HELENA observó que una figura encapuchada salía con mucha cautela del armario. Tras echarle una mirada a la cama, titubeó. Era demasiado baja y delgada como para ser un hombre, pero la capucha ocultaba sus facciones y, por tanto, también su identidad.
Tranquilizada por el hecho de que no se moviera, la figura se enderezó y echó un vistazo a su alrededor; su escrutinio se detuvo al llegar a la mesa.
Iluminadas por la pálida luz de la luna que entraba por la ventana abierta, las perlas refulgían con un brillo sobrenatural.
La figura se acercó muy despacio y se detuvo. Acto seguido, una mano muy pequeña salió de debajo de la capa con los dedos extendidos para tocar las brillantes perlas.
Vio que esos dedos temblaban en súbita indecisión. Y supo de repente quién era. Cuando habló, su voz destilaba mucha ternura.
—Ma petite, ¿qué estás haciendo aquí?
La figura levantó la cabeza de golpe. Helena se incorporó en la cama, y la figura respondió con un chillido estrangulado antes de quedarse pasmada con los ojos clavados en ella.
—Ven —la llamó—. No grites. Ven y cuéntamelo todo.
Se escucharon pasos en el pasillo. La figura desvió la mirada hacia la puerta y comenzó a moverse de un lado para otro, consumida por el pánico.
Helena soltó un juramento en francés y se afanó por salir de la cama.
La figura gritó y se acercó corriendo a la ventana abierta. Miró fuera… La habitación estaba en la primera planta.
—¡No! —le ordenó Helena—. ¡Vuelve aquí! —Su sangre aristocrática quedó bien clara en el tono de su voz.
La figura se volvió hacia ella sin saber qué hacer.
En ese momento, Simón entró en tromba por la puerta.
Con un chillido de pánico, la figura saltó por la ventana.
Simon soltó un juramento y se apresuró a mirar.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó mientras observaba la escena—. Ha saltado al cenador. —Se inclinó hacia fuera y le hizo gestos—. ¡Vuelve aquí, estúpida!
Helena puso los ojos en blanco. Se acercó a Simón mientras se ponía la bata. La escena que se desarrollaba al otro lado de la ventana la instó a ponerle una mano en el brazo.
—No digas ni una palabra más.
De todas formas, Simon ya guardaba un sombrío silencio.
En el exterior, la figura avanzaba con inseguridad por una de las vigas del cenador que se extendía sobre la terraza pavimentada, con los brazos extendidos para guardar el equilibrio. Si caía al suelo, una pierna rota sería el menor de los males. Se balanceaba de forma precaria y agitaba los brazos en el aire, pero se las arregló para no caerse. La pesada capa se le arremolinaba en torno a las piernas y la ponía aún más en peligro. Helena rezaba con un hilo de voz.
—Que me aspen —musitó Simón—, pero creo que va a conseguirlo.
—No tientes a la suerte antes de tiempo.
Entre la penumbra que dominaba los jardines, vislumbraban a Martin cerca de los setos y a Sugden en el sendero de las perreras. Ambos estaban petrificados y observaban en silencio el peligroso recorrido de la muchacha. Ninguno emitió el menor sonido ni hizo el más mínimo movimiento por temor a distraerla.
Tras lo que les pareció una eternidad, la figura alcanzó el otro extremo de la viga, justo donde se unía con el pilar. Simón se tensó y Helena le clavó las uñas en el brazo.
—No creas que vas a seguirla.
Él ni se molestó en mirarla.
—Por supuesto que no. No hace falta.
Esperaron en silencio mientras la figura se aferraba a la viga y se dejaba caer con torpeza al suelo, aterrizando con muy poca soltura.
Simón se apresuró a sacar el cuerpo por la ventana.
—¡La muchacha está en el cenador!
Su grito puso a todo el mundo en acción. La muchacha se levantó de un salto y echó a correr hacia el jardín de los setos. En ese instante, vio a Martin cerrándole la retirada por ese lado. Con un chillido, dio media vuelta y echó a correr en dirección contraria, hacia la rosaleda y el oscuro bosque que se alzaba tras ella.
Estaba muy cerca, prácticamente en el sendero que llevaba al bosque, cuando fue a parar a los brazos de Lucifer, que había salido de la casa por la puerta principal para rodear el ala este.
Luc escuchó que Simón se acercaba a la carrera al dormitorio de Helena, pero nadie había pasado por delante de él, ni por delante de Simón, así que, ¿cómo…? ¿Por la ventana? Pero Martin, Sugden o Phyllida lo habrían visto… ¿cómo los había despistado?
Salió corriendo hacia el ala oeste y vio a Simón entrar en la habitación de Helena. Se detuvo, preparado para entrar en acción, pero escuchó la voz de Simón. Confuso, esperó… Estaba claro que no se estaba desarrollando ningún drama en el dormitorio, Helena no corría peligro.
¿Qué diantres estaba pasando? Estaba a punto de entrar en la habitación y descubrirlo cuando escuchó el grito de Simón.
—¡La muchacha está en el cenador…!
«La muchacha».
Eso lo detuvo en seco. Una miríada de posibilidades le pasó por la cabeza. ¿Sería posible que se hubieran equivocado? ¿Habría salido Anne por la ventana para rodear la cornisa? ¿O se habría escondido directamente en el dormitorio de Helena?
Dio media vuelta y regresó al ala este.
Amelia estaba agazapada delante de la puerta de Anne; ella también había escuchado el grito de Simón, pero la casa era demasiado grande como para entender sus palabras. Sin embargo, en cuanto vio aparecer a Luc, comprendió. No dudó ni un instante.
Abrió la puerta de Anne.
—¿Anne? —No obtuvo respuesta. La cama estaba envuelta en sombras—. ¡Anne!
—¿Qué? ¿Qué pasa…? —Apartándose el espeso cabello castaño de la cara, Anne se incorporó adormilada y la miró—. ¿Qué pasa?
Amelia esbozó una sonrisa radiante. El alivio, acompañado de una súbita oleada de emoción, se apoderó de ella.
—Nada, nada… Nada de lo que tengas que preocuparte.
Escucharon ruidos procedentes del exterior; Amelia se acercó a la ventana y la abrió una vez que hubo descorrido las cortinas. Sin mirar atrás, escuchó que Luc llegaba y entraba en el dormitorio.
—¿Qué está pasando? —preguntó Anne desde la cama.
Tras una pausa muy breve, Luc le respondió:
—No estoy seguro.
Amelia se percató del inmenso alivio que traslucía su voz y sintió que ambos se libraban del enorme peso de la sospecha. Se asomó por la ventana cuando Luc se reunió con ella. Un instante después, Anne, que se había puesto una bata, se colocó a su lado.
La escena que contemplaban resultó incomprensible en un principio. Tres figuras forcejeaban en los jardines, pero las sombras que proyectaban los árboles les impedían ver los detalles. Cuando la lucha terminó, vieron que dos personas llevaban a una tercera a rastras hacia la casa. La figura más bajita y delgada seguía resistiéndose, pero todos sus esfuerzos eran en vano.
Bajo la ventana en la que se encontraban se abrió una puerta y Amanda salió a la terraza. Le hizo señas al trío.
—Traedla aquí.
Cambiaron de dirección y no tardaron en salir de las sombras, de manera que sus perfiles quedaron a la vista. Martin y Lucifer sujetaban con delicadeza y firmeza a una muchacha delgada, envuelta en una capa, que meneaba la cabeza entre sollozos. La capucha se le había caído de la cabeza, dejando a la vista un lustroso cabello castaño. Luc frunció el ceño.
—¿Quién es?
Amelia lo averiguó de pronto.
Sin embargo, fue Anne quien respondió con los ojos desorbitados y clavados en la figura.
—¡Dios mío! ¡Pero si es Fiona! ¿¡Qué está pasando!?
Era la tercera vez que hacía esa pregunta, pero la explicación no era sencilla y ni siquiera contaban con todos los detalles.
—Te lo contaremos mañana.
Luc dio media vuelta y salió de la habitación; lo oyeron correr por el pasillo en dirección a la escalinata.
Amelia hizo ademán de seguirlo.
—¡Amelia!
Cuando se volvió, se encontró con la mirada de Anne,
—De verdad que ahora no tengo tiempo, pero te prometo que te lo explicaré todo mañana por la mañana. Por favor, vuelve a la cama.
Con el ferviente deseo de que Anne obedeciera, salió de su habitación y cerró la puerta tras ella. Había enfilado el pasillo cuando recordó a Emily. Se detuvo junto a su puerta y agudizó el oído antes de abrirla con sumo cuidado. Se acercó de puntillas a la cama lo justo para asegurarse de que seguía dormida, sumida en el sueño de los inocentes… aunque tal vez sus sueños ya no fueran tan inocentes.
Reprimió un suspiro de alivio, salió de nuevo y corrió hacia la escalinata. Allí se topó con Helena y Minerva, a quien su hermano acompañaba a la planta inferior.
Simón la miró.
—La han cogido.
—Lo sé. Lo he visto.
Minerva suspiró.
—Pobre chiquilla. Tenemos que llegar al fondo de este asunto, porque me resulta imposible pensar que sea idea suya. Siempre ha sido una buena chica. —Con expresión preocupada, se detuvo con una mano en el pasamanos antes de echar un vistazo a la segunda planta—. Alguien debería comprobar cómo se encuentran Portia y Penélope —dijo, mirándola.
—Yo lo haré —replicó al tiempo que asentía con la cabeza—. Bajaré en un instante.
Minerva reanudó el descenso.
—Diles que deben quedarse en la cama.
Mientras echaba a andar hacia la habitación de sus cuñadas, dudó mucho que semejante orden surtiera efecto a la hora de detener a ese par; en su opinión, lo mejor que podían esperar era que estuvieran tan dormidas como para no haber oído el alboroto.
Una esperanza que quedó hecha añicos en cuanto entreabrió la puerta de Portia… y las descubrió totalmente vestidas y asomadas a la ventana, seguramente para observar cómo obligaban a Fiona a entrar en la casa.
Entró y cerró la puerta de golpe.
—¿Qué creéis que estáis haciendo?
Sus cuñadas la miraron sin el menor atisbo de culpabilidad en sus rostros.
—Contemplar la culminación de vuestro plan. —Penélope volvió a asomarse por la ventana.
—Ya la han metido en la casa.
Portia se enderezó y se acercó a ella. Su hermana la siguió.
—No creía que el plan funcionase, pero lo ha hecho. Aunque sí sospechaba de Fiona… Después de todo, estuvo en todos los lugares donde robaron. —Clavó la mirada en ella—. ¿Se sabe por qué lo hizo?
Amelia no tenía ni idea de lo que decir para ponerlas en su lugar. Ni siquiera estaba segura de que eso fuera posible. Aun así, inspiró hondo para intentarlo.
—Os traigo un mensaje de vuestra madre: tenéis que quedaros en la cama.
Ambas la miraron como si se hubiera vuelto loca.
—¿¡Cómo!? —exclamó Portia—. ¿Esperas que mientras que todo está pasando…?
—¿… nos vayamos a la cama como si tal cosa? —concluyó su hermana.
Respirar hondo no iba a servir de mucho.
—No, pero…
Se interrumpió y levantó la cabeza al tiempo que agudizaba el oído.
Portia y Penélope la imitaron. Un instante después, volvieron a escuchar el ruido… un chillido ahogado. Se precipitaron hacia la ventana.
—¿Veis algo? —les preguntó.
Escudriñaron juntas los jardines, mucho más oscuros dado que la luna comenzaba a desaparecer.
—¡Allí! —Penélope señaló al otro lado de los jardines, donde dos figuras apenas visibles se debatían junto al sendero de la rosaleda.
—¿Quién…? —comenzó a preguntar Amelia, pero el vuelco del corazón le dio la respuesta.
—Bueno, si Fiona está abajo —comenzó Portia—, esa debe de ser Anne.
—¡Menuda idiota! —dijo Penélope—. ¡Eso es una estupidez!
Amelia no se quedó a discutir, ya iba de camino a la puerta.
—No, piensa… —la reconvino Portia—. Ese hombre debe formar parte del sindicato del crimen…
Las dejó con sus suposiciones; de cualquier forma, se les daban mejor que a ella y, con un poco de suerte, eso evitaría que se metieran en líos. Bajó corriendo la escalinata al tiempo que llamaba a Luc a gritos y a sabiendas de que no tenía tiempo para dar explicaciones.
Hasta donde había podido vislumbrar, el hombre, quienquiera que fuese, estaba estrangulando a Anne.
—¡Luc! —Cruzó el vestíbulo principal como una exhalación y se deslizó sobre el suelo de mármol al girar hacia el pasillo del ala este.
Atravesar el vestíbulo del jardín era el camino más rápido para llegar hasta Anne, de manera que enfiló hacia él sin pensárselo.
Cuando salió al jardín descubrió que estaba mucho más cerca de la pareja que forcejeaba (¡y que, gracias a Dios, seguían forcejeando!), de lo que había supuesto.
—¡Anne! ¡Anne! —gritó.
La figura más corpulenta se detuvo para analizar la situación y arrojó a Anne a un lado antes de echar a correr hacia el bosque.
Cuando llegó junto a su cuñada, estaba sin resuello; al menos, el villano la había arrojado al suelo y no contra el muro de piedra. Anne tosía en busca de aire mientras intentaba incorporarse. Amelia la ayudó a sentarse.
—¿Quién era? ¿Lo has reconocido?
Anne negó con la cabeza.
—Pero… —tomó aire con dificultad antes de intentar hablar de nuevo—, creo que estaba entre los invitados. —Hizo una nueva pausa para respirar—. Me confundió con Fiona. —Se aferró a sus dedos—. Si no hubieras gritado mi nombre… Intentaba matarme, bueno, a ella. En cuanto se dio cuenta de que no era Fiona…
Amelia le dio unas palmaditas en el hombro.
—Quédate aquí.
Miró hacia la oscuridad del bosque. Tuvo que tomar una decisión crucial. ¿Se habría apoderado Fiona del collar y se lo había entregado a su compinche antes de que la atraparan? No lo sabía. Y Anne tampoco.
—Cuando llegue tu hermano, dile que he seguido a ese hombre. Que no voy a enfrentarme a él, sólo lo tendré vigilado hasta que alguien nos dé alcance.
Soltó la mano de su cuñada y se puso en pie para echar a correr. El sendero conducía al bosque; los árboles se cerraron sobre ella, envolviéndola en la oscuridad. Siguió adelante despacio, intentando que sus escarpines no hiciesen ruido sobre el manto de hojas caídas. Conocía ese bosque, quizá no tan bien como Luc, pero bastante mejor que cualquiera que acabara de llegar a la zona.
Sólo había unas cuantas salidas posibles. Lo más lógico era poner rumbo al este para alejarse de Calverton Chase. Dudaba mucho que el desconocido siguiera corriendo, ya que haría demasiado ruido en los estrechos senderos y facilitaría la persecución; de modo que, con un poco de suerte…
Pasado un rato, comprobó que sus suposiciones habían sido ciertas. Frente a ella atisbo una figura corpulenta que caminaba entre los enormes árboles. Instantes después lo vio con total claridad.
Caminaba con resolución, pero no parecía asustado.
En silencio, se dispuso a seguirlo.
Estupefacta, Anne observó a Amelia mientras esta se internaba en el bosque. Tenía la garganta demasiado dolorida como para protestar. En cuanto recuperó el aliento, se puso de pie y regresó cojeando a la casa.
No tuvo que andar mucho para dar con Luc. Estaba en el sendero que daba al ala este, mirando hacia la ventana por la que se asomaban Penélope y Portia. Sus hermanas gesticulaban y gritaban algo sobre la rosaleda y el bosque.
Cuando vieron a Anne, empezaron a chillar.
—¡Ahí está!
Luc se dio medía vuelta y, en un abrir y cerrar de ojos, la estaba abrazando con fuerza.
—¿Estás bien?
Anne asintió.
—Amelia…
Luc sintió que se le caía el alma a los pies.
—¿Dónde está?
La apartó un poco de él y la miró a la cara.
Anne tosió antes de responder con voz ronca:
—En el bosque… Me pidió que te dijera que no intentaría atraparlo, sólo mantenerlo vigilado hasta que tú llegaras…
Él reprimió un juramento, una maldición nacida del terror más absoluto y que su hermana no tenía por qué oír. Tal vez Amelia no pretendiera atrapar al tipo, pero seguro que a él le encantaría atraparla a ella. Empujó a Anne hacia la casa.
—Entra y díselo a los demás.
Su cabeza ya estaba con Amelia. Dio media vuelta y echó a correr hacia el bosque.
Amelia avanzó entre los árboles con creciente cautela. Si bien en un principio el bosque se le había antojado cuanto menos familiar, ya que no acogedor, se había ido volviendo más denso y oscuro a medida que las vetustas ramas de los árboles cubrían los senderos y que el olor a hojas descompuestas y humedad invadía el aire. Seguía escuchando frente a ella las rítmicas pisadas del hombre; no intentaba huir sin hacer ruido, sino que proseguía su marcha a paso ligero. No le costó mucho deducir que el tipo tenía la intención de continuar por el bosque hasta llegar a la loma que se alzaba a las espaldas del pueblo.
Era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que sería una estupidez echar a correr, ya que un tropiezo con una raíz lo dejaría incapacitado y a merced de sus perseguidores. También era lo bastante listo como para regresar a casa por la ruta más segura, asumiendo que dispusiera algún alojamiento en Lyddington, claro estaba.
Cuanto más pensaba en la inteligencia que estaba demostrando el ladrón, más inquieta y nerviosa se sentía. Sin embargo, le bastaba con pensar en el collar de los Cynster, en la idea de seguirlo hasta su guarida a fin de indicarles a Luc y los demás (que no debían estar muy lejos) dónde se encontraba, para que sus pies se siguieran moviendo.
Poco después, la pendiente se hizo más acusada. De vez en cuando, captaba una imagen fugaz del hombre por delante de ella; alargó el cuello en un intento por averiguar hacia dónde se dirigía… y tropezó con una raíz. Se volvió para apoyarse en el tronco mientras reprimía una maldición… Y rompió una rama seca.
El ruido atravesó el bosque como si de un disparo se tratara.
Se quedó helada.
A su alrededor, el bosque pareció despertarse de forma amenazadora. Esperó a que sucediera algo, y en ese momento recordó que su vestido, el vestido de paseo que se había puesto, era de un amarillo claro. Si estaba a la vista del ladrón…
El hombre reanudó la marcha. La misma cadencia en la misma dirección.
Respiró algo más tranquila y esperó a que se le tranquilizara el corazón antes de proseguir, si bien con mucho más cuidado que antes.
El ladrón había tomado un sendero bastante abrupto que coronaba una pendiente antes de descender a través de una zona muy densa. Llevaba un rato siguiendo el camino cuando se percató de que ya no escuchaba las rítmicas pisadas. Se detuvo y agudizó el oído, pero sólo escuchó los sonidos típicos del bosque: el lejano ulular de un búho, la furtiva carrera de un roedor, el crujido de las copas de los árboles… Nada producido por el hombre.
Sin embargo, no entendía cómo podía haberlo perdido.
El sendero se ensanchaba un poco después, así que continuó de forma mucho más cautelosa. Llegó a un pequeño claro bordeado de árboles.
Se detuvo una vez más a escuchar; pero reanudó la marcha al no oír nada. Sus escarpines apenas si hacían ruido sobre el manto de hojas.
Casi había cruzado el claro cuando un escalofrío le recorrió la espalda.
Miró por encima del hombro.
Y jadeó.
Tras ella estaba el hombre que había estado siguiendo. Se dio la vuelta para quedar frente a él.
Su enorme cuerpo bloqueaba el sendero de regreso a Calverton Chase. Era muy alto y corpulento, con cabello negro muy corto… Se quedó boquiabierta al reconocerlo: era el hombre con quien Portia y ella se habían topado cerca de las perreras.
El desconocido sonrió… con malicia.
—Vaya, vaya… pero qué servicial.
A Amelia se le desbocó el corazón, pero mantuvo una expresión arrogante y la barbilla en alto.
—¡No sea obtuso! No tengo la menor intención de prestarle servicio alguno.
Su única esperanza radicaba en conseguir que siguiera hablando, y cuanto más alto mejor, durante el mayor tiempo posible.
Dio un paso hacia ella con actitud arrogante y sus ojos se entrecerraron cuando vio que se limitaba a levantar más la barbilla. Había pasado años tratando con hombres que intentaban intimidar a los demás con su tamaño. Una vez que estuvo seguro de que ella no estaba a punto de echar a correr hacía la espesura del bosque (de todos modos, Amelia sabía que no llegaría muy lejos), el hombre se detuvo y la miró con una mueca despectiva en los labios.
—Por supuesto que me prestará un servicio… Un servicio que me reportará una bonita tajada de la fortuna de su maridito. No sé qué ha pasado allí abajo —dijo al tiempo que señalaba hacia la mansión con la cabeza—, pero sé cuándo me conviene dejar la partida. —Su aterradora sonrisa regresó—. Y cuándo aprovechar las oportunidades que me brinda la suerte.
Hizo ademán de acercarse más y cogerla del brazo, pero ella lo detuvo con una mirada arrogante.
—Si de verdad sabe cuándo le conviene dejarlo y salir corriendo, le sugiero que lo haga ahora mismo. Es imposible que vaya a conseguir un jugoso rescate de mi marido, si es eso lo que tiene en mente.
El hombre asintió sin dejar de sonreír.
—Y tanto que eso es lo que tengo en mente, pero no malgaste el aliento, ya he visto cómo la mira.
Ella parpadeó.
—¿En serio? ¿Y cómo lo hace?
A juzgar por la expresión de su rostro, el tipo no estaba seguro del terreno que pisaba.
—Como si estuviera dispuesto a cortarse el brazo derecho antes de renunciar a usted.
Tuvo que esforzarse por no sonreír como una tonta ante ese comentario.
—No. —Frunció los labios y levantó la cabeza todavía más—. Pues se equivoca de parte a parte: jamás me ha querido. Fue un matrimonio concertado.
El hombre resopló.
—Déjese de monsergas. Si hubiera sido Edward, tal vez me lo habría tragado, pero ese hermano suyo siempre fue escrupulosamente honesto. Matrimonio concertado o no, pagará, y mucho, para recuperarla ilesa… y sin hacer el menor revuelo.
Sus ojos se entrecerraron mientras la contemplaba con expresión desalmada y recalcaba las últimas palabras. Dio un paso hacia ella.
Y, de nuevo, lo detuvo, aunque en esa ocasión gracias a un suspiro resignado.
—Parece ser que voy a tener que confesarle la verdad.
Lo miró de soslayo y se percató de que el afán de llevársela consigo de allí pugnaba con la necesidad de saber por qué creía que su plan estaba avocado al fracaso. El hombre sabía que no debía perder el tiempo discutiendo, pero…
—¿Qué verdad?
La pregunta fue un mero gruñido que le dejó bien claro que debía hablar deprisa.
Amelia titubeó un instante antes de preguntar:
—¿Cómo se llama?
Los ojos del hombre llamearon.
—Jonathon Kirby, aunque eso no tiene nada que ver con…
—Me gustaría saber con quién me estoy confesando.
—Pues, adelante… y rapidito. No tenemos toda la noche.
—Muy bien, señor Kirby —comenzó, alzando la barbilla—. La verdad que debo confesarle está relacionada con las causas de mi matrimonio. Que también es el motivo por el que mi esposo no pagará una gran suma por mi rescate. —Farfulló una explicación sin detenerse mucho a pensar en lo que decía, con la certeza de que debía entretenerlo un poco más… Luc y los demás debían de estar cerca—. Le he dicho que nuestro matrimonio fue concertado y es verdad, concertado por dinero. No tiene mucho… Bueno, eso es el eufemismo del siglo, porque en realidad no tiene… esto, no tiene lo que se diría una fortuna. Sí, posee tierras, pero con las tierras no se come… Y desde luego el heno no da para hacer vestidos de fiesta… Así que, ya ve, era imperativo que se casara por dinero. Y lo hicimos. Él se quedó con mi dote, pero con todas esas facturas urgentes y las reparaciones y todo lo demás… Lo que intento decirle es que queda muy poco y que no podrá pagarle mucho por la sencilla razón de que no hay dinero.
Tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento. Kirby dio un amenazador paso hacia ella.
—Ya he escuchado bastante. —Se inclinó hacia ella, de modo que sus rostros quedaron muy cerca—. ¿Acaso me toma por un imbécil? Lo he comprobado. ¡Y tanto que sí! —El desprecio le teñía la voz—. En cuanto comprendí que tal vez pudiera engañar a una de sus hermanitas. Habría sido un fastidio, pero su esposa es otro cantar. Ni siquiera tengo que engatusarla y tampoco estará en mis manos mucho tiempo. Calverton es más rico que Creso y adora el suelo que usted pisa… Pagará una pequeña fortuna por recuperarla y eso es precisamente lo que yo voy a exigir como rescate. —Una emoción peligrosa le había crispado el rostro.
Amelia apretó los dientes y lo miró fijamente con una beligerancia nacida de la necesidad y de la irritación que le provocaba saber que ella tenía razón y él estaba equivocado, por irracional que pareciera.
—¡Me está demostrando que es un imbécil! —exclamó, mientras lo miraba echando chispas por los ojos con los brazos en jarras—. No nos casamos por amor. ¡Él no me quiere! —Era una mentira como una catedral, pero al menos su siguiente aseveración era verdad de cabo a rabo—: Es casi un indigente… No tiene ni un solo chelín. ¡Soy su esposa, por el amor de Dios! ¿Acaso cree que no sé cómo están las cosas?
Abrió los brazos al pronunciar esa última frase… y vio algo por el rabillo del ojo. Hasta ese momento, Kirby le había bloqueado el camino, pero al acercarse lo dejó a la vista. A su espalda, vio a Luc, muy quieto al borde del claro, pero no estaba mirando a Kirby, sino a ella. Tenía la mirada clavada en sus ojos.
Por un instante, el tiempo se detuvo. Se le paró el corazón y sintió…
Kirby se percató de su expresión.
Y se volvió con un rugido.
Ella saltó y jadeó, apartándose al tiempo que el hombre se abalanzaba sobre Luc con uno de sus enormes puños en alto. Amelia gritó.
Luc se agachó en el último instante. Desde donde estaba, no pudo ver lo que sucedió a continuación, pero sí observó que el cuerpo de Kirby se sacudía y caía hacia delante un instante antes de que Luc le asestara un puñetazo en la mandíbula que lo enderezó al punto.
Compuso una mueca al escuchar el sonido y se alejó sin pérdida de tiempo cuando Kirby se tambaleó hacia atrás. El denso bosque no le dejaba mucho espacio; y a pesar de que la mirada del villano se posó sobre ella en un par de ocasiones, no perdió detalle de los movimientos de Luc.
A su vez, Luc se había internado en el claro después de mirarla y «saludar» a Kirby. Un solo paso de su marido resultaba mucho más amenazante que el discurso que le había soltado ese villano.
Kirby gruñó, se tambaleó y, acto seguido, se enderezó. Un cuchillo apareció en su mano.
Amelia soltó una exclamación de sorpresa y se tensó.
Entretanto, Luc, con la vista clavada en el cuchillo, se detuvo apenas un instante antes de reanudar su lento acercamiento.
Kirby se agachó con los brazos extendidos y comenzó a trazar un círculo.
Luc lo imitó.
Amelia retrocedió hasta quedar al amparo de los árboles mientras rememoraba el no tan lejano recuerdo de su hermana gemela con un cuchillo al cuello…
Kirby se abalanzó, blandiendo el cuchillo. Luc retrocedió de un salto y se puso fuera de su alcance.
Horrorizada, Amelia sólo pudo contemplar la escena, ya que era evidente que Kirby buscaba el rostro de Luc. Ese rostro, tan hermoso como el del ángel caído. Un rostro al que Luc no daba más importancia de la necesaria y al que, al contrario de lo que pensaba Kirby, no protegería movido por la vanidad.
Ella, en cambio, le tenía mucho cariño a ese rostro… tal y como estaba.
Con los dientes apretados, echó un vistazo a su alrededor y vio una rama caída, una bonita y robusta rama, lo bastante gruesa como para causar daño, pero también lo bastante pequeña para que ella pudiera levantarla. Y, lo mejor de todo, estaba lo bastante cerca como para que nadie se percatara de que se apoderaba de ella.
Kirby le estaba dando la espalda.
Antes siquiera de haber terminado de trazar el plan, tuvo la rama en la mano. Se detuvo un instante para hacer acopio de valor, dio un paso hacia delante con la rama en alto…
Kirby percibió su presencia a su espalda y comenzó a volverse…
Y ella dejó caer la rama con tanta fuerza como pudo. La rama se rompió con un satisfactorio crujido contra la cabeza del villano.
El hombre no perdió el sentido, pero sí quedó atontado. Comenzó a sacudir la cabeza muy despacio para despejarse.
Con un rictus sombrío en los labios, Luc dio un paso hacia él, lo agarró de la muñeca y le quitó el cuchillo. Con el otro puño, asestó el coup de grâce… y el tipo se desplomó sobre el manto de hojas del suelo.
Amelia lo miró mientras agarraba con fuerza lo que quedaba de la rama.
—¿Está…?
Luc la miró un instante antes de inclinarse para recoger el cuchillo.
—Inconsciente. Creo que tardará un buen rato en despertarse.
Escucharon el lejano eco de voces y gritos que los llamaban; pero, por el momento, estaban ellos dos solos.
Y el silencio.
Que seguía resonando con todo lo que ella había dicho.
Amelia repasó frenéticamente todo lo que había farfullado. ¿Cuánto habría escuchado? Tal vez llevara un buen rato allí, pero era imposible que creyera… que pensara que ella… Dejó caer la rama y comenzó a retorcerse las manos antes de aclararse la garganta.
—Yo… —comenzó.
—Tú… —dijo a la vez Luc.
Se detuvieron a la vez y se miraron a los ojos. Tuvo la sensación de que se estaba ahogando en esas profundidades azul cobalto. Se quedó sin aliento, como si estuviera en la cuerda floja, balanceándose entre la felicidad y la desesperación, si bien ignoraba hacia dónde iba a caer.
Luc se acercó a ella con el cuerpo rígido por la tensión y buscó sus manos. Con un suspiro, se rindió y la abrazó con fuerza. Aplastándola contra su pecho.
—Debería zarandearte por salir corriendo sola para meterte en la boca del lobo —gruñó contra su pelo mientras la estrechaba. Poco después, aflojó su abrazo—. Pero antes… —Se apartó un poco para mirarla a los ojos—. Tengo que decirte algo… algo que debería haberte dicho hace mucho. —Frunció los labios—. Bueno, en realidad son dos cosas, la verdad sea dicha. Porque son verdad. La única verdad. —Inspiró hondo sin dejar de mirarla a los ojos—. Y…
De repente, escucharon el ladrido de los perros. Luc se volvió y ambos miraron en esa dirección.
—¡Maldita sea! —La soltó y enfrentó el sendero. El ruido de la rehala a la carrera se escuchaba cada vez más cerca—. Han soltado a los perros.
En cuanto esas palabras salieron de su boca, los perros aparecieron por el sendero; una marea de sabuesos felices y contentos por haber encontrado a su amo. Y no eran unos pocos perros, no, eran todos. Luc siguió frente a ella mientras se aferraba a su chaqueta y se pegaba a su espalda, no porque estuviera asustada, sino porque corría peligro de que la efusiva rehala la tirara al suelo.
—¡Abajo! —rugió Luc—. ¡Quietos!
A la postre lo obedecieron, si bien le dejaron muy claro que se merecían más que un simple agradecimiento por haberse portado tan bien.
Luc acababa de imponer cierto orden cuando la otra marea, la humana, descendió sobre ellos. Portia y Penélope, que conocían mucho mejor el bosque que los demás, guiaban al grupo a toda carrera apartando las ramas por delante de Lucifer, Sugden, Martin y un Simón muy descontento.
Todos resollaban cuando salieron al claro.
—¡Lo habéis atrapado! —jadeó Portia, aferrándose el costado.
Luc miró de reojo a Kirby y después a Amelia antes de replicarle a su hermana:
—Cierto. —Sin dejar de mirarla, le preguntó—: ¿Quién soltó a los perros?
—Nosotras, por supuesto. —El tono de Penélope dejaba claro que habían meditado en profundidad la decisión y que sólo un necio la cuestionaría—. Ellos ya estaban en el primer cruce y no sabían en qué dirección os habíais marchado, así que los perros eran la única forma de seguiros la pista.
Luc miró a su hermana pequeña y suspiró. Patsy se acercó, y le olisqueó la mano al tiempo que dejaba escapar un gemido de contento.
—¿Y qué habéis averiguado? —Apoyado contra un árbol mientras recuperaba el aliento, Martin señaló el cuerpo desplomado de Kirby con la cabeza.
Luc bajó la vista y meneó la cabeza.
—Pues la verdad es que no sabemos mucho. Sólo sé que se llama Jonathon Kirby… y que conoce a Edward.
Esas palabras, por supuesto, le indicaron a Amelia cuánto había escuchado Luc… Todo. La idea aún le provocaba palpitaciones horas más tarde, mientras subía la escalinata de camino a su habitación.
El amanecer estaba muy cerca.
Regresar a la mansión había supuesto un esfuerzo inesperado, ya que, a pesar de que habían capturado al malhechor y estaban a punto de obtener las respuestas que buscaban, la determinación que les había dado fuerzas para pasar la noche se había desvanecido de golpe. De modo que recorrieron el camino a trompicones, arrastrando los pies.
Luc ordenó a Sugden y a sus hermanas que llevaran a los perros de regreso a las perreras. Ellos fueron los que partieron en primer lugar, con los sabuesos más que dispuestos para salir en persecución de cualquier cosa.
Kirby, a quien habían levantado sin muchos miramientos, estaba demasiado aturdido como para caminar solo. Así que Martin, Lucifer y Simon se turnaron para llevarlo, siguiendo la estela de Amelia y Luc, ya que él era el único que podría llevarlos de regreso a la mansión sin perderse en el bosque.
Habían llegado media hora antes y los recibieron con un sinfín de preguntas y exclamaciones. De camino hacia las perreras, Portia y Penélope se habían limitado a señalar que todo estaba bien antes de proseguir su camino para ayudar a Sugden a encerrar a los sabuesos.
Fue su tía quien, con su actitud matriarcal, acabó por tomar las riendas. Les recordó a los presentes que Luc era el magistrado de la zona y que, al parecer, contaban con un magnífico sótano en el que podrían encerrar a Kirby (a quien todos se referían como «el malhechor») hasta que decidieran interrogarlo, y que, mientras tanto, todos necesitaban descansar.
Como de costumbre, su tía estaba en lo cierto, aunque Amelia suplicaba en silencio que Luc y ella pudieran hablar antes de quedarse dormidos.
En realidad no sabía lo que él quería decirle. No tenía la menor idea. Sin embargo, cuando entró en su gabinete, las esperanzas y los sueños la llevaban en volandas. Dos cosas, había dicho. En su fuero interno, sabía al menos cuál era una de ellas.
Su incansable y larga batalla estaba a punto de culminar en la victoria más absoluta.
El triunfo era una droga poderosa. Le corría por las venas mientras se quitaba el vestido y se preparaba para acostarse. Comenzó a cepillarse el pelo mientras la impaciencia se acrecentaba; para distraerse, ya que no sabía cuánto tardaría Luc en encerrar a Kirby en el sótano, intentó deducir qué otra cosa (qué otro secreto) quería confesarle Luc.
No podía tratarse de algo grave.
Pero ¿por qué en ese momento? ¿Qué había dicho Kirby para que Luc se viera impulsado a…?
La mano que sujetaba el cepillo se detuvo y siguió mirando el espejo sin ver nada. Sólo había discutido dos asuntos con Kirby. El hecho de que Luc la amara lo suficiente como para pagar un cuantioso rescate por ella.
Y el hecho de que Luc fuera, o no, rico.
«Más rico que Creso».
Kirby le dijo que lo había comprobado. Y parecía muy convencido; además, en cierto modo, el tipo era muy listo. «Más rico que Creso». Era difícil que ese hombre hubiera cometido semejante error…
Rememoró los últimos meses; las pruebas que había ido reuniendo, todo lo que había presenciado y lo que la había llevado a creer que los Ashford distaban mucho de ser ricos.
Era imposible que se hubiera equivocado… ¿o no?
¡Por supuesto que no se había equivocado! Luc prácticamente había admitido que…
No, no lo había hecho. Ni siquiera lo había insinuado.
Nunca.
El acuerdo matrimonial… Luc había insistido en que sólo incluyera porcentajes, no cifras reales, de modo que la cantidad exacta de su fortuna no constaba en ninguna parte. Ella había asumido que era poco dinero.
Pero… ¿y si no fuera así?
Todas esas reparaciones… La madera que compraron antes de lo previsto, a los pocos días de que ella sacara el tema del matrimonio y de su dote.
¿Y si Luc no se hubiera casado con ella por eso?
Miró su imagen en el espejo y dejó escapar una trémula carcajada. Se estaba imaginando cosas. Los sucesos de la noche le habían destrozado los nervios, no era de extrañar…
Pero ¿y si Luc no se había casado con ella por el dinero?
Alguien dio unos golpecitos en la puerta.
—Adelante —dijo, distraída.
Cuando se dio la vuelta, vio que Molly asomaba la cabeza por la puerta.
—Estaba a punto de retirarme, milady, y quería preguntarle si necesita algo.
—Nada, Molly. Y gracias por tu ayuda esta noche.
Molly se ruborizó e hizo una reverencia.
—Ha sido un placer, milady.
La mujer hizo ademán de retirarse.
—¡Espera! —Amelia le hizo un gesto con la mano—. Sólo será un momento. —Se volvió en el taburete que ocupaba para mirarla de frente—. Tengo que hacerte una pregunta. El primer día que pasé aquí, cuando estuvimos disponiendo los menús, dijiste algo acerca de que ya podíamos ser más extravagantes. ¿A qué te referías?
Molly entró en la estancia, cerró la puerta y unió las manos frente a ella. Después, la miró con el ceño fruncido.
—No creo que me corresponda a mí decirle…
—No, no… —Le sonrió para tranquilizarla—. No hay ningún problema, sólo me preguntaba por qué hiciste el comentario.
—Bueno, ya sabe lo que pasó con el padre del vizconde, cómo murió y… y todo lo demás, ¿no?
Amelia contuvo el aliento.
—¿Sobre las deudas que dejó? —Cuando Molly asintió, soltó el aire—. Sí, conozco la historia.
No se había equivocado, sólo había sido un estúpido malentendido por parte de Kirby…
—Bueno, pues entonces fue cuando después de muchísimo trabajo, Su Ilustrísima tuvo un tremendo golpe de suerte y dijo que no teníamos que volver a preocuparnos por el dinero. Que sus inversiones lo habían convertido en un hombre rico. ¡Fueron unas noticias maravillosas! Y justo después nos comunicó que se casaba con usted…
—Un momento. —La cabeza le daba vueltas. ¿Inversiones? Lucifer le había preguntado a Luc acerca de unas inversiones…—. Estas inversiones… ¿cuándo las hizo? ¿Te acuerdas de cuándo fue?
Molly frunció el ceño en un evidente esfuerzo por hacer memoria. Entrecerró los ojos…
—Sí, ya me acuerdo. La semana posterior a la boda de la señorita Amanda. Recuerdo que estaba lavando los vestidos de las señoritas cuando apareció Cottsloe para contármelo. Me dijo que Su Ilustrísima acababa de enterarse.
Estaba tan mareada que era un milagro que siguiera derecha. Sus emociones oscilaban entre el éxtasis y la furia más asesina. Esbozó una tensa sonrisa, pero logró tranquilizar al ama de llaves.
—Sí, claro. Por supuesto. Gracias, Molly. Eso es todo.
La despidió con una elegante inclinación de cabeza que Molly respondió con una reverencia. Cuando se fue, cerró la puerta tras ella.
Amelia soltó el cepillo. Empezaba a ver claro algo que no había terminado de comprender en su momento. Luc estaba borracho el amanecer en el que le tendió la emboscada; en aquel momento pensó que era algo muy impropio de él. Luc no había esperado que ella apareciera de la nada y lo rescatara de su desastroso estado financiero… Se había emborrachado para celebrar el hecho de que por fin había salido por sus propios medios, o eso empezaba a creer, de una situación mucho más desesperada de lo que ella habría imaginado jamás.
Se quedó largo rato con la mirada perdida en el otro extremo de la habitación mientras todas las piezas del rompecabezas encajaban y por fin veía el cuadro completo, la realidad de su matrimonio y de lo que lo había propiciado. Después, con gesto decidido, se puso en pie y entró en el dormitorio.
Poco después, Luc subía la escalinata y recorría el pasillo de acceso a sus aposentos. Mientras caminaba, se desanudó la corbata y la dejó colgando. En el exterior, se veían las primeras luces del alba. Suponía que Amelia se habría quedado dormida, rendida por el cansancio, así que tendría que esperar para hablar con ella. Pero se lo diría. Con un poco de suerte, Amelia sentiría tal curiosidad acerca de esas «dos cosas» de las que tenía que hablarle, que se quedaría en la cama hasta que él despertara y pudiera confesarle la verdad.
Mientras giraba el picaporte, se juró en silencio que no saldría de sus aposentos hasta que se lo hubiera dicho todo.
Entró y cerró la puerta con el pie mientras se peleaba con uno de los botones de un puño de la camisa.
Tardó un poco en darse cuenta de que una vela seguía encendida… y de que Amelia no estaba en la cama, sino de pie junto a la ventana…
Levantó la vista.
Y tuvo que agacharse.
Algo se hizo añicos contra el suelo a su espalda, si bien no se volvió para ver de qué se trataba. Amelia aferraba un pesado pisapapeles en la mano cuando llegó hasta ella y la aprisionó contra la pared.
Esos ojos azules lo miraban echando chispas.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Estaba furiosa, pero no distante, y su tono de voz le daba esperanzas.
—¿Qué tenía que decirte?
La imprudente réplica se le escapó antes de que pudiera morderse la lengua.
—¡Que eres asquerosamente rico! —Se debatía contra él con expresión asesina—. Que lo eras incluso antes de que nos casáramos. —Luchaba como una verdadera fiera—. ¡Que no te casabas conmigo por mi dinero! ¡Me dejaste creer que ese era el motivo y mientras tanto…! —Soltó un resoplido furioso.
—¡Estate quieta! —Le cogió las manos y se las sujetó contra la pared a ambos lados de la cabeza antes de inclinarse hacia ella para controlarla… y para impedir que se hiciera daño. O se lo hiciera a él. Clavó la mirada en esos furiosos ojos azules y en la obstinada expresión de su rostro—. Tenía la intención de decírtelo. —Aunque no de esa manera—. Y ya te dije antes que tenía que confesarte un par de cosas. Esa era una de ellas.
Amelia entrecerró los ojos y lo miró con cara de pocos amigos. Se negó a que su rostro delatara la euforia que la invadía… Pero, sobre todo, se negó a ayudarlo a salir del entuerto que él mismo había provocado.
—¿Y la otra cosa?
La pregunta hizo que él también la mirara con los ojos entrecerrados.
—Ya lo sabes. —Pasado un momento, añadió—: Pese a todo lo que le dijiste a Kirby, lo sabes perfectamente.
Amelia alzó la barbilla.
—Tal vez lo suponga, pero es evidente que contigo no se pueden dar las cosas por supuestas. Vas a tener que decírmelo. —Le sostuvo la mirada—. Suéltalo. Con todas las palabras, de modo que quede bien claro.
Él apretó los dientes. Atrapada entre la pared y su cuerpo, Amelia jamás había sido más consciente de Luc y de ella misma, de los poderes, tanto físicos como etéreos, que los vinculaban. La abierta sensualidad y la flagrante emotividad siempre habían estado ahí, pero hasta ese preciso instante no se habían manifestado por completo. Hasta ese preciso momento no las habían reconocido abiertamente.
Eran tan poderosas que cualquier otra cosa sería impensable.
Él había llegado a la misma conclusión. Sin dejar de mirarla a los ojos, inspiró hondo antes de hablar con voz ronca y cargada de emoción.
—Dejé que creyeras que me casaba contigo por tu dote… que creyeras que lo hacía por eso. Esa es mi primera confesión. Quería decirte que no era cierto.
Hizo una pausa. Amelia lo miró con expresión implorante para que continuara y cuando él se lo permitió, entrelazó los dedos con los suyos.
Luc bajó la vista hasta sus labios antes de regresar a sus ojos.
—Mi segunda confesión se refiere al verdadero motivo por el que accedí a casarme contigo.
Al ver que no decía nada más y que sus ojos volvían a descender, Amelia se vio obligada a preguntar:
—Y… ¿cuál es el verdadero motivo? —La pregunta crucial para ella, la que llevaba apenas quince minutos royéndole las entrañas y que por fin iba a ser contestada.
Luc inspiró hondo y, una vez más, la miró a los ojos.
—Porque te quiero… como muy bien sabes. —Comenzó a palpitarle un músculo en el mentón, pero pronunció las palabras sin titubeos y sin apartar esos ojos azul cobalto de los suyos—. Porque eres y siempre lo has sido la única mujer que quiero por esposa. La única mujer a la que quiero aquí, al cargo de esta casa… La única mujer a la que imagino con mi hijo en sus brazos. —Cerró los ojos y se acercó con toda la intención de distraerla—. Y, dicho sea de paso, una vez que nos encarguemos de Kirby, tal vez sea el momento de hacer cierto anuncio…
—No intentes distraerme. —Se conocía al dedillo todas sus tácticas. Lo obligó a que le soltara las manos, cosa que él hizo al tiempo que le quitaba el pisapapeles. Mientras lo dejaba en el tocador, ella le echó los brazos al cuello y le dio un beso en la barbilla—. Acababas de llegar a la mejor parte. Me estabas diciendo cuánto me quieres.
Lo atrajo hacia ella de forma incitante y lo besó. Fue un beso deliberadamente largo y lento, lo suficiente para excitarlo pero sin dejar que el fuego los consumiera. Luc se dejó llevar, dejó que la pasión restallara…
Pero Amelia se apartó, aunque no demasiado.
—Dímelo otra vez.
Luc se enderezó, pero sus miradas siguieron entrelazadas. Deslizó las manos hasta su espalda y la aferró por el trasero.
Dejó que el deseo asomara a sus ojos y la miró a los labios mientras esbozaba una sonrisa.
—Prefiero demostrártelo.
Ella soltó una carcajada y le permitió inclinar la cabeza para que la besara.
Le permitió que la alzara en brazos y la llevara a la cama.
Le permitió que le demostrara su amor… Y se lo demostró a su vez.
Con todo su corazón y abiertamente, al igual que él.
Las palabras estaban de más; hablaban con una lengua que no necesitaba de palabras para comunicarse, para alabar, para dar, para abrir sus corazones y compartir… No obstante, cuando la primera luz del alba se filtró por las ventanas e iluminó la cama, Amelia, abrumada por el placer, observó el rostro de su marido mientras aceptaba todo lo que ella le entregaba y se lo devolvía con manos llenas. Tomó ese rostro entre las manos y lo obligó a inclinarse un poco para susurrarle contra los labios:
—Te quiero.
Un brillo peculiar asomó a sus ojos. Se apoderó de sus labios y la besó con avidez mientras se hundía en ella. Sólo se separó cuando Amelia arqueó la espalda y el éxtasis inundó sus sentidos.
—Y yo te amaré siempre. Ayer, hoy, mañana… y siempre —dijo con voz ronca, al tiempo que se unía a ella en la cima del placer.
—No escaparás nunca.
Como si quisiera demostrar la veracidad de sus palabras, Luc agarró la sarta de perlas engarzadas con diamantes que Amelia llevaba al cuello, y que le había regalado una hora antes, y tiró de ella para darle un profundo beso.
Encantada, ella se dejó hacer y suspiró satisfecha cuando la soltó.
Era media tarde y estaban la mar de cómodos en la cama. Al otro lado de las cortinas corridas, reinaba el agobiante calor propio de un día estival. Se había retirado a descansar después del almuerzo y Luc no había tardado en seguirla, con la excusa de comprobar cómo se encontraba. La verdad era que quería estar con ella, aunque no precisamente para descansar.
Estaban desnudos entre las sábanas revueltas y en paz. Con una mano le acariciaba el cabello a Luc mientras que con la otra jugueteaba con el increíble collar que él había mandado hacer antes de la boda… y que se había visto obligado a esconder hasta haberle confesado la verdad. Hacía juego con el supuesto anillo de compromiso de la familia y con los pendientes que le había dejado el día anterior sobre el tocador, después de que se llevaran a Kirby y de que Martin y Amanda, así como Lucifer y Phyllida, se marcharan.
Esbozó una sonrisa.
—Por si no te has dado cuenta, no tengo la menor intención de hacerlo.
Luc la miró.
—Sí que me he dado cuenta, pero quería dejar claro el asunto.
Y el asunto estaba más que claro. Fue incapaz de reprimir la sonrisa; era tan difícil de contener como la felicidad que le henchía el corazón.
Antes de que la familia se marchara, habían anunciado sus buenas nuevas para añadir su esperanza de futuro a la de Amanda y Martin. Todos se alegraron muchísimo por la noticia. Su tía asintió con la cabeza, complacida, mientras una emoción que trascendía la mera felicidad asomaba a sus ojos.
En cuanto a Kirby y la desdichada Fiona, se había revelado toda la verdad… y todo se había solucionado en la medida de lo posible.
Suspiró.
—Pobre Fiona. Sigo sin creer que Edward fuera tan desalmado como para aprovecharse de ella de esa manera. La dejó en manos de Kirby, y tenía que saber qué tipo de hombre era.
—Jamás comprenderemos a Edward. —Luc le acarició la mejilla—. Se percató del enamoramiento de Fiona y lo aprovechó en su propio beneficio. Cuando lo obligamos a marcharse, la pobre se convirtió en la herramienta perfecta con la que llevar a cabo su venganza. Eso es lo único que le preocupaba. Ella jamás significó nada.
Sus palabras la estremecieron.
—No puedo creerme que sea tu hermano.
—Pues ya somos dos. Pero lo es. No me lo tengas en cuenta, por favor.
Ella sonrió y lo abrazó.
—No lo haré.
Dado que Kirby había almacenado en su casa de Londres casi todos los objetos que Fiona había robado (detalle que permitió que se recuperaran y fueran devueltos a sus legítimos dueños) y dado que era verano y que la alta sociedad estaba demasiado desperdigada como para regodearse con el escándalo, los Ashford, los Fulbridge y los Cynster zanjaron el asunto con relativa facilidad. El episodio había sido tildado como el epílogo del escándalo protagonizado por Edward, lo que hizo que apenas se le prestara atención, dado que era «agua pasada».
Aunque, por supuesto, no habían consentido que Kirby se fuera de rositas.
Cualquier indulgencia que pudieran haber demostrado murió de golpe la mañana posterior a su captura, cuando vieron los moratones de la garganta de Anne. La muchacha había estado en lo cierto: Kirby había intentado matar a quien tomara por Fiona.
A las damas presentes les costó un enorme esfuerzo mantener a Kirby con vida hasta que se lo llevaran de Calverton Chase, pero lo lograron; además, uno de los jueces itinerantes recogió las pruebas que tenían en su contra. Kirby estaba ya en Londres a la espera de juicio.
La casa había vuelto a recuperar su tranquila armonía de manos del plácido ritmo de la vida en el campo. Aún tenían por delante casi todo el verano y, tras él, el resto de sus vidas les aguardaba.
—Los Kirkpatrick llegarán mañana. —Luc la miró—. ¿Emily quiere que demos un baile en su honor?
—Por lo que sé, Emily estaría más que contenta si la dejamos a solas con Kirkpatrick. —Sonrió—. Se quedarán una semana… así que tendremos tiempo de hablar con sus padres para saber qué les parece.
Luc aceptó su consejo y se recostó en la cama, pegado a ella y con una mano sobre su vientre.
Se quedaron así, en silencio pero despiertos… Satisfechos, saciados… y en paz.
En el exterior se escuchó el ruido de una puerta al abrirse. Un instante después, les llegaron voces. El gruñido de una voz masculina y el tono firme y mordaz de otra, femenina en ese caso. Y desdeñosa.
Luc frunció el ceño.
Al percatarse de su expresión, Amelia murmuró:
—Supongo que Simón sostiene que no es seguro que Portia saque a los perros al bosque. Al menos, no si está sola.
Tras una pausa llegó la réplica de Luc.
—Pero si lleva a los perros…
—No creo que a Simón le parezcan protección suficiente.
Luc soltó una carcajada.
—Pues si se cree capaz de persuadir a Portia al respecto, va listo.
Las voces del exterior fueron subiendo de volumen, lo que confirmó sus respectivas suposiciones con respecto a sus hermanas. Las voces se perdieron cuando Portia se alejó hacia las perreras, sin duda con la barbilla en alto, y Simón la siguió, sin duda también, con la determinación pintada en un torvo semblante.
Luc y Amelia se miraron antes de relajarse y disfrutar del momento de satisfacción que compartían. Para saborearlo a placer.
—Hay algo que nunca me has dicho —musitó Luc.
—¿El qué? —preguntó ella con voz insegura.
—Los motivos que te llevaron a elegirme entre todos los demás para hacerme objeto de tu descarada proposición.
Amelia dejó escapar un suspiro al tiempo que se volvía para quedar de costado. Le pasó una pierna sobre un muslo y le colocó una mano sobre el pecho. Encontró su pezón entre la maraña de vello oscuro y comenzó a juguetear con él mientras lo miraba a los ojos con una sonrisa en los labios.
—Te elegí porque siempre te he deseado… ¿por qué sí no?
Luc cambió de postura. Una de sus manos se deslizó por la espalda de Amelia hasta cerrarse en torno a una nalga.
—Ya veo. Porque te morías de deseo por mí.
—Eso es —convino, mientras se incorporaba un poco, de modo que sus senos quedaron aplastados contra su torso.
Luc la ayudó a tenderse por completo sobre él y, una vez que estuvo colocada, la tomó por el mentón y la acercó para besarla en esos labios que aguardaban ansiosos sus caricias.
Pasó largo rato antes de que la soltara y la mirara a los ojos.
—Eres una pésima mentirosa.
Amelia clavó la mirada en sus ojos y suspiró antes de apoyar la cabeza en su pecho. Levantó el collar y empezó a juguetear con las perlas.
—Pues te diré la verdad. —Sintió que él observaba su rostro con detenimiento—. Tracé un plan para casarme contigo. —Levantó un poco la cabeza para poder mirarlo a la cara—. Siempre he sabido que si conseguía que te casaras conmigo, conseguiríamos… encontraríamos… —Hizo un gesto, sin saber cómo expresar lo que quería decir,
—¿Esto?
—Sí. —Volvió a apoyar la cabeza en su pecho y extendió la mano sobre su corazón—. Esto es lo que siempre he deseado.
Un momento después, él replicó con los labios pegados a su cabello.
—Pues eras mucho más sagaz que yo, porque jamás imaginé que pudiera existir semejante estado.
—¿No te importa que te acechara y te tendiera una trampa para casarme contigo? —le preguntó tras un momento de indecisión.
—Aunque hubiera sabido que era una trampa, habría caído de todos modos. Porque tú eres lo que siempre he querido y no me importaba el modo de conseguirte.
Ella levantó el rostro con una sonrisa radiante.
—Eso quiere decir que ambos hemos llevado a cabo nuestros planes con un éxito rotundo.
Luc movió la mano para acariciarle el trasero.
—Creo que hemos demostrado que se puede alcanzar la victoria a través de la rendición.
Ella soltó una carcajada y se estiró para besarlo.
—¿Quién ha vencido? ¿Tú o yo?
Los labios de Luc se curvaron en una sonrisa antes de devolverle el beso.
—Los dos.