Capítulo 3

LA llevó a la terraza, que estaba ocupada por numerosas parejas que disfrutaban de la agradable temperatura nocturna. La luna, un semicírculo plateado, lucía en el firmamento y bañaba la escena con su resplandor.

Luc echó un vistazo a su alrededor antes de tomarla del brazo y comenzar a caminar.

—Es costumbre —le dijo como si estuviera respondiendo a la pregunta que le rondaba la mente—, entre las parejas en pleno cortejo, pasar un tiempo juntos en los lugares… propicios.

«¿Propicios para qué?», pensó mientras lo miraba, pero él no dijo nada más. Devolvió la vista al frente.

—¿Crees que alguien se habrá dado cuenta ya?

—Sí, pero harán falta varias noches para convencerles de que nuestra relación va más allá de la simple interacción social.

—En ese caso, ¿qué propones para apresurar nuestro libreto?

Sintió su mirada clavada en ella.

—Sólo necesitamos seguir el viejo plan. Los chismes no tardarán en surgir.

«El viejo plan».

Estaba más que convencida de que la versión de Luc difería de la suya en gran medida. Aunque no tenía la menor intención de protestar por el plan que imaginaba que él tenía en mente; no cuando al suyo le iba como anillo al dedo.

Siguieron caminando por la cada vez más solitaria terraza, ya que la mayoría de las parejas no se alejaba de la zona iluminada por las luces del salón. Al llegar al extremo, Luc echó un rápido vistazo a su alrededor antes de tomarle la mano con fuerza; Amelia lo siguió y en tres largas zancadas llegaron a uno de los laterales de la mansión. Una serie de pequeños escalones llevaba al nivel inferior, donde la terraza se prolongaba bajo una veranda cubierta por un rosal blanco cuajado de flores. Una vez allí, el rosal los ocultó de aquellos que seguían en el piso superior. Tanto la habitación cuyos ventanales daban a la veranda como el jardín que se extendía más allá de esta estaban desiertos. Estaban solos. Escondidos a los ojos de los demás.

Luc se detuvo y la instó a volverse para quedar cara a cara. Cuando alzó la vista, sólo atisbo una fugaz imagen de su rostro antes de que él bajara la cabeza y, tras colocarle una mano en el mentón, la besara en los labios. Con enorme dulzura.

La sensación penetró en el torbellino de sus pensamientos. Se había preparado para un asalto en toda regla. Ya la habían besado antes y, según su experiencia, todos los hombres se dejaban llevar por la avidez. No así Luc. Aunque, de todos modos, no tenía la menor duda de que él deseaba mucho más y tomaría mucho más, pero sin exigir nada y sin recurrir a la fuerza. Su método era la seducción.

Roce a roce, caricia a caricia. Fue ella la que se acercó a él, la que cambió la naturaleza del beso. La mano de Luc bajó desde el mentón hasta su nuca y el tacto de esos dedos largos supuso todo un impacto para su sensible piel. Aún la tenía aferrada por la otra mano, con los dedos entrelazados, unidos.

La boca masculina se movía sobre la suya con delicadeza, animándola… y, sin pensar, ella separó los labios y él aprovechó la situación. No de forma agresiva, pero sí con decisión. La elegante serenidad tan característica en él parecía ser mucho más evidente en ese terreno en particular. Cada movimiento era tranquilo y lánguido, pero ejecutado con la maestría de un experto.

Amelia se estremeció al darse cuenta de que la había cautivado por completo; había cautivado sus sentidos y sus pensamientos. No veía, no oía. Estaba apartada del mundo y no tenía el menor deseo de regresar; no tenía el menor deseo de que la distrajeran del maravilloso deleite de ese beso. Como si lo entendiera, él ladeó la cabeza y la besó con más ardor, arrastrándola con él.

La excitación se adueñó de ella. La intimidad del abrazo la afectó hasta tal punto que se rindió con avidez y desenfreno, dejando que el placer la recorriera mientras él tomaba lo que quería. Reclamaba lo que quería.

Eso era lo que él había querido desde un principio, lo que había intentado conseguir apresurando el «libreto». Había decidido avanzar para grabar su marca en ella a modo de declaración de intenciones, un primer paso que dejaba bien claro cuál era su objetivo.

Y ella no podía estar más de acuerdo. Luc había elegido el escenario, había cumplido su palabra… Y por fin había llegado su turno. Si se atrevía a hacerlo, claro. Porque no sabía cómo debía proceder. Se acercó a él con inseguridad y dejó que su corpiño le acariciara el pecho. Luc se tensó aún más y los dedos que la sujetaban por la nuca se crisparon. Amelia se encogió de hombros mentalmente, le devolvió el beso con frenesí… y él se quedó de piedra.

Envalentonada, alzó la mano libre hasta su hombro y de allí la movió para posarla sobre una de sus elegantes mejillas. Le dio otro beso largo y provocativo mientras se zafaba de su férreo apretón. Tras alzar ese brazo, le rodeó el cuello y hundió los dedos en el sedoso cabello… al tiempo que se pegaba a él y confería al beso una nueva dimensión…

Él la estrechó entre sus brazos. No hasta el punto de sofocarla, pero sí sin ocultar el afán posesivo del gesto. Abandonó su mejilla para rodearle el cuello con ambos brazos, aunque no necesitaba retenerlo en modo alguno; le ofreció los labios y él retomó el control, se lo arrebató.

El beso que le dio a continuación la dejó sin respiración.

La pasión se adueñó de ella. No como una riada asoladora, sino como una marea continua e inexorable. Invadió sus venas y la recorrió, inundándola por entero… y ella se dejó arrastrar, dejó que sus sentidos se ahogaran bajo sus cálidas olas. Se apoyó en él, en ese cuerpo duro como el acero oculto bajo la elegante ropa, y notó que la estrechaba aún más entre sus brazos.

Esa fachada de languidez que siempre lo acompañaba había desaparecido. Cada beso parecía mucho más sensual, mucho más potente que el anterior, como una corriente inagotable que erosionaba cualquier resistencia por su parte. Aunque no se estaba resistiendo y él lo sabía muy bien. Sin embargo, si bien no le pedía permiso, tampoco le exigía nada; se limitaba a tomar aquello que ella le ofrecía, a reclamarla, a abrirle los ojos, a quitarle la venda que los cubría y a mostrarle hasta dónde podía llevarlos un simple beso.

Y ella lo acompañó en cada paso del camino.

Fue la tensión de los dedos de Amelia en la nuca, el modo en que su espalda se arqueó hacia él, la repentina y acuciante necesidad de que el beso fuera mucho más lejos, lo que hizo que Luc volviera a la realidad. Que recobrara el sentido común.

¿Qué demonios estaban haciendo?

Se alejó con brusquedad e interrumpió el beso. Tuvo que esforzarse para respirar y detener el torbellino de sus pensamientos. Sin embargo, no podía hacerlo con ella entre los brazos; no mientras ese cuerpo esbelto, complaciente y femenino se apretase contra él de un modo tan tentador. Tenía el corazón desbocado. Se obligó a mover los brazos, a apartar las manos de su cintura y a alejarla de él.

Amelia se tambaleó y tuvo que sostenerla mientras parpadeaba por la sorpresa.

Luc respiró hondo.

—Tenemos… —La palabra no fue más que un áspero murmullo estrangulado. Se aclaró la garganta, agarrotada por el deseo, y consiguió decir con voz ronca—: Ya es hora de que regresemos al salón.

—¿Hora? —Lo miró un instante a los ojos antes de apartar la vista—. ¿Cómo lo sabes? No hay reloj.

—¿Reloj? —Por un instante fue incapaz de comprenderla… y luego meneó la cabeza—. No importa. Vamos.

La agarró de la mano y la condujo escaleras arriba, hacia la terraza. Tras tomar otra honda bocanada de aire, se detuvo y comenzó a recobrar poco a poco el uso de la razón, aunque sabría Dios cuánto tiempo había estado sin él.

Aún había parejas paseando. Se colocó la mano de Amelia en el brazo y la condujo hacia el salón. Se percató de que respiraba de forma más agitada de lo normal, pero cuando llegaron a la zona iluminada y la inspeccionó por el rabillo del ojo, la encontró bastante sosegada. Sus mejillas estaban sonrosadas; tenía un brillo luminoso en los ojos, que estaban abiertos de par en par; y cualquiera que se fijara con detenimiento en sus labios se daría cuenta de que estaban hinchados. Sin embargo, la imagen que proyectaba, la de una joven con chiribitas en los ojos, era perfecta para sus planes.

Cuando llegaron a la puerta del salón, retrocedió para dejarla pasar. Ella entró, se detuvo y se volvió para mirarlo. Lo miró a los ojos durante un instante antes de recobrar su expresión habitual. Estaba seguro de que iba a decirle algo; pero, en cambio, sonrió. No sólo con los labios, también con los ojos.

Acto seguido se dio la vuelta y se adentró en el salón.

Luc la observó brevemente antes de maldecir entre dientes y seguirla. Ya le había sonreído así en una ocasión y, al igual que sucedió entonces, se le erizó el vello de la nuca.

Su intención había sido la de besarla sin más. Pero el beso se había transformado en… una serie de recuerdos que lo mantuvieron en vela la mitad de la noche.

El reloj dio las doce del mediodía cuando atravesaba el vestíbulo de entrada. Había documentos e informes aguardándolo en el despacho. Les echaría un vistazo antes del almuerzo para alejar su mente de su más reciente obsesión.

Acababa de extender el brazo para asir el picaporte de la puerta del despacho cuando escuchó su risa. Conocía muy bien su sonido y lo escuchaba a menudo en su cabeza. Y eso creyó por un instante, que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Pero luego escuchó la voz que acompañaba a la risa; no palabras concretas, pero sí el tono, la cadencia. Miró hacia el otro extremo del vestíbulo y agudizó el oído. Amelia estaba con sus hermanas y su madre. También estaba Fiona. No escuchó a nadie más. No era un almuerzo formal, sino una visita de una amiga de la familia.

Los documentos que descansaban en su escritorio lo reclamaban. Algunos eran disposiciones que debía atender antes de esa misma noche; otros eran facturas urgentes que por fin podía pagar. La responsabilidad lo instaba a entrar en el despacho, pero un instinto mucho más profundo y primitivo lo guiaba en una dirección diferente.

La noche anterior Amelia había acatado su edicto, había asentido con docilidad y le había permitido variar el curso de su plan… hasta el beso. El primer beso que compartían; un beso que, supuestamente, no debería haber tenido ninguna complicación. Sin embargo, había puesto su plan patas arriba. No había sido él quien convirtiera el encuentro en un preludio de placeres mucho más sensuales. Y si él no había sido, tenía que haber sido ella.

Ese hecho lo inquietaba bastante. Si Amelia era capaz de desafiar sus reglas en ese ámbito, ¿qué otra cosa podría intentar? Y eso lo llevaba a otra acuciante y pertinente pregunta: ¿qué estaba haciendo en su salón en ese momento?

Amelia alzó la vista cuando se abrió la puerta del salón. Sonrió encantada y no hizo intento alguno por ocultar la satisfacción que sentía al ver que Luc entraba, las miraba, cerraba la puerta y atravesaba la estancia para acercarse al lugar donde ellas se sentaban, delante del ventanal.

Sus acompañantes también lo miraron y sonrieron. La madre de Luc, Minerva, estaba sentada en el diván a su lado mientras que Emily, Anne y Fiona ocupaban dos sillones y una otomana emplazados frente a ella. Cualquier dama habría sonreído con aprobación al verlo. La chaqueta de costosa lana azul oscura le quedaba como un guante y resaltaba la línea de sus hombros y la estrechez de sus caderas. Esos muslos largos y musculosos estaban cubiertos por unos pantalones de montar de ante que desaparecían bajo un par de relucientes botas negras. El contraste entre el tono pálido de su piel y el negro de su cabello y de sus cejas resultaba sorprendente incluso a la luz del día.

Saludó a las tres jovencitas con un gesto de la cabeza. Pasó de largo y, al llegar frente a ella, saludó a su madre y extendió el brazo, ofreciéndole una mano de largos dedos.

El corazón de Amelia comenzó a latir con fuerza cuando tomó la mano que le ofrecía y sintió su apretón. Le hizo una reverencia.

—Amelia.

En casa de cualquiera de los dos podían utilizar sus nombres de pila; sin embargo, aunque su tono de voz no evidenciaba nada a oídos del resto de las presentes, ella sí captó la nota de advertencia; y también la vio reflejada en sus ojos cuando se enderezó y la soltó.

Dejó que su sonrisa se ensanchara mientras correspondía al saludo.

—Buenos días. ¿Has ido a montar?

Luc titubeó antes de asentir, tras lo cual retrocedió para apoyarse en la cercana repisa de la chimenea.

—¿Quieres un té? —le preguntó su madre.

Luc echó un vistazo al servicio de té dispuesto en la mesa.

—No gracias, no quiero nada.

Minerva se arrellanó con elegancia en el diván.

—Estábamos comentando las últimas invitaciones. A pesar de que la temporada está a punto de acabar, parece que habrá unos cuantos acontecimientos interesantes durante las semanas que restan.

Luc enarcó una ceja con desinterés.

—¿De veras?

Amelia lo miró.

—Aunque sólo resten tres o cuatro semanas para que concluya, dudo mucho de que nos aburramos.

La miró y ella le correspondió con una expresión de lo más inocente en esos ojos azules.

—¡Todo es tan emocionante! —intervino Fiona, alegre como unas castañuelas. La muchacha daba botes de entusiasmo en su sillón haciendo que se agitaran sus tirabuzones castaños, que estaban peinados con el mismo estilo que los de Anne. Incluso tenía cierto parecido con ella… pensó, hasta que se dio cuenta de que llevaba una de las chaquetillas de su hermana.

—Al menos los bailes ya no estarán tan concurridos —intervino Anne.

Fiona se dio la vuelta para mirarla.

—¿Que no estarán tan concurridos?

—Desde luego que no —confirmó Emily—. Cuando la temporada estaba en pleno apogeo era muchísimo peor; aglomeraciones en todo el sentido de la palabra.

—Entonces, ¿vuestro baile de presentación fue una aglomeración? —le preguntó su amiga.

Su madre sonrió.

—Así es; fue un acontecimiento de lo más multitudinario.

Emily lo miró con una sonrisa orgullosa que él correspondió al punto. Aún temblaba para sus adentros cuando pensaba en el trastorno y en el esfuerzo económico que había supuesto la presentación en sociedad de sus hermanas, pero por fin podría pagar su coste.

—Fue una pena que te lo perdieras —dijo Anne mientras tomaba a Fiona de la mano—. Fue detestable que tu tía insistiera en hacer esa visita a tus primos.

—Vamos, vamos, niñas —intervino su madre—. Fiona se aloja en casa de su tía, y la señora Worley ha sido de lo más amable al permitirle que nos acompañe siempre que sea posible.

Anne y Fiona aceptaron la reprimenda con docilidad, pero estaba claro que su opinión sobre la inoportuna visita que la señora había organizado a Somerset la misma semana del baile de presentación no había variado un ápice.

—He oído que pasado mañana elevarán un globo en el parque.

El comentario de Emily las distrajo un instante. Su madre volvió a reclinarse en el diván, observando con cariño a las tres muchachas mientras discutían el evento.

Luc no prestó la menor atención a la conversación y, en cambio, clavó la mirada en la cabeza rubia de Amelia mientras se preguntaba… Amelia estaba observando a sus hermanas y sonreía ante sus muestras de entusiasmo.

—¿Te gustaría asistir al espectáculo?

Ella alzó la cabeza, lo miró a los ojos, leyó su expresión… y un delicado rubor le coloreó las mejillas. Volvió a mirar a las muchachas.

—Podríamos ir todos…

Luc hizo una mueca de fastidio para sus adentros, pero asintió con elegancia cuando sus hermanas lo miraron con evidente ilusión.

—¿Por qué no?

Sería una oportunidad inmejorable para aparecer en público acompañando a Amelia por primera vez.

Fiona dejó escapar un grito de júbilo, Anne sonrió y Emily soltó una carcajada. Comenzaron a planear los detalles.

Aprovechando la alborozada conversación, Amelia alzó la mirada hacia su rostro con una expresión perspicaz en sus ojos.

—A decir verdad, estábamos comentando que… —su madre solicitó su atención antes de que pudiera descubrir el motivo de semejante mirada. Lo miró con una sonrisa— puesto que Amanda se ha marchado al norte y no regresará en lo que resta de temporada, y dado que tengo la obligación de hacer de carabina de estas tres vivarachas jovencitas, es lógico que Amelia nos acompañe, en especial cuando Louise tenga otros compromisos ineludibles.

Luc se las arregló para mantener una expresión impasible antes de volver a mirar a Amelia. Ella sostuvo su mirada sobre el borde de la taza antes de dejarla de nuevo en el platillo con una sonrisa deslumbrante.

—Nos pareció la solución más obvia.

—Desde luego. Así que Amelia vendrá esta noche y desde aquí saldremos hacia la fiesta de lady Carstairs. —Su madre lo miró con una ceja enarcada—. No lo habrás olvidado, ¿verdad?

Luc se enderezó.

—No.

—Ordenaré que preparen el carruaje grande, que tiene capacidad para seis personas; supongo que no tendremos problemas para ir cómodos.

Amelia soltó la taza para hablar.

—Gracias, Minerva. Estaré aquí antes de las ocho. —Le dedicó una sonrisa de la que hizo partícipes también a las muchachas—. Pero ahora debo irme.

Luc aguardó y contuvo su impaciencia mientras se despedía de su madre y de sus hermanas. Cuando se volvió hacia él, le hizo un gesto en dirección a la puerta.

—Te acompaño.

Tras despedirse de su madre y de las muchachas con un breve gesto de la cabeza, siguió a Amelia hasta la puerta, extendió el brazo y se la abrió para que saliera al vestíbulo. Un rápido vistazo le informó de que no había ningún criado por los alrededores. Cerró la puerta y buscó su mirada.

—Accediste a seguir mis disposiciones.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿No tenías pensado que acompañara a tu madre y a tus hermanas tarde o temprano? —Amelia se volvió hacia la puerta principal mientras se ponía los guantes—. Me pareció una estupidez desperdiciar semejante oportunidad.

—Cierto. —Caminó a su lado de camino a la puerta—. Pero a su debido momento.

Ella se detuvo y lo miró.

—¿En qué momento?

Luc frunció el ceño.

—Después del ascenso del globo, posiblemente.

Ella enarcó las cejas y después se encogió de hombros.

—Lo de esta noche me pareció mejor. De todos modos —bajó la vista y comenzó a forcejear con uno de los diminutos botones del guante—, ya está decidido.

Imposible discutir ese punto. Se dijo que no tenía la menor importancia. Llegaron a la puerta. La abrió, pero ella seguía intentando abotonarse el guante.

—A ver… permíteme. —Le sujetó la muñeca y percibió, más que escuchó, su repentino jadeo. Sintió el estremecimiento que la recorrió cuando sus dedos encontraron el recalcitrante ojal en el puño del guante y rozaron la piel desnuda.

La miró a los ojos y le alzó la mano para observar de cerca el terco botón.

Amelia permaneció totalmente inmóvil; incluso su respiración parecía haberse detenido mientras él bregaba con el diminuto ojal. Consiguió colocar el botón en su sitio. Alzó la vista, atrapó su mirada… y acarició con toda deliberación el suave guante de piel para asegurarse de que el botón estuviera en su sitio antes de recorrer lentamente con el pulgar la delicada piel de la parte interna de su muñeca.

Ella lo miró echando chispas por los ojos y comenzó a retorcer la muñeca. La soltó. Amelia bajó la vista y se alzó las faldas.

Él se metió las manos en los bolsillos y se apoyó contra el marco de la puerta.

—En ese caso, te veré esta noche. Antes de las ocho.

—Por supuesto. —Inclinó la cabeza, pero rehuyó su mirada—. Hasta entonces.

Alzó la cabeza y salió al exterior. Bajó los escalones. Una vez en la acera, se volvió en dirección a su casa y agitó una mano. Su lacayo llegó de inmediato al escalón inferior. El hombre lo saludó y se marchó tras ella. Luc reprimió la expresión ceñuda que había estado a punto de asomar a su rostro; se enderezó y cerró la puerta. Sólo entonces se permitió sonreír. Tal vez Amelia hubiera tomado la delantera a la hora de dar el siguiente paso, pero él aún tenía las riendas.

Se encaminó satisfecho hacia su despacho. Al pasar junto a la consola emplazada en el otro extremo del vestíbulo, se detuvo y observó la lisa superficie. ¿Dónde estaba la escribanía de su abuelo? Hasta donde le alcanzaba la memoria, siempre había estado allí… Tal vez Molly se la hubiera llevado para pulirla durante la vorágine de la limpieza anual de primavera. Se hizo el propósito de preguntar por el objeto en alguna ocasión y se marchó, dispuesto a ocuparse de los negocios que aún le aguardaban tras la puerta de su despacho.

—¿Estás segura de que hay sitio para ti en el carruaje de Minerva?

Amelia echó un vistazo al otro extremo de su habitación y lanzó una sonrisa a su madre.

—Dijo que mandaría preparar la berlina. Sólo seremos seis.

Su madre meditó al respecto antes de asentir.

—Ninguno de vosotros está gordo, después de todo. Debo admitir que será un alivio poder disfrutar de una noche de descanso en casa. Todavía no me he repuesto del ajetreo de la boda de Amanda. —Tras una pausa, murmuró—: Supongo que puedo confiar en que Luc te eche un ojo.

—Por supuesto. Ya lo conoces.

Los labios de su madre esbozaron una pequeña sonrisa antes de ponerse seria y exclamar:

—¡No, no y no!

Amelia acababa de coger su ridículo y su chal, y corría hacia su madre, que la hizo retroceder con un gesto de la mano.

—Detente ahora mismo y deja que te vea.

Amelia la obedeció con una sonrisa. Se colocó el ridículo en la muñeca, se echó el reluciente chal sobre los hombros y se enderezó para girar con la cabeza bien alta frente a su madre. Una vez hubo dado una vuelta completa, la miró a los ojos.

Ella señaló su aprobación con un gesto afirmativo de la cabeza.

—Me preguntaba cuándo te lo pondrías. Ese tono te favorece mucho.

Amelia abandonó la pose y se apresuró en dirección a la puerta.

—Lo sé. —Le dio un beso a su madre en la mejilla—. Gracias por comprármelo. —Una vez en el pasillo, echó un vistazo por encima del hombro y sonrió—. Tengo que darme prisa… no quiero llegar tarde. ¡Buenas noches!

Louise observó cómo se alejaba con una sonrisa en los labios y una mirada tierna. Cuando hubo desaparecido por las escaleras, suspiró.

—No quieres perder la oportunidad de meterlo en cintura… lo sé. Buenas noches, querida, y buena suerte. Con él vas a necesitarla…

Ataviado con chaqueta y pantalón negros, corbata de color marfil y chaleco de seda, Luc aguardaba en el vestíbulo de entrada mientras observaba las escaleras en las que su madre, sus hermanas y Fiona, por fin, se habían reunido ya preparadas para la fiesta cuando escuchó que Cottsloe abría la puerta principal. No prestó la menor atención, ya que supuso que el mayordomo quería comprobar si el carruaje estaba listo.

En ese momento escuchó que Cottsloe murmuraba:

—Buenas noches, señorita.

A lo que siguió la presta respuesta de Amelia.

Se dio la vuelta de inmediato, dando gracias a Dios por su llegada… pero su mente se paralizó, literalmente y al instante, en cuanto sus ojos se posaron en ella. Fue incapaz de apartarlos.

La imagen no sólo afectaba a sus sentidos físicos, sino también a su sentido común. Se le quedó la mente en blanco mientras se la comía con los ojos. Mientras todos sus instintos despertaban, voraces.

Embargados por el deseo.

Una vez que hubo saludado a Cottsloe, Amelia se dio la vuelta y se acercó a él con la cabeza bien alta y los tirabuzones dorados acariciándole los hombros y la espalda. Luc cerró los puños. Ella lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa confiada… como si tuviera por costumbre aparecer en su vestíbulo ataviada como una diosa del mar, como una sacerdotisa de Afrodita en carne, hueso y ojos azules.

Conocía esos tirabuzones, esos ojos y ese rostro, pero en cuanto al resto… ¿acaso la había visto bien alguna vez? Estaba seguro de no haberla visto nunca como en ese momento.

Su vestido estaba confeccionado con una seda resplandeciente y tan liviana que se agitaba al menor movimiento, delineando sus curvas al detalle: la voluptuosidad de sus senos y sus caderas, la firmeza de sus muslos y la redondez de su trasero. Era de un pálido color azul verdoso con matices plateados. El corpiño del vestido estaba formado por un volante de la misma tela y otro volante adornaba el bajo. De corte exquisito, el diseño enfatizaba su delicada cintura y se derramaba sobre ella como si fuera agua, envolviéndola y brillando a su alrededor…

Por un desquiciante momento creyó que estaba ataviada con algo tan insustancial como la espuma del mar y que, en cualquier instante, las olas se retirarían, la brisa soplaría, la espuma desaparecería y… Una ilusión, pero una ilusión tan real que se descubrió conteniendo la respiración.

En un principio creyó que no tenía mangas ni tirantes, pero luego se dio cuenta de que eran transparentes. Los hombros desnudos y las deliciosas curvas de sus pechos parecían emerger del escote del corpiño para que todo el mundo los viera y le dio la impresión de que sólo había que bajar un poco para que…

Amelia llegó a su lado y se detuvo frente a él, oculta a los ojos de las demás. Desde las escaleras se escucharon varías exclamaciones y el sonido de las pisadas de su madre y de sus hermanas, que ya descendían a toda prisa.

Alzó la mirada hasta posarla sobre esos ojos azules. Ella la enfrentó con una sonrisa burlona en los labios y una ceja enarcada.

—¿Estás preparado?

Su voz era ronca y tan fascinante como el canto de una sirena…

¿Preparado?, pensó.

La miró a los ojos… unos ojos que no eran ni por asomo tan angelicales como había supuesto. Antes de que pudiera fruncir el ceño, Amelia ensanchó su sonrisa y pasó a su lado para saludar a su madre y a sus hermanas.

Dejándolo para que reprimiera, o controlara, mejor dicho, una numerosa horda de instintos que ni siquiera había sido consciente de poseer hasta ese momento. Se dio la vuelta y puso los brazos en jarras mientras la observaba. Su madre y sus hermanas tomarían su pose como fruto de la impaciencia; iban retrasados. Amelia la interpretaría mucho mejor, pero…

En ese instante comprendió que le importaba un bledo lo que ella supiera o dedujera. De haber existido una mínima posibilidad de que lo obedeciera, le habría ordenado al instante que se marchara a casa para cambiarse de ropa. Sin importar lo tarde que llegaran a la fiesta. Sin embargo, el entusiasmado recibimiento que ese… vestido, a falta de una palabra mejor, estaba recibiendo por parte de las Ashford, le dejó muy claro que no todo el mundo compartía su opinión sobre el diseño.

Era arrebatador, pero en su opinión, su lugar estaba en el dormitorio y no en una maldita fiesta. ¿Se suponía que debía acompañarla durante toda la noche? ¿Que tendría que mantener las manos apartadas de ella?

¿Y las de todos los demás hombres?

Necesitaría la ayuda de la mitad de la guardia de palacio.

Frunció el ceño y estaba a punto de preguntar con un gruñido acorde con su expresión si al menos llevaba chal, cuando vio que lo sujetaba a la altura de los codos. Cuando se lo echó sobre los hombros y se acercó acompañada por su madre, Luc descubrió que el tejido resplandeciente era el complemento perfecto para la fantasía en la que la envolvía el tentador vestido.

Refrenó su temperamento, por no mencionar otras cuantas cosas más, y les indicó que lo precedieran hacia la puerta.

—Será mejor que nos vayamos.

Sus hermanas y Fiona le sonrieron con indulgencia cuando pasaron junto a él, suponiendo que era su tardanza la culpable de su malhumor. Su madre pasó tras ellas con una expresión alegre, pero evitó su mirada.

Amelia seguía su estela, aunque al llegar a su lado esbozó una sonrisa antes de seguir adelante.

Luc se quedó donde estaba por un instante, observando el vaivén de sus caderas bajo la reluciente seda, tras lo cual gimió para sus adentros y la siguió.

Si hubiera pensado con claridad, si hubiera sido capaz de hilar un solo pensamiento, habría bajado los escalones más rápido. Cuando llegó a la acera, las tres muchachas habían subido ya al carruaje y se habían sentado. Ayudó a su madre a subir y después le ofreció la mano a Amelia. La costumbre lo llevó a bajar la mirada justo para atisbar un asomo de tobillo desnudo antes de que las faldas volvieran a su lugar.

A decir verdad, estaba más que «preparado» cuando subió al carruaje; la erección que le había provocado resultaba de lo más incómoda. Pero la cosa empeoró de forma considerable cuando se percató de que el único sitio libre estaba junto a Amelia, entre esta y el lateral del vehículo. Había el espacio justo para que se sentaran tres personas en cada asiento; las tres muchachas estaban cuchicheando con las cabezas muy juntas. Era imposible obligarlas a cambiarse de sitio, ¿qué excusa podría utilizar? Así pues, apretó los dientes, se sentó… y soportó el contacto de la cadera de Amelia y el bamboleo del carruaje. De ese muslo delicado y femenino que se apretaba contra él; de ese puñetero vestido que se deslizaba entre ellos, tentándolo subrepticiamente.

Durante todo el trayecto por el margen del río hasta la residencia de los Carstairs en Chelsea.

La pareja poseía una enorme casa en Mayfair, pero había elegido celebrar su fiesta estival en esa propiedad, cuyos jardines se extendían hasta la orilla del Támesis.

Saludaron a los anfitriones en el vestíbulo antes de unirse al resto de los invitados en una larga sala de recepción que ocupaba todo un lateral de la casa. La pared más alejada estaba formada por un ventanal y varias puertas, en ese momento abiertas para dar paso a los jardines. Dichos jardines habían sido transformados en un lugar mágico, con cientos de farolillos colgados de los árboles y dispuestos en largas hileras sujetas por postes. La ligera brisa procedente del río agitaba los farolillos y hacía bailar las sombras que estos proyectaban.

Muchos invitados ya se habían rendido a la tentadora iluminación. Una vez que hubo inspeccionado la multitud, Luc se dio la vuelta, miró a Amelia… y decidió imitarlos de inmediato. A la luz del vestíbulo de su casa le había parecido deslumbrante. A la luz de las arañas parecía… el manjar más delicioso que un lobo hambriento pudiera imaginar.

Y el lugar estaba plagado de lobos hambrientos.

Maldijo para sus adentros mientras la sujetaba por el codo y lanzaba una apresurada mirada a sus hermanas. Desde su fabuloso baile de presentación no las vigilaba con tanto celo como antes, o al menos no lo hacía de forma tan evidente. Emily se sentía cómoda en ese tipo de acontecimientos y Anne hacía gala de su naturaleza sosegada. No le inquietaba dejarlas a su aire y Fiona estaría bien con ellas.

Más tarde volvería a echarles un vistazo.

—Vamos al jardín. —No miró a Amelia, pero sintió sus ojos sobre él y percibió la sorna con que lo observaban.

—Como desees.

En ese instante sí la miró, de soslayo y con rapidez; la burla que destilaba su voz se reflejaba en sus labios, ligeramente curvados. La tentación de reaccionar en consecuencia, de borrar con un beso esa sonrisa burlona, fue alarmantemente intensa. La reprimió. Tras despedirse con un gesto brusco de su madre, que ya había encontrado a sus amigas, condujo a Amelia al otro extremo de la habitación con cara de pocos amigos.

Para llegar hasta las puertas de acceso al jardín no quedaba otro remedio que atravesar toda la estancia. Les llevó media hora lograrlo. Todo el mundo parecía detenerlos, tanto las damas como los caballeros; ellas para hacer algún comentario sobre su vestido, ya fuera un cumplido sincero o alguna exclamación inocente acerca de su atrevimiento al llevarlo; ellos para adularla y piropearla, si bien en su mayor parte no utilizaron palabras para hacerlo.

Cuando por fin los dejaron atrás y llegaron a las puertas de salida, la mandíbula de Luc estaba tensa y su rostro lucía una expresión de lo más adusta; al menos, a los ojos de Amelia. Percibía el malhumor que lo embargaba y la creciente tensión provocada por el esfuerzo de mantener el control.

Y sopesó el modo de exacerbarlo.

—¡Qué bonito! —exclamó mientras salían a la terraza embaldosada.

Los dedos de Luc le soltaron el codo, de donde no se habían apartado desde que llegaran a la residencia de los Carstairs, para bajar hasta la muñeca y cogerle la mano a fin de colocársela sobre el brazo, donde la retuvo.

—No me había percatado de que los jardines fueran tan extensos. —Escrutó los oscuros caminos que se alejaban de la terraza—. Apenas se oye el río desde aquí.

—Sólo el chapoteo de algún que otro remo y las olas sobre la orilla, pero muy distante. —Ella misma estaba contemplándolo todo—. Parece que tienen la intención de que el baile se celebre aquí fuera. —Señaló con la cabeza en dirección a un grupo de músicos que descansaban con sus instrumentos en un extremo de la amplia terraza—. Demos un paseo.

Si no lo hacían, no tardarían en estar rodeados por otras personas. Y ella no tenía la menor intención de hablar con nadie más que con Luc. Incluso con él prefería hacer otro tipo de intercambio en el que no estuvieran involucradas las palabras, y el jardín prometía ser el mejor lugar para lograrlo. Bajó los escalones de la terraza a su lado.

Los caminos cubiertos de grava se extendían en numerosas direcciones; tomaron el que parecía menos frecuentado, uno que se perdía en la distancia tras pasar bajo el frondoso dosel de una arboleda. La luz de la luna se alternaba con las sombras de los árboles mientras caminaban, pero Amelia guardó silencio, consciente de la mirada de Luc; consciente de que volvía una y otra vez a sus hombros desnudos y a su escote, como si no pudiera evitarlo.

No le sorprendió en absoluto que le preguntara con voz desabrida:

—¿De dónde demonios has sacado ese vestido?

—Celestine lo mandó traer de París. —Bajó la vista y ahuecó el volante que formaba el corpiño, a sabiendas de que la mirada de Luc seguía cada uno de sus movimientos—. Es diferente, pero no escandaloso. Me gusta, ¿y a ti? —Alzó la vista y pudo ver que él fruncía los labios a pesar de la escasa luz.

—Sabes muy bien lo que pienso de ese puñetero vestido, y no sólo yo, sino también todos los hombres presentes que aún no chochean. Lo que pienso de ti con ese vestido. —Se mordió la lengua para reprimir su siguiente pensamiento: «Lo que pienso de ti sin ese vestido». Entrecerró los ojos y le lanzó una mirada furibunda—. Según recuerdo, quedamos en que serías tú quien siguiera mis planes.

Ella lo miró con los ojos desorbitados.

—¿Es que esto —preguntó, apartando la mano de la suya para extender la reluciente falda de su vestido— no forma parte del camino que hemos acordado? ¿Del camino que todos esperan que tomemos? —Se detuvo para mirarlo de frente. Estaban bastante lejos de la terraza y no había ningún otro invitado en las cercanías; podían hablar sin temor—. ¿No se supone que mi cometido debe ser deslumbrarte?

Puesto que no podía entrecerrar más los ojos, Luc tensó la mandíbula y replicó entre dientes:

—Ya eres lo bastante deslumbrante sin ese vestido. —¿Qué acababa de decir?—. Quiero decir que habría bastado con un vestido de baile normal y corriente. Eso… —dijo al tiempo que señalaba la deslumbrante prenda con un dedo— es ir demasiado lejos. Es demasiado exagerado. No te sienta bien.

Lo que quería decir era que lo exagerado no iba con ella. Amanda era exagerada, Amelia era… lo que fuera, pero era otra cosa.

Aunque alzó la barbilla, el rostro de Amelia quedó oculto bajo las sombras de las ramas.

—¿Cómo has dicho?

No hubo nada en su voz que delatara una supuesta ofensa; al contrario, su tono pareció alegre. Sin embargo, fue el gesto de su barbilla lo que le provocó un escalofrío premonitorio en la espalda y le hizo farfullar una explicación, ocultando la inquietud tras una mueca de exasperación.

—No quería decir…

—No, no. —Lo interrumpió con una sonrisa—. Lo entiendo perfectamente. —La sonrisa no le llegó a los ojos.

—Amelia… —Intentó tomarla de la mano, pero ella se volvió entre el frufrú de la seda y comenzó a desandar sus pasos.

—Creo que si ese es el rumbo que piensas que debemos tomar, tendríamos que regresar a la terraza. —Siguió caminando en esa dirección—. No queremos que ningún chismoso exagere el estado de nuestra relación.

Luc la alcanzó con dos zancadas.

—Amelia…

—Tal vez tengas razón y debamos tomarnos esto con más calma. —Su voz destilaba algo… que lo puso en guardia—. Ya que, siendo así…

Habían llegado a la terraza. Ella se detuvo en el escalón inferior, en un pequeño círculo de luz procedente de los farolillos. Luc se detuvo a su lado y la vio observar al grupo de invitados que aguardaban en la terraza a que la orquesta comenzara a tocar. Entonces sonrió… pero no a él.

—Por supuesto. —Lo miró de reojo e inclinó la cabeza a modo de despedida—. Gracias por el paseo. —Dio media vuelta y comenzó a subir los escalones—. Y ahora voy a bailar con alguien que sí admire mi vestido.