La vida en Murri transcurre cómoda y tranquila para Laila. El trabajo no es pesado, y en los días libres, Tariq y ella llevan a los niños a montar en el telesilla hasta lo alto de la colina Patriata, o a Pindi Point, desde donde se divisa Islamabad y, los días especialmente despejados, incluso el centro de Rawalpindi. Allí, extienden una manta sobre la hierba, comen bocadillos de albóndigas con pepinos y beben ginger-ale frío.
Es una buena vida, se dice Laila, por la que ha de estar agradecida. Es, de hecho, la clase de vida con la que soñaba cuando padecía los peores momentos con Rashid. Todos los días Laila se lo recuerda a sí misma.
Una cálida noche de julio de 2002, Tariq y ella están tumbados en la cama, hablando en voz baja sobre todos los cambios que se han producido en Afganistán. Han sido muchos. Las fuerzas de la coalición han expulsado a los talibanes de todas las ciudades importantes, obligándolos a cruzar la frontera con Pakistán y a refugiarse en las montañas del sur y el este de Afganistán. Se ha enviado a Kabul la ISAF, una fuerza internacional de pacificación. El país tiene ahora un presidente interino, Hamid Karzai.
Laila decide que ha llegado el momento de decírselo a Tariq.
Hace un año, no habría vacilado en dar un brazo por salir de Kabul. Pero en los últimos meses ha empezado a echar de menos la ciudad de su infancia. Añora el bullicio del bazar Shor, los jardines de Babur, la voz de los aguadores que acarrean sus pellejos de piel de cabra. Se acuerda de los vendedores de ropa de la calle del Pollo y sus regateos, y los vendedores ambulantes de melones de Karté Parwan.
Pero no es sólo la nostalgia del hogar lo que le trae el recuerdo de Kabul. Es la inquietud lo que la consume. Oye decir que se están construyendo escuelas, se están reparando las carreteras, que las mujeres vuelven al trabajo, y a pesar de que su vida en Murri es muy agradable y de que se siente muy agradecida por ella, le parece… insuficiente. Intrascendente. Peor aún, desperdiciada. Últimamente, ha empezado a oír la voz de babi resonando en su cabeza. «Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila —dice—. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará».
Laila oye asimismo la voz de mammy, recuerda aquella frase suya tan significativa: «Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos». Ahora Laila desea regresar a Kabul por sus padres, para que ellos lo vean a través de sus ojos.
Pero sobre todo, lo que mueve a Laila es el recuerdo de Mariam. ¿Para esto murió?, se pregunta. ¿Se sacrificó para que Laila fuera camarera de un hotel en un país extranjero? Tal vez a Mariam no le importaría mientras ella y los niños fueran felices y estuvieran a salvo, pero a Laila sí que le importa. De repente, le importa muchísimo.
—Quiero volver —dice.
Tariq se incorpora en la cama y la mira.
Laila se sorprende de nuevo de lo atractivo que es, de la curva perfecta de su frente, de los esbeltos músculos de sus brazos, de sus ojos reflexivos e inteligentes. Ha transcurrido un año y todavía hay ocasiones en las que Laila apenas puede creer que hayan vuelto a encontrarse, que él esté realmente a su lado, que sea su marido.
—¿Volver? ¿A Kabul?
—Sólo si tú también lo deseas.
—¿No eres feliz aquí? Pareces contenta. Los niños también.
Laila se incorpora. Tariq se mueve para hacerle sitio.
—Soy feliz —afirma Laila—. Por supuesto que sí. Pero… ¿adónde nos conducirá esto, Tariq? ¿Cuánto tiempo nos quedaremos? Éste no es nuestro hogar. Nuestro hogar está en Kabul, y allí están ocurriendo muchas cosas buenas. Me gustaría formar parte de todo eso, hacer algo, contribuir. ¿Lo entiendes?
Él asiente despacio.
—¿Es eso lo que quieres, pues? ¿Estás convencida?
—Sí, estoy segura. Pero hay algo más. Siento que he de volver. Ya no me parece bien seguir aquí.
Tariq se contempla las manos y luego vuelve a mirarla.
—Pero sólo si tú también lo deseas, sólo así —repite Laila.
Su marido sonríe. Se borran las arrugas de su frente y, por un momento, vuelve a ser el Tariq de antaño, el que no padecía migrañas y que en una ocasión había dicho que en Siberia los mocos se helaban antes de caer al suelo. Tal vez son imaginaciones suyas, pero Laila diría que últimamente cada vez son más frecuentes esas reapariciones del antiguo Tariq.
—¿Yo? —replica él—. Te seguiría al fin del mundo, Laila.
Ella lo atrae hacia sí y lo besa en los labios. Tiene la impresión de que jamás lo ha amado tanto como en ese momento.
—Gracias —murmura, con la frente apoyada en la de Tariq.
—Regresemos a casa.
—Pero primero, quiero ir a Herat —añade ella.
—¿A Herat?
Laila se explica.
Los niños necesitan que los tranquilicen, cada uno a su manera. Laila tiene que sentarse junto a una alterada Aziza, que aún sufre pesadillas, que se echó a llorar del susto hace una semana, cuando alguien disparó al aire en una celebración de boda cercana. La madre tiene que explicar a la niña que, cuando regresen a Kabul, los talibanes ya no estarán allí, que no habrá combates, y que no la enviarán de vuelta al orfanato.
—Viviremos todos juntos. Tu padre, Zalmai y yo, y tú también, Aziza. Nunca más tendrás que separarte de mí, te lo prometo. —Laila sonríe a su hija—. Hasta el día que tú quieras, claro está. Cuando te enamores de algún joven y quieras casarte con él.
El día que abandonan Murri, Zalmai está inconsolable. Se aferra al cuello de Alyona y se niega a soltarla.
—No consigo separarlo de ella, mammy —se lamenta Aziza.
—Zalmai, no podemos llevar una cabra en el autobús —vuelve a explicarle Laila.
Pero el niño sigue agarrándola, hasta que Tariq se arrodilla a su lado y le promete que en Kabul le comprará una cabra igualita que Alyona.
Hay lágrimas también en la despedida de Sayid. Para darles buena suerte, Sayid sujeta el Corán en el umbral para que Tariq, Laila y los niños lo besen tres veces, y luego lo sostiene en alto para que pasen por debajo. Sayid ayuda a Tariq a cargar las dos maletas en el portaequipajes del coche y luego los acompaña a la estación, donde se queda agitando la mano cuando el autobús se aleja con un petardeo.
Laila se recuesta en el asiento y observa la figura de Sayid, cada vez más lejana, por la ventanilla posterior. En su cabeza resuena una vocecita que expresa sus dudas y recelos. Se pregunta si no estarán cometiendo una locura al abandonar la seguridad de Murri para volver al país donde han perecido sus padres y hermanos, y donde el humo de las bombas apenas se ha disipado.
Y luego, de los oscuros recovecos de su memoria, surge el recuerdo de dos versos, la oda de despedida de babi dedicada a Kabul:
Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,
o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.
Laila parpadea para contener las lágrimas. Kabul los aguarda. Los necesita. Al volver a casa, están haciendo lo correcto. Pero primero tiene por delante una última despedida.
Las guerras de Afganistán han destruido las carreteras que conectan Kabul, Herat y Kandahar. Ahora la forma más sencilla de llegar a Herat es a través de Mashad, en Irán. Laila y su familia pasan la noche en un hotel de esa ciudad iraní, y por la mañana se suben a otro autobús.
Mashad es una ciudad llena de gente, ruidosa. Laila contempla los parques, mezquitas y restaurantes chelo kebab que el autobús va dejando atrás. Cuando pasan por delante del santuario consagrado al imán Reza, el octavo imán chií, Laila estira el cuello para ver mejor los azulejos relucientes, los minaretes, la magnífica cúpula dorada, todo ello cuidado con esmero y amor. Piensa entonces en los budas de su país, convertidos ahora en polvo que el viento lleva por el valle Bamiyán.
El viaje en autobús hasta la frontera dura casi diez horas. El terreno se vuelve más desolado, más árido, a medida que se acercan a Afganistán. Poco antes de cruzar, pasan junto a un campamento de refugiados afganos. Para Laila, no es más que un borrón de polvo amarillo, tiendas negras y alguna que otra estructura hecha de chapas de acero. Ella alarga la mano para apretar la de Tariq.
En Herat, la mayoría de las calles están asfaltadas y flanqueadas de pinos fragantes. Hay parques municipales, bibliotecas en construcción, jardines bien cuidados y edificios recién pintados. Los semáforos funcionan, y lo que más sorprende a Laila es que haya luz eléctrica de forma regular. Ha oído decir que el cabecilla militar de Herat, Ismail Jan, un señor feudal, ha ayudado a reconstruir la ciudad con las considerables tasas aduaneras que recauda en la frontera con Irán, dinero que Kabul afirma que no le pertenece a él, sino al Gobierno central. La voz del taxista que los lleva al hotel Muwaffaq tiene un tono reverente y temeroso cuando pronuncia el nombre de Ismail Jan.
La estancia de dos noches en el Muwaffaq les costará casi una quinta parte de sus ahorros, pero el viaje desde Mashad ha sido largo y pesado, y los niños están agotados. Cuando Tariq recoge la llave en recepción, el anciano que les atiende le comenta que el Muwaffaq es muy popular entre los periodistas y los trabajadores de las ONG.
—Bin Laden durmió aquí una noche —alardea.
La habitación tiene dos camas y cuarto de baño con agua corriente fría. En la pared, entre las dos camas, cuelga un retrato del poeta Jaya Abdulá Ansary. Desde la ventana se ve una calle muy transitada y un parque con senderos de ladrillos de color pastel, bordeados de espesos macizos de flores. Los niños se han acostumbrado a ver la televisión y sufren un desengaño al ver que en la habitación no hay aparato. De todas formas, se duermen enseguida. También los mayores caen rendidos al poco rato. Laila duerme profundamente en brazos de Tariq. Sólo se despierta una vez durante la noche a causa de un sueño que luego no puede recordar.
A la mañana siguiente, después de desayunar té, pan recién hecho, mermelada de membrillo y huevos pasados por agua, Tariq va en busca de un taxi para Laila.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —pregunta, llevando a Aziza de la mano. Zalmai no le da la mano, pero está pegado a él, con un hombro apoyado en su cadera.
—Sí.
—Me preocupa.
—No pasará nada —lo tranquiliza Laila—. Te lo prometo. Lleva a los niños a un bazar. Cómprales algo.
Zalmai se echa a llorar al ver que el taxi se aleja, y cuando Laila vuelve la cabeza, lo ve alzando los brazos para que Tariq lo coja. Zalmai está empezando a aceptar a su nuevo padre, y para Laila es un alivio, pero también le parte el corazón.
—No eres de Herat —dice el taxista.
Los negros cabellos le llegan hasta los hombros —Laila ha comprobado que es una forma de desafío habitual hacia los expulsados talibanes—, y tiene una cicatriz que le corta el lado derecho del bigote. En el parabrisas lleva una foto pegada. Es de una muchacha con las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en dos trenzas.
Laila le dice que ha estado viviendo en Pakistán durante un año, pero que ahora regresa a Kabul.
—A Dé Mazang.
Por la ventanilla, Laila ve herreros que sueldan asas de latón a sus correspondientes jarras, y fabricantes de sillas de montar que extienden cueros de animales para que se sequen al sol.
—¿Hace mucho que vives aquí, hermano? —pregunta.
—Oh, toda la vida. Nací aquí. Lo he visto todo. ¿Recuerdas el alzamiento?
Laila asiente, pero él lo explica de todos modos.
—Fue en marzo de mil novecientos setenta y nueve, unos nueve meses antes de que nos invadieran los soviéticos. Unos cuantos heratíes furiosos mataron a unos asesores soviéticos, así que éstos enviaron tanques y helicópteros a machacarnos. Estuvieron bombardeando la ciudad durante tres días, hamshira. Derribaron edificios, destruyeron uno de los minaretes, mataron a miles de personas. Miles. Yo perdí a dos hermanas durante esos tres días. La pequeña sólo tenía doce años. —El taxista da unos golpecitos sobre la foto del parabrisas—. Es ella.
—Lo siento —dice Laila, y le parece casi increíble que la vida de todos los afganos esté marcada por la muerte y un sufrimiento inimaginable. Y, sin embargo, también ve que la gente encuentra el modo de sobrevivir y seguir adelante. Laila piensa en su propia existencia y en todo lo que le ha ocurrido, y le asombra que también ella haya sobrevivido, que siga en este mundo, sentada en un taxi, escuchando la historia de ese hombre.
La aldea de Gul Daman consta de unas cuantas casas cercadas por tapias y rodeadas de kolbas hechos de paja y adobe. Laila ve mujeres de rostro curtido por el sol cocinando a la puerta de los kolbas, con el rostro sudoroso por el vapor que desprenden las grandes ollas negras colocadas sobre fogatas. Las mulas comen en los pesebres. Los niños que perseguían a las gallinas acaban corriendo detrás del taxi. Laila ve hombres que empujan carretillas llenas de piedras y que se detienen a observar el paso del taxi. El conductor gira al llegar a un cementerio con un deteriorado mausoleo en el centro y explica a Laila que ahí yace un sufí de la aldea.
También hay un molino de viento. Tres niños pequeños juegan con el barro a la sombra de sus inmóviles aspas oxidadas. El taxista se detiene junto a ellos y saca la cabeza por la ventanilla. El niño que parece mayor le contesta, señalando una casa de más adelante. El taxista le da las gracias y vuelve a emprender la marcha.
Aparca frente a una casa de una planta rodeada por una tapia. Laila ve la copa de las higueras que asoman sobre el muro, con algunas ramas colgando por encima.
—No tardaré —le dice al taxista.
Le abre la puerta un hombre de mediana edad, bajo, delgado y de cabellos rojizos. En la barba tiene dos mechones grises paralelos. Lleva un chapan sobre el pirhan-tumban. Se saludan.
—¿Es ésta la casa del ulema Faizulá? —pregunta Laila.
—Sí. Yo soy su hijo Hamza. ¿Qué puedo hacer por ti, hamshiré?
—He venido por una vieja amiga de tu padre, Mariam.
El hombre parpadea con expresión perpleja.
—Mariam…
—La hija de Yalil Jan.
Hamza vuelve a parpadear. Luego se lleva la mano a la mejilla y su rostro se ilumina con una sonrisa que pone al descubierto una dentadura en la que faltan piezas y otras están podridas.
—¡Oh! —exclama, alargando el sonido como si dejara escapar el aire—. ¡Mariam! ¿Eres su hija? ¿Está…? —El hombre estira el cuello para mirar detrás de Laila, buscando a Mariam con emoción—. ¿Está aquí? ¡Hace tanto tiempo! ¿Ha venido Mariam?
—Lo siento: ha muerto.
La sonrisa se borra del rostro de Hamza.
Así se quedan los dos, inmóviles en la puerta, Hamza mirando al suelo. Se oye el rebuzno de un burro.
—Pasa —dice Hamza, abriendo la puerta de par en par—. Por favor, entra.
Se sientan en el suelo de una habitación escasamente amueblada. Hay una alfombra típica de Herat, cojines bordados con cuentas y una foto enmarcada de La Meca colgada de la pared. Se sientan junto a la ventana abierta, a ambos lados de un rectángulo de luz. Laila oye voces femeninas que susurran en otra habitación. Un niño descalzo deposita en el suelo una bandeja con té verde y turrón gaaz de pistachos. Hamza lo señala con la cabeza.
—Mi hijo.
El niño se va sin decir nada.
—Cuéntame —indica el hombre en tono cansado.
Laila se lo relata todo. Tarda más de lo que pensaba. Hacia el final de la historia, tiene que esforzarse para no perder la compostura. Aunque ha pasado un año, sigue resultándole muy doloroso hablar de Mariam.
Cuando termina, Hamza guarda silencio durante un buen rato. Lentamente hacer girar la taza de té en el plato, primero hacia un lado, luego hacia el otro.
—Mi padre, que en paz descanse, la quería mucho —dice finalmente—. Fue él quien le cantó el azan en el oído cuando nació. La visitaba todas las semanas sin falta. A veces me llevaba con él. Era su tutor, sí, pero también su amigo. Mi padre era un hombre muy caritativo. Se le partió el corazón cuando Yalil Jan la dio en matrimonio.
—Siento mucho la muerte de tu padre. Que Alá perdone sus pecados.
Hamza agradece sus palabras con una inclinación de cabeza.
—Murió siendo muy anciano. De hecho, sobrevivió a Yalil Jan. Lo enterramos en el cementerio de la aldea, no lejos de donde descansa la madre de Mariam. Mi padre era un hombre muy bueno, que merecía el paraíso.
Laila bebe un poco de té.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dice luego.
—Por supuesto.
—¿Podrías mostrarme dónde vivía Mariam? —dice Laila—. ¿Podrías llevarme hasta allí?
El taxista acepta esperar un poco más.
Hamza y Laila salen de la aldea y bajan por la carretera que conecta Gul Daman con Herat. Al cabo de unos quince minutos, Hamza señala una angosta abertura en la alta hierba que bordea la carretera.
—Se va por ahí —dice—. Hay un sendero.
El camino es agreste, tortuoso, y apenas se intuye entre la vegetación y la maleza. Mientras Laila avanza con Hamza por la sinuosa vereda, la alta hierba agitada por el viento le azota las pantorrillas. A ambos lados crecen las flores silvestres que se inclinan a merced de la brisa, algunas altas y con pétalos redondos, otras bajas y con las hojas en forma de abanico, en un caleidoscopio de colores. Aquí y allá, asoman los ranúnculos por entre pequeños arbustos. Laila oye el chillido de las golondrinas en el cielo y el canto de las cigarras a sus pies.
El sendero se prolonga durante más de doscientos metros hasta que el suelo se nivela y llegan a un terreno más llano. Allí se detienen para recobrar el aliento. Laila se seca la frente con la manga y espanta una nube de mosquitos que vuelan delante de su cara. Desde allí se divisa el contorno de las montañas sobre la línea del horizonte, unos cuantos álamos y diversos arbustos silvestres cuyo nombre desconoce.
—Antes por aquí pasaba un arroyo —comenta Hamza, jadeando un poco—. Pero hace mucho que se secó.
El hombre le indica que cruce el lecho seco y que siga caminando en dirección a las montañas.
—Yo te espero aquí —dice, sentándose en una piedra, bajo un álamo—. Ve tú.
—Yo no…
—No te preocupes. Tómate tu tiempo. Ve, hamshiré.
Laila le da las gracias. Cruza el cauce, saltando de piedra en piedra, entre botellas de refrescos rotas, latas oxidadas y un recipiente metálico con tapa de zinc, cubierto de moho y semienterrado.
Toma el camino en dirección a las montañas, en dirección a los sauces que divisa a lo lejos, con sus largas y lánguidas ramas mecidas por las ráfagas de viento. El corazón le palpita con fuerza en el pecho. Ve que los sauces están dispuestos tal como le había contado Mariam, en círculo y con un claro en el centro. Laila aprieta el paso, casi echa a correr. Mira por encima del hombro y ve que Hamza no es más que una figura diminuta y que su chapan ha quedado reducido a una mancha de color sobre el fondo pardo de las cortezas de los árboles. Tropieza con una piedra y está a punto de caer, pero recupera el equilibrio. Recorre deprisa el resto del camino, subiéndose las perneras de los pantalones. Cuando llega a los sauces está sin aliento.
El kolba sigue allí.
Al acercarse, Laila ve que la única ventana carece de cristal y que la puerta ha desaparecido. Mariam le había descrito un gallinero, un tandur y también un excusado de madera, pero ella no los ve por ninguna parte. Se detiene ante la entrada. Oye el zumbido de las moscas en el interior del kolba.
Para pasar, tiene que esquivar una gran telaraña que se agita, temblorosa. Dentro reina la penumbra y Laila tiene que esperar unos instantes para que sus ojos se adapten. Entonces ve que el espacio es aún más pequeño de lo que había imaginado. Del suelo de madera sólo queda una única tabla podrida y astillada; supone que el resto lo habrá arrancado alguien para hacer leña. Ahora el suelo está cubierto por una alfombra de hojas secas, botellas rotas, envoltorios de chicles, viejas colillas amarillentas y setas. Pero sobre todo hay hierbajos, algunos raquíticos, mientras que otros crecen con descaro hasta mitad de pared.
Quince años, piensa Laila. Quince años en este lugar.
Laila se sienta con la espalda apoyada en la pared. Oye el silbido del viento entre los sauces. En el techo hay más telarañas. Alguien ha pintado algo en la pared con un spray, pero la mayor parte se ha borrado y Laila no consigue descifrarlo. Luego se da cuenta de que está escrito en ruso. Hay un nido vacío en un rincón y un murciélago colgando boca abajo en otro, justo donde la pared se junta con el techo.
Laila cierra los ojos y permanece inmóvil.
En Pakistán, a veces le resultaba difícil recordar los detalles del rostro de Mariam. Había veces en que sus facciones se le escapaban, igual que ocurre con una palabra esquiva que no acaba de venir a la memoria. Pero aquí, en este lugar, resulta fácil ver la imagen de Mariam: el suave brillo de su mirada, el largo mentón, la piel áspera de su cuello, la sonrisa con los labios apretados. Aquí Laila puede volver a apoyar la mejilla en su cálido regazo, nota el balanceo de Mariam mientras ésta le recita versículos del Corán, y cómo la vibración de las palabras recorre el cuerpo de la mujer y se transmite a sus oídos a través de las rodillas.
De repente, los hierbajos empiezan a desaparecer, como si algo tirara de las raíces bajo la tierra. Bajan y bajan hasta que el suelo engulle hasta la última hoja espinosa. Las telarañas se deshacen mágicamente. El nido se desmonta, las ramitas se sueltan una por una y salen volando del kolba girando sobre sí mismas. Un borrador invisible elimina la pintada rusa de la pared.
Las tablas del suelo han vuelto a su sitio. Laila ve ahora un par de catres, una mesa de madera, dos sillas, una estufa de hierro forjado en el rincón, estantes en las paredes, y en ellos cacharros de barro, una tetera renegrida, tazas y cucharitas. Oye las gallinas que cacarean en el corral y el rumor distante del agua del arroyo.
La niña Mariam está sentada a la mesa, haciendo una muñeca a la luz de una lámpara de aceite. Tararea una melodía. Tiene el cutis terso e inmaculado, los cabellos limpios y peinados hacia atrás. Conserva todos los dientes.
Laila contempla a la pequeña, que cose mechones de hilo en la cabeza de su muñeca. En unos cuantos años, la niña se habrá convertido en una mujer que no exigirá grandes cosas de la vida, que jamás supondrá una carga para nadie, que jamás revelará que también ella tiene penas y decepciones, y sueños que han sido ridiculizados. Será una mujer resistente, fuerte como una roca en un río, sin quejarse, sin que las aguas turbulentas consigan enturbiar su gentileza, sino meramente conferirle forma. Laila descubre algo en los ojos de esta niña, algo muy profundo que ni Rashid ni los talibanes conseguirán quebrar. Algo tan duro y resistente como un bloque de piedra caliza. Algo que, al final, será su perdición y la salvación de Laila.
La pequeña levanta la cabeza. Deja la muñeca sobre la mesa. Sonríe.
«¿Laila yo?».
Laila abre los ojos de pronto. Suelta una exclamación ahogada y salta hacia delante como un resorte. Asusta al murciélago, cuyas alas, al volar de un lado a otro del kolba, asemejan las hojas de un libro. Finalmente el animal sale volando por la ventana.
Laila se pone en pie y se sacude las hojas secas de los pantalones. Sale del kolba. Fuera, la luz ha cambiado un poco. Sopla el viento, ondulando la hierba y arrancando sonidos de las ramas de los sauces.
Antes de abandonar el claro, Laila echa una última mirada al kolba donde Mariam durmió, comió, soñó y contuvo el aliento mientras esperaba a Yalil. Sobre las paredes combadas, los sauces proyectan sombras huidizas que varían con cada ráfaga de viento. Un cuervo se ha posado sobre el tejado plano. Picotea alguna cosa, grazna, levanta el vuelo.
—Adiós, Mariam.
Y después, sin darse cuenta de que está llorando, Laila echa a correr.
Encuentra a Hamza sentado aún en la piedra. Él se levanta al verla llegar.
—Volvamos —dice. Luego añade—: Tengo que darte una cosa.
Laila espera a Hamza en el jardín, junto a la puerta. El niño que les ha servido el té antes la contempla desde debajo de una higuera, con una gallina entre las manos. Laila divisa dos rostros, de una vieja y una joven con hiyabs, observándola recatadamente desde una ventana.
La puerta de la casa se abre y sale el dueño con una caja, que entrega a Laila.
—Yalil Jan le dio esto a mi padre un mes antes de morir —explica—, y le rogó que lo conservara hasta que Mariam viniera a buscarlo. Mi padre lo tuvo durante dos años. Luego, justo antes de fallecer, me lo dio a mí y me pidió que lo guardara. Pero ella… ya sabes, nunca vino.
Laila observa la pequeña caja ovalada de hojalata. Parece una vieja caja de chocolatinas. Es de color verde oliva, y tiene descoloridas volutas doradas alrededor de la tapa con bisagras. Los lados están un poco oxidados y tiene dos pequeñas melladuras por delante, en el borde de la tapa. Laila intenta levantar la tapa, pero el cierre no cede.
—¿Qué hay dentro? —pregunta.
Hamza le pone una llave en la palma de la mano.
—Mi padre nunca la abrió. Y yo tampoco. Supongo que era voluntad de Alá que la abrieras tú.
Laila regresa al hotel. Tariq y los niños aún no han llegado.
Ella se sienta en la cama con la caja sobre las rodillas. Por una parte, piensa en dejarla tal como está para conservar así el secreto de Yalil. Pero al final la curiosidad es más poderosa. Mete la llave en el cierre. Tras alguna que otra sacudida, finalmente consigue abrirlo.
En el interior, encuentra tres cosas: un sobre, un saquito de arpillera y una cinta de vídeo.
Laila saca la película y baja a la recepción. El anciano recepcionista que les dio la bienvenida la víspera le indica que en el hotel hay un único reproductor de vídeo, en la suite principal. La habitación está desocupada en ese momento, y el recepcionista accede a acompañarla, dejando la recepción a cargo de un joven con bigote y traje, que habla por un teléfono móvil.
El anciano conduce a Laila hasta el segundo piso y luego hasta la puerta del final de un largo pasillo. Abre la puerta con llave y hace pasar a Laila. El televisor está en el rincón. Laila no ve nada más.
Enciende el aparato y también el reproductor de vídeo. Mete la cinta y pulsa el botón correspondiente. Durante unos instantes no se ve nada, y Laila empieza a preguntarse por qué Yalil se molestaría en entregar una cinta virgen a Mariam. Pero entonces se oye una melodía y empiezan a aparecer imágenes en la pantalla.
Laila frunce el ceño. Sigue mirando la cinta durante un par de minutos. Luego detiene la reproducción, aprieta el botón de avance rápido y vuelve a ponerlo en marcha. Las imágenes corresponden a lo mismo.
El anciano la mira socarronamente.
La película es Pinocho, de Walt Disney. Laila no entiende nada.
Tariq y los niños vuelven al hotel poco después de las seis. Aziza corre hacia su madre y le enseña los pendientes que le ha comprado su padre, de plata y con una mariposa esmaltada. Zalmai lleva en la mano un delfín hinchable que suena cuando se le aprieta el hocico.
—¿Cómo estás? —pregunta Tariq, rodeando a Laila con el brazo.
—Bien. Luego te cuento.
Se dirigen a un restaurante de kebabs, no lejos del hotel. Es un local pequeño, con pegajosos manteles de plástico, ruidoso y lleno de humo. Pero el cordero es tierno y el pan está caliente. Después dan un paseo. En un quiosco de la calle, Tariq compra helado de agua de rosas para los niños y se lo comen sentados en un banco, con las montañas a su espalda, recortadas sobre el rojo escarlata del atardecer. El aire, cálido, está perfumado con la fragancia de los cedros.
Laila ha abierto la carta en la habitación después de ver la cinta de vídeo en la suite. La carta estaba escrita a mano con tinta azul, en una papel amarillo pautado.
Decía así:
13 de mayo de 1987
Mi querida Mariam:
Rezo para que goces de buena salud cuando recibas esta carta.
Como ya sabes, fui a Kabul hace un mes para hablar contigo, pero tú no quisiste recibirme. Fue una decepción, pero no te culpo de nada. Yo en tu lugar tal vez habría hecho lo mismo. Perdí el privilegio de tu cortesía hace mucho tiempo, y de eso sólo yo tengo la culpa. Pero si estás leyendo estas líneas, es que también leíste la carta que deje en tu puerta. La leíste y has ido a ver al ulema Faizulá, tal como te pedía en ella. Te agradezco que lo hayas hecho, Mariam yo. Te agradezco que me concedas esta oportunidad de decirte unas palabras.
¿Por dónde empiezo?
Tu padre ha conocido mucho dolor desde que nos vimos por última vez, Mariam yo. A tu madrastra Afsun la mataron la primera jornada del alzamiento de 1979. Una bala perdida acabó con tu hermana Nilufar ese mismo día. Aún puedo ver a mi pequeña Nilufar haciendo el pino para impresionar a los invitados. Tu hermano Farhad se unió a la yihad en 1980. Los soviéticos lo mataron en 1982 a las afueras de Helmand. No llegué a ver su cadáver. No sé si has tenido hijos, Mariam yo, pero si los tienes, ruego a Alá que los proteja y te ahorre el sufrimiento que yo he padecido. Aún sueño con ellos. Aún sueño con mis hijos muertos.
También sueño contigo, Mariam yo. Te echo de menos. Echo de menos el sonido de tu voz, tu risa. Echo de menos leerte en voz alta, y todas las veces que pescamos juntos. ¿Recuerdas cuando pescábamos juntos? Fuiste una buena hija, Mariam yo, y no puedo pensar en ti sin sentir vergüenza y arrepentimiento. Arrepentimiento… Cuando se trata de ti, Mariam yo, me asalta en oleadas. Me arrepiento de no haberte recibido el día que viniste a Herat. Me arrepiento de no haberte abierto la puerta y haberte invitado a entrar. Me arrepiento de no haberte reconocido como hija mía, de haber permitido que vivieras en ese lugar durante tantos años. ¿Y por qué? ¿Por el miedo a desprestigiarme? ¿A mancillar mi supuesto buen nombre? Qué poco me importa todo eso después de todas las pérdidas y las cosas terribles que he visto en esta maldita guerra. Pero ahora ya es demasiado tarde, por supuesto. Tal vez sea ése el castigo reservado a los duros de corazón: comprenderlo todo cuando ya nada se puede hacer. Ahora sólo puedo decirte que fuiste una buena hija, Mariam yo, y que jamás te merecí. Ahora sólo puedo pedirte que me perdones. Así pues, perdóname, Mariam yo. Perdóname. Perdóname. Perdóname.
No soy el hombre próspero que conocías. Los comunistas confiscaron gran parte de mis tierras y también todos mis negocios. Pero sería una mezquindad que me quejara, porque Alá, por razones que no alcanzo a comprender, ha seguido bendiciéndome con mucho más de lo que tiene la mayoría de la gente. Desde que volví de Kabul, he conseguido vender las pocas tierras que me quedaban. Con esta carta te dejo tu parte de la herencia. Está lejos de ser una fortuna, pero es algo. Es algo. (También verás que me he tomado la libertad de cambiar el dinero en dólares. Supongo que es lo más seguro. Sólo Alá sabe qué destino aguarda a nuestra moneda, en estos difíciles momentos).
Espero que no pienses que pretendo comprar tu perdón, porque sé bien que tu perdón no puede comprarse. Simplemente te hago entrega, aunque sea con retraso, de lo que siempre te ha pertenecido por ley. No fui un buen padre para ti en vida. Tal vez pueda serlo tras mi muerte.
Ah, la muerte. No te cansaré con detalles, pero mi momento está ya muy cerca. Tengo el corazón débil, dicen los médicos. Una forma adecuada de morir, creo, para un hombre débil.
Mariam yo, me atrevo, me atrevo a esperar que, después de haber leído esto, serás más caritativa conmigo de lo que yo he sido contigo. Que se te ablandará el corazón y vendrás a ver a tu padre. Que llamarás a mi puerta un día y me concederás la oportunidad de abrirte esta vez, de darte la bienvenida, de abrazarte, hija mía, como debería haber hecho ese día, hace tantos años. Es una esperanza tan débil como mi corazón. Soy consciente. Pero seguiré esperando. Esperaré oír tu llamada. Mantendré la esperanza.
Que Alá te conceda una vida larga y próspera, hija mía. Que Alá te conceda muchos hijos saludables y hermosos. Que encuentres la felicidad, la paz y la aceptación que yo no te ofrecí. Te dejo en las manos amantes de Alá.
Tu indigno padre,
Yalil
Esa noche, cuando regresan al hotel, después de que los niños hayan jugado un rato y se hayan acostado, Laila le habla de la carta a Tariq. Le muestra el dinero de la bolsa de arpillera. Cuando se echa a llorar, su esposo la besa en la cara y la estrecha entre sus brazos.