11. El cinturón de castidad

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El cinturón de castidad

Recibí por correo un regalo que el Amo Patrick había confeccionado para mí. Se trataba de un cinturón de castidad que no sabría cómo calificar. Si no temiera resultar trivial podría decir sencillamente que era bello, pero también era elegante, aterrador, impresionante, con clase…

Deseosa de probar de inmediato el artilugio, me lo puse como sí de unas simples bragas: se tratara. Sentado frente a mí, Pierre contemplaba apreciativamente los exagerados contoneos que yo daba, deseosa de gustarle y con la esperanza de que aquella sesión de ensayo evolucionara con rapidez. El cinturón de castidad era exactamente de mi talla. Llevado por un lógico afán de eficacia, su creador había abierto dos orificios que permitían el paso de pequeños artefactos cilíndricos.

Cumpliendo órdenes de Pierre, me entregué a las tareas domésticas rutinarias equipada de esa guisa, bajo su mirada atenta y ardiente. Mi Amo me observaba con súbita voluptuosidad mientras yo pasaba el aspirador por la moqueta, inclinándome hacia delante para introducir el tubo por debajo de los muebles rústicos que decoran nuestra casa.

Llegó entonces la hora de irme a clase, pues las intensas actividades organizadas por mi dueño y señor no me impedían asistir al segundo curso de carrera. Temerosa de que alguna de mis amigas me sorprendiera con mis arreos y adivinara la naturaleza de la pasión que me unía a Pierre, me separé no sin pesar de aquel accesorio simbólico y excitante. Estaba ya a punto de irme cuando mi Amo me ordenó que me quitara las bragas para que caminara por las calles de la ciudad sin nada debajo de la ropa, tal y como correspondía a mi condición de esclava sumisa.

Por la noche, esperé a Pierre con impaciencia, tratando de adivinar el programa que habría imaginado para celebrar la llegada de aquel hermoso objeto que tantas fantasías eróticas suscitaba. Pierre, que estaba de buen humor, me preguntó qué tal me había ido el día y me propuso llevarme a acabar la velada a un local de intercambio de parejas de Toulouse. Su plan me encantó. Ardía en deseos de exhibirme ante los habituales de ese lugar, con el orgullo de no pertenecer sino a aquel a quien seguía con absoluta fidelidad.

Era la primera vez que Pierre me invitaba al Baskin, de cuya decoración lo menos que puede decirse es que resultaba insólita. Una jaula de metal cromado y decorada con cadenas ocupaba el centro de la pista. Estaba impaciente por mostrar a aquellos desconocidos la belleza de mis arreos.

Pierre me dijo que esa noche estaba particularmente hermosa. Y aquel piropo, que me llegó hasta lo más hondo, tuvo la virtud de proporcionarme algo más de seguridad en mí misma. Llevaba medias negras con costura, el cinturón de castidad y una amplia chaqueta de seda negra que dejaba entrever mis partes íntimas. Un collar de perro con adornos de metal plateado, en el que habían engastado una anilla pequeña destinada al mosquetón de la correa, le confería a mi atavío un efecto irresistible.

En la pista de baile, Pierre me hizo adoptar poses provocativas. Cuando más embriagada me sentía por esta nueva prueba de complicidad que esperaba de mí, me ordenó que atizara el deseo de los desconocidos y jugase a seducirlos. Me excedí en mi celo hasta convertirme en una criatura obscena y vulgar.

Con un sutil movimiento, me enrosqué alrededor de su brazo y me quité la chaqueta, de modo que me encontré casi desnuda frente a los atónitos asistentes. Pierre me atrajo hacia sí por el cabello. Apasionado, me besó con voluptuosidad. Yo pude sentir los violentos deseos que le acometían. Una vez más, me hacía dichosa al honrarme y sorprenderme. No cabía en mí de orgullo, pues me sentía elegida y homenajeada.

Mientras Pierre iba descubriendo mis partes íntimas, empezó a preguntarme lo bastante alto para que los silenciosos espectadores pudieran oírlo:

—¿Quién es tu Amo, Laïka?

—¡Tú eres mi único Amo! —respondía yo, cerrando los ojos con recogimiento.

Cuando los espectadores menos tímidos empezaron a acercarse a nosotros con la natural intención de aprovecharse del espectáculo que les ofrecía, mi Amo me hizo ponerme a gatas y retiró del cinturón de castidad el largo consolador de ébano que Pierre me había colocado allí al principio de la velada. Mi Amo me ordenó entonces que borrara con la lengua las visibles huellas de mi excitación.

Acto seguido, tras juzgar que ninguno de los testigos allí reunidos era digno de compartir nuestra complicidad —notábamos vibraciones negativas e incluso agresivas—, Pierre me echó la chaqueta sobre los hombros y abandonamos ese lugar y a esas gentes mediocres para entregarnos solos al amor.

Pierre me obligaba a menudo, en función de su humor y sus fantasías, a llevar el cinturón de castidad.

Un día se le ocurrió obligarme a llevarlo para ir a clase. Yo estaba aterrada y, por primera vez, me opuse a algo que él me pedía. Pierre me preguntó entonces dónde estaban mis bellas promesas de sumisión. Si era su sometida, debía obedecerle. Yo me mantuve en mis trece, arguyendo que sólo me convertía en un objeto en nuestros intensos juegos, pero jamás en la vida cotidiana. Pierre replicó que tendrían que volver a adiestrarme, pero yo no cedí. Por primera vez lo vi furioso. Nos separamos sin decir palabra. Él se marchó, y yo me eché a llorar.

Me puse entonces a reflexionar en todo eso. ¿Acaso hacía mal al negarme a cumplir una orden tan simple? ¿No sería que me mostraba demasiado sensible al aspecto simbólico de ese objeto, que tenía aún para mí resonancias bárbaras? ¿O quizá mi orgullo era en verdad más fuerte que mi amor? ¿Acaso significaba aquello para Pierre una prueba de amor sublime? Inmersa en amargas lamentaciones y sombríos arrepentimientos, durante todo el día me invadió un sentimiento de culpa. Por la noche, cuando Pierre regresó, me eché a sus pies y le prometí que accedería a llevar el cinturón con una sola condición. Me miró de arriba abajo con altivez, pero acabó por preguntarme cuál era aquella indigna condición. Yo le imploré que no me obligara a colocar un consolador en mi cinturón de puta (empleé adrede la palabra puta, que sabía que haría mella en mi Amo). Tras acoger mi petición con un largo silencio, Pierre me hizo saber a regañadientes que estaba de acuerdo y que daba su consentimiento a esa demostración de flaqueza.

Ese día tuve que soportar en la facultad el único suplicio al que Pierre no pudo asistir. Me quité el abrigo, pese a que temía que el cinturón se adivinara bajo el vestido ceñido. Una vez sentada y absorta en la clase de literatura norteamericana, que ese día versaba sobre Fiesta, una obra de Hemingway, empecé a notar que el cinturón me molestaba y que incluso se volvía particularmente doloroso. La correa de cuero que pasaba entre los muslos me oprimía el clítoris de forma abominable. Las muecas que hice provocaron sonrisas en mi vecina, pero pronto no pude aguantar más y empecé a retorcerme como una histérica en la silla con la esperanza de desplazar la horrible correa. Mis amigas me miraron varias veces con asombro, pues normalmente soy formal y reservada, y mi agitación acabó por llamar la atención del profesor.

—¿Tiene usted algún problema, señorita Duriès? —me preguntó.

Roja como un tomate, le aseguré que estaba bien. ¿Cómo iba a confesarle que un modelo de cinturón de castidad, directamente inspirado en unos dibujos que se remontaban a la Inquisición, estaba atormentando la parte más sensible de mi anatomía?