—UN consejo, ma petite.
Amelia alzó la vista de los papeles que estaban desordenados sobre su escritorio. Su tía Helena le sonreía desde el vano de la puerta.
—¿Sobre qué? —le preguntó mientras organizaba las listas.
—¡Caramba, no! Mi consejo no tiene nada que ver con los preparativos —replicó su tía al tiempo que se desentendía de los papeles con un gesto de la mano—, sino con un tema mucho más importante para ti.
—¡Ah! —exclamó ella sin dejar de mirarla.
Su tía asintió con la cabeza.
—Luc. Creo que desea decirte algo, pero… hay ocasiones en las que incluso los hombres se muestran indecisos. Mi consejo es que no le vendría nada mal un empujoncito por tu parte, y tal vez así consigas mucho más de lo que esperas.
Amelia parpadeó.
—¿Un empujoncito?
—Oui. —Su tía hizo un gesto de lo más francés con la mano—. El tipo de empujoncito que debilita la resistencia irracional de un marido. —Esbozó una sonrisa deslumbrante mientras daba media vuelta. Sus ojos se tornaron risueños—. Estoy segura de que puedo dejar los detalles en tus manos.
Amelia siguió con la vista clavada en el vano de la puerta, y las listas quedaron olvidadas. Después de que su tía hubiera mencionado el asunto, se percató de que Luc llevaba unos días… revoloteando a su alrededor. Ambos habían estado tan ocupados con sus invitados y con los planes para atrapar al ladrón que habían pospuesto temporalmente su vida privada y sus asuntos más íntimos, al menos hasta que solucionaran la amenaza que se cernía sobre su familia.
Sin embargo…
Una súbita impaciencia se apoderó de ella. Recogió los papeles y cerró el escritorio, tras lo cual se encaminó hacia la primera planta.
Esa noche, Luc descubrió que Amelia no lo aguardaba en la cama como era habitual, sino de pie frente a las ventanas, contemplando el paisaje bañado por la luna. Ya había apagado las velas, se había puesto la bata de color melocotón y se había cepillado el cabello, que le caía sobre los hombros. Parecía sumida en sus pensamientos.
Ni siquiera lo había oído entrar. Aprovechó el momento para observarla y preguntarse qué estaría pensando. La había sorprendido observándolo en varias ocasiones a lo largo de la velada, como si quisiera leerle la mente. Supuso que estaba nerviosa y que la tensión la afectaba cada día más, al igual que al resto. Al día siguiente a esa hora estarían esperando al ladrón que amenazaba a los Ashford, ya fuera con premeditación o sin ella. El nerviosismo y la expectación corrían por las venas de todos.
La observó. Amelia seguía inmóvil y su figura quedaba delineada por la luz plateada que entraba por las ventanas.
La tentación se abrió paso en él… pero no, no podía ser. Esa noche no era el momento adecuado para hablar. Todavía tenían que enfrentar lo que les deparara el día siguiente, la noche siguiente. Después, una vez que todo estuviera solucionado y pudieran retomar sus vidas y sus planes de futuro…
La impaciencia se apoderó de él, pero la refrenó. Se acercó a ella.
Amelia percibió su presencia y se volvió hacia él. Esbozó una sonrisa y se acercó para que la abrazara. Le arrojó los brazos al cuello y alzó el rostro en busca del beso que él ya pensaba darle.
Mientras saboreaba sus labios, la rodeó por la cintura para pegarla a su cuerpo. Se tomó su tiempo para aceptar lo que ella le ofrecía, todo lo que ella le entregaba gustosa. Sintió el cálido roce de sus senos contra el pecho, y el de sus piernas, envueltas en la seda, que prometían un deleite sensual.
Apartó las manos de la cintura para acariciarle las nalgas antes de darles un apretón y alzarla hasta que su erección le presionó la entrepierna.
Ella musitó algo, puso fin al beso y se separó. No mucho, pero sí lo suficiente para que sus labios sólo pudieran rozarse. Una forma de atormentar sus sentidos mientras sus alientos se mezclaban y el deseo crecía. Le quitó una mano del cuello y la introdujo entre sus cuerpos. Le apartó la bata y colocó la mano sobre su pecho, ansiosa por acariciarlo. Utilizó la otra mano para separarlo un poco, aunque no para desasirse de su abrazo sino para que quedara un espacio entre sus torsos.
Comprendió que había dispuesto una ruta distinta a la que él había planeado. Sin embargo, tardó unos minutos en complacerla mientras sus manos se demoraban sobre su trasero, renuentes a soltarla. Aunque la dejó en el suelo, se negó a permitir que se apartara demasiado. De todos modos, estaba claro que tampoco ella quería alejarse y, en cuanto le fue posible, bajó las manos en busca… del nudo de la bata.
Luc sintió que le daba un tirón para desatarlo. Notó que su mano se alejaba y que volvía a pegarse a su cuerpo, por lo que volvió a abrazarla.
Con los párpados entornados, la observó sonreír y se regodeó en la emoción desinhibida que se reflejaba en su rostro mientras alzaba las manos hasta sus hombros para quitarle la bata. No lo desvistió de inmediato, sino que se detuvo para observarlo, para deleitarse en aquello que iba dejando a la vista.
No tenía intención alguna de moverse, sabía que debía dejar que ella se saliera con la suya. Cosa que nunca le había resultado fácil. Por regla general, no solía dejarle las riendas mucho rato; sin embargo, esa noche, mientras la contemplaba allí de pie a la luz de la luna, se armó de valor y contuvo el impulso de distraerla. Obligó a sus manos a quedarse quietas y a no aferrarla para estrecharla con fuerza.
Así que dejó que lo acariciara y lo besara a placer.
Se vio obligado a cerrar los ojos cuando ella lamió uno de sus pezones antes de mordisquearlo. La tensión comenzó a apoderarse de él. Esas manos pequeñas, ávidas y atrevidas, se deslizaron con ansia por su torso en dirección a su abdomen, y siguieron su inexorable camino hacia abajo… tras ellas, sus labios, ardientes y húmedos, dejaron un rastro de fuego.
Se zafó de su abrazo para prodigarle las mismas caricias más allá de la cintura y él se sintió sin fuerzas para retenerla.
Cuando por fin tomó su miembro en la mano, Luc sintió que se le secaba la boca. Enterró los dedos en su cabello, en esos tirabuzones dorados, mientras ella lo acariciaba. Comenzó a hacerlo como él mismo le había enseñado y el placer fue tan intenso que creyó estar a punto de morir. Sin embargo, no fue hasta que se arrodilló y lo tomó en la boca cuando creyó que había muerto para subir al cielo.
La sangre le rugía en los oídos mientras Amelia ponía en práctica su fantasía más erótica. Jamás se lo había permitido antes, al menos no en esa posición, arrodillada frente a él. Ni siquiera se lo había sugerido, por lo que se preguntó vagamente cómo lo habría adivinado ella.
El instinto parecía ser la conclusión más lógica, y resultó ser un arma de lo más amenazadora. Sobre todo cuando inclinó la cabeza para tomarlo casi por completo con la boca, haciendo que crispara los dedos que tenía enterrados en su cabello. Más que escuchar, sintió el suspiro que Amelia exhaló cuando se detuvo para tomar aire. Un suspiro victorioso.
Antes de que él pudiera reaccionar, Amelia retomó las caricias de sus manos y su boca, atrapándolo de nuevo en ese hechizo. Lo mantuvo cautivo, torturándolo del modo más delicioso, aunque sus caricias se tornaron mucho más atrevidas a medida que iba cogiendo confianza.
Apenas sin resuello, Luc abrió los ojos lo suficiente como para observarla. Estaba bañada por un rayo de luna y la bata se extendía a su alrededor como un reluciente estanque. Su cabello resplandecía con cada uno de sus movimientos.
Él le había enseñado cómo debía hacerlo, y demostraba ser una alumna aventajada. Cada caricia, cada roce de sus uñas, cada lametón lo tensaban un poco más, hasta que enardeció sus sentidos de forma insoportable. Y, sin embargo, no se detuvo.
Volvió a cerrar los ojos al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y contenía el aliento.
No le quedó más remedio que preguntarse qué había cambiado. Porque estaba claro que algo lo había hecho.
En el plano físico de su relación, Amelia siempre había estado dispuesta y ansiosa a entregarse; sin embargo, esa noche parecía… confiada.
Segura de sí misma.
Lo notaba en cada una de sus caricias.
Lo percibió cuando por fin, ¡por fin!, se apartó de él y alzó la cabeza. Tomó una honda bocanada de aire y la observó mientras se sentaba sobre los talones para contemplar con detenimiento el fruto de sus esfuerzos sin quitarle las manos de los muslos. La serena sonrisa que esbozó dejó bien claro que encontraba el resultado más que satisfactorio.
Gimió y extendió los brazos hacia ella, pero Amelia lo detuvo, aferrándole las muñecas. Se puso en pie con agilidad. Cuando le soltó las manos, se terminó de abrir la bata… y se acercó a él con deliberada lentitud y determinación. Se pegó a él hasta que estuvieron piel con piel y volvió a robarle el aliento. Se movió de forma sensual y utilizó todo su cuerpo para acariciarlo. El suave roce de su piel lo abrasó. Introdujo la mano entre sus cuerpos y se colocó de modo que pudiera deslizarse sobre su verga. Acto seguido, le pasó un brazo por el cuello al tiempo que alzaba una pierna y le rodeaba un muslo. Una vez que afirmó la postura, comenzó a moverse sinuosamente sobre él, como si se tratara de una hurí mientras le daba placer a su amo.
Lo acarició con las caderas, con los senos, con la parte interna de los muslos; incluso los rizos de su entrepierna se sumaron a su propósito. Utilizó todo su cuerpo para invocar una serie de instintos atávicos enterrados bajo siglos de urbanidad, unos instintos que se apoderaron de él con un rugido.
Su despertar hizo añicos todo vestigio de control y ahuyentó su faceta civilizada.
De modo que quedó expuesto y desnudo, en cuerpo y alma, frente a ella y frente a sí mismo. La sensación lo dejó aturdido, pero allí estaba Amelia para reconfortarlo, para instarlo a continuar…
Respiró hondo, inclinó la cabeza y tomó los labios que ella le ofrecía. Sus manos le apartaron por instinto los extremos de la bata y se deslizaron por su espalda hasta aferrarla por las nalgas con actitud posesiva. Tras un instante, se trasladaron a la cara posterior de sus muslos para alzarla.
Ella le arrojó los brazos al cuello y lo estrechó con fuerza mientras le rodeaba las caderas con las piernas y entrelazaba los tobillos en la base de su espalda. La penetró sin más. Amelia soltó un jadeo, puso fin al beso y contuvo el aliento mientras la acercaba y se hundía en ella hasta el fondo. Se mantuvo inmóvil, asimilando la sensación de estar rodeado por esa cálida humedad, así como el trémulo placer que siempre se adueñaba de él cuando la penetraba, y dejó que ella sintiera la vulnerabilidad del camino que había elegido; dejó que la experiencia de su entrega le calara hasta la médula de los huesos.
Sólo cuando la experiencia lo hubo satisfecho y sintió que sus sentidos y los de Amelia lo habían asimilado todo, comenzó a moverse.
O mejor, a moverla sobre él. Puesto que la posición de sus piernas no le permitía guardar el equilibrio, ella se dejó hacer, se dejó tomar. La movió lo justo para que la tensión se adueñara de ella, para que el deseo la enfebreciera. Entretanto, ella se aferró con fuerza a su cuello y le clavó los dientes en el hombro.
Sonriendo para sus adentros, volvió a hundirse en ella hasta el fondo y echó a andar. Muy despacio y de forma deliberada, la alzó y la bajó sobre su miembro siguiendo el ritmo de sus pasos. Hasta que notó que la respiración de Amelia se aceleraba y gemía mientras le clavaba los dedos en los hombros, no a causa del dolor, sino de la desesperación.
Sin pararse a pensar, Luc siguió caminando hasta la cama. Se sentó sobre los almohadones que descansaban sobre el cabecero y se dejó caer sobre ellos.
Ella intentó moverse para cambiar la posición de las piernas, pero se lo impidió.
—No. Quédate como estás.
Amelia abrió los ojos para mirarlo y parpadeó varias veces.
—Quiero verte —le confesó él, logrando que la recorriera un estremecimiento de placer.
Tras humedecerse los labios, lo miró a los ojos, pero Luc se negó a complacerla. En cambio, la alzó de nuevo y la hizo descender, hundiéndose cada vez más en ella a medida que repetía el movimiento. El roce de sus senos sobre su pecho, con los pezones endurecidos y la piel enfebrecida, era otra fuente de deleite sensorial.
Con los ojos clavados en su rostro, Luc siguió moviéndola aún cuando percibió que todo su cuerpo se tensaba, y que arqueaba la espalda. Aún cuando escuchó su grito y el éxtasis se cernió sobre ella en esa posición.
Dejó de moverla, pero siguió hundido en ella, deleitándose con los espasmos que la sacudían y que lo instaban a…
No, esa noche quería mucho más. Ella se lo había ofrecido y él lo había aceptado. Esa noche podía pedir lo que se le antojara porque ella se lo daría.
Y, a cambio, Amelia conocería todo lo que le había ocultado hasta entonces, todo lo que había enmascarado tras la única barrera que aún quedaba alzada. Porque a partir de esa noche ya no habría ninguna. Ya no habría nada que lo protegiera. Ella se había encargado de derribarla. No le había dejado otra opción que la de mostrarse ante ella tal y como era.
En ese aspecto y en todos los demás.
Comenzó a moverla de nuevo, antes de que los últimos estremecimientos del orgasmo la abandonaran. Sin embargo, no se detuvo, no le dio tregua.
Cuando el deseo volvió a correr por sus venas y sus sentidos volvieron a despertar, Amelia abrió los ojos y lo miró. En ese momento, él dejó de moverla y se percató de la plenitud de su unión. Se lamió los labios y siguió mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
—Te deseo —le confesó él.
—Lo sé —replicó con voz trémula.
Luc esbozó una sonrisa.
—Respuesta incorrecta.
Sintió que sonreía por la respuesta y abrió los ojos un poco más.
—¿Cómo me deseas?
El brillo oscuro de esos ojos azul cobalto, la rudeza controlada de sus manos y de todo su cuerpo, la pasión refrenada y la promesa de lo que estaba por llegar hicieron que la situación le resultara abrumadora. Apoyó los brazos sobre su torso y se inclinó hacia él para susurrarle sobre los labios:
—Dímelo.
Él la besó en respuesta. Le dio un beso apasionado y sensual mientras le inmovilizaba la cabeza con una mano para devorarla a su antojo. Lo sentía duro y ardiente en su interior, hundido en ella por completo. El asalto insistente, exigente y abrasador de su lengua subrayaba su afán de posesión. Subrayaba la posición de vulnerabilidad extrema en la que ella misma se había colocado.
El beso acabó tras alcanzar un tinte salvaje.
Sus miradas se encontraron a escasa distancia y se entrelazaron. Sus alientos entrecortados se fusionaron.
—Ponte de rodillas en el centro de la cama.
Amelia se esforzó por respirar. No podía pensar. La mirada de Luc vagaba por su cuerpo y jamás había visto ese brillo oscuro en sus ojos. Nunca había estado tan excitado, tan tenso, tan duro. Jamás se había dejado llevar por la pasión hasta ese extremo. No tardaría en rodearla con su cuerpo y hundirse en ella hasta lograr que la pasión también la arrastrara.
No tardaría en tomarla como se le antojara. En poseerla sin paliativos.
Le colocó una mano en la base de la espalda para sostenerla, mientras que la otra se alejaba de su nuca para apartarle un extremo de la bata, sin llegar a quitársela.
—Déjatela.
Amelia ni siquiera fue capaz de asentir con la cabeza. Apenas podía respirar cuando sacó las piernas de debajo de Luc.
Él la ayudó a alejarse y a colocarse de rodillas. No perdió tiempo pensando, se dio la vuelta y gateó hasta el centro de la cama. Una vez allí, se sentó sobre los talones y se alzó un poco para sacar la bata que había quedado atrapada bajo sus piernas. Aprovechó el momento para recobrar el aliento y, en un alarde de elegancia, arregló los pliegues de la bata. La dejó abierta por delante, si bien le cubría la espalda y los pies, y caía a su alrededor, conformando un delicado estanque de seda. Una vez contenta con los resultados, se inclinó hacia delante sin dirigirle ni una mirada a Luc y colocó los brazos delante de las rodillas.
Sintió que él se movía y cuando echó un vistazo a través del cabello que le había caído hacia delante, vio que ya no estaba recostado sobre los almohadones. Su peso hundió el colchón tras ella y le indicó que acabara de arrodillarse a su espalda. Percibió el calor que emanaba de su cuerpo, pero no la tocó de inmediato.
Le importó un comino que lo estuviera haciendo a propósito para incitarla o que simplemente se hubiera detenido para recobrar la cordura. Su cuerpo comenzó a palpitar de deseo por el mero hecho de sentirlo tan cerca, y el anhelo de que la envolviera con sus brazos le abrasó la piel.
Percibió el roce de su cuerpo a través de la bata de seda cuando Luc abrió las piernas de modo que ella quedara en medio. Extendió una mano hacia su cabeza y le alzó el pelo que le caía sobre la nuca. Con mucha delicadeza, lo envolvió en un puño y tiró de ella despacio, hasta que quedó arrodillada, pero sin estar incorporada del todo. Una vez que la soltó, sus dedos se demoraron sobre la piel de la nuca y del cuello.
Su otra mano tomó un rumbo diferente. Después de rozarle la garganta, descendió por su torso hasta llegar a la entrepierna, húmeda de deseo. Aunque la bata le cubría la espalda, por delante estaba desnuda, expuesta a sus caricias.
Su mano siguió explorando y subió de nuevo. Comenzó a torturarle los senos, pellizcándole los pezones hasta que estuvieron tan endurecidos y sensibilizados que el menor roce resultaba doloroso. Acto seguido, le colocó la mano sobe el abdomen e hizo ademán de proseguir el descenso, pero se contuvo, arrancándole un gemido. La mano que le acariciaba la nuca se crispó brevemente al tiempo que los dedos de la otra se hundían en ella mientras presionaba con la palma ese lugar que palpitaba sin cesar. La fricción hizo que se arqueara y jadeara.
—¡Por favor! —le suplicó.
Las manos de Luc la abandonaron.
La súbita retirada la aturdió. La desorientó.
—Inclínate —dijo él.
Ella lo hizo. Volvió a apoyarse sobre los codos con el corazón desbocado y el rugido de la sangre atronándole los oídos. El deseo la atormentaba.
Se había apoderado de su cuerpo.
Luc le alzó el borde de la bata hasta las caderas, dejando expuesto su trasero, que acarició con ambas manos de forma casi reverente. A medida que lo hacía, sus acciones se tornaron más posesivas y avivaron las llamas que le enardecían la sudorosa piel. El contraste del calor de la pasión con la frescura del aire que los rodeaba le provocó un escalofrío en la espalda mientras él la contemplaba como si fuera su esclava.
Deseó poder ver su rostro y se preguntó si habría escogido esa posición precisamente para que no pudiera hacerlo. Se preguntó, de ser esa la razón, qué lo había llevado a querer ocultarse.
En ese momento, los dedos de Luc se internaron en la hendidura que separaba sus nalgas y siguieron hacia abajo.
Amelia dejó de pensar. Dejó de respirar. Cerró los ojos y aguardó.
Luc acarició los humedecidos pliegues de su sexo y los separó, dejándola expuesta. La penetró brevemente con los dedos antes de retirar la mano para variar la postura. Sus muslos la inmovilizaron de súbito, al tiempo que la aferraba por las caderas y la punta de su verga la penetraba despacio.
Comenzó a hundirse en ella. La penetró poco a poco hasta llenarla por completo y saturar sus sentidos.
La invadió una oleada de alivio y soltó un suspiro entrecortado que flotó en la oscuridad de la noche. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en los antebrazos. Se preparó para lo que estaba por llegar.
Y lo que llegó fue lo que esperaba y mucho más.
La poseyó en cuerpo y alma. Le exigió una rendición completa y ella se la entregó; se rindió sin reservas. Porque así era como él la reclamaba, sin reservas. Las manos de Luc se apoderaron de cada centímetro de su cuerpo mientras se hundía en ella una y otra vez.
Sus envites eran rápidos, profundos y certeros. El placer los inundó mucho antes de llegar a la gloriosa cúspide que los aguardaba. El placer de ser un solo ser, de ser una sola alma que atravesaba ese paisaje sensual sin ninguna inhibición.
A la postre, cuando llegaron a la cúspide, resultó que los aguardaba algo más poderoso que el éxtasis, algo que trascendía las meras sensaciones físicas. Resultó que juntos alcanzaron un lugar, un plano, desconocido para ambos hasta ese momento. Un plano que les había estado vetado hasta entonces.
Cuando salió de ella y se dejó caer en el colchón con ella entre los brazos, aún seguían en ese lugar, flotando en su beatífica paz.
Un lugar donde el cuerpo no tenía acceso; al que sólo llegaban las almas unidas.
Yacieron abrazados, jadeantes y con las manos entrelazadas, intentando comprender qué les había sucedido.
Una declaración sin palabras. Tácita y absoluta. Cuando por fin se miraron a los ojos, no tuvieron necesidad de palabras para hacerse entender.
Sólo esa mirada, una caricia y un beso.
La confianza se instauró entre ellos. Fue una entrega recíproca.
Amelia se acurrucó entre sus brazos y él la estrechó con más fuerza. Cerraron los ojos a la vez y se quedaron dormidos.
El sueño de los exhaustos. Luc estaba en un tris de aceptar que se estaba haciendo viejo, ya que cuando despertó, Amelia ya se había levantado y él ni siquiera lo había notado… otra vez; sin embargo, en ese momento recordó con nitidez lo que había sucedido entre ellos la noche anterior.
Se tumbó de espaldas y cruzó los brazos bajo la cabeza con la mirada perdida en el dosel. La cama estaba completamente deshecha. Un vivido testimonio de la intensidad física de su unión.
Aunque no era sólo ese detalle lo que embellecía los recuerdos de la noche pasada.
Amelia se había entregado, se había rendido gustosa y no sólo en el plano físico o emocional, sino a un nivel mucho más complejo y profundo. Y él lo había aceptado, había tomado lo que le ofrecía. Lo había hecho a sabiendas de su magnitud. Y había correspondido en la misma medida.
Porque era ella, junto con todo lo que le ofrecía, lo único que él anhelaba en el mundo.
No le cabía la menor duda. Sin embargo, tenía dificultades para asimilar la convicción de que lo ocurrido entre ellos estaba escrito y formaba parte de una ceremonia; de que formaba parte de su matrimonio, y habría sucedido tarde o temprano. Porque esa convicción se basaba en un hecho espiritual, no en un hecho físico.
Estaba escrito desde el principio que se entregaran el uno al otro, tal y como ella se ofreció aquel amanecer en el vestíbulo de su casa de Londres, sellando su destino y la verdadera naturaleza de su relación.
Y Amelia lo sabía. Aún cuando él no hubiera dicho ni una sola palabra, ella lo había comprendido.
¿Significaba eso que su esposa había vuelto a tomar las riendas de la situación?
Escuchó unas voces. Amelia estaba hablando con su doncella. Con una mueca de cansancio, apartó las sábanas y se levantó de la cama. Tras ponerse la bata, se encaminó a su vestidor.
La impaciencia de hablar con ella, de confesarle sus sentimientos había adquirido cotas insospechadas. Sin embargo, ese iba a ser un día muy largo. No había modo de que encontrara el momento para decírselo de la forma apropiada. Al menos hasta que la situación se normalizara.
Tanto ella como él se merecían algo más que un distraído: «Por cierto, te quiero», mientras bajaban la escalera a toda prisa.
Una vez que estuvo vestido regresó al dormitorio justo cuando Amelia, preparada para enfrentar el día, llegaba desde su gabinete. Lo miró a los ojos con una sonrisa. Él esperó en el vano de la puerta a que se acercara y sostuvo su mirada hasta que se detuvo a escasa distancia. La serenidad que la embargaba, la confianza, estaba grabada en el azul de sus ojos.
La decisión que había tomado. Su compromiso. La admisión de que lo aceptaba tal y como era.
Semejante seguridad lo dejó aturdido. Tomó una entrecortada bocanada de aire.
Escuchó las voces de las camareras, que charlaban entre ellas mientras aguardaban el momento de entrar en el dormitorio para limpiar. Echó un vistazo hacia la puerta que comunicaba la estancia con los aposentos de Amelia antes de mirarla a los ojos.
—En cuanto todo haya acabado, tenemos que hablar. —Alzó una mano para acariciarle una mejilla con la yema de los dedos—. Hay un par de cosas que necesito decirte. Cosas que tenemos que discutir.
La sonrisa que ella esbozó era la esencia misma de la felicidad. Lo tomó de la mano sin apartar la mirada de sus ojos y depositó un beso en su palma.
—En ese caso, hablaremos luego.
El breve contacto lo excitó. La sonrisa de su esposa se ensanchó mientras daba la vuelta para acercarse a la puerta. Él la abrió y le hizo un gesto para que lo precediera. Cuando observó el vaivén de sus caderas bajo el vestido mañanero de color azul, se vio obligado a tomar aire y refrenar sus impulsos. Sólo podía seguirla.