todo mi cuerpo se estiraba en una súplica muda que resultaba de lo más elocuente. Tal como lo había experimentado en ocasiones anteriores, el dolor que me atenazaba fue transformándose poco a poco en placer. Me dije que gozaba, que sufría y gozaba a la vez…

Como si hubieran adivinado el intenso placer que me embargaba, aunque había tratado de ocultarlo soltando algunos gemidos y estremecimientos, Pierre y Didier decidieron de improviso colgarme de los pezones y de los labios menores de la vulva unas pinzas cuyo peso tiraba de la carne hacia el suelo. Llevar pinzas en los pechos me gusta tanto que Pierre siempre me dice que ese es mi mayor vicio. En ocasiones, el hecho de que me pellizquen los pechos con pinzas, de una forma que puede resultar muy dolorosa, me proporciona incluso más placer que ser fustigada. En cambio, tengo los labios de la vulva muy sensibles, y que me los pincen supone siempre un tremendo suplicio que me cuesta soportar por más que me esfuerce. Cuando el Amo Didier colocó una tras otra las pinzas, cuyo peso me estiraba la piel de manera atroz, pensé que sería incapaz de aguantar. Pero la firme determinación de no defraudar jamás a Pierre siempre me ha permitido afrontar multitud de sevicias. Así pues, me concentré con todas mis fuerzas en algo que pudiera hacerme olvidar mis padecimientos, y ya había conseguido abstraerme del dolor cuando Didier anunció la llegada de Fiona, con lo que se aplacó la tensión nerviosa que me hacía temblar en el extremo de las cadenas.

Colgada de las esposas, que me segaban las muñecas, y con los muslos tan abiertos que la entrepierna me dolía, no podía moverme ni girar la cabeza para ver a la hermosa mujer que acababa de entrar en el sótano. Lo único que percibí fue su presencia, seguida del olor dulzón de su perfume. Una mano suave me acarició las nalgas doloridas por la flagelación. El sosiego que experimenté no se debía sólo a las caricias, sino a la presencia de esta espléndida mujer a quien tenía prohibido mirar incluso cuando Pierre me quitó la venda de los ojos y liberó mis pechos y mi sexo del suplicio de las pesas de plomo. Para que no sintiera tentaciones de volverme a mirar a la bella desconocida, el Amo Didier me colocó en la boca, atravesada, una disciplina; por puro instinto, me puse a apretarla muy fuerte.

Me moría de ganas de verla. La prohibición de mirar a quienes te manipulan durante una sesión de dominación es a veces un verdadero suplicio. Se trata de una frustración hiriente, pues es la demostración palpable de que una no cuenta en absoluto, ya la vez muy excitante, porque la curiosidad es, por así decirlo, un rasgo dominante entre los esclavos.

Por fin, tras rodear mi cuerpo ya casi desmembrado, se colocó frente a mí y vi, que era aún más hermosa de lo que yo había imaginado. Era alta, esbelta, delicada; tenía mucha clase, y había algo terriblemente sexy en su mirada, en las líneas de sus labios sensuales, en sus larguísimas piernas, en su cuerpo musculoso de deportista… Fiona parecía tener una gran seguridad en sí misma. Me impresionó la serena determinación de que hacía gala. El Amo Didier me contó que había sido esclava, pero no detecté nada que me tranquilizara en ese sentido. No había nada en ella que hiciera pensar en una esclava. Al contrario, su rostro altanero recordaba más bien el de una princesa desdeñosa que hubiera venido a examinar a sus súbditos. Parecía tan apta para dominar a los hombres como a las mujeres, sino más; de ahí que imaginarla arrodillada y sumisa me resultara sencillamente imposible.

Aquella noche no llevaba más que un escueto tanga de piel de leopardo que realzaba la curva de sus espléndidas nalgas bronceadas. La espesa melena pelirroja, el rostro delgado y los relampagueantes ojos verdes transformaban, en mi imaginación, a esa esclava sumisa en una leona a punto de devorarme…

El Amo Didier se acercó a mí armado con un extraño aparato que recordaba a la vez un taladro eléctrico y un mini–aspirador. Más tarde descubriría que se trataba de un vibrador muy especial que había hecho traer desde Estados Unidos. Cuando el Amo Didier puso en marcha el mecanismo eléctrico, se oyó un zumbido sordo. Yo estaba tan abierta de piernas que no tuvo el menor problema para acceder a mi clítoris y aplicar allí la ventosa. Al instante me recorrió un vertiginoso escalofrío como si me hubieran conectado a una corriente eléctrica tan deliciosa como insoportable. Noté que los pezones se me endurecían y las entrañas se me licuaban, y no tardé en comprender, con los ojos desorbitados de sorpresa y horror, que si el Amo Didier no detenía el mecanismo enseguida, empezaría a chorrear de placer como una principiante. El hecho de que me pusiera a aullar como una perra incitó al Amo Didier a aumentar la presión del instrumento infernal entre mis muslos, que temblaban de excitación. Entonces, bruscamente, dejó de presionar y apagó el aparato. Me quedé colgando en el vacío, con las piernas todavía sacudidas por irreprimibles temblores y el corazón a punto de estallar. Estaba tan mojada que por un momento pensé que los fluidos vaginales se me escurrían hasta los muslos. Mientras recobraba poco a poco el aliento, Didier, acompañado por Pierre, pasó por detrás de mí para inspeccionar los estragos que el atroz vibrador había causado en mi cuerpo. Unos dedos enfundados en látex separaron los labios de la vulva y se adentraron en mi vagina para calibrar la humedad involuntaria que el contacto del aparato había suscitado. Luego me separaron las nalgas. Percibí el centelleo de una linterna y me di cuenta de que me iban a inspeccionar de forma aún más íntima, primero con los dedos enfundados en látex, después con un especulo cuya acerada frialdad me hirió el ano, que se abrió poco a poco debido a la presión del instrumento, que iba dilatándolo hasta provocarme dolor. Fue entonces cuando tuve que oír el comentario humillante de Pierre y el juicio del Amo Didier sobre esta parte tan secreta de mi cuerpo, una parte que nunca antes había sido violada de ese modo.

Didier dejó el especulo abierto entre mis nalgas y volvió a poner en marcha el mecanismo vibratorio. Un placer vertiginoso volvió a apoderarse de mí de manera instantánea, y le oí decirme: «Aprovéchalo, te damos permiso para gozar».

Sin necesidad de que me repitieran la orden, gocé como una demente. Me entregaba al placer con absoluta libertad, sin contención alguna y sin poder detenerme. Había dejado de ser yo misma. Jamás, hasta ese momento, habían reaccionado mis entrañas de aquella manera: chorreaban de placer sin que yo pudiera evitarlo. Los tibios jugos se escurrían a lo largo de mis muslos, lo que me procuraba una sensación nueva que era humillante y, a la par, placentera Pierre y Didier acababan de demostrarme que yo no era sino un objeto privado de voluntad, incapaz de contenerse y de resistirse al orgasmo. Mi Amo interrumpió bruscamente mi placer con estas palabras: «Eres indecente, Laïka», pero eso sólo logró centuplicar mi goce…

Me desataron para que descansara un poco, pero este interludio sólo duró el tiempo necesario para preparar el potro de tortura en el que me ordenaron que me colocara. Obedecí con docilidad y de buen grado, porque había llegado el momento en que Fiona iba a ocuparse de mí. Empezó por acariciarme largo tiempo con la fusta fina de cuero trenzado que llevaba sujeta a la muñeca por una delgada correa. Jugueteó con mi vulva, excitando el clítoris, separando las carnes y penetrándome con el mango de la fusta. Después me acarició el cuerpo con asombrosa suavidad y desencadenó en mí visiones fulgurantes en las que decenas de mujeres que tenían los rasgos de Fiona se abatían sobre mí para violentarme con aterradora crueldad.

Temía el momento en que Fiona decidiera utilizar los accesorios de látex que se alineaban de la forma más ominosa sobre una mesa baja cubierta con un sudario negro. Los había observado con el rabillo del ojo durante el breve intervalo en que pude recobrar la calma: los había de todos los tamaños y texturas, y cada uno tenía una forma extraña, apropiada para los orificios que debían penetrar y para las sensaciones que tenían que provocar. El más terrorífico medía más de cuarenta centímetros de longitud y los dedos de mi mano no hubieran bastado para rodearlo. A decir verdad, estos sucedáneos del miembro viril se me antojaban bastante angustiosos, pues mi imaginación veía en ellos un grado de obscenidad y de perversión que ni los más severos artilugios auténticamente sadomasoquistas poseen.

Como me temía, Fiona cogió un instrumento de látex hinchable y, bajo mi aterrada mirada, se cercioró de que funcionaba. Mediante una pera, el tronco del pene se hinchaba paulatinamente hasta cobrar un impresionante volumen cónico, tanto que pensé que iba a estallar.

Con suavidad y determinación, Fiona me introdujo el instrumento. Sin apartar de mí su intensa mirada, procedió a hincharlo, de modo que mi vagina se dilató de manera inexorable. Aunque indolora, la sensación era en verdad insoportable. Tenía la impresión de que mis entrañas se dilataban y que mis carnes íntimas retrocedían ante su avance para después expandirse ante la invasión del enorme cilindro cónico que parecía clavárseme hasta lo más profundo. Me odié por no ser capaz de dominar el lacerante orgasmo que se fraguaba dentro de mí para demostrarme ——como si a esas alturas hubiera necesitado una prueba más— que estaba convirtiéndome en aquello que Pierre deseaba que fuera: una ninfómana exacerbada, un animal servil a merced de los goces más perversos. Pese al placer que me abrasaba, me humillaba que mi excitación sexual dependiera de ese cilindro de goma que pretendía proporcionarme tanto goce como el miembro de mi Amo. Mi mente no podía sino rechazar cualquier placer al margen del que Pierre me procuraba cuando hacíamos el amor, pero, al hilo de aquellas experiencias, sentía que mi voluntad perdía terreno poco a poco y que cada vez me tornaba más receptiva a prácticas que, sólo unos meses antes, me habrían sublevado.

La teoría que empezaba a forjarse en mi mente echaba por tierra cuanto hasta ese momento me habían enseñado: ¿Acaso lo esencial consistía en obtener placer, sin que importara la manera en que puede o debe obtenerse?

Pierre interrumpió estas reflexiones al ordenarme que me arrodillara para recibir algunos latigazos que marcaron mis pechos con unos largos tajos. Durante mucho tiempo, había de exhibir aquellas marcas con orgullo.

Llevo los estigmas de la realidad de mi amor. Me gusta contemplar en el espejo las huellas que las pruebas sufridas durante las sesiones de sumisión al ser amado han dejado en mí. Hago el recuento de los rasguños y de las estrías que atraviesan mi piel nacarada para revivir aquellos intensos momentos de abnegación, como si esta abnegación fuera capaz de regenerarme y de lograr que yo renazca más bella y más amada.

Me he convertido en una persona distinta. He cambiado mucho, he aprendido a dominarme, a reprimir mi agresividad y, sobre todo, a comunicarme. En realidad, estas prácticas constituyen un nuevo lenguaje corporal, un nuevo medio de expresión que me ha revelado Pierre a través de nuestras fabulosas experiencias sadomasoquistas.

Después de que Fiona me hubo separado las nalgas y hundido entre ellas un nuevo artilugio, más ancho pero muy corto, que resolvió dejar en mi interior hasta el final de la velada, nos fuimos a cenar al inmenso salón, donde nos sirvieron una comida deliciosa. Lo cierto es que todos estábamos muertos de hambre. Mientras sucumbía al pecado de la gula, deleitándome con el foíe–gras y los ceps, olvidé mi condición. Y eso que estaba sentada a la mesa con los pechos al aire, empalada por el consolador de látex, que dilataba al máximo un orificio estrecho por naturaleza para facilitar las penetraciones a las que había de someterme, no sin complacencia, una vez acabada la cena.

Recuerdo con especial cariño esta tregua en el sótano mágico. Tuve la sensación de que cuanto había sucedido entre Fiona, Didier y nosotros hubiera superado el simple ritual para adquirir una importancia que el porvenir confirmaría.