«¡HOMBRES!», pensaba Amelia. Gracias a Dios que era testaruda. Mucho más testaruda que él. Mientras subía los escalones en dirección a la segunda planta de la mansión, siguió recriminando para sus adentros a su amo y señor. Ese epítome de infalibilidad masculina que, en esa cuestión en concreto, estaba resultando increíblemente obtuso.
¡No podía creer que fuera tan estúpido como para no ver lo que tenía delante de las narices!
Después de lo que habían compartido durante esa calurosa tarde, cualquiera diría que la situación era más que obvia. Se amaban. Estaban enamorados. Ella estaba enamorada de él y Luc estaba enamorado de ella. No había más alternativa. No había ninguna otra posibilidad que explicara lo que había sucedido entre ellos y todo lo que había surgido desde entonces.
Sin embargo, ya habían pasado dos días (¡cuarenta y ocho horas!), y él seguía sin decirle nada y sin dar indicios de hacerlo.
Lo que sí hacía era observarla con detenimiento, cosa que la había llevado a tomar la firme determinación de imitarlo. Ella sí que no iba a decir nada…
No se atrevía.
¿Y si ese dichoso hombre era en realidad tan estúpido como para no haberse percatado de la verdad? O si se negaba a verla… que era lo más probable. Pero, en cualquier caso, si mencionaba la palabra «amor», perdería toda la ventaja que tanto trabajo le había costado conseguir. Él volvería a enarbolar sus defensas y ella se quedaría al otro lado.
No era tan tonta como para correr ese riesgo. Después de todo, tenía tiempo. Dos días antes se estaba felicitando por haber llegado tan lejos en tan poco tiempo. Ambos se habían adentrado en el misterioso reino que era el amor. El misterioso reino que el amor estaba demostrando ser. Aunque sólo llevaran casados nueve días.
Junio ni siquiera había llegado a su fin.
Por tanto, no había necesidad de afrontar el riesgo de obligarlo a confesar.
Cuando llegó al último escalón, no se molestó en guardar silencio.
—¡Ja! —Como si pudiera obligarlo a hacer algo…
Tendría que ser paciente y ceñirse al plan inicial, aferrarse con uñas y dientes a su objetivo.
«¡Tengo veintitrés años!», se quejó para sus adentros.
Hizo a un lado las protestas de su mente y atravesó con paso decidido el pasillo situado justo sobre los aposentos principales.
—¿Has visto a Su Ilustrísima? —le preguntó Luc al ama de llaves cuando la vio aparecer por el otro extremo del pasillo llevando un montón de sábanas limpias en los brazos y con dos camareras a la zaga.
—No, milord. No he visto a la señora desde el almuerzo. Estaba en la salita.
Eso era antes. En esos momentos no estaba allí, y lo sabía porque acababa de comprobarlo. Frunció el ceño y se encaminó hacia el vestíbulo principal.
Una de las camareras se detuvo para hacerle una reverencia antes de decir:
—Vi a milady subiendo la escalinata, milord. Cuando veníamos de camino hacia aquí.
La muchacha llevaba otro montón de sábanas dobladas en los brazos.
—Hará unos quince minutos, milord —apuntó el ama de llaves.
—Gracias, Molly —dijo al tiempo que echaba a andar hacia las escaleras.
Aminoró el paso conforme subía y comenzó a preguntarse por qué habría subido Amelia a sus aposentos y qué estaría haciendo cuando la encontrara. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué excusa podría ofrecerle que explicara su presencia?
Se detuvo al llegar a la primera planta y dejó a un lado las dudas. ¡Estaba casado con la puñetera mujer y tenía todo el derecho a buscarla cuando se le antojara!
Se encaminó hacia el dormitorio, abrió la puerta… y un vistazo rápido le indicó que estaba vacío. Se sintió un tanto decepcionado. Miró en dirección a la puerta que comunicaba el dormitorio con el gabinete de Amelia. Decidido, entró y cerró la puerta tras de sí. Tal vez hubiera escuchado sus pisadas en el pasillo. Si aparecía por la puerta del gabinete procedente del dormitorio, daría la impresión de que la estaba buscando.
No obstante, cuando entró en el gabinete, descubrió que también estaba vacío. Frunció el ceño y regresó al dormitorio. Miró en su propio gabinete, una estancia que rara vez utilizaba, pero Amelia tampoco estaba allí.
Regresó al dormitorio y clavó la vista en la cama. En la cama de ambos. En la cama en la que, desde aquella tarde que pasaron en ella, ya no había barreras entre ellos, ni emocionales ni físicas. Allí reinaba la verdad; sin embargo, de lo que no estaba tan seguro era de que esa verdad fuera realmente amor por parte de Amelia.
Por su parte ya no lo dudaba. Cosa que incrementaba su incertidumbre y hacía que su problema tuviera una importancia vital.
Si lo que Amelia sentía por él era amor, tanto él como el futuro de ambos se asentaban sobre buenos cimientos.
Si no era amor… se encontraba en una posición horriblemente vulnerable.
No podía asegurar nada. Aun cuando la observaba como un halcón, todavía no había vislumbrado ni una sola señal externa de que lo amara; ninguna evidencia de que lo que sentía por él cuando estaba enterrado en su cuerpo era algo más que un vínculo físico.
Contempló la cama y después dio media vuelta. Para otros hombres esa entrega física sería suficiente garantía. Para él no lo era. Hacía mucho tiempo que había dejado de serlo.
Cuando llegó a la puerta volvió la vista atrás, hacia la cama. Lo que representaba ese lecho lo aterrorizaba y lo estimulaba a la vez. Al menos tenía tiempo, unos cuantos meses. Hasta finales de septiembre. No tenía por qué cundir el pánico.
El matrimonio duraba toda la vida; y, en esos momentos, nada era más importante que convencer a Amelia de que lo amaba y de que lo demostrara, al menos lo suficiente como para que él se convenciera. A fin de que pudiera sentirse seguro y emocionalmente a salvo de nuevo.
Salió de sus aposentos y se encaminó hacia la escalinata, donde se detuvo, perplejo. ¿Dónde estaba? Extendió una mano hacia la barandilla con la intención de bajar, pero en ese momento oyó un ruido. Débil y distante. Imposible localizar su emplazamiento. Cuando se repitió con más fuerza, alzó la vista.
Instantes después, enfilaba hacia el siguiente tramo de escalera para subir a la segunda planta.
La puerta del otro extremo del pasillo se encontraba abierta. Tras ella estaba la habitación infantil, que gozaba de unas excelentes vistas del valle. Se acercó sin que ella lo oyera, gracias a la alfombra. Apoyó un hombro en el marco de la puerta y se dispuso a observarla.
Amelia estaba de perfil, contemplando una cuna grande, situada entre dos ventanas. Tomaba notas.
La imagen hizo que le diera un vuelco el corazón y que comenzara a hacer cálculos a toda prisa… No, era imposible. La emoción que lo había embargado era familiar y, a tenor de lo que Amelia estaba haciendo, había alcanzado nuevas cotas. Deseaba verla con su hijo en brazos; ese deseo se había convertido en una parte integral y poderosa de su ser. Y, gracias a Dios, era una faceta del amor que sentía por ella que no necesitaba ocultar.
Amelia alzó la cabeza tras anotar algo. Todavía no se había percatado de su presencia. Leyó lo que había escrito y se guardó el cuadernillo y el lápiz en el bolsillo.
Se apartó de la cuna y se encaminó hacia una cómoda pequeña situada a los pies de una de las ventanas. Abrió dos cajones, echó un vistazo al interior y después los cerró. Acto seguido, miró hacia la ventana y extendió un brazo para tirar de los barrotes sujetos al marco.
Luc esbozó una sonrisa.
—Son fuertes. Te lo aseguro.
Ella soltó los barrotes y lo miró de reojo.
—¿Intentaste salir por ahí?
—En más de una ocasión. —Se apartó de la puerta para acercarse a ella—. Edward y yo. Los dos a la vez.
Amelia contempló los barrotes con renovado respeto.
—Si pudieron haceros frente a vosotros dos, son seguros.
Se detuvo al llegar a su lado. Ella no dio media vuelta ni lo miró.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
Amelia comenzó a alejarse mientras hacía un gesto con la mano, pero él la aferró por la muñeca. Clavó los ojos en sus dedos antes de mirarlo a la cara.
—He estado haciendo una lista con las cosas que debemos renovar. Molly y yo no entramos aquí cuando recorrimos la casa el otro día. —Echó un vistazo a su alrededor al tiempo que hacía un amplio gesto con la otra mano—. Hay que cambiar los muebles, como puedes ver. Desde que hubo niños aquí han pasado… ¿cuántos, doce años?
Sin dejar de mirarla a los ojos, Luc se llevó la muñeca a los labios.
—Me lo dirías, ¿verdad?
Amelia parpadeó varias veces.
—Por supuesto —contestó antes de apartar la vista hacia la ventana—. Pero no hay nada que decir.
—Todavía… —replicó él sin soltarla de la mano y entrelazando los dedos con los suyos. Mientras contemplaba su perfil se percató de que ella había tensado la mandíbula—. Cuando haya algo que decir, te acordarás de hacerlo, ¿verdad?
Ella lo miró.
—Cuando haya algo que necesites saber…
—Eso no es lo que te estoy pidiendo.
Amelia alzó la barbilla y devolvió la vista a la ventana. Luc reprimió un suspiro.
—¿Por qué no tenías pensado decírmelo?
En realidad, la respuesta no importaba. Si era capaz de seguir la evolución de las complicadas operaciones financieras en las que invertía, era más que capaz de deducir otras cosas por sí mismo, sobre todo cuando se lo recordaban. Y Amelia se lo había recordado. No obstante, el hecho de que no hubiera mencionado la posibilidad de inmediato… ¿qué decía ese detalle de la impresión que tenía de él?
—Tal y como te he dicho, no hay nada todavía que comunicarte y cuando necesites saberlo… —Amelia…
Ella dejó de hablar y frunció los labios. Poco después, prosiguió:
—Sé cómo vas a comportarte. Lo he visto en todos mis primos. Incluso en Gabriel, que es el más sensato. En cuanto a ti… te conozco y sé que serás peor que cualquiera de ellos. Llevo años viendo cómo te comportas con tus hermanas. Te negarás en redondo a que haga nada y me encerrarás… no podré montar, ¡y ni siquiera podré jugar con mi cachorro! —Dio un tirón para zafarse de su mano, pero él no se lo permitió. Lo miró echando chispas por los ojos—. ¿Vas a negarlo?
Luc enfrentó su mirada sin titubear.
—No te prohibiré que juegues con los cachorros. —Guardó silencio mientras ella lo miraba con los ojos entrecerrados. Al instante, añadió—: Supongo que te das cuenta de que querría saber si estás embarazada, de que no sólo me preocuparía por el niño, sino también por ti. Te das cuenta, ¿no? No puedo ayudarte en la gestación, pero sí que puedo ayudarte a que no te suceda nada y eso es lo que pienso hacer.
Amelia sintió que la invadía una especie de calma. Había un deje de sinceridad en la voz de Luc, en su mirada, que le resultó enternecedor.
Se tensó bajo su escrutinio, pero siguió mirándola.
—Sé que seré obsesivo al respecto o, al menos, que mis órdenes te parecerán algo obsesivas, pero debes recordar que en lo que a los embarazos se refiere, los hombres como yo nos sentimos… inútiles. Podemos regir nuestras vidas como nos plazca, pero en ese aspecto… todos nuestros anhelos y deseos, lo que conforma el núcleo de nuestras vidas, parece estar en las inciertas manos del destino. No sólo fuera de nuestro control, sino también más allá de toda nuestra influencia.
Hablaba desde el fondo del corazón. Una confesión sincera y simple que los hombres como él rara vez hacían. Le dio un vuelco el corazón. Dio media vuelta para mirarlo cara a cara…
Y un alboroto procedente del exterior los interrumpió, haciendo que ambos se acercaran a la ventana para ver qué sucedía. Un carruaje acababa de detenerse frente a la entrada principal; tras él llegaba una procesión de vehículos más pequeños.
Un grupo de personas salió de la casa; otros saltaron de los distintos carruajes. La vizcondesa viuda, sus cuatro hijas y toda su servidumbre acababan de regresar de Londres.
Luc suspiró.
—Nuestra privacidad ha llegado a su fin.
La miró. Amelia sostuvo su mirada y percibió su deseo de besarla. Un deseo que flotó en el aire antes de que él cerrara los ojos. Le soltó la mano y retrocedió al tiempo que hacía un gesto en dirección a la puerta.
—Será mejor que bajemos.
Se dio la vuelta, pero en lugar de encaminarse hacia la salida, se acercó a él, se puso de puntillas y lo besó en los labios. La respuesta de su marido fue inmediata. Antes de alejarse de él disfrutó de la dulzura del momento como si de un tesoro se tratara.
Luc la dejó marchar a regañadientes.
Ella sonrió y lo tomó del brazo.
—Sí, te lo diré. Y sí, será mejor que bajemos.
—Fuimos al Astley’s Amphitheatre y a Gunter’s. Y al museo —estaba diciendo Portia mientras daba vueltas frente a la ventana del salón. Las horas que había pasado en el carruaje no habían mermado su entusiasmo por la vida en lo más mínimo.
—Fuimos dos veces al museo —agregó Penélope. La luz del sol se reflejó en los cristales de sus anteojos cuando alzó la cabeza. Estaba sentada en el diván.
Luc observó la frágil figura que se sentaba junto a Penélope. La señorita Pink parecía exhausta y no era de extrañar. Al parecer, la habían arrastrado por toda la ciudad varias veces durante la breve estancia de sus hermanas en la capital.
—No podíamos desaprovechar la oportunidad de ver todo lo que nos fuera posible.
Luc observó a su hermana. Ella le devolvió la mirada sin vacilar. Como era habitual, Penélope leyó sus pensamientos. En su opinión, ese era uno de sus hábitos más molestos.
—Disfrutamos muchísimo de nuestra estancia en Somersham —intervino su madre—. Y, aunque los últimos días en Londres han sido un tanto ajetreados porque debíamos cerrar la casa y demás, debo admitir que ha resultado un interludio agradable y jovial.
Su madre estaba sentada en su sillón habitual, tomándose un té. Su mirada voló brevemente hacia Emily, que estaba sentada al lado de la señorita Pink, antes de dirigirse a él.
Luc supuso que no tardaría en tener nuevas noticias sobre lord Kirkpatrick.
—Me alegró mucho que pudierais asistir a la boda en Somersham —dijo Amelia, que estaba sentada en otro sillón con una taza de té en la mano.
—Fue perfecta. ¡Perfecta! —exclamó Portia, que seguía dando vueltas y saltitos frente a la ventana—. Y volver a ver a todo el mundo… En fin, nos conocemos desde hace años, pero ha sido estupendo ponerse al día y saber cómo les va a todos.
Luc apoyó la espalda en la repisa de la chimenea. Estaba rodeado por un numeroso grupo de mujeres, tal y como era lo normal desde hacía ocho años. Las quería a todas, incluso apreciaba a la señorita Pink, por más que su cháchara supusiera una amenaza para su cordura. Por si no tenía bastante, había agregado otra al grupo… Una que amenazaba con convertirse en la más enervante de todas.
Portia era la más predecible. Cuando acabó con sus brincos, se acercó a él. Se parecían mucho; ambos compartían el cabello oscuro y los ojos azul cobalto. Además, su hermana también había heredado la constitución delgada de la familia de su madre. Era la más alta de las cuatro.
—Voy a ver los cachorritos. Deben de haber crecido muchísimo durante estas dos semanas.
Hizo una reverencia antes de echar a andar hacia las puertas francesas por las que se accedía a la terraza.
Luc se encogió en su fuero interno, pero se sintió obligado a decir:
—El macho más grande ya está adoptado… así que no te encariñes con él.
Portia se detuvo y le echó un vistazo por encima del hombro con las cejas enarcadas.
—Creí que era un futuro campeón… ¿te lo vas a quedar tú?
—No —contestó al tiempo que señalaba a Amelia con la cabeza—. Se lo he regalado a Amelia.
—¡Vaya! —La sonrisa de su hermana reflejó una sincera alegría… que englobaba más de un motivo… Miró a Amelia sin dejar de sonreír de oreja a oreja—. ¿Qué nombre le has puesto?
Luc cerró los ojos por un instante y gimió para sus adentros.
—Parece que le encanta husmear e investigar todos los recovecos —dijo Amelia, respondiendo a Portia con idéntica sonrisa—. Le he puesto Galahad de Calverton Chase.
—¿¡Galahad!? —Portia se aferró al borde de una silla con el asombro pintado en el rostro—. ¿Y Luc está de acuerdo?
Amelia se encogió de hombros.
—No hay ningún perro que se llame igual.
Portia lo miró. A juzgar por su expresión, estaba relacionando acontecimientos, cosa que él prefería que no hiciera. Su hermana entrecerró los ojos, que habían adquirido un brillo suspicaz, pero se limitó a decir:
—¡Espléndido! Voy a ver ese fenómeno con mis propios ojos.
Y retomó el camino hacia las puertas francesas.
Penélope dejó la taza sobre la mesa y cogió dos galletas a escondidas.
—Ya era hora, hermanito. Espérame, Portia. Yo también tengo que verlo.
Tras hacer un gesto de despedida con la cabeza en dirección a su madre y a Amelia, se apresuró a alcanzar a su hermana.
La cantidad de energía que inundaba la estancia descendió hasta niveles más agradables. Todo el mundo sonrió y se relajó un poco. Luc esperaba que al menos Amelia atribuyera el comentario de Penélope al nombre del cachorro. Estaba convencido de que su irritante hermana había hecho el comentario en alusión a algo mucho más personal.
Su madre dejó la taza en la mesa.
—Evidentemente, ha habido otros acontecimientos interesantes además de la visita al Astley’s y al museo. —Ayudada por los comentarios de Emily y Anne, su madre los puso al día, y les hizo llegar la enhorabuena de algunas de las damas más prominentes de la ciudad—. Podéis estar seguros de que, cuando volváis a Londres a finales de año, sufriréis todo un asedio, tanto vosotros como Amanda y Dexter.
—Con suerte, para entonces habrá surgido algún escándalo que distraerá a los volubles chismosos. —Luc se enderezó y dio un tironcito a uno de los puños de su camisa.
Su madre lo miró con expresión sarcástica.
—No apuestes por ello. Dado que Martin y Amanda se han refugiado en el norte y que vosotros os casasteis en Somersham y no habéis puesto un pie en la ciudad, las anfitrionas estarán ansiosas por echaros el guante.
Luc hizo una mueca de desagrado; Amelia sonrió.
La señorita Pink, bastante repuesta de los rigores del viaje, se puso en pie y se despidió con discreción. Emily y Anne, que ya habían apurado el té, decidieron retirarse a sus habitaciones.
—He dispuesto la cena a las seis —les dijo Amelia cuando las muchachas se inclinaron frente a ella en una reverencia.
—Me parece estupendo —replicó Emily—. Para esa hora estaré famélica.
Anne sonrió.
—Es maravilloso estar en casa.
En cuanto abandonaron la estancia, su madre lo miró.
—Estoy convencida de que lord Kirkpatrick tiene intención de escribirte; si no estoy muy equivocada, la carta te llegará a lo largo de esta misma semana.
Luc enarcó una ceja.
—¿Tan serias son sus intenciones?
Su madre esbozó una sonrisa.
—Es un joven impaciente, querido. Creí que apreciabas esa cualidad…
Dejó que el comentario pasara sin más, por lo que ella añadió con voz más seria:
—Sería apropiado que lo invitaras a venir, pero no he querido insinuar nada hasta haberlo consultado con vosotros. —Su mirada se desvió hacia Amelia, quien de repente captó la implicación.
—Por supuesto —dijo ella, haciendo un gesto con la mano y mirándolo—. A finales de julio o principios de agosto, ¿te parece bien?
Luc sostuvo su mirada.
—Lo que tú decidas estará bien. Seguiremos aquí hasta finales de septiembre.
La mirada de Amelia regresó a su madre, que acababa de arrellanarse en el sillón, visiblemente más relajada.
—Ya lo decidiremos cuando llegue su carta… porque estoy segura de que te escribirá. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Por tanto, podemos estar tranquilos con respecto a Emily. Todo está arreglado —dijo mientras lo miraba, tras lo cual sus ojos se posaron sobre Amelia al tiempo que ensanchaba la sonrisa—. No voy a preguntar qué tal os va; estoy segura de que os estáis adaptando el uno al otro sin mayores dificultades. ¿Ha hecho mucho calor por aquí?
Mientras rezaba para no ruborizarse, Amelia se reprendió mentalmente por recordar la tarde que había pasado con Luc retozando en la cama.
—Hemos sufrido un par de días muy calurosos —contestó, esforzándose por no mirar a Luc.
Minerva se puso en pie.
—A estas alturas, todo debe de haber vuelto a la normalidad en mi habitación. Es hora de que suba y descanse durante una hora o así. ¿A las seis has dicho?
Amelia asintió con la cabeza.
Su suegra se despidió de ellos con un breve gesto.
—Os veré en el salón. —Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo a medio camino. Dio media vuelta con el ceño fruncido—. En realidad, ahora que estamos solos… —Echó un vistazo en dirección a la puerta antes de seguir hablando con voz seria—. Mientras hacía el equipaje me di cuenta de que me faltaban dos objetos. Una cajita de rapé de estilo grisaille (la has visto muchas veces, Luc) y un frasco de perfume con el tapón de oro. Son dos objetos pequeños, pero antiguos y muy valiosos. —Miró a Luc—. Los dos estaban en mi gabinete y sí, han desaparecido, nadie los ha cambiado de sitio. ¿Se te ocurre qué puede haber sucedido?
Luc frunció el ceño.
—La servidumbre es la de siempre, no hay nadie nuevo.
—No. Eso también fue lo primero que se me ocurrió, pero me parece inconcebible que sea alguno de ellos, en especial después de haberse quedado con nosotros durante todos esos años de apuros económicos.
Luc asintió con la cabeza.
—Hablaré con Cottsloe y con el ama de llaves. Es posible que hayan contratado los servicios de algún deshollinador o algo así.
El semblante de Minerva se aclaró al punto.
—Por supuesto, tienes razón. Debe de ser eso. Sin embargo, es una pena que haya que guardar ese tipo de objetos cada vez que un desconocido entre en la casa.
—Yo me encargaré del asunto —le aseguró su hijo. Ella asintió y se marchó.
Amelia dejó la taza vacía sobre la mesa y se puso en pie. Tanto ella como Luc aguardaron de pie a que Minerva saliera antes de mirarse. Estaban muy cerca. Él extendió un brazo y le acarició la muñeca antes de entrelazar los dedos.
A esa distancia y a plena luz del día, era imposible pasar por alto el deseo que asomaba a sus ojos, sobre todo porque no se molestaba en ocultarlo.
Como si fuera una oleada de calor que le abrasara la piel, Luc volvió a sentir su deseo de besarla, de acariciarla, de abrazarla. La sensación despertaba la pasión de Amelia y la excitaba. El deseo los rodeó como un aura brillante hasta que Luc lo refrenó una vez más.
Con las miradas entrelazadas, él se llevó su mano a los labios para besarle los nudillos.
—Será mejor que vaya a ver qué está pasando en las perreras. Portia y Penélope tienen sus propias ideas sobre cualquier materia, y son demasiado obstinadas. Además, tengo trabajo que hacer en el despacho.
Amelia aceptó sus palabras con una sonrisilla; pero, cuando le soltó la mano, lo tomó del brazo y lo instó a caminar hacia las puertas francesas.
—Te acompaño a las perreras; quiero asegurarme de que tus hermanas no miman a Galahad en exceso. —Una vez que estuvieron en la terraza, murmuró—: Tomemos el camino del jardín.
Era el camino más largo, pero él asintió tras un instante de indecisión.
Se dejó guiar a través de los distintos patios rodeados por setos. Dejaron atrás la fuente y llegaron al estanque de aguas cristalinas, donde los últimos rayos del sol arrancaban destellos plateados a los peces que nadaban bajo la superficie. Y lo convenció de que los besos y los abrazos, por más breves que fueran, aún podían incluirse en sus planes si se lo proponían, a pesar de la llegada de sus hermanas.
Esa noche le quedó muy claro la magnitud de lo que Luc tenía que soportar.
Sentada al extremo de la larga mesa del comedor, que en ese momento contaba por fin con suficientes comensales, Amelia observaba y aprendía hasta que llegó un punto en el que se compadeció de él, aunque le costó un gran esfuerzo ocultar lo graciosa que encontraba la situación.
Estaba desbordado.
Jamás se había imaginado que pudiera verlo así, que una situación semejante pudiera llegar a producirse. Sin embargo, allí estaba Luc, intentando lidiar por todos los medios con cuatro mujeres muy distintas que estaban bajo su protección. Después de todo, era su tutor legal.
La noche había tenido un comienzo poco favorable.
Tras pasarle un plato de judías a Emily, sentada a su derecha, Amelia se percató de nuevo de la expresión ausente que asomaba a los ojos de su cuñada. No cabía duda de que los pensamientos de la muchacha estaban en otro lugar, rememorando momentos agradables. Sospechaba cuál era la naturaleza de dichos recuerdos.
Movida por esa sospecha, cuando se reunieron en el salón momentos antes de la cena, consiguió apartar a Emily del grupo para hacerle una pregunta sin importancia relacionada con lord Kirkpatrick y la simple mención del nombre del caballero había arrancado un brillo especial a su mirada. Y también un deje emocionado a su voz, lo que le confirmó que su relación era seria. Eso no suponía ningún problema, dado que Minerva estaba esperando una petición formal de mano.
En aquel instante, le dio un apretón en la mano, llevada por un arrebato de comprensión femenina y se dio la vuelta… para descubrir que la mirada de Luc estaba clavada en ellas. Su marido se acercó tras ofrecerles una disculpa a su madre y a la señorita Pink. Amelia se preparó para defender a Emily en caso de que él tuviera la intención de someterla a un interrogatorio; sin embargo, la damisela en cuestión se limitó a componer una expresión altanera, aunque un tanto ruborizada, y se negó a dejarse avasallar. La muchacha le confesó a su hermano que encontraba muy varonil a lord Kirkpatrick y que, a decir verdad, cumplía con todos los requisitos que ella deseaba en su futuro marido.
Amelia notó que Luc tensaba la mandíbula para reprimir el impulso de exigirle a su hermana que se lo contara todo. Ella dudaba mucho que la historia completa fuera de su agrado.
El comentario de Emily, que estaba mirando a Luc mientras hablaba, la obligó a hacer una inevitable comparación. Kirkpatrick no estaba mal, tenía un físico agradable y era apuesto, pero ensalzar sus cualidades físicas cuando se tenía un hermano como Luc… dejaba muy claro el estado en el que se hallaba su cuñada.
El epítome de la belleza masculina era Luc. Su elegancia, su encanto y sus modales aristocráticos no lograban ocultar la amenaza que suponían su fuerza física y su férrea voluntad. Era Luc quien siempre había logrado que se estremeciera. Y aún lo seguía haciendo.
En aquel momento, él se percató de su escrutinio y clavó la mirada en ella.
—La cena está servida, milord, miladies… —llegó la voz de Cottsloe, procedente de la puerta de entrada.
El mayordomo logró contener una sonrisa a duras penas. Salvo Edward, la familia al completo estaba allí, en casa de nuevo, y el mundo volvía a ser perfecto para Cottsloe.
Amelia agradeció la interrupción. Tomada del brazo de su marido, dejó que él la acompañara al comedor. Dejó que la ayudara a sentarse al otro extremo de la mesa, un lugar que no había vuelto a ocupar desde la noche de bodas.
El roce de sus dedos sobre el brazo hizo que afloraran recuerdos de ciertos momentos excitantes; estuvo tentada de mirarlo con el ceño fruncido, pero se distrajo con ciertas cuestiones…
Por suerte, la comida le reportó la suficiente distracción, sobre todo dada la presencia de Portia y Penélope. Portia, a sus catorce años, era una hedonista alegre, brillante y de aguda inteligencia. Con su físico, sus comentarios y su ingenio era la que más se parecía a Luc, y a este le resultaba muy difícil tratar con ella.
Portia lo ponía en un brete. A la menor oportunidad.
A pesar de todo, el cariño que existía entre ellos era innegable. Tardó casi toda la cena en comprender que Portia había adoptado el papel de Némesis de su hermano, al menos en la intimidad familiar. La jovencita había asumido la tarea de que no se comportara con demasiada arrogancia, ni se excediera en su papel de protector.
Nadie más se habría atrevido, al menos no hasta ese extremo. Ni ella misma se atrevería a llegar tan lejos… al menos en público. En privado… ostentaba mucho más poder sobre Luc que su hermana y gozaba de mayores oportunidades para expandir la estrechez de miras de su marido en ciertos aspectos. Comenzó a meditar acerca del mejor modo de hacerle saber a Portia, con sus catorce años, que debía dejar la arrogancia de Luc en las delicadas manos de su esposa…
Porque sin saberlo, y de eso estaba segura, la muchacha irritaba profundamente la parte más recóndita de Luc. La esencia que lo había convertido en lo que era, pero que también hacía aflorar las peores muestras de lo que parecía ser su afán dominante.
Ella lo percibía y contaba con la madurez suficiente como para valorar esa esencia que Portia aún no comprendía.
Luc se preocupaba mucho por sus hermanas; no sólo de forma general, tal y como un hermano estaba obligado a hacer y llevaba haciendo desde hacía ocho años, sino también de una forma mucho más íntima y afectuosa que reflejaba lo que la familia representaba para él.
Mientras lo observaba enfrentarse a las pullas de Portia con el ceño fruncido, recordó la conversación que habían mantenido acerca de su posible embarazo.
Tendría que saberlo… tendría que decírselo en cuanto estuviera segura. Era así de importante para él. Tan importante que era el primer comentario de índole emocional que le había hecho desde que las barreras cayeran entre ellos. Él le había preguntado, había admitido mucho más de lo que resultaba necesario; una muestra de confianza que ella valoraba en su justa medida y que debía corresponder en consonancia.
Esa devoción constante, instintiva e incondicional, se reflejaba en su expresión, en el esfuerzo que hacía para lidiar con la situación, para controlar sus vidas el máximo tiempo posible. Con o sin su consentimiento.
Emily estaba a punto de abandonar su protección, pero a él no le preocupaba porque se limitaría a traspasarle esa responsabilidad a Kirkpatrick. Sin embargo, hasta entonces… se hizo el propósito de sugerirle a la muchacha que evitara ofrecerle a su hermano cualquier información potencialmente incendiaria que a este no le resultara necesaria.
Y también estaba Anne, tan callada que corría el peligro de que los demás se olvidaran de su presencia. Estaba sentada a su izquierda. Le ofreció una sonrisa y se dispuso a sonsacarle su opinión sobre su primera temporada social. Anne la conocía, confiaba en ella y se sinceró de inmediato. Mientras analizaba la reacción de su cuñada, sintió la torva mirada de Luc sobre ella y se recordó que debía averiguar el motivo de su inquietud.
Puesto que a esas alturas sus habilidades sociales estaban perfectamente desarrolladas, siguió escuchando a Anne mientras su mirada se clavaba en Penélope. Era la más pequeña de las cuatro y estaba sentada a la izquierda de Anne. Si se contabilizaban las palabras que salían de su boca, se podía decir que Penélope era más callada que Anne. Sin embargo, nadie olvidaría su presencia en la mesa. Observaba el mundo a través de sus gruesas lentes; y el mundo sabía que estaba siendo sopesado, medido y juzgado por una mente astuta y en extremo inteligente.
Penélope había decidido convertirse en una marisabidilla desde muy temprana edad. Para ella, el aprendizaje y los conocimientos eran más importantes que el matrimonio y los hombres. La conocía desde que era pequeña y no recordaba que la muchacha hubiera pensado jamás de otro modo. Tenía trece años y físicamente era muy parecida a Emily y Anne, con los ojos y el cabello castaños, si bien poseía una determinación y una confianza en sí misma de las que sus hermanas mayores carecían. Era una fuerza a tener muy en cuenta, aunque los planes que había trazado para su vida eran todavía un misterio para todos.
Portia y Penélope se llevaban bien entre ellas, al igual que Emily y Anne; el problema era que las dos mayores no sabían qué hacer con las dos pequeñas. Detalle que añadía una nueva carga sobre los hombros de Luc porque, tal y como haría cualquier hombre en su posición, no podía dejar en manos de Emily y Anne, ni de su madre, la responsabilidad de mantener a las pequeñas de la familia dentro de los límites establecidos; unos límites que ninguna de las dos reconocía.
Y, además, se animaban la una a la otra. Así como las dos mayores compartían aspiraciones, también lo hacían las pequeñas. Por desgracia, sus aspiraciones no tenían nada que ver con lo que estaba establecido para las jovencitas de buena cuna.
A juzgar por lo que estaba ocurriendo en el comedor, tanto Portia como Penélope estaban decididas a que a su hermano le salieran canas de la noche a la mañana. Echó un vistazo al cabello negro de su marido y se apiadó de él. Al instante, Luc la miró a los ojos. Ella sonrió y se recordó que, después de todo, era su esposa.
Lo que significaba que tenía tanto el derecho como el deber de asegurarse de que, durante los próximos años, su cabello siguiera siendo tan negro como en esos momentos.
Cuando se metió en la cama esa noche, ya había llegado a esa conclusión y se había hecho el firme propósito de lograrlo. Apagó la vela y se tumbó sobre los almohadones mientras reflexionaba acerca de los obstáculos que había decidido afrontar, cada vez más convencida de la decisión que había tomado.
Uno de esos obstáculos radicaba en la dificultad de ganarse el apoyo de Luc, su comprensión y su aprobación para la ayuda que estaba dispuesta a prestarle. Aunque lo conocía demasiado bien como para mencionar el asunto cuando él entró en el dormitorio media hora más tarde.
Fue él mismo quien sacó el tema a colación. Se detuvo en la penumbra, al lado de la cama, mientras se desataba el cordón de la bata.
—¿Te ha hablado Anne de sus impresiones sobre la temporada, sobre la alta sociedad?
Tanto sus ojos como la mayor parte de sus pensamientos estaban distraídos observando el momento en el que Luc se deshacía de la bata…
—Si te refieres a su opinión acerca del matrimonio, no creo que tenga ninguna —murmuró, intentando concentrarse.
Él frunció el ceño antes de meterse en la cama y tumbarse de costado a su lado. Apoyó la cabeza en una mano, pero no hizo ademán de meterse bajo la sábana de seda con la que ella se tapaba hasta la barbilla.
—¿Qué quieres decir?
—Que no ha pensado en conseguir marido —contestó al tiempo que se volvía sobre el colchón para mirarlo de frente—. Sólo tiene… diecisiete años, ¿no?
Luc enarcó las cejas.
—¿Crees que es demasiado joven?
Amelia enfrentó su mirada sin pestañear.
—Por muy extraña que te parezca la idea, no todas las mujeres piensan en casarse nada más ser presentadas en sociedad.
Se hizo el silencio mientras la mirada de su marido seguía clavada en ella y una de sus cejas oscuras se alzaba un poco más.
—¿A esa edad no soñabas con casarte?
Se preguntó por un instante si sería capaz de decirle que el único sueño que había albergado sobre el matrimonio se había hecho realidad. Él era el único hombre con el que había soñado casarse. Sin embargo, se alegró muchísimo al sentir que esa compulsión que los gobernaba en la cama, donde ya no había lugar para los engaños, se adueñaba de ellos y dio gracias a Dios por haber sido capaz de esperar hasta los veintitrés años para lidiar con Luc.
—Me sorprendería mucho que Anne no tuviera sueños al respecto, que no soñara con lo que le gustaría que fuera su matrimonio. Pero, sinceramente, dudo mucho… No. Estoy convencida de que todavía no está pensando en formar parte de las filas de los casados. Lo hará cuando esté lista, pero ese momento todavía no ha llegado.
Él estudió su rostro antes de encogerse de hombros.
—No tiene por qué hacer nada al respecto hasta que lo desee.
Amelia sonrió.
—Eso digo yo.
Permaneció inmóvil, observándolo; dejando que su mirada recorriera los ángulos de ese rostro hasta que la pasión y el deseo se adueñaron de ellos. Esperó a que él diera el primer paso, convencida de que fuera cual fuese el camino que Luc tomara, el resultado sería nuevo y tan emocionante, fascinante y arrebatador como ella deseaba. En ese aspecto, la imaginación de su marido no tenía límites, o eso sospechaba. La certeza que demostraba acerca de lo que a ella le resultaba excitante y placentero había demostrado ser fidedigna hasta ese momento.
Tras una larga pausa, los labios de Luc esbozaron una amplia sonrisa que dejó a la vista sus dientes. Se acercó a ella, inclinó la cabeza y capturó sus labios.
No la tocó en ninguna otra parte; se limitó a besarla y ambos fueron conscientes de que la única barrera que separaba sus enfebrecidos cuerpos era la ligera sábana de seda. La temperatura subió con rapidez a medida que el beso se tornaba más exigente y ella se ofrecía gustosa. Aunque seguía sin tocarla.
Percibía el intenso calor que emanaba del cuerpo de Luc como si fuera una llamarada; un calor con el que a esas alturas ya estaba más que familiarizada. El anhelo la consumía, su piel parecía arder con el deseo de acariciar y de que la acariciaran.
Un anhelo que iba en aumento.
En ese instante, él se apartó para mirarla. Metió un dedo bajo la sábana, entre sus pechos, y lo hizo descender hasta la cintura sin apenas rozarla.
Entretanto, esos ojos azul cobalto no se apartaron de su rostro. Inclinó la cabeza y capturó un pezón con los labios. Ni siquiera la acarició en ningún otro sitio, sólo el pezón y la areola. Y siguió atormentándola de ese modo hasta que ella arqueó la espalda, sin apenas resuello.
En cuanto él se apartó, se dejó caer sobre el colchón, ofreciéndole el otro pecho. Luc aceptó el regalo y volvió a someterla a la exquisita tortura hasta que le arrojó los brazos al cuello con un grito. No obstante, la cogió por las muñecas antes de que pudiera tocarlo y la inmovilizó con una sola mano. Tras estirarle los brazos y retenerlos sobre los almohadones, por encima de su cabeza, se dispuso a seguir bajando la sábana con la mano libre.
Hasta las caderas.
En esa ocasión, cuando se inclinó hacia ella fue su lengua la que le acarició el ombligo. Se hundió en él y lo rodeó antes de repetir el movimiento.
No había considerado que el ombligo fuese uno de esos lugares susceptibles de ser estimulados hasta hacerla gemir de deseo. Sin embargo, Luc le demostró lo contrario cuando esas repetidas caricias hicieron que el ardiente anhelo de sentirlo en su interior fuera insoportable.
Él alzó la cabeza y apartó la sábana, dejando su cuerpo entero a la vista. Le soltó las manos y cogió dos almohadones antes de alejarse hasta los pies de la cama.
—Levanta las caderas —le ordenó.
Lo obedeció, a sabiendas de lo que estaba por llegar cuando le colocó los dos almohadones debajo. Esperaba que le acariciara las piernas con lentitud, desde los tobillos hasta los muslos. En cambio, la aferró por las rodillas, le separó las piernas mientras se colocaba entre ellas y bajó la cabeza.
Para tomarla en la boca y acariciarla con la lengua.
Reprimió un grito, insegura de repente.
—Nadie puede oírte —murmuró él, tras alzar la cabeza.
Amelia tomó el aire suficiente para preguntarle:
—¿Aunque grite?
—Aunque grites —repitió él con un malicioso deje de satisfacción masculina en la voz al tiempo que volvía a inclinar la cabeza.
Amelia se acomodó de nuevo sobre el colchón y dejó que el fuego la consumiera. Sentía la piel enfebrecida y sensible hasta un extremo doloroso, a pesar de que sólo la estaba acariciando allí, en la parte más íntima de su cuerpo. Le había apartado tanto las piernas que ni siquiera lo rozaba con los muslos; podría haberle acariciado la cabeza, pero le parecía mucho más importante aferrarse a la sábana que tenía debajo, como si de ese modo pudiera retener un vestigio de cordura o aferrarse al mundo mientras él la llevaba al borde del precipicio.
Centímetro a centímetro… hasta que cayó.
Vio estrellas y se vio envuelta en la vorágine de placer y pasión. Sintió la satisfacción de Luc en el modo en que seguía acariciándola con los labios y penetrándola con la lengua.
En un abrir y cerrar de ojos, los almohadones desaparecieron y él estuvo sobre ella.
Y dentro de ella. Y a su alrededor, envolviéndola con su calor, con la pasión abrasadora que emanaba de su cuerpo. La penetró con una embestida certera y ella estalló en llamas. Su piel, que llevaba una eternidad anhelando sus caricias, se convirtió en un río de lava ardiente con el contacto. Su cuerpo entero se vio arrasado por el deseo de acariciar y ser acariciado, de consumir y ser consumido.
Lo aferró por las nalgas y lo acercó aún más a ella.
Luc sintió que le clavaba las uñas mientras se retorcía bajo su cuerpo, inmersa en la ola de placer que había conjurado. Amelia se afanaba por alcanzar el siguiente pináculo de placer con tanta desesperación como él.
Sus cuerpos, que ya se conocían íntimamente, se unieron y se fusionaron, incansables en su deseo, consumidos por la pasión, pero decididos a entregarse a ese momento de confianza suprema, de rendición absoluta.
Y en un instante estuvieron allí, en la cumbre donde los aguardaba el deleite más sensual. El fuego los rodeó. Se entregaron a las llamas y se regodearon en ellas, dejando que el éxtasis los embargara.
El momento se alargó y después comenzó a desvanecerse mientras regresaban de la mano a la realidad. El fuego se apagó hasta convertirse en un puñado de ascuas incandescentes que quedaron enterradas en ellos.
Donde permanecerían siempre.
La pasión que compartían jamás se enfriaría, jamás los abandonaría. El fuego siempre habitaría en su interior, resguardándolos del frío.