—VOY a montar… Me apetece ir a aquel lugar en la orilla del río al que solíamos ir hace años.
Luc apartó la vista del informe financiero que estaba estudiando para contemplar la visión que acababa de aparecer en el vano de la puerta del despacho. Ataviada con el traje de montar de color verde pálido, Amelia sonrió y bajó la vista para lidiar con los recalcitrantes botones de los guantes… un gesto de lo más habitual en ella. Bajo la chaqueta entallada llevaba una blusa de gasa, sugerente a más no poder debido a su transparencia. El sol de la tarde entraba a raudales por las ventanas, bañándola en su luz dorada y resaltando el papel de seductora que estaba interpretando. Porque estaba convencido de que era un papel.
Una vez que tuvo los guantes abotonados, alzó la vista y volvió a sonreír.
—Volveré a tiempo para la cena —le dijo mientras hacía ademán de dar media vuelta.
—Espera. —Luc se dio cuenta de que se había puesto en pie sin pensar, pero no se detuvo—. Te acompañaré.
Ella lo miró con las cejas alzadas.
—¿Estás seguro…? —le preguntó, echando un vistazo hacia los papeles que él había soltado en el escritorio antes de mirarlo a los ojos—. No fue mi intención molestarte.
Luc no supo si mentía o no. Tuvo que morderse la lengua para no replicarle: «En ese caso, no te deberías haber acercado por aquí». Con un gesto indolente, le indicó que lo precediera.
—Me vendrá bien montar un rato.
Ella lo miró con los ojos desorbitados al tiempo que esbozaba una deliciosa sonrisa.
—Ya veo. —Dio media vuelta con tranquilidad y comenzó a alejarse por el pasillo—. Será agradable tomar el aire.
No supo con qué intención había hecho el comentario. Apretó los dientes y se dispuso a seguirla. Ella ya había ordenado que le prepararan una montura. Su caballo no tardó en estar embridado y ensillado. Emprendieron el galope en dirección sur, hacia el río. Sabía perfectamente cuál era el lugar al que ella se refería. Un meandro del río que rodeaba una porción de tierra elevada por tres de sus lados. Una arboleda resguardaba la base del pequeño promontorio. Dejaron los caballos allí y se dirigieron a la parte más alta. Era un lugar recóndito, cubierto de hierba y protegido en parte de los rayos del sol gracias a las copas de los árboles.
Durante su niñez, había sido el lugar favorito de todos ellos. Allí se relajaban, nadaban o simplemente soñaban. Habían ido en numerosas ocasiones, pero jamás habían estado a solas en ese reino de paz infantil.
Tras tomarla de la mano, se inclinó para pasar bajo la rama de un árbol e inició la marcha. A medida que iban ascendiendo la pendiente, tuvo la impresión de que volvía a escuchar los agudos gritos, las risas y los susurros, acompañados del constante murmullo del agua. Se detuvo al llegar al centro del pequeño prado y respiró hondo. En el aire flotaba el olor del verano, de las hojas entibiadas por el sol, de la hierba recién pisada.
—Todo sigue igual que estaba —dijo Amelia mientras liberaba la mano para sentarse en la frondosa hierba, seca gracias al cálido día. Alzó la vista y buscó la mirada de Luc—. Siempre ha transpirado serenidad.
Se colocó bien las faldas y echó un vistazo a su alrededor. Después, dobló las piernas, se las abrazó y, tras apoyar la barbilla sobre las rodillas, clavó la vista en la mansa corriente del agua.
Él no tardó en sentarse a su lado. Estiró las piernas por delante del cuerpo y las cruzó a la altura de los tobillos. Se reclinó para apoyarse sobre un codo y dejó que su mirada vagara también hacia el río.
El sentimiento que los unía a ese lugar era algo que se había transmitido a lo largo de las generaciones, a lo largo de los siglos. Algo que los ataba a esa tierra, a su pasado, pero que también los dejaba vislumbrar el futuro.
Amelia dejó que la sensación calara en ella hasta la médula de los huesos. Se dejó reconfortar por el aire tibio, por la música del agua y por el sonido de las hojas que agitaba la brisa. Bebió de su fuerza. A la postre, lo miró y esperó a que él volviera la cabeza. Cuando sus miradas se entrelazaron, esbozó una sonrisa y enarcó una ceja.
—Bueno —dijo ella—, ¿puedo llamar Galahad al cachorrito?
Se percató de que las pupilas de Luc se dilataban hasta que el azul cobalto de sus ojos se convertía en negro. Ella sabía por qué, sabía qué estaba recordando. Recordaba los acontecimientos de la noche anterior, cuando pagó el precio requerido… y también la propina. A esa distancia, percibía el poder sensual que ostentaba y también distinguía el resurgir de esa otra emoción. Esa emoción que ella ansiaba despertar, evocar y repetir en cada uno de sus encuentros hasta que él reconociera su presencia y la aceptara.
La sensualidad estaba reflejada en la tensión que se había apoderado de los músculos de esas largas piernas y que le había endurecido las facciones. La otra emoción era más etérea, una fuerza indefinible, la esencia que animaba su respuesta compulsiva.
Reconoció ambas emociones en sus ojos, cuando entrelazaron las miradas.
—Hace calor —le dijo él—. Desabróchate la chaqueta. —Unas palabras sencillas que le provocaron una oleada de deseo.
Sus ojos seguían clavados en ella. Reconoció ese tono de voz tan suyo, ronco, sereno y controlado. A esas alturas sabía que debía obedecerlo al pie de la letra. Esas eran las reglas del juego… asumiendo que ella quisiera jugar.
Sostuvo su mirada mientras apartaba los brazos de las piernas y se desabotonaba despacio la chaqueta. No le había dicho que se la quitara, por lo que se la dejó puesta, más que deseosa de seguir hasta donde su experiencia la guiara. Los ojos de Luc no perdieron detalle de los movimientos de sus manos.
—Ponte frente a mí y ábrela.
Ella lo obedeció, ofreciéndole una vista privilegiada de lo que llevaba bajo la chaqueta. La blusa era de gasa muy ligera, prácticamente transparente, y se le había olvidado ponerse una camisola…
Luc sintió que se le secaba la boca al percatarse de que no se había puesto la camisola. Antes de ser consciente de lo que hacía, extendió las manos hacia ella. Con la mirada clavada en un enhiesto pezón, siguió el contorno con los dedos antes de pellizcarlo. Sus ojos se demoraron a placer, como si fuera un sultán que contemplara a su esclava, a sabiendas de que estaba desnuda bajo la falda; a sabiendas de que estaría excitada, mojada y más que dispuesta para recibirlo en su interior.
Cuando se percató de que le temblaba la mano por el esfuerzo de atenerse al libreto que se había autoimpuesto, alzó la vista hasta la garganta y descubrió que tenía la piel ruborizada. Sus ojos siguieron ascendiendo hasta el mentón y se demoraron en los dos tirabuzones que descansaban junto a la oreja. Extendió la mano, se los enrolló en torno a un dedo y tiró de ella con suavidad, pero de modo insistente.
Amelia le colocó una mano en el pecho y la otra en un hombro mientras sus miradas se encontraban brevemente. Vio que ella abría los ojos de par en par y que tenía las pupilas dilatadas antes de que entornara los párpados y le permitiera acortar la distancia que los separaba para apoderarse de su boca. Para devorarla, porque ni siquiera se molestó en hacer el intento de ocultar el ávido deseo que se había adueñado de él. El deseo que ella había provocado y avivado. El deseo que estaba convencido de haber visto reflejado en sus ojos.
La besó como si en realidad fuera su esclava, y ella respondió pidiéndole más. La sostuvo por el mentón para inmovilizarla mientras le introducía la lengua en la boca y le exigía que se rindiera, cosa que ella se mostró encantada de hacer.
Apartó la mano de su rostro y la devolvió al pecho. Sus bruscas caricias le arrancaron un gemido. Buscó el pezón y lo acarició antes de pellizcarlo, logrando que ella arqueara la espalda y contuviera la respiración.
Se tendió sobre la hierba, la aferró por las caderas y la colocó a horcajadas sobre sus muslos. Las manos de Amelia comenzaron a moverse sobre su pecho.
—No. Quédate quieta.
Si lo tocaba… no le cabía la menor duda de que perdería el control y no estaba muy seguro de que ninguno de los dos estuviera preparado todavía para enfrentarse a esa posibilidad.
Ella obedeció con evidente renuencia. La ironía de que sólo le obedeciera por completo en el plano sexual no se le escapó. Sin embargo, no le apetecía pensar en cuánto podría durar esa situación.
Apartó los voluminosos pliegues de su vestido para desabotonarse los pantalones de montar y liberar su palpitante erección. Sintió cómo los dedos de Amelia se tensaban sobre su pecho, pero aparte de eso, se mantuvo inmóvil.
—Álzate la parte frontal del vestido.
Ella parpadeó y lo miró fugazmente antes de mover las rodillas para obedecerlo y tirar de sus faldas.
En cuanto no quedó ni un centímetro de tela entre ellos, Luc metió las manos bajo el vestido, la aferró por las caderas desnudas y la hizo descender sin más concesiones.
Se hundió hasta el fondo y ella lo acogió, húmeda y preparada.
Amelia jadeó y lo miró con los ojos desorbitados. Había esperado sus caricias, no que la penetrara sin más. Que la llenara por completo.
No bien la tuvo en torno a él, más ardiente que el sol estival, lo invadió la conocida sensación de dicha. Algo se relajó en su interior a pesar de que la tensión sexual iba en aumento.
La noche anterior la había poseído de ese modo, encima de él, en pago por la seducción a la que lo sometió en el despacho. El recuerdo asomó a los ojos de Amelia mientras lo miraba y así supo que estaba rememorando el modo en el que la instó a montarlo hasta que el olvido cayó sobre ellos; que estaba rememorando el tiempo que la había retenido, entregada al éxtasis, mientras él saciaba sus sentidos y sus deseos hasta que quedaron exhaustos tras el devastador clímax.
No obstante, eso fue la noche anterior. En ese momento tiró de ella hacia abajo y la inmovilizó. Acto seguido, comenzó a moverse bajo ella, sujetándola y guiándola para que se colocara en el ángulo adecuado mientras él se deleitaba con su cuerpo y le entregaba a cambio un placer desmedido.
Amelia cerró lo ojos. La rapidez y la facilidad con las que se había hundido en su cuerpo la habían sorprendido, porque no estaba preparada para la abrumadora sensación que se había apoderado de ella y que le había robado el sentido. Sentía los pezones endurecidos y doloridos por la tensión; Luc se movía rítmicamente entre sus muslos, pero sin llegar a salir de ella, y no con la cadencia habitual, sino con un movimiento más íntimo y profundo. El anhelo la abrumó. La conocida oleada de deseo la arrastró y le inundó el corazón. Se mordió el labio para reprimir un gemido, la expresión más sincera del deseo, y le clavó los dedos en el pecho. Hizo ademán de inclinarse hacia delante y extender las manos sobre él.
—No. Quédate como estás. Sentada.
Su voz sonó autoritaria y brusca. Lo obedeció, enderezándose de nuevo, y sintió cómo la posición le permitía sentirlo mucho más adentro. Ni siquiera alcanzaba a rozarle la camisa con los dedos, de modo que no sabía qué hacer con las manos.
—Pon las manos en tus pechos.
El asombro la hizo abrir los ojos para mirarlo y en ese momento se dio cuenta de lo alterada que tenía la respiración. El deseo había oscurecido los ojos de Luc. Su pecho también subía y bajaba con rapidez.
—Hazlo. Ahora.
Lo hizo sin comprender muy bien lo que quería. Se colocó las manos sobre los pechos, un tanto insegura al principio, pero con más firmeza cuando comprobó que sus propias caricias aumentaban el placer.
—Acaríciate. Despacio.
Se dispuso a obedecerlo con los ojos cerrados y dejó que fuera él quien se moviera a placer. Cuando le dijo que se tocara los pezones lo hizo, imitando los pellizcos y las suaves caricias que él acostumbraba a prodigarle, a sabiendas de que la estaba observando.
Y en ese momento sintió que el éxtasis la embargaba. Sintió la tensión que se apoderó de su cuerpo y que la hizo contraer los músculos en torno a él. Luc jadeó y le clavó los dedos en las caderas mientras la obligaba a bajar un poco más y él impulsaba las caderas hacia arriba.
Alcanzaron el clímax prácticamente a la vez, sin saber quién fue el primero y quién lo siguió.
Amelia gritó y escuchó el gemido que escapó de la garganta de Luc en respuesta. Sintió la cálida humedad que la invadió cuando él derramó su semilla en su interior mientras ella se estremecía y sus músculos se contraían a su alrededor.
La tensión se desvaneció, no tanto como si se hubiera agotado, sino más bien como si estuviera saciada de momento y les concediera un pequeño respiro.
Luc le soltó las caderas y deslizó las manos por esos sedosos muslos. La aferró por las rodillas para ayudarla a apartarse un poco y en cuanto sacó las manos de debajo del vestido, extendió los brazos y tiró de ella para abrazarla contra su corazón.
Escuchó los latidos que seguían el compás de esa emoción que los poseía cada vez que hacían el amor. Con los labios enterrados en su cabello, esperó a que esos latidos recobraran su ritmo normal. No sabía a qué jugaba Amelia, pero estaba convencido de que pretendía obtener algo a través de esa escalada sensual en sus encuentros sexuales. Aunque albergaba serias dudas acerca del objetivo que ella se había marcado, debía reconocer que después de lo que habían compartido la noche anterior, la opción de negarse (de negar la pasión que Amelia despertaba en él) era el camino más rápido a la locura. Era incapaz de resistirse a lo que ella le ofrecía. Y esa incapacidad suya bastaba para ponerlo en guardia, para recordarle hasta qué punto era peligrosa la dirección que ella había tomado y hasta qué punto era imperioso mostrarse cauto. Por desgracia, su única opción era la de permitirle que siguiera adelante con su juego. Echó un vistazo a los tirabuzones dorados y a la parte de su rostro que vislumbraba bajo ellos. Sentía la calidez de sus senos sobre el pecho, y el peso de su cuerpo se asemejaba a una suave caricia.
La pasión que despertaba en él encerraba una compulsión poderosa. Una pasión que Amelia estaba empeñada en seguir incitando. No terminaba de identificar lo que ella le hacía sentir; era una emoción brutal, violenta en su intensidad, pero no en su expresión. No exigía dolor para apaciguarse, sino algo muy distinto. Atrapado en las garras de esa compulsión, sólo deseaba una cosa.
Rendirse a esa emoción. Coronar la cresta de esa ola pese a todo.
Estaba condenado a la locura si se negaba, pero se volvería loco si cedía. Con Amelia entre los brazos, contempló el cielo mientras se preguntaba cómo había llegado a ese punto.
La medianoche llegó y pasó; y, aunque aún no había encontrado una respuesta satisfactoria, comenzaba a sospechar cuál era. Amelia dormía a su lado. Saber dónde estaba y lo que estaba haciendo ayudaba a su mente a liberarse de la obsesión que parecía sentir por ella, cosa que le permitía pensar.
Esa noche había dejado que se fuera a la cama sola, fingiendo un arrebato de mesura conyugal. Ella lo había mirado fugazmente a los ojos mientras esbozaba una sonrisilla y se daba media vuelta para salir del comedor. Al menos no había soltado una carcajada…
Se obligó a esperar media hora antes de subir al dormitorio.
Amelia lo estaba esperando en la penumbra de la habitación, vestida con la luz de la luna y nada más.
La había tomado allí, sin más, de rodillas en la cama frente a él, jadeando mientras la penetraba y emprendía el camino que los había llevado al éxtasis. Después se desvistió y se reunió con ella en la cama para hacerle el amor de forma mucho más concienzuda. Entregándose en cuerpo y alma. Poniendo a prueba toda su experiencia.
Y allí estaba. La palabra que intentaba evitar. La que rehuía. El simple hecho de pensar en ella lo inquietaba. Le hacía tomar conciencia de la delicada mano que descansaba sobre su pecho y que ella colocaba allí todas las noches, extendida sobre su corazón. Cogió esa mano, le dio un beso en la palma y, sin soltarla, volvió a colocarla donde estaba.
Amor. Esa era la verdad, simple y llanamente. No tenía sentido negarlo, por más inesperado que fuese. No creía que el amor pudiera cambiar demasiado la situación. Desde luego, no alteraría su comportamiento ni su forma de lidiar con ella. Aunque era posible que alterara sus percepciones y sus motivaciones, pero ya se encargaría él de que esos cambios no se reflejaran en las acciones resultantes. Siempre había sido capaz de ocultar sus pensamientos y había nacido con la arrogancia suficiente como para hacer lo que le diera la gana, cuando le diera la gana y sin necesidad de dar explicaciones a nadie.
Estar al azote de tan peligrosa emoción no era el fin del mundo. Podría capearla y ocultar la verdad sin mucha dificultad. Al menos hasta estar lo bastante seguro de los sentimientos de Amelia como para dejarle vislumbrar los suyos, cosa que sucedería si le contaba la verdad sobre su dote.
Entretanto… tendría que soportar el jueguecito que ella había puesto en marcha. Había tardado un tiempo en dilucidar el objetivo de su estrategia. Amelia no sabía que la amaba, pero sí tenía muy claro que la deseaba hasta un extremo doloroso. Dado que compartía la tendencia de las Cynster a controlarlo todo y que creía ser la instigadora de su matrimonio, no esperaría llegar a dominarlo mediante el amor. Sobre todo, teniendo en cuenta que él le había ocultado el secreto de su fortuna.
Sin embargo, al parecer sí que esperaba dominarlo mediante la lujuria. Mediante el deseo.
Debía admitir que su táctica ofensiva era magnífica.
Provocarlo con estrategias de naturaleza sensual y prohibida, en lugar de mostrarse simplemente dispuesta en el tálamo era el mejor modo de avivar el deseo que existía entre ellos. El mejor modo de avivar el fuego. Y sin importar cuál fuera el resultado del plan que hubiera trazado durante el día, cuando estuvieran en esa habitación, se cobraría su recompensa.
La tensión sexual se incrementaba con cada día que pasaba, con cada noche. Esa misma tarde había llegado a la conclusión de que, a pesar de toda la cautela, estaba más que dispuesto a bailar al son de su flauta.
Dejando a un lado su puñetera incapacidad para resistirse, a la postre la estrategia de Amelia podría redundar en su propio beneficio. Quería, o más bien necesitaba, que lo amara. Tenía demasiada experiencia como para creer que se conformaría con la lujuria o el deseo. Lo que él buscaba era el amor. Un amor reconocido y entregado de forma generosa. Sólo ese sentimiento sería lo bastante fuerte como para apaciguar sus miedos e inseguridades, como para permitirle confesar su engaño y sentirse seguro al hacerlo. Como para sentirse seguro al admitir lo que en realidad sentía por ella.
No creía que Amelia lo amara todavía porque no había visto indicio alguno de ello en su comportamiento. Ella correspondía a su deseo sin ambages, pero eso no era amor. Él lo sabía mejor que nadie. En una ocasión fue lo bastante ingenuo como para creer que cuando una dama entregaba su cuerpo tal y como Amelia lo hacía era un signo inequívoco de amor. La experiencia de los últimos diez años había acabado con su inocencia.
Las mujeres, sobre todo las damas más refinadas, podían tener apetitos sexuales tan voraces como los de cualquier hombre. Como los suyos. Para lograr una rendición incondicional sólo se necesitaba cierta confianza.
Sin embargo, ese no era un mal comienzo. Cuanto más se entregara de esa forma, más confianza depositaría en él, y eso los acercaría en el plano emocional. Incluso él, que no era un ser en absoluto emocional, lo percibía.
El jueguecito de Amelia podía resultarle beneficioso. Sí…
Su objetivo tal vez fuera el de dominarlo mediante el deseo y así controlarlo de por vida… Sin embargo, él planeaba conseguir su amor para hacerla suya por siempre jamás.
Amelia no tenía pruebas fehacientes de que su plan estuviera funcionando, pero la expresión que asomaba a los ojos de Luc cada vez que la miraba sin darse cuenta de que lo estaba observando hacía que la alegría le inundara el corazón.
Eso era lo que sucedía en esos momentos. Estaba observándola mientras ella cortaba un racimo de uvas y lo dejaba en el plato. Habían tomado un almuerzo ligero en deferencia al caluroso día. Ese prometía ser un largo y cálido verano.
Se metió una uva en la boca y lanzó una mirada fugaz en su dirección.
Él se removió, apartó la vista y cogió la copa de vino.
Amelia volvió a mirar al plato mientras reprimía una sonrisa. Cogió otra uva.
—¿Cómo soportan los perros este calor?
—Se limitan a pasar el día tumbados, con la lengua fuera. Nada de carreras ni de entrenamientos durante estos días. —Tras una pausa, añadió—: Es probable que Sugden y los chicos los lleven luego al río, cuando refresque un poco.
Ella asintió con la cabeza, pero se negó a ayudarlo con otra pregunta. Decidió que su plan iría mucho mejor si guardaba silencio y se comía las uvas una a una, con delicadeza.
Su plan era el epítome de la simplicidad. Entre ellos había amor; en su caso estaba claro y siempre había creído que él podía llegar a amarla. Sin embargo, conseguir su amor, hacer que saliera a la superficie no una vez sino una y otra más, conseguir que él lo reconociera y lo aceptara, por más terco que fuera… Bueno, era una tarea que requeriría el abandono de sus propias defensas.
No obstante, jamás se había enfrentado a él sin haberlas enarbolado antes o, al menos, no lo tenía por costumbre. Sólo se deshacía de ellas cuando estaban unidos en el plano físico y percibía la emoción que lo embargaba, el poder que se ocultaba tras su deseo, tras su tumultuosa pasión. El objetivo que la guiaba no era otro que el de debilitar las defensas de Luc para poder conectar con esa emoción que, de otro modo, se empeñaba en ocultar. Y para lograrlo tenía que avivar la pasión entre ellos, hacer que alcanzara nuevas cotas.
Y su plan estaba resultando muy efectivo. No sólo era la expresión de sus ojos lo que había ido cambiando a lo largo de los días. El torrente de emoción que los inundaba cuando alcanzaban juntos el clímax se hacía más poderoso, más nítido, más intenso a medida que se sucedían sus interludios sexuales. Aún no se había desbordado, no había logrado asolar sus defensas y obligarlo así a reconocer sus sentimientos, pero la victoria sólo parecía cuestión de tiempo.
Seguía resultándole sorprendente que un hombre tan severo, tan implacable, tan pasional, tan dominante y tan dictatorial pudiera demostrar una ternura, un afecto y una devoción tan patentes en sus caricias que ni siquiera la pasión más desmedida podía disfrazar.
Ese último pensamiento le provocó un escalofrío. No intentó reprimirlo. Lo miró de soslayo, comprobó que él se percataba y sonrió.
—Molly me ha dicho que las uvas proceden de nuestros propios viñedos. No sabía que teníamos viñedos.
Él la miró a los ojos y observó cómo se llevaba otra uva a la boca antes de hablar.
—Están en los invernaderos de la parte oeste de la propiedad, entre la casa y la granja.
Con los ojos clavados en él, le preguntó:
—¿Te gustaría enseñármelos?
Su pregunta logró que una de esas cejas negras se arqueara.
—¿Cuándo?
Ella le correspondió enarcando las suyas.
—¿Por qué no ahora?
Luc echó un vistazo en dirección a las ventanas, hacia los prados que dormitaban bajo el sol. Bebió un sorbo de vino antes de volver a mirarla.
—Muy bien. —Hizo un gesto en dirección a su plato—. En cuanto acabes.
Sus miradas siguieron entrelazadas. Había aceptado el desafío y acababa de lanzar otro en respuesta.
Amelia sonrió y se dispuso a dar buena cuenta de las uvas.
Abandonaron el comedor cogidos del brazo. Enfilaron el pasillo que conducía al ala oeste. Luc le abrió la puerta y, al salir, una brisa cálida la recibió y le agitó el cabello. Lo miró de reojo cuando se colocó de nuevo junto a ella. Él enfrentó su mirada. En lugar de tomarla del brazo, le cogió la mano y se pusieron en marcha.
—El camino más directo es a través de los jardines.
Pasaron bajo el arco del primer seto tras el cual se abría una serie de patios comunicados entre sí. El primero era un jardín con una fuente en el centro; el segundo tenía un estanque con peces plateados; el último daba cobijo a un enorme magnolio de tronco muy grueso y ramas retorcidas por la edad. Aún conservaba unas cuantas flores, cuyos pétalos tenían un ligero tono rosado en contraste con el verde intenso de las hojas.
Amelia observó el árbol. Era un monstruo vetusto.
—No me había internado nunca tanto en los jardines.
—No hay razón para tomar este camino a menos que se vaya a los invernaderos.
La guio en dirección al seto por el que se salía. En cuanto lo atravesaron, vio que al otro lado se alzaban tres edificios alargados, con multitud de paneles de cristal en el techo y las paredes. Tres caminos empedrados llevaban hasta sus respectivas puertas. Luc la guio hacia el invernadero emplazado a la izquierda.
Cuando abrió la puerta los envolvió una bocanada de aire cálido que olía a tierra mojada, moho y hojas húmedas. Ante ellos había una jungla en toda regla. Amelia entró.
Cuando él la siguió y cerró la puerta, escuchó el susurro de las hojas más altas y alzó la vista. Las ventanas del techo estaban abiertas para permitir el paso de la brisa.
Echó un vistazo a su alrededor con ojos asombrados al ver el intenso verde de las plantas.
—Es verano —le dijo a Luc—, pero están en pleno crecimiento.
Él asintió con la cabeza al tiempo que le colocaba una mano en la base de la espalda y la instaba a caminar.
—Lo único que se puede hacer en esta época es recolectar la fruta. Después se podará todo, pero ahora es preferible dejarlas crecer.
Y desde luego que habían crecido. Tuvieron que agacharse y sortear las ramas para poder avanzar por el camino central hasta la puerta que se abría en el otro extremo. Una vez abandonada la idea de disfrutar de un apasionado encuentro en el invernadero debido a la falta de espacio, Amelia salió en primer lugar.
La puerta daba acceso a una zona parcialmente rodeada por una cerca de piedra no muy alta, resguardada del sol por las copas de unos árboles enormes. La temperatura era mucho más agradable que en el invernadero. Desde allí se podía disfrutar de una inesperada vista del valle que se extendía frente a la mansión. Echó un vistazo para orientarse. La granja principal se alzaba tras los árboles. La perrera y los establos estaban a la derecha. A la izquierda se encontraba el valle, que dormitaba bajo el calor estival.
Echó a andar en dirección a la cerca, tras la cual el terreno descendía hasta llegar al prado situado frente a la mansión. Cerca del invernadero había unos escalones que llevaban al camino de acceso principal.
—Creí que conocía la mayor parte de la propiedad, pero esta parte tampoco la había visto nunca.
Luc cerró la puerta del invernadero y caminó hacia ella. Se detuvo a su espalda y observó el valle por encima de su cabeza. La vista le resultaba tan familiar como el rostro de su madre.
—Tendrás todo el tiempo del mundo para familiarizarte con todos sus recovecos.
Notó que Amelia se estremecía al percatarse de lo cerca que estaban. Hizo ademán de darse la vuelta, pero él se acercó un poco más y la atrapó entre su cuerpo y la cerca.
Ella jadeó y se quedó inmóvil.
Luc le colocó las manos en los hombros e inclinó la cabeza. Sí, podía doblegarse a sus planes, pero eso no quería decir que no pudiera llevar la batuta en vez de bailar al son que ella tocara. Le rozó con los labios el punto donde el cuello se encontraba con el hombro, provocándole un estremecimiento. Amelia se apoyó contra él y echó la cabeza hacia atrás para facilitarle el acceso, pero no se relajó ni mucho menos.
Le soltó los hombros y deslizó las manos hasta sus codos. Una vez allí, las cambió a la cintura y las extendió para atraerla hacia él y pegarla contra su cuerpo. Se detuvo un instante con el mentón apoyado en su sien, para disfrutar del roce de ese cuerpo delgado y voluptuoso, y murmuró:
—¿Porqué?
—¿A qué te refieres? —preguntó ella a su vez, tras una pausa.
—¿Por qué estás… seduciéndome, a falta de una palabra mejor?
Ella pareció meditar su respuesta.
—¿No te gusta? —volvió a preguntarle mientras colocaba las manos sobre las suyas, que aún descansaban sobre su vientre.
—No es una queja, pero te vendrían bien un par de lecciones de todo un experto.
Su respuesta logró arrancarle una carcajada.
—¿Qué sugieres? —le preguntó, al tiempo que entrelazaba los dedos con los suyos.
—Cuando atrapes a tu presa en una habitación y estés dispuesta a seducirla, es una buena idea cerrar la puerta con llave.
—Lo recordaré —replicó con un deje risueño en la voz, un deje que iba acompañado de otra emoción—. ¿Algo más?
—Si decides hacer uso de otro emplazamiento más exótico, es aconsejable hacer una inspección previa.
Amelia suspiró.
—No tenía ni idea de que el invernadero pudiera ser un lugar tan frondoso. —Hizo una pausa y añadió—: De todas formas, hace demasiado calor ahí dentro.
—Todavía no me has dicho por qué.
Se aseguró de que su voz dejara bien claro que quería una respuesta.
—Porque creí que te gustaría. —En cierto modo, era cierto—. ¿Estaba equivocada?
—No. ¿A ti te gusta?
Una pausa desconcertada.
—Por supuesto.
—¿Qué es lo que más te gusta? —Al ver que no contestaba de inmediato, Luc añadió—: ¿Que te acaricie los senos, que te chupe los pezones, que te toque entre los muslos…?
Amelia ya estaba excitada, pero semejante pregunta fue su perdición.
—Me gusta sentirte dentro. Y apretarte cuando estás ahí…
Su respuesta fue seguida de una larga pausa.
—Interesante.
De todos modos, no pensaba dejar pasar la ocasión.
—Y a ti, ¿qué te gusta más?
—Hacer el amor contigo —contestó él después de una brevísima pausa.
—Pero ¿cómo? ¿Me prefieres desnuda o vestida?
—Desnuda —respondió, tras una ronca carcajada.
—Y tú… ¿cómo prefieres estar, desnudo o vestido?
Al parecer, tuvo que meditar la respuesta. A la postre, contestó:
—Me da igual. Depende de la situación. Pero ¿quieres saber lo que me gusta por encima de todo?
—Sí —contestó con presteza.
—Lo que más me gusta es que estemos los dos desnudos en la cama.
Antes de que pudiera hacerle otra pregunta, él inclinó la cabeza y le acarició el lóbulo de la oreja con los labios; acto seguido, bajó un poco más.
—A cualquier hora, de noche… o de día…
Las palabras flotaron en el aire. La tarde era tranquila y silenciosa. El calor le confería cierta pesadez al ambiente y esa languidez resultaba de lo más incitante.
Amelia no podía respirar y no porque él le estuviera presionando la cintura con fuerza (una fuerza que en esa postura resultaba evidente), ni porque estuviera atrapada en el aura de poder sexual que él exudaba. En ese aspecto, ya estaba más que atrapada. El desafío ya estaba lanzado y realmente no tenía que tomar decisión alguna. Lo único que le restaba por hacer era contestar, acceder.
—Sí… —le dijo sin aliento y sintió que sus dedos se crispaban fugazmente sobre su cintura.
En ese instante, él alzó la cabeza, apartó las manos y se separó de ella. La tomó de la mano y la instó a dar media vuelta. Esa mirada tan oscura como un cielo nocturno se posó en sus ojos, en sus labios y, después, en la mansión.
—Ven.
La guio por los escalones que descendían hasta el camino principal, el cual llevaba a la puerta de entrada de la mansión. Sin prisa alguna. En lugar de aliviar la tensión que se había apoderado de los nervios de Amelia, esa aparente falta de apremio sólo sirvió para acrecentarla. Cualquiera diría por la actitud que él demostraba que tenía todo el derecho de hacer con ella lo que se le antojara… así como toda la tarde para hacerlo.
Y, de hecho, así era.
Entraron en el vestíbulo principal y escucharon las voces alegres y distantes de los criados, atareados con sus labores en la frescura de la casa. Sin embargo, el sonido se alejó a medida que subían la escalinata.
El silencio los envolvió; cuando llegaron a sus aposentos, el mundo quedó muy atrás.
Calverton Chase era el hogar de Luc y ella era la dueña y señora. Era su bastión y sus muros estaban diseñados para darles fuerza y protección. Él abrió la puerta, la hizo entrar y volvió a cerrar. El clic de la cerradura fue un sonido delicado, pero cargado de significado.
Las cortinas estaban corridas para mantener la habitación fresca. A través de ellas se filtraba la luz dorada del sol, creando la ilusión de que habían llegado a un paraíso cálido donde no hacía ni frío ni calor. Un paraíso que sólo les pertenecía a ellos.
Amelia se acercó a la cama, se detuvo y echó un vistazo por encima del hombro. Él la había seguido, pero se había detenido a unos metros. Se encogió de hombros para quitarse la chaqueta, la dejó caer al suelo y, acto seguido, comenzó a desabrocharse la camisa. Sin dejar de mirarla a los ojos. Amelia enarcó una ceja y siguió su ejemplo.
Cuando su camisola cayó al suelo, él ya estaba completamente desnudo y tendido de costado en la cama, observándola con la cabeza apoyada en una mano. Había apartado la colcha y quitado la mayoría de los almohadones, dejando un amplio espacio libre en las sábanas de seda.
Rodeó la cama con una sonrisa en los labios y dejó que sus ojos lo recorrieran desde las pantorrillas hasta los hombros. Sospechaba que su marido era muy consciente de la magnífica estampa que representaba allí tumbado. La erección le confería un aspecto desvergonzadamente masculino. Sintió que sus ojos la observaban, demorándose en los senos y en los muslos, mientras apoyaba las rodillas en el colchón y subía a la cama.
En cuanto estuvo a su alcance, la aferró por las caderas y tiró de ella hasta que quedó tumbada a su lado. La miró a los ojos y pareció calibrar el momento antes de que una de sus manos se cerrara sobre un pecho. Comenzó a acariciarla con delicadeza sin dejar de mirarla.
La tarde se transformó en un continuo deleite, en una dicha sin fin, envuelta en el halo dorado de la luz estival. Él guiaba y ella seguía, aunque intercambiaron las riendas en más de una ocasión.
Hacía demasiado calor como para permanecer tumbados en la cama demasiado tiempo, pegados el uno al otro. Cuando Amelia lo tuvo bajo sus manos, en una de esas satisfactorias ocasiones en las que cambiaron de posición, lo tomó en la boca, decidida a darle el máximo placer, y supo por primera vez desde que comenzara su relación que era ella la que mandaba. Porque él se lo había permitido. Porque le había permitido hacer con él lo que quisiera.
Y le devolvió el favor con creces y sin reserva. Sin más intención que la de proporcionarle placer.
Hacía demasiado calor para pensar, para seguir los derroteros de los pensamientos del otro, para intentar adivinar sus respectivas intenciones. Por tácito acuerdo, un acuerdo del que Amelia fue tan consciente como él, dejaron a un lado los deseos que albergaban para el futuro, abandonaron las esperanzas y los miedos cotidianos, los deseos y los anhelos que los impulsaban cuando no estaban en esa habitación. Mediante un deliberado acto de buena voluntad se entregaron mutuamente al momento, a la sensualidad y a la satisfacción física, además de a lo que esta enmascaraba.
Las horas pasaron y ellos alcanzaron el clímax una y otra vez, del modo más dulce y placentero. No dedicaron pensamiento alguno a otra cosa que no fueran sus cuerpos y el deleite que podían dar y recibir. Los únicos sonidos que interrumpieron el pesado silencio fueron sus jadeos y gemidos, el rítmico encuentro de sus sudorosos cuerpos y el suave susurro de la seda cuando se movían sobre las sábanas.
En el exterior, todo seguía tranquilo y adormilado bajo el sol abrasador. En la habitación, la pasión creció y los envolvió en su vorágine. Se acariciaron lánguida y pausadamente con las lenguas y los dedos, arquearon sus cuerpos, entrelazaron sus piernas, se descubrieron con las manos… se entregaron el uno al otro y tomaron en la misma medida.
Las horas se llevaron algo a su paso… las defensas tras las que ambos habían decidido esconderse hasta ese momento. Amelia sintió que Luc titubeaba cuando comprendió que sus defensas pendían de un hilo, pero se rindió y dejó que la última barrera se desplomara. La felicidad le inundó el corazón hasta el punto de hacerle creer que le estallaría. Y, en ese momento, sintió el éxtasis al alcance de la mano, a un paso de arrastrarla.
Al final, lo único que quedó entre ellos fue la honestidad. Ninguno lo había planeado, pero allí estaba, por su propia iniciativa. La tenían delante, al alcance de la mano. Resplandecía con una luz dorada. Sus miradas se encontraron y ambos reconocieron la incertidumbre del otro, idéntica a la propia. Ambos tomaron aire con la respiración entrecortada y un nudo en la garganta.
Por acuerdo mutuo y sin dejar de mirarse a los ojos, lo aceptaron, lo reclamaron. Aceptaron el hecho de que, una vez dado ese paso, no había marcha atrás; no podrían volver a la situación en la que habían estado antes de cerrar la puerta del dormitorio esa tarde.
Se acercaron a la vez para besarse porque anhelaban la unión más completa y ansiaban más.
Amelia enterró los dedos en el pelo de Luc y lo acercó aún más a ella.
Él hizo lo mismo, enterró los dedos en esos tirabuzones enredados mientras giraba sobre el colchón y se colocaba sobre ella, obligándola a separar los muslos un poco más. Ella le rodeó las caderas con las piernas y arqueó la espalda cuando volvió a penetrarla, acogiéndolo gustosa. Alzó un poco las rodillas para colocarlas a sus costados a medida que comenzaba a moverse en su interior y respondió a sus embestidas hasta que el sudor empapó las sábanas y el olor de su deseo impregnó la habitación.
Sus lenguas se encontraron y se unieron. Sus cuerpos, sudorosos y enfebrecidos, adoptaron un ritmo desinhibido y apremiante. La fricción del vello de su pecho en los pezones la hizo jadear.
Luc se apoderó de ese jadeo y la besó con ardor mientras deslizaba las manos por su cuerpo para aferrarle las nalgas y hundirse en ella aún más. La entrega que ella demostraba, el modo con el que contraía y relajaba los músculos en torno a su miembro, acariciándolo con evidente placer, lo volvía loco.
El poder estalló de repente, los invadió y ellos lo siguieron. Más rápido, más fuerte, más profundo. No había defensas, restricciones, pensamientos ni lamentos. Sólo el irresistible, indomable e incitante anhelo de entregarse a las llamas. De arrojarse a ellas y dejar que esa emoción que los unía los consumiera.