POR consenso, esperaron a que Emily, Anne, Portia, Penélope y la señorita Pink se retiraran a sus habitaciones antes de sacar a colación el tema que les preocupaba.
Helena levantó la mano en cuanto la puerta se hubo cerrado tras la señorita Pink.
—Empezad por el principio, si no os importa. No tiene sentido andarse por las ramas en este asunto, no cuando estamos en familia.
Las miradas de todos los presentes se cruzaron antes de que Luc accediera. Hizo un resumen de las familias afectadas por los robos y, después, Lucifer y Amelia añadieron las piezas del rompecabezas que se habían ido encontrando.
Desde su posición delante de la chimenea, Luc concluyó:
—Por el momento no tenemos ni idea de la identidad del ladrón. Sin embargo, ya sea por pura coincidencia o por un plan establecido, sus robos apuntan a que el culpable es… —Se detuvo y su semblante se tornó pétreo—. Uno de nosotros. Un Ashford.
Helena, con la expresión más seria y reprobatoria que Amelia le había visto jamás, asintió con decisión.
—Sí. Podría decirse que es una de tus hermanas. Pero tal y como hemos comprobado hoy, es del todo imposible.
Luc la contempló detenidamente antes de preguntar.
—¿Por qué dice que es imposible?
Helena lo miró sin parpadear un instante.
—¡Caray…! Quieres que diga lo obvio. Muy bien. Es imposible que Emily o Anne hayan robado el dedal del general ya que ambas son jeunes filles ingénues… No son capaces de fingir mientras esconden algo así, no ante mí, ni ante Louise ni ante nadie de los presentes. No es creíble. Además, Amelia nos ha comentado que no sabían nada acerca de los impertinentes, los cuales creo que deben de pertenecer a lord Witherley, aunque ya me aseguraré después. A lo que iba, ni sus actos ni las impresiones de Amelia apoyan la idea de que estén relacionadas con los robos. De manera que no lo están. —Su expresión se tornó sombría—. Aunque eso quiere decir que debemos encontrar al culpable, y pronto, porque tanto Emily como Anne son… vulnerables. Sus vidas quedarán arruinadas por la sospecha y los rumores si no los silenciamos.
Luc reconoció sus palabras con una inclinación de cabeza.
—Gracias. Y estoy de acuerdo. Eso resume perfectamente la situación.
Martin, que estaba sentado en un sillón con Amanda sentada en el brazo del mismo, miró a su primo.
—¿Conocemos a alguien que quiera hacer daño a los Ashford?
Luc lo miró a los ojos. Amelia observó la comunicación muda entre los primos, pero fue Minerva quien acabó por suspirar y pronunciar sus pensamientos en voz alta.
—Edward, por supuesto. —Todos la miraron, aunque fue a Luc a quien ella miró a su vez—. Ni tú ni yo hemos llegado a comprenderlo nunca. Y dado lo que hizo antes, ¿cómo podríamos asegurar que no ha sido capaz de fraguar algo así?
Luc compuso una mueca y desvió la vista a Martin.
—De todos modos, no es Edward en persona quien lo está haciendo.
Martin asintió con la cabeza.
—Un compinche, o varios. Todos sabemos que es posible.
—Salvo —intervino Amelia— por el hecho de que Edward no dispone de mucho dinero. Al menos, no del suficiente para pagar a nadie. —Miró a Luc—. ¿O sí?
—Cuenta con su asignación mensual, pero dudo mucho que le llegue para tanto.
—Pues eso cuadraría a la perfección. —Lucifer estiró sus largas piernas y las cruzó a la altura de los tobillos—. Edward se podría limitar a decirles a estos amigos suyos dónde robar pequeños objetos, ya que le estarían haciendo un favor. Por supuesto, esta hipótesis parte de la base de que Edward tenga tales amigos y de que estos estén dispuestos a cumplir sus deseos.
Luc negó con la cabeza.
—Nunca tuvimos una relación estrecha. A decir verdad, mantuvimos las distancias a conciencia durante más de diez años. No tengo ni idea de con quién se relacionaba Edward.
—Si está detrás de todo esto, seguro que cuenta con esa circunstancia —replicó Lucifer con los labios fruncidos.
A Amelia no le importaba quién fuera el cerebro de la operación siempre y cuando esta tocara a su fin.
—Eso da igual, tenemos que descubrir al ladrón con las manos en la masa, y pronto. No podemos dejar que esto siga hasta tal punto que los rumores aumenten y comiencen a barajarse posibles culpables. La sospechosa más probable sería Anne y… —Se detuvo y recorrió con la mirada los rostros de los presentes, donde vio comprensión y consenso, así que prosiguió—: Y no podemos dejar que eso suceda.
Arthur, que estaba arrellanado en su sillón observando la escena con calma, intervino en ese momento.
—Necesitamos un plan. Uno que nos ayude a desenmascarar al ladrón.
Martin se inclinó hacia delante.
—Tenemos que actuar ahora, antes de que sospeche que andamos tras su pista.
Luc sostuvo su mirada mientras asentía con la cabeza.
—Bueno… ¿cómo se caza a un ladrón?
—Eso es muy sencillo —declaró Helena. Cuando todas las miradas se clavaron en ella, se limitó a enarcar las cejas—. Pondremos delante de sus codiciosos ojos algo a lo que no pueda resistirse.
—¿Una trampa? —Luc meditó el asunto y luego preguntó—: ¿Cuál sería el cebo?
Helena respondió con calma.
—Mi collar de perlas y esmeraldas, por supuesto.
La sugerencia desató el caos. Lucifer y Arthur dejaron bien claro que el collar de los Cynster no era una opción.
Helena los silenció con una simple mirada de sus claros ojos verdes. Una vez que la estancia volvió a quedarse en silencio, prosiguió con tranquilidad:
—El collar es mío para hacer con él lo que me plazca… Sebastian me lo regaló hace muchos años y no está ligado a la herencia familiar de ninguna manera. Ningún otro objeto que sugiráis atraerá tanto la atención del ladrón como el collar. Es cierto que forma parte de las joyas familiares; pero, como tal, creo que debería usarse para el bien de esta familia y no sólo como símbolo de riqueza. Y nos enfrentamos a una situación que lo requiere. —Recorrió con la mirada a los presentes antes de observar de nuevo a Lucifer y Arthur—. Y he tomado la decisión de que así sea.
Su voz le recordó a todo el mundo que aunque Sebastian, su marido y el padre de Diablo, hacía mucho que ya no estaba entre ellos, seguía ostentando mucho poder. Era la matriarca de los Cynster; al fin y al cabo, nadie tenía el poder de contradecirla.
Amelia se percató de que su madre y Phyllida, las mujeres en general, respaldaban a Helena aunque no lo expresaran con palabras. Había tomado una decisión, había declarado lo que debía hacerse; era el turno de los hombres para llevarlo a cabo.
Luc rompió el silencio que siguió a su declaración.
—Asumiendo que decidamos tender una trampa, ¿cómo lo hacemos?
Lucifer respondió a regañadientes:
—Tenemos que aprovechar algún evento, alguna fiesta, que le dé pie al ladrón a actuar.
—Si vamos a usar el collar o cualquier otra joya —intervino Martin con diplomacia—, tenemos que hacérselo saber al ladrón de modo que podamos atraparlo con las manos en la masa.
—Necesitamos un cebo y un cepo —dijo Arthur—. Ponemos el cebo y preparamos el cepo.
Luc los miró.
—¿Y cuál sería nuestro cepo?
Las discusiones y sugerencias se prolongaron durante más de una hora. Amelia ordenó que sirvieran más té y Luc hizo que les llevaran licores. Cómodamente sentados, discutieron posibilidades y las desecharon. Aunque fue Minerva quien hizo la sugerencia definitiva.
—Podríamos organizar algún tipo de celebración que abriera las puertas de la casa.
Amelia parpadeó.
—Hace poco que entré a formar parte de la familia… vosotros estáis de visita. —Desvió la mirada hacia Luc—. Podríamos dar una especie de fiesta para las familias de los alrededores.
—Y también para los arrendatarios y los habitantes del pueblo —añadió Phyllida—. Así podrán asistir todos.
—Si estás decidida a utilizar el collar —dijo Lucifer dejando bien claro su desacuerdo y, a la par, su resignación—, tendrá que ser una fiesta nocturna. Es imposible que te lo pongas durante el día sin que resulte demasiado obvio.
Helena asintió con la cabeza.
—Cierto.
—Una Velada Estival —dijo Amelia—. No hay razón por la que no podamos organizar algo así sin más, guiados por un impulso… sería una fiesta improvisada. No levantaría sospechas. Hace un tiempo maravilloso y, como todos estáis de visita, hemos decidido aprovechar esas dos circunstancias a fin de organizar un baile para todas las familias de la zona. Para incluir a todos, empezará por la tarde y se prolongará hasta la medianoche, abriremos los jardines para que se pueda bailar y habrá fuegos artificiales. De ese modo el ladrón no tendrá problema para ver el collar.
Todos meditaron la idea y todos dieron su aprobación.
—Muy bien —dijo Luc—. Ahora vamos a por los detalles. —Clavó una mirada ecuánime en Helena—. ¿Cómo cree que deberíamos hacerlo?
Ella le contestó con una sonrisa. Pese a los gruñidos de Lucifer y los ceños fruncidos de Simón, Luc y Martin, todos acabaron por acceder. A lo largo de la tarde, antes del baile, Helena se mezclaría con los vecinos, los arrendatarios y los habitantes del pueblo para que vieran bien el collar. Iría acompañada en todo momento por dos de las mujeres, detalle que no suscitaría comentario alguno por ser algo acostumbrado; desde una distancia prudencial, dos de los hombres se encargarían de no quitarle la vista de encima.
Después, justo antes de que comenzara el baile, Luc y Helena se reunirían en la terraza. Luc haría un comentario acerca del collar, sugiriéndole que se lo diera después del baile para guardarlo a buen recaudo. Sugerencia que Helena rechazaría sin ambages, declarando que su habitación era más que segura.
—Podemos hacer que los fuegos artificiales den comienzo a esa hora, de manera que todos se reúnan en la terraza y en las escaleras. Así, habrá muchas personas cerca para que puedan oír la conversación.
Amelia miró a Luc, que hizo un gesto de asentimiento.
—Dadas las circunstancias, dará la sensación de que me siento obligado a sugerir tal cosa, a pesar de estar rodeado por una multitud. —Miró a Helena—. Si no he entendido mal, el collar vale eso y más.
Lucifer resopló.
—Créeme. Tres largas sartas de perlas de incalculable valor engarzadas con tres esmeraldas rectangulares. Además de las pulseras y los pendientes a juego. —Fulminó a Helena con la mirada antes de componer una mueca—. Por más que me duela admitirlo, es el cebo perfecto para nuestro ladrón. Quienesquiera que sean, tienen buen ojo para los objetos de valor, y esas joyas se pueden desmontar y cambiar con tanta facilidad que será un juego de niños venderlas como collares nuevos imposibles de identificar. Las esmeraldas también se podrían montar sin problemas en un nuevo collar, a pesar de su singularidad.
La expresión de Luc se agrió.
—Sin duda alguna el tipo de joya que insistiría en guardar bajo llave.
Helena restó importancia a la advertencia con un gesto de la mano.
—No temáis. Cuando rechace tu amable sugerencia, todos sabrán que el collar pasará la noche en mi habitación.
—Pues sigue sin gustarme. —La protesta procedía de Simón, que estaba de pie junto a la chimenea con un hombro apoyado en la repisa. Miraba a Helena con el ceño fruncido—. Es demasiado peligroso. ¿Y si te hacen daño?
La sonrisa de Helena se suavizó, pero no borró su temple.
—No correré riesgo alguno. El collar estará sobre la mesa del centro de la habitación… justo donde una dama como yo, descuidada a más no poder, lo habría dejado. A ningún ladrón se le pasaría por la cabeza hacerle daño a una ancianita, ya que no represento amenaza alguna para él.
—Sólo para dejar este punto asentado —intervino Arthur, que había estado siguiendo cada una de sus palabras con atención—, ¿prometes, para calmar los miedos irracionales de este puñado de hombres, que no intentarás de ninguna de las maneras atrapar al ladrón tú sola?
Helena lo miró a los ojos y luego se echó a reír.
—Muy bien, mon ami… lo prometo. Me limitaré a observar y vosotros —dijo con un gesto de la mano que abarcó a los hombres— os encargaréis de atrapar a nuestro ladrón antes de que se vaya con mi tesoro.
—Y si no lo hacemos, será nuestra perdición para los restos… —masculló Lucifer.
El reloj marcó la medianoche. Helena se puso en pie y el resto de mujeres la imitó, ya que consideraban que el plan estaba trazado. Cuando pasó junto a Lucifer, le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Tengo plena confianza en todos vosotros, mes enfants.
Lucifer, que erguido le sacaba más de una cabeza a su tía, al igual que el resto de los hombres presentes, estaba profundamente contrariado.
A media mañana del día siguiente, todos los hombres casados habían llegado a la conclusión de que era un imposible convencer a sus esposas de que el plan de Helena era una locura.
—Vamos a tener que cubrir todos los posibles accesos a la casa. —Luc contemplaba los planos de la mansión que había extendido sobre su escritorio. Lucifer y Martin estaban a su lado, haciendo lo mismo.
Simón estaba frente a ellos, observando alternativamente sus rostros y el plano.
—¿De verdad no tenemos otra alternativa?
—No —replicó Lucifer sin levantar la vista—. Créenos: no sirve de nada que sigamos discutiendo el asunto.
Arthur se acercó al escritorio. Miró los planos y suspiró.
—Odio tener que marcharme en este momento, pero esas negociaciones son inaplazables.
Lucifer, Luc y Martin levantaron la vista para mirarlo.
—No te preocupes —replicó Luc.
—Nos las apañaremos —fueron las palabras de Lucifer.
—Sobre todo después de que le arrancaras la promesa de que no se enfrentaría ella sola al ladrón. —Martin esbozó una sonrisa—. Ya has cumplido con tu parte, puedes dejarnos el resto a nosotros.
Arthur los miró y, pasado un momento, asintió.
—Muy bien… Pero avisad a Diablo si necesitáis refuerzos.
Los tres asintieron.
Arthur sacó su reloj y miró la hora.
—Bueno, será mejor que me vaya y compruebe si Louise está preparada para partir. Llevamos quince minutos de retraso.
Los dejó para que siguieran estudiando los planos.
En el vestíbulo principal reinaba una frenética actividad. Las doncellas y los lacayos iban de un lado a otro, sorteando al grupo de mujeres reunidas en el centro.
Louise lo vio.
—Aquí estás. Te hemos estado esperando.
Arthur se limitó a sonreír.
Minerva, Emily y Anne se despidieron deseándoles un buen viaje.
Un paso más allá, las gemelas conversaban en murmullos. Arthur se detuvo para contemplar la familiar imagen antes de rodearlas por la cintura, primero a Amanda y después a Amelia. Las abrazó a la vez y les plantó un beso en la frente.
—Cuidaos.
Ellas se echaron a reír y le devolvieron el beso.
—Cuídate, papá.
—Y vuelve de visita pronto.
Reprimió un suspiro y las soltó mientras intentaba no pensar que las había dejado marchar. Se llevó la mano de Phyllida a los labios.
—Tú también, querida.
Phyllida esbozó una sonrisa serena y le besó la mejilla.
—Que tengas un buen viaje.
Arthur se volvió hacia Helena.
—En cuanto a ti…
Su cuñada enarcó las cejas con altivez, si bien sus ojos eran risueños.
—En cuanto a mí, me las apañaré a las mil maravillas, muchas gracias por tu preocupación. Pero será mejor que os pongáis en marcha o no llegaréis a Londres antes de que anochezca. —Su sonrisa se suavizó y le tendió ambas manos antes de ofrecerle la mejilla para que le diera un beso—. Cuídate.
—Eso debería decirlo yo —gruñó Arthur mientras la besaba en la mejilla y le daba un apretón en las manos antes de soltarla.
Salieron al porche acompañados de un nuevo coro de adioses. Arthur ayudó a su esposa a bajar los escalones a cuyo pie les aguardaba el carruaje, ya con el equipaje cargado.
Acto seguido, la ayudó a subir y, con un último gesto de despedida hacia las damas que los observaban, y a quienes se les habían sumado sus respectivos maridos y Simón, el único hijo varón que le quedaba con vida, subió tras ella. El lacayo cerró la portezuela y se apartó. Se escuchó el restallido del látigo y el carruaje se puso en marcha.
Tras decir adiós con la mano a través de la ventanilla, Louise se acomodó en el asiento con un suspiro. Arthur la imitó mientras ella lo miraba.
—¿Y bien? ¿Estás contento con tus yernos?
Arthur enarcó las cejas.
—Los dos son buenos hombres y es evidente que ambos son esposos… fervientes.
—¿Fervientes? —La sonrisa de Louise se ensanchó—. Sí, creo que se podría decir así.
Arthur enfrentó su mirada.
—¿Y tú? ¿Estás contenta con ellos?
—Con Martin, sí. Con Luc… no me cabe la menor duda. Jamás la tuve. Parece que se han acomodado con mucha rapidez, tal y como yo esperaba, aunque hay algo que aún no termina de encajar. Claro que estoy convencida de que, sea lo que sea, acabará por solucionarse. —Louise clavó la vista al frente—. Le he pedido a Helena que les eche un ojo… Y estoy segura de que lo hará.
Arthur estudió su perfil y después, mientras el carruaje ascendía por la larga curva en pendiente del otro lado del valle, desvió la vista hacia la mansión, bañada por la luz del sol. Se preguntó si debería mandarle a Luc una nota de advertencia. No estaba muy seguro de para quién debía ser su lealtad…
Louise lo miró, chasqueó la lengua y le dio unas palmaditas en la mano.
—Deja de preocuparte… Se las arreglarán muy bien.
Arthur resopló y se reclinó en el asiento con los ojos cerrados. Decidió que seguramente se las arreglarían… Ya fuera por obra del destino o porque Helena se asegurara de que así fuera.
Decidieron celebrar la Velada Estival el sábado siguiente. Lo que les dejaba cinco días para llevar a cabo los preparativos… Podrían lograrlo, pero por los pelos. Lo primero era redactar las invitaciones; justo después del almuerzo, las damas se sentaron para escribirlas y después pusieron en movimiento a todos los mozos de cuadra y los lacayos a fin de que las entregaran.
Una vez listo el primer paso, pasaron las tres horas siguientes en el salón, discutiendo, tomando decisiones y redactando listas. Portia y Penélope convencieron a la señorita Pink de que la parte de su educación referente a las actividades que debía desempeñar una dama se completaría espléndidamente si observaban los preparativos; sus originales sugerencias provocaron muchas carcajadas, pero algunas de ellas fueron tomadas en cuenta y quedaron reseñadas en alguna de las listas.
Redactaron una lista para los entretenimientos, otra para la comida, otra para los muebles y una cuarta para el menaje necesario (vajilla, cristalería y cubertería).
—Deberíamos establecer un esquema horario —declaró Penélope.
Al ver que su madre sonreía, Portia insistió.
—No, Penny tiene razón. Tenemos que asegurarnos de que las cosas marchan según lo previsto, ¿no?
Miró a su alrededor con expresión inocente. Las damas intercambiaron una mirada. Ni Portia ni Penélope, y tampoco sus hermanas, debían saber…
Así que Amelia decidió averiguarlo.
—¿Te refieres al momento preciso en el que deben comenzar los fuegos artificiales o el baile?
—Y la comida y todas esas otras cosas. —Portia frunció el ceño—. Creo que es indispensable fijar el orden con un horario.
Una oleada de alivio recorrió la estancia; tanto Portia como Penélope se dieron cuenta, pero cuando Phyllida y Amanda se apresuraron a aceptar su sugerencia, se olvidaron del tema y de las preguntas que no habían tenido tiempo de formular.
Cuando decidieron que por fin habían anotado todo lo que debía hacerse y sus cuatro cuñadas se marcharon para dar un paseo por los jardines, Amelia se relajó en su asiento con la vista clavada en Phyllida, que estaba sentada junto a Amanda.
—Sé que estás impaciente por regresar a Colyton. No podemos pedirte que retrases más…
Phyllida la interrumpió con un gesto de la mano.
—Alasdair y yo lo discutimos anoche. Sí que quiero regresar, pero… —Esbozó una sonrisa torcida—. Si nos vamos y las cosas no salen como deberían porque no habéis contado con toda la ayuda necesaria, jamás me lo perdonaría, y él mucho menos.
—Aun así, es una contrariedad. Ya habéis hecho tanto…
—Tonterías. Sabes que estamos disfrutando. Además, ya hemos avisado del retraso. Alasdair mandó a su lacayo a Londres con una misiva para Diablo, y este a su vez hará llegar el mensaje a mi padre y a Jonas en Devon, así que no hay de qué preocuparse. —Phyllida se inclinó hacia delante y le dio un apretón en la mano—. De hecho, nos sentimos tan… enervados por este ladrón y estamos tan decididos a atraparlo que dudo mucho de que nos marcháramos aunque no nos necesitaseis.
Helena expresó su conformidad con un gesto.
—Este ladrón, quienquiera que sea, es un ser abyecto. Me resulta imposible creer que ignore el daño que les está ocasionando a personas inocentes. Y considero un honor participar en su caída.
—¡Bien dicho! —fue la réplica de Amanda.
Pasado un momento, todas sonrieron, a las demás y también para sus adentros, mientras se ponían en pie; acompañadas del frufrú de sus faldas, subieron las escaleras para cambiarse.
Amelia se llevó las listas a la cama esa noche. Su dormitorio era el único lugar en el que podía reunirse a solas con Luc en absoluta intimidad.
Y el tema que iba a tratar merecía eso y más.
Esperó hasta que él estuvo acostado a su lado, totalmente desnudo. Había pensado en preguntarle por las camisas de dormir, pero recordó el viejo dicho sobre tirar piedras al tejado de uno mismo… Además, al contemplar la imagen de Luc desnudo, acostado a su lado para más señas, decidió que no había razón alguna para privarse de semejante placer. Sin embargo, cuando él estiró el brazo y le quitó las listas de sus inertes manos, se dio cuenta de que tenía la boca seca y de que su mente había estado divagando.
Se aclaró la garganta, se concentró en las listas (en manos de Luc) y se aprestó a retomar el control de sus pensamientos.
—He intentado reducir los gastos en la medida de lo posible, pero creo que eso es lo mínimo que necesitamos.
Luc la miró antes de abandonar las listas sobre su abdomen, por encima de la colcha.
—Dispón cuanto te guste. Lo que te apetezca.
Extendió los brazos para acercarla a su cuerpo y atrapó sus labios. La besó con pasión y lentitud, hasta que Amelia no tuvo la menor duda sobre lo que le apetecía a él.
Cuando puso fin al beso para apartar la colcha que se interponía entre sus cuerpos, ella cogió las listas y respiró hondo.
—Sí, pero…
Él la besó de nuevo.
Un instante después, Amelia alzó las preciadas listas y tanteó hasta dar con el borde de la cama; una vez allí, las dejó caer al suelo. Un lugar mucho más seguro que la cama. Si las dejaban olvidadas entre las sábanas, a saber cómo estarían por la mañana…
Cogió la cara de Luc entre las manos y lo besó mientras dejaba que el deseo y la pasión la consumieran hasta alcanzar su mismo nivel.
Él la acariciaba por todas partes, su cuerpo se movía a su alrededor amoldándose a ella de la cabeza a los pies. A la postre, la puso de rodillas y él se situó detrás. Con las manos en sus pechos, se hundió en ella hasta el fondo.
Amelia arqueó la espalda y dejó escapar un suave grito.
Se vieron arrastrados por el poder y la pasión, por el anhelo que sentían y por la maravillosa sensación de que aquello, así como el éxtasis que les reportaba, era totalmente suyo.
Más tarde, mientras yacían el uno en brazos del otro bajo la colcha una vez más, ella se movió para besarlo en el pecho.
—Gracias. —Sonrió al percatarse de la ambigüedad de la palabra, pero no le pareció necesario clarificar su significado. Se acomodó entre sus brazos, encantada por el hecho de que la encerraran de forma instintiva y suspiró, satisfecha—. Intentaré reducir los gastos al mínimo.
La tensión se apoderó de él ante la mención del dinero; una sensación incómoda que entendía perfectamente.
—Amelia, tengo que…
—No hay necesidad de que vivamos con estrecheces. —Volvió a besarle el pecho.
—Lo sé. Pero tampoco tenemos que tirar la casa por la ventana. Me las apañaré. —El sueño la estaba venciendo, de manera que le dio unas palmaditas en el pecho antes de dejar la mano donde más le gustaba: sobre su corazón—. No te preocupes.
Su murmullo fue casi inaudible; Luc reprimió un juramento. Por un instante estuvo tentado de despertarla y obligarla a escuchar la verdad…
Sentía su suave aliento en el pecho mientras la mano que yacía sobre su corazón se relajaba.
Inspiró hondo y dejó escapar el aire, sintiendo cómo la tensión lo abandonaba. La calidez de Amelia traspasó su piel y lo envolvió.
Se relajó y se dispuso a decidir dónde, cuándo y de qué modo confesaría… y se quedó dormido.
Debería habérselo dicho. Si no la noche anterior, sin duda esa mañana. Y si no toda la verdad, al menos el hecho de que no tenía que escatimar en gastos y la razón.
En cambio…
Estaba junto a la ventana de su despacho, con la vista perdida en los jardines mientras rememoraba los sucesos de esa mañana, desde que se despertara y descubriera que Amelia no estaba en la cama.
El pánico se había apoderado de él, ya que Amelia jamás se despertaba antes, pero entonces la escuchó trajinando en su vestidor. Regresó al dormitorio poco después, ya vestida y dispuesta a comenzar el día. Lo saludó con jovialidad mientras rodeaba la cama para coger las listas.
Le contó con un alegre parloteo todo lo que tenía que hacer; ni a su rostro ni a sus increíbles ojos azules asomó el menor rastro de preocupación o desánimo. No cabía duda de que estaba encantada de la vida, encantada con su vida, a pesar de la supuesta estrechez económica. Ni siquiera le había dejado tiempo para hacer el menor comentario; y él no había encontrado el valor (no había conseguido hacer de tripas corazón) para interrumpir su chispeante vivacidad e imponerle una confesión que, en ese momento, no le parecía tan importante.
—Estas cuentas.
Se volvió. Sentado a su escritorio, Martin le daba unos golpecitos al informe que estaba estudiando.
—¿Son exactas?
—En la medida de lo posible. Hice que las repasaran tres agentes independientes. —Titubeó un instante antes de añadir—: Suelo contar con la mitad de lo que aseguran las previsiones.
Martin arqueó las cejas mientras calculaba y después dejó escapar un silbido antes de regresar al informe. Frente a él y sentado al otro lado del escritorio, Lucifer también repasaba los detalles de las posibles inversiones que Luc había estado considerando; estaba absorto, con los dedos de una mano enterrados en el pelo, y ni siquiera alzó la cabeza.
Luc volvió de nuevo a contemplar los jardines. Y vio que Penélope aparecía desde las perreras con un cachorro inquieto (Galahad, sin duda) en los brazos. Una vez en los jardines, dejó al cachorro en el suelo; el perro hizo honor a su nombre y de inmediato se puso a olisquear por los alrededores, siguiendo algún rastro con el hocico pegado al suelo.
Penélope se sentó en la hierba y lo observó del mismo modo que solía observarlo todo, con una inquebrantable concentración. Tras ella llegaron Portia y Simón, acompañados de los sabuesos más jóvenes (demasiado pequeños para entrenar aún con los otros).
Portia vigilaba a los sabuesos. Simón, con las manos en los bolsillos, parecía vigilarlas a ellas.
Cosa que resultaba un poco extraña. Simón tenía diecinueve años, casi veinte, y ya tenía cierta pátina social. Emily y Anne estaban más próximas a él en edad; sin embargo, esos últimos días, el joven siempre parecía estar revoloteando allí donde estaban sus hermanas pequeñas cada vez que abandonaban el aula… Comprendió la explicación prácticamente al mismo tiempo que cuestionaba el asunto.
Dado que sospechaban que alguien de los alrededores tenía intenciones aviesas para con su familia, sobre todo en contra de sus hermanas, y dado que Portia y Penélope pasaban mucho tiempo al aire libre casi sin supervisión, se sintió más que agradecido de la presencia constante de su cuñado.
Mientras contemplaba al trío en los jardines, le resultó evidente que Portia no compartía su opinión; incluso desde la distancia, se percató de la altivez con la que alzó la barbilla y dijo algo… algo lo bastante mordaz como para que Simón frunciera el ceño.
Penélope no les hizo caso mientras seguían lanzándose pullas por encima de ella. Tras tomar nota de que debía advertirle a su cuñado que discutir con sus hermanas pequeñas era una actividad de la que era mejor abstenerse, Luc se apartó de la ventana para regresar a su sillón y a los informes que le quedaban por revisar.
Como si fueran uno solo, Martin, Lucifer y él se habían refugiado en su despacho; al otro lado de esas puertas, reinaba el pandemonio… y sus esposas. Así que era mejor, aunque ninguno se vio en la necesidad de decirlo en voz alta, desaparecer de la vista.
A petición de Diablo, Lucifer le había pedido que lo pusiera al corriente de su estrategia de inversión. Eso había despertado el interés de Martin, quien había pedido participar. En esos momentos, los dos revisaban los informes en los que se había basado para realizar sus tres últimas inversiones, todas muy arriesgadas y potencialmente muy productivas… y que estaban reportándole unos pingües beneficios.
Sonrió sin apartar la vista de las cabezas agachadas de Martin y Lucifer, y se acomodó en el sillón antes de concentrarse de lleno en la que sería su próxima inversión.
De forma totalmente inesperada, de hecho ni siquiera sabía cómo había llegado a ocurrir, Luc se encontró paseando esa tarde con Helena del brazo. Cuando ella lo dirigió hasta los jardines, con esa actitud imperiosa que la caracterizaba, se le dispararon las alarmas, pero la obedeció. Atravesaron el primer patio mientras el sol descendía por el horizonte y teñía de dorado la parte superior de los altos setos; de allí siguieron hasta el segundo, donde se encontraba el estanque de aguas tranquilas.
Helena señaló el banco de hierro forjado emplazado frente al estanque. La condujo hasta allí y esperó a que se sentara antes de hacer lo mismo cuando ella lo invitó. Clavó la vista en el estanque y esperó, impasible, a que dijera lo que tenía pensado decirle.
Para su sorpresa, Helena se echó a reír, genuinamente regocijada.
Cuando giró la cabeza, descubrió que ella lo estaba mirando.
—Puedes bajar tus defensas, no voy a atacarte.
Su sonrisa era contagiosa, aunque… sabía que no debía confiarse.
Helena suspiró y meneó la cabeza antes de clavar la mirada en el estanque.
—Sigues negándolo.
Se preguntó por un instante si le serviría de algo fingir que no sabía a lo que se refería, pero dudaba de que fuera así. Se reclinó contra el respaldo del banco, estiró sus largas piernas y las cruzó a la altura de los tobillos. Imitando a Helena, se dispuso a contemplar el brillo plateado de los peces que nadaban en las oscuras aguas.
—Soy muy feliz… Los dos lo somos.
—No hace falta que lo digas. Sin embargo… no eres, al menos en mi opinión, tan feliz como podrías serlo, como lo serías, si te enfrentaras a la verdad.
Luc dejó que el silencio se prolongara, aceptando la verdad de sus palabras.
—Con el tiempo, estoy seguro de que llegaremos a eso.
Helena emitió un sonido que no solía asociarse con las duquesas viudas.
—«Llegar a eso»… ¿Qué se supone que significa? Voy a decirte una cosa: el tiempo no te ayudará. El tiempo sólo te denegará días llenos de felicidad que podrías haber disfrutado.
La miró a los ojos y vio algo en sus profundidades verdes que resultaba aplastante e irresistible a un tiempo.
Helena sonrió y se encogió de hombros antes de concentrarse de nuevo en el estanque.
—Nos sucede a todos… Y todos debemos enfrentarnos a ello. Para algunos es más fácil que para otros, pero a todos nos llega la hora en la que tenemos que comprender y aceptar la verdad. A todos nos llega la hora en la que tenemos que tomar una decisión.
No se le había ocurrido… Empezó a fruncir el ceño.
Ella lo miró una vez más y su sonrisa se ensanchó.
—De eso nada, no hay escapatoria posible. Es la verdad. Sólo queda aceptarla y cosechar los frutos o, en caso contrario, luchar toda la vida contra un enemigo invencible.
El comentario le arrancó una carcajada, aunque un tanto amarga. Bien sabía él a lo que Helena se refería.
Ella no dijo nada más y él, tampoco. Siguieron sentados mientras las sombras se alargaban, mientras meditaban sobre el mismo tema. A la postre, ella se puso en pie y él la imitó. Le ofreció el brazo y regresaron a la mansión.
El viernes por la mañana, Luc contemplaba desde la ventana de su despacho cómo Amelia y Amanda jugaban con Galahad en el jardín y se preguntó por un instante qué secretos estarían intercambiando. Y por un instante rememoró la conversación con Helena, pero un deber mucho más urgente lo reclamó.
Volvió al escritorio con el pisapapeles que acababa de coger del alféizar de la ventana y aseguró una de las esquinas del plano de la casa y los jardines.
—Ya están colocando las mesas en esa parte. —Martin señaló con un lápiz la zona oeste de los jardines—. Y parece ser que habrá un violinista y un tamborilero por aquí, lo bastante lejos de la casa como para que no se solapen con la música del cuarteto del salón de baile.
Lucifer miró a Luc.
—¿Estas personas son desconocidas para tu personal? Ya sabes, los músicos y los criados adicionales para ayudar en las cocinas y demás.
Él negó con la cabeza.
—Lo he comprobado con Molly y Cottsloe. Todos son lugareños y ninguno ha estado fuera este último año.
—Bien. —Lucifer estudió la distribución de la casa y los jardines que la rodeaban—. Si tuvieras que colarte de noche, ¿por dónde lo harías?
—Si supiera que hay perros, por aquí. —Señaló la zona nordeste de la propiedad, al otro lado de la rosaleda—. Es un bosque bastante denso. Es lo que queda del antiguo feudo y no se ha talado nunca. Se puede pasar por ahí, pero los árboles son bastante viejos e incluso a plena luz del día los senderos son demasiado sombríos.
Martin asintió.
—Cierto. Pero si no estás al tanto de la presencia de los perros, este sería el mejor acceso. —Trazó un sendero desde la linde oriental de los jardines, hasta la zona de los setos, pasando por el camino que llevaba a la granja principal—. O, en cambio, si vienes de las lomas, la opción más sensata sería colarse en los establos de noche.
—Sí, tendría suficiente cobertura —convino Luc—. Pero os aseguro que los perros darían la alarma si alguien se acercara por ese camino.
Lucifer compuso una mueca.
—Esperemos que sea lo bastante listo como para saber que hay perros.
Con las manos en los bolsillos, Luc clavó la vista en los planos y fue sometido al escrutinio de su primo. Sus miradas se encontraron.
—Será mejor que ponga a Sugden sobre aviso. Si alguien se acerca por ese camino y los perros lo escuchan, puede soltarlos. Perseguirán a cualquier intruso hasta encontrarlo y lo retendrán hasta que lleguemos.
Lucifer sonrió.
—Estupenda idea.
—Y hablando de estupendas ideas —intervino Martin—. Que Patsy y Morry entretengan a los niños durante la velada. Saben comportarse. Sugden podría llevarlos de las correas y enseñárselos a la gente. A nadie le extrañaría, dado que son campeones. Y eso serviría para poner sobre aviso a nuestro ladrón de la existencia de las perreras. —Martin se enderezó antes de mirarlos a la cara—. Aunque perseguir a este villano sería muy satisfactorio, sería mejor si pudiéramos pillarlo con las manos en la masa.
Luc asintió y también Lucifer.
Los tres se concentraron en los planos.
—Muy bien. —Luc señaló un dormitorio en el primer piso—. Este es el dormitorio de Helena. ¿Cómo vamos a protegerla?
Pasaron gran parte de la mañana discutiendo todas las posibilidades; sin embargo, tuvieron que esperar a conocer los planes de sus esposas y, lo más importante, el horario y el emplazamiento de las distintas actividades programadas.
Una vez que tuvieron todos los detalles, trazaron sus propios planes. Durante la velada y el posterior baile, los tres, junto con Simón, Sugden y Cottsloe, montarían guardia alrededor de Helena. Más tarde, una vez que los invitados se hubieran marchado, Amelia, Amanda y Phyllida vigilarían desde distintos emplazamientos en el interior de la casa mientras que Martin, Sugden y Lucifer harían rondas en el exterior; Luc y Simón, que estaban más familiarizados con la mansión y la distribución de las habitaciones, harían lo propio por los largos pasillos.
En cuanto terminaron de rematar los preparativos, se separaron. Luc fue a las perreras para hablar con Sugden y echar un rápido vistazo a los perros.
Cuando volvió a la casa, titubeó un instante antes de dirigirse a la sala de música. Se detuvo en el pasillo, justo al otro lado de la puerta… Escuchó la voz de Amelia procedente de la salita. Y la de Phyllida. Y la de Amanda. Con una mueca, siguió caminando.
Subió la escalinata y se detuvo un instante en el rellano de la primera planta; apretó los dientes y continuó hasta el piso superior.
Portia, Penélope y la señorita Pink estaban en la planta baja, ya que habían descartado los libros a favor de las demostraciones prácticas. El ala central de la segunda planta estaba vacía. Luc se encaminó hacia la habitación infantil y abrió la puerta.
Todavía no se apreciaba ningún cambio, aunque tampoco lo había esperado. Amelia no había tenido tiempo de poner en marcha sus planes. Pero lo haría. Y pronto.
Se acercó a la ventana y contempló el valle mientras meditaba ese punto, lo que significaría y cómo se sentía al respecto.
Un hijo… Era lo menos que le debía el destino por haberlo dejado solo al cargo del cuidado de sus cuatro hermanas. Frunció los labios. La verdad era que no le importaba. Lo único que quería era ver a Amelia dándole el pecho a un hijo suyo.
Su conversación con Helena le había dado otra cosa sobre la que pensar, ya que jamás se le había ocurrido que Amelia también debiera tomar una decisión.
Aunque ya lo había hecho, estaba convencido de eso. Se había comprometido con él, le había jurado fidelidad y llevaba a un hijo suyo en su vientre. Era suya. De alguna forma bastante primitiva, esa verdad lo llevaba acompañando ya algún tiempo, pero por fin la creía.
Su mente racional por fin caminaba a la par de esa parte primitiva de su naturaleza.
La satisfacción y la felicidad se apoderaron de él, si bien estaban teñidas de una creciente frustración. Justo cuando estaba a punto de confesárselo todo, el destino conspiraba para que tuviera que retrasar su declaración.
Amelia no descansaba ni un instante a causa de los preparativos. Cuando se reunía con ella en la cama por las noches estaba agotada; cuando se despertaba por las mañanas, ella ya estaba inmersa en el torbellino de actividad.
Dado lo mucho que habían llegado a significar tanto ella como la relación que los unía, y lo crucial que la declaración era, rapiñar unos minutos para confesárselo mientras los criados y los familiares revoloteaban a su alrededor era, para él, impensable.
Cuando por fin le confesara su total rendición, quería estar cuanto menos seguro de que Amelia le prestaba atención… y de que se acordaría después.
La impaciencia lo devoraba por dentro y la frustración lo consumía. Contempló el valle con la mandíbula apretada.
Una vez que capturaran al ladrón, insistiría en que ella le prestara toda su atención.
Y entonces le diría la verdad.
Dos palabras de nada.
«Te quiero».