10. El embrutecimiento

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El embrutecimiento

En el curso de un fin de semana que pasamos en París y en Versalles, tuve la curiosa sensación de que el tiempo se detenía, como si este quisiera prolongar eternamente el presente.

Nos habían invitado a Versalles, a casa de una pareja de dominadores de unos cuarenta años. Habíamos coincidido con Patrick y Ghislaine en Sarlat y en Cap d’Agde, y luego volvimos a verlos en varias ocasiones.

La cita era cerca del palacio, en el último piso de un edificio burgués, en un local pequeño y discreto, especialmente acondicionado para los ritos sadomasoquistas. Pierre y yo, que nunca habíamos visto nada semejante, nos quedamos asombrados ante el número y la variedad de los instrumentos destinados a la celebración de los ritos y las pruebas. Me fascinó aquella modesta caverna cuyos treinta y cinco metros cuadrados bastaban para albergar más objetos de los que poseían todos los dominadores que habíamos conocido hasta entonces. Había un impresionante surtido de disciplinas (con mango de cuero, de cuerda, de metal, de marfil; con las tiras trenzadas, plomadas, con pinchos incrustados, de cuerda e incluso de terciopelo…), látigos de todas las épocas (algunos comprados en anticuarios y procedentes de colecciones particulares o de prisiones, de esclavos de países lejanos…), potros de tortura (uno de ellos comprado en las salas de tortura auténticas de un castillo del Macizo Central), así como una colección muy completa de vibradores y de todo tipo de consoladores (uno de los cuales se remontaba a la antigüedad egipcia…).

Nuestros anfitriones nos contaron que la velada tendría lugar en París, en casa de una célebre dominadora muy respetada por su refinada forma de tratar a los esclavos, que acudían a ella desde los lugares más remotos de la Tierra.

¡Alexia! Había oído los comentarios más elogiosos y estimulantes sobre esta emblemática figura del sadomasoquismo. Estaba convencida de que se trataba de ella, y la perspectiva de conocer a semejante eminencia me asombró tanto que, una vez más, afloró mi timidez.

Lo primero que hicieron en cuanto llegué fue vendarme los ojos para aumentar mi angustia. Mi júbilo fue tal que se lo agradecí en secreto a mi Amo, pues a pocos esclavos se les concede estas muestras de honor.

De pronto, me encontré sentada en un confortable sillón de cuero, probablemente en el salón. Una mano me había obligado a separar con suavidad las piernas y una lengua dócil rendía homenaje a mi intimidad. El placer que me produjo esta boca golosa no había de durar mucho, pues no tardaron en agarrarme, arrastrarme y empujarme contra un muro donde me azotaron con severidad y sin preparación alguna. Antes de que fuera capaz de saborear el dolor, me llevaron a una mesa donde me tumbaron boca arriba y me ataron fuerte, con los pezones oprimidos por unas pinzas unidas a unas poleas que tiraban dolorosamente de ellos al menor movimiento.

Me abandoné suavemente a esta «tortura», nueva para mí, mientras saboreaba la extraña dicha de la sumisión. Volvía a ser lo que quería ser, un simple objeto al servicio del amo al que amaba, el objeto que todo hombre codicia, entregado al capricho de mi Amo, que podía disponer de mí y ofrecer mi cuerpo a quien le pareciera. De ese modo, era yo misma sin serlo del todo, puesto que ya no me pertenecía.

Había subido un nuevo peldaño en la jerarquía de la esclavitud. Era como si aquella noche hubiera recibido el título de nobleza al manipularme una gran dignataria de la orden de las dominadoras. En la mente de una esclava, eso justifica todos los tormentos, todas las flagelaciones, todas las ofensas.

Pierre me poseyó de forma salvaje frente a los testigos de mi degradación. Yo le ofrecía mi intimidad y él me violaba de modo brutal, sin el menor miramiento. Sin embargo, me gustaba. Ya no podía prescindir de sus fieros asaltos, violentos pero apasionados.

De regreso a Versalles, Pierre decidió probar ciertos objetos que estaban a nuestra disposición en el local donde íbamos a dormir. Me utilizó a su antojo e hizo uso de mi cuerpo en todas las posturas. Me enardecía que me poseyeran de cualquier modo y con cualquier cosa, con tal de que el objeto del delito tuviera forma cilíndrica. Cuando la noche estaba ya muy avanzada, volvió a hacerme gozar un sinfín de veces con un vibrador provisto de una ventosa que me dejó exhausta.

Al día siguiente, iban a proceder a «mi embrutecimiento». Yo ignoraba aún lo que significaba con exactitud esta expresión. Como solía sucederme ante una prueba desconocida, temía no ser digna de mi Amo y defraudarlo. Durante todo el día sentí una angustia indescriptible, y la noche me encontró ansiosa y excitada. Esperaba que la prueba estuviera a la altura de mi ambición y que hiciera retroceder los límites de lo que me parecía tolerable. Me vendaron los ojos antes de atarme a una mesa, con las piernas y los brazos separados. El Amo Patrick explicó tranquilamente a los invitados, para mí invisibles, que yo había recorrido más de seiscientos kilómetros para que me poseyeran como a una puta. Los hombres se acercaron a mí y, de repente, noté docenas de dedos que me palpaban, se introducían dentro de mí, hurgaban y me dilataban. La sensación era muy embriagadora. El que me expusieran de esa manera ante desconocidos me procuraba una borrachera de placer.

Mi ansiedad se disipó por completo. El amor a mi Amo me llevaba a convertirme en una perfecta puta, una puta de cabo a rabo, sin voluntad, sin condiciones, sin sentimientos.

El Amo Patrick interrumpió con cierta brutalidad la sesión, que le parecía demasiado suave y que me proporcionaba un placer al que no tenía derecho alguno. Me desataron para colocarme en el potro y tuve que aguardar allí unos minutos en la infamante postura de la puta entregada que acepta su condición antes de que miembros desconocidos empezasen a penetrarme. Muy poco después, comenzaron a hurgar en mi interior, a violentarme, a maltratarme, a sodomizarme. Ya no era más que una cosa muda y abierta, una auténtica puta barata, puesto que así lo exigían la voluntad y el placer de Pierre.

Para una joven educada en la hipocresía de la burguesía convencional, ¿no es el peor de los insultos que la traten como a una puta? Convertirse en una fulana, ¿no es acaso el destino maldito, la enfermedad infamante, una especie de enfermedad venérea perceptible a simple vista, el castigo divino que se abate sobre aquellas que de adolescentes se maquillaban o llevaban ropa demasiado corta? Hacer de prostituta, ¿no es acaso el tabú supremo de los envarados burgueses que se reúnen en corro en sus salones relucientes con ocasión de una partida de bridge? Sin embargo, en aquel preciso instante me había convertido en una puta y me comportaba como tal.

Esta revelación supuso un golpe que me trastornó hasta el punto de no poder contener el llanto. ¿Acaso era ya una perdida? ¿Cómo era posible que yo experimentara esa satisfacción malsana al prestar mi cuerpo como un objeto sin valor?

Pierre, que había adivinado las emociones contradictorias que me sacudían con violencia, interrumpió al instante la sesión, me arrastró fuera de la habitación y me tranquilizó con caricias y palabras de consuelo. Me recordó que nuestra excepcional complicidad le confería a nuestro amor un valor y una riqueza que los demás no podían ni siquiera sospechar. Reprimí los sollozos diciéndome que no tenía el menor derecho a dudar, pues Pierre no me imponía nada que yo no quisiera. Todo lo que él imaginaba se hallaba en íntima sintonía con mis fantasías, sin duda inconscientes. Lo cierto es que me conozco demasiado como para equivocarme en eso. Desde la infancia no he sido otra cosa que una eterna rebelde. Nadie ha conseguido jamás imponerme algo que yo no haya deseado o esperado, aunque no siempre tengo el valor de confesármelo.

Cuando por fin volví a ser dueña de mí, le pedí a Pierre que me llevara de vuelta al salón, donde los hombres aguardaban mi regreso. Aparecí con los ojos nuevamente vendados, desnuda, erguida y orgullosa, de la mano de Pierre, que me condujo hacia el círculo de hombres excitados. Sin que me lo ordenaran, me arrodillé para meterme sus vergas en la boca, una tras otra, hasta que todos alcanzaron el orgasmo y se desahogaron en mi rostro, en mis manos o en los pechos que yo les ofrecía.

La velada acabó en un célebre local de intercambio de parejas situado en las afueras de París. Para la ocasión, me pusieron unas medias de rejilla, un arnés, un bustier de cuero y una capucha que el Amo Patrick había confeccionado con sus propias manos y me había regalado segundos antes de entrar en ese establecimiento conocido por sus magníficas noches de cuero. La capucha, que sólo dejaba entrar el aire por una abertura practicada a la altura de la boca, de forma que esta estuviera disponible por si alguien quería utilizarla, me apretaba en la nuca y me tapaba los ojos. Percibía presencias e intuía el peso de las miradas que parecían pegarse a mi piel, sobre todo en la entrepierna, donde sentía clavarse todas las miradas, lo que me provocaba una quemazón en ese preciso lugar. La máscara de terciopelo negro me aseguraba un anonimato gracias al cual podía hacer lo que me viniera en gana. Amparada por esta certeza, perdí la vergüenza y pedí permiso a mi Amo para orinar delante de los comensales que se hallaban en el pequeño restaurante contiguo al bar y a las salas donde tenían lugar los encuentros. Tras agacharme sobre el cubo de hielo para champán que Pierre me tendió con orgullo, me meé ante el estupor del camarero, que, sin embargo, debía de haber presenciado toda clase de excesos en este local privilegiado.

Pierre me llevó hasta el bar atada con correa. Lo seguí dócilmente, andando a gatas y sin ver nada todavía. Me hizo subir a una especie de mesa de billar, donde recibí una azotaina que me tiñó las nalgas de rojo. Un esclavo masculino recibió la orden de lamerme la grupa para calmar mi dolor. La lengua de aquel desconocido me llevó hasta la cumbre de la excitación, y cuando Pierre me quitó la capucha y vi a la multitud que se agolpaba a mí alrededor, con los ojos brillantes, los labios temblorosos y las manos crispadas sobre las vergas o las vulvas, me abandoné sin freno a un goce que estalló sin que pudiera hacer nada por controlar su intensidad.

A continuación quedé expuesta en una cabina acristalada que evocaba el escenario de un peep–show. Pierre me ordenó que me exhibiera sin pudor alguno, abriendo aún más, con sus propias manos, las partes más íntimas de mi cuerpo. Me obligó a levantar la cabeza y vi a una multitud de hombres apretujados unos contra otros que se sacudían furiosamente los miembros hasta que una ráfaga de salpicaduras vino a saludar mis poses cada vez más procaces.

Yo, que siempre dudaba tanto de mi poder de seducción, comprendí que era la fantasía erótica de todos aquellos mirones. Había encendido el deseo tanto de los hombres como de las mujeres. Cumpliendo a conciencia la tarea encomendada por mi Amo, me había convertido en la digna putita que él deseaba que fuera.