Laila
Aziza metió sus posesiones en una bolsa de papel: la camisa de flores y su único par de calcetines, los guantes de lana disparejos, una manta vieja de color naranja con estrellas y cometas, una taza de plástico rota, un plátano y su juego de dados.
Era una fría mañana de abril de 2001, poco antes del vigésimo tercer cumpleaños de Laila. El cielo era de un gris translúcido y las ráfagas de viento frío y húmedo sacudían la puerta mosquitera sin cesar.
Habían pasado unos días desde que Laila se enteró de que Ahmad Sha Massud se había ido a Francia y había hablado en el Parlamento europeo. Luego se había trasladado al norte de Afganistán, de donde era oriundo, y desde allí dirigía la Alianza del Norte, el único grupo que seguía combatiendo a los talibanes. En Europa, había advertido a Occidente sobre los campamentos para terroristas que había en Afganistán, y había pedido el apoyo de Estados Unidos en su lucha contra los talibanes.
«Si el presidente Bush no nos ayuda —había dicho—, muy pronto esos terroristas harán daño en Estados Unidos y Europa».
Un mes antes, Laila había oído que los talibanes habían colocado trilita en las grietas de los budas de Bamiyán y los habían hecho volar en pedazos, aduciendo que eran motivo de pecado e idolatría. Su acción había suscitado un gran clamor en el mundo entero, desde Estados Unidos hasta China. Gobiernos, historiadores y arqueólogos de todo el planeta habían escrito cartas, rogando a los talibanes que no demolieran el monumento histórico más importante de Afganistán. Pero ellos habían seguido adelante con sus planes y habían hecho detonar los explosivos colocados en el interior de los budas milenarios. Habían entonado el Alá-u-akbar con cada explosión, lanzando vítores cuando las estatuas perdían un brazo o una pierna en medio de una nube de polvo. Laila evocó el día que había subido hasta lo alto de los budas con babi y Tariq, en 1987: recordaba la brisa acariciando sus rostros iluminados por el sol, mientras contemplaban un halcón que planeaba en círculos sobre el valle. Pero la noticia de la destrucción de las efigies la había dejado indiferente. No le parecía que tuviese demasiada importancia. ¿Cómo iban a afectarla unas estatuas cuando su propia vida se estaba haciendo añicos?
Hasta que Rashid anunció que había llegado la hora de marcharse, Laila permaneció sentada en el suelo en un rincón de la sala de estar, muda, con el rostro impávido y los cabellos cayéndole sobre la cara. Por mucho aire que tratara de inhalar, le parecía que nunca alcanzaría a llenarle los pulmones.
De camino a Karté-Sé, Rashid llevó a Zalmai en brazos mientras Aziza caminaba a paso vivo, de la mano de Mariam. El viento hacía ondear el sucio pañuelo que la niña llevaba atado bajo el mentón y también su vestido. La pequeña tenía ahora una expresión más lúgubre, como si con cada paso que daba fuera dándose cuenta de que la habían engañado. Laila no había tenido valor para contarle la verdad. Le había dicho que la llevaban a un colegio especial donde los niños se quedaban a comer y dormir y no volvían a casa después de las clases. Aziza no hacía más que repetir a Laila las mismas preguntas que llevaba días formulando. ¿Los alumnos dormían en habitaciones separadas o en un único dormitorio común? ¿Haría amigos? ¿Estaba segura de que los maestros serían agradables? En más de una ocasión quiso saber cuánto tiempo tendría que quedarse allí.
Se detuvieron a dos manzanas del edificio achaparrado, semejante a un barracón.
—Zalmai y yo esperaremos aquí —dijo Rashid—. Oh, antes de que se me olvide…
Sacó un chicle del bolsillo como regalo de despedida y se lo dio a Aziza con expresión de envarada magnanimidad. Ella lo aceptó y musitó las gracias. A Laila le maravilló el buen talante de su hija, su inmensa capacidad para perdonar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abrumó una gran congoja y se le encogió el corazón de dolor al pensar que esa tarde la niña no dormiría la siesta a su lado, que no notaría el leve peso de su brazo sobre el pecho, la curva de su cabeza en las costillas, su cálido aliento en el cuello y sus pies en el vientre.
Cuando Laila y Mariam se alejaron con Aziza, Zalmai empezó a gemir y a gritar: «¡Ziza! ¡Ziza!», retorciéndose y pataleando en brazos de su padre, sin dejar de llamar a su hermana hasta que el mono de un organillero que había al otro lado de la calle distrajo su atención.
Recorrieron las dos últimas manzanas las tres solas. Cuando se acercaron al edificio, Laila vio su fachada agrietada, el tejado combado, los tablones de madera clavados en las aberturas donde faltaban las ventanas y la parte superior de un columpio asomando por encima de una tapia ruinosa.
Se detuvieron frente a la puerta y Laila repitió a Aziza lo que ya le había explicado antes.
—Y si te preguntan por tu padre, ¿qué dirás?
—Que lo mataron los muyahidines —respondió la niña con expresión recelosa.
—Eso es, cariño, ¿lo entiendes?
—Sí, porque ésta es una escuela especial —añadió la pequeña.
Ahora que ya había llegado y el edificio era algo real, parecía angustiada. Le temblaba el labio inferior y sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas. Laila comprendió que hacía denodados esfuerzos por mostrarse valiente.
—Si decimos la verdad —prosiguió Aziza con un hilillo de voz—, no me aceptarán. Es una escuela especial. Quiero ir a casa.
—Vendré a visitarte todos los días —consiguió decir la madre—. Lo prometo.
—Yo también —aseguró Mariam—. Vendremos a verte, Aziza yo, y jugaremos juntas, como siempre. Sólo será por una temporada, hasta que tu padre encuentre trabajo.
—Aquí tienen comida —añadió Laila con voz entrecortada. Se alegraba de que el burka impidiera que su hija viera cómo se desmoronaba—. Aquí no pasarás hambre. Tienen arroz, pan y agua, y puede que incluso te den fruta.
—Pero tú no estarás. Y jala Mariam tampoco estará conmigo.
—Vendremos a verte —insistió la madre—. Todos los días. Mírame, Aziza. Vendré a verte. Soy tu madre. Vendré a verte, cueste lo que cueste.
El director del orfanato era un hombre encorvado y enjuto con un rostro de facciones agradables. Se estaba quedando calvo, lucía una barba hirsuta y tenía los ojos como guisantes. Se llamaba Zaman. Llevaba casquete y el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto.
De camino hacia su despacho, preguntó a Laila y a Mariam por sus nombres y también el nombre y la edad de Aziza. Recorrieron pasillos tenuemente iluminados en los que vieron niños descalzos que se apartaban para dejarles paso y se quedaban mirándolas. Iban despeinados o con la cabeza afeitada. Llevaban jerséis de mangas raídas, tejanos rotos con las rodillas deshilachadas y chaquetas con parches de cinta aislante. A Laila le llegó el olor a jabón y talco, amoníaco y orines, y al creciente temor de Aziza, que había empezado a gimotear.
Laila vislumbró el patio: lleno de malas hierbas, con un columpio desvencijado, neumáticos viejos y una pelota de baloncesto deshinchada. Pasaron por delante de habitaciones sin muebles apenas y con las ventanas tapadas con plásticos. Un niño salió corriendo de una de las habitaciones y cogió a Laila por el codo, tratando de encaramarse a sus brazos. Un ayudante, que estaba limpiando lo que parecía un charco de orina, dejó la fregona y se lo llevó.
Zaman se mostraba como un amable dueño con los huérfanos. Dio palmaditas en algunas cabezas al pasar, les dijo unas palabras cordiales, les alborotó el pelo, sin ser condescendiente. Los niños recibían sus caricias con agrado, alzando la mirada hacia él, esperando su aprobación, según le pareció a Laila.
El director les indicó que pasaran a su despacho, una habitación con tan sólo tres sillas plegables y una desordenada mesa cubierta de pilas de papeles.
—Eres de Herat —dijo Zaman a Mariam—. Se te nota en el acento.
El hombre se recostó en su silla, enlazó las manos sobre el vientre y dijo que su cuñado había vivido en Herat. Incluso en esos gestos corrientes, Laila percibió cierto esfuerzo en sus movimientos. Y aunque Zaman sonreía ligeramente, Laila lo notaba inquieto y dolido, como si disimulara la decepción y el sentimiento de derrota con un barniz de buen humor.
—Trabajaba el cristal —añadió el director—. Fabricaba hermosos cisnes del color del jade verde. Al mirarlos a la luz del sol, brillaban por dentro, como si el cristal estuviera lleno de joyas diminutas. ¿Has vuelto alguna vez a Herat?
Mariam dijo que no.
—Yo soy de Kandahar. ¿Has estado alguna vez en Kandahar, hamshira? ¿No? Es precioso. ¡Qué jardines! ¡Y qué uvas! Oh, las uvas. Son un deleite para el paladar.
Unos cuantos niños se apiñaban en la puerta para asomarse. Zaman los echó afablemente, habiéndoles en pastún.
—Por supuesto, también me encanta Herat. Ciudad de artistas y escritores, de sufíes y místicos. Ya conoces el viejo chiste: que no se puede estirar una pierna en Herat sin darle a un poeta un puntapié en el trasero.
Aziza soltó una carcajada.
Zaman fingió sorprenderse.
—Ah, vaya. Te he hecho reír, pequeña hamshira. Ésa suele ser la parte más difícil. Me tenías preocupado. Pensaba que tendría que cloquear como una gallina, o rebuznar como un burro. Pero ya está. Y eres encantadora.
El director llamó a un ayudante para que cuidara de la niña unos instantes. La pequeña se subió al regazo de Mariam y se aferró a ella.
—Sólo vamos a hablar, mi amor —la tranquilizó Laila—. Estaré aquí mismo. ¿De acuerdo? Estaré aquí.
—¿Por qué no salimos unos minutos, Aziza yo? —dijo Mariam—. Tu madre necesita hablar con este señor. Sólo será un momento. Vamos.
Cuando se quedaron solos, el director preguntó la fecha de nacimiento de Aziza, así como su historial de enfermedades y alergias. Preguntó también por el padre de la niña y Laila vivió la extraña experiencia de contar una mentira que en realidad era verdad. Zaman la escuchó con una expresión que no revelaba credulidad ni escepticismo. Afirmó que dirigía el orfanato basándose en el honor. Si una hamshira decía que su marido había muerto y que no podía cuidar de sus hijos, él no lo ponía en duda.
Laila se echó a llorar.
Zaman dejó a un lado el bolígrafo.
—Estoy avergonzada —dijo la mujer con voz ronca, apretando la palma de la mano contra la boca.
—Mírame, hamshira.
—¿Qué clase de madre abandona a su propia hija? —sollozó ella.
—Mírame.
Laila alzó la vista.
—No es culpa tuya. ¿Me oyes? No es culpa tuya. Es de esos salvajes, esos wahshis. Por su culpa siento vergüenza de ser pastún. Han deshonrado el nombre de mi pueblo. Y no eres tú sola, hamshira. Aquí vienen madres como tú a cada momento, a cada momento. Madres que no pueden alimentar a sus hijos porque los talibanes no les permiten trabajar para ganarse la vida. Así que no te culpes. Nadie aquí te culpa. Lo comprendo. —Se inclinó adelante—. Hamshira, lo comprendo.
Laila se secó los ojos con la tela del burka.
—En cuanto a este lugar… —Zaman suspiró y señaló con la mano—, ya ves que se encuentra en un estado desastroso. Siempre andamos faltos de recursos, siempre tenemos que arañar lo que podemos, improvisando. Hacemos lo que tenemos que hacer, como tú. Alá es bueno y generoso; Alá provee, y mientras Él provea, yo me encargaré de que Aziza esté vestida y alimentada. Eso puedo prometértelo.
Laila asintió.
—¿De acuerdo? —preguntó Zaman, sonriendo amistosamente—. Pero no llores, hamshira. Que ella no te vea llorar.
—Que Alá te bendiga —dijo Laila con voz estrangulada de emoción, secándose de nuevo los ojos—. Que Alá te bendiga, hermano.
Pero cuando llegó el momento de las despedidas, se produjo la escena que tanto temía Laila.
A la niña le entró el pánico.
Mientras caminaba de vuelta a casa, apoyada en Mariam, la madre no dejaba de oír los agudos gritos de Aziza. En su cabeza, veía las grandes manos callosas de Zaman rodeando los brazos de su hija, veía cómo tiraban de ella suavemente al principio, con más fuerza después, y finalmente con energía, para obligar a la pequeña a soltarse de ella. Veía a Aziza pataleando entre los brazos de Zaman mientras éste se la llevaba apresuradamente, y oía sus gritos como si estuviera a punto de desvanecerse de la faz de la tierra. Y también se veía a sí misma corriendo por el pasillo con la cabeza gacha y conteniendo un aullido que pugnaba por salir de su garganta.
—La huelo —le dijo a Mariam cuando llegaron a casa. Sus ojos miraban ciegamente más allá de la otra mujer, del patio y de sus muros, en dirección a las montañas, oscuras como la saliva de un fumador—. Noto su olor cuando dormía. ¿Tú no? ¿No lo hueles?
—Oh, Laila yo. —Mariam suspiró—. No sigas. ¿De qué sirve lamentarse? ¿De qué sirve?
Al principio, Rashid seguía la corriente a Laila y los acompañaba —a ella, a Mariam y a Zalmai— al orfanato, pero durante el camino procuraba por todos los medios que Laila viera bien su expresión dolida y lo oyera despotricar por todo lo que le estaba haciendo sufrir, por lo mucho que le dolían las piernas y la espalda y los pies con tanto ir y venir del orfanato. Quería que supiera lo mucho que le molestaba.
—Ya no soy joven —se quejaba—. Claro que a ti eso no te importa. Acabarías conmigo si te dejara salir con la tuya. Pero no, Laila, de eso nada.
Se separaban a dos manzanas del orfanato y nunca les permitía quedarse más de un cuarto de hora.
—Un minuto de más y me voy. Lo digo en serio.
Laila tenía que insistirle y suplicarle para que alargara un poco más el tiempo que le permitía pasar con Aziza. A ella y a Mariam, que vivía la ausencia de Aziza con gran desconsuelo, aunque prefería, como siempre, sufrir calladamente a solas. Y también a Zalmai, que preguntaba por su hermana todos los días y tenía rabietas que a veces daban paso a interminables llantinas.
A veces, de camino al orfanato, Rashid se detenía y se quejaba de que le dolía la pierna. Entonces daba media vuelta y emprendía la vuelta hacia casa a largas zancadas, sin cojear lo más mínimo. O hacía chasquear la lengua y decía: «Son los pulmones, Laila. No respiro bien. Quizá mañana me encuentre mejor, o pasado mañana. Ya veremos». Jamás se molestaba siquiera en fingir que le faltaba el aire. A menudo, cuando giraba en redondo para emprender el regreso, encendía un cigarrillo. Laila no tenía más remedio que seguirlo, temblando de resentimiento, rabia e impotencia.
Hasta que un día, Rashid anunció a Laila que ya no la acompañaría nunca más.
—Estoy demasiado cansado después de andar por la calle todo el día, buscando trabajo —afirmó.
—Entonces iré yo sola —declaró Laila—. No puedes impedírmelo, Rashid. ¿Me oyes? Ya puedes pegarme todo lo que quieras, que yo iré de todas formas.
—Haz lo que te dé la gana. Pero no conseguirás eludir a los talibanes. No vengas después con que no te lo he advertido.
—Te acompaño —dijo Mariam, pero Laila no se lo permitió.
—Tienes que quedarte en casa con Zalmai. Si nos detuvieran a las dos… No quiero que él lo vea.
Y así, súbitamente, toda la vida de Laila empezó a girar en torno a la manera de llegar hasta el orfanato. La mitad de las veces no lo conseguía. Nada más cruzar la calle, la descubrían los talibanes y la acribillaban a preguntas. —¿Cómo te llamas? ¿Adónde vas? ¿Por qué vas sola? ¿Dónde está tu mahram?—, antes de enviarla a casa. Si tenía suerte, le echaban una buena bronca o le daban una única patada en el trasero o simplemente la empujaban. Otras veces, topaba con una variedad de garrotes, varas, o látigos, o le daban bofetadas y puñetazos.
Un día, un joven talibán golpeó a Laila con una antena de radio. Cuando terminó, le dio un último golpe en la nuca y dijo:
—Si vuelvo a verte, te pegaré hasta sacarte de los huesos la leche que mamaste.
Ese día, Laila regresó a casa. Se tumbó boca abajo, sintiéndose como un estúpido y lastimoso animal, y bufó entre dientes mientras Mariam le aplicaba paños húmedos en la espalda y los muslos ensangrentados. Pero, por lo general, se negaba a ceder. Fingía volver a casa, pero luego tomaba una ruta distinta por callejuelas. A veces la detenían, interrogaban y reprendían dos, tres, e incluso cuatro veces en un mismo día. Entonces caían sobre ella los látigos y las antenas hendían el aire, y Laila volvía a casa trabajosamente, cubierta de sangre, sin haber visto a Aziza. Pronto se acostumbró a llevar varias prendas de ropa superpuestas, aunque hiciera calor, dos o tres jerséis bajo el burka, para amortiguar los golpes.
Sin embargo, si conseguía llegar al orfanato a pesar de los talibanes, la recompensa valía la pena. Entonces podía pasar todo el rato que quisiera con Aziza, incluso varias horas. Se sentaban en el patio, cerca del columpio, entre otros niños y madres de visita, y charlaban sobre lo que había aprendido la niña durante la semana.
Aziza decía que Kaka Zaman insistía en enseñarles algo nuevo cada jornada, que casi todos los días leían y escribían, a veces estudiaban geografía, también un poco historia o ciencias, en ocasiones sobre plantas y animales.
—Pero tenemos que echar las cortinas —le contaba la niña—, para que los talibanes no nos vean.
Kaka Zaman siempre tenía a mano agujas de tejer y ovillos de lana por si se presentaban y hacían una inspección.
—Entonces escondemos los libros y hacemos ver que tejemos.
Un día, durante una de sus visitas, Laila vio a una mujer de mediana edad con el burka echado hacia atrás, que visitaba a tres niños y una niña. Laila reconoció el rostro anguloso y las cejas gruesas, aunque la boca hundida y el pelo canoso no le eran familiares. De ella recordaba los chales, las camisas negras y la voz cortante, y que solía llevar los negros cabellos recogidos en un moño, de modo que se le veía la pelusa negra en la nuca. Se acordó de que aquella mujer prohibía a las alumnas que llevaran velo, porque afirmaba que todas las personas eran iguales y no había razón alguna para que las mujeres se cubrieran, si los hombres no lo hacían.
En un momento dado, Jala Rangmaal alzó la vista y sus miradas se cruzaron, pero Laila no detectó en los ojos de su antigua maestra ningún destello de reconocimiento.
—Hay fracturas a lo largo de la corteza terrestre —dijo Aziza—. Se llaman fallas.
Era una cálida tarde del mes de junio de 2001. Ese viernes estaban los cuatro sentados en el patio del orfanato, Laila, Zalmai, Mariam y Aziza. Rashid había cedido por una vez —cosa que casi nunca hacía— y los había acompañado. Esperaba en la calle, junto a la parada del autobús.
Había niños descalzos correteando a su alrededor, dando patadas a un balón de fútbol deshinchado, persiguiéndolo con desgana.
—Y a cada lado de las fallas, las placas de rocas forman la corteza terrestre —añadió Aziza.
Alguien le había trenzado los cabellos y se los había recogido en la coronilla. Laila pensó con envidia en la persona que se había sentado detrás de su hija para peinarla, pidiéndole que se estuviera quieta.
La niña hacía una demostración frotando una mano contra otra con las palmas hacia arriba. Zalmai la observaba con gran interés.
—¿Placas quectónicas se llaman?
—Tectónicas —la corrigió Laila. Le dolía hablar. Aún tenía la mandíbula magullada y le dolían el cuello y la espalda. Tenía los labios tumefactos y la lengua se le metía en el agujero que había dejado el incisivo inferior que le había hecho saltar Rashid dos días atrás. Antes de que sus padres murieran y su vida cambiara tan drásticamente, Laila no habría creído posible que un cuerpo humano soportara tantas palizas, con tanta violencia y regularidad, y siguiera funcionando.
—Eso. Y cuando se deslizan una cerca de la otra, chocan así, ¿lo ves, mammy?, y entonces se libera energía, que se transmite hasta la superficie y hace que la tierra tiemble.
—Estás aprendiendo mucho —dijo Mariam—. Ahora eres mucho más lista que tu tonta jala.
—Tú no eres tonta, jala Mariam —replicó Aziza, con una sonrisa radiante—. Y Kaka Zaman dice que a veces los movimientos de rocas se producen a mucha, mucha profundidad, y que son muy potentes y terribles allí abajo, pero que en la superficie sólo notamos un leve temblor. Sólo un leve temblor.
En la visita anterior, la charla era sobre los átomos de oxígeno de la atmósfera, que dispersaban el color azul de la luz azul del sol. «Si la tierra no tuviera atmósfera —había dicho Aziza, jadeando un poco—, el cielo no sería azul, sino negro, y el sol no sería más que una gran estrella brillante en la oscuridad».
—¿Volverá Aziza con nosotros esta vez? —preguntó Zalmai.
—Pronto, mi amor —contestó su madre—. Pronto.
Laila vio que su hijo se alejaba con los andares de su padre: inclinado hacia delante y curvando los dedos de los pies. Zalmai se dirigió al columpio, empujó uno de los asientos vacíos y acabó sentándose en el cemento para arrancar hierbajos de una grieta.
«El agua se evapora de las hojas, mammy, ¿lo sabías?, igual que le ocurre a la ropa tendida. Y eso hace que el agua suba por el árbol desde la tierra y siguiendo las raíces, y luego hasta el tronco, pasando por las ramas hasta llegar a las hojas. Se llama transpiración».
En más de una ocasión, Laila se había preguntado qué harían los talibanes si descubrían las clases secretas de Kaka Zaman.
Durante sus visitas, Aziza no permitía muchos silencios. Los llenaba todos con su cháchara aguda y cantarina. Tocaba todos los temas y gesticulaba ampliamente, exhibiendo un nerviosismo que no era propio de ella. También reía de una forma distinta. No era tanto una risa, en realidad, como una rúbrica nerviosa con la que Laila sospechaba que su hija trataba de tranquilizarla.
Y también observaba otros cambios. Se había fijado en que Aziza llevaba las uñas sucias y la niña, consciente de que su madre lo había notado, se metía las manos bajo los muslos. Siempre que un niño lloraba cerca de ellas, con los mocos colgándole de la nariz, o si pasaba alguno desnudo con el pelo sucio, Aziza parpadeaba y rápidamente trataba de justificarlo. Era como una anfitriona avergonzada por su mísera casa y sus desaliñados hijos.
Al preguntarle qué tal estaba, sus respuestas eran vagas, pero alentadoras.
—Estoy bien, jala. Estoy bien.
—¿Te molestan los otros niños?
—No, mammy. Todos son buenos conmigo.
—¿Comes? ¿Duermes bien?
—Como. También duermo. Sí. Anoche comimos cordero. O fue la semana pasada.
Cuando Aziza hablaba así, Laila reconocía en ella más de un rasgo de Mariam.
La niña había empezado a tartamudear. Fue Mariam la primera en notarlo. El tartamudeo era leve, pero perceptible, y más acusado en las palabras que empezaban con te. Laila preguntó a Zaman al respecto.
—Pensaba que era de nacimiento —respondió él, frunciendo el entrecejo.
Ese viernes por la tarde, salieron del orfanato con Aziza para dar un paseo con Rashid, que esperaba en la parada del autobús. Cuando Zalmai vio a su padre, soltó un emocionado grito y se retorció con impaciencia para desasirse de los brazos de su madre. Aziza saludó a Rashid con tono envarado, pero sin hostilidad alguna.
El hombre dijo que debían darse prisa porque sólo disponía de dos horas antes de volver al trabajo. Era su primera semana como portero del Intercontinental. Desde las doce del mediodía hasta las ocho de la tarde, seis días a la semana, Rashid abría las puertas de los coches, llevaba los equipajes y pasaba la fregona si se derramaba algo. A veces, al final de la jornada, el cocinero del bufet restaurante le daba unas sobras para que se las llevara a casa, siempre que fuera discreto: albóndigas frías y aceitosas; alas de pollo fritas con la piel seca y dura; pasta rellena que se había vuelto gomosa; arroz reseco. Rashid había prometido a Laila que, en cuanto ahorrara algo de dinero, la niña podría volver a casa.
El hombre llevaba puesto el uniforme, un traje de poliéster de color rojo burdeos, camisa blanca, corbatín y gorra con visera sobre los cabellos blancos. Con él Rashid se transformaba en un hombre vulnerable, lastimosamente perplejo, casi inofensivo. Como alguien que aceptaba sin protestar las humillaciones que le deparaba la vida. Una persona patética y admirable a la vez por su docilidad.
Fueron en autobús hasta la Ciudad Titanic. Llegaron al lecho seco del río, flanqueado a ambos lados por casetas improvisadas que se aferraban a las secas orillas. Cerca del puente, mientras bajaban las escaleras, vieron a un hombre descalzo que colgaba de la cuerda de una grúa con las orejas cortadas, ahorcado. En el río, se mezclaron con el gentío de compradores que pululaban por allí, los cambistas, los aburridos trabajadores de las ONG, los vendedores de tabaco, y las mujeres con burka que mendigaban ofreciendo recetas falsas para antibióticos. Talibanes armados con látigos y mascando naswar patrullaban la Ciudad Titanic a la caza de risas indiscretas y rostros femeninos al descubierto.
En un quiosco de juguetes que había entre un vendedor de abrigos pusti y un puesto de flores artificiales, Zalmai pidió una pelota de baloncesto de goma con espirales amarillas y azules.
—Elige lo que quieras —dijo Rashid a Aziza.
La niña vaciló, petrificada por la vergüenza.
—Deprisa. Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.
Aziza escogió un dispensador de bolas de chicle. Para conseguir una bola había que meter una moneda, que luego se recuperaba.
Rashid enarcó las cejas cuando el vendedor le dio el precio. Se produjo entonces un regateo.
—Devuélvelo —ordenó finalmente el padre en tono belicoso, como si hubiera estado regateando con ella—. No puedo pagar las dos cosas.
La alegre fachada que animaba a la pequeña fue desmoronándose a medida que se acercaban de vuelta al orfanato. Dejó de gesticular. Su rostro se ensombreció. Ocurría todas las veces. Había llegado el turno de Laila, ayudada por Mariam, de seguir con la cháchara, reír nerviosamente, llenar los melancólicos silencios con bromas apresuradas sin ton ni son.
Más tarde, cuando Rashid los dejó en el orfanato y cogió el autobús para irse a trabajar, Laila se despidió de Aziza, que agitaba la mano y caminaba pegada a la pared del patio. Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor.
—¡Vete! ¡Fuera! —gritó Zalmai.
—Calla —dijo Mariam—. ¿A quién le gritas?
—A ese hombre de ahí —dijo el niño, señalándolo.
Laila siguió la dirección de su mano. En efecto, había un hombre apoyado en el portón de la casa. El hombre volvió la cabeza al ver que se acercaban, bajó los brazos y avanzó unos cuantos pasos hacia ellos, cojeando.
Laila se detuvo.
Un sonido ahogado le subió por la garganta. Le fallaron las piernas. De repente Laila quería, necesitaba aferrarse a Mariam, a su brazo, su hombro, su muñeca, lo que fuera. Pero no lo hizo. No se atrevió. No osó mover un solo músculo. No se aventuró a respirar, ni a pestañear siquiera, por miedo a que el hombre no fuera más que un espejismo que titilaba a lo lejos, una frágil ilusión que se desvanecería a la menor provocación. Laila se quedó absolutamente inmóvil, mirando a Tariq, hasta que el pecho le pidió aire dolorosamente y los ojos le escocieron de no pestañear. Y milagrosamente, después de inspirar profundamente y de cerrar y abrir los ojos, descubrió que él seguía allí. Tariq seguía frente a ella.
Laila se atrevió finalmente a dar un paso hacia él. Luego otro. Y otro más. Y luego echó a correr.