Capítulo 5

LA forma más eficaz de controlar a Amelia no era limitarse a llevar las riendas, sino que había que usarlas. Para guiarla y distraerla de manera que no tuviera tiempo de arrancárselas de las manos.

Una vez establecido ese punto, Luc la acompañó, junto con sus hermanas y Fiona, a la ascensión del globo, y también a través de un prudente flirteo que la tuvo en vilo todo el tiempo… que mantuvo la atención de la muchacha clavada en él. Amelia ni siquiera se percató del resto de caballeros que intentaban sin mucho éxito recibir una de sus sonrisas.

Al día siguiente, seguro de que por fin sabía cómo manejarla, seguro de que podría distraerla lo suficiente como para que su inesperado cortejo aburriera a la alta sociedad hasta que esta lo aceptara y pasara a preocuparse de otro asunto, accedió a acompañar a su madre, a sus hermanas, a Fiona y a Amelia al almuerzo al aire libre que se celebraría en casa de los Hartington.

Tras hacer cálculos, le envió un mensaje a Reggie en el que lo invitaba a unirse al grupo. Reggie llegó a Mount Street justo cuando las mujeres, tanto las jóvenes como las que no lo eran tanto, charlaban animadamente mientras descendían la escalera principal de Ashford House. El landó de los Cynster estaba junto a la acera, donde también se veía el tílburi de Luc.

A la zaga de sus protegidas, Luc sonrió a Reggie. Quien también era capaz de hacer sus propios cálculos.

Reggie no dejó de mirarlo a la cara mientras se acercaba.

—Me debes una por esto. —Ya le había hecho una reverencia a Minerva y a Louise, ambas amigas de su madre. Saludó con la cabeza a las jovencitas con aire resignado. El lacayo las ayudó a subir al carruaje. Reggie se volvió hacia Amelia cuando esta se detuvo junto a él.

Ella acababa de adivinar la estrategia de Luc.

Reggie la miró a los ojos.

—Que te diviertas… aunque yo me lo pensaría muy bien antes de acceder a nada de lo que él diga.

Amelia sonrió y le dio un apretón a Reggie en la mano para después ver cómo subía al landó y se sentaba en el hueco que quedaba libre, junto a Louise. Luc le dio al cochero la dirección y regresó a su lado cuando el carruaje se puso en marcha.

Una vez que el tílburi ocupó el lugar del landó, Luc la ayudó a subir y la siguió en cuanto ella se hubo acomodado en el elevado asiento. Cogió las riendas y le hizo una señal al lacayo. Este soltó a la pareja de tordos, que agitaron la cabeza con nerviosismo. Luc los calmó y, con un sutil giro de muñeca, hizo que se pusieran al trote en pos del landó.

A Amelia no le quedó más remedio que sonreír.

—Pobre Reggie…

—Disfrutará de lo lindo siendo el centro de atención y contándoles los últimos cotilleos.

—Cierto. —Miró de soslayo el rostro de rasgos bien definidos de Luc—. Pero si encuentras tan tedioso acompañarnos, ¿por qué te ofreciste voluntario?

Luc volvió la cabeza para que sus miradas se encontrasen. El mensaje estaba claro: «No seas obtusa». El brillo de esos ojos cobalto dejaba a las claras que había hecho planes para el almuerzo al aire libre de lady Hartington, planes que nada tenían que ver con la comida en sí.

Cuando Luc devolvió la vista a los caballos, ella tenía el corazón desbocado y las fantasías más increíbles le rondaban la cabeza, con los nervios a flor de piel y una mezcla de nerviosismo y emoción que sólo él era capaz de provocarle. El resultado fue una sensación de agradable expectación, de alegre confianza, que la acompañó mientras avanzaban por las calles.

Y tanto que era así, porque cuando miró de reojo a su acompañante, ataviado con un gabán sobre una chaqueta de paseo azul oscuro, unos ajustados pantalones y unas lustrosas botas altas, que sostenía las riendas en sus largos dedos para guiar con mano diestra a los briosos tordos a través de las concurridas calles, no se le ocurría otra cosa para que su día fuera más perfecto. Tenía al hombre adecuado y, si había interpretado correctamente la mirada que le había echado, también contaba con su promesa de futuros placeres. Con una sonrisa en los labios, se reclinó contra el respaldo y contempló las casas que iban dejando atrás. Hartington House se encontraba al oeste, en mitad de unas tierras de suaves colinas. La mansión se erigía en un parque de gran extensión con enormes árboles, un lago y unos maravillosos paisajes. Lady Hartington los recibió calurosamente. Luc se apresuró a adoptar la expresión indolente que era habitual en él, proyectando así la idea de que, a tenor de la cantidad de féminas de su familia que asistía al almuerzo, se había visto obligado a acompañarlas.

Se reunieron con el resto de los invitados en la amplia terraza que daba a los jardines, donde se abrieron paso entre el gentío entre saludos y cumplidos. Si bien no se movió de su lado, ni su expresión ni ese halo de hombre condenado a una tarde de aburrimiento cortés se esfumaron.

Amelia lo miró a los ojos cuando llegaron al otro extremo de la terraza, en un momento de relativa, y breve, intimidad.

—Tal vez no debiera decir esto, pero si quieres que la alta sociedad crea que te has fijado en mí, ¿no tendrías que parecer más interesado en pasar el tiempo en mi compañía?

Fingió admirar el lago que se veía a lo lejos; por el rabillo del ojo, vio cómo los labios masculinos se curvaban ligeramente y sintió que su mirada se le clavaba en el rostro.

—Pues… la verdad es que no. Eso, me temo, sería forzar los límites de la realidad. Pero no —se apresuró a continuar cuando ella se volvió de golpe para mirarlo echando chispas por los ojos y con una réplica mordaz en la punta de la lengua— porque mi deseo de pasar el tiempo en tu compañía sea increíble —explicó, atravesándola con los ojos—, sino porque la idea de que yo permitiera que se notara, como si fuera un cachorro embrujado que babea a tus bonitos pies, sí que sería un poquito sospechosa. —Enarcó una ceja—. ¿No te parece?

Un jovenzuelo inexperto, un cachorro embrujado… No, no recordaba haberlo visto jamás de esa manera. A lo largo de toda su vida, Luc siempre había sido como era en ese momento: indolente en su arrogancia, altivo… distante. Como si ocultara una capa de acero bajo sus ropas que protegiera y aislara al hombre de carne y hueso.

Tuvo que darle la razón, aunque no por eso tenía que gustarle. Asintió con un gesto regio de la cabeza y después desvió la vista.

Luc contuvo a duras penas una sonrisa locuaz. Le aferró la muñeca y le acarició la piel antes de colocarle la mano sobre el brazo.

—Vamos, debemos proseguir nuestro paseo.

Mientras se detenían a charlar primero con un grupo y después con otro, Luc catalogó a los presentes. Había muy pocos como él. Un par de hombres mayores, como el coronel Withersay, que estaba concentrado en ganarse los favores de una bonita viuda, y un puñado de jovenzuelos, que asistían llevados por sus madres, de mejillas sonrosadas y que se ponían a tartamudear ansiosos cuando le sostenían el ridículo a una jovencita mientras esta se ajustaba el chal sobre los hombros. No había ningún marido, aunque tampoco se esperaba su presencia. Dado que la temporada social estaba llegando a su fin, la atención de los depredadores estaba en otros lugares. Luc dudaba que hubiera muchos despiertos a esas horas. Desde luego, ninguno fuera de su cama, o fuera de la cama en la que estuvieran reposando.

Cuando lady Hartington hizo sonar una campanilla mediante la cual los instaba a reunirse en el jardín, donde se había dispuesto todo un banquete en largas mesas, acompañó a Amelia y, con su habitual e indolente elegancia, la ayudó a llenar un plato con una selección de manjares al tiempo que él hacía lo mismo. Sin dejar de lado su expresión de resignado aburrimiento, lo que le valió una mirada suspicaz por parte de Reggie, se quedó junto a ella e intercambió comentarios insípidos con aquellos que se habían arremolinado a su alrededor.

Sin dejar que las madres, cuyo instinto las hacía vigilar a los de su calaña, averiguaran que intentaba emplear sus malas artes con alguna de las jovencitas presentes, mucho menos con la belleza rubia que tenía a su lado.

El sol subió en el cielo y empezó a hacer más calor. Los manjares de su anfitriona fueron consumidos con gran deleite, al igual que su vino.

Tal y como había esperado, los jóvenes, una vez satisfecho su voraz apetito, quisieron explorar la famosa gruta que había junto al lago. Sus madres sólo querían descansar sentadas a la sombra y charlar sin ton ni son. Así pues, recayó en Reggie y en unos cuantos jovenzuelos entusiastas la tarea de acompañar a las muchachitas a través de los jardines y las arboledas hasta la gruta que había al otro lado del lago.

No tuvo que decir nada; le bastó con esperar a que Louise y su madre miraran hacia donde seguía sentado con Amelia, en el jardín. Las risueñas muchachas se habían reunido en un colorido grupo y cruzaban el jardín haciendo girar las sombrillas, seguidas por unas pocas chaquetas oscuras.

Su madre lo miró con una ceja enarcada. Louise, en cambio, apenas pareció esbozar una sonrisa.

En respuesta a la tácita insinuación de su madre, compuso su expresión más indolente y miró de soslayo a Amelia.

—Vamos, deberíamos acompañarlos.

Ella era la única que estaba lo bastante cerca como para leer la expresión de sus ojos, la única que podía darse cuenta de que su verdadero objetivo no era hacer de carabina. Sin apartar la vista de su rostro, Amelia le tendió la mano.

—Por supuesto, estoy segura de que la gruta es fascinante.

Él no respondió, sino que se limitó a ponerse en pie y a ofrecerle una mano. El sol brillaba con fuerza, de manera que tuvo que dejar que abriera la sombrilla antes de seguir a las hordas parlanchinas a cierta distancia.

Se preguntó si alguien más aparte de Louise había interpretado correctamente la expresión inquisitiva de su madre. A esta, en cambio, no le preocupaban sus hijas; sentía más curiosidad por lo que él estaba tramando. No atinaba a averiguarlo, de modo que no dejaba de preguntarse si…

Luc tenía toda la intención de dejarla con las dudas. Había ciertas cosas que una madre no tenía por qué saber.

Los jardines terminaban en un soto; más allá estaba el lago, cuyas aguas tranquilas reflejaban el cielo azul. Una vez que se encontraron a la sombra de los árboles, se metió las manos en los bolsillos y aminoró el paso con la mirada fija en el grupo que los precedía.

Amelia lo miró y también redujo el paso.

—Nunca he estado en la gruta. ¿Merece la pena?

—Hoy tampoco la verás. —Señaló con la cabeza el escandaloso grupo—. Ellos estarán allí.

La distancia con el grupo iba aumentando a pasos agigantados.

—No obstante, si te sientes con ánimo de aventuras… —La miró de soslayo—. Bueno, podríamos ir a otro sitio.

Ella le devolvió la mirada sin pestañear.

—¿Adónde?

La cogió de la mano y tiró de ella, llevándola por entre los árboles y más allá de un seto hasta un estrecho sendero que serpenteaba por la campiña y subía por la ladera artificial en cuya base se había excavado la gruta. La cima de la colina también formaba parte del paisaje creado por los dueños de la propiedad; había un banco de piedra con cojines acolchados en lo más alto, desde el que se observaba una vista maravillosa de la campiña que se extendía al oeste. Se habían plantado laureles para dar sombra al banco. Amelia dejó escapar un suspiro encantado y se sentó al tiempo que cerraba la sombrilla.

Desde la ladera de la colina les llegó una risilla lejana, flotando en la brisa que provenía del lago. Tras otear el paisaje, Luc se volvió y la estudió con sus ojos azul cobalto un instante antes de sentarse a su lado y reclinarse en el banco con un brazo sobre el respaldo.

Amelia esperó a que él diera el primer paso, pero pasado un momento se volvió para estudiarlo. Tenía un aspecto relajado y absolutamente arrebatador con el cabello oscuro alborotado por la brisa. De su cuerpo emanaba una potente y peligrosa atracción. Siguió contemplando el paisaje un rato más antes de mirarla a los ojos. Y buscar lo que allí ocultaba.

Estaba a punto de decir algo, sin duda un comentario cortante, cuando él levantó la mano. La extendió hacia su rostro, pero no la tocó; se limitó a enredar los dedos en el tirabuzón que le rozaba la oreja. Apretó el mechón con fuerza y después tiró de él con mucho tiento.

Sin dejar de mirarla a los ojos, tiró de ella, hasta que sus largos dedos se cerraron sobre su nuca, hasta que estuvieron tan cerca que ella entornó los párpados, entreabrió los labios y clavó la mirada en su boca. Hasta que, por fin, le deslizó el pulgar por debajo de la barbilla para levantarle la cabeza y la besó en los labios.

No se había movido, sino que la había instado a ella a hacerlo. E igual sucedió con el beso. Movió los labios, con certera impaciencia, sobre los suyos embaucándola con promesas, con incitantes retazos de lo que podría tener, de todos los placeres que podría enseñarle… que le enseñaría. Si era su deseo.

Si tomaba la decisión de ir a sus brazos, de separar los labios y de ofrecerle su boca. De ofrecerse a él…

Ella se pegó más a él y la sombrilla se le cayó del regazo cuando levantó las manos para apoyarse en su pecho, inclinándose más hacia él, de manera que el beso fuera más sensual, incitándolo a seguir. Entonces se le ocurrió algo: esa era la razón por la que tenía tanto éxito entre las mujeres, la razón por la que se arremolinaban a su alrededor y competían por llamar su atención.

Luc sabía que no tenía por qué insistir, que le bastaba con lanzar una invitación, con esbozar la posibilidad, y cualquier dama que estuviera lo bastante cerca como para percibir la virilidad que exudaba, como para sentir la caricia de sus dedos contra su muñeca o como para experimentar el contacto de esos labios en su boca, aceptaría.

A diferencia de otras mujeres, ella lo conocía a la perfección y sabía que esa imagen de indolente sensualidad era una fachada. Incluso mientras la arrastraba hacia las maravillosas sensaciones que le provocaba su beso, mientras sus manos le acariciaban la cintura y la levantaban para pegarla más a su cuerpo de modo que quedó prácticamente sobre él, era más que consciente de que esa fachada era muy tenue; de que era más que capaz de presionar, de insistir y de exigir una rendición hasta que se hiciera con todo lo que ansiaba.

Ese poder estaba allí, un poder que exhortaba a las mujeres a entregarse a él, que hacía que desearan hacerlo. Lo percibió en el modo en que se tensaron los músculos de su pecho cuando la envolvió en un férreo abrazo; lo percibió en esos labios que la hechizaban… sin esfuerzo alguno. Era un poder inherentemente masculino, primitivo y un tanto aterrador… sobre todo porque tendría que enfrentarse a dicho poder y lidiar con él durante el resto de su vida.

Se estremeció ante la idea. Y él se dio cuenta. Apenas tuvo un mínimo respiro antes de que Luc extendiera las manos sobre su espalda y la asaltara con renovado ardor, devorándole la boca y despojándola de todo pensamiento coherente.

No le quedó más remedio que seguirlo sin oponer resistencia allí donde él quisiera llevarla, hasta un torbellino de sensaciones y de creciente deseo. Jadeó e intentó apartarse para recuperar el sentido; Luc deslizó una de las manos hasta que volvió a cerrarse sobre su nuca y le enterró los dedos en el pelo para obligarla a concentrarse de nuevo en el beso y en las llamaradas de deseo que la abrasaban.

Su pasión era peligrosa, incitante, tentadora… Cedió a ella y, relajada, se dejó llevar…

Exhaló un suave suspiro sobre sus labios y desechó cualquier idea de controlar el momento para, en cambio, deleitarse con las sensaciones. Para experimentar las hábiles caricias de sus dedos que se deslizaban cuello abajo hacia la piel que dejaba al descubierto el escote del vestido. Esos dedos vagaron en una lenta caricia sobre la curva de sus pechos antes de juguetear con el volante de su corpiño. En su interior comenzó a arder un anhelo insatisfecho; se agitó inquieta y musitó algo, un sonido que se quedó atascado entre ambos.

Luc pareció entenderlo a la perfección, ya que volvió a trazar la curva de sus pechos con los dedos, aunque más despacio en esa ocasión. Y otra vez más. Esos dedos se volvían más insistentes con cada caricia, y sintió que sus pechos se tensaban y que su piel comenzaba a arder. Hasta que le cubrió un pecho con la palma.

Una sensación increíble la recorrió de pies a cabeza, una sensación que se trocó de inmediato en una cálida marea que se extendió por sus venas. Luc flexionó sus perversos dedos y comenzó a acariciarle el pecho, despertando sensaciones que ni siquiera sabía que existían. Una oleada de puro placer se apoderó de ella cuando la mano que le había estado acariciando la espalda le cubrió el otro seno. Con los ojos cerrados y los labios aún atrapados en la arrebatadora sensualidad de su beso, se dejó llevar por las sensaciones que le provocaban esas manos sobre los pechos, por las llamaradas de pasión que la consumían y por ese nudo de tensión que sólo él sabía generar y aliviar a un tiempo.

Era toda una revelación el que algo pudiera ser tan maravilloso y tan satisfactorio; sin embargo, sabía que había más, sabía que quería más y que su cuerpo anhelaba más. Le habían bastado unos instantes para convencerse de que tenía que tener más.

Luc interrumpió el beso, pero sólo para recorrerle la línea del mentón con los labios hasta llegar al hueco de debajo de la oreja. Parecía saber lo que ella quería… saber que podría apoderarse de todo cuanto quisiera. Aparte de mirar de vez en cuando para asegurarse de que seguían solos, circunstancia que gracias a los invitados de lady Hartington estaba casi convencido de que no variaría, tenía los cinco sentidos puestos en la mujer que se retorcía en sus brazos y en la tentadora promesa que su esbelto cuerpo le ofrecía.

Había poseído a innumerables mujeres, pero esa… Lo atribuyó a que era demasiado experimentado como para no darse cuenta, por la pasión de su deseo, de que ella llevaba demasiado tiempo siendo la fruta prohibida. Una fruta prohibida que ya podía disfrutar y saborear cuando le apeteciera. Y como le apeteciera. Esa idea apenas consciente acicateó su deseo; pero lo controló para enardecerla a ella, convencido de que, a la postre, conseguiría todo lo que deseaba, todo lo que siempre había deseado. Sus sueños más salvajes se verían cumplidos.

La respiración entrecortada de Amelia le agitaba el pelo de la sien y le acariciaba la piel de forma tan pecaminosa y sugerente como la seda. Deslizó los labios más abajo, trazando un sendero por su garganta, por la delicada piel de alabastro. Apretó la boca sobre la base de la garganta, allí donde sentía el pulso frenético que lo instaba a continuar; de la misma forma que lo instaban a continuar los dedos que se clavaban en su pecho, arrugándole la camisa y arañándole por encima de la tela hasta avivar su necesidad de sentir las manos femeninas sobre su piel desnuda.

Pensar en piel desnuda hizo que su atención se desviara hasta los senos que le llenaban las manos. Unos pechos grandes y firmes, henchidos por el deseo. Los botones del corpiño estaban tirantes y no le costó trabajo deshacerse de ellos. Las cintas de su camisola estaban atadas con diminutas lazadas que se soltaron con un tironcito.

Con un mínimo de esfuerzo, tuvo sus pechos desnudos en las manos. Amelia jadeó y pestañeó, pero no abrió los ojos. No miró hacia abajo.

Con una sonrisa torcida, Luc levantó la cabeza y la besó de nuevo, para nada sorprendido cuando ella le devolvió el beso con voracidad. Se dejó llevar por la marea de deseo antes de hacerse con el control y volver a dejarla sin sentido mientras memorizaba su piel con las manos. Deslizó los dedos hacia los enhiestos pezones y jugueteó con ellos antes de darles un ligero apretón… Hasta que Amelia volvió a jadear, hasta que interrumpió el beso y levantó la cabeza sin aliento.

Él bajó la cabeza y recorrió su garganta con los labios hasta la fina piel que le cubría la clavícula; y más abajo, hasta las suaves curvas del nacimiento del pecho. En cuanto el calor de sus labios le entibió la piel, ella se echó a temblar… Él no se detuvo, sino que comenzó a lamerle el pezón y a rodearlo con la punta de la lengua antes de metérselo en la boca para mordisquearlo con delicadeza.

El sonido que salió de la garganta de Amelia no fue ni un jadeo ni un quejido, sino una exclamación de aturdida sorpresa. De placentera sorpresa. Así que continuó con sus atenciones, sujetándola con firmeza y sin dejar de observar su expresión con los párpados entornados mientras le daba placer… y él lo obtenía. Esa era la primera vez en la que saboreaba su piel, y se le quedaría grabada a fuego para toda la eternidad. Con el placer añadido de saber que ningún otro hombre la había saboreado, que nadie más la había tocado de esa manera.

La había incorporado poco a poco; en esos momentos la tenía sentada sobre su vientre y uno de esos femeninos y esbeltos muslos rozaba su enorme erección. Era imposible que ella no se hubiera dado cuenta del estado en el que se encontraba, pero no se apartó ni mostró un repentino recato virginal… No tenía miedo.

Ese hecho sólo sirvió para acicatear su deseo, un deseo que alcanzó cotas insospechadas cuando atisbó un resquicio de azul zafiro tras sus pestañas y se dio cuenta de que Amelia lo miraba. Observaba cómo rendía homenaje a sus pechos y se daba un banquete con su carne.

Le sostuvo la mirada.

Con toda deliberación, enroscó la lengua en su pezón y muy despacio lo mordisqueó, lo justo para hacerle perder el sentido, antes de succionar. Amelia soltó un jadeo y cerró los ojos. Después, le colocó una mano sobre la nuca y lo acercó más, en una rendición tan explícita como el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo cuando él comenzó a succionar con más fuerza.

Le soltó el otro pecho y deslizó la mano por su cadera, deteniéndose a acariciarle el trasero antes de rozarle el muslo mientras le levantaba las faldas del vestido…

Amelia se recostó contra él, con el cuerpo dócil y complaciente, una invitación flagrante.

Extendió los dedos sobre la parte superior de un muslo, impaciente por deslizarlos más abajo en busca de…

Se detuvo al recordar…

Al recordar dónde estaban… y lo que se suponía que debían hacer.

Llevar el asunto un paso más allá.

No diez.

Levantó la cabeza, buscó sus labios y la besó. Se deleitó devorando su boca, tomando de esa forma lo que no tomaría de manera más explícita.

Todavía.

Consiguió reprimir el gemido de protesta de su propio cuerpo con esa promesa. No era más que una situación temporal, una táctica con la que ganar la guerra. Y era una guerra que estaba decidido a ganar sin hacer concesiones.

Se obligó a dejar lo que estaba haciendo y la sujetó por las caderas para pegarla contra él, aprovechando ese instante para deleitarse con sus curvas, con la prueba de lo bien que encajarían a su debido tiempo, con la femenina calidez que calmaría su ardor cuando llegara el momento.

Al percibir que ya no estaba del todo concentrado en el beso, ella levantó la cabeza para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? ¿Por qué te has detenido?

Él consideró la sensatez de decirle que, dadas las circunstancias, debería de estar agradeciéndole que lo hubiera hecho. Allí, bajo su cuerpo, estudió su rostro y se percató de que el destino se estaba riendo a su costa. Amelia no quería que se detuviera; de hecho, estaría encantada de que la volviera a pegar contra él y besara sus labios henchidos y… Tuvo que apelar a todo su autocontrol para respirar simplemente.

—No es un buen momento. —Las chispas que asomaron a los ojos de Amelia lo instaron a pensar con rapidez—. Además —comentó y bajó la mirada a las tentadoras curvas que estaban a escasos centímetros de su rostro—, no deberíamos apresurar las cosas hasta un punto que te resulte abrumador.

Le pasó un brazo por las caderas y la pegó a él mientras que con la otra mano le acariciaba la piel por encima del borde del vestido y reavivaba las brasas del deseo.

Amelia se echó a temblar mientras observaba con los párpados entornados.

—¿Abrumador?

El ceño se había atenuado un poco, pero no había desaparecido por completo.

Tras mirarla de soslayo, eligió las palabras con sumo cuidado.

—Hay muchas cosas nuevas que experimentar, muchas cosas que podría enseñarte, pero tras esa primera vez, ya no será lo mismo. Jamás será una novedad… tan maravillosa.

El ceño volvió a su lugar.

Enganchó un dedo en el corpiño abierto y bajó de nuevo la tela para dejar al aire un endurecido pezón. Acarició la areola con el pulgar, aplicando la presión justa.

Amelia cerró los ojos y exhaló un tembloroso suspiro.

—Ya comprendo…

—Bueno. Dada nuestra situación, creí que preferirías coger la ruta más larga, contemplar todos los paisajes, visitar todos los templos… por decirlo de alguna manera. —Le sostuvo la mirada.

Esos enormes ojos del color del cielo de verano lo miraron con una expresión confusa.

—Y… ¿hay muchos… templos?

Sus labios esbozaron una sonrisa espontánea.

—Unos cuantos. Y muchos se pasan de largo porque a la gente le gusta apresurarse. —Deslizó la mano hacia el otro pecho y repitió su sutil tortura sin apartar la mirada de sus ojos y muy consciente en todo momento de la tensión sensual que estaba provocándole—. Aún nos quedan tres semanas… Parece lo más sensato del mundo que veamos cuanto nos sea posible. Que visitemos cuantos templos podamos. Tantos lugares de culto como sea posible.

Amelia le sostuvo la mirada. Luc era muy consciente de los lentos movimientos respiratorios que sentía bajo la mano, del ritmo del corazón que latía contra su pecho y de ese palpitar mucho más profundo de la entrepierna femenina que notaba contra su abdomen.

Amelia entornó los párpados y suspiró. Con su aliento también se fue la tensión y se quedó relajada en sus brazos, sin resquicio alguno de resistencia. Movió las caderas con total deliberación, frotándose contra su erección.

Logró mantenerse impasible a duras penas, si bien una parte de su anatomía escapaba a su control. Amelia lo miró a la cara y se lamió el labio inferior.

—Creí que te mostrarías más impaciente.

Consiguió no apretar los dientes.

—Es un asunto de control.

—Bueno, supongo que tú eres el experto…

Fue incapaz de responder. Amelia bajó la mirada y él se dio cuenta de que su pulgar había vuelto a las andadas por voluntad propia y la acariciaba una y otra y otra vez.

—¿De verdad hay tanto por saborear?

—Sí. —No era una mentira. Tenía los ojos clavados nuevamente en su enhiesto pezón y le costó la misma vida tomar el aliento suficiente para suspirar—. Pero hoy ya no nos queda tiempo.

Le volvió a colocar la camisola en su sitio. Con un suspiro resignado de cosecha propia, la ayudó a recomponer su atuendo. Aunque cuando le rodeó la cintura con las manos para apartarla de él, lo detuvo enredándole una mano en el cabello después de acariciarle el mentón.

Amelia escudriñó su rostro, sus ojos, con mirada sincera y sonrió.

—Muy bien, lo haremos a tu manera.

Se inclinó hacia delante y lo besó… Un beso largo, dulce y seductor.

—Hasta la próxima vez… y el siguiente templo que nos encontremos por el camino —susurró contra sus labios cuando levantó la cabeza.

Era un hombre al que no se podía manipular ni obligar a nada; sabía eso desde hacía años. La única manera de tratar con él era aceptar lo que le ofrecía y sacarle el mayor partido posible.

A esa conclusión llegó Amelia. Así pues, reconsideró la insistencia de Luc en un cortejo de cuatro semanas, pero en esa ocasión se concentró en las oportunidades que semejante arreglo podrían proporcionarle a ella. Unas oportunidades cuya existencia desconocía antes del almuerzo al aire libre de lady Hartington.

Dichas oportunidades no eran cosa baladí.

¿Qué conllevaría que un caballero, y uno tan experimentado como Luc Ashford, prometiera abrirle los ojos a una dama… despacio? Paso a paso. Sin abrumarla.

Su actitud hacia la imposición de cuatro semanas debía cambiar por completo.

Había accedido a casarse con ella, y a hacerlo en junio; sabía que lo haría. Una vez conseguido ese primer objetivo, no había razón para que no pudiera experimentar con otros que no estaban en el libreto… y lo que él le había propuesto sobrepasaba con mucho sus sueños más salvajes.

Pasó todo el día siguiente en una agradable nube recordando, planeando y haciéndose preguntas… Cuando saludó a lady Orcott del brazo de Luc esa misma noche mientras seguían a su madre al interior del abarrotado salón de baile, se estaba mordiendo la lengua por la necesidad de preguntar qué templo en concreto visitarían.

—Allí están Cranwell y Darcy. —Luc la llevó hacia el grupo en el que se encontraban esos dos caballeros, en cierta manera, amigos.

Saludó a los presentes. La señorita Parkinson, una marisabidilla seria aunque muy rica, también se encontraba allí y correspondió al saludo con una inclinación de cabeza sin dejar de lanzar miraditas reprobatorias al vestido de seda color melocotón de Amelia.

Ese mismo vestido obtuvo la inmediata y tácita aprobación de Cranwell y Darcy, algo que sin duda explicaba la desaprobación de la señorita Parkinson.

—¿También encuentra aburridos los últimos coletazos de la temporada, querida? —preguntó Cranwell al tiempo que apartaba la vista del bajo escote del corpiño para recorrer el nacimiento de los pechos que dejaba al descubierto.

Ella esbozó una sonrisa radiante.

—En absoluto. De hecho, ayer mismo pasé una tarde maravillosa visitando paisajes desconocidos en Hartington House.

Cranwell parpadeó.

—Vaya. —Se sabía al dedillo los entretenimientos que ofrecía Hartington House—. ¿La gruta?

—¡Caray, no! —Le tocó el brazo con la mano y le aseguró—: Hay vistas muchísimo más interesantes, novedosas y atractivas.

—¿En serio? —Darcy se acercó más, a todas luces intrigado—. Dígame, ¿eran esas vistas de su agrado?

—Mucho. —Sus ojos lucían una expresión risueña cuando miró a Luc. Este llevaba su máscara indolente, pero sus ojos… Dejó que la sonrisa se ensanchara y volvió a dirigirse a Darcy. Si Luc insistía en arrastrarla por el salón de baile de conocido en conocido antes de enseñarle el siguiente templo… bueno, tendría que afrontar las consecuencias—. De hecho, me temo que me he convertido en adicta… Estoy ansiosa por tener una nueva revelación.

Tras tomar nota de las maliciosas y especulativas expresiones de Cranwell y Darcy, le sonrió a la señorita Parkinson.

—Los nuevos paisajes resultan fascinantes cuando se tiene la oportunidad de contemplarlos… ¿no cree usted?

Sin rubor alguno, la señorita Parkinson replicó:

—Por supuesto. Sobre todo cuando se está en la compañía adecuada.

—Cierto. Aunque creo que eso no hace falta decirlo —replicó ella con expresión radiante.

La señorita Parkinson asintió sin el menor asomo de sonrisa.

—La semana pasada estuve en Kincaid Hall. ¿Ha visitado el templete que hay allí?

—No recientemente y desde luego que no en la compañía adecuada.

—¡Caramba! Pues no debería dejar que esa oportunidad se le escapara de las manos si llega a presentársele. —La señorita Parkinson se recolocó el chal—. Al igual que usted, mi querida señorita Cynster, espero con impaciencia el comienzo de las fiestas campestres… Nos proporcionan incontables oportunidades para apreciar la naturaleza en su justa medida.

—Eso está fuera de toda cuestión. —Encantada por haber encontrado una lengua afilada con la que batirse, se lanzó al juego; un juego que estaba incomodando sobremanera a los tres caballeros presentes—. Es un placer contar con la oportunidad de ampliar nuestros conocimientos sobre los fenómenos naturales. Es algo a lo que se debería animar a todas las damas.

—Sin duda alguna. Si bien en otras épocas se creía que sólo los caballeros contaban con la capacidad necesaria para apreciar tales cuestiones, por suerte vivimos en tiempos ilustrados.

Amelia asintió con la cabeza.

—Cierto, hoy en día no hay impedimento alguno para que una dama amplíe sus horizontes.

Cuánto tiempo habrían continuado por esos derroteros, incomodando a sus acompañantes masculinos (que no se atrevían a intervenir), se quedó en incógnita, ya que la orquesta eligió ese momento para tocar un cotillón. Los caballeros, los tres, estaban ansiosos por dar por zanjada esa conversación. Intrigado por las posibilidades que sugería la charla, lord Cranwell le pidió la mano para ese baile a la señorita Parkinson.

Lord Darcy le hizo una reverencia.

—¿Me concede el honor de este baile, señorita Cynster?

Ella sonrió y le tendió la mano antes de lanzarle a Luc una sonrisa inocente en el último momento. A él no le hacían mucha gracia los cotillones y, dado que sólo podría bailar con ella dos veces esa noche, se esperaría a los valses.

Sus miradas se entrelazaron y se demoró por un instante contemplando esos ojos azules tan oscuros. A la postre, Luc asintió con rigidez mientras Darcy la conducía hacia una de las filas que se estaban formando.

Mientras bailaba sin dejar de sonreír y charlar, sopesó ese gesto de cabeza… o, mejor dijo, lo que quería indicar. Había cierta tensión entre ellos, una emoción que no había estado presente con anterioridad. Cuando terminó la pieza, había llegado a la conclusión de que le gustaba.

Lord Darcy estaba más que dispuesto a monopolizar su atención, pero Luc reapareció y, con su arrogancia innata, reclamó su mano sin decir ni una palabra y se la colocó sobre el brazo. El otro caballero enarcó las cejas, pero fue lo bastante sensato como para no decir nada. Los actos de Luc hablaban de un compromiso que aún no se había hecho público.

Ella siguió charlando y sonriendo; pero, pasados unos minutos, Luc se despidió por los dos y la alejó del grupo. Comenzaron a pasear entre la multitud. Mientras contemplaba su perfil, tuvo que reprimir una sonrisa ufana y se dispuso a esperar pacientemente.

A esperar durante incontables encuentros con amigos, durante el primer vals y la cena. Cuando Luc la rodeó entre sus brazos mientras bailaban el segundo y último vals de la noche, había perdido toda la paciencia.

—Creí que habíamos acordado explorar nuevos paisajes —dijo mientras giraban por la pista de baile.

Luc enarcó una ceja en su habitual gesto indolente.

—Este lugar es un tanto restrictivo.

Ella no era tan inocente.

—Supuse que un experto en la materia como tú, alguien a quien tanto ensalzan, estaría a la altura del desafío.

El sutil énfasis con el que pronunció esas palabras disparó sus alarmas. Luc la miró a los ojos, algo que hasta el momento había evitado; por la sencilla razón de que no quería ver la irritación en sus ojos azules. Sin embargo, no había rastro de terquedad en su rostro (no tenía los dientes apretados ni los labios fruncidos); no había cambio alguno en la tensión expectante que se había apoderado del grácil cuerpo que tenía en los brazos desde que la viera en su vestíbulo esa misma tarde. Aun así, intuía que esa acerada determinación que sabía que poseía comenzaba a bullir.

Levantó la cabeza y examinó la estancia.

—Hay muy pocas posibilidades. —Orcott House no era una mansión grande y el diseño del salón de baile era muy sencillo.

—Me da igual…

La miró de nuevo a los ojos. Y confirmó que la amenaza que creyó oír en sus palabras había sido intencionada. Su réplica fue instintiva.

—No seas estúpida.

De haber podido, habría retirado las palabras… de inmediato. Sin embargo, Amelia lo había pillado desprevenido, le había hecho considerar la absurda idea de que tal vez pudiera estar batiéndose con él (con él, nada menos) con el objetivo de obligarlo a complacerla con algún tipo de flirteo indecente…

La idea era una locura… Se mirara por donde se mirase. Opuesta por completo al funcionamiento del mundo; o, al menos, del suyo.

El súbito refulgir de sus ojos azules le indicó que se preparara para que su mundo acabara patas arriba. Y para algo peor.

Amelia esbozó una sonrisa dulce cuando el vals terminó.

—¿Estúpida? Creo que no. —Se apartó de sus brazos en cuanto se detuvieron, al darse cuenta de que él tenía intención de retenerla y de que le costaría un verdadero esfuerzo dejar que se marchara. Sin dejar de mirarlo, mantuvo la sonrisa hasta que él apartó las manos. A continuación, se dio la vuelta, sin romper el contacto visual hasta el último momento—. Tengo algo mucho más interesante en mente.

Una ultrajante provocación era lo que pretendía, lo que había servido en abundancia. Tenía veintitrés años, era una experta en esa arena y… había muy poco que no se atreviera a hacer. Sobre todo con Luc pegado a sus talones.

Coqueteó y flirteó con sus mejores armas… y observó cómo Luc iba perdiendo los estribos. Nunca resultaba fácil provocarlo, ya que ejercía demasiado control sobre sus emociones. Sin embargo, no le gustó en lo más mínimo verla reír y llamar la atención de otros hombres. Y desde luego que no le gustó que se inclinara hacia ellos y los invitara a echar un vistazo a sus encantos naturales… una invitación que dichos hombres no se veían en la obligación de rechazar.

Después de pasar seis años en salones de bailes, sabía muy bien a qué hombres elegir, a quiénes podía incitar a placer y sin remordimientos de conciencia. Esos mismos hombres eran perfectos para sus propósitos en cierto sentido, ya que seguramente recogerían el guante que ella no tenía el menor escrúpulo en lanzar.

Aunque no coqueteaba con el peligro, de eso estaba segura. No había forma humana de que Luc permitiera que otro hombre tomara lo que él ya consideraba suyo.

La única pregunta que quedaba sin contestar era cuánto tardaría en rendirse.

Y en reclamarla para sí.

La respuesta fue veinte minutos. Tras dejar a un grupo de asombrados libertinos con una carcajada seductora, Amelia retrocedió un paso, hizo caso omiso de Luc, que estaba a su lado, y se perdió entre la multitud. Un instante después, escuchó un juramento mascullado (ni mucho menos educado) cuando Luc vio el grupo al que se dirigía. Entre ellos se encontraban Cranwell, Darcy y Fitcombe, otro de sus conocidos.

No pronunció palabra alguna, se limitó a cogerla de la mano y a tirar de ella hacia la pared más cercana, donde abrió una puerta de la que ni se había percatado (una que usaban los criados). Dos sorprendidos criados tuvieron que sortearlos a pesar de que llevaban unas enormes bandejas; después, Luc abrió otra puerta que conducía a un oscuro pasillo. Tiró de ella y cerró la puerta a su espalda antes de obligarla a darse la vuelta y pegarla contra la madera.

Lo miró a la cara con asombro, ya que en esos momentos no lucía su máscara civilizada… De hecho, no había rastro alguno de educación. Tenía los ojos entrecerrados y los labios apretados mientras la fulminaba con la mirada. Carentes de toda dulzura, sus cinceladas facciones parecían sombrías y duras en la penumbra.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Las palabras eran duras, incisivas, y su voz profunda estaba cargada de amenaza.

Ella le sostuvo la mirada y replicó con calma:

—Lograr que me trajeras aquí.

Con un brazo apoyado en la puerta y la otra mano en su cintura, inmovilizándola e intimidándola, se inclinó hacia ella hasta dejar apenas separación entre sus rostros y sus cuerpos.

No era intimidación lo que ella sentía y así se lo hizo saber.

Eso sólo consiguió que la expresión se tornara aún más sombría.

—¿Qué diantres crees que vas a experimentar en un pasillo a oscuras?

Arqueó las cejas y, sin apartar la mirada, le recorrió el pecho con las manos antes de aferrar las solapas de su chaqueta.

—Algo que no he experimentado antes —respondió con calma.

Un flagrante desafío que él respondió con tanta rapidez que la dejó mareada.

Se apoderó de sus labios con voracidad. Había esperado que la aplastara contra la puerta, pero aunque la mano que le sujetaba la cintura la mantenía justo donde quería tenerla, inmóvil contra el panel, no acortó la escasa distancia que los separaba ni utilizó su duro cuerpo para atraparla.

No le hacía ninguna falta… El beso en sí, indudablemente sexual y despiadadamente explícito, bastó para hacerle perder la cabeza, para acabar con cualquier posible idea de huida. De hecho, acabó con todas sus ideas.

Apaciguarlo… No había sido esa su intención, aunque no tardó en descubrir que estaba haciendo precisamente eso, impelida por la implacable exigencia de sus labios, de su lengua y de su maestría. Luc sabía muy bien lo que se hacía… y lo que le hacía a ella. No le dio cuartel, sino que la llevó sin miramientos y en un abrir y cerrar de ojos hasta un punto en el que la rendición era la única salida.

Intentó levantar los brazos y rodearle el cuello, pero se lo impidió la mano de la cintura, que estaba allí para mantener la escasa distancia que los separaba. Tuvo que conformarse con enredar los dedos en su espeso cabello oscuro, maravillada por el tacto de esos sedosos mechones contra su piel. Intentó atraparlo en el beso, darle cualquier cosa que quisiera. Lo invitó a tomar más.

Ni siquiera se había percatado de que le estaba desatando las cintas; sólo se dio cuenta de que había estado muy ocupado cuando él cambió de posición y bajó la mano con la que le había sujetado la cara para recorrer con fuerza su garganta hasta la línea del escote del vestido. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía el corpiño abierto. Sin vacilar, deslizó sus hábiles dedos bajo la seda y se afanó por liberar su seno mientras apretaba con las yemas el endurecido pezón.

Sus dedos no vacilaban en lo más mínimo. Apretó, acarició y rozó hasta que ella comenzó a jadear y a agitarse contra su mano mientras las sensaciones que esa mano despertaba en ella se entremezclaban con las que le producía la devastadora posesión de su boca. De sus labios. De su aliento.

Estaba a punto de desmayarse cuando Luc por fin levantó la cabeza, aunque sólo fue para tomar en la boca el sensible pezón que había estado torturando. Para lamerlo y succionarlo hasta que ella, con la cabeza apoyada contra la puerta, ya no pudo controlar sus gritos.

Luc se movió en ese momento y le apartó la mano del pecho. La colocó extendida sobre su vientre y comenzó a acariciarla de una manera que no había imaginado… y que no había imaginado que le aflojaría las rodillas.

Con los ojos cerrados y los dedos enterrados en el cabello de Luc jadeó cuando comenzó a tironear del pezón con los labios. Cuando su mano se deslizó más abajo, le fallaron las piernas.

De repente, lo único que la mantenía erguida contra la puerta era la mano que aún tenía en la cintura.

A través de dos capas de seda, esos indagadores dedos habían dado con los rizos de su entrepierna. Los acariciaron sin prisas. Los separaron. Amelia comenzó a sentir un calor líquido en su interior, entre las piernas. Esos dedos no le dieron ni un respiro y prosiguieron con su exploración, tocando esa carne que nadie había tocado, ni siquiera a través de la tela.

No le separó los muslos y no metió la mano entre ellos. Continuó devorando con avidez su pecho, distrayéndola. Después, la tocó con un dedo, tocó un punto que ella ni siquiera sabía que existía con habilidad y gentileza. Pero sin tregua.

La acuciante sensación de su boca sobre el pecho, así como la inesperada y novedosa caricia de ese dedo en un lugar tan íntimo, estuvo a punto de postrarla de rodillas.

Sentía la piel en llamas y le faltaba la respiración. En ese momento, el dedo comenzó a moverse más despacio y a ejercer más presión… Y ella pronunció su nombre sin aliento.

Para su sorpresa, Luc levantó la cabeza, aunque no para mirarla, sino para escudriñar el otro lado del pasillo.

Después soltó un juramento, se enderezó y apartó las manos de ella, que comenzó a deslizarse por la puerta hasta el suelo.

Evitó que se cayera con un nuevo juramento.

—Alguien se acerca —masculló.

En un abrir y cerrar de ojos le colocó el corpiño, con la misma destreza que se lo había quitado. Una vez cumplida esa tarea, le dio la vuelta, la pegó a él, abrió la puerta y la obligó a pasar, cerrándola después con sumo cuidado y sigilo…

Se quedaron muy quietos en el vacío pasillo del servicio. Luc le rodeaba la cintura con un brazo para mantenerla pegada a su cuerpo. Ella se aferraba a él a pesar de que ya no le hacía falta.

Escucharon voces y pasos al otro lado de la puerta. Un grupo de personas pasó por el mismo lugar que ellos acababan de abandonar.

Las pisadas se perdieron en la distancia y Luc dejó escapar un suspiro aliviado. Había estado cerca, demasiado cerca. Miró a Amelia en silencio y alerta. Sin pronunciar palabra, la instó a dirigirse a la puerta que daba al salón de baile.

—Espera. —La detuvo justo delante de la puerta. Desde el otro lado les llegaban los sonidos del baile. Daba la sensación de que hacía una eternidad que lo habían abandonado.

Amelia se detuvo delante de él. A pesar de la oscuridad, no tuvo el menor problema en volver a atar las cintas de su vestido.

Cuando bajó las manos, ella lo miró a la cara y luego se acercó a él. Le colocó una mano en la mejilla, se puso de puntillas y lo besó.

—¿Ya no hay más? —preguntó en un murmullo cuando sus labios se separaron.

No se molestó en reprimir su gruñido.

—Eso ha sido más que suficiente para una noche.