15. El cuaderno negro

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El cuaderno negro

Siempre he tenido fama de ser muy despistada. Con todo, estaba lejos de imaginar que mi despiste acabaría por tener consecuencias dramáticas en mi vida privada.

Un día, me olvidé el bolso en el coche de mi madre. Ella se lo llevó a casa sin preocuparse por el contenido y lo dejó sobre una mesa, donde mi padre lo cogió y lo abrió. Resulta que en mi bolso había un grueso cuaderno negro donde colocaba y guardaba mis fotos más íntimas tomadas por Pierre y mis otros amos durante las sesiones, ceremonias o pruebas. Docenas de copias en color en las que aparezco, en el mejor de los casos, desnuda, pero donde la mayoría de las veces se me ve atada, con los brazos y las piernas en aspa, y penetrada por uno o varios hombres. Los primeros planos de felaciones y de sodomía alternan con las escenas sáficas y las lluvias doradas, sin olvidar las imágenes de mi infibulación y algunas fotos «robadas» en un club de intercambio de parejas en el curso de una «velada de cuero» sin que los participantes lo advirtieran.

No me di cuenta de que me faltaba el bolso hasta por la mañana, cuando me disponía a ir a la facultad, y entonces me entró verdadero pánico. Lo único que podía hacer era esperar al día siguiente para ir a recogerlo a casa de mi madre y rezarle al Cielo para que a nadie le diera por mirar su contenido.

Pero, al día siguiente, el teléfono sonó a las ocho de la mañana. Mi madre me pidió secamente que nos viéramos lo antes posible. Aunque sentía pavor, le propuse que nos encontráramos después de clase. Ella vino a buscarme a las cuatro y media. Había pasado todo el día imaginando con angustia lo que iba a ocurrir.

Me dirigí hacia el coche de mi madre con la mayor tranquilidad de que fui capaz. Ella me miró como si nunca me hubiera visto. Su actitud, que yo conocía muy bien, era la misma que adopta cuando mi padre la acosa sin cesar o la emprende contra ella con el menor pretexto para acabar insultándola con palabras llenas de desprecio. Al sentarme a su lado, sentí una especie de náusea. Temía tanto su cólera, el juicio al que me sometería y su sentencia, que me entraron ganas de vomitar.

¿Por qué los padres se sienten siempre con derecho a juzgar a sus hijos? ¿Acaso los hijos no son sino lo que los padres han hecho de ellos? ¿Acaso no son obra suya?

Mi madre arrancó y, sin mirarme siquiera. Me preguntó si no tenía nada que decirle. Yo le contesté que no había nada que decir, que todo estaba muy claro. Replicó que no tenía motivos para sentirme orgullosa, y yo la provoqué diciéndole que me sentía muy orgullosa de las experiencias que vivía. Me advirtió que iba a arruinar mi vida. Yo me eché a reír, un poco nerviosa, y le expliqué que, lejos de echar a perder mi vida, había encontrado a un hombre a quien quería, un hombre que me comprendía y me hacía feliz. Mi madre no pudo evitar decirme a gritos que eso era mentira, que él me obligaba a hacer todas esas guarradas, que tal vez me había vuelto homosexual y que acabaría por hacerlo con animales. Se avergonzaba de mí. Abrí la puerta y huí.

Sentí rencor hacia ella porque no había querido entenderme, porque no quiso escuchar lo que yo tenía que decirle. Me había decepcionado y traicionado al adoptar la causa de mi padre, que no es otra que la de la hipocresía.

El descubrimiento de esas fotos pornográficas desencadenó un auténtico escándalo familiar. Todos se creyeron con derecho a sermonearme y a amenazarme —¡incluso de muerte!—, o a cubrirme de injurias.

Me habían repudiado, definitivamente, y desde entonces no he vuelto a tener noticias de mi familia.

Las semanas que siguieron a ese episodio fueron las más duras de toda mi vida. Caí en una profunda depresión de la que sólo Pierre, con el poder de su amor, pudo sacarme.

Ahora quiero a Pierre más que nunca y creo que el amor, sea cual fuere su naturaleza, puede convertirse en un salvavidas o, mejor aún, en una baliza a la que agarrarse.

Todavía ignoro si el amor de Pierre es tan profundo como el mío, pero cada vez soy más consciente de que amar es lo más importante que hay en el mundo. De ahí que haya hecho mía esta máxima que encontré en un libro: «Prefiero amar una vez que ser amada toda mi vida».