Capítulo 6

YA había padecido tortura de sobra. Dudaba mucho de que Amelia se diera cuenta del efecto que tenía sobre él, en especial cuando la tenía entre sus manos para hacer con ella lo que le viniera en gana. Aunque no tenía la más mínima intención de decírselo ni de dejar que lo adivinara.

No era tan estúpido.

Se encogió por dentro al recordar lo que sucedió la última vez que mencionó algo acerca de la estupidez mientras ejecutaba con sumo cuidado los tortuosos pasos de la contradanza en el salón de baile de lady Hammond. El compañero de Amelia era Cranwell; desde el baile de lady Orcott, cinco noches atrás, Cranwell y los demás caballeros con quienes había flirteado se habían vuelto de lo más atentos. Estaban esperando a que él perdiera interés y la dejara sola para abalanzarse sobre ella.

Tras sofocar un resoplido desdeñoso, se concentró en Amelia. Se estaba divirtiendo de lo lindo, como era habitual esos días; le brillaban los ojos por la emoción, ya que aguardaba el momento en el que la arrastrara hasta un lugar solitario donde aprovecharían todo el tiempo posible para disfrutar de su ilícito encuentro.

Una frustración acumulada no era su idea de diversión, pero aun así tampoco iba a provocar otra escena como la que protagonizara en el baile de los Orcott. Había capitulado en cuanto se dio cuenta de que ella había descubierto una grieta en su coraza y había tomado las medidas necesarias para lidiar con Amelia, aunque fuera por obligación.

Como resultado, había aceptado que debía bailar al son que ella tocara, hasta cierto punto al menos. Si la dejaba creer que así era, seguiría teniendo el control de sus interludios; sobre todo en lo referente al extremo al que llegaban dichos interludios.

Un extremo que, por el momento, no excedería lo establecido en el baile de lady Orcott.

La supervivencia era un objetivo sensato e inteligente.

Unos dedos femeninos le tocaron la manga; puesto que sabía de quién se trataba, Luc se dio la vuelta y se colocó la mano de su madre sobre el brazo.

Ella esbozó una sonrisa.

—Vamos, hijo mío… demos un pequeño paseo.

Él enarcó las cejas, pero accedió; al mismo tiempo, escudriñó la estancia en busca de Emily, Anne y Fiona. Amelia podía acaparar casi toda su atención, pero no se olvidaba de sus obligaciones.

—No, no… Están bien. De hecho, se encuentran en muy buena compañía. Es de ti, y de la joven a la que no dejas de observar, de lo que quiero hablarte.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Me han abordado nada menos que tres de las anfitrionas de mayor categoría y otras tantas chismosas de menor importancia. Corre el rumor de que la relación que hasta ahora habías mantenido con Amelia ha sufrido un cambio radical.

Tuvo que reprimir una sonrisa, ya que era una descripción bastante acertada.

—¿En qué basan esas buenas señoras semejante rumor?

—Se han percatado de que últimamente pasáis mucho tiempo juntos; de que tú has puesto un especial empeño en que así fuera; y, por supuesto, tampoco ha pasado desapercibido que tenéis la extraña tendencia de desaparecer de la escena principal de cualquier evento para reaparecer pasado un tiempo (que está dentro de lo razonable, por supuesto). Cómo no, esa… costumbre ha provocado que se formulen ciertas preguntas.

—Pues parece que seguimos con el plan previsto. —Miró a su madre—. ¿Qué les has contestado tú?

Ella abrió los ojos de par en par.

—Bueno, que os conocéis desde hace años y que siempre habéis mantenido una estrecha relación.

Él asintió.

—Es posible que incluso tú hayas comenzado a preguntarte si…

Su madre enarcó las cejas.

—¿Por qué fecha te has decidido?

El tono de su voz hizo que intentara ganar tiempo.

—Bueno, no depende sólo de mí…

—Luc. —Su madre le lanzó una mirada penetrante—. ¿Cuándo?

Luc sabía muy bien cuándo debía rendirse; se había convertido en una práctica habitual de un tiempo a esa parte.

—Más o menos a finales de mes.

—¿Y la ceremonia?

Él apretó los dientes.

—A finales de mes.

Su madre lo miró de hito en hito antes de adoptar una expresión pensativa.

—Vaya… Ya veo. Eso explica unas cuantas cosas. —Volvió a mirarlo a los ojos antes de darle unas palmaditas en el brazo—. Muy bien. Al menos ahora sé qué debo esperar… y cómo debo responder a los rumores. Déjame eso a mí.

—Gracias.

Ella lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa mientras meneaba la cabeza.

—Sé que al final harás lo que creas conveniente, pero te advierto que el matrimonio no te va a resultar tan sencillo como crees.

Se marchó sin dejar de sonreír. Luc la siguió con la mirada; tenía el ceño fruncido y una pregunta le rondaba la cabeza. «¿Por qué?».

Mujeres. Un mal necesario, o eso había acabado por aceptar. Podía enumerar con exactitud cuáles eran las partes necesarias. En cuanto al resto, bueno, sólo había que acostumbrarse a ellas… si se quería conservar la cordura.

Como entretenimiento para el día siguiente, habían organizado una merienda campestre en Merton. Una merienda… sabía muy bien lo que eso significaba. Placeres bucólicos (como un suelo lleno de piedras o embarrado, árboles de rugosa corteza muy incómodos o inquisitivos patos), todos los obstáculos con los que se había encontrado en su inexperta juventud.

Hacía mucho que había dejado esa época atrás… y también las meriendas campestres.

—Lo cambiaría por un invernadero sin pensármelo dos veces

—¿Qué has dicho?

Miró de reojo a Amelia, que se sentaba a su lado en el tílburi.

—Nada. Pensaba en voz alta.

Amelia sonrió y clavó la vista al frente.

—Hace años que no voy a casa de mi prima Georgina.

Estaba ansiosa por llegar y tener la oportunidad de pasar algo más que unos cuantos momentos robados a solas con Luc. Quería, sin lugar a dudas, llevar su relación más lejos, averiguar más sobre esa magia que conjuraba, deleitarse con las sensaciones que con tanta maestría le despertaba. Y, en última instancia, proseguir su camino y visitar el siguiente templo.

Desde lo ocurrido en el oscuro pasillo de lady Orcott, habían hecho muy pocos progresos, sobre todo debido a la falta de tiempo. Al menos ese parecía ser el motivo, si bien, y para ser sincera, perdía la noción del tiempo en cuanto los labios de Luc se posaban sobre los suyos.

Por no hablar de cuando le ponía las manos encima, tanto si estaba vestida como si no.

De cualquier forma, había aprendido un par de cosas. Por ejemplo que, a pesar de que la deseaba físicamente, esa voluntad de hierro que tenía estaba presente en todo momento para darle el control de la situación, no sólo sobre ella, sino también sobre sí mismo. Incluso cuando la reducía a un estado en el que sólo era capaz de jadear, él mantenía sus facultades mentales y actuaba como si sólo estuviera dando un paseo a caballo. De hecho, esa era una comparación de lo más adecuada, ya que a él le encantaba montar, pero jamás perdía el control.

Socavar ese control, verlo consumido por la pasión y tan ardiente e irreflexivo como la dejaba a ella era una idea de lo más tentadora.

Lo miró de soslayo y estudió la fuerte línea de su mandíbula antes de esbozar una sonrisa y volver a clavar la mirada al frente.

El camino que conducía hasta la villa de Georgina apareció tras la siguiente curva. Luc hizo pasar el tílburi entre los pilares de la entrada; el camino acababa en un patio circular justo delante de la puerta principal.

Georgina los esperaba para darles la bienvenida.

—Queridos míos. —Le dio a Amelia un perfumado abrazo y un beso en la mejilla. Después sonrió y le tendió la mano a Luc—. La última vez que estuviste aquí te caíste del ciruelo. Por suerte, no te rompiste nada.

Luc le hizo una reverencia.

—¿Y rompí alguna rama?

—No, pero te comiste un montón de ciruelas.

Amelia tomó a su prima del brazo.

—El resto está a punto de llegar, nosotros nos hemos adelantado. ¿Quieres que te ayudemos en algo?

Como Georgina les dijo que no hacía falta, se sentaron en la terraza y se tomaron un refresco mientras esperaban a que llegaran los demás. Además de Fiona, de las hermanas de Luc y de sus madres, habían invitado a lord Kirkpatrick y a un par de amigos del joven, a Reggie y al hermano de Amelia, Simón. Por último, también asistirían tres de sus primas, Heather, Eliza y Angélica, acompañadas de varias amigas.

Cuando llegaron por fin los carruajes y sus ocupantes se reunieron con ellos en la sombreada terraza, el grupo resultó ser muy numeroso, además de estar lleno de risas y conversaciones animadas.

Luc contempló a la concurrencia con sentimientos encontrados. Daba las gracias porque sus hermanas, Portia y Penélope, siguieran en casa, en Rutlandshire. La razón primordial por la que no habían acudido a Londres con el resto de la familia era el elevado coste; tras su reciente golpe de suerte, Luc había sopesado la idea de mandarlas a buscar; sin embargo, dado que tenían trece y catorce años respectivamente, se suponía que debían concentrarse en sus estudios. Sin duda alguna, Penélope tendría la nariz enterrada en algún libro; en cambio, en un día como ese, Portia estaría deambulando con su rehala de sabuesos. De estar allí, en esa merienda, se habría visto obligado a no quitarles el ojo de encima y a soportar sus constantes, y a menudo pesadas, bromas. Así que era una bendición que esas dos latosas a las que no se les escapaba nada estuvieran bien lejos.

—¿Luc?

La voz de Amelia lo llevó de vuelta a Merton; parpadeó unos instantes y vio la silueta femenina recortada contra el resplandor del sol que bañaba los prados. Llevaba un vestido de delicada muselina, perfecto para el caluroso día; la brillante luz volvía transparente el tejido, revelando la curva de sus pechos, la estrechez de su cintura que enfatizaba la voluptuosidad de sus caderas, y las largas y esbeltas piernas.

Luc tuvo que respirar hondo antes de conseguir que sus ojos regresaran al rostro de Amelia. Ella ladeó la cabeza para estudiarlo con una pequeña sonrisa en los labios. Hizo un gesto con el plato.

—Vamos a comer.

Se puso en pie muy despacio y aprovechó el momento para aplacar su súbito, desenfrenado e inesperadamente arrollador deseo. No se había dado cuenta de que había llegado a ese extremo, hasta el punto de que se apoderaba de él y lo instaba a poseerla.

Se reunió con ella y vio que a la derecha de Amelia estaban las puertas abiertas del comedor en el que se había dispuesto todo un banquete. Muchos de los invitados estaban llenando sus platos mientras parloteaban sin cesar; otros, ya plato en mano, se encaminaban hacia las sillas y las mesas dispuestas en el jardín.

Tras coger el plato de Amelia, clavó la mirada en sus interrogantes ojos azules. Con la otra mano, se apoderó de sus dedos y se los llevó a los labios. Dejó que ella, y sólo ella, viera la verdadera naturaleza de la pasión que ardía en sus ojos.

A lo que ella respondió abriendo los ojos de par en par. Antes de que pudiera decir nada, le soltó la mano y la condujo hacia la mesa.

—Bien, ¿cuál es el manjar más delicioso?

Amelia reprimió una sonrisa, pero le explicó con tranquilidad que las hojas de parra rellenas estaban deliciosas.

Llenaron sus platos y se reunieron con los demás en los jardines. Y pasaron la siguiente hora charlando distendidamente. Buena compañía, comida excelente, un vino delicioso y un magnífico día de verano; no había envidias ni tensiones en el grupo, de modo que todos se relajaron y disfrutaron del instante.

Llegó el momento en el que, con el apetito ya saciado, los más jóvenes (entre los que se contaban todos salvo sus madres, la prima Georgina, Luc, Reggie y ella misma) decidieron acercarse al río. Había un camino que atravesaba los jardines y que se unía a un sendero agreste que conducía hasta la orilla; Simón, Heather, Eliza y Angélica lo conocían muy bien. El grupo se puso en pie con la ayuda de los caballeros más jóvenes, en medio de un remolino de volantes de muselina color pastel y de sombrillas ribeteadas.

—No hay ninguna prisa —los reconvino su madre—. Aún quedan varias horas antes de que tengamos que marcharnos.

Minerva asintió para darles su permiso con una sonrisa.

La mayoría del grupo emprendió la marcha por los jardines; Heather y Eliza se abalanzaron sobre Reggie.

—Vamos… queremos que nos lo cuentes todo sobre la peluca de lady Moffat.

—¿De verdad le salió volando en Ascot?

Siempre dispuesto al cotilleo, Reggie permitió que lo arrastraran.

Luc enarcó la ceja al mirar a Amelia.

—¿Vamos?

Ella le devolvió el gesto con un brillo calculador en los ojos.

—Supongo que deberíamos ir, ¿no te parece?

Luc se puso en pie y le apartó la silla. Por supuesto, ninguno de los dos tenía intención de caminar hasta el río; no obstante, fingieron que cumplían con su deber de vigilar a los más jóvenes a regañadientes (que, dada la compañía, no precisaban vigilancia alguna) y comenzaron a andar, codo con codo, en pos del grupo.

Se alejaron de los jardines y cuando estos ocultaron la villa, Luc se detuvo en un alto del camino. Por delante de ellos, los demás caminaban en grupos de tres o cuatro hacia los campos dorados y la lejana franja verde del río.

La voz de Simón llegó hasta ellos; Angélica y él discutían sobre las probabilidades de encontrarse de nuevo con la misma familia de feroces patos que en su última visita.

Luc desvió la vista hacia ella.

—¿Quieres ver el río, con patos y todo?

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Ya lo he visto antes.

—En ese caso, ¿en qué dirección está la huerta? Tal vez demos con el árbol del que me caí la última vez que estuve aquí.

Ella señaló otro sendero que se perdía hacia la izquierda un poco más adelante.

—Al menos, las ciruelas estarán maduras.

Luc la siguió por el desvío.

—No son ciruelas lo que quiero saborear.

Ella le lanzó una desafiante mirada altanera por encima del hombro, pero no se detuvo.

Luc se limitó a sonreír.

La huerta era el sueño de todo seductor hecho realidad: enormes árboles de grandes copas cuajadas de hojas, rodeados por un alto muro de piedra; estaba lo bastante lejos de la villa como para asegurarles la intimidad y lo bastante apartada del camino que conducía al río como para que fuera poco probable que los demás aparecieran por allí.

Una vez bajo las copas de los árboles, quedaban totalmente ocultos a la vista de cualquiera que pasara por el camino. Amelia había estado en lo cierto: las ciruelas estaban maduras. Estiró el brazo para coger una. Al percatarse de que ella lo miraba, se la ofreció y, acto seguido, cogió otra para él.

—Mmm… deliciosa.

La miró mientras mordía la fruta; volvía a estar en lo cierto: la ciruela, tibia por el sol, estaba deliciosa. La vio cerrar los ojos para saborearla. El jugo rojo de la ciruela le tiñó los labios. Abrió los ojos y le dio otro mordisco. El jugo le corrió por los labios hasta derramarse por la comisura.

Extendió una mano y atrapó la gota con la yema del dedo. Ella parpadeó y acto seguido se inclinó hacia delante para atrapar el dedo entre sus labios y succionarlo con delicadeza.

Sintió que se le paralizaban los pulmones, por no hablar del resto de su cuerpo, y fue incapaz de ver nada durante un instante. De inmediato, parpadeó, respiró hondo, se las apañó para bajar la mano… y vio detrás de Amelia el tesoro de la huerta, al menos para sus propósitos.

Habían erigido un pequeño mirador en el centro, sin duda para extremar la intimidad. La huerta se encontraba sobre una colina, de manera que el mirador tenía vistas de los lejanos campos y del río, pero los árboles que lo rodeaban aseguraban que nadie pudiera ver el interior.

Muchas de las villas de Merton habían sido regalos de los caballeros a sus amantes; y estaba más que dispuesto a aprovecharse de la previsión de terceras personas, sobre todo porque no creía que pudiera mantener las manos alejadas de su acompañante mucho más tiempo. Además, aunque había una gruesa alfombra de hierba bajo los árboles y no se habían caído muchas ciruelas a esas alturas del año, la más mínima mancha en el vestido de una dama delataría lo que habían estado haciendo.

Hizo un gesto hacia el mirador. No hizo falta que dijera nada; ella estaba tan impaciente como él. Amelia se dio la vuelta y tomó la delantera. Se alzó las faldas para subir los tres escaloncitos con una sonrisa en los labios; una vez dentro, se dirigió directamente al sofá acolchado desde el que se podía contemplar el paisaje y se sentó.

Después lo miró con una media sonrisa en los labios y un gesto de altanero desafío en su rostro. Se quedó parado bajo el arco de entrada un instante antes de reunirse con ella.

Sin embargo, la sorprendió, ya que no se sentó a su lado, sino que colocó una rodilla sobre los cojines y se inclinó sobre ella al tiempo que le levantaba la barbilla con una mano y la besaba en los labios.

No estaba de humor para interludios educados, para fingir un distanciamiento que ya no existía entre ellos. Una de las consecuencias de los besos que habían compartido en los cinco días previos era el desmoronamiento de ciertas barreras; los labios de Amelia, y ella misma, eran suyos cada vez que así lo deseara. Él lo sabía; y ella también.

Amelia respondió con ardor, como siempre. Separó los labios bajo los suyos, invitándolo a entrar, dándole la bienvenida. Tenía un dulce y delicioso sabor a ciruela; exploró su boca y bebió de sus labios al tiempo que se acomodaba en el sofá junto a ella.

Lo abrazó y tiró de él mientras se recostaba contra el brazo del sofá, sin importarle el brazo con el que él le abrazaba la cintura. Ambos estaban hambrientos, a causa de la frustración. Y no había motivo alguno para que en esos momentos no se dieran un festín.

Eso fue a lo que se dedicaron largo rato, a aplacar el apetito insatisfecho que habían ido acumulando durante los días anteriores. Aunque no bastó para saciar su necesidad. Ni la de ella.

Estaba tan absorto en el beso, en el dulce esplendor de su boca, que no se percató de que ella, una vez más, llevaba las riendas de la situación. Le había abierto la camisa por iniciativa propia para desnudarle el pecho. Un escalofrío que se desvaneció al instante fue la única advertencia que recibió antes de que le pusiera las manos encima… y lo estremeciera hasta el alma.

Dejó de besarla con la respiración entrecortada, aturdido, con los sentidos embelesados por las estremecedoras emociones que le provocaban sus audaces y descaradas caricias.

No lo tocaba tímidamente, sino con avidez… y también con ardor cuando extendió las manos y cerró los dedos sobre su musculoso pecho antes de comenzar a recorrerle la piel con afán posesivo, como si fuera un esclavo a quien acabara de comprar.

Por un instante, atrapado en el hechizo, se preguntó si no sería verdad.

A continuación, contuvo el aliento y aprovechó un momento de distracción para recuperar las riendas, para sacudirse de la cabeza el embriagador placer que le proporcionaban sus caricias. Tras desabrochar los botones de su corpiño, liberó esos firmes senos de su confinamiento, unos senos que ya conocía de primera mano, y se tomó su tiempo para deleitarse con su perfección mientras contemplaba la piel de alabastro y sus enhiestos y rosados pezones. Echó el aliento sobre uno y observó cómo se endurecía justo antes de acercar la cabeza para saborearlo.

Con la respiración entrecortada por la sensación de su lengua sobre el pezón, Amelia echó la cabeza hacia atrás. Dejó una mano sobre su pecho mientras que alzaba la otra para acariciar ese cabello de color azabache. Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos como si le costara trabajo respirar, se deleitó en las sensaciones que habían dejado de ser una novedad, en la sencilla intimidad, en el placer ya conocido, y aguardó expectante y excitada (fascinada, incluso) lo que estaba por llegar.

La boca de Luc se movía sobre sus pechos y sobre los pezones, dolorosamente endurecidos. Una pasión abrumadora se adueñó de su cuerpo, exigiéndole satisfacción.

Se retorció excitada bajo él, a la espera, siempre a la espera…

Cuando no pudo esperar más, apartó la mano que tenía apoyada en su torso y lo aferró por la muñeca para llevar esa mano que le acariciaba los senos hacia su vientre. No hizo falta que dijera más; los dedos de Luc se tensaron y le dieron un pequeño apretón antes de deslizarse hacia abajo para tocarla como ya lo había hecho en otra ocasión, para juguetear con los rizos que ocultaba su vestido.

Aunadas al roce de sus labios, de su boca y de su lengua sobre los pechos, las seductoras caricias de las yemas de sus dedos resultaron… más que agradables. Aunque todavía quedaba más… Le quedaban más cosas por experimentar; lo sabía y las quería… en ese preciso momento.

Sobre todo cuando su cuerpo comenzó a tensarse de un modo inexplicable… un tanto doloroso. Acuciante.

Levantó las caderas para obligarlo a introducir más sus dedos entre sus muslos.

Luc la miró a la cara mientras seguía lamiéndole los pechos; sus ojos tenían un brillo peligroso.

Ella le devolvió la mirada.

—Más. —Al ver que no la complacía de inmediato, insistió—: Sé que hay algo más. Muéstramelo. Ahora.

Esos diabólicos ojos azul cobalto ocultaban algo en sus profundidades; a pesar de la luz, parecían casi negros. Impenetrables.

Acto seguido, Luc enarcó una ceja y cambió de postura, abandonando sus pechos para inclinarse sobre ella una vez más.

—Si insistes…

El gruñido acarició los labios de Amelia un instante antes de que él volviera a apoderarse de su boca. No lo había esperado, así que no tuvo oportunidad de prepararse para la súbita acometida. Aunque no fue una acometida física, sino sensual; una poderosa marea que le arrebató el juicio y cualquier facultad salvo la de sentir y reaccionar.

Cualquier cosa que no fuera sentir el cambio en la naturaleza del beso o el cambio de postura, que le había otorgado una posición dominante y le permitía inmovilizarla y hacer con ella lo que le viniera en gana. Cada una de las lentas y profundas embestidas la hacía temblar, si bien de un modo diferente; el roce de su camisa y su chaqueta contra los senos desnudos era una sensación nueva. En un momento dado, Luc bajó el torso y se pegó a ella un instante… y la molesta tela que los separaba desapareció a ambos lados de su pecho. El calor de su torso y su crespo vello negro se apretaron contra sus senos.

Una oleada de sensaciones la atravesó. Luc cambió nuevamente de postura y sus pezones se endurecieron a causa de un placer rayano en el dolor cuando él los rozó con toda deliberación.

Fue entonces cuando sintió una mano sobre el muslo y se dio cuenta de que le había levantado las faldas. El aire fresco le rozó las pantorrillas, pero no le importó en absoluto, ya que tenía los cinco sentidos puestos en el dulce recorrido de esos dedos por la cara interna de su muslo.

Se estremeció cuando Luc llegó a su entrepierna; y cuando le deslizó un dedo entre los rizos, dio un respingo. Luc eligió ese momento para profundizar el beso y arrastrarla de nuevo a la vorágine; intentó resistirse, intentó concentrarse en el recorrido de esos dedos, pero él le arrebató sin miramientos los últimos jirones de cordura y los amarró a la apasionada danza de sus lenguas, a la creciente intimidad de la unión de sus bocas.

Cuando por fin le permitió recuperar el sentido (aunque no del todo, apenas lo justo para sentir de nuevo), se dio cuenta de que tenía los muslos separados y de que las manos de Luc estaban entre ellos mientras sus dedos se deslizaban sobre esa parte de su ser que sentía hinchada, húmeda y ardiente.

Fue un descubrimiento desconcertante, un descubrimiento que la embriagó de placer. Luc no interrumpió el beso, sino que la mantuvo inmersa en él mientras sus dedos jugueteaban con ella. Aunque ya no era un juego; bajo toda aquella embriagadora sensualidad y del placer infinito, yacía un afán posesivo, un impulso primitivo que percibía a pesar de los esfuerzos de Luc por disimularlo. Por mantenerlo oculto, invisible… en secreto.

Se percibía en la tensión de su cuerpo, en la tensión que agarrotaba sus músculos y lo dejaba rígido. En la enorme erección que notaba contra el muslo, en la acerada fuerza de esa mano que acariciaba su sexo. Lo percibía en la arrolladora pasión que refrenaba y mantenía oculta, como si quisiera protegerla de las llamas. Unas llamas a las que él estaba acostumbrado, pero que ella aún tenía que experimentar.

Si la decisión hubiera dependido de ella, habría exigido esas llamas… Las mismas que la tentaban con un placer adictivo. Sin embargo, lo único que podía hacer era aceptar lo que él le daba, aferrarse a lo que él le ofrecía… a lo que le permitía.

Estaba demasiado desesperada como para discutir, demasiado atrapada en el sensual hechizo que Luc había tejido. Necesitaba más. En ese mismo instante. Y él pareció darse cuenta. Le separó todavía más los húmedos pliegues para abrirla a sus caricias y explorar con suma delicadeza la entrada de su cuerpo hasta que le entraron ganas de gritar. Y después, lenta pero descaradamente, introdujo un dedo en su interior.

Una parte recóndita de su cerebro le decía que la penetración aliviaría su necesidad, y así fue durante unos instantes. Pero después, la suave fricción de ese dedo indagador que se deslizaba dentro y fuera de su cuerpo prendió fuego a otro deseo, a otro anhelo… un anhelo incluso más desesperado.

Luc alimentó ese anhelo con total deliberación y lo avivó hasta que ella le clavó las uñas en los brazos y arqueó el cuerpo bajo el suyo. Una cautiva, sin duda; una cautiva dispuesta a entregarse, a rendirse.

Y así lo hizo.

El millar de sensaciones que la recorrió, el súbito estallido de pasión que la consumió, la pilló totalmente desprevenida y la elevó hasta cotas insospechadas, hasta un paraíso de placer.

La calma, la placidez que la invadió, le resultaba desconocida, si bien la acogió con entusiasmo y se relajó entre sus brazos sin ser apenas consciente del momento en el que Luc retiró la mano y le bajó las faldas.

Sin embargo, no apartó sus firmes y expertos labios de los suyos, por más que la pasión se fuera desvaneciendo poco a poco; percibió cómo colocaba barreras en su sitio y la alejaba por completo del fuego y de las llamas.

Cuando por fin levantó la cabeza, ella lo esperaba. Alzó una mano y le enredó los dedos en el cabello para evitar que se alejara de ella. Se obligó a abrir los ojos y estudió su rostro.

Ni siquiera a tan corta distancia pudo descifrar lo que ocultaban.

—¿Por qué te has detenido? —Luc bajó la mirada hasta sus labios y ella le agarró el cabello con más fuerza—. Y si se te ocurre decir que no teníamos tiempo o que no es el momento oportuno, te juro que gritaré.

Él esbozó una sonrisa antes de mirarla a los ojos.

—No tiene nada que ver con el tiempo. Pero sí con los templos. —Sacó la lengua y le lamió el labio inferior—. Aún no hemos llegado a ese templo en particular.

La explicación no le hizo demasiada gracia, pero se abstuvo a regañadientes de discutir; parecía haber aceptado que, al menos en ese terreno, no podía darle órdenes.

La tarde era apacible y aún disponían de mucho tiempo. Luc se recostó en el sofá y la arrastró con él hasta dejarla con la espalda contra su pecho; así abrazados, la acunó en sus brazos mientras le daba tiempo para que su cuerpo volviera a la normalidad y reflexionara. Un momento de dichosa paz que él se dispuso a aprovechar. Tal y como estaba, Amelia no podía verle la cara… no podía ver las miradas que le lanzaba.

Intentaba recuperar la compostura y, al mismo tiempo, no quería que ella se enterara de que la había perdido siquiera. No quería que adivinara, como sin duda haría si viera su expresión incierta, que había perdido el norte aunque fuera un solo instante.

En un terreno que conocía como la palma de su mano y que había recorrido más veces de las que podía recordar.

Las mujeres, su posesión, jamás le habían preocupado en el pasado, al menos de forma específica. Había asumido que poseer a Amelia sería, si no exactamente igual, básicamente parecido.

Sin embargo, el anhelo ciego que lo había invadido momentos antes le resultaba desconocido. Una lujuria ciega, un deseo ciego… con esos sí estaba familiarizado. Pero ¿un anhelo ciego? Eso era algo muy distinto. Algo que jamás había experimentado con anterioridad. No podía explicar de manera lógica por qué el anhelo de poseerla a ella, y sólo a ella, se había vuelto de repente tan acuciante. Tan absolutamente necesario.

No sabía cuán intensa era esa emoción. No sabía si podría controlarla… o si, a la postre, acabaría por controlarlo a él.

Esa idea lo dejó inquieto, incluso más que antes. Sin embargo, a medida que pasaban los minutos y el sol descendía, el cálido cuerpo femenino que yacía entre sus brazos lo apaciguó a pesar de todo.

Ella ya no mantenía las distancias; estaba feliz y contenta entre sus brazos, sin importarle que su corpiño estuviera abierto y sus deliciosos pechos al aire. Se descubrió sonriendo; le gustaba mucho más de esa manera, sin duda. Sintió la tentación de alzar la mano hacia esos suaves senos para juguetear con ellos… pero el día estaba a punto de tocar a su fin.

Cuando llegó el momento, se levantaron y se acomodaron la ropa antes de regresar a la villa. Ella iba delante, como era habitual. Justo antes de que alcanzaran el camino principal, la detuvo; se paró justo detrás de ella e inclinó la cabeza para depositar un breve beso en el arco de su cuello.

Amelia no dijo nada, pero giró la cabeza y lo miró a los ojos cuando él se enderezó. Después esbozó una sonrisa (esa extraña, gloriosa y femenina sonrisa que siempre levantaba sus sospechas) y prosiguió alegremente la marcha.

Llegaron a los jardines instantes antes de que los demás regresaran, cansados aunque sonrientes. Volvieron a apiñarse en los carruajes. Aunque las muchachas habían dejado de parlotear, Reggie le suplicó a Luc que le diera un respiro, de modo que este le permitió subir al puesto del lacayo en la parte trasera del tílburi. El rápido carruaje no tardó en dejar al resto atrás.

Ya habían entrado en Londres cuando Reggie bostezó y se desperezó. Luc esbozó una sonrisa.

—¿Te has enterado de algo que merezca la pena saber?

Reggie resopló.

—Sólo me he enterado de algo sobre una cajita de rapé que desapareció en casa de lady Hammond y sobre un florero bastante valioso que se extravió en casa de lady Orcott. Ya sabes cómo es esto, la temporada está llegando a su fin y empiezan a moverse cosas de sitio y luego es imposible recordar dónde se pusieron…

Luc pensó en la escribanía de su abuelo. Sin duda Reggie tenía razón.