Capítulo 19

NO se lo dijeron con palabras, pero al día siguiente ya tenían muy claro que se enfrentarían juntos a la nueva amenaza que pesaba sobre los Ashford y la superarían, fuera cual fuese el resultado.

Tanto Emily como Anne habían asistido a las fiestas, las veladas y las reuniones durante las que habían desaparecido objetos. Era imposible creer que Emily, absorta como estaba en su romance con lord Kirkpatrick, hubiera desaprovechado el tiempo sisando pequeños objetos de valor. Anne, por su parte, era tan callada e introvertida…

En mitad de la noche, Luc le había preguntado:

—¿Tienes alguna idea de lo que podría haberla llevado a hacer algo así?

Ella negó con la cabeza, pero se detuvo de repente.

—El único motivo que se me ocurre es que crea necesitar dinero para algo… algo cuya naturaleza le impide recurrir a tu madre, a ti o a mí —murmuró a la postre.

Luc no rebatió su opinión. Sin embargo, antes de que se quedaran dormidos acurrucados el uno en los brazos del otro, le susurró:

—Hay que tener en cuenta un detalle; no podemos abordar el tema con ella sin tener pruebas fehacientes. Ya sabes cómo es.

No dijo más, pero ella lo comprendió. La naturaleza retraída de Anne no se parecía en absoluto a la de Penélope. Esta solía guardar silencio por la sencilla razón de no malgastar aliento. Pero el distanciamiento de Anne era una forma de pasar desapercibida a simple vista, de esconderse de los demás. Era una muchacha nerviosa por naturaleza y siempre había estado claro que necesitaría tiempo y mucho apoyo para sentirse cómoda en los círculos sociales.

Una acusación infundada destruiría su frágil confianza. Si descubría que su familia, que su hermano y tutor, sospechaba que era ella la ladrona… el resultado sería desastroso, fuesen sus sospechas ciertas o no.

La reunión matutina en la mesa del desayuno transcurrió como siempre: rebosante de cháchara alegre, vivaz y femenina. Sin embargo, esa mañana la voz grave de los hombres servía de contrapunto. Luc y Lucifer estaban sentados a un extremo de la mesa, debatiendo algo pero ella no podía escucharlos. Phyllida y Minerva intercambiaban cotilleos familiares. La señorita Pink vigilaba con atención a Portia y Penélope mientras aguardaba el momento de llevarse a las dos jovencitas al aula para comenzar sus clases.

Amelia se volvió hacia Emily, sentada a su derecha. Anne estaba sentada a su izquierda.

—He estado pensando que sería una buena idea revisar vuestros guardarropas. —Incluyó a Anne en el comentario con una mirada de soslayo—. Tal vez necesitéis más vestidos para lo que resta de verano, y también deberíamos ir planeando el regreso a Londres en otoño.

Emily tardó un instante en alejar sus pensamientos de la que era su preocupación habitual de un tiempo a esa parte: lord Kirkpatrick y su familia habían sido invitados a pasar unos días en Calverton Chase y la visita se había fijado para dentro de un par de semanas. Parpadeó varias veces antes de asentir con la cabeza.

—No se me había ocurrido, pero tienes razón. No me gustaría estar preocupada por mis vestidos cuando Mark esté aquí.

Amelia reprimió una sonrisa.

—Por supuesto. —Miró a Anne—. También deberíamos echar un vistazo a los tuyos.

Anne sonrió, encantada. Sin titubeos y sin el menor indicio de duda o de nerviosismo.

Amelia miró hacia el otro extremo de la mesa. Luc no se había perdido detalle de su breve conversación, a pesar de que no había interrumpido su charla con Lucifer. Sostuvo su mirada. Si bien no asintió de forma visible, ella percibió que estaba de acuerdo con el plan que había puesto en marcha.

Si Anne hubiera estado robando cosas, ¿qué habría hecho con ellas? En caso de que sus acciones estuvieran motivadas por una compulsión irracional, las habría ocultado en algún lugar, posiblemente en su habitación. Dado que Emily, Portia y Penélope estaban por todos lados, por no mencionar la presencia de las doncellas y del ama de llaves, era improbable que hubiera podido esconder nada en cualquier otro sitio. Y aunque se diera el caso de que hubiera logrado vender algunos objetos, tal y como indicaba el caso del salero, era imposible que se hubiera deshecho de todo.

—¿Merece la pena visitar el pueblo? —preguntó Phyllida.

Amelia alzó la vista.

—No hay nada interesante, pero es un lugar agradable. Podemos ir cabalgando después del almuerzo, si te apetece. —Hizo un gesto hacia sus maridos—. No me cabe duda de que ellos tendrán otras cosas de las que ocuparse.

Phyllida sonrió.

—Tienes razón. En ese caso, iremos después del almuerzo —dijo mientras echaba su silla hacia atrás.

Abandonaron la mesa a la vez. Phyllida y Minerva salieron a los jardines para dar un paseo. La señorita Pink se llevó a sus pupilas a la segunda planta para comenzar con sus clases. Ella se encaminó junto con Emily y Anne hasta los aposentos de estas, dejando que Luc y Lucifer siguieran hablando mientras acababan de tomarse el café.

La necesidad de echar un vistazo a sus guardarropas no era del todo ficticia. Los vestidos de sus cuñadas habían sido el motivo por el que comenzó a sospechar de las estrecheces económicas que sufría la familia. Había notado que las telas estaban desgastadas, como si se hubieran aprovechado de otros vestidos viejos, y que el corte de algunos parecía reformado para adaptarlos a los últimos estilos. Todo se había hecho con gran habilidad, pero dado el tiempo que pasaba con ellas, había acabado por adivinar la verdad.

En esos momentos no había razón alguna que impidiera a las muchachas disfrutar de vestidos nuevos, no había motivos para que sus guardarropas no fueran en consonancia a la posición social que ocupaban. Ni Emily ni Anne se habían percatado de lo que ocurría, pero ella sí.

En primer lugar fueron a la habitación de Emily. Esta abrió las puertas del armario mientras ella se sentaba en un sillón situado junto a la ventana y Anne se dejaba caer sobre la cama, todas ellas dispuestas a pasar un buen rato.

Cuarenta minutos después, habían examinado el contenido del armario y del vestidor de Emily hasta el mínimo detalle. Amelia había ampliado su inspección hasta incluir todos los accesorios, incluyendo los zapatos. Habían registrado todos los cajones y todas las cajas para revisar su contenido.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras observaba el cuadernillo en el que había ido anotando cosas.

—Muy bien. Nos encargaremos de todo esto. Y ahora… —Hizo un gesto en dirección al pasillo.

Sin más, las tres se encaminaron hacia la habitación de Anne, contigua a la de su hermana.

Repitieron el proceso, pero esa vez fue Emily la que se recostó en la cama mientras Anne abría las puertas del armario. Amelia observó detenidamente a su cuñada mientras esta sacaba vestidos, chales y chaquetillas. Su rostro no reflejaba asomo de nerviosismo, de culpabilidad ni de temor; sólo la alegría de ser incluida en semejante empresa.

Volvieron a examinar los contenidos de todos los cajones, cajas y sombrereras. Lo único que descubrió fue que Anne necesitaba medias de seda, un par de guantes de fiesta y un chal de color cereza con extrema urgencia.

Anne alzó el chal viejo con expresión avergonzada.

—No tenía ni idea… era viejo, por supuesto, pero no entiendo cómo ha podido llegar a este extremo.

Amelia se encogió de hombros.

—A la seda le pasa eso a veces… ensancha. —Aunque parecía que alguien hubiera retorcido el chal sin muchos miramientos—. No importa. Te compraremos uno nuevo.

Emily se incorporó en la cama.

—Hasta que tengas el nuevo, no podrás utilizar el ridículo rojo, el que hace juego con él. ¿Me lo prestas? Es exactamente del mismo tono que mi vestido de paseo.

—Claro —dijo Anne, alzando la vista hacia la estantería situada sobre la barra del armario—. Debe de estar por aquí.

Amelia echó un vistazo a sus anotaciones. Anne y Emily intercambiaban su ropa y complementos con frecuencia, detalle que había ayudado a ocultar su falta de vestuario a los ávidos ojos de las damas de la aristocracia. Anotó todo lo que Anne necesitaría en breve, habida cuenta de que Emily no tardaría en marcharse de casa.

—Estoy segura de que lo guardé aquí. —Anne se puso de puntillas y empujó las cajas a derecha e izquierda—. ¿Ves? Aquí está.

Tiró del asa del bolso para liberarlo. Lo lanzó por los aires con una sonrisa y fue a caer a los pies de Emily. Esta se rio y lo cogió con una expresión sorprendida.

—Pesa mucho. ¿Qué narices has guardado en él?

Emily calibró el contenido del bolso a través de la seda roja y su semblante se tornó aún más perplejo.

Amelia echó un vistazo en dirección a Anne, pero tanto su rostro como sus ojos castaños parecían genuinamente asombrados.

—Un pañuelo, algunas horquillas. No sé qué puede pesar tanto… —Sin embargo, en esos momentos las tres distinguieron la forma del objeto que Emily estaba tocando—. Déjame ver.

Anne cruzó la distancia que la separaba de su hermana y Amelia hizo lo mismo. Cuando llegaron junto a la cama, Emily había desatado las cintas del ridículo para mirar en su interior. Con el ceño fruncido, metió una mano y sacó…

—Unos impertinentes —dijo al tiempo que los sostenía en alto.

Las tres observaron el intrincado labrado del mango del objeto, así como las piedras preciosas que lo adornaban.

—¿De quién narices son? —preguntó Anne.

Amelia le lanzó una mirada perspicaz. Por mucho que la observara, no veía otra cosa que la sorpresa más absoluta en el rostro de la muchacha.

—¿Y cómo han llegado hasta ahí? —Anne echó un vistazo por encima del hombro en dirección al armario antes de dar media vuelta para acercarse de nuevo.

Sin que nadie se lo sugiriera, bajó todas las sombrereras y los ridículos que ya habían examinado. Cuando no quedó nada en la estantería, hizo a un lado las cajas y se arrodilló junto a los ridículos. Los abrió de uno en uno y los sacudió para vaciar su contenido en el suelo. Pañuelos, horquillas, un peine y dos abanicos.

Nada más.

Se sentó sobre los talones y las miró.

—No lo entiendo.

Ni Amelia tampoco.

—No son de tu madre, ¿verdad?

Emily negó con la cabeza, sin apartar los ojos de los impertinentes.

—Tampoco recuerdo habérselos visto a nadie.

Amelia cogió el objeto. Era muy pesado. Una dama no querría llevar algo así. Anne se había acercado a ella y contemplaba los impertinentes con el ceño fruncido, sin saber qué hacer.

—Deben de haberlos puesto en tu ridículo por error.

Amelia se guardó el objeto en el bolsillo.

—Yo me encargo de preguntar; no creo que sea difícil averiguar de quién son. —Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Hemos acabado con tus cosas?

Anne parpadeó antes de recorrer la habitación con la mirada, un tanto confusa.

—Creo que sí.

Emily cogió el ridículo rojo y se bajó de la cama.

—Acabo de recordar que hoy nos toca ocuparnos de los floreros.

Amelia se obligó a sonreír.

—En ese caso, será mejor que os vayáis… falta menos de una hora para el almuerzo.

Salieron de la habitación y Anne cerró la puerta tras de sí. Emily entró en la suya para soltar el ridículo y las alcanzó de nuevo en el pasillo. Amelia se quedó rezagada mientras sus dos cuñadas bajaban la escalinata. Cuando llegaron abajo, se volvieron y se despidieron con un gesto de la mano, tras lo cual echaron a andar en dirección al vestíbulo del jardín.

Amelia se detuvo en el último peldaño. Emily le había sonreído. Anne, no. No cabía duda de que Emily había desechado de su mente el episodio de los impertinentes, puesto que tenía cosas mucho más agradables en las que pensar. Anne, por su parte, estaba preocupada. Tal vez un poco asustada. Si bien era una reacción de lo más lógica. Por muy callada que fuera, no era tonta. Al contrario. Ninguna de sus cuñadas lo era.

Se demoró en el desierto vestíbulo, con la mano en la columna de la escalera y la mirada perdida. Un instante después, exhaló un suspiro, varió el rumbo de sus pensamientos y se alejó de la escalinata en dirección al despacho.

Luc alzó la vista cuando vio entrar a Amelia. Ella lo vio detrás del escritorio, pero no le ofreció ninguna sonrisa. La observó mientras cerraba la puerta y se disponía a acercarse. A medida que acortaba la distancia, se percató de que la expresión de su rostro le resultaba desconocida; era reservada, casi sombría.

—¿Qué sucede? —preguntó sin poder contenerse mientras se ponía en pie.

Amelia lo miró a los ojos y le indicó con un gesto que se sentara. La obedeció al tiempo que ella rodeaba la silla emplazada frente al escritorio y continuaba acercándose. Cuando llegó a su lado, lo miró con los labios fruncidos, dio media vuelta y se sentó en su regazo antes de apoyar la cabeza en su hombro.

La mente de Luc se desbocó al tiempo que un miedo desconocido le atenazaba el corazón. Malas noticias, era lo único que se le ocurría. La rodeó con los brazos, con delicadeza en un primer momento, aunque no tardó en estrecharla con fuerza. Amelia se acurrucó. Él apoyó la barbilla sobre su cabeza y sintió el aterciopelado roce de su cabello.

—¿Qué?

—He estado inspeccionando el guardarropa de Emily y el de Anne. Ya me oíste durante el desayuno.

—Has encontrado algo.

El miedo que amenazaba con apoderarse de su corazón se acrecentó.

—Sí. Esto. —Alzó la mano para mostrarle unos impertinentes muy recargados—. Estaban en uno de los ridículos de Anne.

Sintió que se le helaba la sangre en las venas, pero se obligó a coger el objeto. Lo sostuvo en alto y entrecerró los ojos al ver el destello de las piedras preciosas.

—¿Diamantes?

—Eso creo. Y no creo que pertenezcan a una dama, pesan demasiado.

—No me resultan familiares en absoluto.

—A mí tampoco. Ni a tus hermanas.

Luc sintió que lo embargaba la tensión; el silencio era tan pesado que Amelia acabó por alzar la vista.

Él le devolvió la mirada. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero seguían siendo tan azules como el cielo. No obstante, su color quedaba ensombrecido por el desconcierto y la preocupación. Se aferró a esa mirada y se obligó a decir:

—Entonces, es Anne. Y ya tenemos otro escándalo en la familia.

Percibió que Amelia iba a fruncir el ceño por la expresión que asomó a sus ojos. Así fue.

—No —lo contradijo, ceñuda y meneando la cabeza con convicción—. Deja de sacar conclusiones precipitadas.

—¿Sacar conclusiones…? —Sintió un arrebato de furia, aunque sabía que era una reacción irracional—. ¿Qué demonios se supone que debo pensar… que todos deben pensar?

Ella intentó incorporarse y alejarse de sus brazos, por lo que la retuvo al instante.

—No. Quédate donde estás.

Ella obedeció, aunque sospechaba que lo había hecho porque no le quedaba más remedio. Su voz adquirió un deje cortante cuando replicó con sequedad:

—Estoy segura de que no es Anne. Ni Emily, ya puestos.

Sintió que la tensión lo abandonaba en parte, que el miedo disminuía.

—¿Por qué? Dímelo.

Ella titubeó antes de contestarle.

—No soy capaz de leer los pensamientos de nadie, pero no soy una inútil a la hora de juzgar tanto el carácter como las reacciones de las personas. Anne estaba genuinamente sorprendida, perpleja por el hecho de que los impertinentes estuvieran en su ridículo. No sabía que estuvieran allí; estoy segura de que tampoco los reconoció, lo que significa que no los había visto nunca. Anne es muy tímida y es incapaz de ocultar sus sentimientos. Y lo más significativo es que no estaba obligada a prestarle el ridículo a Emily, podría haberle dicho que no estaba allí, o que lo buscaría más tarde… un sinfín de excusas.

Luc intentó descifrar sus palabras, pero fue en vano.

—Me he perdido, empieza por el principio.

Ella lo hizo, sin alejarse de su regazo y encerrada entre sus brazos. Cuando acabó, aguardó sin moverse.

Instantes después, Luc se obligó a tomar una honda bocanada de aire.

—¿Estás segura?

—Sí —contestó ella, mirándolo a los ojos sin pestañear—. Estoy convencida de que quienquiera que robara esos impertinentes no es ni Anne ni Emily.

Intentó encontrar algún vestigio de indecisión en su mirada.

—¿No lo estarás diciendo sólo para que yo…? —Dejó la pregunta en el aire al tiempo que hacía un gesto con la mano.

Ella lo comprendió a pesar de que era la mano que estaba a su espalda. El rictus obstinado que se había apoderado de sus labios desapareció mientras le colocaba una mano sobre la mejilla.

—Tal vez podría… —Hizo una pausa antes de proseguir—. Podría hacer la vista gorda con ciertas cosas si creyera que de ese modo te estaba haciendo un favor, que podría ayudar en algo a nuestra familia, pero esto… —Meneó la cabeza sin dejar de mirarlo—. Engañarte en esta cuestión no ayudaría en nada, y podría resultar muy perjudicial.

Dejó que sus palabras lo inundaran y que disiparan poco a poco el miedo que se había adueñado de su corazón; que le entibiaran de nuevo la sangre, alejando el frío.

Respiró hondo.

—Estás segura. —No era una pregunta. Leía la respuesta en los ojos de su esposa.

Ella asintió con la cabeza.

—No es Anne. Y tampoco es Emily.

Permitió que la información lo alentara durante un instante, tras el cual le preguntó:

—Si no son ellas, ¿quién es? ¿Cómo ha llegado esto al ridículo de Anne? —Alzó los impertinentes.

Amelia observó el objeto.

—No lo sé. Y eso es lo que me preocupa de verdad.

El gong que anunciaba el almuerzo los obligó a abandonar el despacho un cuarto de hora después. Salieron juntos tras dejar los impertinentes a buen recaudo, en un cofrecito con cerradura.

Amelia comprobó su aspecto en el espejo del vestíbulo principal y echó un vistazo a su alrededor antes de colocarse bien el corpiño.

Luc se esforzó por mantener una expresión seria. La mirada que ella le lanzó al darse la vuelta le indicó que no lo había logrado.

El comedor se llenó de inmediato. Una vez que hubo acompañado a Amelia hasta su silla, regresó a su lugar en el otro extremo de la mesa. El almuerzo pasó con rapidez, amenizado por la agradable conversación que solía acompañarlo siempre. Entretanto, observó a Anne. Su hermana comía con la vista clavada en el plato y respondía a cualquier pregunta con evidente reserva. Su semblante era serio y no aportó nada a la conversación, pero debía tener en cuenta la presencia de Lucifer y Phyllida. El comportamiento de Anne podía deberse sencillamente a su timidez.

Se preguntó si debería hablar con ella. Por desgracia, tanto ella como Emily se sentían algo intimidadas por él; todo lo contrario que Portia y Penélope… Cualquier pregunta podría echar por tierra la confianza de su hermana.

Lucifer, que estaba sentado a su izquierda, se apoyó contra el respaldo de su silla.

—Si no tienes otra cosa que hacer, esta tarde me gustaría echarles un vistazo a las inversiones de las que hablamos.

Luc lo pensó un instante antes de asentir con la cabeza. Amelia y Phyllida estaban ultimando los detalles para su visita al pueblo; era probable que Emily y Anne las acompañaran. Portia, Penélope y la señorita Pink salían en esos momentos para dar un paseo hasta el templete; su madre pasaría la tarde descansando, como era su costumbre.

Soltó la servilleta y empujó la silla hacia atrás mientras miraba a Lucifer.

—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Lucifer le sonrió. Se pusieron en pie a la vez y se dispusieron a abandonar el comedor sin más explicación que un roce en el hombro de sus respectivas esposas al pasar junto a ellas. Tanto Amelia como Phyllida alzaron la vista con idénticas sonrisas confiadas y afectuosas antes de seguir con sus planes.

Luc y Lucifer abandonaron la estancia.

—¿Dónde está Anne? —preguntó Amelia cuando llegó al establo con Phyllida y sólo vio a Emily.

—Ha ido a Lyddington Manor a hacerle una visita a Fiona; había olvidado que se lo prometió.

Amelia consideró sus palabras mientras montaba. Lyddington Manor no estaba lejos, Anne no correría peligro alguno. Al recordar a la vivaracha Fiona que conoció en Londres y el enorme apoyo que había supuesto su compañía para Anne a la hora de enfrentarse a la vorágine social, se alegró de que la amistad entre ellas continuara.

Cuando salieron de los establos azuzaron sus monturas hasta que se lanzaron al galope para calmar la ansiedad de los animales. Una vez que se tranquilizaron, adoptaron un paso más tranquilo. Hacía un día estupendo y la caricia del sol en el rostro era muy agradable. Los pájaros se lanzaban en picado en busca de insectos y sus trinos flotaban en el aire. El mundo parecía perfecto.

Cuando llegaron al pueblo, dejaron los caballos en la posada y caminaron por el prado antes de entrar en la panadería para comprar pasteles. Se sentaron al sol para comerse los deliciosos dulces y charlar sobre cosas cotidianas. Sobre niños. A petición suya, Phyllida la puso al corriente sobre sus hijos. Evan y Aidan crecían muy deprisa.

—Son un par de bribones. Sé que en casa están seguros, pero… —Desvió la mirada hacia el horizonte—. Los echo de menos. —Volvió a mirar a Amelia con una sonrisa—. No me cabe la menor duda de que cuando regresemos estarán horriblemente consentidos. Mi padre, Jonas y Sweetie se habrán encargado de ello. —Desvió la vista y musitó—: Tenemos compañía. ¿Quién es?

Era la señora Tilby. La esposa del vicario se acercó a ellas para saludarlas. La mujer parecía bastante nerviosa y una vez dejaron a un lado las cortesías de rigor, les explicó el motivo.

—Están desapareciendo objetos. Un buen número de objetos pequeños… En fin, ya saben que no se puede estar seguro de cuándo fue la última vez que se vio algo. Nos dimos cuenta ayer, durante la reunión de la Asociación de Damas. No era motivo de preocupación hasta que comprendimos que es una epidemia. Caray, no se sabe qué será lo próximo en desaparecer.

—¿Qué objetos han desaparecido? —le preguntó Amelia con el alma en los pies.

—La cajita lacada de lady Merrington. Solía estar en el alféizar de la ventana de su salita. Un pisapapeles de cristal labrado de los Gingold. Un abrecartas de oro de los Dallinger y un cuenco de oro de los Castle.

Eran familias a cuyas reuniones habían asistido Emily, Anne y ella misma la semana anterior.

Los ojos oscuros de Phyllida la observaron antes de que su mirada volara hacia la señora Tilby.

—¿Hace poco que han desaparecido?

—Bueno, querida, eso no es algo que se pueda saber con exactitud. Lo que sí sabemos es que han desaparecido y nadie sabe dónde están.

Tanto ella como Phyllida tuvieron que morderse la lengua y disimular la impaciencia hasta esa noche, momento en el que por fin pudieron quedarse a solas con sus maridos para contarles lo sucedido.

Lucifer frunció el ceño.

—No tiene sentido. Para vender esos objetos habría que ir a Londres —dijo, con la vista clavada en Luc, quien negó con la cabeza.

—Yo tampoco lo entiendo. —Tomó un trago de brandy y observó a Amelia, que estaba cómodamente sentada en uno de los extremos del diván—. Siempre y cuando los hayan robado por el valor monetario.

Lucifer hizo un gesto afirmativo.

—Exacto.

Amelia sintió la mirada de Luc sobre ella. Giró la cabeza para enfrentarla. Su esposo estaba esperando que informara a Lucifer del hallazgo de los impertinentes. Sostuvo su mirada un instante, pero se negó a decir nada.

—Hay otro detalle mucho más pertinente a tener en cuenta —dijo Phyllida, que estaba sentada en el otro extremo del diván—. Los robos continúan.

—Lo que significa… —agregó ella, sin abandonar la hipótesis que ambas habían elaborado—, que el ladrón sigue operativo. Por tanto, tenemos la oportunidad de pillarlo, desenmascararlo y arreglar este asunto de una vez por todas.

Lucifer asintió con la cabeza.

—Tienes razón. —Tras una pausa, musitó—: Tenemos que pensar en el modo de llamar su atención para que actúe.

Los cuatro aportaron sugerencias, pero nada que pudieran llevar a cabo de inmediato. Cuando se retiraron a sus aposentos, aún seguían dándole vueltas a la cuestión.

—¿Por qué no se lo has contado? —Estaba tumbado en la cama, al lado de Amelia.

Habían apagado la vela y la luz de la luna, plateada y misteriosa, entraba por las ventanas.

—¿Por qué no lo hiciste tú? —replicó ella.

Sopesó un instante el tono brusco de la pregunta, pero no entendía por qué podía estar molesta con él.

—No me siento predispuesto a contar una historia que parece implicar directamente a una de mis hermanas en los robos. Sobre todo cuando no es la ladrona, según tu opinión.

—¡Vaya! Pues ahí lo tienes. —Hizo una pausa y después añadió en un tono algo menos beligerante—: ¿Por qué has pensado que yo podía ver la situación de otro modo?

De repente, Luc se encontró en terreno muy peligroso, sin nada a lo que asirse.

—Lucifer es tu primo.

—Y tú eres mi marido —replicó ella, que había girado la cabeza para mirarlo.

Percibía su mirada, pero la evitó y siguió con los ojos clavados en el dosel mientras intentaba comprender la situación.

—Eres una Cynster de los pies a la cabeza. —Sabía lo que eso significaba, pero no se atrevía a decírselo tal cual.

Amelia se volvió hasta quedar de costado y se incorporó sobre un codo para poder observar su rostro.

—Cierto, soy una Cynster por nacimiento, pero me he casado contigo… y ahora soy una Ashford. Que no te quepa la menor duda de que haré cualquier cosa para proteger a tus hermanas.

En ese momento no le quedó otra opción que enfrentar su mirada.

—¿Hasta el punto de no ser del todo sincera con Lucifer?

Sin apartar la mirada, ella contestó:

—Si quieres saber la verdad, ni se me ocurrió pensar en ello. Mi lealtad te pertenece a ti y, por extensión, al resto de nuestra familia.

La tensión que le había hecho un nudo en las entrañas, del cual ni siquiera había sido consciente hasta ese momento, se desvaneció. Lo abandonó. Las palabras de Amelia resonaron en su cabeza. La seriedad de su rostro dejaba bien claro que hablaba con sinceridad y no albergaba la menor duda al respecto.

Sin embargo, tenía que preguntárselo.

—¿Puedes hacerlo? ¿Cambiar tu lealtad de ese modo, así sin más?

Interpretó su expresión a pesar de la penumbra. Amelia lo estaba tildando de obtuso.

—Por supuesto que sí. Las mujeres lo hacemos; de hecho, eso es lo que se espera de nosotras. Detente un momento a pensar en lo complicada que sería la vida si no pudiéramos hacerlo… ¡si no lo hiciéramos!

Tenía razón; estaba siendo, o había sido, de lo más obtuso.

—No se me ocurrió. Los hombres no están supeditados a esas circunstancias, sobre todo en lo referente a la lealtad familiar.

Amelia le clavó el codo en el pecho mientras se apoyaba en él.

—Las tareas más difíciles siempre recaen sobre las damas.

A esa distancia, distinguió la expresión afectuosa pero exasperada que asomaba a los ojos de su esposa. Amelia no entendía por qué no lo había comprendido; lo creía un obtuso que no se había parado a meditar la cuestión. No era cierto, pero por fin lo comprendía. Por fin tenía delante la verdad. Alzó las manos y tomó su rostro entre ellas.

—Lo que tú digas —convino mientras la acercaba a su rostro—. Gracias.

Antes de que ella le pudiera preguntar por qué le estaba dando las gracias, la besó. Fue un beso largo, lento y abrasador. Amelia murmuró algo al tiempo que se acercaba más a él. Apartó las manos de su rostro para acariciarle la espalda. La aferró por la cintura y la alzó sobre su cuerpo, de modo que quedó tendida sobre él.

Puso fin al beso para musitar:

—Si se me permite una sugerencia…

Dada la magnitud de la erección que tenía entre los muslos, a ella no le cabría la menor duda de la naturaleza de dicha sugerencia.

—Por supuesto —le dijo, antes de inclinar la cabeza para reanudar el beso—. Sugiere cuanto te plazca —lo instó al apartarse.

Y Luc hizo su sugerencia. Hasta ese momento, ella no había puesto en duda ni su experiencia ni el alcance de su imaginación. La descripción que procedió a hacerle logró que todo pensamiento sobre el ladrón, sobre la necesidad de proteger a Anne y todas las cuestiones referentes a su familia se desvanecieran de la mente de su esposa. En cambio, se entregó en cuerpo y alma a una cuestión muy concreta.

A la más importante.

A amarlo.

Lo amaba. Tenía que hacerlo.

Un corazón generoso y una voluntad de acero. Siempre había sabido que su esposa poseía ambas cosas, pero en los últimos tiempos había estado mucho más pendiente de su obstinación que de su corazón, por más que deseara hacer lo contrario.

En esos momentos las dos cosas, tanto su carácter obstinado como su corazón, le pertenecían por la sencilla razón de que ella le pertenecía. Por fin había comprendido lo que significaba. Lo que ella le había dicho sin palabras.

La certeza lo dejó aturdido.

Por fin podía confesar. Por fin podía decirle todo lo que quería, todo lo que creía que ella debía saber. Todo saldría bien. Tal y como Helena le había dicho, una vez que aceptara el poder, sería suyo.

Y acababa de aceptarlo.

La única incógnita residía en el cuándo…

Porque al día siguiente estaba prevista la llegada de sus suegros, que vendrían acompañados de Amanda y Martin, Simón, y de la misma Helena.

El día fue una sucesión de preparativos. Amelia se pasó toda la mañana yendo de un lado a otro, dando órdenes y verificando detalles. Lucifer y Phyllida sonrieron, puesto que estaban muy familiarizados con ese tipo de situaciones, y decidieron llevarse la comida para almorzar al aire libre. Tras aceptar a regañadientes que ese no era el momento adecuado, Luc se retiró a su despacho y dejó a Amelia al mando.

Cosa que ella agradeció muchísimo. La servidumbre obedecía sus órdenes con presteza y todos parecían tan agitados como ella misma. Cuando el mozo de cuadra más joven, a quien había ordenado que se mantuviera alerta, regresó a la carrera con las noticias de que el primer carruaje ya había aparecido en el valle, todo estaba preparado.

Tras intercambiar una mirada victoriosa con Cottsloe y el ama de llaves, Amelia se apresuró a subir para cambiarse el vestido y peinarse. Bajó diez minutos más tarde y apenas tuvo tiempo de sacar a Luc del despacho cuando el sonido de las ruedas sobre la gravilla y las pisadas de los cascos de los caballos frente a la puerta principal indicaron que sus huéspedes habían llegado.

Caminaron de la mano hacia el pórtico para saludarlos. Martin, el conde de Dexter, bajó del vehículo y extendió el brazo para ayudar a su condesa. En cuanto Amanda puso los pies en el suelo, alzó la vista y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Melly!

Las gemelas se encontraron al pie de la escalinata y se fundieron en un abrazo. Se abrazaron y se besaron mientras reían a carcajadas y brincaban sin soltarse de las manos. En un momento dado, comenzaron a hablar a la vez. Un coro de frases incompletas que al parecer no tenían necesidad de terminar.

—¿Sabes lo de…?

—Reggie me escribió. Pero ¿cómo es que…?

Amanda hizo un gesto despectivo con la mano.

—El viaje no ha sido complicado.

—Sí, pero…

—¡Ah, eso! Bueno…

Martin meneó la cabeza y subió la escalinata para acercarse a Luc. Intercambiaron unas sonrisas y se dieron unas cuantas palmadas afectuosas en el hombro, recuperando la antigua camaradería que los uniera en su juventud, antes de devolver la mirada a sus parlanchinas esposas.

Un instante después, Martin alzó la vista para observar el extenso y verde valle.

—Todo parece mucho más próspero de lo que lo recordaba.

—Nos va bastante bien —replicó Luc, asintiendo con la cabeza.

Martin ignoraba las dificultades económicas que habían padecido los Ashford. Si su primo, que recordaba los tiempos gloriosos de Calverton Chase, era incapaz de detectar indicios del calvario que habían pasado, Luc estaba más que dispuesto a dejarlo correr. Los Ashford habían sobrevivido, eso era lo único que importaba. Clavó la vista en los rizos dorados de Amelia y en su fuero interno llegó a la conclusión de que su familia era cada día más fuerte. Cada día que pasaba lo acercaba más a Amelia.

Otro carruaje comenzó a ascender la loma que se alzaba en el otro extremo del valle. Martin lo señaló con la cabeza.

—Debe de ser la duquesa viuda. Simón viene con ella. Arthur y Louise llegarán en último lugar.

El sol descendía poco a poco, tiñendo de dorado la fachada de la mansión. Las sombras de la tarde iban alargándose cada vez más a medida que pasaban las horas, teñidas de alegría, ternura y felicidad con la llegada de la familia de Amelia.

Tomaron el té en el salón. Martin y Amanda eligieron ese momento para comunicar la noticia: Amanda estaba esperando su primer hijo. Las exclamaciones de sorpresa y las felicitaciones inundaron el salón. Luc observó a Amelia mientras esta abrazaba a su hermana. Contempló cómo las damas presentes se acercaban a Amanda y comenzaban a abrazarse unas a otras, desbordantes de felicidad. Tras apartar la vista de la escena, hizo un gesto a Cottsloe para que se acercara y le ordenó que buscara una botella de champán.

El mayordomo se apresuró a obedecerlo. Puesto que sabía contar a la perfección, miró a Amelia. Ella lo notó y le devolvió la mirada. Su expresión fue un tanto extraña y no supo interpretarla del todo. ¿Le estaba implorando que guardara silencio?

El champán llegó. Se puso en pie para acercarse al aparador y servir el burbujeante líquido en las copas que Cottsloe había preparado en un santiamén. Simón lo ayudó a repartirlas.

En cuanto su cuñado se hubo alejado, Amelia se acercó y lo aferró por la muñeca. Luc dejó a medias la copa que estaba llenando y la miró a los ojos.

—Por favor, no digas nada. ¡No estoy segura!

En ese momento interpretó su expresión. Con una sonrisa en los labios, inclinó la cabeza y la besó en la sien.

—No lo haré, no te preocupes. Este momento les pertenece. Se casaron un mes antes que nosotros. Ya haremos nuestro anuncio a su debido momento.

Ella lo miró con detenimiento. La tensión la abandonó al instante. Cuando lo soltó, acabó de llenar la copa y se la ofreció.

Ella la aceptó y sus miradas volvieron a entrelazarse.

—Gracias.

Luc esbozó una sonrisa.

—No. Gracias a ti.

Por un instante, los restantes ocupantes del salón quedaron olvidados. Sin embargo, Simón regresó para llevarse el resto de las copas, salvo una.

—Ya estamos todos, creo —dijo antes de regresar con los demás.

Luc alzó su copa y la acercó a la de Amelia mientras la miraba a los ojos y hacía un silencioso brindis.

—Vamos. —Le rodeó la cintura con el brazo libre y juntos dieron media vuelta para regresar junto a los demás—. Brindemos por el futuro.

Ella sonrió y se apoyó un instante en él antes de regresar junto a sus invitados.

La siguiente hora pasó en un abrir y cerrar de ojos. Había llegado el momento de subir a las habitaciones a fin de prepararse para la cena. La señorita Pink se marchó, llevándose con ella a Portia y Penélope. Simón se puso en pie para estirar las piernas. Cuando se dirigía a la puerta, esta se abrió. Cottsloe entró en el salón, localizó a Luc y se acercó a él.

—Milord, el general Ffolliot solicita verlo. Está esperando en el vestíbulo.

Luc miró a sus invitados y les dijo:

—Es nuestro vecino más cercano. —Devolvió la vista a Cottsloe—. Hazlo pasar. Tal vez le apetezca unirse a nosotros.

Cottsloe hizo una reverencia y se retiró. Luc se puso en pie para acercarse a la puerta.

El general entró en el salón poco después. Era un hombre robusto, de altura media. Sus rasgos más significativos eran unas cejas muy pobladas y un rostro rubicundo. Un tipo excelente, pero un tanto tímido e introvertido. Estrechó la mano que Luc le tendió.

—Buenas tardes, Calverton. Me alegro de poder hablar con usted.

—Bienvenido, general. ¿Le apetece unirse a nosotros?

La mirada del hombre siguió el gesto que Luc hizo con la mano y se posó sobre el numeroso grupo que los miraba sonriente desde el centro de la estancia. Su rostro perdió el color.

—¡Caray! No me di cuenta de que tenía invitados.

—No es una reunión privada. ¿Le apetece tomar algo?

—Bueno…

La indecisión del general era evidente. Luc había olvidado que no solían gustarle las reuniones con desconocidos. Escuchó el frufrú de la seda que anunciaba la llegada de una de las damas. Supuso que se trataba de su madre, quien solía tratar al general con cordialidad. Sin embargo, fue Amelia quien apareció a su lado, luciendo una encantadora sonrisa mientras entrelazaba un brazo con el suyo y extendía el otro hacia el recién llegado.

—Es un placer verlo, señor Ffolliot. ¿Me permite convencerlo de que nos acompañe un ratito?

Luc reprimió una sonrisa y guardó silencio, dejando que fuera ella quien liderara el ataque. En cuestión de minutos, el general estuvo sentado en el diván, con Louise a un lado y su madre al otro. Aunque en un principio se mostró nervioso, no pudo resistirse a los encantos de las damas presentes. En un santiamén tuvo una taza de té en una mano y un pastelito en la otra mientras escuchaba con embeleso las alabanzas que la duquesa viuda de St. Ives dedicaba a la campiña.

Su suegro lo miró con ojos risueños. Luc sonrió y tomó un sorbo de té. Cuando Helena acabó de elogiar al general por el buen sentido común que demostraba al vivir en un lugar tan agradable, Luc aprovechó para preguntarle:

—¿Para qué deseaba verme, general?

El aludido parpadeó, súbitamente nervioso de nuevo. Echó un vistazo a su alrededor.

—Bueno… no es un asunto apropiado para… En fin, no sé… —Respiró hondo y farfulló—: No sé qué pensar ni qué hacer… —Miró a su madre antes de que sus ojos se trasladaran hacia Louise y Helena, cuyas expresiones parecieron darle ánimos—. Se trata del dedal de oro de mi esposa. Uno de los pocos objetos que me quedan de ella. —Lo miró con expresión implorante—. Ha desaparecido, ¿sabe? Y con todo este asunto del ladrón… Y bueno, no sabía a quién acudir…

Sus palabras fueron seguidas por un silencio absoluto antes de que Amelia se inclinara hacia delante para darle al pobre hombre unas palmaditas en el brazo.

—Es horrible. ¿Cuándo se percató de su desaparición?

—Qué suceso más desafortunado —añadió Helena.

Emily y Anne lucían sendas expresiones de evidente desconcierto; además de seguir totalmente ajenas al hecho de que las estaban sometiendo a un exhaustivo escrutinio.

—¡Es terrible! —musitó Anne con los ojos desorbitados y la inocencia pintada en el rostro.

Las damas se congregaron alrededor del general. Luc escuchó con atención las respuestas del hombre a las preguntas de Amelia y Phyllida. Al parecer, el dedal, un sencillo objeto de oro, ocupaba un lugar en la repisa de la chimenea de Lyddington Manor desde que su esposa falleció. Recordaba haberlo visto por última vez varias semanas atrás.

—No es el tipo de cosa que suelo mirar todos los días. Pero saber que está ahí me basta.

Quedó claro que había ido a Calverton Chase en busca de consuelo y no a lanzar acusaciones sobre los habitantes de la mansión. Sin embargo, cuando se hubo marchado, no tranquilo pero sí un poco más calmado, el ambiente que reinaba en el salón se tornó sombrío. Luc intercambió una mirada seria con Lucifer y sus respectivas esposas.

Tanto sus suegros, como su madre y Helena se percataron y se miraron entre ellos. Su madre se puso en pie y se sacudió las faldas.

—Será mejor que subamos a cambiarnos. Portia y Penélope no tardarán en bajar y nos encontrarán sentados aquí, todavía sin arreglar.

El grupo se dispersó cuando todos se retiraron a sus aposentos.

—Tendremos que hablar más tarde —le dijo Lucifer en un murmullo mientras subía la escalinata a su lado.

Luc asintió.

—Tendremos que hacer algo más. —Replico el mientras lo miraba a los ojos, de un azul tan oscuro como el suyo—. Necesitamos trazar un plan.