A los nueve años, yo era una chiquilla bastante traviesa. El pelo ya se me había oscurecido y tenía perfil de musaraña. No me encontraba especialmente bonita, pero en el curso de las reuniones familiares a veces escuchaba las conversaciones de los adultos y sorprendía ciertos elogios que se referían a mí. Nunca fui más desobediente que mis hermanas o que mi hermano, ni recuerdo haber sido una niña más difícil que otras. A pesar de todo, y sin que jamás llegara a comprender por qué, mi padre me decía a menudo que era una desvergonzada o una guarra. Y aunque no era especialmente descarada, se ensañaba conmigo como si yo hubiera cometido las peores faltas. No tenía la menor noción de lo que era el pecado, y durante mucho tiempo me estrujé la imaginación tratando de entender qué diferencia podía existir entre una chiquilla normal y corriente, como mis compañeras de clase o mis hermanas, y la sinvergüenza que decían que era yo.

El primer recuerdo de los castigos que me infligía mi padre se remonta precisamente a esa época. Debí de hacer alguna tontería, y él me ató de pies y manos en el pasillo de la espléndida casa en que vivíamos. Esa misma noche recibí una severa tunda. Ese castigo marcó hasta tal punto mi cuerpo y mi memoria que todavía hoy sigo recordando esos primeros golpes, ese primer terror, mi primer y auténtico sufrimiento de víctima inocente…

Mi padre adoptó la costumbre de pegarme en cuanto cometía la menor falta o me mostraba insolente. Armado con uno de sus inquietantes zapatos negros, que siempre estaban relucientes e impecables, y con el cinturón marrón de piel de cocodrilo que mis hermanas y yo le habíamos regalado, no recuerdo ya si para el día del Padre o para Navidad, me asestaba violentos golpes, y con tal puntería que siempre alcanzaban las partes más sensibles de mi cuerpo.

Cuando mi padre estaba de pésimo humor, me ataba y me encerraba en un armario oscuro cuya exigüidad me daba terror. Sus enormes y poderosas manos me azotaban el rostro demacrado, que de inmediato se ponía tan rojo como la señal de socorro que izan los barcos que van a naufragar. Huelga decir que, las primeras veces, estos castigos injustos me humillaron profundamente. Pero, de manera inexplicable, cuanto más se repetían, tanto mayor era el extraño sentimiento que me embargaba, un sentimiento que primero me inquietó, luego me asqueó y acabó por desestabilizarme con respecto a mi padre, a quien no conseguía odiar. Hoy creo saber que en aquella época ya sentía el orgullo que experimenta quien recibe las sevicias infligidas por un ser amado, cuando cada golpe recibido puede interpretarse como una señal de interés, incluso de amor, por parte del otro. De lo contrario, ¿por qué iban el padre o el amo a castigar, a azotar a su vástago, a su esclava?

Por supuesto, aún lo ignoraba todo acerca de los placeres contradictorios que quien golpea puede proporcionar a quien recibe los golpes, pues por entonces no era más que una chiquilla asustada. Pero me oponía ya con todas mis fuerzas a aquello a lo que me predisponía mi condición femenina: convertirme en la víctima de un hombre.

Si me resigné a mi suerte fue porque elegí esta con absoluta libertad. Mi naturaleza dista mucho de ser la de una guerrera, y no sé oponer crueldad a la violencia, así que, para dominar a quienes me utilizaban, tuve que convertir la ofrenda de mi sometimiento en algo místico y ambiguo.

Así es como viven las esclavas: son las únicas que guardan las llaves de los oscuros y húmedos sótanos donde las fantasías eróticas de sus amos las elevan al rango de divinidades.