—¿POR qué en el museo? —preguntó Amelia tras ponerse a su lado.
Luc extendió el brazo y la cogió del codo para así obligarla a que lo mirara.
—Para que podamos mantener una conversación razonablemente privada en público y que cualquiera que nos vea piense que nos encontramos por casualidad y de forma inocente. A nadie se le ocurriría jamás que se llevan a cabo citas clandestinas en un museo. Me encuentro en este lugar, a todas luces obligado, para acompañar a mis hermanas y a la señorita Ffolliot… ¡No! ¡No las saludes! Van a dar una vuelta y después se reunirán conmigo.
Amelia echó un vistazo a las tres muchachas que había en el otro extremo de la estancia y que contemplaban con los ojos desorbitados una vitrina.
—¿Qué importa que nos vean?
—Nada. Pero en cuanto te vean, querrán unirse a nosotros, y eso sería de lo más contraproducente. —La instó a cruzar la arcada que conducía a la sala de los objetos egipcios.
Al mirarlo a la cara, Amelia se percató de que su expresión, como de costumbre, no revelaba nada. Llevaba el cabello negro, tan oscuro como el azabache, peinado a la perfección; no había el menor rastro de disipación que estropeara la belleza de su perfil clásico. Era imposible imaginar siquiera que hacía menos de diez horas se había desplomado, borracho, a sus pies.
¿Cómo formular la pregunta? ¿Tal vez «por qué nos vemos a escondidas»?
Clavó la mirada al frente e hizo acopio de fuerzas.
—¿De qué querías hablar?
Luc le dirigió una mirada dura e inquisitiva antes de hacer que se detuviera en un lateral de la sala, junto a una vitrina con vasijas de barro.
—Me parece que, dado nuestro encuentro de anoche, el asunto es de lo más evidente.
Había cambiado de opinión… Al despertar esa mañana, se había dado cuenta de lo que había dicho e iba a retractarse. Con las manos entrelazadas y los dedos apretados, Amelia levantó el mentón y lo fulminó con la mirada.
—No tiene caso que me digas que estabas tan borracho que no sabías lo que hacías. Sé muy bien lo que dijiste, y tú también. Accediste… y pienso hacer que cumplas tu palabra.
Él parpadeó y frunció el ceño. Un ceño que se tornó peligroso al instante.
—No tengo intención alguna de declarar que estaba tan borracho que no sabía lo que hacía.
—Ah…
Esa voz cortante disipó cualquier duda que pudiera albergar sobre si hablaba o no en serio.
—No es de eso de lo que tenemos que hablar. —Su ceño no se había borrado.
Se esforzó por ocultar la inmensa sensación de alivio que la embargaba tras una máscara de mero interés.
—¿De qué, entonces?
Luc miró a su alrededor antes de cogerla del brazo e instarla a continuar su lento paseo. Dada su altura, tenía que bajar la cabeza para hablarle, hecho que le daba un toque intimista a la conversación a pesar de que estaban en público.
—Hemos accedido a casarnos, así que tenemos que dar los siguientes pasos. Decidir el cómo y el cuándo.
A Amelia se le iluminó el rostro; Luc no iba a retractarse de su acuerdo. Todo lo contrario. La sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho la distraía en extremo.
—Creo que deberíamos casarnos en unos cuantos días. Puedes conseguir una licencia especial, ¿verdad?
Él volvió a fruncir el ceño.
—¿Y qué me dices del vestido de novia? ¿Qué pasa con tu familia? Unos cuantos días… ¿no te parece un poco precipitado?
Amelia se detuvo y lo miró a los ojos con expresión desafiante.
—No me importa el vestido y puedo convencer a mis padres. Siempre he querido casarme en junio y eso quiere decir que tenemos que casarnos en las próximas cuatro semanas.
Luc entrecerró los ojos. Amelia sabía por la expresión de sus ojos azul cobalto que estaba meditando sobre algún punto; pero, como era habitual, fue incapaz de averiguar de qué se trataba.
—Cuatro semanas bastarán… Cuatro días, no. Piensa en esto: ¿qué dirá la gente cuando averigüe que, de pronto, nos ha entrado tanta prisa por casarnos? Semejante comportamiento suscitará dudas acerca del motivo; y sólo hay dos razones factibles, ninguna de las cuales hará que tu familia acepte mejor el enlace… y que tampoco me beneficiarían a mí, ya puestos.
Amelia meditó sus palabras… y las aceptó a regañadientes.
—La gente creerá que es por el dinero; y después de todos tus esfuerzos para ocultar el estado financiero de tu familia, es lo último que te gustaría. —Suspiró y levantó la vista—. Tienes razón. Muy bien… que sean cuatro semanas. —Aún estarían en junio.
Luc apretó los dientes y tiró de su brazo para continuar el paseo.
—Tampoco quiero que piensen en la otra opción.
Amelia enarcó las cejas.
—Que tú y yo… —Se ruborizó ligeramente.
—Sin tener en cuenta eso, no se lo creería nadie. —Continuó andando cuando ella intentó detenerse para encararlo—. Finge que estamos admirando la exposición.
Amelia desvió la vista hacia las vitrinas que se alineaban en las paredes.
—Pero nos conocemos desde hace años… —Su voz sonó un poco tensa.
—Y no hemos demostrado la menor inclinación por desarrollar una relación más allá de la amistad entre las familias… Tenemos que sentar las bases de nuestra relación; y si estás decidida a que sea en cuatro semanas, pues en cuatro semanas lo haremos. —Amelia levantó la vista y él se apresuró a continuar antes de que pudiera interrumpirlo—. Este es mi plan.
Luc había esperado contar con al menos dos meses para llevarlo a cabo, pero en cuatro semanas… Bueno, era capaz de seducir a cualquier mujer en cuatro semanas.
—Tenemos que conseguir que la alta sociedad acepte nuestro matrimonio… y no hay motivo alguno para que no lo haga. Por lo que a todos respecta, somos la pareja perfecta. Lo único que tenemos que hacer es que se den cuenta de ese hecho poco a poco, antes de anunciar la boda.
Ella asintió.
—Para no levantar sospechas.
—Exacto. Tal y como yo lo veo, la forma más fácil y creíble de hacerlo es empezar a buscar pareja… No tendré que buscar mucho antes de fijarme en ti. Tú eras la dama de honor y yo el padrino en la boda de Martin y Amanda. Acompañas muchas veces a Emily y Anne. Dado que nos conocemos desde hace tanto tiempo, no hay motivo por el que no puedas llamar mi atención de buenas a primeras.
Por la expresión de Amelia, dedujo que estaba siguiendo su razonamiento y viendo el cuadro desde su misma perspectiva.
—Después —continuó—, procederemos con las fases de rigor del cortejo, aunque como tú insistes en casarte en junio, tendrá que ser un cortejo relámpago.
Unas arruguitas estropearon el ceño de Amelia.
—¿Quieres decir que tenemos que fingir que nos sentimos… atraídos de la forma habitual?
No habría fingimientos que valieran, no si él se salía con la suya, porque tenía la intención de que su cortejo (su seducción) fuera real.
—Haremos lo que se estila: encontrarnos en bailes y veladas, salir juntos y todo eso. Como la temporada está llegando a su fin y Emily y Anne necesitan compañía, no nos faltarán ocasiones para hacerlo.
—Bueno… eso está muy bien; pero ¿de verdad tenemos que esperar cuatro semanas? —Habían llegado al otro extremo de la habitación, de modo que se detuvo para mirarlo a la cara—. Todos saben que llevo bastante tiempo buscando marido.
—Desde luego… algo que nos vendrá muy bien. —La tomó del brazo y reanudaron la lenta procesión, como si estuvieran examinando las vitrinas—. Podemos fijarnos el uno en el otro y seguir a partir de esa premisa. Has perfeccionado el flirteo a lo largo de los años… sólo déjate llevar y sígueme el juego.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados y la barbilla en alto.
—Sigo sin entender por qué necesitamos cuatro semanas para eso. Me bastaría una sola para fingirme enamorada.
Luc se mordió la lengua para no replicar con mordacidad y le devolvió la mirada hosca.
—Cuatro semanas. Tú me hiciste la proposición y yo la acepté, pero a partir de ahora seré yo quien imponga las reglas de este juego.
Amelia se detuvo en seco.
—¿Por qué?
Él buscó su mirada belicosa y la sostuvo.
—Porque así es como va a ser —respondió con voz calmada cuando ella se limitó a mirarlo con cara de pocos amigos, sin amilanarse.
No pensaba ceder en ese punto, y tampoco le disgustaba el hecho de que hubiera salido a colación tan pronto. Con cualquier otra mujer, ni siquiera habría necesitado sacarlo a relucir, pero Amelia era una Cynster… De modo que era mucho más sensato establecer las pautas desde el principio, dejar claro quién llevaba las riendas. Y ese era el momento apropiado; ella no podía discutir, al menos no podía hacerlo sin poner en peligro lo que había conseguido: que él accediera a casarse con ella.
De repente, con un gesto altanero de cabeza, apartó la vista.
—Muy bien. Lo haremos a tu manera. Serán cuatro semanas. —Reemprendió la marcha sin esperar a que él le ofreciera el brazo—. Pero ni un solo día más.
Pronunció la última frase mientras se alejaba; Luc no la siguió enseguida, sino que aprovechó el respiro para aplastar el impulso que ella había despertado sin proponérselo. Aún no podía presionarla, al menos durante una semana. Pero en cuanto la tuviera bien atada…
Amelia se detuvo y comenzó a estudiar una vitrina llena de dagas; Luc la observó sin perder detalle de cómo la luz le arrancaba destellos a sus tirabuzones.
El engaño no era la mejor base para un matrimonio, pero ni había mentido ni lo haría; sólo había omitido un detalle crucial. Una vez que fuera suya y que él estuviera seguro de que podía confiar en ella, le diría la verdad… Una vez que su corazón estuviera comprometido, a Amelia no le importaría por qué se casaban, sólo el hecho de que lo hacían.
Nada de eso, por supuesto, requería un cortejo público. Tanto si la seducía en ese momento como si lo hacía después de casarse, no marcaba diferencia alguna para su plan. No obstante y a pesar de que no le importaba demasiado que Amelia pensara que él se casaba por su dinero (dado que la idea había partido de ella), se oponía terminantemente a que la alta sociedad fuera de la misma opinión. Semejante idea no sólo sería una mentira, sino que además mancillaría la reputación de Amelia al dejarles creer que se casaba con ella por motivos puramente económicos, sin que existiera afecto. Sobre todo porque la boda se produciría poco tiempo después del matrimonio por amor entre Martin y Amanda.
A sus ojos, Amelia se merecía mucho más.
Con un gesto altanero de la cabeza que le agitó los tirabuzones, Amelia, prosiguió su paseo. Luc echó a andar tras ella y la alcanzó casi sin esfuerzo gracias a sus largas zancadas.
Amelia se merecía que la cortejaran, por más tenaz, desconfiada, impaciente y altanera que fuese. Además, eso le daría la oportunidad que necesitaba para atarla a él con algo más que un pragmatismo tan prosaico. Con algo que hiciera que cualquier motivo que tuviese para casarse con ella fuera irrelevante.
Al negarse a dicha razón, esperaba que permaneciera en estado latente, abstracto… menos exigente. El hecho de que esa compulsión apareciera en ese momento en concreto, de que estuviera tan centrada en ella, así como el hecho de haberse dado cuenta de golpe de que Amelia era la única mujer a la que quería por esposa, incrementaba su inquietud. Pese al anhelo que tanto ella como esa razón le provocaban, Amelia no había mostrado el menor indicio de que sentía algo por él.
Aún.
Cuando llegó a su lado, le cogió la mano. Sus miradas se encontraron cuando ella lo encaró.
—Tengo que reunirme con Emily y Anne dentro de poco… Será mejor que no nos vean juntos.
Ella enarcó una ceja.
—¿Que no nos vean conspirando?
—Exacto. —Le sostuvo la mirada antes de hacer una reverencia—. Te veré en el baile de los Mountford esta noche.
Amelia titubeó unos instantes antes de asentir.
—Hasta esta noche.
Luc le dio un ligero apretón en los dedos antes de soltarlos. Amelia se dio la vuelta para contemplar la vitrina que tenía detrás.
En un abrir y cerrar de ojos, Luc ya no estaba.
Había una persona que debía conocer la verdad. Una vez de regreso en casa, Luc miró el reloj de pared antes de entrar en su despacho para estudiar varios asuntos financieros que reclamaban su atención. Cuando el reloj marcó las cuatro, dejó a un lado los papeles y subió las escaleras en dirección al vestidor de su madre.
Debería estar descansando, pero siempre se levantaba a las cuatro en punto. Al llegar al pasillo de la planta superior, vio a Molly, que estaba en el vestíbulo de la planta baja y se dirigía hacia las escaleras con una bandeja a rebosar en las manos. Luc se detuvo delante de la puerta de su madre, llamó con los nudillos y entró tras escuchar que le daba la venia.
Había estado recostada en el diván, pero en esos momentos estaba sentada y se afanaba por mullir los cojines que tenía a la espalda.
Seguía siendo una mujer bella; a pesar de que había perdido el llamativo aspecto que le otorgaban el pelo negro, la tez pálida y esos ojos de un azul tan oscuro como los suyos, su sonrisa y su mirada seguían teniendo una cualidad indefinible que conmovía a los hombres y los instaba a servirla. Una cualidad de la que era muy consciente, pero que, hasta donde sabía, no había utilizado desde la muerte de su padre. Luc jamás había entendido el matrimonio de sus padres, ya que su madre era inteligente y sagaz, y aun así se había mantenido fiel a un holgazán despilfarrador, no sólo en vida, sino también después de su fallecimiento.
Arqueó las cejas al verlo. Luc sonrió y se hizo a un lado para sujetarle la puerta a Molly, que lo saludó con la cabeza y pasó por su lado para dejar la bandeja en una mesita auxiliar emplazada junto al diván.
—Da la casualidad de que he traído dos tazas y también pastelitos de sobra. ¿Le apetece tomar otra cosa, milord?
Luc contempló el pequeño festín que Molly se afanaba por colocar.
—No, gracias, Molly. Con esto será más que suficiente.
Su madre se sumó a su agradecimiento con una sonrisa.
—Por supuesto que lo será, gracias, Molly. ¿Cómo van los preparativos de la cena que hemos discutido?
—Según lo dispuesto, señora. —El ama de llaves les dedicó una sonrisa deslumbrante a ambos—. Todo va viento en popa y no hay ni una sola cosa por la que preocuparse.
Con ese comentario jovial, hizo una reverencia y salió a toda prisa de la estancia, cerrando la puerta tras de sí.
La sonrisa de su madre se ensanchó. Le tendió la mano y cerró los dedos alrededor de los suyos cuando él se la cogió.
—Lleva dando brincos todo el día como si volviera a tener dieciocho años. —Su madre lo miró a la cara antes de proseguir—: Has conseguido que levantemos cabeza, hijo mío… ¿Te he dicho alguna vez lo orgullosa que me siento de ti?
Con la mirada perdida en los amables ojos de su madre, que lucían con un brillo sospechoso, Luc contuvo el impulso infantil de retorcer los pies y clavar la vista en el suelo. Esbozó una sonrisa indolente y le dio un apretón en la mano antes de desechar sus palabras con un gesto.
—Nadie se siente más aliviado que yo.
Se sentó en el sillón que había enfrente del diván.
La ladina mirada de su madre le recorrió el rostro antes de que sus manos volaran a la tetera.
—He invitado a Robert a cenar… una idea excelente. La cena se servirá a las seis… Algo temprano para nosotros, pero ya sabes cómo es.
Luc cogió la taza que su madre le ofrecía.
—¿Y Emily y Anne?
—Les he dicho que han estado demasiado ajetreadas últimamente. Como no tenemos que asistir a ninguna cena formal esta noche, sugerí que durmieran una siesta hasta las siete y que después cenaran en sus habitaciones antes de vestirse para el baile de los Mountford.
Luc torció los labios. Su madre era una manipuladora maquiavélica, igual que él.
—Y ahora… —comenzó al tiempo que se reclinaba en el diván con la taza en las manos, de la que bebió un sorbo antes de atravesarlo con la mirada—. ¿Qué te preocupa?
Luc esbozó otra vez esa sonrisa indolente.
—Dudo mucho que lo consideres un «problema». He decidido casarme.
Su madre parpadeó con asombro y después abrió los ojos de par en par.
—Corrígeme si me equivoco, pero… ¿no es una decisión un poco precipitada?
—Sí… y no. —Dejó la taza en la mesita mientras se preguntaba qué conseguiría contándoselo. Su madre era muy sagaz, sobre todo en lo referente a sus hijos. El único a quien no había sabido entender era a su hermano Edward, que había sido desterrado hacía poco por crímenes que aún les costaba entender.
Dejó de pensar en Edward para concentrarse en su madre.
—La decisión puede parecer precipitada porque hasta ayer, como bien sabes, no estaba en situación de pensar en el matrimonio. Pero no lo es tanto porque hace tiempo que tengo las miras puestas en cierta dama.
Su madre no vaciló.
—Amelia Cynster.
Le costó mucho no dejar entrever su sorpresa. ¿Había sido tan transparente sin pretenderlo? Se desentendió de esa idea. Agachó la cabeza.
—Así es. Hemos decidido…
—Un momento. —Su madre abrió los ojos aún más—. ¿Ya ha aceptado?
Luc intentó reconducir la conversación.
—Me encontré con ella anoche. —Dejó fuera el lugar, ya que su madre supondría que se encontraron en algún baile—. Volvimos a encontrarnos esta tarde y lo hablamos en más profundidad. Sólo es un comienzo, claro, pero… —Por más que se devanaba los sesos, no se le ocurría forma alguna de evitar confesárselo todo. Suspiró—. La verdad es que fue ella quien lo sugirió.
—¡Cielo santo! —Su madre enarcó las cejas para enfatizar su espanto.
—Sabía de nuestras circunstancias. A través de pequeños detalles, llegó a darse cuenta de que estábamos en apuros financieros. Desea casarse, realizar un matrimonio relativamente apropiado (creo que se encuentra más sola que nunca tras la boda de Amanda), pero no siente deseos de casarse con ninguno de los partidos que hacen cola para cortejarla.
—¿Así que se ha acordado de ti?
Luc se encogió de hombros.
—Nos conocemos de toda la vida. Al darse cuenta de nuestros problemas económicos, sugirió que nuestra boda mataría dos pájaros de un tiro. Ella se convertiría en mi vizcondesa y obtendría el estatus de una dama casada al tiempo que la economía de nuestra familia se repondría.
—Pero ¿tú qué opinas?
Luc buscó los ojos azules de su madre.
—Yo me siento inclinado a estar de acuerdo —respondió tras unos instantes.
Su madre no insistió más; se limitó a estudiar su rostro antes de asentir con la cabeza y darle un sorbo al té. Pasado largo rato, volvió a mirarlo a la cara.
—¿Estaría en lo cierto al suponer que no le has dicho que ahora somos increíblemente ricos?
Luc negó con la cabeza.
—Sólo serviría para abochornarla… ya sabes cómo es. Tal y como están las cosas… —Logró reprimir otro encogimiento de hombros llevándose de nuevo la taza a los labios. Rezó para que su madre no hurgara más en sus motivos.
No lo hizo, al menos no con palabras, pero sí dejó que el silencio se alargara mientras que su mirada, ladina y sagaz, se clavaba en él… Luc la sintió como una losa. Tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a removerse en el asiento.
A la postre, su madre dejó la taza sobre su platillo.
—Veamos si lo he comprendido bien. Mientras que algunos hombres fingen estar enamorados o, al menos, sentir una pasión arrebatadora para esconder el hecho de que se casan por dinero, tú, en cambio, tienes la intención de fingir que te casas por dinero para esconder…
—Sólo es una situación temporal. —La miró a los ojos con los dientes apretados—. Se lo diré con el tiempo, pero prefiero escoger el momento oportuno. Por supuesto, este pequeño malentendido quedará entre nosotros; para la alta sociedad y el resto de interesados, nos casamos por los motivos habituales.
Su madre lo miró a los ojos; pasó largo rato antes de que inclinara la cabeza.
—Muy bien. —Su voz tenía un deje compasivo. Jugueteó con la taza de té con una expresión afable—. Me comprometo a no decir nada que enturbie tu revelación si es eso lo que deseas.
Ese era el compromiso que había ido a buscar al dormitorio de su madre. Y ambos lo sabían.
Luc asintió y se terminó el té. Su madre se recostó en el diván y comenzó a charlar de asuntos sin importancia. Hasta que llegó un momento en el que Luc se puso en pie para marcharse.
—No te olvides.
Luc escuchó su murmullo cuando llegó a la puerta. Echó un vistazo por encima del hombro con la mano sobre el picaporte.
Su madre cambió rápidamente de expresión pero, por un momento, le pareció que lo miraba con el ceño fruncido. De todos modos, sonrió al instante.
—La cena es a las seis.
Luc asintió. Al ver que no añadía nada más, se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó.
Esa misma noche, entraron en el salón de baile de los Mountford y se sumaron a la cola de personas que esperaban para saludar a los anfitriones. Luc, al lado de su madre, no dejaba de mirar a su alrededor.
El salón de baile estaba abarrotado como dictaban los cánones, pero no veía por ninguna parte una mata de tirabuzones dorados.
Detrás de él, Emily y Anne intercambiaban confidencias susurradas con la mejor amiga de Anne, Fiona Ffolliot. Fiona era la hija de un vecino de Rutlandshire y la propiedad de su padre colindaba con la propiedad principal de Luc. Fiona había acudido a Londres para asistir a la temporada social con su padre viudo y se alojaban en casa de la hermana del general Ffolliot en Chelsea. A pesar de que era una familia acomodada, carecían de buenas relaciones en la alta sociedad; esa era la razón de que su madre se hubiera ofrecido a que Fiona se quedara con Emily y Anne y así pudiera ver más de la ciudad… y que más personas la vieran a ella.
Luc había estado de acuerdo. La jovial sencillez de Fiona hacía que Anne, asustadiza y tímida, tuviera más confianza a la par que liberaba en cierta medida a Emily, que era un año y medio mayor y que así podía apartarse del lado de su hermana. Daba la sensación de que Emily recibiría una proposición de matrimonio de lord Kirkpatrick al final de la temporada social. Ambos eran bastante jóvenes, pero sería un buen matrimonio y las dos familias veían el enlace con buenos ojos.
La fila de invitados comenzó a avanzar. Su madre se inclinó hacia él y bajó la voz para que nadie pudiera escucharla.
—Creo que la cena de esta noche ha sido todo un éxito. Una manera espléndida de dejar el pasado atrás.
Luc enarcó una ceja.
—¿El primer paso para enterrarlo por completo?
Su madre sonrió y desvió la vista.
—Precisamente.
Tras una pausa muy breve, Luc replicó.
—Seguiré en contacto con Robert. No pienso dar por zanjado mi interés en estas cuestiones.
Su madre lo miró con ojos desorbitados antes de sonreír y darle unos golpecitos en el brazo.
—Cariño, si tus intereses se encaminan en esa dirección y no en la contraria, no seré yo quien se queje, créeme.
La nota risueña de su voz y la luz que brillaba en sus diáfanos ojos, así como el vivaz ánimo que se había apoderado de ella en menos de un día, hacían que todo su esfuerzo hubiera valido la pena. Mientras la acompañaba a saludar a los Mountford, escuchó el frufrú de los vestidos de sus hermanas y pensó que, pese a los años de problemas (pese a los esfuerzos de su padre y de los de Edward por evitarlo), era un hombre afortunado.
Un hombre que estaba a punto de incrementar su suerte. Ese pensamiento reapareció cuando, tras dejar a su madre en un diván junto a lady Horatia Cynster, la tía de Amelia, atisbó por fin a la que sería su esposa. Giraba al son de una contradanza, ajena todavía a su presencia. Sus tirabuzones se agitaban mientras le sonreía a Geoffrey Melrose, su pareja de baile. A Luc no le gustó la escena ni un pelo.
Fiona y sus hermanas también estaban en la pista de baile. Luc clavó la vista en Amelia, a la espera…
Ella miró a su alrededor, lo vio… y perdió pie. Se apresuró a apartar la vista al tiempo que recuperaba el ritmo de la música; y se cuidó de no volver a mirar en su dirección. Sin embargo, al final del baile, se abrió paso hasta sus hermanas. Dado que a lo largo de toda esa temporada social tanto Amanda como ella se habían preocupado por facilitar la entrada en sociedad de las dos muchachas (un acto desinteresado por el que se sentía más agradecido de lo que jamás llegaría a expresarle a ninguna de las gemelas), nadie encontró nada raro en que se uniera en ese momento a su círculo.
Ni un solo chismoso levantó siquiera una ceja cuando él cruzó el salón de baile para hacer lo mismo.
Componían un grupo alegre digno de contemplar; las tres muchachas más jóvenes, todas de pelo castaño y todas algo más bajas que Amelia, lucían vestidos de color celeste y rosa pálido, como pétalos de flores rodeados por las chaquetas oscuras de los caballeros. En el centro, Amelia relucía con su vestido de seda dorado. El color ponía de relieve la perfección de su piel de alabastro, hacía que su pelo brillara como el oro e intensificaba el increíble azul de sus ojos.
Las parejas de sus hermanas y de Fiona se habían quedado con ellas para charlar y otros tres caballeretes se habían acercado con la esperanza de convertirse en las próximas parejas de las muchachas. Para irritación de Luc, Melrose había seguido a Amelia y Hardcastle se había sumado al grupo y miraba con lujuria su esbelto cuerpo. Ocultó la mueca feroz que le salió de forma instintiva tras una sonrisa indolente, le hizo una reverencia a Amelia y saludó a los dos caballeros con un gesto de cabeza al tiempo que se las ingeniaba para acabar junto a Amelia.
Ella se dio cuenta, pero no lo manifestó más que con una miradita. Después de echar un vistazo a sus hermanas, a Fiona y a los pretendientes de las tres, Luc dejó que, por una vez, se las apañaran solas y centró toda su atención en Amelia.
Para eliminar cualquier problema en potencia.
—Tengo entendido —murmuró Luc a la primera oportunidad— que Toby Mick va a enfrentarse a El Despedazador en Derby.
Amelia lo miró de hito en hito; Melrose compuso una expresión desconcertada. Había una regla tácita por la que los caballeros jamás discutían temas tan violentos como los combates de boxeo en presencia de las damas.
Hardcastle, en cambio, se echó a temblar de puro entusiasmo. Le dirigió una mirada comprensiva a Amelia.
—No le importa, ¿verdad, querida? —Sin esperar a su contestación, se lanzó de cabeza al tema—. Es cierto… Me enteré por el mismísimo Gilroy. Dicen que va a ser a tres asaltos, pero…
Melrose no sabía qué hacer. Luc se limitó a escuchar con aparente interés mientras fingía no percatarse de la mirada asesina de Amelia.
—Y también se rumorea que ahora que se ha doblado la apuesta, Catwright se está pensando participar en el combate.
La mención de ese contrincante fue demasiado para Melrose.
—¡Cielo santo! Pero ¿de verdad hay posibilidades de que eso suceda? Vamos, Catwright no es que necesite participar… Hace apenas dos semanas del combate en Kent. ¿Por qué arriesgarse…?
—¡No, no! Verá, es el desafío.
—Sí, pero…
Luc se volvió hacia Amelia. Y le sonrió.
—¿Te apetece dar un paseo?
—Desde luego. —Le tendió la mano.
Luc se la colocó en gesto posesivo sobre el brazo. Los dos caballeros apenas si interrumpieron su discusión para darse por aludidos.
—Eres perverso —le dijo Amelia en cuanto se alejaron—. Alguna de las anfitrionas los escuchará y esos dos estarán metidos en un buen lío.
Él se limitó a enarcar una ceja.
—¿Acaso los he obligado a hacerlo?
—¡Pamplinas!
Amelia clavó la vista al frente e intentó controlar las mariposas que le revoleteaban en el estómago. No podían ser nervios… así que no tenía ni idea de qué las causaba.
En ese momento, Luc se acercó más a ella para sortear a un trío de caballeros. El repentino escalofrío que le recorrió el costado, allí donde él la había rozado, le hizo abrir los ojos de par en par.
¡Pues claro! Jamás había estado tan cerca de él, salvo por el momento en el que Luc había estado non compos mentís. En ese momento, estaba bien despierto y más cerca de lo que dictaban las buenas maneras; podía sentir ese cuerpo duro, fuerte y masculino… como una intensa presencia vital a su lado.
Un instante después, pasada su distracción, se dio cuenta de que la emoción que le provocaba su proximidad no era pánico, ni tampoco miedo, sino algo mucho más embriagador. Y decididamente mucho más placentero.
Desvió la mirada hacia su rostro. Cuando Luc se percató de que lo miraba, bajó la vista. Clavó los ojos en los suyos para estudiarla.
Se quedó sin respiración.
Los acordes iniciales del primer vals de la noche se abrieron paso entre las conversaciones. Luc levantó la vista y ella volvió a respirar con normalidad.
Aunque se quedó sin aliento de nuevo cuando volvió a mirarla. Apresó los dedos de su mano y se la apartó del brazo antes de inclinarse en una elegante reverencia sin dejar de mirarla a los ojos.
—Creo que este es mi baile…
En ese preciso instante, se habría sentido mil veces más a salvo si bailara con un lobo, pero se obligó a sonreír, tras lo que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y permitió que la llevara a la pista de baile. ¿Cómo lo había llamado Amanda? ¿Una pantera negra?
Y letal de necesidad.
Se vio obligada a coincidir con la opinión de su hermana cuando Luc la estrechó entre sus brazos y la guio entre la vorágine de bailarines.
Le costaba respirar y tenía la piel en llamas. La cabeza le daba vueltas y tenía todos los sentidos alerta. Por la expectación, por el anhelo. No estaba segura de cuál era la causa, pero eso sólo servía para acrecentar su acaloramiento.
Era ridículo… Ya habían bailado el vals en un buen número de ocasiones, pero jamás había sido como en esa en particular. Jamás había sentido sus ojos, su atención, fijos en ella. Luc ni siquiera parecía escuchar la música, o, para ser exactos, la música formaba parte de un mundo sensorial en el que se incluían la forma en la que sus cuerpos se mecían y giraban al unísono, la forma en que se rozaban mientras él la guiaba sin esfuerzo alguno por la pista de baile.
Jamás había sido tan consciente de sus alrededores; jamás había bailado el vals de esa manera, ni con él ni con nadie. Sumida en la música, en el momento, en…
Algo había cambiado. Algo fundamental: él no era el mismo hombre con el que bailara anteriormente. Incluso sus facciones parecían más duras, más definidas, más austeras… Su cuerpo parecía más poderoso; y la máscara social tras la que se ocultaba, más transparente. Y había algo en sus ojos mientras la traspasaban con la mirada… algo que era incapaz de definir, pero que sus instintos reconocieron, haciéndola temblar.
Luc sintió su temblor y entrecerró los párpados para ocultar sus ojos azules tras esas largas pestañas. Esbozó una sonrisa socarrona al tiempo que movía la mano sobre la base de su espalda para calmarla.
Ella se tensó.
—¿Qué estás tramando? —pronunció las palabras sin pensarlo y con un deje tan suspicaz como la expresión de sus ojos.
Luc abrió los ojos de par en par y resistió el impulso de echarse a reír… de preguntar qué diantres creía ella que estaba tramando. Pero, en ese momento, las implicaciones de su pregunta se hicieron evidentes y ya no sintió deseos de reír… sino que tuvo que esforzarse por ocultar la posesiva satisfacción que lo recorría, por evitar que sus labios se curvaran en una sonrisa satisfecha. Pese a todos sus esfuerzos, algo debió de notársele, así que se aprestó a calmar la tormenta que se fraguaba en los ojos de Amelia.
—No te preocupes, sé lo que hago. Ya te lo dije esta tarde: limítate a seguirme el juego.
Volvió a cambiar la posición de su mano, estrechándola más contra su cuerpo a medida que giraban al son de la música.
—No voy a morderte, pero no puedes pretender que cambie mis hábitos de la noche a la mañana.
O cambiarlos en absoluto, pero eso no lo dijo. Pasado un momento, la expresión seria desapareció de sus ojos y sintió que Amelia se relajaba entre sus brazos… De hecho, sintió que adoptaba una postura mucho más relajada que momentos antes.
—Ah, comprendo…
Luc lo dudaba mucho. A decir verdad, ni siquiera él mismo lo comprendía, así que le llevó unos instantes averiguar a lo que ella se refería, hasta que por fin vio la luz: Amelia pensaba que él había tomado su reacción como el efecto provocado por su… halo de misterio. Como el resultado natural de la aplicación de sus aclamados talentos de seductor.
Por un lado, estaba en lo cierto; pero por otro, eso no explicaba del todo la reacción de Amelia… ni la suya. Ni la reacción que ella le provocaba, ya puestos.
La experiencia, y él tenía a espuertas, le decía que Amelia era extraordinariamente sensible e increíblemente receptiva. El hecho de que se hubiera sorprendido tanto indicaba que esas respuestas se habían limitado, al menos hasta el momento, a su persona.
De ahí la oleada de apreciación que le había despertado. Amelia era un premio sensual, pura, latente… y era suya, toda suya. Así pues, no era de extrañar que se regodeara.
Sabía, lo había sabido desde hacía años, que la respuesta que esa muchacha le provocaba era mucho más intensa y poderosa, totalmente distinta, a la que le había producido cualquier otra mujer. Durante todos esos años, concentrado como había estado en reprimir sus propias reacciones, jamás había intentado averiguar qué sentía Amelia. ¿Por qué? Pues porque jamás se le había pasado por la cabeza la idea de cortejarla. Hasta ese momento.
Tuvo que luchar contra el impulso de estrecharla contra su cuerpo y seguir con su plan de atarla a él a través del placer; sin embargo, la experiencia adquirida a lo largo de los años le advirtió que acelerar las cosas sólo conseguiría que ella adivinara su plan… y se resistiera. Se mostraría mucho más recelosa que hacía unos instantes.
No obstante, si se tomaba las cosas con calma, si la seducía paso a paso con total deliberación, Amelia, que pensaba que sus reacciones eran habituales y absolutamente normales… En fin, cuando se percatara de cuánto lo deseaba, se habría vuelto una adicta incapaz de liberarse, demasiado hechizada como para poner objeciones al motivo por el que se casaban, incluso cuando él le confesara que no necesitaba su dote.
La música acabó y el baile llegó a su fin. Tenía toda su atención y sus cinco sentidos clavados en ella. En su silueta, en la inherente promesa de su esbelto cuerpo, en su piel, en sus ojos, en sus labios… en la cadencia de su respiración.
Era suya, toda suya.
Tuvo que obligarse a soltarla, tuvo que ocultar sus verdaderas intenciones tras el oscuro velo de sus pestañas. Tuvo que esbozar una sonrisa indolente mientras se colocaba la mano de la muchacha sobre el brazo y se volvía para enfrentar al resto de invitados.
—Será mejor que paseemos un rato.
Amelia parecía algo aturdida.
—No hay nadie con quien quiera hablar.
—Aun así. —Cuando ella lo miró, él aclaró—: No podemos convertirnos en inseparables de la noche a la mañana, tras un vals de nada.
Ella compuso una mueca, pero asintió con la cabeza.
—Muy bien… Tú primero.
Y así fue, muy en contra de sus deseos, sobre todo al saber que también iba en contra de los de ella. Sin embargo, un plan era un plan y el suyo tenía lógica. Encontraron a un grupo de amigos comunes y conversaron con ellos con la facilidad acostumbrada. Ambos se sentían muy cómodos en ese mundo y ninguno necesitaba la ayuda del otro.
Se llevó toda una sorpresa cuando se dio cuenta de que había dejado de participar en la conversación y estaba encantado escuchando a Amelia, escuchando sus risas y sus réplicas ingeniosas. Tenía una lengua casi tan viperina como la suya y una mente igual de ágil; se quedó estupefacto por la cantidad de veces que Amelia puso voz a lo que él estaba pensando.
Se percató de que más de una persona los miraba y sonrió para sus adentros. Su presencia relajada, aunque atenta, al lado de la muchacha no estaba pasando desapercibida. Puesto que reanudó su paseo por el salón de baile en el momento más oportuno, consiguió que Amelia se quedara a su lado durante la siguiente pieza. Observaron a las parejas mientras paseaban junto a la pista.
Por desgracia, no podía, aún, retenerla a su lado durante toda la velada. Lord Endicott apareció a su lado y, con una pomposidad de lo más irritante, reclamó el segundo vals.
Se vio obligado a ver cómo Amelia sonreía y se reía con Endicott todo el tiempo que duró la pieza. La tontorrona no regresó a su lado una vez que el baile llegó a su fin, de modo que tuvo que ir a buscarla. Cuando Reggie Carmarthen apareció de pronto entre la multitud, estuvo a punto de abalanzarse sobre él. Reggie no se sorprendió en lo más mínimo cuando vio que lo empujaba para que bailara con Amelia, ya que todos se conocían desde siempre.
Y, por tanto, cuando reapareció al final de la pieza en busca de Amelia, Reggie se quedó anonadado.
Amelia le sonrió y le dio unos golpecitos en el brazo.
—No te preocupes.
Reggie la miró largo rato antes de desviar la mirada hacia él. A la postre, Reggie consiguió replicar.
—Lo que tú digas…
Por más impaciente que estuviera, Luc se tomó su tiempo. No espantó a Reggie, una pareja segura, a pesar de que este no dejaba de mirarlo de soslayo, como si esperara que le enseñara los dientes en cualquier momento. Ellos tres, junto con algunas otras personas, pasaron al salón para un tentempié y ocuparon una de las enormes mesas entre bromas bienintencionadas. Se sentó junto a Amelia, pero salvo eso, se cuidó mucho de hacer cualquier gesto que pudiera interpretarse como posesivo.
Regresaron al salón de baile justo cuando la orquesta comenzaba a tocar los primeros acordes del siguiente vals. Sonrió y le solicitó el baile con indolente encanto.
Amelia le devolvió la sonrisa y le tendió la mano… en el preciso momento en el que lord Endicott, que se acercaba a ellos como una exhalación, los alcanzó.
—Lo siento —se disculpó Amelia con una sonrisa—. Lord Calverton me lo ha pedido antes.
Lord Endicott aceptó la derrota con dignidad e hizo una reverencia.
—Tal vez la siguiente pieza…
La sonrisa de Amelia se ensanchó.
—Tal vez.
Luc le apretó los dedos y ella desvió la mirada de su otro pretendiente y lo miró a los ojos, donde atisbó una frialdad, algo que le cortó la respiración… justo antes de que él apartara y se despidiera de Endicott para conducirla a la pista de baile.
No tuvo otra oportunidad de mirarlo a la cara hasta que comenzaron a girar por la estancia. Sus ojos, de un azul cobalto, siempre habían sido casi impenetrables; pero en esos momentos, medio ocultos por sus largas y abundantes pestañas, era del todo imposible interpretar su expresión. Sin embargo, sus facciones estaban crispadas en un gesto inflexible que nada tenía que ver con su habitual indiferencia…
—¿Qué es lo que pasa? Y no me digas que nada, porque sé que pasa algo.
Al escuchar sus propias palabras, se dio cuenta de que eran más ciertas que nunca; porque en esos momentos sabía que la tensión que invadía su esbelto cuerpo no era normal.
—Nos ayudaría muchísimo que te abstuvieras de animar a otros caballeros.
Ella parpadeó.
—¿Endicott? No estaba…
—Podrías empezar por no sonreírles.
Le estudió el rostro, estudió la expresión severa y la frialdad de sus ojos… Hablaba en serio. Su tono sarcástico le indicaba que estaba en uno de sus arranques de furia. Reprimió una sonrisa.
—Luc, pero ¿te has dado cuenta de lo que dices?
La miró un instante antes de fruncir el ceño.
—Preferiría no hacerlo.
Él la acercó más a su cuerpo (casi demasiado cerca para los dictados del decoro) mientras giraban al compás de la música. Y no aflojó su abrazo ni un momento.
El hecho de que la estrechara con tanta fuerza y la hiciera girar sin esfuerzo alguno era una distracción de lo más placentera, y aun así…
—Muy bien, ¿cómo quieres que me comporte? Creí que debía fingir que no me enamoraba de ti la primera semana. ¿Vamos a cambiar el libreto?
Él tardó un instante en contestar… entre dientes.
—No. Limítate a… no mostrarte tan efusiva. Sonríe con aire distraído, como si no les estuvieras prestando atención de verdad.
Cuando por fin se sintió segura de poder reprimir la sonrisa, lo miró a la cara y asintió.
—Muy bien. Lo intentaré. ¿Debo entender entonces que tengo que prestarte atención a ti? —murmuró cuando la música llegó a su fin.
Notó que los ojos de Luc se habían oscurecido y que apretaba la mandíbula. No le respondió. Se limitó a cogerla de la mano y a sacarla de la pista de baile.
Desconcertada, dejó que la arrastrara a pasos agigantados hasta las puertas que daban a la terraza. Estaban abiertas. La luz de la luna iluminaba las baldosas del suelo.
—¿Adónde vamos?
—A seguir con nuestro libreto.