Capítulo 7

LA noche se presentaba como una catástrofe; de haber podido librarse del baile de máscaras de la condesa de Cork, Luc lo habría hecho, pero la vieja bruja era una amiga íntima de la familia y su asistencia era obligatoria. De todas formas, no hubo manera de convencer a Amelia de que no asistiera; albergaba la esperanza de que la velada fuera un éxito y así se lo había hecho saber de forma tajante.

Mientras subía los escalones de la mansión de la condesa con Amelia del brazo cubierta por la capa y la máscara, la ironía de la situación se le antojó de lo más incómoda. Jamás se había sentido tan dividido en toda su vida. Al menos le quedaba el consuelo de que no asistirían ni su madre ni la de Amelia, y tampoco sus amigas. Esa noche estaba planeada para gente como ellos y para aquellos más jóvenes que aspiraban a imitar su estatus de pareja.

Tras entregar las invitaciones al mayordomo, guio a Amelia a través de la multitud que abarrotaba el vestíbulo de entrada de Su Ilustrísima. Los que asistían por primera vez a un acontecimiento semejante se habían detenido allí. Ataviados con máscaras e irreconocibles con los dominós, observaban a los restantes invitados intentando identificar a otros. Con una mano en su espalda, Luc la instó a continuar.

—Al salón de baile —le dijo cuando ella titubeó y lo miró por encima del hombro—. Estará menos concurrido.

En un momento dado, tuvo que ponerse delante de ella y abrirse paso a empujones, pero su pronóstico resultó correcto; en el salón de baile al menos podían respirar.

—No tenía ni idea de que habría semejante aglomeración. Teniendo en cuenta que estamos a finales de la temporada, claro. —De puntillas, Amelia observaba a la multitud, intentando distinguir el lugar en el que se encontraban.

—Si los bailes de máscaras no estuvieran abarrotados, no tendrían sentido.

Ella lo miró.

—¿Porque sería demasiado fácil reconocer a los demás?

Contestó con un brusco gesto de asentimiento y la tomó del brazo. Nadie tendría el menor problema para identificarla a pesar de la multitud; esos ojos azules, abiertos de par en par tras la máscara, eran inconfundibles, sobre todo si se sumaban a los tirabuzones dorados que se atisbaban bajo la capucha de su dominó.

—Aquí. —Se detuvo y le dio un tironcito a la capucha que la ocultaba, con la intención de cubrirle mejor el rostro y el pelo.

Ella alzó la vista.

—No importa que la gente me reconozca. Ya he encontrado a mi pareja para la velada.

Cierto, pero…

—Dadas las esperanzas que has depositado en ella, sería mejor que no atrajéramos ningún tipo de atención innecesaria.

Amelia llevaba una máscara que dejaba la parte inferior de su rostro al descubierto. Él observó su expresión y vio la sonrisa seductora que curvó sus labios cuando inclinó la cabeza.

—En ese caso, debo dejarme guiar por tu dilatada experiencia.

Le puso la mano en el brazo y se colocó junto a él, justo en la posición donde él la quería; se sentía mucho más cómodo cuando estaba a su lado, con la mano sobre su brazo. Reprimió un suspiro y accedió a dar una vuelta por la estancia.

En circunstancias más normales habría estado evaluando el salón de baile y la casa en busca de algún lugar al que llevar más tarde a la dama que lo acompañara con el fin de disfrutar de otros placeres más íntimos. Esa noche y acompañado de la dama que presidía continuamente sus pensamientos, le preocupaba más poder evitar, en la medida de lo posible, ese tipo de placeres.

—Amelia. —Su intención era la de tensar las riendas que ella había aflojado. E intentar dar un giro a la situación—. A pesar de lo que estás pensando, aún vamos demasiado rápido por el camino que hemos elegido.

Ella tardó un momento en mirarlo a la cara y, para entonces, su expresión estaba crispada.

—¿No estarás sugiriendo por casualidad que retrocedamos?

—No. —Sabía que jamás aceptaría algo así—. Pero… —¿Cómo explicarle que, a pesar de lo que le había hecho creer, el número de templos que podían visitar antes de disfrutar de un encuentro pleno era limitado? Al menos si quería conservar su cordura, claro—. Confía en mí no podemos avanzar más de lo que ya lo hemos hecho. Aún.

Para su sorpresa, ella no se tensó, ni lo miró echando chispas por los ojos, ni discutió. En cambio, se detuvo y lo enfrentó. Clavó la mirada en sus ojos, esbozó una de esas sonrisas que ponían en alerta todos sus instintos y se acercó para poder hablar sin que los escucharan.

—¿Estás diciendo que no vas a seducirme todavía?

Luc sintió que endurecía su expresión; enfrentó su mirada y sopesó su respuesta con cuidado.

—Todavía.

Amelia sonrió de oreja a oreja y se acercó aún más. Alzó una mano y sus dedos le acariciaron la mejilla.

—Deja de ser tan noble. —Habló en voz baja, apenas un murmullo hipnotizante—. Estoy más que preparada para que me seduzcan. Para que tú me seduzcas. —Estudió con atención su mirada y ladeó la cabeza—. ¿Es porque me conoces desde siempre?

Resultaba toda una tentación decirle que sí; aceptar esa conclusión como una excusa y aprovecharse de su empatía.

—No tiene nada que ver con el tiempo que hace que nos conocemos —contestó con voz cortante, si bien eso no pareció molestarla. En cambio, Amelia se limitó a seguir observándolo con las cejas levemente arqueadas en un gesto curioso.

Le había colocado una mano en el pecho y estaba tan cerca que podría abrazarla si quisiera. Un rápido vistazo a los alrededores le confirmó que, aún distraído, sus instintos de libertino seguían funcionando a la perfección. Estaban en uno de los extremos del salón de baile, en un rincón cobijado por las sombras donde el pasillo se unía a la estancia principal. A tenor de las circunstancias, le pareció que lo más natural era abrazarla y retenerla allí donde estaba.

Se devanó los sesos tratando de averiguar la razón por la que ella había aceptado la demora en su seducción hasta que él aceptara el verdadero significado de dicha seducción.

—Sólo llevo cortejándote abiertamente diez días. Una seducción completa en este momento sería de lo más precipitada.

Amelia prorrumpió en carcajadas contra su pecho, con el rostro alzado hacia él.

—¿Por qué? ¿Cuánto tiempo sueles tardar en engatusar a una dama para llevártela a la cama?

—Esa no es la cuestión.

—Cierto. —Su risueña mirada seguía clavada en él—. Pero si nos damos el gusto, ¿quién iba a enterarse? No voy a acabar con un sarpullido, ni a ir de un lado a otro con una sonrisa bobalicona, ni a hacer nada que pueda dar pie a que alguien lo adivine.

No le preocupaba un posible cambio en ella, estaba preocupado por sí mismo. Por su falta de sentido común, por su potencial falta de autocontrol y por ese anhelo que despertaba en él. Un anhelo que lo instaba a completar su plan de seducción en ese mismo momento, si no antes. Un anhelo que lo instaba a imaginarla bajo su cuerpo, rendida… A poseerla.

Sin embargo, era un anhelo muy distinto a todo lo que había experimentado hasta ese momento; mucho más poderoso, mucho más exigente. Un anhelo que lo arrastraba como jamás nada lo había arrastrado.

La miró a los ojos.

—Créeme, es preciso que retrasemos la seducción al menos otros diez días.

Amelia escuchó su réplica, pero se concentró en su tono de voz. Cortante, implacable… decidido. Sin embargo, había hablado, había discutido el tema en lugar de intentar someterla a su voluntad de forma dictatorial. Cosa que, tal y como bien sabía, era su actitud habitual a la hora de lidiar con cualquier mujer. Las explicaciones, por someras que estas fueran (detalle en absoluto sorprendente dada su falta de práctica), jamás habían sido su estilo. Y, aun así, lo había intentado. Había intentado ganarse su colaboración en lugar de obligarla a obedecer.

Así pues, continuó sonriéndole.

—¿Otra semana y media?

No creía ni por asomo que pudieran aguantar. Después de sus últimos encuentros, sobre todo después del que tuvo lugar en el huerto de Georgina con ese beso final tan revelador en el camino de regreso a la villa, estaba segura de que las cosas entre ellos progresaban precisamente como había deseado desde un principio. Como había soñado. Estaba claro que él la veía como a una mujer, como a una mujer a la que deseaba, pero había mucho más en su relación.

Como su futuro y enamorado marido, Luc estaba plegándose a sus planes a la perfección, mucho mejor de lo que había esperado en esa fase tan temprana del plan. Detalle que sugería que debía tratar sus titubeos sobre la seducción con cierto grado de magnanimidad.

Ensanchó la sonrisa al tiempo que alzaba los brazos y le rodeaba el cuello.

—Muy bien. Cómo desees.

La sospecha que asomó a sus ojos la hizo sonreír aún más. Lo instó a bajar la cabeza para besarlo en los labios.

—Por el momento, dejemos que las cosas avancen a su placer.

Sus labios se encontraron y sellaron el acuerdo; Luc no daba crédito a su suerte. De hecho, mientras sus labios se unían y se separaban antes de volver a reunirse llevados por el deseo mutuo, parte de su mente analizaba el respiro con cínico escepticismo.

Y siguió haciéndolo cuando se separaron y, de tácito acuerdo, se sumaron a las parejas que bailaban el primer vals. Mientras la hacía girar por la estancia, consciente hasta la médula de los huesos de lo mucho que ella disfrutaba del momento y de la sensación de estar entre sus brazos al compás de la música, no pudo evitar sospechar de su aquiescencia.

La última vez que había intentado llevarle la contraria y frenar la creciente intimidad de su relación, ella había alzado la barbilla y lo había dejado plantado para coquetear con otros hombres. Por suerte, en un baile de máscaras, donde en teoría las posibilidades de hacer lo mismo eran ilimitadas, estaba entre sus brazos y, en la práctica, no había nada que pudiera alejarla de ellos.

Era un libertino consumado; mantener la atención de una dama concentrada en la ilícita sensualidad propia de un baile de máscaras y no en sí mismo le resultaba tan fácil como respirar. Se dejó llevar por la costumbre y comenzó a tocarla, a acariciarla bajo el voluminoso dominó y a robarle besos en la penumbra casi sin darse cuenta. Y cuando ambos estuvieron demasiado excitados como para encontrar satisfacción en el salón de baile, no vio peligro alguno en marcharse en busca de un rincón tranquilo donde poder saciar las exigencias de sus sentidos.

No vio ningún peligro.

Guiado por la costumbre, la condujo a un pequeño despacho; una habitación tan pequeña que nadie más la tendría en cuenta. Aún mejor, la puerta tenía pestillo, ventaja que aprovechó. En un lateral había un escritorio y el centro estaba ocupado por un enorme sillón con una alfombra de piel de leopardo extendida a sus pies.

Con una carcajada de pura emoción, Amelia se quitó la capucha y se echó los extremos del dominó sobre los hombros. Luc pasó a su lado y se dejó caer en el sillón. Se quitó la máscara para arrojarla a un lado y extendió los brazos hacia ella.

Amelia se sentó en su regazo envuelta en las capas de escurridiza seda y le llevó las manos al rostro para acercarlo a sus labios. Mientras se besaban, él le desató con presteza las cintas del dominó. La pesada capa se deslizó hasta el suelo, a sus pies. Amelia se quitó la máscara y la arrojó con un gesto despreocupado antes de acercarse más a él para colocarle las manos en el pecho y tentarlo con sus labios en descarada invitación.

Luc aceptó el reto con avidez, más que preparado para tomar lo que les fuera posible. Habían asistido a la fiesta con la intención de pasar la noche disfrutando de su mutua compañía; no tenían otra cosa que hacer. Sus manos exploraron ese cuerpo firme y se deslizaron sobre sus curvas con afán posesivo. Ella lo besó con sincero deleite, invitándolo a proseguir.

No tardaron mucho en sentirse embriagados, pero no a causa del champán de lady Cork. Los besos se tornaron más enloquecedores, más tentadores; el cuerpo de Amelia se relajó y el suyo correspondió endureciéndose. La decisión de complacerla con besos y caricias le había parecido lógica y justa; no tenía sentido negarle esos placeres tan nimios. Jamás se le había pasado por la cabeza que Amelia pudiera echar por tierra su decisión de no seducirla, por mucho que lo intentara.

Y no lo hizo. Estaba seguro de que ni siquiera se lo había propuesto.

No fue ella quien abandonó el sillón para tenderse en la alfombra de piel de leopardo. No fue ella quien se colocó bajo él. No obstante, una vez allí, jadeante, embriagada y excitada, lo ayudó de buena gana a desabrochar los diminutos y endiablados cierres de su corpiño para desnudarle los senos y animarlo a admirar, acariciar y degustar, una vez que él hubo dejado claro que ese era su objetivo.

Ya le había acariciado los pechos antes, ya los había visto, se había dado un festín con su suavidad, pero jamás había sido ella quien se los ofreciera. Hasta ese momento, él había tomado y ella había accedido. Tal vez fue ese sublime gesto de entrega el que motivó el cambio, esa alteración irresistible e irreversible en la naturaleza de su interludio.

Dicho cambio lo pilló desprevenido y con la guardia baja, si no indefenso. Antes de que lo comprendiera, antes de atisbar el peligro, atrapó sus labios con avidez y voracidad, mientras le acariciaba un pecho con una mano igual de insistente. Se dejó arrastrar por la pasión y la aprisionó bajo su cuerpo con la más clara de las intenciones.

Antes de que pudiera pensar, ambos estallaron en llamas.

No era la primera vez que lo experimentaba, ya había sufrido antes el infierno del deseo. Y aunque ella no lo había hecho, no demostró miedo alguno. La besó con más ardor y de forma mucho más explícita de lo que lo había hecho hasta entonces. Ella le correspondió y lo apremió a ir más allá.

Sus manos lo acariciaban con frenesí, se enterraban en su cabello y lo aferraban por la camisa; descubrió de repente que tenía el torso descubierto y que sus manos descansaban allí. Le clavó los dedos en el pecho con fuerza cuando él comenzó a pellizcarle un endurecido pezón cada vez con más fuerza, hasta que ella puso fin al beso con un jadeo y se arqueó bajo él.

Una flagrante invitación. El deseo que el gesto evidenciaba, primitivo e incontenible, despertó su ofuscado sentido común con la fuerza de un mazazo. Le bastó ese instante de lucidez para darse cuenta de que la situación en la que se encontraban era obra suya, y no de Amelia. En su mente ya sabía que ella le pertenecía; era suya para tomar lo que se le antojara dónde y cuándo quisiera si así lo deseaba.

Y la deseaba con una desesperación rayana en el dolor. No había esperado que sus instintos lo traicionaran y le entregaran en ese preciso instante aquello que más anhelaba.

Podía hacerla suya en ese instante, en ese lugar. Mientras sus labios retomaban su asalto y su cuerpo se movía sobre ella, una vocecilla le preguntó: «Y después, ¿qué?». No estaba preparado para enfrentarse a la respuesta; no estaba preparado para enfrentarse al deseo que Amelia despertaba en él, ni a las posibles consecuencias de ese deseo. Le faltaban datos para sentirse seguro. Si sucumbía a sus deseos aunque sólo fuera por esa vez, podría acabar condenado a… ¿qué? No lo sabía.

Y mientras no lo supiera…

Se había visto atrapado por las garras del deseo las veces suficientes como para saber controlarlo. Una vez que hubo reconocido el peligro, su fuerza de voluntad fue capaz de escapar a la trampa que él mismo había tendido.

Por supuesto, había un precio… uno que estaba más que dispuesto a pagar.

Amelia sabía que su interludio la llevaría muy cerca del último templo de su camino. Una especie de apremio se había adueñado de ellos bajo el poderoso asalto de la pasión, instándolos a continuar.

Sus sentidos apenas podían asimilar lo que estaba sucediendo, pero parecieron agudizarse. Su piel ansiaba cada roce y cada caricia, aunque le parecían imposibles de soportar; era consciente de su respiración alterada y de los jadeos de Luc. Tenía la sensación de que sus besos eran lo único que los anclaba al mundo y disfrutaban de cada uno como si les fuera la vida en ello. Su cuerpo parecía haberse derretido y no mostraba el menor indicio de resistencia. El de Luc, en cambio, parecía haberse tensado, como si la fuerza que normalmente animaba sus músculos se hubiera condensado hasta convertirlos en piedra.

En una piedra candente. Desde los labios que la devoraban hasta las piernas que se entrelazaban con las suyas, pasando por la mano que le acariciaba el pecho. Su erección, tan ardiente como el resto de su cuerpo e incluso más dura, era una promesa de lo que estaba por llegar, o eso esperaba ella.

Se quedó sin respiración cuando la mano que le acariciaba el pecho se deslizó por su vientre hasta la cadera para subirle el vestido. Una abrumadora mezcla de emoción, excitación y deseo se apoderó de ella.

Una sensación nueva, porque jamás había deseado hacer algo así con ningún otro hombre. Sin embargo, con Luc estaba escrito que sucediera; ni siquiera se lo cuestionó, lo sabía sin más.

Sintió la caricia fresca del aire. Sin apartarse de ella, Luc le alzó el vestido y la camisola hasta la cintura antes de descender de inmediato hasta los rizos de su entrepierna. Tomó su sexo en la mano al mismo tiempo que le introducía la lengua en la boca. El osado ritmo que impuso la distrajo por un instante, un segundo que él aprovechó para explorar un poco más y penetrarla con un dedo.

Su cuerpo, que ya no le pertenecía por entero, reaccionó elevando las caderas hacia él. Sin embargo, Luc no le dio respiro; al contrario, capturó todos sus sentidos mediante el ritmo hipnotizante de su lengua, idéntico al de ese atrevido dedo.

La pasión creció y creció en su interior hasta que se vio obligada a apartarse de sus labios para poder respirar. Luc se separó para observarla mientras ella apoyaba la cabeza en el suelo entre jadeos; se habría retorcido, pero su peso se lo impedía. En ese instante, él se apoyó sobre un codo para apartarse un poco. Amelia abrió los ojos… y lo descubrió contemplando la mano que la acariciaba entre los muslos desnudos que mantenía separados con una de sus piernas. Mientras lo observaba, esos ojos azul cobalto fueron subiendo desde las caderas hasta el vientre desnudo y de allí al torso, dejando atrás el vestido arrugado en su cintura antes de detenerse en sus pechos, aún expuestos a su mirada, con la piel sonrojada por la pasión y los pezones endurecidos.

La contemplaba con una expresión decidida y tensa, pero había algo en su mirada, en el rictus de sus labios, que sugería una especie de ternura, una emoción intangible que jamás había visto antes en él. En ese momento, alzó la vista y la miró a los ojos.

Movió la mano que tenía entre sus muslos con deliberada lentitud y la penetró un poco más. Comenzó a acariciarla con el pulgar, trazando círculos alrededor de ese lugar que solía atormentar con frecuencia.

Amelia contuvo la respiración, cerró los ojos y tensó el cuerpo. Sin embargo, se obligó a abrir los ojos de nuevo y a extender los brazos hacia él.

—Ven… ahora.

Lo aferró por los hombros y tiró de él… en vano. Sólo consiguió que a sus labios asomara una leve sonrisa.

—Todavía no. —Volvió a mirar la mano con la que la acariciaba antes de zafarse de ella y alejarse un poco más—. Aún queda un altar por adorar.

Amelia no supo a qué se refería, pero cuando él inclinó la cabeza y le dio un beso en el ombligo fue incapaz de respirar o de expresar sus dudas en voz alta. Luc dejó una lluvia de besos sobre su vientre y descendió, logrando que la ya enfebrecida piel se enardeciera aún más.

Las inesperadas e ilícitas caricias le nublaron la mente y embriagaron sus sentidos. Sin embargo, cuando apartó la mano de su sexo y la sustituyó con los labios, dio un respingo, repentinamente insegura.

—¿Luc?

Él no contestó.

Sus labios la acariciaron de nuevo, arrancándole un grito.

—¡Luc!

Él no le prestó la menor atención. Amelia comprendió que no había esperanza de detenerlo y, además, abandonó cualquier deseo de que lo hiciera. Su mente y su sentido común se perdieron en la vorágine de sensaciones.

Jamás había soñado que pudiera hacerse algo así, que un hombre pudiera tocarla de esa manera, y mucho menos que Luc lo hiciera. Había deseado que la hiciera suya y lo había logrado en todos los aspectos salvo en uno. A la postre, se rindió, dejó que la tomara como quisiera y se entregó a su experta guía, dejándose llevar por la corriente de erótico deleite que él había conjurado.

Incapaz de moverse y desprovista de toda resistencia, dejó que se diera un festín con su cuerpo. Como era habitual en todo lo que hacía, las caricias de su lengua fueron lentas, pausadas y concienzudas. La acarició cada vez más rápido, provocándole tal nudo de tensión que creyó que moriría allí mismo; hasta que al final, cuando ya vislumbraba el glorioso deleite que había experimentado en su anterior encuentro, cuando estaba a punto de dejarse llevar por el placer, él la penetró con la lengua muy despacio y con total minuciosidad, provocándole el éxtasis más arrollador.

Después se limitó a abrazarla y, cuando ella intentó protestar, la acalló con un beso, dejando que degustara su propia esencia en sus labios y en su lengua.

—Todavía no —fue su única explicación.

Poco después regresaron al salón de baile, donde Luc insistió en que bailaran el último vals y se quitaran las máscaras para que todos supieran que, en efecto, habían estado allí donde se suponía que debían estar, bailando, antes de acompañarla a casa.

A la mañana siguiente, Luc acudió a Upper Brook Street, pero le informaron de que Amelia estaba en el parque, paseando con Reggie. Titubeó un instante antes de encaminarse hacia allí. Tenía que hablar con ella. A solas, pero a ser posible en un sitio público y seguro.

La vio antes de que ella lo viera a él. Estaba conversando con un grupo de damas y caballeros. Se detuvo bajo un árbol, oculto en parte por sus frondosas ramas, y sopesó la situación. Reflexionó sobre ella, sobre él y sobre lo que estaba haciendo allí. En realidad, estaba intentando ganar tiempo. Necesitaba tiempo para descubrir la verdad, para comprender. Para descubrir las respuestas a los interrogantes que lo acosaban: ¿Desde cuándo poseer a una mujer era sinónimo de compromiso? Y dado que, por extraño que pareciera, así lo era, ¿qué quería decir?

Sabía a la perfección que la ecuación no sería la misma con otra mujer, pero con Amelia… así estaban las cosas. Al margen de sus fingidas pretensiones y de sus deseos. Había pasado media noche obligándose a asimilar esa verdad. E intentando comprender qué se escondía detrás de ella.

Su preocupación más inmediata era la fiesta campestre en Hightham Hall a la que todos estaban invitados, los Ashford, Amelia y su madre. Tres días de desinhibidas diversiones estivales que darían comienzo al día siguiente. En esa etapa del plan, una fiesta semejante era lo último que necesitaba.

Lo que precisaba era tiempo; para asimilar el deseo que sentía por ella; para comprenderlo hasta el punto de poder manejarlo y controlarlo. Sus instintos luchaban entre sí cada vez que la tenía cerca; la deseaba con locura, pero en cierta medida sabía que era peligroso. Sin embargo, el peligro no residía en Amelia, sino en el efecto que tenía sobre él y en lo que él podría llegar a hacer a causa de ese efecto. Estar en manos de las emociones no era una amenaza que hubiera experimentado con anterioridad; y se negaba en redondo a permitir que la situación llegara a ese extremo.

Así que había acudido al parque para pedir clemencia. De forma temporal.

Abandonó su escondite justo cuando el grupo se dispersaba. Lady Collins y la señora Wilkinson llegaban tarde a un almuerzo; apenas tuvo tiempo de saludarlas antes de decirles adiós y aprovechó la distracción de su partida para saludar a Amelia y apoderarse de su mano.

Reggie, que estaba al otro lado de Amelia, se dio cuenta, pero disimuló muy bien; cuando las dos damas se alejaron, se dio un tironcito del chaleco.

—No sé qué opináis vosotros, pero a mí no me importaría estirar un poco las piernas. ¿Qué os parece un paseo hasta La Serpentina?

Los demás (la señora Wallace, lady Kilmartin, lord Humphries y el señor Johns) respondieron afirmativamente a la sugerencia; giraron al unísono y emprendieron la marcha por el camino de grava en dirección al lago.

No fue difícil rezagarse, aminorar el paso hasta que hubo suficiente distancia entre ellos y el grupo como para hablar con libertad.

Amelia ladeó la cabeza y enarcó una ceja en un gesto interrogante.

—Supongo que tienes algo en mente.

La sonrisa que asomó a sus labios y el brillo que iluminó esos ojos azules sugirieron que sabía a la perfección qué le había pasado por la mente en cuanto tuvo ese cuerpo delicado y femenino a su lado, sólo para él. Aplastó el deseo sin demora, pero siguió mirándola a los ojos.

—Desde luego. —Ella parpadeó al escuchar su voz. Antes de que comenzara a hacer conjeturas, Luc prosiguió—: La fiesta campestre de Hightham Hall. Mañana.

El brillo que asomó a sus ojos lo llevó a explicarse sin demora.

—Tenemos que ser cuidadosos. Sé lo que estás pensando; pero, aunque el lugar pueda parecer agradable y adecuado a primera vista, en realidad ese tipo de casas de campo pequeñas y atestadas son un peligro en sí mismas.

Amelia lo escuchaba con la cabeza ladeada y la mirada clavada en su rostro. En ese momento miró al frente.

—Dados nuestros planes, creí que esa invitación nos había caído como llovida del cielo. —Lo miró de soslayo—. ¿Me estás diciendo que no estaba en lo cierto?

Luc asintió con la cabeza. Tenía que convencerla como pudiera de que no intentara aprovecharse de las circunstancias para tentarlo aún más, porque estaba seguro de que intentaría hacerlo. Su objetivo era impedirlo, en caso de que ella tuviera éxito en su empeño.

—Las circunstancias parecen caídas del cielo, es cierto, pero…

El grupo seguía caminando en cabeza. Por suerte, el paseo de La Serpentina era bastante largo. Amelia se mordió la lengua y escuchó… lo que cualquiera que conociera a Luc tomaría por una plétora de excusas nerviosas. De sus labios y dado el tema de conversación, el hecho era sorprendente.

—Te aseguro que las posibles repercusiones son mucho menos satisfactorias de lo que te esperas. —La miró de soslayo, vio que alzaba las cejas y sopesó lo que acababa de decir antes de explicarse sin más demora—: No en términos de placer inmediato, sino…

Estaba clarísimo que no quería aprovechar la fiesta campestre para ahondar en su relación y dar el que sería el último paso. Sus motivos no lo estaban tanto.

Lo dejó hablar sin interrumpirlo con la esperanza de averiguar algo más. La situación, la reacción que estaba demostrando, era tan distinta a la que había esperado (teniendo en cuenta su forma de ser) que estaba más perpleja que desalentada. Ese era el hombre con el que deseaba casarse y estaba demostrando tener más recovecos de los que había imaginado; era imprescindible que se concentrara en todos los detalles.

—En última instancia, hay que considerar el hecho de que debemos evitar a toda costa cualquier comportamiento que pueda mancillar tu reputación.

El comentario era tan pomposo que tuvo que esforzarse para no soltar una carcajada. Habían llegado a las orillas de La Serpentina; el grupo había dado la vuelta en dirección a los prados. Luc se detuvo, la instó a enfrentarlo y buscó su mirada.

—Lo entiendes, ¿verdad?

Amelia estudió esos ojos azul cobalto y comprobó que, en efecto, estaba preocupado, si bien el motivo le resultaba todo un misterio. De todos modos, sabía qué actitud debía asumir. Esbozó una sonrisa reconfortante.

—Sabes muy bien que jamás haría nada que pudiera mancillar mi reputación.

Luc no conocía tan bien sus reacciones como para sacar conclusiones precipitadas, así que la miró a los ojos, esperando ver allí la confirmación de sus palabras. O, al menos, de lo que él creía que significaban sus palabras. Amelia ensanchó su sonrisa de forma intencionada y le dio unas palmaditas en el brazo antes de echar un vistazo hacia el paseo.

—Y ahora será mejor que me lleves de vuelta, antes de que Reggie empiece a cuestionarse si ha hecho lo correcto al dejarnos a solas.

Sus respectivas madres habían decidido que el grupo partiría hacia Hightham Hall a las nueve de la mañana del día siguiente. La madre de Reggie no se encontraba bien, así que él también iba con ellos. En opinión de Luc, el apoyo masculino del joven no era suficiente, dado el numeroso grupo de féminas que tenía a su cargo; sobre todo, porque cualquiera de esas mujeres podía manejar a Reggie con el dedo meñique.

Aguardaba en la acera al lado de Reggie, mientras observaba con resignación cómo descendían los ejes de los carruajes a medida que cargaban baúl tras baúl.

—Que me aspen si van a ponerse la mitad de lo que llevan. —Reggie echó un vistazo al tiro de cuatro caballos del carruaje de los Cynster, que había llegado un cuarto de hora antes ya cargado con los baúles y las bolsas de viaje de Amelia y Louise—. Espero que los caballos estén a la altura.

Luc resopló.

—Puedes estar tranquilo al respecto. —Tanto sus establos como los de los Cynster albergaban sólo los mejores animales—. Pero nos supondrá al menos una hora más de viaje. —Hightham Hall estaba en Surrey, en las colinas del río Wey.

Reggie observó a un lacayo que entregaba otra sombrerera al cochero de los Ashford.

—Asumiendo que lleguemos…

Un torbellino de actividad los hizo mirar hacia la puerta principal. Emily, Anne y Fiona, ya habitual en el grupo, bajaban los escalones conversando animadamente. Luc echó un vistazo sobre sus cabezas y se encontró con la mirada de Cottsloe. El mayordomo regresó a la casa para ordenar que prepararan su tílburi.

Reggie estaba contando el número de viajeros cuando Luc le informó de que Amelia y él viajarían por separado. El joven pareció sorprendido.

—No se me había ocurrido que te tomaras la molestia; hay sitio de sobra.

Luc lo miró a los ojos.

—Se te han olvidado las doncellas…

Reggie parpadeó antes de soltar un gruñido.

Mientras bajaba los escalones tras su madre y Minerva, Amelia se percató de la expresión apesadumbrada de Reggie. Era tan típica de un hombre cuando viajaba acompañado de un grupo de mujeres de su familia que no tuvo que esforzarse mucho para adivinar sus pensamientos. El semblante de Luc era igual de típico, pero sólo en lo que a él se refería: adusto, impasible e imposible de descifrar.

Sin embargo, en ese momento alzó la vista, la vio y titubeó, como si se sintiera inseguro. La felicidad se adueñó de ella. Sonrió con actitud serena y confiada y se acercó a él.

A partir de ese instante, todo fueron órdenes y organización mientras se debatía y se decidía quién iría en qué carruaje, tras lo cual todo el mundo ocupó su lugar. Luc cerró la puerta del segundo vehículo y retrocedió.

—Os adelantaremos antes de que lleguéis al río —le dijo a Reggie, quien asintió con la cabeza y se despidió con la mano.

Luc le hizo una señal a su cochero, quien chasqueó el látigo al instante, haciendo que los caballos se alinearan entre los varales y el pesado carruaje comenzara a avanzar lentamente. El carruaje de los Cynster se puso en marcha justo cuando el lacayo de Luc aparecía conduciendo su tílburi. Detuvo el vehículo junto a ellos. Luc siguió a los dos carruajes con la mirada hasta que desaparecieron tras la esquina y, después, se volvió hacia Amelia.

Ella estaba esperando a que lo hiciera para enarcar las cejas con un gesto un tanto desafiante. Se acercó a él y le murmuró:

—Deja de preocuparte; todo saldrá de maravilla.

Luc le sacaba una cabeza y sus hombros eran tan anchos que, a esa distancia, la ocultaban por completo a los ojos de quien estuviera detrás. A esa distancia, percibía la fuerza masculina que emanaba de él y la rodeaba como si fuera un zumbido. A esa distancia, el poderoso erotismo que se ocultaba bajo su elegante fachada resultaba tan evidente que adquiría un tinte amenazador.

Sin embargo, era ella la que tenía que tranquilizarlo acerca del cariz íntimo de su relación. Acerca del ritmo de dicha relación.

¿No era deliciosa la ironía?

Su sonriente intento de sosegarlo tuvo el efecto contrario al deseado; esos ojos azul cobalto (que seguía encontrando difíciles de interpretar, aunque cada vez le costara menos esfuerzo hacerlo) se tornaron más recelosos y regresó el ceño fruncido, completando así su expresión desconfiada.

Amelia resistió el impulso de reír a carcajadas y, en cambio, sonrió bajo su penetrante escrutinio mientras le daba unas palmaditas en el brazo.

—Deja de fruncir el ceño, vas a asustar a los caballos.

El comentario le reportó una mirada torva, pero Luc suavizó su expresión y la ayudó a subir al tílburi. Una vez sentada, se colocó las faldas y decidió que el sol aún no estaba lo bastante alto como para abrir la sombrilla. Tras intercambiar unas palabras de última hora con Cottsloe, Luc se reunió con ella y, en un abrir y cerrar de ojos, estuvieron en marcha.

Era un conductor avezado y manejaba las riendas de forma instintiva, aunque sabía que no debía distraerlo con una conversación mientras sorteaba el tráfico matinal. Tal y como él había vaticinado, alcanzaron a los dos carruajes tras dejar atrás Kensington. Mucho más pesados y bastante más difíciles de manejar, los vehículos tenían que hacer frecuentes paradas y esperar a que el camino quedara despejado para avanzar.

Encantada de estar en el tílburi, al aire libre, Amelia dejó que su mirada vagara por la miríada de detalles que el paisaje le ofrecía; aunque lo había visto todo incontables ocasiones, la presencia de Luc a su lado y el hecho de estar a punto de lograr su sueño hacían que cada detalle pareciera más vívido, más intenso, más significativo a sus ojos.

Tomaron rumbo sur al llegar a Chiswick y cruzaron el río hasta Kew. Desde allí, prosiguieron hacia el suroeste, en dirección a la campiña. A medida que las casas iban quedando atrás, la luminosidad de la mañana estival los fue rodeando y no sintió necesidad de hablar; no había necesidad de iniciar una conversación insustancial para pasar el rato.

Esa era una de las cosas que habían cambiado. Llevaba la cuenta de los días; habían pasado catorce desde aquel amanecer en el que se armó de valor y lo desafió en el vestíbulo de su casa. Hasta entonces, siempre había sentido la imperiosa necesidad de hablar, de mantener el mínimo de contacto social con él.

Sin embargo, en los últimos días habían cambiado muchas cosas; ya no necesitaban una conversación que sirviera de puente entre ellos.

Lo miró de reojo para observar su expresión antes de apartar la vista; estaba absorto en el manejo de las riendas y no quería distraerlo. No quería que pensara en ella ni que meditara acerca de su relación o en el modo en el que debería o no debería progresar. No quería que pensara en el cómo o en el dónde debía tener lugar el siguiente paso. Les iría mucho mejor si era ella quien se encargaba de tomar esas decisiones.

La peculiar discusión que mantuvieron en el parque el día anterior le había dado mucho que pensar. El sorprendente hecho de que deseara retrasar el momento crucial cuando estaba consumido por el deseo al igual que ella, le había resultado tan incomprensible en un principio que se había visto obligada a meditar a fondo antes de dar por seguro que había identificado las razones que lo motivaban.

Una vez que comprendió que sólo podía haber dos razones y que, en su opinión, ninguna de ellas era válida para justificar otra semana de retraso, se sintió embargada por el entusiasmo en lugar de dejarse llevar por el desánimo. Embargada por la certidumbre de que debía poner fin a su cortejo, de que ya no era necesario alargarlo más.

Había negado sentirse afectado por el hecho de conocerla desde siempre y, en cierta medida, Amelia sabía que era verdad. Sin embargo, Luc siempre la había visto como a sus hermanas o como a cualquier otra dama de buena cuna. Mujeres que debían ser protegidas de todo peligro. Los lobos de la alta sociedad eran un peligro en potencia y, puesto que esperaba convertirla en su esposa (y ya había tenido catorce días para hacerse a la idea), no era de extrañar que su definición de peligro se extendiera a sí mismo y a sus deseos depredadores que, en otras circunstancias, serían reprobables.

«Pobrecito», pensó. Sólo estaba confundido. Atrapado entre la espada y la pared a causa de ese instinto protector tan arraigado en él. Y lo entendía; recordaba que algunos de sus primos se habían visto en las mismas circunstancias y habían acabado cayendo en su propia trampa.

No sería apropiado reírse. Los hombres se tomaban esas cuestiones muy en serio. Y, además, si quería tener éxito a la hora de convencerlo de que dejara de lado sus escrúpulos caballerescos, lo último que debía hacer era enfurecerlo.

El segundo motivo que lo había llevado a tomar esa decisión era aún más comprensible; no era más que un simple caso de testarudez masculina. Había decretado desde el principio que para lograr el beneplácito social necesitarían cuatro semanas de cortejo público y el hecho de que lo hubieran logrado en sólo dos (como habían demostrado las alentadoras reacciones de las damas más preeminentes durante la semana anterior) no iba a cambiar sus planes.

A decir verdad, no tenía la menor intención de discutir ese punto con él. Siempre y cuando se casaran en junio, la boda le reportaría todo lo que deseaba.

Sin embargo, en sus pensamientos la boda no era sinónimo de una relación más íntima. Podrían invertir el orden, tal y como solían hacer a menudo las parejas. Habían tomado una decisión y la sociedad los había aceptado; siempre y cuando no alardearan de haber mantenido relaciones íntimas, ni la sociedad ni sus familias tendrían nada que decir.

No le cabía la menor duda de que Luc lo sabía; o lo sabría si se permitiera considerar el tema con objetividad. Sin embargo, la objetividad no estaba al alcance de su mano si eran sus instintos y no su voluntad los que lo guiaban.

Por tanto, era ella quien debía encargarse del asunto. Debía llevar a su atascado cortejo a un satisfactorio final y acelerar el libreto hasta la última escena… esa a la que él se negaba a llegar, por sorprendente que pareciera. Si no estuviera tan convencida de que la deseaba (en la misma medida que ella a él), no sería capaz de afrontar la tarea que tenía por delante con el aplomo con el que lo hacía.

—Ahí está.

Las palabras de Luc interrumpieron sus pensamientos; alzó la vista y vio que sobre los árboles se alzaban las dos torres de Hightham Hall. Los límites de la propiedad estaban señalados por una cerca de piedra; no tardaron en llegar a las puertas, abiertas de par en par. Luc hizo girar a los caballos y enfilaron el camino de grava mientras observaban cómo la extensa mansión se iba haciendo más grande a medida que se acercaban.

El mayordomo, los lacayos y algunos sirvientes los aguardaban; un carruaje acababa de dejar a sus ocupantes, que ya habían entrado en la casa. El vehículo se alejó traqueteando cuando ellos llegaron frente a la puerta. Un lacayo se apresuró a hacerse cargo de los caballos mientras Luc le arrojaba las riendas a otro antes de bajar.

Una vez que estuvo en el suelo, se dio la vuelta y la ayudó a bajar del tílburi. Por un momento, por un instante más de lo que dictaba el decoro, la sostuvo con fuerza mientras los sirvientes de lady Hightham se apresuraban a descargar el equipaje y lo llevaban al interior. La sostuvo tan cerca que Amelia percibió la respuesta física de sus cuerpos. Aunque él no le prestó la menor atención; se limitó a estudiar su rostro con un semblante un tanto adusto.

—Estás de acuerdo, ¿verdad? —le preguntó con los ojos clavados en los suyos—. No habrá ni un avance más, al menos durante la próxima semana.

Ella esbozó una sonrisa deslumbrante; de haber estado solos se habría lanzado sobre él para alejar sus temores con un beso. Tal vez debiera dar gracias por estar acompañados. Alzó una mano y le acarició una mejilla.

—Ya te lo he dicho: no te preocupes. —Sostuvo su mirada antes de dar media vuelta para dirigirse a la casa—. No tienes nada que temer.

Se zafó de sus manos y se encaminó hacia la mansión. Supo que la estaba observando, porque tardó un instante en escuchar el sonido de sus pisadas sobre la grava, tras ella. Sintió que esos ojos seguían clavados en su espalda. Ensanchó la sonrisa; Luc no la creía… ni por asomo. Por desgracia, la conocía demasiado bien.

Subió los escalones con la cabeza bien alta, meditando acerca del único interrogante que aún le quedaba: ¿Cómo iba a seducir a un hombre que, según su legendaria reputación, debía de haberlo visto todo?