Mariam
El verano de 2000, la sequía alcanzó el tercer año consecutivo, el peor de todos.
En Hemand, Zabol, Kandahar, las aldeas se convirtieron en comunidades nómadas siempre en movimiento, en busca de agua y pastos para el ganado. Al no hallar ninguna de las dos cosas y morirse sus cabras y sus ovejas, los campesinos se fueron a Kabul. Se instalaron en la ladera del Karé-Ariana, en suburbios improvisados de chabolas en las que vivían quince o veinte personas.
También fue el verano de Titanic, el verano en que Mariam y Aziza rodaban enredadas por el suelo, muertas de risa, porque la niña insistía en que tenía que ser Jack.
—Calma, Aziza yo.
—¡Jack! Di mi nombre, jala Mariam. Dilo. ¡Jack!
—Tu padre se enfadará si lo despiertas.
—¡Jack! Y tú eres Rose.
Al final Mariam se rendía y acababa boca arriba, aceptando ser Rose nuevamente.
—De acuerdo, eres Jack —accedió Mariam—. Tú mueres joven y yo sobrevivo hasta llegar a anciana.
—Sí, pero yo muero siendo un héroe —apuntó Aziza—, mientras que tú, Rose, pasas tu larga y triste vida añorándome. —Se sentó a horcajadas sobre el pecho de Mariam y anunció—: ¡Ahora tenemos que besarnos!
Mariam negó con la cabeza, moviéndola de un lado a otro, y Aziza, encantada con su nuevo y escandaloso comportamiento, se reía con los labios apretados.
A veces Zalmai se acercaba despacio y contemplaba el juego. ¿Y qué era él?, preguntaba.
—Puedes ser el iceberg —decía Aziza.
Ese verano, la fiebre del Titanic se apoderó de Kabul. La gente traía copias ilegales de Pakistán, a veces debajo de la ropa interior. Después del toque de queda, todo el mundo cerraba las puertas, apagaba las luces, bajaba el volumen y derramaba lágrimas por Jack, Rose y el resto de los pasajeros del malhadado barco. Si había electricidad, Mariam, Laila y los niños también veían la película. Una docena de veces o más, desenterraron el televisor de detrás del cobertizo en plena noche, para mirarlo con las luces apagadas y las ventanas tapadas con unas colchas.
Los vendedores ambulantes se instalaron en el lecho seco del río Kabul. Muy pronto, en el cauce abrasado por el sol podían comprarse alfombras de Titanic, y también telas Titanic, de los rollos que mostraban en carretillas. Había desodorante Titanic, dentífrico Titanic, perfume Titanic, pakora Titanic, e incluso burkas Titanic. Un mendigo especialmente insistente empezó a llamarse a sí mismo «Mendigo Titanic».
Había nacido la «Ciudad Titanic».
«Es por la canción», decían.
«No, es el mar. El lujo. El barco».
«Es el sexo», se susurraba.
«Es por Leo —decía Aziza tímidamente—. Todo es por Leo».
—Todo el mundo quiere a Jack —dijo Laila a Mariam—. Eso es lo que pasa. Todo el mundo quiere que Jack los rescate del desastre. Pero no hay ningún Jack. No volverá, porque está muerto.
Avanzado el verano, un mercader de telas se quedó dormido y olvidó apagar su cigarrillo. Sobrevivió al fuego, pero su tienda no. El incendio se propagó a la fábrica de telas contigua, a un ropavejero, a una pequeña tienda de muebles y a una panadería.
A Rashid le aseguraron más tarde que si el viento hubiera soplado del este en lugar del oeste, su tienda, que estaba en la esquina de la manzana, tal vez se habría salvado.
Lo vendieron todo.
Primero las pertenencias de Mariam, luego las de Laila. Más tarde la ropa de bebé de Aziza y los pocos juguetes que la niña había conseguido que le comprara su padre, mientras ella lo observaba todo con mirada dócil. También se vendió el reloj de Rashid, su viejo transistor, sus dos corbatas, sus zapatos y su alianza. El sofá, la mesa, la alfombra y las sillas también salieron de la casa. Zalmai tuvo un buen berrinche cuando se desprendieron del televisor.
Después del incendio, Rashid se quedaba en casa casi todos los días. Abofeteaba a Aziza. Daba puntapiés a Mariam. Tiraba cosas. Encontraba defectos a Laila: su olor, su forma de vestir, su manera de peinarse, sus dientes amarillos.
—¿Qué te ha pasado? —decía—. Me casé con una parí y ahora tengo que cargar con una bruja. Te estás volviendo igual que Mariam.
Lo despidieron de un local de kebabs situado junto a la plaza Hayi Yagub porque se enzarzó en una pelea con un parroquiano. El cliente se quejó de que Rashid le había lanzado el pan sobre la mesa con brusquedad. Se produjo un áspero intercambio de insultos. Él replicó que el cliente era un uzbeko con cara de mono. Uno de los dos había empuñado una pistola. El otro se había armado con un pincho de kebab. En la versión de Rashid, él blandía el pincho, pero Mariam tenía sus dudas.
Lo despidieron de un restaurante de Taimani porque los clientes se quejaban de las largas esperas. Rashid adujo que el cocinero era lento y un holgazán.
—Seguramente estabas en la parte de atrás durmiendo —observó Laila.
—No le provoques, Laila yo —murmuró Mariam.
—Te lo advierto, mujer —dijo él.
—O eso, o fumando.
—Te lo juro por Dios.
—No puedes evitar ser lo que eres.
En ese punto Rashid se abalanzó sobre Laila y le dio una paliza. La golpeó en el pecho, en la cabeza y en el vientre con los puños, le tiró de los pelos y la arrojó contra la pared. Aziza chillaba y tiraba de la camisa del hombre; Zalmai también gritaba y trataba de apartarlo de su madre. Él apartó a los niños, tiró a Laila al suelo y empezó a patearla. Mariam se arrojó sobre ella. Rashid siguió asestando patadas, que ahora recibía la mujer mayor, escupiendo saliva. Sus ojos tenían un brillo asesino. Siguió dando patadas hasta que se cansó.
—Te juro que un día harás que te mate, Laila —jadeó. Luego salió de la casa hecho una furia.
Cuando se acabó el dinero, el hambre se cernió sobre ellos. A Mariam le asombró la rapidez con que sus vidas empezaron a girar en torno al modo de paliar la necesidad.
El arroz hervido sin carne ni salsa se convirtió en un lujo. Se saltaban comidas con creciente y alarmante regularidad. A veces Rashid llevaba a casa una lata de sardinas y pan duro que sabía a serrín, y de vez en cuando una bolsa de manzanas robadas, a riesgo de que le cortaran una mano. En las tiendas de ultramarinos, se guardaba a hurtadillas una lata de raviolis, que luego dividía en cinco partes, la más grande de las cuales siempre se llevaba Zalmai. Comían nabos crudos con sal. Y para cenar, hojas mustias de lechuga y plátanos renegridos.
De repente, la muerte por inanición se convirtió en una clara posibilidad. Algunos decidieron no esperar más. Mariam oyó hablar de una viuda del vecindario que había molido un poco de pan seco, le había añadido veneno para ratas y se lo había dado a comer a sus siete hijos. La porción más grande se la había comido ella.
A Aziza empezaban a marcársele las costillas, tenía las mejillas hundidas y las pantorrillas cada vez más flacas, y su cara se volvió del color del té aguado. Cuando Mariam la cogía en brazos, notaba el hueso de la cadera a través de la fina piel. Zalmai se pasaba el día tumbado, con los ojos entrecerrados y sin brillo, o tirado como un trapo en el regazo de su padre. Se dormía llorando, cuando tenía fuerzas para hacerlo, pero su sueño era esporádico e irregular. Cada vez que se levantaba, Mariam veía puntitos blancos. Le daba vueltas la cabeza y tenía siempre un zumbido en los oídos. Recordaba lo que decía el ulema Faizulá sobre el hambre cada vez que empezaba el Ramadán: «Incluso el hombre al que ha mordido una serpiente puede dormir, pero no el hambriento».
—Mis hijos van a morir —dijo Laila—. Morirán ante mis ojos.
—No —aseguró Mariam—. No lo permitiré. Todo se arreglará, Laila yo. Sé lo que tengo que hacer.
Un día de sol abrasador, Mariam se puso el burka y se fue con su marido al hotel Intercontinental. El billete del autobús era un lujo que ya no podían permitirse, y la mujer estaba exhausta cuando llegaron a lo alto de la empinada cuesta. Había tenido que detenerse un par de veces durante la subida, a esperar que se le pasara el mareo.
En la entrada del establecimiento, Rashid saludó y abrazó a uno de los porteros, que llevaba un traje de color burdeos y una gorra con visera. Charlaron un momento amigablemente, con la mano de Rashid en el codo del empleado. Rashid señaló a Mariam en un momento dado y ambos hombres le lanzaron una mirada fugaz. Mariam tuvo la impresión de que conocía al portero.
Mariam y Rashid se quedaron esperando mientras el portero entraba en el hotel. Desde aquella atalaya, Mariam vio el Instituto Politécnico y, más allá, el viejo distrito Jair Jana y la carretera que llevaba a Mazar. Hacia el sur, distinguió la panificadora Silo, que llevaba mucho tiempo abandonada, con su fachada de amarillo pálido plagada de boquetes producidos por los bombardeos. Más al sur aún, divisó las ruinas del palacio Darulaman, adonde Rashid la había llevado de picnic hacía ya tantos años. El recuerdo de aquel día era una reliquia del pasado que ya no reconocía como suya.
Mariam se concentró en esos puntos de referencia, temiendo que perdería el valor si dejaba vagar sus pensamientos.
A cada rato llegaban jeeps y taxis a la entrada del hotel. Los porteros acudían presurosos a recibir a los pasajeros, que eran todos hombres armados, barbudos y con turbante, que se apeaban de sus vehículos con el mismo aire amenazador, seguros de sí mismos. Mariam oyó retazos de conversación antes de que cruzaran las puertas del hotel. Les oyó hablar en pastún y farsi, pero también en urdu y árabe.
—Ahí tienes a nuestros auténticos amos —murmuró Rashid—. Los islamistas pakistaníes y árabes. Los talibanes no son más que marionetas suyas. Éstos son los auténticos jugadores de la partida y Afganistán es su tablero de juego.
Rashid añadió que, según se rumoreaba, los talibanes habían permitido que esa gente estableciera por todo el país campos secretos, donde se entrenaba a hombres jóvenes que habían de convertirse en suicidas con bombas y en combatientes de la yihad.
—¿Por qué tarda tanto? —dijo Mariam.
Rashid escupió y movió el pie para echar tierra sobre el salivazo.
Una hora más tarde, Mariam y Rashid entraban en el hotel y seguían al portero. Los tacones del empleado resonaban en el embaldosado del vestíbulo, donde se disfrutaba de un agradable frescor. Mariam vio a dos hombres sentados en sendas butacas de cuero ante una mesita, con sus rifles al lado. Bebían té negro y comían jelabi cubiertos de sirope, con azúcar en polvo por encima. Mariam pensó en Aziza, que sentía pasión por los jelabi, y desvió la mirada.
El portero los condujo a una terraza. Del bolsillo se sacó un pequeño teléfono negro inalámbrico y un papelito con un número escrito. Dijo a Rashid que era el teléfono por satélite de su supervisor.
—Tenéis cinco minutos —advirtió—. Nada más.
—Tashakor —dijo Rashid—. No olvidaré este favor.
El hombre asintió y se fue. Rashid marcó el número y entregó el teléfono a Mariam.
Mientras ella escuchaba los ásperos timbrazos, sus pensamientos regresaron a la última vez que había visto a Yalil, de eso hacía ya trece años, en la primavera de 1987. Su padre se encontraba en la calle, frente a la casa donde vivía ella, apoyado en un bastón junto al Benz azul con matrícula de Herat que tenía una raya blanca que partía en dos el techo, el capó y el maletero. Se había pasado horas esperándola, llamándola de vez en cuando, igual que ella había gritado el nombre de él en otro tiempo, ante la puerta de su casa. Mariam había separado las cortinas una vez, sólo un poco, para mirarlo. No había sido más que un vistazo, pero le bastó para saber que había encanecido y que empezaba a encorvarse. Yalil llevaba gafas, corbata roja, como siempre, y el habitual pañuelo blanco en el bolsillo del pecho. Lo más sorprendente había sido que estaba mucho más delgado de lo que ella recordaba, que la chaqueta del traje marrón oscuro le colgaba de los hombros y los pantalones le hacían bolsas en los tobillos.
Yalil también la había visto a ella, aunque sólo fuera un instante. Sus miradas se habían cruzado brevemente por entre la abertura de las cortinas, igual que había ocurrido muchos años atrás en otra ventana parecida. Pero Mariam se había apresurado a correr de nuevo los cortinajes y se había sentado en la cama a esperar que su padre se marchara.
Pensó en la carta que Yalil había dejado finalmente en su puerta. La había guardado durante días bajo la almohada, de donde la sacaba de vez en cuando para darle vueltas entre las manos. Al final, la había roto sin abrirla.
Y después de tantos años, intentaba hablar con él por teléfono.
Mariam se arrepentía de su estúpido orgullo juvenil y deseaba haberle dejado entrar aquel día. ¿Qué daño le habría hecho sentarse con él y escuchar lo que hubiera ido a decirle? Era su padre. No había sido un buen padre, cierto, pero qué corrientes le parecían sus defectos en ese momento, qué fáciles de perdonar comparados con la maldad de Rashid, o con la brutalidad y la violencia que había visto practicar a otros hombres.
Deseó no haber destruido su carta.
La profunda voz masculina que le habló por el teléfono le informó de que se había puesto en contacto con el despacho del alcalde de Herat.
Mariam carraspeó.
—Salam, hermano, estoy buscando a un hombre que vive en Herat. O que vivía allí hace años. Se llama Yalil Jan. Vivía en Shar-e-Nau y era el dueño del cine. ¿Tienes alguna información sobre su paradero?
—¿Y para eso llamas al despacho del alcalde? —dijo el hombre, con irritación.
Mariam explicó que no sabía a quién más llamar.
—Perdóname, hermano. Sé que tienes cosas importantes que atender, pero se trata de una cuestión de vida o muerte.
—No lo conozco. Hace muchos años que se cerró ese cine.
—Tal vez haya alguien ahí que lo conozca, alguien…
—No hay nadie.
Mariam cerró los ojos.
—Por favor, hermano. Está en juego la vida de unos niños, unos niños pequeños.
Oyó un largo suspiro.
—Tal vez alguien de ahí…
—Está el encargado de mantenimiento. Creo que ha vivido aquí toda la vida.
—Pregúntaselo a él, por favor.
—Vuelve a llamar mañana.
—No puedo. Sólo dispongo de cinco minutos con este teléfono. No…
Mariam oyó un clic al otro lado y creyó que el hombre había colgado, pero luego oyó pasos y voces, el claxon de un coche a lo lejos, y un zumbido mecánico con chasquidos a intervalos, tal vez de un ventilador eléctrico. Mariam se pasó el teléfono al otro lado y cerró los ojos.
Recordó a Yalil sonriendo, metiéndose la mano en el bolsillo.
—Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…
Un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.
—Póntelo, Mariam yo.
—¿Qué te parece?
—Creo que pareces una reina.
Transcurrieron unos minutos. Luego Mariam volvió a oír unos pasos, un crujido y un nuevo chasquido.
—Lo conoce.
—¿Sí?
—Eso es lo que él dice.
—¿Dónde está? —preguntó Mariam—. ¿Sabe ese hombre dónde está ahora Yalil Jan?
Hubo una pausa.
—Dice que murió hace años, en mil novecientos ochenta y siete.
A Mariam se le cayó el alma a los pies. Había pensado en esa posibilidad, por supuesto, ya que su padre debía de rondar los setenta y tantos años, pero…
En 1987.
«Entonces, es que se estaba muriendo. Había venido desde Herat para despedirse».
Mariam se acercó al borde de la terraza. Desde allí vio la famosa piscina del hotel, ahora vacía y sucia, con agujeros de balas y azulejos rotos. Y también la deteriorada pista de tenis, con la red hecha jirones, caída en el centro de la pista como la piel mudada de una serpiente.
—Tengo que colgar —dijo la voz al otro lado del teléfono.
—Siento haberte molestado —se disculpó Mariam, llorando en silencio. Recordó a Yalil saludándola con la mano, saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, con los bolsillos llenos de regalos. Evocó todas las veces que había contenido la respiración por él, para que Dios le concediera un poco más de tiempo con él—. Gracias —empezó a decir, pero el hombre ya había cortado la comunicación.
Rashid la miraba. Ella meneó la cabeza.
—Inútil —dijo Rashid, arrebatándole el teléfono de las manos—. De tal palo tal astilla.
Cuando atravesaron el vestíbulo, Rashid se acercó rápidamente a la mesita del café, ahora abandonada, y se metió en el bolsillo el último jelabi que quedaba. Al llegar a casa se lo dio a Zalmai.