AL día siguiente comenzaron las visitas que la nobleza provinciana consideraba de rigor cuando se recibía a una recién casada en la comunidad. El señor Gingold y su esposa encabezaban la marcha, sorprendidos en parte porque sus dos hijos, dos muchachos larguiruchos y tremendamente tímidos, los acompañaran.
A Luc le bastó con echarles un vistazo para enviar a un criado en busca de Portia y Penélope. Amelia, que charlaba con la señora Gingold, meditó al respecto… Aunque los Gingold eran una pareja agradable y vivaracha, no podía creer que Luc alentara a sus hermanas en esa dirección. A pesar de las dificultades económicas, los Ashford pertenecían a la alta sociedad.
La señora Gingold despejó sus dudas. Cuando las más pequeñas de las Ashford aparecieron y saludaron a los invitados, la expresión de los rostros de los dos muchachos arrancó un suspiro a su madre. La dama intercambió una mirada elocuente con Minerva antes de añadir en un quedo susurro:
—Embobados, los dos. Tienen menos sentido común que un par de cachorritos, pero no me cabe la menor duda de que se les pasará pronto.
Aunque ese «pronto» era demasiado largo para Portia y Penélope, según reflejaban sus rostros. Amelia no las perdió de vista ni un momento. Ambas soportaban a regañadientes la compañía de los jovenzuelos en la terraza, mientras ellos conversaban en el salón. La señora Gingold, Minerva, Emily, Anne y ella intercambiaron cotilleos locales y londinenses; entretanto, Luc y el señor Gingold, que se habían sentado aparte, trazaban planes para las nuevas cosechas y la reparación de las cercas.
Sus cuñadas más jóvenes se comportaban con la misma arrogancia y superioridad que su hermano mayor, y sus lenguas no tenían nada que envidiarle.
No escuchaba lo que decían, pero cuando Portia, con las cejas enarcadas, le contestó con vehemencia a uno de los jóvenes logrando que a este se le descompusiera el rostro, Amelia se compadeció de él.
Por suerte, antes de que se sintiera obligada a rescatar a esos pobres desdichados de la desgracia que ellos mismos se habían buscado, el señor Gingold concluyó su conversación con Luc y se puso en pie. Su esposa intercambió una sonrisa resignada con Minerva antes de mirarla a ella y se levantó del diván.
—Vamos, muchachos, es hora de marcharnos.
Pese a todos sus padecimientos, los muchachos no querían marcharse. Por suerte para ellos, sus padres no les prestaron atención. Todos los presentes salieron al pórtico. Portia y Penélope acribillaron a preguntas al señor Gingold, haciéndole objeto del ávido interés que negaban a sus hijos. La señora Gingold subió a la calesa mientras que uno de los jovenzuelos se hacía cargo de las riendas y el otro montaba a caballo, al igual que su padre.
Los Ashford despidieron a sus invitados y regresaron al interior. Minerva se marchó, seguida de Emily y Anne; Luc desapareció entre las sombras del vestíbulo de entrada. Dado que Portia y Penélope estaban a punto de imitarlos, Amelia echó un vistazo hacia las perreras.
—Voy a ver cómo está Galahad. Seguro que a él y al resto de la carnada les viene bien dar una vuelta. —Miró a las muchachas—. ¿Por qué no me acompañáis? Estoy segura de que a la señorita Pink no le importará que os retraséis un poco más.
—No le importará si le decimos que estábamos contigo —replicó Penélope, mientras se daba la vuelta—. Además, no deberías sacar a los cachorros tú sola. Son demasiados para que los vigile una sola persona.
—Muy cierto. —Portia se alejó de la puerta—. Y son tan indefensos…
Amelia aprovechó la oportunidad que el comentario le brindaba.
—Y hablando de cachorros indefensos… —Esperó hasta que ambas jovencitas la miraron y guardó silencio hasta que ambas comprendieron y apartaron la vista, incómodas.
—Bueno, es que son muy irritantes. Y un par de bobos. —Penélope miró con el ceño fruncido hacia el lugar por el que habían partido los Gingold.
—Tal vez, pero no es su intención. Y hay una diferencia entre desanimar con amabilidad y arrancarles el corazón sin miramientos. —Amelia miró a Portia, que tenía la vista clavada en el valle y los labios apretados—. Podríais intentar ser más comprensivas.
—Son mayores que nosotras… Deberían demostrar algo más de sentido común en lugar de limitarse a mirarnos embobados. —Portia levantó la barbilla y la miró a los ojos—. Es imposible que crean que esa actitud nos halaga.
Se notaba que no tenían hermanos menores, y que tanto Edward como Luc les llevaban muchos años. En lo tocante a los jovencitos, ella contaba con muchísima más experiencia que sus cuñadas. Tras exhalar un suspiro, tomó a Penélope del brazo e hizo lo mismo con Portia antes de echar a andar en dirección al sendero de gravilla que rodeaba la casa.
—Tal vez sean mayores que vosotras, pero en lo que se refiere a las relaciones entre hombres y mujeres, los muchachos, incluso los hombres, siempre van un paso por detrás. Es algo que no debéis perder de vista. En el caso de los Gingold, mostrarles un poco de comprensión (no, no me refiero a darles ánimos ni a acceder a sus deseos, sólo a tratarlos con amabilidad) puede reportaros beneficios en el futuro. Es muy posible que siempre vivan en esta zona y en el futuro pueden ser relaciones muy convenientes; no hay necesidad de que tengan malos recuerdos de vosotras. Y lo que es más importante, un poco de práctica a la hora de tratar con la devoción masculina, por muy equivocada que esta sea, no os vendrá mal. Cuando llegue el momento de vuestra presentación en sociedad, saber cómo tratar con los jóvenes embelesados…
La voz de Amelia se desvaneció mientras se alejaban por el sendero. Desde el lugar en el que había estado oculto tras la puerta, Luc se arriesgó a echar un vistazo. Caminaban despacio, con las cabezas muy juntas (una de cabello negro, otra rubia y la tercera castaña) mientras Amelia las reconvenía y sus hermanas escuchaban; tal vez lo hicieran a regañadientes, pero estaban escuchando. Había estado esperando el momento oportuno para señalarles precisamente lo que ella les estaba diciendo, pero jamás habría tenido tan buenos resultados como Amelia.
Además, jamás habría admitido estar un paso por detrás en las relaciones entre hombres y mujeres.
Aunque fuera verdad.
Se demoró en el vestíbulo mientras la tensión que se había apoderado de él ante la perspectiva de una discusión con Portia y Penélope acerca de ese comportamiento tan inexcusable lo abandonaba. Una vez que desapareció, su mente regresó a la obsesión que lo ocupaba últimamente: esa otra mujer con la que tenía que lidiar.
Reprimió un suspiro resignado y se encaminó a su despacho.
Pasó una semana de largos días soleados, salpicados por más visitas a medida que las familias de la zona se acercaban a ofrecerle sus buenos deseos a Amelia. Dado que los conocía a todos, la familiaridad y el desenfado fueron la tónica de dichas visitas. Sin tener en cuenta esos interludios sociales, un aura de vibrante vitalidad parecía haberse adueñado de Calverton Chase, cosa que a Luc le resultaba de lo más cómodo y familiar.
Así era como siempre había sido su hogar hasta donde le alcanzaba la memoria. En los largos pasillos resonaban los murmullos de la servidumbre, la risa y los susurros de sus hermanas, la voz más comedida de su madre, las risillas de las doncellas, las bruscas órdenes de Molly y la voz más profunda de Cottsloe. Para él, ese murmullo (un murmullo que contenía cientos de sonidos) representaba gran parte de aquello por lo que había estado luchando los últimos ocho años.
Los sonidos de Calverton Chase en pleno verano representaban la esencia de la familia, la esencia de un hogar.
Y a esa sinfonía se había sumado otra voz, otra persona. Se descubría una y otra vez agudizando el oído para escuchar la voz de Amelia mientras conversaba con sus hermanas, las interrumpía, las regañaba o las animaba.
Acompañada de su madre, Emily y Anne, Amelia devolvía las visitas de sus vecinos, cumpliendo así con las expectativas sociales. Tanto Emily como Anne observaban y aprendían, fijándose en su comportamiento más de lo que se habían fijado en el de su madre.
La esperada carta de lord Kirkpatrick llegó. Su madre estaba complacida; imbuida de la confianza que otorgaba la experiencia en tales asuntos, simplemente asumió que no habría problemas. Y no había motivos para que estuviera equivocada.
Emily, en cambio, estaba muy nerviosa, como era de esperar; comenzó a preocuparse por nimiedades. Luc se preparó para hablar con ella, para conseguir de alguna manera calmar sus miedos… pero Amelia se le adelantó, evitando así que tuviera que enfrentarse a algo que no terminaba de entender.
Emily respondió a los reconfortantes comentarios de Amelia con una sonrisa y volvió a su habitual forma de ser casi de inmediato. Luc estaba más que agradecido.
Y se sintió igual de contento cuando descubrió que su esposa estaba animando a Anne, no presionándola, sino apoyándola, que era justo lo que él había querido hacer, aunque jamás lo hubiera logrado por completo. Era un hombre, después de todo; sus hermanas lo tenían calado, si bien cada una lo consideraba de una manera.
Razón por la cual reaccionó de forma instintiva cuando, una noche durante la cena, Amelia se interpuso entre Portia y él, y no fue precisamente movido por el agradecimiento, sino a causa de una emoción muy diferente.
Amelia se percató de su mirada sombría y de la tensión que lo invadía, a pesar de estar sentada al otro extremo de la mesa. Enarcó una ceja en respuesta, pero se negó a entregarle las riendas de la conversación que acababa de arrebatarle.
Sin embargo, esa misma noche y tan pronto como se quedaron a solas, sacó el tema para explicarle los motivos que la habían llevado a hacerlo antes de que él dijera nada, y le pidió abiertamente su aprobación. Y se la dio porque, tal y como era la tónica en lo referente a sus hermanas, Amelia estaba en lo cierto. El instinto que demostraba para manejarlas estaba mucho más desarrollado que el suyo; de forma que, cuando ella le expuso sus argumentos, comprendió su actitud y aceptó su forma de enfocar el asunto.
Accedió a regañadientes a dejarlas en sus manos, aunque se quedó más tranquilo a medida que Amelia aprovechaba cualquier momento de intimidad para hablarle de sus progresos.
Poco a poco, tan despacio que al principio ni se dio cuenta, se fue despojando de la pesada carga de tratar con sus hermanas. Se relajó… y entonces lo comprendió. Se percató de que estaba menos tenso en su presencia y de que, de ese modo, disfrutaba mucho más de su compañía. No las amaba menos, pero esa distancia lo ayudaba a mirarlas de otra forma, sin que lo cegaran sus instintos ni el hecho de que estuvieran bajo su responsabilidad.
Legalmente seguían siendo su responsabilidad; pero, en la práctica, dicha responsabilidad era compartida.
El descubrimiento lo dejó aturdido y volvió a provocar una reacción, una preocupación de la que no le resultaba fácil deshacerse.
Cuando entró en su dormitorio esa misma noche, Amelia ya estaba en la cama, recostada contra los almohadones y con el pelo suelto. Lo observó mientras se acercaba, con un aire de serena expectación.
Se detuvo junto a la cama y la miró a los ojos mientras buscaba con las manos el cordón de la bata.
—Has sido de mucha ayuda con mis hermanas… con todas ellas. —Se quitó la bata y la dejó caer al suelo. Observó cómo la mirada de Amelia descendía por su cuerpo—. ¿Por qué?
—¿Por qué? —le preguntó sin alzar la vista mientras se reunía con ella en la cama; cuando estuvo acostado, extendió los brazos hacia él y lo miró a los ojos—. Porque me caen bien, por supuesto. Las conozco desde siempre y necesitan… no ayuda, pero sí ciertos consejos.
Siguió mirándolo mientras él se pegaba a su cuerpo hasta que estuvieron piel con piel y, después, alzó una mano para apartarle un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.
—Tu madre… Bueno, ha pasado bastante tiempo desde la última vez que tuvo que enfrentarse a estas cosas y muchas de ellas han cambiado a lo largo de los años.
—¿Eso quiere decir que lo estás haciendo por ellas?
Amelia esbozó una sonrisa y se recostó con gesto incitante, mientras le acariciaba una mejilla con los dedos.
—Por ellas, por ti… por nosotros.
Luc titubeó. Había esperado ese «por ti», y también esperaba comprenderlo. No iba a preguntar al respecto.
—¿Por nosotros?
Ella se echó a reír.
—Son tus hermanas y nosotros estamos casados… Eso las convierte en mis cuñadas. Son familia y necesitan consejos, unos consejos que yo puedo proporcionarles. Así que no te quepa duda de que haré cuanto esté en mi mano para facilitarles las cosas. —Le enterró los dedos en el pelo y tiró de su cabeza hacia ella—. Te preocupas demasiado. Son inteligentes y encantadoras. Se las apañarán a las mil maravillas. Confía en mí.
Y eso hacía. Se apoderó de sus labios y se desentendió del asunto… dejando que otro bien distinto ocupara su lugar. Que el poder y la pasión se llevaran sus pensamientos; que las sensaciones y las emociones rigieran sus vidas; que sus cuerpos se fundieran al igual que sus almas.
Más tarde, yacía en la cama iluminada por la luz de la luna con Amelia dormida a su lado cuando se dispuso a ordenar sus pensamientos.
Quería mucho a sus hermanas, y Amelia lo sabía. De ahí que hubiera cuestionado sus motivos para ayudarlas. Una reacción de lo más reveladora. En lo referente a ella y a la relación que los unía se sentía abrumado por la incertidumbre. Incluso había llegado a pensar que lo que ella buscaba a través del control tanto de sus hermanas como de los asuntos domésticos era, en última instancia, controlarlo a él.
Su posición, su misma naturaleza, estaba tan enraizada en su hogar, en su familia, que el control sobre esos dos aspectos le otorgaría una enorme influencia sobre él. Aunque había esperado que su esposa se hiciera cargo de la casa, no había previsto que quisiera ayudarlo con sus hermanas.
Una estupidez por su parte, si bien comenzaba a sospechar que había sido (y que seguía siendo) mucho más estúpido en otro aspecto.
Hacía mucho que había reconocido el poder que ostentaba el amor y siempre le había preocupado la posibilidad de que fuese tan poderoso como para regir su vida. Tal y como había sucedido.
Amelia siempre había sido una mujer extremadamente controladora y tan obstinada como él mismo; sin embargo, era la única mujer a la que había deseado de verdad, la única a la que había deseado como esposa. Y la había conseguido.
Su preocupación, su desconfianza, incluso su persistente incertidumbre… todo provenía del hecho de no saber por qué ella lo había escogido como marido. Había asumido e imaginado muchas cosas… Todas equivocadas, al parecer.
Y seguía sin saberlo.
No obstante, por fin estaba empezando a creer que no era el deseo de controlarlo lo que la motivaba.
A la tarde siguiente, Amelia estaba en su gabinete revisando las cuentas de la casa cuando Molly entró.
—Viene un tílburi por el camino, señora. Un caballero y una dama, ambos de cabello oscuro… Nadie de por aquí, aunque creo haberlos visto en su boda.
Desconcertada, Amelia dejó a un lado la pluma.
—Veré de quién se trata.
Estaba esperando a Amanda y Martin, que llegarían en unos cuantos días junto con sus padres, Simón y su tía Helena. En esos momentos estaban de visita en Hathersage, el nuevo hogar de su hermana gemela que ella aún no conocía. La preocupación de que hubiera ocurrido un imprevisto que los hiciera acudir antes de tiempo hizo que se dirigiera a toda prisa al vestíbulo principal.
Cottsloe le abrió la puerta de entrada. Amelia se protegió los ojos del sol con una mano y echó un vistazo a la larga curva que describía el camino. Avistó el tílburi cuando este subía la cuesta de acceso a la mansión.
Retrocedió un paso y miró a Cottsloe.
—Por favor, dile a Su Ilustrísima que Lucifer y Phyllida están aquí.
Se dio la vuelta y salió al pórtico para recibir a su primo y a su esposa.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Lucifer en cuanto este bajó de su tílburi.
Su primo desvió la mirada hacia el lacayo que se acercaba a toda prisa para hacerse cargo de los caballos antes de observar el pórtico, donde Cottsloe esperaba junto al criado que se encargaría del equipaje. Volvió a mirarla y esbozó su encantadora sonrisa antes de darle un abrazo y plantarle un beso en la mejilla.
—Te lo diré más tarde, cuando sólo estemos tú, Luc y yo.
—Y yo —añadió Phyllida al tiempo que le daba unos golpecitos en la espalda a su marido.
Lucifer se giró y la ayudó a bajar.
—Y tú, por supuesto, eso se da por descontado.
Phyllida lo miró con los ojos entrecerrados antes de abrazarla.
—No te preocupes —le susurró—, nadie está en peligro.
Lucifer estaba observando los alrededores.
—Magnífico paisaje.
Phyllida y ella intercambiaron una mirada antes de echar a andar hacia la casa tomadas del brazo.
—Bueno, aparte de eso —le dijo Phyllida—, tienes que contármelo todo. Soy yo la que está aquí, así que quiero que me pongas al día antes de que lleguen los demás. ¿Cómo te van las cosas? —Levantó la vista y vio a Luc en el pórtico—. ¡Vaya! Aquí está tu marido. Es casi tan guapo como el mío…
—¿Casi? —Amelia se echó a reír—. Tenemos diferentes gustos, supongo.
—Sin duda alguna —replicó su prima política.
Serio y evidentemente preocupado, Luc enarcó una ceja mientras ellas se acercaban; Amelia le comunicó con una simple mirada que tendrían que esperar a otro momento y musitó un «Después» cuando pasó por su lado antes de comenzar a darle órdenes a Molly.
Había muchas cosas de las que hablar y sobre las que reírse. Tanto el té que tomaron un poco más tarde de lo normal como la cena pasaron en un santiamén. Luc y Lucifer rechazaron el placer del oporto, de manera que la familia se acomodó en el salón.
A la postre, Portia y Penélope se retiraron con la señorita Pink; pasados unos minutos, su madre siguió su ejemplo. Luc se levantó en cuanto la puerta se hubo cerrado a su espalda. Se acercó al aparador, sirvió dos copas de brandy y le ofreció una a Lucifer antes de sentarse en el brazo del sillón de Amelia.
Tomó un sorbo antes de hablar.
—¿Cuál es el problema?
Lucifer recorrió la estancia con la mirada antes de clavarla en él.
—Nadie puede oírnos. Las habitaciones están lo bastante alejadas —le aseguró.
Lucifer asintió.
—De acuerdo. El problema no está muy claro. Aunque los hechos son los siguientes: tras vuestra boda, Phyllida y yo regresamos a Londres ya que habíamos planeado quedarnos otra semana; tenía la intención de ponerme en contacto con algunas amistades.
Luc asintió, ya que conocía el interés de Lucifer por la plata y las joyas.
—Una tarde, mientras repasaba la colección de un antiguo conocido, me topé con un antiquísimo salero de plata. Cuando le pregunté dónde lo había conseguido, admitió que había entrado a formar parte de su colección a través de la puerta trasera y de mano de uno de los «traperos», que es como llama a aquellos que venden objetos de dudosa procedencia.
—¿Objetos robados?
—Normalmente, sí. Por regla general, los mejores establecimientos evitan estos objetos, pero en el caso del salero, este conocido había sido incapaz de resistirse. —Lucifer frunció el ceño—. Lo que es una suerte para nosotros. La última vez que vi ese salero estaba en Somersham Place. Fue un regalo hecho a alguno de mis antepasados por los servicios prestados a la Corona.
Amelia se incorporó.
—¿Lo habían robado de Somersham?
Lucifer asintió.
—Y no fue lo único. Recuperé el salero y lo llevé de vuelta a Somersham Place. Cuando llegamos, Honoria estaba hecha una furia. Esa mañana había recibido tres cartas de diferentes miembros de la familia que habían pasado la noche allí. A todos les faltaban pequeños objetos… Una cajita de rapé de Sevres, un brazalete de oro, un broche de amatistas…
—Parece ser obra del mismo ladrón que ha estado sisando objetos por todo Londres. —Luc también frunció el ceño—. No creo que hayáis hecho un viaje tan largo sólo para contarnos esto. Debe de haber algo más.
—Desde luego, pero no debemos apresurarnos a sacar conclusiones, porque, la verdad sea dicha, no tenemos suficientes pruebas. Sin embargo, hay dos razones por las que hemos venido. La primera es que las desapariciones ya se habían hecho públicas antes de que Diablo y Honoria se dieran cuenta de lo que sucedía, de manera que no han podido mantener el asunto en el ámbito estrictamente familiar, tal y como les habría gustado. —Lucifer levantó la mano para detener la pregunta que Amelia estaba a punto de hacer—. La única conclusión a la que hemos llegado después de analizar los distintos objetos robados y los lugares donde se produjeron los robos, incluyendo los que tuvieron lugar en Somersham Place, es que tienen un denominador común: hay un grupo de personas que asistió a todos esos lugares.
El silencio se abatió sobre los presentes. Durante largo rato, nadie habló. Lucifer lo miró sin pestañear y Luc enfrentó su mirada.
—Los Ashford —concluyó con voz serena y sin inflexiones.
Lucifer compuso una mueca.
—Visto lo visto, sí. Diablo y Honoria han regresado a Londres para intentar acallar los rumores en la medida de lo posible. Es una suerte que la temporada social esté a punto de acabar, y si podemos encargarnos del asunto (sea lo que sea) con rapidez, el daño será mínimo.
A ojos de Amelia, la serenidad de Luc era antinatural.
—No podemos permitirnos otro escándalo, no después de lo de Edward.
Lucifer asintió con la cabeza.
—Sabíamos que pensarías así, por eso hemos venido mientras que Diablo y Honoria volvían a la ciudad. Tenemos que identificar al culpable para encargarnos de la situación como mejor nos convenga. Y, en caso de que sea necesario, minimizar los daños.
Con la mirada perdida, Luc asintió. Se llevó la copa a los labios y le dio un sorbo al brandy.
Phyllida, que hasta ese momento había permanecido en silencio, intervino:
—No les has contado el resto.
Lucifer miró a su esposa y compuso una mueca antes de volver a mirarlos.
—Cuando estábamos discutiendo esto (me refiero a Diablo, Honoria, Phyllida y yo mismo), nos olvidamos de que había alguien más en la habitación. La tía abuela Clara. Como de costumbre, nos embrolló al decirnos que tal vez esa acompañante que hace las veces de enfermera podría haber visto algo de utilidad. Por fortuna, la señora Althorpe, que así se llama la mujer, no es ni mucho menos tan imprecisa como la tía Clara. Cuando hablamos con ella, recordaba el incidente con bastante claridad.
»Fue en vuestra noche de bodas y se había quedado levantada hasta tarde atendiendo a la tía Clara. Cuando regresó a su habitación, vio que una joven regresaba a la casa a toda prisa. Era ya pasada la medianoche. La señora Althorpe está segura de que la joven tiene edad para haber sido presentada en sociedad, aunque no es demasiado mayor, y afirma que parecía muy nerviosa. Extremadamente nerviosa.
—¿Pudo describirla? —preguntó Amelia.
—Como la veía desde arriba, no le vio el rostro. Lo que sí vio fue una melena castaña que posiblemente le llegara a la altura del hombro. La joven llevaba una capa, pero se le había caído la capucha de la cabeza.
—Cabello castaño —murmuró Luc antes de darle otro sorbo a su copa.
—Sin duda alguna. La señora Althorpe fue tajante en ese aspecto: ni negro ni rubio. Castaño.
«Podría ser una de mis hermanas», pensó Luc.
Pronunció esas palabras en voz alta cuando llegó a la inevitable conclusión. Amelia sabía cuánto le había costado hacerlo.
Ni Lucifer ni Phyllida dijeron nada. Se retiraron a sus respectivas habitaciones en silencio, sumidos cada cual en sus pensamientos.
En ese momento, Amelia estaba tumbada en la cama, y observaba cómo Luc se acercaba a ella muy despacio. Tenía el rostro inexpresivo; estaba muy lejos de ella, mucho más distante de lo que jamás había estado desde que hablaran de matrimonio.
Sufría por él. Después de haber salvado a su familia de los excesos de su padre, de haberlos librado del escándalo provocado por Edward, de haber trabajado muy duro para reflotar sus finanzas… se encontraba con que sus esfuerzos quedaban empañados por algo así.
La amenaza implícita era demasiado real. Si las sospechas eran ciertas… para él sería un golpe mortal.
Amelia esperó hasta que estuvo a su lado entre las sábanas. Se armó de valor y le preguntó sin ambages:
—¿Quién crees que es? ¿Emily o Anne?
Esa quietud que en ocasiones se apoderaba de él hizo acto de presencia. Luc no dijo nada, se limitó a quedarse muy tenso junto a ella. Amelia se mordió el labio para reprimir la abrumadora necesidad de hablar, de abrazarlo. De retirar su pregunta.
Poco después, Luc soltó el aire.
—Creo que… —Se detuvo y, cuando volvió a hablar, su voz sonó distinta—. Me he estado preguntando si podría tratarse de mi madre. —Fue él quien extendió los brazos y le cogió las manos para apretárselas con fuerza—. Me he estado preguntando si… Bueno, ya sabes cómo se enfrentan algunas familias a este tipo de problema, escondiéndolo y negándose a hablar del tema.
Era una posibilidad que a ella no se le había ocurrido.
—¿Te refieres a…? —Comenzó y luego se volvió hacia él, acercándose más en busca del consuelo que su proximidad le proporcionaba—. ¿Te refieres a que tal vez haya desarrollado el hábito de coger cosas insignificantes que le llaman la atención y que ni siquiera se haya dado cuenta de ello?
Él asintió.
—La muchacha que vio la enfermera tal vez no tenga nada que ver con los robos, tal vez estuviera allí por algo diferente.
Amelia pensó en Minerva, tan inteligente, serena y sabia.
—No, no me lo imagino —concluyó, con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Esas damas ya mayores que empiezan a coger cosas… Por lo que he oído, son bastante olvidadizas, y no sólo en lo referente a los objetos de los que se apoderan. Tu madre no tiene esos síntomas, ni mucho menos.
Él titubeó antes de añadir en voz baja:
—Ha estado sometida a mucha presión estos últimos años…
Amelia recordó la serena fuerza de su suegra. Se pegó todavía más a él y le puso una mano en el pecho.
—Luc, no es tu madre.
Buena parte de la tensión que lo atenazaba abandonó su cuerpo. Le soltó los dedos y le pasó el brazo por debajo de la cabeza, de modo que ella pudo acercarse aún más en cuanto estuvo rodeada por sus brazos.
Luc aceptó su consuelo y su ayuda, en lugar de rechazarlos.
Cerró los ojos en señal de silencioso agradecimiento un momento antes de sentir el beso que Luc depositó en su coronilla y el peso de su cabeza cuando la apoyó contra la suya.
Pasado un largo rato, él volvió a hablar.
—Si no es mi madre, entonces sólo puede ser Anne.