HABÍA ido preparada. Pero incluso así tendría que pillarlo desprevenido.
Llegaron en un buen momento: apenas era mediodía cuando entró, con Luc pegado a los talones, en el salón donde su anfitriona agasajaba a los invitados ya presentes.
—Mi madre y lady Calverton están de camino —respondió Amelia cuando lady Hightham le preguntó—. Yo he venido con Luc en su tílburi.
El rostro de su anfitriona se iluminó al tiempo que le daba unas palmaditas al asiento que quedaba libre a su lado.
—Siéntate, querida… ¡cuéntamelo todo!
Amelia se sentó y reprimió una sonrisa cuando Luc hizo caso omiso de la mirada socarrona de la mujer; se limitó a hacerle una reverencia y a unirse a un grupo de caballeros en su mismo estado que se había refugiado junto a las ventanas. Amelia dejó que se fuera. Había estado en muchas fiestas campestres y conocía el programa previsto tan bien como él.
Las damas se enzarzaron en una animada conversación mientras los invitados seguían llegando; los carruajes de los Calverton y los Cynster aparecieron justo a tiempo para unirse al almuerzo tardío.
Después de dicho almuerzo, llegó un momento en el que los caballeros se marcharon a algún refugio típicamente masculino para quitarse de en medio mientras las damas se aposentaban. Esa tarde estaba dedicada a la organización femenina: había que averiguar qué habitaciones les habían designado y asegurarse de que las doncellas las habían encontrado a fin de deshacer el equipaje y airear los vestidos como era debido. Además de averiguar quién se alojaba en las habitaciones contiguas y dónde se encontraban las carabinas y las cotillas más deslenguadas.
Más avanzada la tarde, las damas que pretendían mantener una relación ilícita encontrarían la oportunidad para comunicarle su paradero a la otra parte interesada. Lo que resultara se vería a lo largo de los días siguientes; se trataba, por tanto, de seguir esa norma establecida de antemano según la cual nada escandaloso ocurriría en la primera tarde de una fiesta campestre.
Cuando llegó a la habitación que le habían asignado, un dormitorio encantador que se encontraba al final de una de las alas y convenientemente cerca de una escalera de servicio, Amelia descubrió que su doncella, Dillys, había obedecido sus órdenes al pie de la letra. Sus vestidos ya colgaban del armario y sus peines estaban ya dispuestos sobre el tocador. El atuendo que le había pedido que preparara estaba extendido en la cama. Puesto que había trabajado como una esclava desde que pusiera el pie en la casa, Dillys disfrutaría de la tarde libre… de manera que pudiera echarles el ojo a los lacayos y así adelantarse al resto de doncellas.
Con las manos entrelazadas, Dillys estaba al pie de la cama, impaciente por recibir el visto bueno a su esmerado trabajo y poder marcharse.
Al cerrar la puerta, Amelia se percató de que los demás detallitos que le había pedido también estaban listos.
—Muy bien. Y ahora… una última cosa. —Sacó una nota de su ridículo, la misma que escribiera en el saloncito de la planta inferior—. Cuando el reloj marque las tres, dale esto al mayordomo. Las indicaciones están en la nota. Sólo dile que te he pedido que sea entregada de inmediato.
—A las tres en punto.
La doncella cogió la nota.
Amelia miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea; las manecillas marcaban las tres menos veinte.
—Y hagas lo que hagas, no te olvides de entregar esa nota. Te llamaré cuando te vuelva a necesitar.
Con una sonrisa radiante, Dillys hizo una reverencia y cerró la puerta al salir. Amelia se volvió hacia el atuendo que había sobre la cama.
Las tres atronadoras campanadas del reloj de pared emplazado en un rincón de la biblioteca sacaron a Luc de su ensimismamiento. Echó un vistazo al resto de caballeros desperdigados por la enorme estancia; salvo por un par que discutían acerca de una carrera de carruajes, el resto tenía los ojos cerrados. Algunos incluso roncaban.
Menuda suerte la suya; Luc ni siquiera era capaz de relajarse lo suficiente como para echar una cabezadita. Fingía leer las noticias con el rostro oculto tras el periódico cuando, en realidad, no dejaba de darle vueltas a su más reciente y constante obsesión.
La imagen de Amelia surgió en su mente, con esa sonrisa afable que en los últimos días afloraba a sus labios cada vez que él intentaba resaltar los límites que había dispuesto para su relación. Cada vez que dicha sonrisa aparecía, tenía que reprimir el impulso de devorar sus labios. Y después…
Maldijo para sus adentros y obligó a su mente a abandonar los derroteros que él mismo había insistido en no seguir. Al menos todavía. Llegaría el momento, sin duda… pero todavía no. Por desgracia, las costumbres arraigadas eran difíciles de quebrar. El mero hecho de estar allí en aquella fiesta, una reunión concebida casi expresamente para consumar el acto que él estaba tan empeñado en retrasar, dificultaba aún más su ya de por sí difícil decisión de resistirse. De aguantar.
No debería haber acudido a esa fiesta. Era como si se flagelara con un látigo de siete colas. Sin embargo, se había percatado de su error cuando la bajó del tílburi y comprendió que se encontraban en un escenario que podría utilizar sin el menor inconveniente para lograr la satisfacción que su cuerpo anhelaba, en una casa que ni era la suya ni la de Amelia y donde ella no estaba, gracias a la presencia de su madre, bajo su protección.
Hasta ese momento no había comprendido hasta qué punto había crecido su deseo por ella.
Y sólo para que ella se burlara de él.
Con los ojos entrecerrados, recordó una vez más todo lo que le había dicho y el tono certero con el que lo había dicho.
No se fiaba de ella ni un pelo. Tendría que vigilarla de cerca; a partir de esa noche, no bajaría la guardia ni un instante…
Poco después, compuso una mueca y cambió de postura discretamente. Su cuerpo estaba bajo un hechizo muy peculiar. Por una parte, estaba impaciente por hacerla suya; por la otra, estaba desesperado por refrenar el impulso y luchaba por posponer el momento que tanto anhelaba. Si alguien hubiera sugerido que sería capaz de contenerse hasta esos extremos, se habría reído en su cara.
La puerta se abrió. El altanero mayordomo asomó la cabeza y, al verlo, entró, cerrando la puerta tras él. Atravesó la estancia y le tendió la bandeja que llevaba.
—Para usted, milord. Me han dicho que es urgente.
Luc le dio las gracias con un gesto de cabeza y cogió el pliego de papel. Dado que el mayordomo había hablado en voz baja, ninguno de los caballeros que dormitaban se había despertado. La pareja que hablaba los miró, pero pronto volvieron a su conversación. El mayordomo hizo una reverencia y se retiró. Luc dejó el periódico a un lado y desdobló la nota.
Luc… Ven a mi habitación de inmediato, por favor.
A.
P. D. Está en el primer piso, al final del ala oeste, junto a las escaleras que hay al final del pasillo.
Frunció el ceño y releyó la nota antes de doblarla y guardársela en el bolsillo.
No podía fiarse de ella, y sin embargo… ni siquiera habría tenido tiempo de acomodarse. Tal vez la cerradura de su baúl estuviera atascada… No, debía de tratarse de algo más grave. Tal vez hubiera perdido sus joyas. Tal vez… tal vez tuviera un problema mucho más grave.
Reprimió un suspiro y se puso en pie. Lo que quiera que escondiera tras su llamamiento, parecía requerir de su presencia en concreto; además, la nota, escrita con prisas en un trozo de papel, no se parecía en nada a una invitación para un encuentro amoroso. Con un gesto de despedida hacia los dos caballeros que había despiertos, salió de la biblioteca.
Llegó a las escaleras que había al final del ala oeste. A esa hora, pocas personas a las que tuviera que evitar estaban por allí, ya que todas las damas se encontraban en sus habitaciones, ocupadas en deshacer el equipaje y en azuzar a sus doncellas.
Subió las escaleras y dio con la puerta indicada. Llamó con sumo cuidado.
Y escuchó la respuesta de Amelia.
—Adelante.
Luc abrió la puerta. Era una habitación amplia. El sol se filtraba por las dos ventanas, que tenían las cortinas descorridas. A la izquierda estaba la cama, una enorme plataforma con cuatro postes y un dosel de diáfanos cortinajes blancos recogidos con cintas. La colcha era de satén color marfil estampado. Un conjunto de cojines ribeteados de encaje se apilaba en la cabecera de la cama. Al otro lado de la cama había un tocador y un aguamanil. En el centro de la habitación había una mesa redonda con un jarrón lleno de azucenas, cuya fragancia impregnaba el ambiente. La zona que había a su derecha, en la que veía un armario, un biombo, la chimenea y un sillón orejero, se encontraba en relativa penumbra; las sombras parecían más oscuras en contraste con el resplandor que presidía el resto de la estancia.
Esa rápida inspección no le indicó dónde se encontraba Amelia. Quedarse en el vano de la puerta era demasiado peligroso, así que entró y cerró tras de sí con el ceño fruncido. Abrió la boca para llamarla… pero en ese preciso instante atisbó un movimiento por el rabillo del ojo.
Se quedó sin aliento y se le paralizaron todos los músculos, tensos por…
No por una absoluta estupefacción, pero sí algo que sobrepasaba con creces la sorpresa.
Se había ocultado junto al biombo, donde las sombras eran más densas. No la había visto debido al intenso resplandor que se filtraba por las ventanas… el mismo resplandor que la bañó cuando salió de las sombras lentamente.
Se le secó la boca al ver lo que llevaba… o, mejor dicho, lo que no llevaba. No podía apartar la vista de su cuerpo; su cabeza, de la mano del instinto, se había centrado de golpe. Se había centrado en esa diosa de piel de alabastro, cuyos encantos quedaban al descubierto bajo la translúcida bata de seda que colgaba, abierta, de sus hombros.
Amelia se acercó a él. No podía moverse… de la misma manera que no podía apartar la mirada de ella. No llevaba absolutamente nada bajo la diáfana bata, que exponía con descaro los encantos de su cuerpo.
Para él.
Esa idea lo dejó anonadado. Sabía que debía salir de allí corriendo en ese mismo instante, pero se quedó plantado donde estaba mientras ella se acercaba, incapaz de darse la vuelta, de rechazar lo que le ofrecía sin tapujos. No se detuvo hasta que sus senos le rozaron el pecho, hasta que esos muslos cubiertos de seda se apretaron contra los suyos. Amelia le rodeó el cuello con un brazo prácticamente desnudo; y mientras le colocaba la otra mano sobre el pecho, lo miró a los ojos sin miedo alguno. A la expectativa.
El control de Luc vaciló; consiguió reunir el aliento suficiente para mascullar algo.
—Has prometido…
Los labios de Amelia se curvaron en esa afable sonrisa, esa sonrisa sagaz, condescendiente y desafiante.
—Te dije que no había motivo para preocuparse… y no lo hay.
Sus manos se cerraron por voluntad propia en torno a la cintura femenina; su intención de apartarla se desmoronó de inmediato ante ese contacto, ante la calidez de la piel que se filtraba a través de la diáfana seda, ante la suavidad y la turgencia de ese cuerpo que apresaba entre sus manos, casi piel contra piel.
Era una seducción en toda regla.
Luc lo sabía… Vio la verdad, así como la decisión, pintada en su rostro, en el brillo de sus ojos azules, en el mohín tan femenino de sus labios.
Sintió cómo la realidad surgía por su cuerpo como una marea, como un deseo infinitamente más poderoso de lo que jamás había sido, como una pasión mucho más abrasadora.
Hizo un último intento por recobrar el sentido común, por recordar la razón por la que debía detener aquello, pero fue incapaz de hacerlo. Ni siquiera sabía si había una razón.
La mirada de Amelia se posó en sus labios. Él inspiró otra bocanada de aire. Abrió la boca…
Amelia se puso de puntillas, le bajó la cabeza, acercó sus labios y murmuró:
—Deja de pensar. Deja de resistirte. Sólo…
Se apoderó de esa boca para detener sus palabras; no necesitaba escucharlas. La besó con voracidad y dejó escapar las riendas del autocontrol que había aferrado con tanta desesperación… Simplemente, se dejó llevar. No podía hacer otra cosa. Deslizó las manos sobre la delicada seda y la rodeó con los brazos para acercarla, para estrecharla contra su cuerpo.
Dejó que sus sentidos se dieran un festín… que corrieran libres.
Amelia tenía razón: no había motivo para resistirse, no había razón para negarse eso. Cualquier oportunidad de escapatoria había desaparecido en cuanto puso los ojos en ella y vio lo que estaba dispuesta a ofrecerle. Prácticamente desnuda en sus brazos, Amelia se aferró a él y le devolvió los besos con ansia y pasión… animándolo a apresarla, a reclamarla y a poseerla.
Con el corazón desbocado, Amelia sintió cómo sus brazos la estrechaban; sintió, en esos labios exigentes, su decisión. Su rendición. Luc se enderezó, pegándola a su cuerpo; sin romper el beso, la cogió en brazos y se acercó a la cama.
Tras detenerse, la bajó poco a poco deslizándola contra su cuerpo y le aferró el trasero con las manos para frotar su miembro contra ella mientras le hundía la lengua en la boca, haciendo estragos en sus sentidos. Amelia sintió que la pasión comenzaba a arder en sus venas… pero en esa ocasión quería más.
En esa ocasión, lo quería todo.
Interrumpió el beso a fin de recuperar el aliento suficiente para hablar.
—Tu ropa —consiguió jadear.
Le puso las manos en el pecho y le abrió la chaqueta, atrapándole así los brazos. Con una maldición, Luc la soltó, retrocedió un paso, se quitó la chaqueta de un tirón y la arrojó al suelo.
La violencia del gesto la pilló desprevenida. Luc se percató y se quedó muy quieto. La miró con los ojos entrecerrados y oscurecidos por un ardiente deseo antes de extender las manos hacia ella. Le cogió la barbilla con una mano y le inclinó la cabeza, acercándola a él. Estudió su expresión y ella no intentó ocultar la curiosidad que sentía. Después, inclinó la cabeza hacia ella.
—Deberías tener cuidado con lo que deseas. Es posible que se haga realidad —murmuró.
Amelia le devolvió el beso con ardor, esperando… esperando encontrar el salvajismo que había vislumbrado momentos antes. Era una parte de él de la que siempre había conocido su existencia, escondida bajo la superficie, una parte que solía mantener muy oculta; una parte vibrante y vital que sospechaba era más cercana a su verdadera naturaleza.
Una naturaleza que siempre la había fascinado; algo diferente, prohibido y misterioso. En realidad, esa era la razón de que le resultara tan atractivo, la razón de que él y sólo él fuera su hombre.
Y eso era algo que sabía sin más, una realidad sobre la que no albergaba la más mínima duda. Así pues, tironeó de los botones de su camisa y la abrió de par en par antes de extender las manos sobre su pecho para acariciarlo con un ronco gemido de placer. Sentía esa piel caliente bajo las palmas y los músculos, tensos como la cuerda de un arco. Su pecho era una maravillosa combinación de crespo vello negro y puro músculo; se deleitó recorriéndolo con las manos mientras lo instaba a continuar con besos profundos y apasionados.
Luc se quitó la camisa, pero no hizo ademán de hacerse con el control; Amelia lo tomó como su consentimiento y siguió con sus caricias.
Extendió los dedos sobre su espalda para estrecharlo con fuerza mientras él le devoraba la boca y le acariciaba el trasero. Los acerados músculos de su espalda se contraían y relajaban bajo sus manos. Comenzó a acariciarlo más abajo, deleitándose con su cuerpo, para después deslizar las manos por los costados y acariciarle el duro abdomen, que se contrajo bajo las caricias. Luc inhaló con fuerza cuando sus manos bajaron todavía más. Y contuvo el aliento cuando rozó la zona cercana a su erección. Sus sentidos se concentraron en ese lugar… y ella se dio cuenta. Se quedó muy quieto, pero no la detuvo cuando comenzó a desabrocharle los pantalones. El cariz del beso cambió; Luc respiraba con dificultad, completamente absorto en el placer…
Reprimiendo una sonrisa, Amelia metió una mano por la pretina abierta y cubrió su miembro. Duro, tal y como había esperado, pero ardiente, y con una piel tan sedosa…
Ninguno interrumpió el beso, pero ya no le prestaban atención; estaban concentrados en las caricias indagadoras e inexpertas de sus dedos. Sólido, casi tan grueso como su muñeca, aquel miembro le llenaba la mano por completo. Lo rodeó con los dedos y sintió que lo recorría un estremecimiento.
Se tomó su tiempo para explorarlo a placer, aunque el instinto le advertía que no se lo permitiría durante mucho más, que esa marea de ardiente pasión que le había provocado con sus caricias, y que él se esforzaba por contener, se haría muy pronto con el control de la situación.
Y que, llegado ese momento, él dejaría que la marea los arrastrara a ambos.
Sin embargo, demostró ser lo bastante fuerte como para concederle ese instante, y dejar que lo acariciara, pese al delicioso tormento que estaba causándole. Sólo fue consciente de que él le estaba quitando la bata cuando tuvo que soltarlo para sacarse la bata por los brazos, si bien se apresuró a tomarlo de nuevo… con la única intención de seguir atormentándolo.
Luc apretó la mandíbula y aguantó lo que pudo mientras su autocontrol se iba haciendo trizas. Todavía no tenía mucha experiencia, gracias a Dios, pero aun así, sus manos poseían una intuición innata que hacía que sus caricias resultaran deliciosas. Su cuerpo prometía el paraíso, y allí era donde pretendía llegar. Y aún más allá.
No encontró fallo alguno en sus preparativos; la luz era como un regalo caído del cielo, ya que le permitía verla, tanto en ese momento como cuando la tuviera bajo su cuerpo. Cuando por fin la poseyera.
Esa idea lo enardeció todavía más con una oleada de puro deseo que le recorrió todo el cuerpo y endureció todavía más esa parte de su anatomía que en esos momentos la fascinaba por completo. Amelia se dio cuenta y titubeó; él bajó la mirada cuando ella le acarició la punta con el pulgar.
No necesitaba mirar para saber que había encontrado una gota. Incapaz de pensar o de reaccionar siquiera, contuvo el aliento, le levantó la cara y buscó de nuevo su boca con un beso arrebatador para después, con plena deliberación, dejar que sus defensas cayeran y devorar sus labios hasta hacerle perder el sentido.
Le aferró la muñeca y le apartó la mano de su miembro para tirar de ella poco a poco hasta pegarla a su cuerpo, deleitándose en la sensación de su sedosa piel al rozarle el pecho, los brazos y su erección mientras le devoraba la boca, sin soltarla ni liberar sus sentidos. Amelia no podía liberarse, ni lo haría nunca. A partir de ese momento, era él quien marcaba las pautas de su libreto.
Amelia lo sabía; estaba indefensa, no sólo ante su fuerza, sino también ante su autocontrol. No luchó contra él; no tenía intención de hacerlo, ni en ese instante ni nunca. Eso era lo que quería: que él la hiciera suya. Muy lejos de resistirse, se sumergió en su abrazo, se rindió a su exigente beso y esperó con los nervios a flor de piel a que Luc la reclamara.
Él pareció darse cuenta, ya que no perdió el tiempo. Dejó de besarla y la cogió en brazos para dejarla de rodillas en el centro de la cama. Antes de que pudiera preguntarle nada, bajó la cabeza y le besó los pechos. Cogió un pezón entre los labios y succionó con fuerza.
Amelia echó la cabeza hacia atrás y su jadeo resonó en el dormitorio. Luc se dio un festín como un rey que la supiera su esclava. La aferró con fuerza por la cintura para sostenerla y después bajó una mano hasta su cadera para empujarla y lograr que se sentara sobre los talones.
Le permitió que le lamiera los pechos, que succionara y torturara los enardecidos pezones con su ardiente boca. Le sujetó la cabeza con las manos para impedir que se apartara y sólo cuando se enderezó y se apartó de ella un instante se dio cuenta de que se había quitado las botas y los pantalones.
Por fin estaba desnudo delante de ella. Abrió los ojos de par en par para disfrutar de semejante estampa, para embriagarse con su belleza. Extendió la mano para tocarlo, pero él la cogió de la cintura y la hizo erguirse sobre las rodillas para besarla. La encerró una vez más en un apasionado abrazo, en un ardiente y tempestuoso juego de conquista y placer.
Luc la conquistó mientras ella se dejaba arrastrar por la oleada de sensaciones. Le devolvió cada gesto y cada jadeo cuando el beso se convirtió en una acuciante necesidad, en un infierno de deseo insatisfecho. El roce de sus manos no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de su deseo; no había máscaras ni disimulo. En las garras de la pasión, Amelia se entregó a ese deseo, sin inhibición alguna.
Cuando sintió ese cuerpo duro sobre ella y la cálida y apremiante evidencia de su deseo contra el vientre, perdió cualquier vestigio de modestia y timidez y dejó a un lado todas sus reservas.
Luc la instó a que se recostara y le introdujo una rodilla entre las piernas para separárselas. Su musculoso muslo, cubierto de vello, se apretó contra su entrepierna, robándole el aliento de golpe. A continuación, cambió de postura y presionó esa zona tan sensible con maestría…
Hasta que ella jadeó y echó la cabeza hacia atrás mientras intentaba luchar contra la marea de sensualidad. Tenía la piel en llamas; el cuerpo, consumido; los nervios, a flor de piel; y los sentidos, embriagados. Algo diferente, algo absolutamente desconocido para ella, la inundaba y la exhortaba a continuar; un fuego líquido que le corría por las venas y la consumía por entero. Luc la hundió en el colchón y ella se dejó llevar a placer, sumida en una vorágine de deseo… Él la siguió con su cuerpo al tiempo que la otra rodilla se unía a la anterior para separarle aún más las piernas, abriéndolas de manera que pudiera quedar entre ellas.
El contacto de sus muslos, el roce del vello masculino en la cara interna de sus piernas, la hizo abrir los ojos. Luc estaba encima de ella, apoyado sobre los brazos. Estaba observando el lugar en el que se unirían y la expresión de su rostro, la dureza de esos rasgos que el deseo había convertido en los de un conquistador implacable y viril, quedó grabada a fuego en su ofuscada mente.
Luc cambió de posición y ella sintió entre sus muslos la caricia y la presión de ese miembro que explorara momentos atrás; sintió su fuerza inherente y el calor que emitía mientras se frotaba contra su húmedo sexo. Luc la miró a los ojos y atrapó su mirada. Sin apartar la vista de ella, se apoyó con fuerza sobre los brazos, movió las caderas hacia delante.
Apenas un poquito. Después se retiró con delicadeza… y ella le apretó la cintura. Luc dejó escapar una carcajada ronca.
—Creo que este es el momento en el que se supone que debo decirte que no te preocupes.
Volvió a presionar mientras hablaba, pero una vez más se detuvo justo al penetrarla. Lo justo para que vislumbrara el paraíso, para volverla loca. Amelia inspiró hondo y dejó escapar el aire cuando él se retiró de nuevo.
—No estoy preocupada.
Luc enarcó una de sus cejas oscuras antes de bajar la cabeza; ella se incorporó un poco para salir al encuentro de sus labios. En el preciso momento en el que se rozaron, Luc murmuró:
—Pues deberías.
Después, la besó con ternura; no sólo con la intención de obnubilarle los sentidos, sino para que disfrutara de las abrumadoras sensaciones que la obligaba a sentir mientras movía las caderas adelante y atrás, quedándose justo en la entrada de su cuerpo.
Hasta que Amelia comenzó a retorcerse y a arquear el cuerpo, buscando más. Hasta que ya no pudo seguir soportando esa tortura, hasta que estuvo empapada y dispuesta, tan abrumada por el deseo y tan consciente del vacío de su interior, que intentó poner fin al beso y le clavó las uñas en las caderas cuando él se negó a separarse.
De pronto se vio sumida en un beso tan arrebatador que perdió la noción de la realidad. La lengua de Luc se hundió en su boca y la devoró sin compasión. Se dio cuenta de que él contenía el aliento y apoyaba las caderas con más fuerza contra ella. Y en ese momento embistió con fuerza.
Amelia gritó, pero el sonido quedó ahogado por el beso. Luc no se detuvo, empujó hasta que se introdujo en ella hasta el fondo. Amelia no podía respirar y aceptó el aliento que él le daba; su mente se esforzaba por asimilar lo que parecía imposible: la sensación de tenerlo, grande y duro, en su interior, llenándola hasta límites insospechados.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, él se retiró y volvió a penetrarla; se tensó a la espera de ese dolor punzante, pero no llegó. Sin embargo, aún sentía una leve molestia… y se tensó a causa de la abrumadora presión que sentía en su interior, contra la arrolladora fuerza de su envite.
Luc repitió el movimiento y luego se apartó de sus labios para mirarla; sus ojos, oscurecidos por la pasión, la mantuvieron cautiva mientras salía muy despacio antes de volver a hundirse en ella con una embestida más profunda si cabía, inmovilizándola con su peso.
Amelia sintió cada centímetro del miembro que la llenaba; sintió que tensaba y que arqueaba la espalda.
—Relájate. —Luc bajó la cabeza para rozarle la comisura de los labios con un beso—. Túmbate y déjate llevar. Deja que tu cuerpo aprenda.
A pesar de la ternura de las palabras, fue una orden, una que se vio impelida a obedecer. Luc continuó moviéndose sobre ella, dentro de ella y la tensión fue desapareciendo poco a poco.
Y entonces se percató de la intimidad de lo que estaban haciendo. La realidad se coló en su mente a medida que él la penetraba con mayor facilidad, a medida que sus sexos se rozaban en cada penetración. A medida que sentía el azote de la pasión, del deseo renovado.
Amelia levantó la vista y atrapó su mirada… No era el momento oportuno para reconocer la verdad, pero así fue. La verdad de que se encontraba desnuda, vulnerable y totalmente indefensa ante la fuerza de Luc, atrapada bajo su cuerpo con las piernas abiertas.
No supo qué vio él en su rostro, pero aunque su duro semblante no varió, sí que se suavizó el rictus de su boca.
—Deja de pensar —dijo.
Se retiró por completo de su interior para volver a enterrarse hasta el fondo un instante después con más fuerza aún, haciendo que ella se retorciera un poco, llenándola de tal forma que sintió un ramalazo de emociones y supo de inmediato cuáles eran sus intenciones y que aún quedaba mucho placer por llegar.
Sin apartar los ojos de su mirada, se apoyó sobre los codos y la aplastó con su cuerpo.
—Deja de resistirte.
Y obedeció; el contacto de su cuerpo, tan cercano y real, le dio confianza; la calidez que emanaba de él, el contradictorio consuelo que le provocaba su fuerza, cayó sobre ella y se llevó los últimos vestigios de sus miedos virginales. De hecho, ya no era virgen. Era suya.
Habría sonreído, pero sentía el rostro demasiado tenso; en cambio, extendió las manos sobre su espalda y lo apretó contra ella. Levantó el rostro hacia él y le susurró junto a la boca:
—Pues enséñame. Ahora.
Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida un instante antes de besarla. Fue un beso largo, profundo… carnal.
—Sígueme —musitó él, que se apoderó de su boca justo antes de apoderarse de nuevo de su cuerpo.
Y otra vez.
Y otra. La implacable repetición alimentó el torbellino de sus sensaciones, la anhelante marea de deseo. Se unió a las insatisfechas llamas de la pasión y las avivó hasta crear un anhelo más fuerte y poderoso, un anhelo incontrolable e inconmensurable.
Que entró en erupción.
En una tormenta de fuego.
En una conflagración incontrolable de emociones, sensaciones físicas y sensualidad; en una conflagración donde los labios se unían, las lenguas se debatían, las manos arañaban y sus cuerpos se fundían en su afán por dar, por tomar… por convertirse en un único ser.
Era una fuerza aterradora, excitante y absolutamente arrebatadora. Amelia gimió; Luc jadeó. Ella le clavó las uñas en la espalda y se arqueó en un movimiento salvaje que lo llevó más adentro, justo donde lo deseaba, y sólo se quedó satisfecha cuando Luc respondió hundiéndose en ella con más fuerza y con embestidas cada vez más frenéticas.
Le enterró una mano en el pelo y tiró de ella hacia atrás para devorar su boca mientras se hundía en su cuerpo. Bajo él, Amelia se retorcía con ansia… excitándolo todavía más.
No era ningún juego, era una feroz danza de deseo. Era la expresión de un anhelo que rayaba en la desesperación, que desafiaba su conocimiento y que necesitaba calmar.
Una necesidad que él parecía compartir, también sobrecogido por el afán de poseerla e igual de enloquecido por el deseo.
Ese acuciante anhelo los transportó a un nuevo mundo donde sólo existían ellos dos y la pasión que los consumía. Donde la única realidad era la unión de sus cuerpos, las sensaciones que abrumaban sus sentidos y la creciente tensión que los dejaba acalorados y jadeantes. Esa excitación que no dejaba de crecer.
Amelia habría hecho cualquier cosa por alcanzar la recompensa que vislumbraba, la culminación del placer que estaba al alcance de su mano y la llamaba desde la sensual vorágine. Luc la obligó a ir más lejos y ella jadeó; cuando volvió a embestir con fuerza, ella se cerró hambrienta alrededor de su miembro, atrapándolo y tensándose todavía más…
Y de repente lo sintió… Se dejó llevar, se dejó arrastrar de buena gana por la marea de placer que reclamó su alma para llevarla al paraíso. Estalló en una orgía de glorioso éxtasis que se extendió por todo su cuerpo y se transformó en plenitud bajo su piel. Un intenso deleite se adueñó de ella cuando esa ola remontó y la llevó más alto… y sintió cómo Luc la llenaba por completo antes de quedarse muy quieto, reteniéndola junto a él en ese éxtasis hasta que la marea comenzó a retirarse lentamente.
Luc respiró hondo y cerró los ojos con fuerza al notar que los espasmos del orgasmo de Amelia remitían. Sólo entonces dejó que su cuerpo tomara el mando, que se hiciera con el control de la situación y se dejara llevar por ese anhelo que se le escapaba de las manos, ese anhelo que debía satisfacer.
El anhelo de hacerla suya, de atarla a él… de poseerla y conocerla más allá del cariz carnal del momento. De ordenarle que se sometiera. Por completo y sin reservas.
Que fuera suya.
Había sido incapaz de resistirse a la fruta prohibida, a pesar de que la parte de su mente que aún pensaba le advertía que una vez que la hubiera probado, la desearía de nuevo. Ni siquiera la certeza de una vida de adicción lo haría desviarse de su objetivo; se apoyó en los brazos para levantarse un poco y la contempló mientras le hacía el amor, mientras su cuerpo lo acogía y lo rodeaba. Contempló cómo sus voluptuosas curvas de alabastro se elevaban para recibir sus envites, sintió que ella aceptaba su pasión cuando le separó aún más los muslos para penetrarla más profundamente.
La liberación llegó como una oleada, como una gigantesca ola de sentimientos que creció hasta romper sobre él, destrozándolo mientras se estremecía sobre ella y derramaba su simiente en su interior antes de dejarse caer, exhausto, a su lado. Más saciado y en paz de lo que jamás lo había estado en la vida.
Los dos estaban exhaustos. El sol había descendido en el horizonte y sus rayos se colaban por las ventanas para iluminar sus cuerpos entrelazados mientras yacían tumbados el uno junto al otro, demasiado cansados como para moverse, a la espera de que la vida volviera a surgir, a la espera de que el mundo comenzara a girar de nuevo.
Tendido de espaldas, con la cabeza de Amelia sobre el pecho y su cuerpo acurrucado junto a él, Luc comenzó a juguetear con su cabello mientras intentaba pensar.
Mientras intentaba definir lo que acababa de suceder y sus posibles repercusiones.
Lo más aterrador era el hecho de verse incapaz de definir ese impulso que había surgido de la nada y se había apoderado de él… de ellos, aunque no podía estar seguro de eso. Probablemente ella creyera que era lo normal, pero él sabía que no era así. Lo más preocupante era la sensación de que esa fuerza, ese impulso, era correcta y parecía formar parte de ambos… como un elemento innato en su vínculo físico. Un elemento que había elevado dicho vínculo a unas cotas que lo habían sorprendido incluso a él.
Cerró los ojos e intentó no pensar en esa primera embestida que lo introdujo en su interior ni en el momento en el que por fin había podido penetrarla a placer y había sentido cómo se contraía a su alrededor. Era tan estrecha… Conseguir que se relajara para poder penetrarla hasta el fondo había puesto a prueba su autocontrol, aunque el resultado bien había valido la pena…
Reprimió un gemido y abrió los ojos, clavando la vista en el dosel. Volvía a tener una dolorosa erección, pero no podía poseerla de nuevo, no con la hora de la cena tan cerca…
Esa idea le hizo recordar dónde se encontraban, la hora que era y la identidad de la dueña de la casa. La miríada de gente que los rodeaba. Lo recordó todo de golpe. Levantó la cabeza y miró al otro lado de la estancia… hacia la puerta que no había cerrado con llave. Al aguzar el oído, escuchó pisadas a lo lejos.
—Mmm… —Amelia se desperezó y comenzó a acariciarle el pecho hacia abajo…
Luc le sujetó la muñeca para detenerla.
—No tenemos tiempo. —Le apartó el brazo y la instó a incorporarse antes de apartarle el enredado cabello de la cara. Buscó sus ojos, que tenían un brillo lánguido y sensual, y se percató de sus labios, hinchados y enrojecidos—. Tengo que marcharme antes de que comiencen a aparecer el resto de las damas. Por cierto… la colcha está manchada de sangre.
Amelia esbozó una sonrisa ufana.
—No pasa nada. Esta colcha es mía. La traje de casa. Me la llevaré cuando nos vayamos.
Con los labios apretados y los ojos entrecerrados, Luc recordó la bata transparente; estaba claro que no era una prenda que su madre le hubiera regalado por Navidad. Amelia lo había planeado todo, y muy a conciencia, a tenor de dónde se encontraban en esos momentos.
—Muy bien. —Se dio la vuelta sobre el colchón para colocarse encima, aunque ella no se quejó. Le cogió las manos y se las colocó a ambos lados de la cabeza antes de besarla… un beso profundo y devastador, justo como él quería.
Amelia se retorció bajo él, tan voluptuosa como una sirena. Tras dar por concluido el beso, levantó la cabeza y se valió de su peso para mantenerla inmovilizada.
—Ahora no.
—Seguro que tenemos tiempo…
—No. —Titubeó un instante mientras contemplaba su rostro, pero después inclinó la cabeza y le besó el lóbulo de la oreja antes de susurrar—: La próxima vez que te haga mía, tengo toda la intención de que dure al menos una hora y tendré que amordazarte, porque te prometo que vas a gritar.
Se apartó y estudió su expresión. Amelia se limitó a devolverle la mirada con un brillo en los ojos que decía a las claras lo que pensaba.
Luc esbozó una sonrisa… ladina. Después se apartó de ella y se levantó de la cama.
Amelia no recordaba absolutamente nada de la primera cena. Después de que Luc se marchara de su habitación, tras comprobar que no había nadie que pudiera ver cómo bajaba las escaleras, se obligó a levantarse. Al descubrir que le dolían músculos que ni siquiera sabía que tenía, decidió darse un baño; un largo baño durante el cual pudiera rememorar lo que su hermana gemela calificara una vez de momento mágico.
Y tanto que había sido mágico… Se quedó dormida en la bañera. Por suerte, Dillys la había despertado y la había vestido y peinado antes de enviarla al salón; de haber sido por ella…
Una extraña y maravillosa sensación se había apoderado de ella, de manera que cualquier pensamiento, cualquier esfuerzo, parecía del todo innecesario. Tuvo que esforzarse por reprimir una sonrisilla tonta, demasiado reveladora. Hasta el momento en el que sus ojos se posaron en su futuro prometido, cuando se reunió con los invitados del salón.
Tras hacerles una reverencia a sus anfitriones, se dirigió hacia donde Emily conversaba con lord Kirkpatrick, y de inmediato sintió la mirada de Luc. Lo buscó entre el gentío y lo vio charlando con una dama y tres caballeros al otro lado de la estancia.
Sus miradas se encontraron y, a pesar de la distancia, supo que algo no andaba bien. Supo con certeza que Luc no prestaba atención a los comentarios que le hacían. En ese instante, pareció recuperar la compostura, titubeó y luego se centró de lleno en la conversación.
Esa muestra de incertidumbre tan impropia de él hizo que comenzara a hacerse preguntas, preguntas que no tardaron en dejarla llena de dudas.
—Hemos pensado en dar un paseo hasta los Downs mañana por la mañana. —Lord Kirkpatrick la miraba esperanzado—. No queda demasiado lejos y dicen que las vistas son magníficas. ¿Le gustaría acompañarnos?
—¿Mañana? —Desvió la vista hacia Emily y vio que los ojos de la muchacha también la miraban con ilusión—. No se me había… —Otro vistazo le confirmó que la pareja deseaba que los acompañara alguien como ella, una persona que apoyaba su incipiente romance, para poder pasar algo de tiempo juntos sin estar rodeados de mirones—. Bueno… Sí, me encantaría salir a dar un paseo si el tiempo lo permite.
—Por supuesto… Si el tiempo lo permite.
Ambos sonrieron de oreja a oreja, agradecidos.
Amelia suspiró para sus adentros y se resignó a pasar una mañana de placeres bucólicos entre prados y riachuelos. Le habría gustado deleitarse con otros placeres, pero… no tenía ni idea de lo que Luc estaba pensando, mucho menos lo que tenía planeado para el día siguiente.
Sintió de nuevo su mirada y se volvió, sólo para percibir una vez más que algo lo preocupaba. Aunque esa expresión no llegó a traslucirse en su apuesto rostro, ella la sintió como una pesada losa. Una vez más, en cuanto sus miradas se encontraron, él apartó la vista… como si lo hubieran distraído sus acompañantes, aunque en realidad…
¿En qué estaba pensando? Emily y lord Kirkpatrick no necesitaban que ella participara de su conversación, de modo que pudo permanecer junto a ellos mientras intentaba comprender lo que sucedía. Tras rememorar lo acaecido esa tarde, intentando ponerse en la piel de Luc, se vio asaltada por la desolación.
¿Debería haber gritado? ¿O se trataba de todo lo contrario y a Luc no le había gustado su descaro? ¿Había sido demasiado complaciente? ¿Acaso eso era posible con un hombre, un libertino, como él?
¿Había hecho algo, llevada por su inexperiencia, que no le había gustado?
¿Había sido esa la razón por la que se marchara, sin duda mucho antes de lo necesario? Se había mostrado muy firme, implacable de hecho, a la hora de no volver a poseerla, aunque había estado más que preparado para ello. Ese no era el comportamiento que hubiera esperado de un hombre de su reputación. Era más que consciente de que, desde su adolescencia, no le habían faltado las mujeres y de que nunca les había hecho ascos.
Se le hizo un nudo en el estómago, y no debido a una sensación placentera; un pensamiento muchísimo peor le cruzó la cabeza. ¿Sería su estado de ánimo señal de que se arrepentía de haber acudido a ella… de que se arrepentía de todo lo sucedido esa tarde?
Una vez que se le ocurrió la idea, no pudo quitársela de la cabeza y bloqueó cualquier otro pensamiento. Intentó captar de nuevo su mirada, pero Luc no volvió a mirar en su dirección. De hecho, se mantuvo bien alejado de ella.
Sonó el gong que anunciaba la cena y los invitados se trasladaron al comedor. Dado que tenía uno de los títulos más importantes, Luc tuvo que acompañar a una de las grandes dames y ella se vio casi al otro lado de la mesa.
Tuvo que reír, charlar y mantener una máscara jovial. Todo el mundo, sobre todo su perspicaz madre, esperaba que se comportara así. Albergaba la esperanza de haber interpretado bien su papel, aunque no tenía ni idea. Durante la cena, el alma se le fue cayendo a los pies mientras se preguntaba en qué situación se encontraba su relación en esos momentos y si Luc acudiría a su habitación esa noche para que así pudiera despejar todas sus dudas.
No era de extrañar que no recordara absolutamente nada, ni de la comida ni de la conversación.
Las damas se levantaron de la mesa y pasaron al salón para que los caballeros tomaran su copita de oporto a solas. Con una sonrisa en los labios, se unió a las más jóvenes, Anne, Fiona y otras tres jovencitas, para entretenerse con su cháchara mientras esperaba a que los caballeros se reunieran con ellas, a la vez que aguardaba que Luc se acercara y hablara con ella para concertar otro encuentro, de la clase que fuera.
Los caballeros regresaron, pero Luc no.
Se obligó a comportarse con normalidad, a tomar el té y a charlar mientras le daba vueltas a la idea de ir en su busca. Hightham Hall era una mansión enorme y enrevesada; no tenía ni idea de dónde podía estar en esos momentos ni de dónde se encontraba su habitación. Era imposible encontrarlo.
Él, en cambio, sí podía encontrarla a ella.
Cuando se animó a los más jóvenes a que se retiraran, fingió reprimir un bostezo y aprovechó la oportunidad para retirarse a su dormitorio con la excusa de que el viaje la había dejado agotada.
Una vez en su habitación, se puso un largo camisón de linón. Tras pedirle a Dillys que se retirara, apagó la vela y se acercó a la ventana. Descorrió las cortinas y esperó mientras contemplaba cómo la luz de la luna se desplazaba lentamente sobre el suelo de la estancia.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que, con indiferencia de la hora a la que ella se hubiera retirado, Luc no se arriesgaría a acudir a su dormitorio hasta bastante después, hasta que las grandes dames se hubieran ido a dormir. Masculló una maldición y se acostó. Se tapó con la colcha hasta la barbilla y mulló las almohadas antes de decidirse a bajar la cabeza.
Si se quedaba dormida, Luc tendría que despertarla… y estaba bastante segura de que lo haría.
Cerró los ojos, suspiró y se dispuso a esperar.