CUANDO Luc escuchó esas palabras ya era demasiado tarde para detenerla. En cuanto Amelia llegó a la terraza se internó en la multitud. A pesar de que la siguió en un abrir y cerrar de ojos, cuando logró localizarla, ya se había unido a un grupo y charlaba animadamente con lord Oxley, a quien había tomado del brazo.
Los músicos eligieron ese preciso momento para empezar a tocar y, en cuanto sonaron los primeros acordes del cotillón, los invitados se aprestaron a colocarse para el baile. Luc apretó la mandíbula y se retiró hacia las sombras que reinaban junto a los muros de la casa; cruzó los brazos y apoyó la espalda contra la pared para observar cómo Amelia, su futura esposa, ejecutaba los pasos de la danza.
El maldito vestido flotaba a su alrededor como si fuera un resplandeciente halo de luz. Fue testigo de al menos dos tropiezos debidos a la distracción de los caballeros. Las emociones que lo embargaban no le resultaban familiares, aunque reconocía en parte la tensión que lo atenazaba. Estaba acostumbrado al deseo, podía controlarlo sin problemas, pero lo otro…
Se sentía a punto de estallar, con los nervios a flor de piel. Demasiado inquieto, y eso no era normal en él. ¿Cómo era posible que ella le hubiera provocado semejante estado con tanta facilidad?
Menos mal que el puñetero baile no era un vals…
Esa idea le hizo soltar un juramento. Era muy probable que el siguiente sí lo fuera, y no confiaba en sí mismo lo suficiente como para tenerla entre sus brazos, no en público y no mientras fuera ataviada con esa indecencia a la que llamaba «vestido». Sin embargo, sabía muy bien lo que ocurriría si se veía obligado a verla bailar, vestida así, con algún otro hombre.
Tras lanzar unos cuantos vituperios contra todas las mujeres, y en especial contra las Cynster, se dedicó a observar a Amelia mientras esperaba… Y trazaba un plan.
Amelia sabía que la estaba mirando; su deslumbrante sonrisa, sus risas y sus coqueteos con lord Oxley eran un ardid. No tenía la menor intención de cambiar a su recalcitrante vizconde por un aristócrata de título mayor. Por suerte, era imposible que Luc estuviera seguro de ello.
Al final del baile, evitó mirar en su dirección y, en cambio, se dedicó a alentar a otros caballeros a reunirse en torno a ella. Estaba observando al señor Morley inclinarse sobre su mano cuando Luc se acercó. En cuanto Morley la soltó, Luc se apropió de ella y, tras saludarla con una apática y quizás hastiada inclinación de cabeza, se colocó su mano en el brazo y la retuvo cubriéndola con la suya.
Ella abrió los ojos de par en par.
—Me preguntaba dónde estabas…
Sus oscuros ojos cobalto se clavaron en ella.
—Pues no hace falta que te lo preguntes más.
Los cuatro caballeros que la rodeaban los miraron de forma alternativa con la perplejidad pintada en el rostro. Sabían que había llegado al baile con él, pero debían de haber asumido que su relación era la de siempre: una amistad familiar, nada más.
Nada más profundo.
Sin embargo, la tensión que los embargaba decía otra cosa bien distinta.
Le ofreció una sonrisa mientras deseaba poder descifrar su expresión y volvió a prestar atención a los caballeros.
—¿Se han enterado de lo del globo aerostático? —les preguntó con jovialidad.
—¡Desde luego que sí! —contestó lord Carmichael—. Será en el parque.
—Pasado mañana —añadió el señor Morley.
—¿Me permite ofrecerle mi nuevo faetón, querida? —preguntó lord Oxley con actitud ufana—. Tiene más de dos metros de altura ¿sabe? La vista es excelente.
—¿De veras? —Amelia lo miró con una sonrisa—. Yo…
—La señorita Cynster ya se ha comprometido a asistir al espectáculo con mis hermanas —intervino Luc. Amelia lo miró con las cejas arqueadas en un gesto algo arrogante. Él enfrentó su mirada antes de añadir—: Y conmigo.
Lo miró a los ojos un instante más y a continuación sonrió e inclinó la cabeza. Hizo un gesto de impotencia dirigido a lord Oxley e intentó suavizar el rechazo con una sonrisa.
—Como iba a decirle, me temo que ya he aceptado la invitación de los Ashford para asistir al espectáculo.
—Vaya, en fin… está bien. —Lord Oxley miró a Luc con expresión perpleja—. Lo comprendo —añadió, si bien su tono revelaba que no entendía nada en absoluto.
El estridente sonido del violín advirtió a los invitados de que el vals estaba a punto de comenzar.
—Querida, ¿sería tan amable de…?
—Señorita Cynster, si me permite el atrevimiento…
—¿Me concedería el honor…?
El señor Morley, lord Carmichael y sir Basil Swathe guardaron silencio al unísono y se miraron los unos a los otros antes de volver la vista hacia ella. Amelia vaciló un instante… y después alzó la barbilla.
—Yo…
Luc le dio un pellizco en los dedos que cubría con su mano.
—Querida, he venido a buscarte porque mi madre quiere presentarte a una vieja amiga.
Ella lo miró con desconcierto.
—Pero ¿y el vals?
—Me temo que la señora en cuestión es bastante mayor y se marchará pronto. No tiene por costumbre visitar la capital. —A continuación, se dirigió a sus cuatro pretendientes—: Si nos disculpan…
Ni siquiera le pidió su opinión, por supuesto; apenas esperó a que murmurara una despedida antes de alejarla. Y no hacia la pista de baile, donde ella deseaba ir (con él), sino de vuelta hacia la casa.
Una vez que traspasaron las puertas de la alargada sala de recepción, se detuvo y se negó a ir más lejos.
—¿Quién es esa vieja amiga a la que tu madre quiere que conozca?
Luc clavó la mirada en ella.
—Una invención.
Antes de que pudiera responder, Luc cambió de dirección y tiró de ella hacia una puerta.
—Por aquí.
Intrigada y esperanzada a un tiempo, dejó que la condujera por un corto pasillo a través del cual se accedía a un corredor paralelo a la sala de recepción y que estaba flanqueado por varias puertas.
Sin soltarle la mano, Luc se dirigió a una puerta situada en mitad del pasillo. Abrió la puerta, echó un vistazo al interior y dio un paso atrás para indicarle que entrara primero. No le quedó más remedio que hacerlo. Él la siguió de inmediato.
Una vez dentro, Amelia echó un vistazo a su alrededor. La estancia era una salita amueblada con un surtido de cómodos sofás, sillones y mesas bajas. Las enormes cortinas que cubrían las ventanas estaban descorridas y permitían que la pálida luz de la luna, tenue aunque abundante, iluminara la escena.
Una escena en la que no había un alma salvo ellos.
Escuchó un chasquido apagado. Se dio la vuelta a tiempo para ver que Luc se guardaba algo en el bolsillo del chaleco. Un vistazo a la puerta le bastó para comprobar que se trataba de la típica cerradura con llave. Sin embargo, de la llave no había ni rastro.
Una extraña sensación se deslizó sobre su piel y le provocó un escalofrío en la espalda. Alzó la vista hacia el rostro de Luc mientras este acortaba la distancia que los separaba. No pensaba permitirle que la aturullara ni que la convirtiera en una pavisosa a la que pudiera manejar con repugnante facilidad. Cruzó los brazos por debajo del pecho, impertérrita por el hecho de que ese gesto le tensara el volante del corpiño, y alzó la barbilla.
—¿De qué va todo esto?
Él parpadeó con aire confundido y se detuvo. En ese momento, Amelia se percató de que no la estaba mirando a la cara. Detalle que Luc enmendó al instante cuando alzó la vista hasta sus ojos.
—Esto… —respondió con los dientes apretados— va de «esto».
Ella frunció el ceño.
—¿De qué?
El rostro de Luc se crispó y la ira comenzó a arder en su mirada.
—Tenemos que discutir nuestra estrategia. Los pasos que vamos a dar para hacer creer a la alta sociedad que nuestro matrimonio no es ni mucho menos de conveniencia. Es preciso que discutamos el orden en el que vamos a dar esos pasos. Y es imperativo que discutamos el asuntillo del momento oportuno.
—¿El momento oportuno? —repitió, al tiempo que lo miraba con los ojos como platos—. Está claro que es una simple cuestión de ponerse de acuerdo en el orden apropiado de los pasos a seguir y en caso de que se nos presente la oportunidad de acelerarlos…
—¡No! Ahí radica nuestro desacuerdo.
Seguía hablando con los dientes apretados. Amelia frunció el ceño de nuevo y examinó su rostro.
—¿Qué es lo que te pasa?
Luc contempló largo y tendido esos enormes ojos azules, pero le resultó imposible dilucidar si le estaba tomando el pelo.
—Nada —masculló—. Nada que cualquier hombre normal… ¡No! No tiene la menor importancia. —Se pasó una mano por el pelo, pero se interrumpió al darse cuenta de lo que estaba haciendo—. Lo importante en este momento es que nos pongamos de acuerdo en el ritmo de nuestra pequeña farsa.
—¿El ritmo? ¿Qué…?
—No puede ser demasiado rápido.
—¿Porqué no?
«Porque correría el riesgo de revelar demasiado», pensó. Clavó la mirada en el rostro de Amelia, que lo observaba con expresión obstinada.
—Porque eso levantaría sospechas… y no queremos que nos hagan preguntas. Como la del motivo de mi súbito cortejo cuando sólo te conozco desde… ¿cuánto hace, veintitantos años? Si vamos demasiado rápido, la gente empezará a preguntarse cuál es el motivo. Y mis motivos serán lo que menos les interese. Te advertí desde el principio que debemos ser convincentes y que para eso es necesario ir despacio. Cuatro semanas. Nada de atajos.
—Creí que te referías a que teníamos un máximo de cuatro semanas, no a que tuviera que durar cuatro semanas.
—La gente debe ser testigo de una progresión que comience por un ligero interés y que, tras pasar por una etapa de conocimiento, se transforme en una decisión que dé pie a una declaración. Si no encuentran motivo alguno… si no les proporcionamos un buen espectáculo… no se lo tragarán.
Una estupidez, desde luego. Si tenía más vestidos como el que llevaba esa noche, nadie cuestionaría su repentina decisión. La idea hizo que bajara la vista y que frunciera el ceño al observar la ofensiva prenda.
—¿Tienes más vestidos como este?
Ella lo miró echando chispas por los ojos antes de bajar la vista hasta el vestido y desplegar las faldas.
—¿Qué tiene este vestido para que te irrite tanto?
Tenía suficiente experiencia como para saber que debía mantener la boca cerrada, pero se escuchó mascullar:
—Es demasiado tentador, maldita sea.
Su respuesta pareció tomarla por sorpresa.
—¿En serio?
—¡SÍ!
El efecto del vestido ya le había parecido una tortura en el vestíbulo de su casa, y la cosa empeoró al verla a la luz de las arañas. Sin embargo, había descubierto que en la penumbra resultaba mucho más incitante. Ya se había percatado de ello bajo los árboles y esa había sido en parte la causa de su desacertado comentario. A la mortecina luz de la luna, el vestido hacía que su piel también resplandeciera, como si sus hombros y su escote formaran parte de una perla que acabara de emerger de la espuma del mar. Un obsequio a la espera de que la mano apropiada lo reconociera y lo tomara, lo hiciera suyo y descubriera aquello que el vestido ocultaba…
No era de extrañar que apenas pudiera pensar con claridad.
—Es… —Hizo un gesto con las manos mientras se esforzaba por encontrar una palabra que lo sacara del aprieto.
Ella bajó la mirada con aire pensativo.
—Incitante… pero ¿no es ese el aspecto que se supone que debo tener?
Fue el gesto que hizo al alzar la cabeza y enfrentar su mirada lo que lo ayudó a recobrar el juicio. Entrecerró los ojos mientras reflexionaba… sobre sus palabras y sobre la actitud que había adoptado esa noche.
—Lo sabes. —Dio un paso amenazador hacia ella. Amelia soltó las faldas del vestido y se enderezó, pero no retrocedió. Se detuvo frente a ella y la observó con cara de pocos amigos—. Sabes muy bien el efecto que tienes sobre los hombres ataviada con ese puñetero vestido.
Ella abrió los ojos de par en par.
—Por supuesto que sí. —Ladeó la cabeza, como si se estuviera preguntando por su lucidez mental—. ¿Por qué sino crees que me lo he puesto?
Luc dejó escapar un sonido ahogado… el vestigio del rugido que se negaba a permitir que ella oyera. Jamás perdía los nervios… Salvo esos días, ¡con ella! Le apuntó a la nariz con el índice.
—Si quieres que me case contigo, no vuelvas a ponerte este vestido, ni ninguno que se le parezca, a menos que yo te dé permiso.
Ella enfrentó su mirada y se enderezó antes de cruzar los brazos por debajo del pecho…
—¡No hagas eso, por el amor de Dios! —exclamó él mientras cerraba los ojos para no ver cómo esos pechos se alzaban aún más sobre el corpiño fruncido.
—Voy decentemente vestida —replicó con voz cortante y ácida.
Luc se arriesgó a levantar un poco los párpados y, como era de esperar, su mirada se clavó en esas exquisitas curvas de color alabastro que el dichoso vestido dejaba a la vista. Los pezones debían de estar un poco más…
—Cualquiera diría que no has visto nunca los pechos de una dama… No esperarás que me lo crea. —Amelia mantuvo a raya el placer que semejante despliegue de susceptibilidad le provocaba. No le resultó difícil, ya que no le hacía mucha gracia el rumbo que estaba tomando la conversación.
Él seguía con la vista clavada en sus pechos y, bajo esas abundantes pestañas negras, sus ojos parecían resplandecer.
—En este momento me trae sin cuidado lo que creas. —Había cierto deje en su voz, en la forma pausada y precisa con la que pronunciaba cada palabra, que le dio qué pensar y puso en alerta todos y cada uno de sus instintos. Alzó la mirada muy despacio hasta posarla en sus ojos—. Te lo repito: si quieres que me case contigo, no vuelvas a ponerte ese vestido ni ningún otro que se le parezca.
Ella alzó la barbilla.
—Tendré que hacerlo algún día… Cuando estemos a punto de anunciar…
—No. Ni hablar. Ni tendrás que hacerlo ni lo harás.
Amelia tensó la mandíbula y percibió casi de forma física la pugna de sus voluntades; no obstante, mientras que la suya se asemejaba a un muro, la de Luc era como una riada… una riada que lo inundaba todo, que asolaba los obstáculos y debilitaba sus cimientos. Lo conocía muy bien; sabía que no debía presionarlo demasiado y no se atrevió a desafiarlo tan pronto.
No le resultó fácil, pero se obligó a claudicar.
—Está bien. —Respiró hondo antes de continuar—. Pero con una condición.
Puesto que había vuelto a bajar la vista, Luc parpadeó y levantó la cabeza para mirarla a la cara una vez más.
—¿Qué condición?
—Quiero que me beses otra vez.
Él la miró fijamente. Tras una pausa, le preguntó:
—¿Ahora?
Amelia extendió los brazos a los lados y lo miró con los ojos desorbitados.
—¡Estamos a solas! Y has cerrado la puerta con llave. —Señaló el vestido con un gesto de la mano—. Tengo puesto este vestido. ¿No crees que nuestra farsa requiere… cierto libreto?
Luc fue incapaz de apartar la mirada de sus ojos; tenía la absoluta certeza de que no se había sentido tan inseguro en toda su vida. Cada instinto, cada impulso, cada demonio que poseía clamaba por apoderarse de ella y darse un festín con ese esbelto cuerpo que tan provocadoramente estaba expuesto ante él. Todos los instintos salvo uno. El de la supervivencia era el único que se negaba, y lo hacía a gritos.
Aunque se estaba quedando afónico.
No había forma de eludir su petición. Además, su mente se negaba en redondo a tomar parte en semejante hipocresía.
Alzó los hombros en un gesto que esperaba pareciera de indiferencia y que en realidad sirvió para aliviar la tensión que se había apoderado de sus músculos.
—Muy bien. —Su voz parecía serena y su tono, bastante despreocupado—. Un beso.
Un beso estrictamente controlado y definitivamente corto.
Extendió un brazo y ella se acercó. Antes de que pudiera tocarla y mantenerla apartada, ella ya estaba entre sus brazos, rozándole la chaqueta con ese dichoso vestido y pegándose a él mientras se ponía de puntillas para arrojarle los brazos al cuello.
Luc inclinó la cabeza para apoderarse de sus labios… sin pensar en nada más. Le aferró la cintura con las manos, pero fue incapaz de apartarla. Sus labios se fundieron y la necesidad compulsiva de acercarla aún más se acrecentó.
Ella entreabrió los labios y él la imitó.
Deslizó las manos sobre la suntuosa seda y las voluptuosas curvas que cubría antes de estrecharla con toda deliberación, amoldando ese suave cuerpo al suyo, mucho más duro. Le robó el aliento y se lo devolvió, apoderándose de su boca muy despacio y a conciencia.
No percibió el menor reparo durante el explícito intercambio; la lengua de Amelia salió al encuentro de la suya en un alarde de atrevimiento de lo más femenino, sincero y tentador. Seductor. Como si sólo ella entre todas las mujeres pudiera ofrecerle algo desconocido para sus sentidos hasta entonces. Como si ella fuera consciente de ese hecho y lo supiera con una certeza absoluta.
La sentía rendida aunque vibrante entre sus brazos; no pasiva, pero sí limitada por su falta de experiencia a la hora de tomar las riendas de la situación. Tanto sus labios como su respuesta exudaban una entrega sincera a los placeres del beso. Así como la voluntad de incitar otros deleites ulteriores, tal y como ya hiciera en la otra ocasión.
Lo había sabido de antemano, y por esa razón se había puesto un límite. En esa ocasión estaba preparado para su pertinaz naturaleza… para eludir sus intentos de arrastrarlo hacia una precipitada e irreflexiva situación que, tal y como le advertían sus agudizados instintos, no se parecería en absoluto a lo que él estaba acostumbrado. Esa mujer iba a ser su esposa; nada, ni siquiera la tentación, bastaría para hacerle olvidar ese hecho ni todas sus connotaciones.
A pesar de toda su experiencia, los instintos le advertían que tuviera precaución. En esa batalla no tenía más experiencia que ella… pero sí mucho más que perder.
Amelia no pensaba en ganar o perder mientras le devolvía el beso con avidez; había pedido ese beso para disfrutarlo y para seguir aprendiendo. Para aprender algo más sobre el delirante placer que Luc conjuraba con tanta facilidad y que parecía consumirla desde el interior.
Su segundo beso superó con creces sus expectativas. Luc parecía haberse resignado a abrazarla con fuerza; sus sentidos se regodearon en el placer de estar tan cerca de ese cuerpo fuerte y musculoso que le rozaba los pechos y los muslos mientras sus brazos la rodeaban por la cintura y por los hombros. Se sentía tentada a acercarse un poco más.
Luc ni siquiera había intentado reducir la oportunidad a un inocente y casto beso como ella había sospechado que haría. En cambio, no le cabía la menor duda de que estaba disfrutando del intercambio, de sus mutuas caricias, tanto como ella.
¿Qué pasaría a continuación? Se le ocurrió de repente y decidió investigar. Tras prepararse mentalmente lo besó con más descaro aún, distrayéndolo lo suficiente para amoldarse por completo a él, de modo que sus pechos quedaron aplastados contra ese fuerte torso.
La presión alivió un poco el extraño dolor que parecía haberse apoderado de sus senos y se retorció un poco, en busca de un alivio mayor. De forma instintiva, Luc la estrechó un poco más. A medida que la naturaleza del encuentro cambiaba, él comenzó a devolverle los besos con mayor ardor, con mayor pasión. Gimió para sus adentros al sentir que él aflojaba los brazos y deslizaba las manos por su espalda… y supo de repente lo que quería, lo que necesitaba de él.
Sus caricias cambiaron de dirección y comenzaron a ascender desde las caderas hasta la cintura y de allí hasta los costados…
Donde se detuvieron.
Antes de volver a bajar.
Antes de que tuviera tiempo de pensar, Luc devoró su boca un instante más y después se alejó de sus labios y apartó la cabeza. La alejó de él, pero la sostuvo por la cintura. Observó la expresión perpleja de su rostro y buscó su mirada antes de enarcar una ceja con su acostumbrada arrogancia.
—¿Suficiente?
Amelia apenas podía respirar; la cabeza le daba vueltas y el corazón le latía desbocado. Sin embargo, no tuvo dificultad para interpretar la expresión de Luc. Su carácter inflexible no le resultaba en absoluto desconocido. Se obligó a esbozar una sonrisa y deslizó un dedo con audacia por su mejilla antes de retroceder.
—Por ahora —contestó y, sin más, se volvió hacia la puerta—. Será mejor que volvamos, ¿no crees?
Desde luego que sí, pero Luc tardó un rato en lograr que su cuerpo lo obedeciera. Se sentía animado, reconfortado; esa noche había vadeado unas aguas peligrosas a las que Amelia quería arrojarlo de cabeza… Una hazaña nada desdeñable, a tenor del desafío. Se acercó a ella, sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta y la sostuvo, para que ella saliera en primer lugar.
Su Jezabel pasó a su lado con la cabeza alta y una sonrisa satisfecha en los labios; recorrió con la mirada esa esbelta figura y la siguió después de cerrar la puerta, recordándose que debía enviarle una nota a Celestine para encargarle unos cuantos vestidos parecidos a ese. El matrimonio, después de todo, duraba mucho tiempo… y lo más sensato era asegurarse de disfrutarlo.
En la espesura de los jardines cercanos al río, una joven se escabulló entre los árboles. Al llegar al muro de contención, muy elevado y construido con piedras, lo siguió hasta el extremo de la propiedad. Allí, bajo un gigantesco árbol, la aguardaba un caballero que apenas se distinguía entre las sombras. Se dio la vuelta cuando ella se acercó.
—Bien, ¿los tiene?
—Sí. —La muchacha parecía sin aliento; alzó su ridículo, un poco más grande de lo habitual, y lo abrió—. He conseguido las dos piezas.
Los objetos resplandecieron mientras se los ofrecía.
—Le enviará a Edward todo lo que le den por ellos, ¿verdad?
El caballero no respondió; se limitó a alzar los objetos, primero una recargada escribanía de oro y después un frasquito de perfume de oro y cristal, para observarlos a la tenue luz que se filtraba a través de las hojas.
—Esto valdrá unas cuantas guineas, pero Edward necesitará mucho más.
—¿Más? —La joven lo miró de hito en hito al tiempo que volvía a bajar el ridículo—. Pero… esas fueron las únicas piezas que mencionó Edward…
—Desde luego. Pero el pobre Edward… —El caballero guardó los dos objetos en los amplios bolsillos de su gabán y suspiró—. Me temo que trata de ser valiente, pero estoy seguro de que usted podrá imaginar las condiciones en las que se encuentra. Repudiado por su familia, muriéndose de hambre en el extranjero, en algún cuchitril de mala muerte, olvidado, sin un amigo en el mundo…
—¡Dios, no! No puede ser. No puedo creer… Estoy segura de que… —Se interrumpió y clavó la mirada en el hombre a través de la penumbra.
El caballero se encogió de hombros.
—Hago todo lo que puedo, pero yo no me muevo en estos círculos. —Sus ojos recorrieron el jardín iluminado por los farolillos, y más allá, la terraza donde la gente elegante bailaba y reía.
La muchacha se irguió.
—Si pudiera ayudar en algo más… pero ya le he dado todo el dinero que tengo. Y no hay muchos objetos valiosos de ese tipo expuestos en Ashford House, al menos ninguno que a Edward le pertenezca por derecho.
El caballero guardó silencio durante algún tiempo con la mirada clavada en los bailarines y después se giró una vez más hacia ella.
—Si de verdad desea ayudar… algo que Edward le agradecerá eternamente, estoy seguro… hay muchos más objetos como estos que podrían serle útiles y que ellos… —señaló con la cabeza a la distante multitud— posiblemente ni siquiera echen de menos.
—¡Por Dios! Pero no puedo… —La muchacha lo observó con detenimiento.
El caballero volvió a encogerse de hombros.
—Si así son las cosas, le diré a Edward que tendrá que apañárselas sin ayuda de ahora en adelante; que a pesar del cuchitril infestado de ratas y de pulgas en el que se ve obligado a vivir, que a pesar del rechazo de su familia y de sus amigos, aquí ya no hay ayuda para él. Tendrá que renunciar a toda esperanza…
—¡No! Espere… —Tras un momento, la joven dejó escapar un suspiro de resignación—. Lo intentaré. Si veo algún otro objeto que pueda servir…
—Cójalo y tráigamelo. —El caballero volvió a echar un vistazo en dirección a la casa—. Me mantendré en contacto para hacerle saber dónde podemos encontrarnos la próxima vez.
Se dio la vuelta para marcharse, pero ella extendió el brazo y lo agarró de la manga.
—Le enviará el dinero a Edward directamente, ¿verdad? ¿Le dirá que al menos a mí sí me sigue importando?
El caballero estudió su ferviente expresión y asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que significará mucho para él.
Tras hacerle una reverencia, se dio la vuelta y se internó entre los árboles. Con un suspiro, la joven alzó la vista hacia la distante terraza y a continuación se alzó las faldas y se encaminó de vuelta a la casa.
—Disculpe, señora, pero lord Calverton, las señoritas Ashford y la señorita Ffolliot acaban de llegar.
Amelia parpadeó con perplejidad mientras su madre alzaba la cabeza. Estaban cómodamente sentadas en el saloncito matinal, emplazado en la parte trasera de la casa. Su madre estaba leyendo y ella hojeaba el último número de La Belle Assemblée en el diván.
—Hazlos pasar, Colthorpe —dijo su madre sin moverse del cómodo sillón. Una vez que el mayordomo se retiró tras la reverencia de rigor, miró a Amelia con una sonrisa—. Puesto que se trata de los Ashford, podemos seguir aquí tranquilas.
Ella asintió con aire distraído, sin apartar la mirada de la puerta. Luc no había dicho nada sobre visitarla esa mañana. La noche anterior, cuando regresaron a la sala de recepción de lady Carstairs, se plantó a su lado de forma sutil pero definitiva hasta que llegó la hora de marcharse. Los Ashford la dejaron en la puerta de su casa y Luc la acompañó hasta las escaleras de entrada con su habitual parsimonia… y sin mencionar ninguna cita.
La puerta se abrió y las alegres Emily, Anne y Fiona entraron animadamente. Amelia plegó el periódico y lo dejó a un lado. Luc entró a continuación, ataviado de forma impecable con una chaqueta azul marino, pantalones de montar y botas altas, tan moreno y peligrosamente apuesto como siempre. Las muchachas hicieron la reverencia de rigor a su madre mientras que ella buscaba la mirada de Luc; sin embargo, salvo por el efímero vistazo que le echó al entrar, no miró en su dirección.
Se acercó a su madre y la tomó de la mano para saludarla con su acostumbrada elegancia. Ella le señaló el diván con la mano en un alarde de perspicacia, pero él malinterpretó la indicación (de forma deliberada, Amelia estaba segura) y, en cambio, la saludó con una reverencia.
—Amelia.
Le respondió con una inclinación de cabeza y después contempló perpleja cómo se sentaba en el sillón que había junto al de su madre. Las tres muchachas se apresuraron a sentarse con ella en el diván. Mientras él iniciaba una conversación con su madre, ella lo hizo con Emily, Anne y Fiona.
—Hace un día maravilloso.
—Muy agradable, no hay más que una ligera brisa.
—Habíamos pensado en ir a tomar el aire al parque, pero Luc sugirió…
En realidad, lo que ella quería saber era lo que le estaba sugiriendo Luc a su madre en esos momentos.
Tras esbozar una sonrisa mientras observaba a Amelia rodeada de las tres parlanchinas jovencitas, Louise lo miró y enarcó las cejas.
—Espero que la tarea de vigilar por las noches a Amelia, a tus hermanas y a la señorita Ffolliot no te resulte excesiva.
Luc enfrentó su mirada y replicó de forma sucinta:
—No. —Amelia sí suponía un desafío, pero podría apañárselas—. Sin embargo, tu hija tiene una vena testaruda y una tendencia a hacer lo que le da la gana, como sin duda sabes muy bien.
—Desde luego.
Louise parecía intrigada. Luc dirigió la mirada hacia el otro extremo de la habitación, donde Amelia escuchaba la charla de Fiona y de sus dos hermanas.
—Se lleva bien con mis hermanas, y con mi madre también, por supuesto, lo que facilita mucho las cosas.
—¿De veras? —El deje risueño de la voz de Louise le aseguró que se había percatado de su cambio de táctica; sabía muy bien a qué tipo de «cosas» se refería.
—Tenía la esperanza —comenzó tras volver a mirar a la dama— de que lo aprobaras. —Hizo una pausa antes de continuar con serenidad—: He pensado que, dado que hace tan buen día, una excursión a Richmond podría ser una buena idea. Llevaremos el carruaje descubierto, por supuesto.
Aguardó el veredicto de Louise. Ella lo miró durante un tiempo desconcertantemente largo, pero al final sonrió y asintió con la cabeza.
—A Richmond, entonces, si crees que ayudará en algo.
El último comentario le hizo fruncir el ceño para sus adentros, pero no tuvo oportunidad de pedirle una explicación… aunque ni siquiera estaba seguro de quererla; Louise se volvió para hablar con las muchachas, que ya habían puesto a Amelia al corriente de los planes.
Louise le dio su consentimiento. Amelia lo miró un instante.
—Tendré que cambiarme.
Luc se puso en pie.
—Te esperaremos.
Cruzó la habitación y le abrió la puerta. Ella hizo una pausa en el vano para mirarlo con una expresión suspicaz. Luc se limitó a esbozar una sonrisa. Puesto que su espalda los ocultaba a los ojos de las demás, le dio un golpecito en la mejilla con un dedo.
—Date prisa —le dijo—. Te aseguro que será divertido.
Ella lo miró a los ojos y, tras alzar la barbilla en un gesto arrogante, se marchó.
Regresó diez minutos después ataviada con un vestido de muselina blanca estampada con florecillas rojas. El bajo estaba adornado con tres volantes, el corpiño le quedaba muy ajustado y las mangas eran diminutas y abultadas. Llevaba una cinta de intenso color rojo en el pelo y otra, un poco más ancha y del mismo tono, adornaba el mango de la sombrilla que llevaba bajo el brazo. Agradeció en silencio que no le gustaran mucho los bonetes; ya se encargaría de que cuando pasearan, mantuviera la sombrilla cerrada.
Se estaba poniendo unos guantes de cabritilla rojos, el mismo color de los botines que calzaba. Tenía un aspecto delicioso… tanto como para devorarla.
Luc se puso en pie. Anne y Fiona estaban junto a la ventana, contemplando los objetos que adornaban el amplio alféizar; les hizo saber con la mirada que estaban listos para marcharse y se volvió hacia el lugar donde Emily charlaba con Louise.
—Será mejor que nos vayamos ya.
Tras las despedidas, les hizo un gesto a las cuatro para que lo precedieran y, una vez que hubo cerrado la puerta tras de sí, las siguió hasta el vestíbulo. Las jóvenes avanzaron a toda prisa y le dedicaron una sonrisa radiante a Colthorpe cuando el mayordomo les abrió la puerta principal. Una vez fuera, tomó la mano de Amelia y se la colocó sobre el brazo. Bajó la vista al tiempo que ella la alzaba para observarlo.
—Disfrutarás del trayecto.
Ella enarcó una ceja en un gesto escéptico.
—¿Y de las horas que pasaremos en Richmond siguiendo a esas tres?
Luc sonrió y miró al frente.
—Eso lo disfrutarás aún más.
En esa ocasión, fue él quien decidió qué lugar ocupaba cada uno. Sus hermanas y Fiona se sentaron obedientes tras el asiento del cochero, de cara a ellos dos. Cuando el carruaje se puso en marcha, Amelia le lanzó una mirada suspicaz antes de abrir la sombrilla para protegerse el rostro.
Las tres jovencitas charlaban mientras observaban los alrededores; el paisaje les arrancó unas cuantas exclamaciones cuando giraron en dirección sur y atravesaron el río en Chelsea antes de tomar rumbo oeste, dejando atrás aldeas y pueblos. Sentada tan cerca de Luc, Amelia no tenía interés alguno en la conversación, aunque se encontrara a un paso de distancia de ellas.
Luc guardaba silencio mientras contemplaba el paisaje, elegantemente arrellanado en el asiento. La sombrilla lo obligaba a mantener cierta distancia. Para compensar, había extendido los brazos; uno descansaba sobre el lateral del carruaje y el otro, sobre el respaldo del asiento.
No sabía qué estaba tramando, pero a medida que avanzaban sin contratiempos, Amelia comenzó a relajarse. Sólo entonces se dio cuenta de lo tensa y concentrada que había estado durante los últimos meses en su plan. Su plan que la había conducido hasta allí, donde deseaba estar.
Con el caballero adecuado a su lado.
Acababa de llegar a esa conclusión y de esbozar una discreta sonrisa cuando los dedos de Luc le acariciaron los suaves rizos de la nuca. Se quedó helada y no consiguió disimular del todo el escalofrío que la caricia le había provocado. Como de costumbre, se había recogido el pelo en un moño alto, pero dado que los rizos tenían tendencia a escaparse, algunos de ellos le caían sobre la nuca y resultaban en extremo sensibles.
Giró la cabeza con la intención de mirarlo con el ceño fruncido, pero la expresión que brillaba en sus ojos la distrajo. La miraba con intensidad, mientras sus dedos la acariciaban.
—¿Por qué sonríes?
El brillo de esos oscuros ojos azules indicaba que no le estaba tomando el pelo; quería saberlo de verdad. Ella volvió la vista al frente y se había encogido de hombros, pero… no quería que apartara la mano.
—Sólo estaba pensando… —hizo un gesto para señalar el bucólico paisaje que atravesaban—, que hace años que no voy a Richmond. Había olvidado lo apacible que resulta el trayecto.
Volvió a mirarlo y una vez más sus ojos la atraparon.
—Sales demasiado —afirmó él sin apartar los ojos y los dedos de ella—. De ahora en adelante, no tendrás que hacerlo.
Amelia no pudo reprimir la sonrisa. Era muy propio de los hombres pensar que la única razón por la que las damas «salían demasiado» era para perseguirlos.
—Todavía estamos en plena temporada y es necesario hacer acto de presencia. Casi obligatorio, diría yo.
Las muchachas estaban absortas en su conversación, de modo que ellos podían hablar con libertad.
—Sólo hasta cierto punto. —Luc hizo una pausa antes de añadir con serenidad—. En los próximos meses descubrirás que hay actividades más de tu gusto que girar en los salones de baile.
No le cupo la menor duda de la naturaleza de las actividades a las que se refería. Su mirada estaba lejos de ser serena. Lo miró a los ojos y enarcó una ceja.
—¿Como cuáles?
Una mirada bastó para decirle: «Eso es algo que yo sé y que tú tendrás que descubrir».
—¡Caray, mirad! ¿Ese pueblo es Richmond?
Ambos se volvieron para mirar en la dirección que Fiona señalaba. Amelia maldijo para sus adentros. Miró a Luc, pero él ya había apartado el brazo y se había girado en el asiento. El momento había pasado.
O eso le hizo creer. Sólo cuando estuvieron paseando tras las tres jovencitas bajo los enormes robles y hayas, comprendió que él tenía algo más en mente que entretener a sus hermanas… algo que les concernía únicamente a ellos dos.
Se encontraban bajo un gigantesco roble que los ocultaba de la vista de los demás; Emily, Anne y Fiona estaban más adelante, lejos ya de la sombra del árbol, cuando Luc la detuvo, le dio media vuelta y la besó con rapidez, con pasión y con demasiada arrogancia.
Luego la soltó, volvió a llevarse su mano al brazo y siguió paseando.
Ella lo miró de hito en hito.
—¿A qué ha venido eso?
Luc la miró con los ojos entornados y una expresión peculiar cuando comenzaron a pasear bajo la luz del sol.
—No sabía que hiciera falta una razón.
Ella parpadeó con incredulidad y volvió a mirar al frente. No hacía falta, desde luego. Ni para besarla ni para… ninguna otra cosa.
Su imaginación resultó de lo más productiva y pasaron el resto del día absortos en lo que se convirtió en un divertido juego. En un principio, cuando esos largos dedos descubrieron la pequeña abertura de sus guantes y comenzaron a acariciarle la muñeca de forma tan inocente que le resultaba difícil entender por qué le parecía algo tan escandaloso, Amelia no encontró una razón para desanimarlo; estaba mucho más preocupada en adivinar lo que haría a continuación, qué zona sensible le acariciaría… ya fuera con el roce de su aliento, con la mano o con un beso.
Más tarde, después de comer en La Estrella y La Jarretera, cuando las sombras de la tarde se alargaban de un modo glorioso al pie de la colina, llegó a la conclusión de que, en aras del decoro, al menos debía quejarse. Las caricias de una mano que se deslizó por su cadera y su trasero, apenas cubierto por la fina capa de muselina y de la camisola de seda, resultaron lo bastante explícitas como para que se sonrojara. Sabía a la perfección que nadie los veía, pero aun así…
Sin embargo, cuando decidió aprovechar la sombra de otro oportuno árbol para volverse hacia él y amonestarlo… se descubrió entre sus brazos mientras él la besaba apasionadamente. Hasta robarle el sentido. Cuando la soltó, ya no recordaba lo que quería decirle.
Con una sonrisa maliciosa en los labios y una mano en su trasero, él le dio un tironcito a un tirabuzón y la instó a volver al carruaje.
Mantuvo la sombrilla frente a ella durante todo el trayecto de vuelta a fin de que las muchachas no vieran su rubor. ¡Ese hombre era un libertino! En esos momentos, ya no sentía sus caricias sobre la nuca, sino que le había colocado la mano con un gesto posesivo en el lugar donde el hombro se unía con el cuello.
No obstante, hizo un descubrimiento sorprendente: le gustaba que tuviera la mano allí… Le gustaban las caricias de sus dedos, sentir el peso de su mano. El roce de su piel.
El descubrimiento la dejó sumida en el silencio, meditando, durante todo el trayecto de vuelta.