LA despertó el sol de la mañana que se colaba por las ventanas, ya que no había corrido las cortinas la noche anterior. Tenía tiempo de sobra hasta la hora de reunirse con Emily y lord Kirkpatrick para su excursión a los Downs.
Regresaron a casa cuando el sol estaba bien alto, acalorados y exhaustos, tras lo que había resultado ser toda una aventura. Vio que Luc los esperaba en la terraza trasera con los brazos en jarras. O, para ser más precisos, la esperaba a ella. Cuando Emily y lord Kirkpatrick subieron los escalones, él se limitó a saludarlos con un seco movimiento de cabeza. La pareja escapó tras mirarla por encima del hombro, ya que se había quedado un tanto rezagada. Y la dejaron allí para que se enfrentara a un encallecido libertino y a su magnífica interpretación de Zeus agraviado.
Subió los escalones con una sonrisa alegre y de lo más descarada mientras mecía el sombrero cuyas cintas llevaba en la mano. La expresión de Luc se tornó más torva y frunció los labios al ver su aspecto desaliñado, el rubor de sus mejillas y los mechones sudorosos que se le adherían al cuello y la frente. Se hacía una ligera idea del aspecto que tenía, pero no estaba de humor para adivinar sus pensamientos, fueran cuales fuesen.
—¿Dónde demonios has estado? —le preguntó él con los dientes apretados.
Restó importancia a la cuestión con un gesto de la mano en la que llevaba el sombrero.
—En los Downs. Las vistas son impresionantes. Deberías ir a echar un vistazo.
—Gracias, pero no… me basta con tu palabra. Habría sido aconsejable que mencionaras tu pequeña excursión. ¿Por qué no me has dicho que te ibas, maldita sea?
Amelia enfrentó su mirada.
—¿Por qué tendría que haberlo hecho?
Se mordió la lengua para no decir: «No soy tu prisionera».
Sin embargo, él pareció comprenderlo de todas formas, porque tensó la mandíbula. No estaba lo bastante cerca como para estar segura, pero le dio la impresión de que sus ojos se habían vuelto negros. Solía sucederle cuando estaba enfadado y también cuando estaba…
—Quería hablar contigo. —Su voz sonó serena, aunque su tono no dejaba duda alguna de que estaba haciendo un considerable esfuerzo por controlar su genio.
Amelia enarcó las cejas.
—¿Sobre qué? —Alzó la barbilla y le dio la espalda para atravesar la terraza.
Luc se interpuso en su camino.
—Creí que… —En ese momento sonó el gong que anunciaba el almuerzo. Miró hacia la casa echando chispas por los ojos mientras maldecía entre dientes—. Hay un par de asuntos que me gustaría aclarar contigo. No desaparezcas después del almuerzo.
No estaba de humor para aguantar mandatos dictatoriales, pero mantuvo una expresión de inocente sorpresa y lo rodeó con cautela. Una vez que tuvo despejado el camino a la mansión, se encogió de hombros.
—Como quieras.
Le dio la espalda con un gesto altanero que hizo que se le arremolinaran las faldas en torno a las piernas.
Luc la agarró de la muñeca, pero no se movió ni dijo nada. Se limitó a detenerla y a esperar que volviera a mirarlo. Ella se tomó su tiempo para hacerlo, porque estaba a punto de estallar; hervía de furia.
Sus miradas se encontraron y se enfrentaron durante un instante.
—Ni se te ocurra —le advirtió él.
Una amenaza primitiva, básica y de lo más evidente. Luc no hizo el menor esfuerzo por disimular su naturaleza. Amelia sintió que la furia le henchía el pecho, sintió la colisión entre sus voluntades y supo, sin ningún asomo de duda, que la de él era mucho más fuerte. Jamás lo había enfurecido antes, pero sabía que tenía un carácter fuerte. Era la otra cara de la moneda que ella ansiaba poseer. Y no podía tener una sin la otra.
Sin embargo, si tenía que aceptarlo como era, él tendría que hacer lo mismo con ella.
Alzó la barbilla y retorció la muñeca para zafarse de sus dedos. Él la soltó, pero muy despacio, lo bastante como para hacerle entender que la soltaba porque así lo quería.
—Si me disculpas, debo cambiarme —dijo con un breve gesto de la cabeza y dio media vuelta en dirección a la casa—. Te veré después del almuerzo.
Una hora después de que los invitados hubieran abandonado las mesas, Luc se detuvo al pie de la escalinata y soltó una maldición para sus adentros. ¿Dónde coño se había metido? Había recorrido toda la casa, buscando en todos y cada uno de los salones de recepción, y había sorprendido sin quererlo a unas cuantas parejas. Recorrer los jardines le había llevado media hora bajo un sol abrasador. En vano.
Respiró hondo y refrenó el malhumor para poder pensar. Rememoró los acontecimientos del día. Amelia había asistido al almuerzo, al que había llegado tarde después de cambiarse el sudoroso vestido de paseo por uno más fresco de muselina de color verde manzana. Al verlo, había deseado con todas sus fuerzas haberla acompañado a su habitación para apartar el vestido de paseo de su piel sudorosa… En lugar de darse un festín de ensaladas y fresas, podría haberse deleitado con otras frutas bastante más de su gusto…
Alejó las imágenes que esa idea había conjurado y obligó a su mente a retroceder hasta el almuerzo celebrado al aire libre, a la sombra de los árboles. Había estado observándola desde lejos porque, dado sus respectivos estados de ánimo, no se había atrevido a acercarse mucho. Sabría Dios lo que ella le habría hecho decir. O lo que era mucho peor, hacer. Después, cuando los invitados comenzaron a dispersarse, lady Mackintosh lo había acorralado. La anciana había insistido en presentarle a su sobrina, una jovencita ostentosa y presumida, demasiado segura de sus propios encantos. Unos encantos que utilizó con descaro para atraerlo.
Había estado tentado de decirle que no tenía la menor oportunidad; jamás le habían atraído las mujeres poco sutiles. Para su desgracia…
La idea lo hizo mirar a su alrededor… y entonces se dio cuenta de que Amelia se había ido. Había hecho un esfuerzo supremo para despedirse con cierto grado de urbanidad y había comenzado la búsqueda.
Y ahí estaba, una hora después, y no había avanzado nada.
Amelia sabía de antemano que quería hablar con ella; le había prometido que no desaparecería. Consideró la posibilidad de que hubiera decidido plantarlo de forma deliberada, pero la descartó a regañadientes. No era estúpida.
Así que… si estaba esperándolo pacientemente en algún sitio…
Cerró los ojos y gimió para sus adentros. No podía ser, ¿verdad? Era el último lugar donde se le habría ocurrido buscarla, de hecho ni siquiera se le había pasado por la cabeza hasta ese momento, pero dados los derroteros que la mente de Amelia se empeñaba en seguir…
La visita a su habitación la tarde anterior había sido demasiado peligrosa para su tranquilidad mental. Varios hechos lo habían puesto en un brete: la facilidad con que lo había seducido; la facilidad con la que el deseo que sentía por ella había vencido a su sentido común; la planificación al detalle de lo sucedido, cosa que ella había hecho en contra de su expreso deseo; y, por último, las inesperadas y desconcertantes emociones que se habían adueñado de él y con las que estaba intentando lidiar. No había querido hablar con ella hasta haber tenido tiempo para reflexionar. Además, habría sido propio de sinvergüenzas haberse acercado a ella tan pronto con otra intención que no fuese la de hablar. Y la idea de mantener una conversación íntima con Amelia en su habitación sin tocarla y sin que ella lo tocase le había parecido risible.
Sin embargo, la noche que había pasado reflexionando no le había servido para llegar a una conclusión definitiva. Cosa que había cambiado en los cinco minutos posteriores al desayuno, cuando se percató y comprobó que ella no estaba en la casa. Su mente se había decidido en un abrir y cerrar de ojos.
Ni siquiera el descubrimiento de que había estado actuando como carabina de su hermana había logrado mejorar su malhumor. Un malhumor nacido de una emoción primitiva y profunda que no tenía el menor deseo de discutir con nadie. Y menos con ella.
Sabría Dios lo que podría pasar si lo hacía.
Abrió los ojos, exhaló un suspiro resignado y salió de la mansión. Tras bajar los escalones de la entrada principal enfiló el camino que llevaba hacia el ala oeste. Había demasiadas damas, jóvenes y maduras, vagando por los pasillos como para intentar un acercamiento desde el interior. La suerte le sonrió; cuando volvió a entrar en la casa por la puerta del jardín, comprobó que no había nadie en el pequeño vestíbulo de las escaleras de servicio. Subió los peldaños de dos en dos. Cuando llegó arriba, se detuvo y se asomó por la esquina para echar un vistazo al pasillo de la planta alta. También estaba desierto, al menos de momento. Llegó a su puerta en un abrir y cerrar de ojos. La abrió, pero apenas tuvo tiempo de mirar en el interior antes de cerrarla sin hacer ruido.
Amelia estaba allí, en la cama. Había visto de soslayo el color verde de su vestido y el dorado de su cabello.
Una vez que la puerta estuvo convenientemente cerrada, se dio la vuelta para refrenar su irritación…
Estaba dormida.
Se dio cuenta antes de haber dado siquiera un paso. Uno de sus brazos yacía sobre la colcha, una diferente a la de la tarde anterior. Un rayo de sol caía sobre sus dedos, ligeramente doblados. Tanto la mano como el brazo estaban relajados de un modo que sólo se lograba con el sueño más profundo. Sus pies lo llevaron por iniciativa propia hasta la cama, donde se detuvo para contemplarla a través de la diáfana cortina.
Estaba tendida de costado, con la mejilla apoyada en la palma de la mano. Sus tirabuzones, dorados como el oro más puro, enmarcaban unas facciones delicadas y elegantes, con un cutis sedoso y blanco como el alabastro. Sus pestañas eran ligeramente más oscuras que el cabello y estaban inmóviles a causa del sueño. Un ligero rubor le teñía las mejillas, cortesía de la excursión matinal. Sus labios, suaves y vulnerables, estaban ligeramente entreabiertos y resultaban de lo más tentadores…
¿Cómo reaccionaría si la besaba? ¿Si la despertara del sueño, pero no le dejase abrir los ojos? ¿Si la llevara de un sueño a otro y de allí al éxtasis?
Deslizó la mirada por ese delicioso cuerpo. Respiró hondo. El movimiento de sus senos, que subían y bajaban despacio por debajo del escote redondo, confirmaba que estaba profundamente dormida. Su mirada siguió descendiendo por las curvas de la cintura y la cadera hasta llegar a los muslos. Se había quitado los zapatos. Sus pies asomaban por debajo del borde del vestido. Los observó por un instante. La delicada curva del empeine, las uñas de nácar… estaba extendiendo un brazo para tocarla cuando se detuvo y retrocedió.
Si la despertaba… ¿qué harían?
No hablarían, aún cuando su objetivo hubiera sido ese en un principio. Se conocía lo bastante bien como para estar seguro al respecto. Sin embargo, ¿no le sorprendería a Amanda su cambio de estrategia dado lo bien que lo conocía?
Echó un vistazo a su alrededor y vio el taburete emplazado frente al tocador. Se alejó de la cama, se sentó en él, apoyó la espalda en el tocador… y dejó que su mirada siguiera deleitándose con ella mientras sopesaba las preguntas que habían estado atormentándolo desde que salió de esa misma habitación.
Desde que la poseyó y descubrió que tras su deseo había mucho más que simple lujuria. Lo que sentía trascendía el deseo, trascendía la pasión. Sin embargo, desconocía la naturaleza exacta de esa emoción tan huidiza pero tan poderosa que se había entrelazado con su deseo hasta unirse a él como si de una enredadera se tratase. Sospechaba que su primo Martin podría darle un nombre; cosa que a él le resultaba imposible, porque jamás había creído que existiera esa emoción que exaltaban los poetas; al menos, en su caso. Jamás la había sentido con anterioridad.
Sin embargo, era esa emoción o algo parecido lo que se había apoderado de él, y la experiencia se le antojaba desconcertante, frustrante. De haber tenido la oportunidad, la habría evitado. Habría eludido la oportunidad de experimentarla. Le resultaba incomprensible que un hombre en su sano juicio pudiera aceptar de buena gana lo que a él se le avecinaba.
Cuando ella se diera cuenta… ¿Qué iba a suceder? ¿Resultarían evidentes sus sentimientos? Claro que para ello, Amelia tendría que adivinar que no había estado buscándola para hablar con ella o que había fabricado la excusa para poder explicarle la reacción que su desaparición había desencadenado, la reacción que el descubrimiento de que no estaba pendiente de él en la misma medida que él lo estaba de ella había desencadenado…
Devolvió la mirada a su rostro, a los delicados rasgos que el sueño había relajado. ¿Lo habría adivinado ya?
Rememoró la conversación que habían mantenido en la terraza. Ella había reaccionado a su furia; una furia ilógica a menos que se tuviera en cuenta esa supuesta emoción, cosa que incrementaba el recelo que le inspiraba y no lo ayudaba a mejorar su opinión sobre sus supuestas virtudes. Amelia había respondido a su furia con el mismo ardor, irritada por lo que había interpretado como una posición dominante por su parte. Si se hubiera dado cuenta del verdadero motivo de su irritación, habría adoptado una actitud engreída.
Contempló su rostro mientras el tictac del reloj indicaba el paso de los minutos. Consiguió relajarse poco a poco y la tensión lo abandonó.
Su escrutinio le reportó una extraña satisfacción. Aún le tentaba la idea de despertarla, pero… apenas habían pasado veinticuatro horas desde que se hundiera en ella hasta el fondo. Y no se había mostrado delicado al respecto. Por si eso fuera poco, esa misma mañana había ido caminando hasta Dios sabría adónde. No era de extrañar que la hubiera rendido el sueño.
Sonrió mientras la observaba. Se puso en pie y echó a andar hacia la puerta. La dejaría dormir; le vendría bien recuperar las fuerzas… para después poder reclamarla por la noche con la conciencia tranquila. Lo detuvo una súbita idea justo antes de llegar a la puerta. Si Amelia despertaba y pensaba que no había ido a buscarla, iría en su busca y esperaría encontrarlo enojado. Enarbolaría sus defensas para un enfrentamiento… cosa que no sería útil, dado su nuevo plan.
Echó un vistazo a la habitación y descubrió que no había escritorio. Metió la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno de notas y el lápiz mientras ojeaba la estancia y localizaba lo que estaba buscando. Meditó un instante y escribió seis palabras: «Esta noche a las doce. Aquí». Arrancó la hoja, volvió a guardarse la libreta y el lápiz en el bolsillo antes de atravesar la habitación en dirección a la mesa que ocupaba el centro de la estancia.
Eligió una de las azucenas cuyo fragante perfume flotaba en la habitación, le cortó gran parte del tallo y enrolló la nota a su alrededor mientras regresaba a la cama.
Amelia seguía dormida. Ni siquiera se movió cuando introdujo el tallo de la flor entre sus tirabuzones, de modo que descansara sobre la oreja.
Se demoró unos minutos más para contemplarla antes de salir en silencio.
Aún faltaba mucho para la medianoche. Amelia se armó de paciencia durante el té, que fue seguido de unas cuantas horas de charadas, antes de vestirse apropiadamente y permitir que el señor Pomfret la distrajera durante la cena.
Cuando Luc se acercó a ella en el salón, tuvo que reprimir un suspiro de alivio al tiempo que aguardaba a que se dirigiera a ella en particular. En cambio, él se limitó a permanecer a su lado mientras conversaba con lady Hilborough y la señorita Quigley, que estaba acompañada por su prometido, sir Reginald Bone.
Siguió esperando con una sonrisa, guardándose la irritación para sus adentros. Era él quien quería hablar con ella y se lo había hecho saber de modo insistente y airado, como si quisiera dejar claro algún tema concreto. Sin embargo, en esos momentos se comportaba con su acostumbrada serenidad, como si tras esa fachada de elegancia no se escondiera un temperamento volcánico. Consiguió refrenar un resoplido si bien estuvo a punto de gemir cuando lady Hightham dio unas palmaditas, instándolos a reunirse en el centro de la estancia para escuchar música.
«¿Música? ¿A estas horas? ¡Por el amor de Dios…!».
Sin embargo, ninguna deidad escuchó sus plegarias. Se vio obligada a soportar dos horas de arpa, piano y clavicordio; incluso tuvo que hacer una aportación personal a la velada, aunque se cuidó de que fuera lo más breve posible. Ya no era una debutante, una jovencita que necesitaba impresionar con sus talentos a los posibles pretendientes. Por si fuera poco, su futuro marido, como ella bien sabía, no era muy amante de la música y, por tanto, no iba a perder la cabeza por ella al oírla tocar.
Cuando regresó a su asiento, situado en la última fila, Luc enfrentó su mirada con una ceja alzada en un gesto cínico. Estaba sentado a su lado, con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos.
—Se supone que amansa a las fieras —le dijo.
Ella tomó asiento con deliberada lentitud y replicó serenamente:
—Yo, en cambio, preferiría con mucho excitarlas.
Se vio obligado a reprimir una carcajada, pero el sonido ahogado que se le escapó la hizo sentirse mucho mejor.
Un poco después y aprovechando que el volumen de la música ascendía en un crescendo particularmente estruendoso, Luc le preguntó con un murmullo:
—¿Has visto mi nota?
Lo miró de reojo; tenía la vista clavada al frente, en la pianista.
—Sí.
—Bien. En ese caso… —encogió las piernas y se enderezó en la silla— me voy. Ya no lo soporto más. —Le aferró la muñeca mientras buscaba su mirada y la alzó para depositar un beso en la cara interna—. Hasta luego.
Con esa promesa, cuya naturaleza quedó reflejada en su mirada, la soltó, se puso en pie y abandonó la estancia con suma discreción.
Amelia lo siguió con la mirada y deseó poder hacerlo en persona. En cambio, se dispuso a escuchar el resto de las interpretaciones con un suspiro resignado.
Y fue una suerte que lo hiciera, porque cuando las damas por fin decretaron que había llegado la hora de retirarse, se percató de que tanto lady Hilborough como lady Mackintosh, junto con otras cuantas de la misma calaña, tomaban buena nota de la ausencia de Luc y del hecho de que ella estuviera presente. Una circunstancia de lo más afortunada. Las damas en cuestión se merecían sin lugar a dudas el sambenito de «chismosas» y no dudarían en relatar cualquier suceso sospechoso profusamente adornado, cuando regresaran a Londres.
Si bien todo el mundo estaba al tanto de las escandalosas citas que se sucedían en las fiestas campestres y, de hecho, era lo que se esperaba, eso no quería decir que aquellos que se daban el gusto pudieran escapar a la censura social si se mostraban tan torpes como para hacer alarde de su comportamiento. Hasta ese momento, ni Luc ni ella habían dado pábulo a ningún rumor.
Mientras subía la escalinata tras su madre y Minerva, comprendió que él prefería que las cosas siguieran así. Y estaba de acuerdo. Por tanto, cuando la casa quedó en silencio una hora antes de la medianoche, se armó de paciencia y se dispuso a esperar.
La despertaron unos toquecitos en la ventana. Se había quedado dormida en el sillón situado junto a la chimenea. Le echó un vistazo al reloj, aunque no veía muy bien a la tenue luz de la única vela que había dejado encendida. Pasaban diez minutos de las doce.
Volvió a escuchar los golpecitos. Miró hacia la puerta, pero estaba segura de que procedían de la ventana, oculta tras las cortinas. Se puso en pie y, tras acordarse que la había cerrado antes de quedarse dormida, se acercó de puntillas y apartó la cortina para echar un vistazo al exterior.
Se encontró con una cabeza morena de lo más familiar.
—¡Válgame Dios! —musitó mientras se apresuraba a descorrer las cortinas y a abrir la enorme ventana.
Luc tomó impulso para sentarse en el alféizar, tras lo cual metió las piernas en la habitación. Se puso en pie para acercarse sin hacer ruido a la puerta y le hizo un gesto para que guardara silencio, aunque no era necesario, porque estaba tan sorprendida que no había dicho ni una sola palabra. Estupefacta, observó cómo hacía girar la llave en la cerradura con sumo cuidado antes de enderezarse y darse la vuelta. Suponía que debía haber echado el pestillo, pero no estaba segura porque no se había escuchado el chasquido metálico.
Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Una frondosa hiedra cubría el muro exterior. Ya sabía cómo había subido. El motivo, sin embargo, seguía siendo un misterio.
—Ciérrala de nuevo y corre las cortinas.
Escuchó su voz, suave y misteriosa, desde las sombras. Pasó por aire el escalofrío que le recorrió la espalda y se apresuró a obedecerlo. Cuando lo hizo, se dio la vuelta… y se encontró entre sus brazos. Tuvo que retroceder un poco para mirarlo a la cara.
—¿Por qué…?
—Chitón. —Inclinó la cabeza para susurrarle—: Lady Mackintosh está rondando la escalinata.
Lo miró con los ojos como platos.
—¡No!
La expresión que asomó a sus ojos fue bastante elocuente.
—No creerás que he arriesgado mi vida trepando por la hiedra en aras del romanticismo, ¿verdad?
La irritación de su voz hizo que Amelia soltara una risilla.
Él la acercó y la silenció con un beso. Un beso que no tardó en convertirse en un intercambio sensual una vez que su naturaleza práctica quedó atrás. Las ligeras caricias fueron sustituidas por una invasión lenta y explícita.
Cuando por fin la liberó, musitó:
—Tenemos que guardar silencio.
—¿Silencio? —repitió ella en un murmullo.
Él le dio un beso rápido pero exigente antes de volver a hablar.
—Un silencio total y absoluto. Sin importar lo que hagamos.
La última frase, pronunciada con un apasionado susurro contra sus labios, le dejó muy claro que no había olvidado su afirmación de que, en esa segunda ocasión, gritaría.
La paradoja le puso los nervios de punta e incrementó el deseo de interrogarlo, pero él la silenció con otro beso hasta que consiguió que se derritiera entre sus brazos. Cuando por fin se apartó para dejarla respirar, le dijo:
—Creí que querías hablar.
Como réplica, él volvió a apoderarse de sus labios mientras le acariciaba la espalda y las caderas… hasta pegarla contra su cuerpo y dejarle muy claro que una discusión racional no entraba en sus planes más inmediatos.
Su mente protestó cuando él volvió a apartarse. Sin embargo, la intención de Luc no era otra que la de desatarle el nudo de la bata que llevaba sobre el camisón.
—Mañana —le dijo antes de acariciarle la comisura de los labios con la lengua; una erótica caricia que la dejó sin aliento—. Mañana podremos hablar. —Su lengua repitió las delicadas caricias antes de adueñarse de nuevo de su boca—. Esta noche… —su voz era ronca y profunda, y Amelia tenía la impresión de que estaba sintiendo las palabras en el pecho en lugar de escucharlas— tenemos cosas más importantes que hacer.
Volvió a besarla mientras deslizaba las manos hasta sus hombros para quitarle la bata. Una vez que la prenda cayó al suelo, Amelia extendió los brazos para quitarle la chaqueta. Lo sintió sonreír contra sus labios cuando él por fin prestó atención a sus insistentes tirones y se apartó lo justo como para librarse de la prenda con un simple movimiento de hombros. Ella la dejó caer al suelo, muy consciente de que estaba ocupado con los diminutos botones de la parte delantera de su camisón.
Sin separarse, la hizo avanzar de espaldas hasta la cama con mucho cuidado, hasta que ella notó el colchón tras los muslos. La mantuvo atrapada allí, entre la cama y su enorme cuerpo. Le inmovilizó las manos de modo que no lo acariciara y, una vez que ella lo comprendió, se las soltó y le abrió el escote del camisón hasta la cintura. Se lo pasó por los hombros y dejó que cayera y le atrapara los brazos a ambos lados del cuerpo.
Habría puesto fin al beso de buena gana para conseguir liberar los brazos, pero él no se lo permitió. No dejó que interrumpiera las exigentes caricias de sus labios. En cambio, la distrajo colocándole las manos en los senos. Sabía muy bien lo que estaba haciendo; sabía cómo podría distraerla, cómo podría fusionar el familiar roce de sus labios y su lengua con las desenfrenadas caricias de sus manos y sus dedos hasta convertirlo todo en una sinfonía que comenzaba con unas notas delicadas pero que, poco a poco, se iba transformando en una melodía mucho más apasionada.
En algo diferente.
En algo licencioso y un poco salvaje.
Esa promesa la excitó e hizo que se entregara sin reservas al momento. Le devolvió el beso con avidez, emulando su voracidad. La respuesta de Luc fue inmediata. La pasión se cernió sobre ellos como una ola gigantesca y se vieron arrastrados por el apremio.
Sus manos no alcanzaban más allá de su cintura, pero le aferró la camisa y consiguió sacársela de la pretina del pantalón. Él detuvo sus caricias el tiempo justo para quitarse el chaleco, desabotonarse la camisa y arrojarla a un lado después de quitársela. Amelia no esperó a que se acercara de nuevo, sino que se pegó a él con descaro, ansiosa por sentir su pecho desnudo contra los senos. Se frotó contra él, deleitándose con el roce áspero del vello mientras gemía desde el fondo de la garganta y dejaba que el cosquilleo se extendiera por su sensibilizada piel.
Las manos de Luc se cerraron sobre sus hombros y el beso se tornó incendiario. Sentía los pezones duros y notó que el calor invadía su cuerpo. Un calor que pareció propagarse hasta los fuertes músculos del pecho contra el que se frotaba. Percibió el gemido que brotó de la garganta masculina justo cuando le apartaba las manos del pecho para bajarle el camisón por la espalda. Unas manos que fueron acariciándola con gesto posesivo mientras bajaban la prenda por la cintura, por la base de la espalda y por las caderas hasta que la agarraron por el trasero sin muchos miramientos.
El apretón fue de lo más excitante. Sus labios parecieron fundirse al mismo tiempo que sus lenguas, no enzarzadas en una lucha por la conquista, sino movidas por el placer compartido. En cuanto la alzó del suelo, el camisón se deslizó por sus piernas. La sostuvo contra él y Amelia notó la presión de su erección contra el vientre. El roce los excitó por igual y prolongaron el momento, deleitándose en la promesa de lo que estaba por llegar antes de dejarse caer sobre la cama.
Los labios de Luc no la abandonaron, al contrario, siguieron sobre los suyos para amortiguar la carcajada que el súbito movimiento le arrancó. La aferró por el pelo para inmovilizarla y así devorar su boca a placer mientras ella se retorcía bajo su cuerpo. Utilizó su peso para sujetarla y la besó con ardor antes de separarse.
—Espera —le dijo.
El susurro resonó por toda la habitación. Ella lo obedeció con los ojos desorbitados y el cabello desordenado sobre la colcha. La luz de la vela jugueteaba sobre las voluptuosas curvas de su cuerpo, desnudo y expectante… un cuerpo que le pertenecía. Era suya. Sus ojos lo siguieron mientras se sentaba para quitarse los zapatos y los dejaba a un lado sin hacer el menor ruido. Se puso en pie y se deshizo de los pantalones, que acabaron en el suelo junto a la chaqueta.
Se acercó de nuevo a la cama y la sorprendió con un beso exquisito y delicado. La mirada de Amelia estaba clavada en algo situado muy por debajo de su barbilla. Se habría reído de buena gana, pero no se atrevía; en cambio, volvió a subirse a la cama y comenzó a acariciarle la cara interna de las piernas muy despacio y con un movimiento ascendente. Su mente anticipaba lo que estaba por llegar y estaba convencido de que tendría que besarla sin descanso para sofocar sus gritos.
Amelia extendió los brazos para acercarlo, pero él la tomó por la cintura y la alzó. Atrapó sus labios sin pérdida de tiempo para adueñarse del jadeo sorprendido que escapó de ellos. La curiosidad que la embargaba era palpable en su beso. Le acarició los hombros y el torso mientras se alejaba de ella para contemplarla, sentado sobre los talones. Las rodillas de Amelia descansaban entre sus muslos. Le colocó una mano en la base de la espalda y la inclinó hacia él hasta que su rígida erección quedó situada entre los muslos femeninos. A salvo, de momento, de sus indagadoras manos.
Amelia parecía fascinada por su pecho; la dejó explorar mientras él se deleitaba descubriendo las maravillas de su boca, el delicado contorno de su espalda, deliciosamente femenina, y la excitante curva de su trasero. La acarició a placer, consciente del momento en el que ella contuvo la respiración y se concentró en sus caricias. Consciente de la pátina de sudor que le cubrió la piel enfebrecida y de los endurecidos pezones que frotó con maestría contra su pecho hasta enardecerlos. Consciente de la tensión que se apoderó de ella cuando introdujo una mano entre sus cuerpos y descubrió la humedad que empapaba los rizos de su entrepierna. Sus dedos se demoraron antes de hundirse en ella.
Todo ello sin dejar de besarla.
Cuando notó que arqueaba las caderas hacia su mano y le clavaba las uñas en los hombros, apartó la mano para aferraría por la parte trasera de los muslos y alzarla. La colocó a horcajadas sobre él, sobre su vientre. Ella se dejó caer de forma instintiva.
Para su sorpresa, a partir de ese instante fue ella la que tomó las riendas del beso, utilizando todo el cuerpo para acariciarlo en flagrante invitación. El momentáneo asombro lo distrajo lo suficiente como para permitir que una de sus menudas manos se cerrara en torno a su verga.
El corazón le dio un vuelco. Amelia aflojó la presión de sus dedos y lo acarició antes de volver a apretarlo. Atrapado por el roce de esos dedos e incapaz de reunir las fuerzas para detenerla, la dejó hacer. Sus caricias destilaban una entrega, un asombro y un deleite tan genuinos que su fatigada mente se dejó atrapar en el hechizo, previniéndolo en contra de poner fin a un momento que, dado quien era ella, le resultaba francamente sorprendente. No supo muy bien cuánto tiempo lo mantuvo hechizado. Sólo reaccionó cuando el deseo de hundirse en ese acogedor paraíso femenino se convirtió en algo doloroso. En ese instante, la aferró por las caderas y volvió a hacerse con el control.
O, al menos, lo intentó. En esa ocasión, Amelia no se mostró tan dispuesta a rendirse como de costumbre. En cambio, se enfrentó a él y respondió al desafío. En lugar de retirar la mano, se apoyó con la otra sobre su pecho y guio su miembro hasta la entrada de su cuerpo.
Ambos contuvieron la respiración, se olvidaron de respirar.
En cuanto tuvo el extremo de su miembro allí donde lo quería, Amelia lo soltó y él la penetró. Se detuvo con la respiración alterada y dejó que fuera ella quien alejara las rodillas de su cuerpo poco a poco mientras descendía sobre su miembro para tomarlo por entero, con los ojos cerrados y sin dejar de besarlo.
Luc se mantuvo inmóvil. Reprimió el desesperado impulso de agarrarla por las caderas y hundirse en ella de una sola embestida y, en cambio, decidió disfrutar del regalo que le estaba entregando, que no era otro que su cuerpo, mientras descendía y se abría para él. Percibió que Amelia contenía la respiración cuando se dio cuenta de que lo tenía muy adentro. La recorrió un estremecimiento. Le arrojó los brazos al cuello y lo besó con ardor, totalmente entregada. Estaba a punto de perder el control.
Fue entonces cuando la agarró por las caderas y, mientras la inmovilizaba, empujó para enterrarse en ella hasta el fondo, arrancándole un jadeo entrecortado. En ese instante de suprema unión fue consciente de la magnitud del momento, de la oleada de emoción que lo recorrió, que los recorrió a ambos, de la entrega total.
La emoción los envolvió y los atrapó en sus redes con más intensidad que la vez anterior, con mucha más fuerza. A medida que comenzaba a moverse dentro de ella y Amelia correspondía a sus envites ajustando su posición y moviéndose sobre él, la red se tensó en torno a ellos y los encerró.
Ya no era una cuestión de quién estaba conquistando a quién, sino de qué era lo que los conquistaba a ambos. Aunque, a decir verdad, no hubo interrogantes a partir de ese momento. Luc lo aceptó tal y como sucedió, no tenía otra opción. Sin resuello, con el corazón desbocado según aumentaban el ritmo de sus movimientos y cegado por el ímpetu de las sensaciones, comprendió que no necesitaba pensar para saber que eso era lo que deseaba, lo que quería por encima de todo.
Amelia se tensó en torno a su miembro al tiempo que descendía y lo tomaba por entero. Él le clavó los dedos en las caderas y la ayudó a descender mientras respondía al movimiento embistiendo hacia arriba. Sus bocas estaban unidas y se devoraban la una a la otra, frenéticas en su empeño por sofocar los gemidos y los jadeos que escapaban de sus gargantas. Luc alzó la mano hasta un pecho, buscó el pezón, lo pellizcó, y notó cómo ella se contraía alrededor de su verga en respuesta. Arqueó el cuerpo y lo tensó, logrando que la pasión se intensificara aún más…
Amelia creía estar a punto de perder la razón. Si no alcanzaba el éxtasis que cada vez veía más cercano, si su cuerpo no lograba relajarse con la satisfacción que sabía que tenía al alcance de la mano, se volvería loca. Sin embargo y aunque no sabía muy bien cómo, él se empeñó en prolongar el momento hasta que estuvo a punto de ponerse a llorar a causa del intenso anhelo. La mantuvo al borde de la culminación con las caricias de esa mano sobre el pecho, una mano tan exigente como sus labios, y con las embestidas lentas e incansables de sus caderas, que seguían el mismo ritmo de esa lengua que la devoraba como si fuera la de un despótico emperador.
Se rindió con un gemido y se dejó llevar de buena gana. Dejó que su mente se expandiera en todas direcciones y liberó sus sentidos. Se entregó a las sensaciones del momento, a ese deseo desmedido y desgarrador. Lo único que quería era sentirlo dentro, unido a ella tan profundamente como él quisiera. Separó aún más los muslos. Los dedos de Luc se clavaron con más fuerza en sus caderas a fin de inmovilizarla para poder penetrarla hasta el fondo. Su otra mano siguió torturándole el pezón sin tregua al ritmo de su lengua y de sus caderas, lo que la hizo ser consciente de la magnitud de su vulnerabilidad.
Sin embargo, el hecho de ser vulnerable ante él le resultó tan excitante como el roce de unos dedos frescos sobre la piel y le provocó un escalofrío, porque tras esa vulnerabilidad, tras su rendición, encontró un deleite, un gozo y una victoria mucho más satisfactorios que cualquier cosa que hubiera soñado jamás.
Y era algo real. Lo percibía en los besos que compartían, en la unión de sus bocas, en la entrega mutua al glorioso momento.
Sentirlo dentro de ella, sentir su fuerza y su vitalidad en el interior de su cuerpo, se había convertido en una adicción poderosa y exigente. El lento roce de esa verga que se deslizaba por su sexo una y otra vez saturaba su mente de deseo; su cuerpo, de pasión; su alma, de un anhelo para el que no tenía nombre.
Se aferró a él y se entregó al deleite, se entregó a él. Se concentró en acariciarlo con el cuerpo del mismo modo que lo hacía él. Volvió a contraer los músculos a su alrededor y, de repente, descubrió que no podía respirar; le resultaba imposible hacerlo. Intentó apartarse, pero él la atrapó y se negó a abandonar sus labios. La mano que le acariciaba el pecho se apartó para hundirse en su cabello, de modo que no pudiera alejarse. Luc le dio su aliento, la sujetó con más fuerza por las caderas y la instó a bajar.
Al mismo tiempo que él presionaba hacia arriba.
Amelia chilló.
Luc bebió el agónico grito mientras ella se deshacía entre sus brazos, arrastrada por la ola. Con un ritmo magistral que alternaba las embestidas con la fricción, siguió proporcionándole placer hasta llevarla a un nuevo y devastador clímax. Por un efímero instante, perdido en el beso, creyó vislumbrar el alma de Amelia. Y entonces se unió a ella; el éxtasis lo inundó y lo arrojó de cabeza a la vorágine de fuego y gloria. Al desquiciante delirio que apaciguaba la pasión más desmedida y reportaba la satisfacción sexual más profunda.
Jamás había sido tan poderoso, tan agotador, tan completo.
Jamás había conocido una satisfacción más intensa.
Una dicha tan prolongada.
Una dicha que aún seguía viva en él cuando despertó, horas después. La oscuridad reinaba en el exterior y también en la habitación. Hacía mucho que la vela se había apagado. El instinto le advirtió que el amanecer estaba cerca. Tendría que dejarla pronto.
Pero todavía no.
Estaban acostados bajo la colcha. Amelia yacía acurrucada a su lado, con una mejilla sobre su pecho y una mano sobre su vientre, como si quisiera retenerlo. Un peso de lo más femenino y cálido. Tenía al lado a su mujer, aunque aún no lo fuera en términos legales.
Se volvió para quedar cara a cara con ella. Lo invadió un placer increíblemente masculino mientras devolvía su cuerpo a la vida con suma delicadeza. Aún dormida, ella se removió con inquietud, pero sin saber por qué. Luc sonrió y se colocó sobre ella, separándole los muslos para poder acomodarse entre ellos.
Se despertó cuando la penetró. Parpadeó varias veces, jadeó y abrió los ojos de par en par cuando introdujo su verga un poco más en ella. Lo agarró por los hombros al tiempo que arqueaba la espalda. Él buscó sus labios y la besó, arrancándole un suspiro. Sintió cómo se relajaba y le permitía penetrarla hasta el fondo antes de contraer los músculos a su alrededor.
Se detuvo un instante para saborear la inefable dicha que, una vez más, había colmado el momento.
Sintió una de las manos de Amelia en la espalda, deslizándose en dirección a las caderas. Le dio un apretón en el trasero al tiempo que se alzaba un poco y lo instaba a proseguir.
Reprimió una sonrisa mientras la obedecía y comenzaba a moverse. Sus labios permanecieron unidos, aunque no hacía falta. En esa ocasión, la ternura arrancaba suspiros de contento en lugar de gritos de pasión.
Amelia alcanzó el clímax despacio y lo apresuró en el último momento. Él la siguió al instante, y se reunió con ella en el cálido mar de la satisfacción.
Se apartó de ella poco después y apaciguó sus protestas con un beso. Se vistió con rapidez y se inclinó sobre la cama para susurrarle:
—Hay un banco en la orilla norte del lago. Espérame allí a las once.
Amelia parpadeó a la luz grisácea del amanecer antes de asentir con la cabeza y tirar de él para darle un último beso.
Era demasiado temprano para un alarde de heroísmo, así que se marchó por la puerta.