Capítulo 22

EL día pasó volando. Nadie hizo un alto para almorzar. Molly sirvió una selección de platos fríos en el comedor, donde cada cual acudió cuando tuvo un momento libre. Un pandemonio organizado reinaba en la casa, si bien, cuando el reloj marcó las seis y los primeros invitados llegaron al patio, todo estaba dispuesto. Molly, con una enorme sonrisa, volvió corriendo a la cocina mientras que Cottsloe se encaminaba con porte orgulloso a la puerta principal.

Amelia se levantó del diván en el que se acababa de sentar. Llevaba de pie todo el día; sin embargo, la expectación que predominaba en el ambiente y que se había apoderado de todo el personal, así como la expresión de los ojos azul cobalto de Luc cuando ella se colocó a su lado junto a la chimenea, bien valió el esfuerzo; aparte de la trampa que le habían tendido al ladrón, claro estaba.

Los invitados fueron pasando al salón para saludarlos antes de ser presentados al resto de la familia, tanto la más cercana como los parientes lejanos, diseminada por la enorme estancia. Minerva, Emily y Anne se apresuraron a hacerse cargo de las presentaciones de modo que ella y Luc pudieran concentrarse en dar la bienvenida al constante flujo de vecinos y arrendatarios. Phyllida se quedó junto a Emily, presta a ayudarla en el caso de que la muchacha tuviera algún problema; Amanda hizo lo mismo con Anne, muy tímida pero decidida a cumplir con el papel que le habían asignado.

Sentadas en el diván del centro de la estancia estaban Minerva y Helena, con el deslumbrante collar de esmeraldas y perlas resaltando gracias al color verde oscuro de su vestido de seda. El porte regio de su tía, con el cabello veteado de gris y esos claros ojos verdes, atrajo la mirada de todos los presentes. A nadie le sorprendió descubrir que se trataba de la duquesa viuda de St. Ives.

Amelia se vio obligada a apartar la mirada de inmediato cuando vio que su tía intercambiaba saludos con lady Fenton, una mujer con demasiados aires de grandeza, la cual quedó hecha un manojo de nervios después de verse sometida a la lengua mordaz de la duquesa.

Esbozó una sonrisa deslumbrante y siguió saludando a los recién llegados.

Portia, Penélope y Simón paseaban por delante de las puertas francesas que daban a la terraza, y se ocupaban de que los invitados que ya habían saludado a la familia salieran a los jardines, lugar donde se ubicaban las primeras actividades. En poco menos de una hora, ya se había congregado toda una multitud que daba buena cuenta de las abundantes exquisiteces que Molly había preparado, acompañándolas con cerveza y vino.

Cuando se redujo el flujo de llegadas, se cerraron las puertas principales. Un mozo de cuadra fue el encargado de aguardar en los escalones de entrada para acompañar a los rezagados hasta la parte trasera de la mansión, donde tendría lugar la fiesta. Juntos, Luc y ella condujeron a sus respectivas familias a los jardines para que se mezclaran con los invitados.

El sol se filtraba entre las copas de los árboles y teñía de dorado la parte superior de los setos cuando por fin descendieron los escalones de la terraza. En la agradable brisa estival flotaba el aroma de las plantas, de la comida, del jazmín y de las rosas que florecían en los jardines.

Luc la miró a los ojos antes de llevarse su mano a los labios y darle un breve beso. Se separaron para mezclarse por separado con los invitados y así intercambiar saludos con los arrendatarios y los habitantes del pueblo, la mayoría de los cuales había ido andando para unirse a la fiesta.

Luc no perdió de vista a Helena mientras charlaba. Era muy fácil distinguirla entre la multitud gracias al llamativo color de su vestido. Era una especie de faro entre los restantes tonos pastel; y, tal y como querían, se había convertido en el centro de atención de todas las miradas.

Interpretaba su papel con total abandono; nadie sospecharía al observarla que su principal objetivo era mostrar el collar en lugar de hacer un despliegue de su majestuosa persona. El hecho de que siempre hubiera dos damas junto a ella, como dos doncellas que atendieran a su ama y señora, sólo enfatizaba la imagen de arrogante dominancia que proyectaba.

Mientras se movía entre los presentes, comprobó que los demás (Martin, Lucifer y Simón), también observaban a la multitud. Cottsloe montaba guardia desde la terraza mientras que Sugden se mantenía a la sombra de los setos, muy pendiente de Patsy y Morry, y de todo lo demás.

Los perros estaban saludando a un sinfín de niños. Luc se encaminó hacia allí con la intención de preguntarle a Sugden si reconocía a una serie de hombres que a él le resultaban desconocidos. Claro que no era algo de lo que preocuparse sobremanera, ya que a todos los invitados se les había dicho que podían llevar a quienes quisieran. En verano muchas familias acogían a amigos o a otros familiares procedentes de Londres.

En su camino, vio al general Ffolliot a un lado, con la vista clavada en los violinistas. Cambió de dirección y se acercó a él. Lo saludó con un gesto cordial.

—Estoy vigilando a nuestras pequeñas. —El general señaló a Fiona y a Anne que, cogidas del brazo, observaban a los bailarines.

Luc sonrió.

—Quería darle las gracias por permitir que Fiona pasara tanto tiempo con nosotros en Londres. Su aplomo es de gran ayuda para Anne.

—Ay, sí… Tiene mucho aplomo mi Fiona. —Pasado un momento, el general carraspeó y prosiguió con cierta reserva—: De hecho, quería hablar con usted, pero el asunto con el dedal me distrajo. —Lo miró con el ceño fruncido—. ¿Ha escuchado algún rumor que implique a mi hija con algún hombre?

Luc enarcó las cejas, genuinamente sorprendido.

—No. Ninguno. —Titubeó un instante antes de preguntar—: ¿Tiene razones para creer que sea así?

—¡No, no! —El general suspiró—. Es sólo que… Bueno, no es la misma desde que ha vuelto a casa. No termino de averiguar de qué se trata…

Tras un momento, Luc le respondió.

—Si le parece bien, podría mencionarle el tema a mi esposa. Tiene una estrecha relación con mis hermanas. Y si Fiona ha dejado caer algo…

El general contempló a su hija antes de contestar con sequedad:

—Le estaré muy agradecido si me hace el favor.

Luc inclinó la cabeza y, un instante después, se separó del general para acercarse a Sugden, que sujetaba en una mano las correas de Patsy y Morry.

Los perros comenzaron a dar saltos y a gemir en cuanto lo vieron; después se sentaron con las orejas gachas y siguieron moviendo los rabos y las patas delanteras. Con una sonrisa, Luc les acarició la cabeza y rascó a Patsy detrás de las orejas, cosa que a la perra le encantaba.

—Se han convertido en una pareja de lo más popular.

—Sí. Los niños los adoran y los padres no pueden resistirse.

Luc le dio unas palmaditas a Morry.

—¿Y quién podría? —De repente, su voz cambió—. ¿Has visto algo fuera de lugar?

—Nada, pero hay algunas caras que no consigo reconocer.

Entre los dos, pusieron nombre a cuantos invitados pudieron.

—Eso nos deja con cinco desconocidos.

Con el rostro impasible, Sugden vigilaba a uno en concreto.

Luc miró a los perros.

—Y cuatro desconocidas. Y aún sigue llegando gente.

—Además, por lo que me ha dicho, no sabemos ni cuándo ni de dónde vendrá este maleante. Tal vez no entre por la puerta.

—Cierto. —Luc fijó la vista en la pequeña procesión que se dirigía hacia ellos. Amelia y Portia la lideraban, cada una de ellas con una niña de la mano y toda una tribu a la zaga—. ¿Qué es esto?

Daba la impresión de que Amelia se dirigía a las perreras; al percatarse de que las estaban observando, se acercó a ellos. Abarcó a su corte con un gesto de la mano.

—Llevo a los niños a ver a Galahad.

Luc reconoció a los niños de las casas que había junto al río.

—Ya veo.

Los mayores se detuvieron para acariciar a los perros, seguidos de los más pequeños, al igual que Portia y la niña que tenía de la mano. La chiquilla que estaba con Amelia se separó de ella para hacer lo mismo. Sugden comenzó a hablar de los sabuesos mientras él separaba a Amelia unos pasos.

Ella se volvió para mirarlo a la cara.

—Sólo los llevo para que vean a los cachorros, sobre todo a Galahad. Se lo prometí.

No se le había ocurrido que Amelia, o Portia, se separaran del grupo de invitados de los jardines, donde estarían a plena vista. Le resultaba imposible dejar de vigilar a Helena para acompañarlas a las perreras. Aun así, y si lo pensaba detenidamente, ¿qué podría sucederles allí? Le dio permiso, disimulando que lo hacía a regañadientes… o al menos pensando que conseguía disimular.

—Muy bien… Pero no os entretengáis y regresad de inmediato a los jardines.

Ella lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.

—No te preocupes. No tardaremos mucho.

Los niños ya estaban listos para proseguir, de manera que las dos pequeñas volvieron a cogerse de la mano de Amelia y de Portia y la procesión reanudó su camino a las perreras.

Luc los observó un instante antes de volverse hacia Sugden, que también tenía la vista fija en el grupo que se dirigía a sus dominios… sin nadie que los vigilara.

—Dame las correas, yo me encargaré de Patsy y Morry. Tú ve a vigilar a ese grupo. —Y para calmar su ego, añadió—: Y ya que estás, comprueba que todo esté bien en las perreras.

Sugden asintió, se desenrolló las correas del puño y se apresuró para alcanzar a los niños.

Luc se enrolló las correas en una mano antes de contemplar a sus perros preferidos.

—Soy el anfitrión, así que no puedo quedarme aquí como una estatua. De manera que vamos a mezclarnos con los invitados. Intentad mantener los hocicos en el suelo…

Con esa advertencia que sin duda caería en saco roto, reanudó su paseo por los jardines.

A Amelia no le sorprendió en absoluto que Sugden apareciera a su lado justo a tiempo para abrir las puertas de la perrera. Se volvió hacia los niños.

—Ahora tenemos que estarnos muy calladitos para no molestar a los perros. Tenemos que ir hasta el otro extremo del pasillo para ver a los perritos. ¿De acuerdo?

Todos asintieron.

—Es la primera vez que los vemos a todos juntos —dijo la niña que se había erigido en líder al tiempo que le apretaba con fuerza la mano; Sugden les indicó por señas que entraran y así pasaron, de dos en dos, por el pasillo central.

Amelia escuchó varias exclamaciones de asombro y, cuando echó la vista atrás, vio que varios de los mayores contemplaban, absortos, los perros. El mayor de todos, que cerraba la fila, se volvió a hablar con Sugden. El hombre negó con la cabeza.

—No, es mejor no acariciarlos. Si lo haces, esperarán que los saques a dar una vuelta y se quedarán muy decepcionados cuando nos vayamos sin ellos.

El muchacho aceptó la negativa con un gesto de la cabeza, pero su mirada voló de nuevo a los perros, muchos de los cuales se habían acercado a los barrotes al verlos pasar, con las orejas erguidas y las cabezas ladeadas por la curiosidad. Tras devolver la vista al frente, Amelia se preguntó a cuántos mozos daba trabajo Sugden en las perreras; tal vez pudiera aceptar a uno más…

Justo entonces llegaron hasta donde se encontraba Galahad; y a partir de ese momento ninguno de los niños tuvo ojos para nada más. Estaban cautivados; el cachorro se ganó su atención completa y su adoración, al ponerse a ladrar a su alrededor, olisquearles las manos y regalar lametones. Pasó un cuarto de hora en un abrir y cerrar de ojos; cuando notó que Sugden empezaba a inquietarse, Amelia cogió a Galahad, le hizo cosquillas en la barriga y volvió a dejarlo con su madre. Después, ordenó a su séquito que diera media vuelta y todos salieron en fila, satisfechos y encantados. En el exterior comenzaba a oscurecer.

Los niños echaron a correr por el corto sendero que llevaba a los jardines. Las dos pequeñas que Amelia y Portia habían llevado de la mano se despidieron con un par de reverencias y siguieron a los demás.

Sugden les hizo un gesto con la cabeza cuando cerró las puertas

—Voy a dar una vuelta por aquí. Sólo para asegurarme de que todo está bien.

Amelia, que captó su mirada, asintió.

—Nosotras regresamos directamente a la fiesta.

Al volverse, se percató del ceño de Portia, de manera que enlazó su brazo con el de su cuñada y la condujo por el sendero que habían tomado los niños. Estaba a punto de hacer un comentario inocuo a fin de distraer a Portia del súbito interés de Sugden por la seguridad cuando la muchacha se tensó.

Amelia alzó la vista y vio a un caballero junto al sendero, delante de ellas. Casi habían llegado a su altura, pero hasta ese momento no se había percatado de su presencia a pesar de su corpulencia. El hombre estaba tan inmóvil entre las sombras que proyectaba un enorme seto que apenas si era visible.

Portia aminoró el paso, indecisa.

Amelia echó mano de su máscara de anfitriona, esbozó la sonrisa de la señora del castillo y se detuvo.

—Buenas tardes. Soy lady Calverton. ¿Puedo ayudarlo en algo?

El hombre respondió con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes muy blancos al tiempo que ejecutaba una reverencia formal.

—No, no… Sólo me pareció escuchar perros y me pregunté…

Acento londinense, lo bastante culto, y sin embargo…

—Mi marido es criador y tiene un buen número de perros.

—Ya me he dado cuenta. —Otra sonrisa deslumbrante y otra reverencia—. Mi más sincera enhorabuena por la fiesta, lady Calverton. Ahora, si me disculpa…

Ni siquiera esperó a que ella le diera la venia antes de regresar a los jardines y perderse entre la multitud. Amelia observó su retirada.

—¿Sabes quién es?

Portia y ella reanudaron la marcha mucho más despacio.

La muchacha negó con la cabeza.

—No es de los alrededores.

Amelia no recordaba que se lo hubieran presentado. El hombre era tan alto como Luc, pero mucho más corpulento; una complexión difícil de olvidar. A juzgar por lo que había visto a la mortecina luz del atardecer, vestía lo bastante bien, pero su chaqueta no procedía de ninguno de los sastres que vestía a la alta sociedad, como tampoco sus botas… Algo de lo que estaba bastante segura.

Portia se encogió de hombros.

—Supongo que habrá venido con los Farrell o los Tibertson. Todos los veranos invitan a un montón de parientes de todas partes.

—Sin duda tienes razón.

Se internaron en la multitud, que estaba disfrutando de la fiesta. Amelia echó un vistazo al cielo, pero aún era demasiado temprano para los fuegos artificiales. En esa época del año, el atardecer duraba horas.

Llegaron hasta la zona en la que varias parejas bailaban al son de los tres violinistas. Un corro de invitados rodeaba a los bailarines, dando palmas y riendo. Aunque se había organizado con otro propósito en mente, la tarde iba camino de convertirse en un éxito social, ya que todos los presentes se lo estaban pasando en grande.

La música terminó y los bailarines se detuvieron, exhaustos. Los violinistas bajaron los arcos el tiempo imprescindible para acordar la siguiente pieza y volvieron a ponerse manos a la obra. Entre risas, algunas parejas abandonaron los grupos para descansar mientras que otras ocupaban su lugar y comenzaban a girar al son de una alegre pieza.

Unos dedos fríos se cerraron alrededor de su mano.

Levantó la vista y vio que Luc estaba a su lado.

Sus miradas se encontraron.

—Vamos a bailar.

Titubeó un instante; al otro lado, Portia se soltó de su brazo y le dio un empujoncito.

—Sí, venga. Se supone que tienes que dar ejemplo.

Cuando miró a la muchacha, se percató de que esta miraba a su hermano echando chispas por los ojos. Miró a Luc, pero él se limitó a enarcar una ceja y a apretarla contra su cuerpo al tiempo que se sumaban a la danza.

—¿A qué ha venido eso?

—Es una muestra más de la obstinación de Portia. —Tras un momento, añadió—: Ya te acostumbrarás.

La resignación de su voz le arrancó una carcajada. Luc volvió a enarcar las cejas y la hizo girar al son de la música. Había bailado las alegres piezas populares en otras ocasiones, pero jamás con él.

Cuando los violinistas por fin los liberaron de su embrujo, estaba sin aliento. Y no todo se debía al brioso baile. Luc la ayudó a recuperar el equilibrio y la sostuvo (quizá demasiado cerca; pero ¿quién les estaba prestando atención?), mientras, supuestamente, ella recuperaba el aliento y el sentido común. Sus verdaderos motivos estaban más que claros en esos ojos azul cobalto, pero fingió estar molesta y frunció el ceño.

—Se supone que no es adecuado robar el sentido a la anfitriona…

Los sensuales labios de su marido esbozaron una sonrisa mientras la soltaba y su semblante sugirió que no estaba de acuerdo. Miró primero a la multitud y después al cielo.

—Ya no falta mucho.

Ella respiró hondo y volvió a concentrarse en su plan. Pasearon por entre la multitud y, en cuanto el cielo se tornó de un azul más oscuro, subieron a la terraza. Luc le ordenó a Cottsloe que diera comienzo a los fuegos artificiales; este, a su vez, les dio la señal convenida a los jardineros, que se apresuraron a prepararlo todo.

Los invitados no necesitaron ningún aviso, ya que reconocieron los preparativos por lo que eran. Echaron un vistazo a su alrededor y se agruparon en torno a la terraza y las escaleras.

Amelia intercambió una mirada con Luc antes de apartarse de su lado para ir en busca de su tía. Cuando la condujo hasta la balaustrada, lugar desde donde disfrutarían de las mejores vistas (y desde donde los invitados la verían mejor a ella), los fuegos estaban a punto de empezar.

Ambas ocuparon sus puestos; un instante después, Luc se acercó a ellas con paso despreocupado, procedente del salón de baile. Saludó a Helena con un gesto de cabeza y sus ojos se posaron en el collar.

Frunció el ceño y titubeó un instante antes de hablar.

—Me sentiría mucho más tranquilo si me diera el collar al final de la velada, señora. Dormiré mucho mejor sabiendo que está guardado bajo llave.

Su tía restó importancia a su preocupación con un arrogante gesto de la mano.

—No tienes que preocuparte, Calverton. Tengo este collar desde hace años y jamás le ha sucedido nada.

Luc apretó los labios.

—Aun así…

Helena interrumpió la cortante réplica de Luc con voz alta y clara.

—A decir verdad, no dormiría tranquila si no lo tengo en mi habitación mientras duermo. —Se volvió hacia los jardines con otro gesto de la mano—. No te preocupes.

A Luc no le quedó más remedio que aceptar la negativa, aunque era obvio que lo hacía a regañadientes. Amelia se percató de que todas las miradas estaban clavadas en su tía… y en el collar; un buen número de invitados acercaron sus cabezas para murmurar. Ya circulaban rumores sobre la existencia de un ladrón, de manera que el intento de Luc por proteger el collar no pasó desapercibido.

Un destello de luz al final del jardín captó las miradas de los presentes antes de que el primer cohete surcara el cielo. Amelia lo observó un instante antes de mirar de soslayo a su tía, iluminada brevemente por el resplandor. Su rostro sólo reflejaba un desdén altanero, pero en ese momento sintió que la cogía de la mano y le daba un apretón victorioso.

Con una sonrisa, Amelia se concentró en los fuegos artificiales y, durante el rato que duraron, se permitió bajar la guardia.

Ninguno de los presentes, absortos como estaban en los fuegos artificiales, se percató de que el caballero con el que se encontraran Amelia y Portia cogía a una joven del codo. Nadie la vio girarse con expresión alarmada. El hombre señaló en silencio a la dama que estaba a su otro lado, ajena por completo a ellos y absorta en el maravilloso espectáculo.

El hombre le dio un tirón y ella se volvió hacia su amiga para apartarse de su brazo… La otra muchacha, embelesada por la preciosa estela que había dejado un cohete, apenas se percató. La joven se mostró indecisa por un instante hasta que, con evidente renuencia, obedeció la tácita orden del hombre y lo siguió. La multitud ocupó el espacio que había dejado vacío sin prestarle atención; el hombre tiró de ella hasta llegar al extremo de la terraza, un lugar oculto entre las sombras que proyectaba la pared.

La joven miró con ansiedad a su alrededor.

—¡No podemos hablar aquí! —exclamó con la voz tensa por el pánico y casi sin aliento.

Kirby estudió su rostro con expresión pétrea e impasible antes de inclinarse hacia ella para que pudiera escuchar la réplica.

—Tal vez no. —Sus ojos se encontraron cuando ella lo miró a la cara, asustada por la amenaza implícita en su voz. Dejó que el miedo la desequilibrara un poco más antes de continuar—. En cuanto acaben los fuegos artificiales, vamos a irnos, deprisita y sin hacer ruido, a la rosaleda. Para conservar su reputación, usted irá primero. Yo la seguiré poco después. No intente pedirle ayuda a nadie. Y rece para que nadie la detenga. —Se detuvo para estudiar la expresión de su cara y sus ojos. Le gustó lo que vio—. Nadie nos molestará en la rosaleda. Y allí podremos hablar tranquilamente.

Cuando se enderezó, la muchacha se echó a temblar, aunque siguió junto a él, tan callada como una muerta.

Hasta que el último de los cohetes estalló y la multitud dejó escapar un suspiro colectivo.

La muchacha se apartó de la multitud y aprovechó sin pérdida de tiempo el momento en el que los invitados comenzaron a dispersarse en grupo, preguntándose qué hacer a continuación. Bajó de la terraza, atravesó el gentío y se perdió en el oscuro sendero que llevaba a la rosaleda tras rodear el ala oeste de la mansión.

Cuando llegó al arco abierto en el muro de piedra tenía el rostro lívido. Le bastó un vistazo por encima del hombro para comprobar que su torturador era un hombre de palabra: lo tenía pegado a los talones. Tragó saliva y transpuso el arco a toda prisa, ansiosa por ocultarse de los ojos de los invitados.

De cualquiera que la viera y adivinara su espantoso secreto.

Se detuvo cuando Kirby se reunió con ella y dio media vuelta para enfrentarlo.

—Ya se lo dije. No puedo robar nada más. ¡No puedo! —Su voz adquirió un tono histérico.

—¡Baja la voz, estúpida!

Kirby la cogió sin miramientos del codo y la arrastró por el sendero central, lejos de la entrada. Se detuvo en el extremo más alejado del jardín. Los rosales estaban en plena floración, protegidos por los altos arbustos que rodeaban la rosaleda y sujetos gracias a las guías que los ayudaban a sostener los enormes capullos que se agitaban con la brisa.

Estaban solos, nadie los vería ni los sorprendería.

La joven volvió a tragar saliva; estaba mareada y sentía náuseas. El pánico amenazaba con dejarla sin aliento y el miedo le helaba la sangre.

Kirby la soltó y la miró con los ojos entrecerrados.

Ella empezó a retorcerse las manos.

—Ya se lo dije. —Un sollozo le quebró la voz—. No puedo robar nada más. Me dijo que un objeto más bastaría y le di el dedal. No hay nada más…

—Deja de gimotear —la interrumpió la voz del hombre como si se tratara de un látigo—. Se pueden robar muchas más cosas. Pero si quieres librarte de mí, te ofreceré un trato.

La joven se echó a temblar y después inspiró con fuerza para infundirse valor.

—¿Qué clase de trato?

—El collar, el collar que lleva la duquesa viuda. —Kirby hizo caso omiso de la mirada desesperada de la muchacha, que se encogió de hombros—. Necesito mucho más, pero me conformaré con eso. —Estudió su rostro, impertérrito ante las lágrimas que le anegaban los ojos y ajeno por completo a la negativa que ella le ofrecía—. Podría exprimirte durante años, pero estoy dispuesto a acabar con nuestra relación si me das esa fruslería. Ya has escuchado a la vieja: estará en su habitación, esperando a que vayas a por él.

—No lo haré. —La joven irguió los hombros e intentó levantar la barbilla—. Ya me ha mentido antes, no mantendrá su palabra. No ha hecho más que engañarme desde el principio. Primero me dijo que era por Edward; después, que sólo quería un objeto más… Y aquí está, pidiéndome que le dé el collar. No lo robaré… ¡No confío en usted!

Pronunció la última frase con tono beligerante. Kirby sonrió.

—Por fin enseñas los dientes. No fingiré que estás equivocada al no confiar en mí, dadas las circunstancias. Sin embargo, te estás olvidando de un detalle.

La joven intentó mantener la boca cerrada, intentó acallar la necesidad de saber lo que tenía que decirle.

—¿Qué detalle?

—Si robas el collar siguiendo mis instrucciones porque te obligué a hacerlo y me lo das, seré yo quien tenga que irse. Porque si algo sale mal y me entregas a las autoridades, seré yo quien esté metido en un lío, no tú. Nadie te prestará la menor atención. Yo seré el villano de esta obra. A ti sólo te verán como a la jovencita estúpida que eres. —Se detuvo un instante para que sus palabras calaran antes de añadir—: Ese collar es el método más efectivo que tienes para protegerte de mí.

Kirby dejó que el silencio se alargara mientras ella luchaba contra su conciencia, una conciencia que se había despertado demasiado tarde para salvarla. La historia que le había soltado no era más que una sarta de patrañas con más agujeros que un colador, aunque dudaba de que se diera cuenta o de que se percatara de uno en concreto, la mar de peligroso para sí misma.

Sabía que no era demasiado lista; de modo que, con la mente ofuscada por el pánico, sería incapaz de descubrir su salida. De descubrir el camino que la pondría a salvo.

A la postre, tal y como él había esperado, se retorció las manos con más fuerza y lo miró a la cara.

—Si consigo el collar y se lo doy, ¿me jura que se marchará? ¿Me jura que, una vez que se lo dé, jamás volveré a verlo?

Kirby sonrió y levantó la mano derecha.

—A Dios pongo por testigo de que una vez que me des el collar jamás volverás a verme.

Los fuegos artificiales fueron un éxito rotundo y el broche perfecto para la primera tanda de entretenimientos. Cuando la última estela se desvaneció en el cielo nocturno, los invitados suspiraron a la vez. Todos volvieron a la realidad poco a poco.

Mientras los vecinos de las propiedades colindantes iban agrupándose en el salón de baile para que comenzara la parte formal de la velada, Luc y Amelia se demoraron en los escalones de la terraza para despedir a sus felices y exhaustos arrendatarios, así como a los habitantes del pueblo y a otras familias de los alrededores.

Tras agradecerles profusamente la magnífica velada, los grupos se dispersaron por los jardines y enfilaron los caminos que rodeaban la mansión, rumbo al acceso principal donde algunos habían dejado sus calesas y sus carromatos; otros se marcharon a pie, tomando la dirección de los establos; y hubo quienes, con sus hijos dormidos en brazos, enfilaron el sendero que trasponía la loma donde se alzaba el templete.

Cuando el último se hubo marchado, Amelia soltó un suspiro y se volvió para que Luc la condujera al interior.

El resto de la velada transcurrió tal y como lo habían planeado. El cuarteto de cuerda que durante la tarde había entretenido a las damas de mayor edad que no estaban en condiciones de pasear por los jardines deleitaba a los invitados con valses y cotillones. La nobleza rural de la zona reía y bailaba mientras las horas pasaban.

No obstante, se encontraban en el campo, no en la ciudad. De manera que a las once, todos los invitados se reunieron con sus respectivas familias y se marcharon; a algunos les quedaba un largo camino para llegar a casa. La familia se retiró a sus habitaciones, como harían en circunstancias normales. Todos se despidieron con una sonrisa… y todos esperaron a que las cuatro hermanas de Luc y la señorita Pink se retiraran a sus dormitorios antes de quitarse las máscaras.

Pero eso fue todo lo que hicieron, ya que no podían estar seguros de que el malhechor no estuviera oculto en la casa. Aunque la mera idea era suficiente para que las mujeres se estremecieran, ni sus palabras ni sus actos delataron el plan.

Minerva y Amelia acompañaron a Helena a su habitación. Con una afectuosa despedida, Minerva se separó de ellas delante de la puerta y siguió por el pasillo del ala oeste, donde se emplazaba su habitación. Amelia acompañó a su tía y se sentó con ella un rato para comentar la velada mientras la doncella de Helena la atendía y la ayudaba a prepararse para dormir. Una vez que la despacharon, Amelia se acercó a la cama. Le dio un apretón en la mano a su tía y se inclinó para besarla en la mejilla.

—¡Ten cuidado! —le susurró.

Naturellement. —Helena le devolvió el beso con su habitual confianza—. Pero en cuanto al collar… —le susurró y señaló la mesa redonda que había en el centro de la habitación—, ponlo donde pueda verlo.

Amelia vaciló un instante, aunque bien era cierto que el collar debía quedarse a la vista (la doncella lo había guardado, como era su costumbre, en el joyero, que seguía con la llave en la cerradura). Además, si no la obedecía, Helena se levantaría para colocarlo en la mesa en cuanto ella se hubiera marchado.

Con una renuente inclinación de cabeza, fue hasta el joyero y sacó el collar. Dejó las pulseras y los pendientes a juego; si algo salía mal, al menos quedaría una parte del espléndido regalo de su abuelo Sebastian. Mientras disponía las maravillosas sartas de perlas y esmeraldas sobre la pulida superficie de la mesa, fue más consciente que nunca del valor de la joya… un valor que trascendía el ámbito monetario. Y fue más consciente que nunca del riesgo que con tanta generosidad estaba corriendo su tía.

Mientras acariciaba las brillantes perlas del collar, miró a Helena, recostada contra los almohadones en la penumbra. Quería darle las gracias, pero no era el momento oportuno. Esbozó una trémula sonrisa y asintió con la cabeza. Su tía la instó a marcharse con un gesto imperioso de la mano.

La obedeció y cerró la puerta al salir.

En otras partes de la enorme mansión, los criados habían limpiado y, bajo la atenta supervisión de Molly y Cottsloe, ya se habían retirado a sus aposentos. Cottsloe hizo la ronda como era su costumbre. La mansión estaba bien cerrada y se habían apagado las luces.

Una vez hecho eso, Cottsloe se retiró… a la cocina para montar guardia. Molly ya estaba en su puesto, en la escalera del servicio, por si acaso alguien se hubiera escondido en las estancias de los criados y quisiera entrar en la casa por ese lado.

La familia se había retirado a sus habitaciones, pero nadie se había acostado. Cuando los relojes de la casa marcaron las doce, salieron todos de sus dormitorios y atravesaron las sombras en silencio, saludándose escuetamente cuando se cruzaron, camino de sus respectivos puestos de guardia.

Escondido entre las sombras que había delante del saloncito de la primera planta, Luc meditaba acerca de la aparente ignorancia de Portia y Penélope. Al parecer, no se habían dado cuenta de que estaba pasando algo. El detalle resultaba de lo más improbable, pero no habían dado la menor muestra de sospechar algo.

Apoyó los hombros contra la puerta y se desentendió de sus hermanas pequeñas, ya que estaban en sus dormitorios en la segunda planta y no podrían bajar sin que él mismo, Molly o Amelia las vieran; y tenía plena confianza en que ninguno de ellos las dejaría pasar.

¿Sería posible que estuvieran durmiendo en ese preciso momento?

Reprimió un resoplido incrédulo y agudizó el oído, pero lo único que escuchó fueron los sonidos de la casa preparándose para su habitual descanso nocturno. Reconocía cada crujido y cada peldaño hueco de cada escalera; si se producía un ruido inusual, lo sabría al instante. La habitación de Helena estaba a su izquierda, a mitad del ala oeste. Simón estaba escondido en el otro extremo del ala, justo delante de las escaleras de servicio. Si el ladrón aparecía por ese lado, su cuñado lo dejaría pasar y lo seguiría.

Él haría lo propio en el caso de que el ladrón utilizara la escalinata para acceder al dormitorio de Helena. Amelia era la otra encargada de montar guardia en ese pasillo… Estaba a su derecha, en el ala este, al lado de las habitaciones de Emily y Anne. La de Anne era la que estaba más alejada. Aunque no creían que estuviera involucrada, si por casualidad había algún tipo de conexión, Amelia y él querían ser los primeros en enterarse.

Habían llegado a ese acuerdo sin necesidad de hablarlo, ni siquiera entre ellos (a solas o delante de otras personas)… Se habían limitado a mirarse a los ojos antes de que Amelia reclamara ese puesto para ella.

Sus pensamientos volaron hacia ella, hasta su esposa y todo lo que significaba, hasta todo lo que quería decirle tan pronto como el destino le diera una oportunidad.

Con un esfuerzo supremo, se concentró de nuevo en el problema que tenían entre manos, ya que era demasiado peligroso como para permitirse la menor distracción. Lucifer montaba guardia en la planta baja; Martin rondaba por el jardín de los setos. Sugden estaba en algún lugar cerca de las perreras. Desde una habitación del ala oeste, Amanda vigilaba el valle y los accesos desde la granja principal. Phyllida estaba en la habitación que compartía con su marido, la cual tenía una vista magnífica de la rosaleda y de los jardines que había más allá del ala este.

La noche cayó como un manto sobre la mansión.

Y durante sus largas horas, esperaron a que el ladrón apareciera.

Los relojes marcaron las dos. A las tres menos cuarto, Luc dejó un instante su puesto para recorrer los pasillos sin hacer ruido; avisó a Simón a fin de que cubriera toda el ala oeste y después fue de puesto en puesto, comprobando la situación, hasta que regresó de nuevo a su lugar. Estaban descorazonados. Nadie lo había dicho, pero todos se preguntaban si no se habrían equivocado, si el ladrón no haría acto de presencia por algún motivo.

A medida que el tiempo seguía su curso, les resultaba más difícil mantener los ojos abiertos.

Recostada contra los almohadones, Helena tenía menos problemas que el resto para mantenerse despierta. La vejez le robaba el sueño y la predisponía a descansar sin más mientras repasaba sus recuerdos.

Esa noche, recostada en la cama y con los ojos clavados en el collar, estaba recordando. Sí, recordaba los buenos ratos que siguieron al instante en el que lo recibió… el instante en el que se vio obligada a aceptarlo después de que Sebastian y el destino le hubieran ganado la mano.

Recordaba los maravillosos momentos de la vida, y del amor.

Estaba sumida en sus recuerdos cuando la puerta de su armario, situado al otro lado de la estancia, empezó a abrirse muy despacio.