Capítulo 15

LA idea que rondaba a Amelia no era la misma que rondaba a Luc; de hecho, él había imaginado que iban a ver la puesta de sol.

A la mañana siguiente, mientras se paseaba por el vestíbulo a la espera de que se reuniera con él para recorrer a caballo la propiedad (algo mucho más seguro que pasear por los jardines o por cualquier otro sitio con ella), Luc seguía reprendiéndose en silencio a la par que intentaba recuperar el sentido común en vano. Un sentido común que parecía haberlo abandonado habida cuenta de sus últimos despropósitos.

En primer lugar estaba la visita al templete (¡y menuda forma de templar la situación!)… No había sido idea suya arriesgarse a que cualquiera de los jardineros o sus ayudantes los sorprendiera en flagrante delito (estaban a principios de verano y los jardineros andaban por todas partes) o, lo que era peor, uno de sus vecinos, muchos de los cuales visitaban el templete con su permiso para meditar. Lo que hubieran visto les habría abierto los ojos… y tal vez, en el caso de alguno en concreto, podría haberle provocado una apoplejía.

En segundo lugar, y sin tener en cuenta el consiguiente retraso en volver a casa, estaba el inesperado desafío que supuso la cena y la lucha que se había obligado a librar consigo mismo para evitar el comportamiento de la noche anterior. Todo en vano, por supuesto, ya que la había arrastrado al dormitorio cuando ni siquiera llevaban diez minutos en el salón. Por no hablar de las consecuentes acciones que tuvieron lugar esa madrugada y la mañana posterior, las cuales lo habían dejado totalmente desorientado.

Era… bueno, había sido un libertino afamado; sin embargo, daba la impresión de que fuese Amelia quien estaba decidida a corromperlo. Aunque no se quejaba, al menos no en lo referente al resultado; ni siquiera de la escena en el templete (el simple recuerdo lograba que el deseo se adueñara de él). No obstante, todo era… muy diferente de lo que había imaginado.

Había asumido, con total convicción, que se casaba con una obstinada aunque delicada florecilla; sin embargo, Amelia había resultado ser toda una tigresa. Desde luego, tenía las uñas afiladas… y bien que lo sabía él.

El sonido de sus tacones en la escalinata hizo que se volviera. Alzó la vista y la observó mientras bajaba. Llevaba un traje de montar verde manzana, color que confería un tono más dorado a sus tirabuzones. Ella alzó la cabeza y lo vio; una expresión de placer y de algo más (o eso creyó) le iluminó el rostro. Una especie de emoción que nada tenía que ver con el paseo a caballo que habían planeado.

Terminó de bajar las escaleras y se acercó a él; se detuvo un instante, con la cabeza gacha, mientras se abotonaba los guantes. El sol matutino se filtraba por el montante de la puerta que tenía a su espalda y se derramaba sobre ella.

Por un instante, Luc fue incapaz de respirar, de pensar. Volvió a apoderarse de él el mismo sentimiento que lo consumió el día anterior cuando la vio acunando al cachorro. Un anhelo nacido de lo más profundo de su corazón; la necesidad de darle algo mucho más precioso para que lo acunara entre sus brazos.

Amelia masculló algo, irritada con los diminutos botones. El sentimiento se atenuó, aunque no lo abandonó por completo. Inspiró hondo, dando gracias porque ella estuviera distraída, antes de extender la mano hacia su muñeca. Tal y como hiciera en aquella otra ocasión, le abotonó el guante con destreza. La miró a los ojos y se llevó la mano a los labios antes de entrelazarla con la suya.

—Vamos, los caballos están listos.

Una vez en el exterior, la subió a la silla y contempló con ojo crítico cómo colocaba el pie en el estribo y recogía las riendas. Hacía años que no montaba con ella a caballo. Su postura había mejorado con el tiempo y cogía las riendas con más confianza. Satisfecho, se acercó a su caballo y montó, tras lo cual le indicó con un gesto que enfilara el camino.

Cabalgaron juntos durante toda la mañana, atravesando un paisaje de prados verdes, moteados por los tonos más intensos de los sotos. Pusieron rumbo al sur y saltaron alguna que otra cerca baja; conocía cada prado, cada zanja y cada cerca en kilómetros a la redonda… y evitó cualquier ruta que considerara demasiado peligrosa.

Si Amelia se percató, no dio señales de ello; saltó cada uno de los obstáculos con una confianza que lo tranquilizaba y lo distraía a la vez. Una nueva señal de que había cambiado, de que había madurado con el paso de los años, de que ya no era una niña, sino toda una mujer.

Sobre sus cabezas, el cielo lucía el perfecto azul de un día estival, apenas ensombrecido por unas cuantas nubes vaporosas. El zumbido de los insectos y el aleteo de algún pájaro espantado eran los únicos sonidos que se escuchaban aparte de la cadencia de los cascos de los caballos.

Llegaron hasta el extremo del valle del Welland, donde se detuvieron para contemplar los frondosos campos por los que discurría el río cual cinta plateada que relucía bajo el sol.

—¿Cuál es el límite de tus tierras?

—El cauce del río. La mansión está en la zona más septentrional de la finca.

—¿Eso quiere decir que aquello de allí también es tuyo? —Amelia señaló hacia un grupo de tejados que se veía a través de los árboles.

Luc asintió y azuzó a su caballo pinto en esa dirección.

—Estamos reparando una de las casas. Debería comprobar cómo va el trabajo.

Amelia azuzó a su montura para que siguiera a Luc a lo largo de la loma y después comenzó el descenso de la suave pendiente que llevaba hasta las casas.

Eran tres viviendas robustas, construidas con la típica piedra rojiza de la zona. A la del centro le estaban colocando el tejado. De hecho, en esos momentos no tenía. Había algunos hombres encaramados al armazón de madera, colocando algunas vigas más. Los martillazos resonaban en el valle.

El capataz los vio, los saludó con la mano y se aprestó a descender. Luc desmontó y ató las riendas de su caballo a una rama antes de ayudar a Amelia a hacer lo mismo.

—El invierno pasado una rama enorme cayó sobre el tejado durante una tormenta. La casa ha estado desocupada desde entonces —le explicó al tiempo que señalaba con la cabeza hacia una de las otras casas, de la que había salido una caterva de niños que los miraba boquiabiertos—. Las tres familias llevan seis meses viviendo apretujadas en las otras dos casas.

Luc se volvió hacia el capataz cuando este se acercó, y le presentó a Amelia. El hombre inclinó la cabeza y se llevó una mano a la gorra a modo de saludo antes de dirigirse a Luc, que observaba la evolución de la obra con los ojos entrecerrados.

—Vais más adelantados de lo que creía.

—Sí.

El capataz observó la casa con ojo crítico.

Amelia decidió dejarlos a solas. Se encaminó hacia los niños, ya que no tenía sentido desperdiciar una buena oportunidad de conocer a las familias que vivían en la propiedad.

—Desde luego, si no hubiéramos recibido la madera antes de junio, a estas alturas estaríamos cruzados de brazos. El maderero tenía el material justo para la reparación, pero con todos los pedidos que recibió en cuanto mejoró el tiempo, se quedó sin nada en menos de una semana.

—Pero habéis hecho muchos progresos. ¿Cuánto falta para que comencéis a colocar la pizarra?

Amelia dejó que las voces se desvanecieran a su espalda; cuando llegó hasta los niños que se habían acercado más, se agachó con una sonrisa en los labios.

—¡Hola! Vivo en la casa grande, en Calverton Chase. ¿Está vuestra madre?

Los más pequeños la miraron con abierta curiosidad. Uno de los mayores, que se había quedado junto a la puerta, se volvió y gritó hacia el interior.

—¡Mamá, la nueva vizcondesa está aquí!

El anuncio provocó el caos. Cuando logró convencer a las tres mujeres de que no esperaba ninguna atención especial y aceptó tomarse un vaso de limonada mientras charlaba con dos ancianas sentadas junto a la chimenea, ya había pasado casi media hora. Sorprendida por el hecho de que Luc no hubiera ido a buscarla, salió de la casa y echó un vistazo a los alrededores. Los caballos seguían atados al árbol, pastando, pero no había señales de Luc. Fue entonces cuando escuchó su voz y levantó la vista.

Su marido, el perfecto aristócrata, se había quitado la chaqueta; con la camisa remangada y el pañuelo atado al descuido alrededor del cuello, guardaba el equilibrio sobre un travesaño del nuevo armazón. Con los brazos en jarras, saltó sobre el madero para comprobar la resistencia de la viga mientras discutía algo sobre la estructura. Recortado contra el cielo azul y con el cabello alborotado por la brisa, estaba pecaminosamente guapo.

Alguien le dio unos tironcitos en la manga. Amelia bajó la vista y vio a una pequeñina de cabello castaño y rizado y enormes ojos pardos que la miraba sin parpadear. La niña debía de tener alrededor de seis o siete años.

La niña carraspeó y miró a sus compañeros; parecía ser la líder del grupo. Inspiró hondo y devolvió la mirada a Amelia.

—Nos preguntábamos si… ¿son todos sus vestidos tan bonitos como este?

Amelia observó su traje de montar veraniego. Era, o eso supuso, lo bastante bonito, pero ni mucho menos se podía comparar con sus vestidos de fiesta. Meditó la respuesta sin perder de vista cuán valiosos eran los sueños.

—¡Caramba, no! Tengo vestidos mucho más bonitos que este.

—¿De verdad?

—Sí. Y todos podréis comprobarlo cuando vengáis a la casa grande para la fiesta que celebraremos dentro de unos meses.

—¿Fiesta? —Uno de los niños se acercó más a ella—. ¿La Reunión Otoñal?

Amelia asintió.

—Yo seré la organizadora este año. —Volvió a mirar a la niña de rizos castaños—. Tendremos muchos más juegos que antes.

—¿De verdad?

Los otros niños la rodearon.

—¿Habrá concurso de saltos?

—¿Y de tiro con arco?

—¿Y tiros con herraduras? ¿Qué más, qué más?

Amelia soltó una carcajada.

—Todavía no lo sé, pero habrá muchos premios.

—¿Tiene perros como él? —La niña la tomó de la mano mientras señalaba con la cabeza a Luc, que seguía en el tejado—. A veces los trae, pero hoy no. Son grandes pero muy simpáticos.

—Pues la verdad es que tengo un perro, pero todavía es un bebé. Bueno, un cachorro. Cuando crezca, lo traeré de visita. Podréis verlo en la fiesta.

La niña la miró con expresión confiada.

—Nosotros también tenemos mascotas. Están en la parte de atrás. ¿Le gustaría verlas?

—Por supuesto —contestó, observando el grupo de niños que la rodeaba—. ¿Por qué no vamos y me las enseñáis?

Rodeada de niños que no dejaban de hacerle preguntas, fue conducida a la explanada que había detrás de la casa.

Luc la encontró allí un cuarto de hora más tarde, mientras examinaba un gallinero.

—Guardamos las plumas para las almohadas —le estaba diciendo su más reciente amiga—. Es importante.

Amelia sabía que Luc la estaba esperando, se había percatado de su presencia en cuanto rodeó la casa, pero no podía dejar a los niños sin más. De manera que asintió con aire solemne a la pequeña Sarah antes de mirarlo.

—¿Tenemos un concurso para elegir al mejor pollo… no, al pollo más bonito de la propiedad?

Luc se acercó al grupo y saludó a los niños. Los conocía a todos desde que nacieron y los había visto crecer, por lo que no le tenían miedo.

—No que yo sepa, pero no veo por qué no podemos hacerlo.

—¿En la Reunión Otoñal? —preguntó Sarah.

—Bueno, si yo soy quien manda —dijo Amelia al tiempo que se enderezaba—, las cosas serán como yo diga. Y si yo digo que habrá un concurso para elegir al pollo más bonito de la propiedad, será mejor que empieces a acicalar a Eleanor y a Iris, ¿no te parece?

El comentario suscitó una buena polémica; al examinar el grupo, Luc se percató de los ojos brillantes y de las miradas fijas en Amelia, de la manera en la que los niños la escuchaban y observaban sus movimientos. Amelia estaba muy a gusto entre ellos, y lo mismo sucedía con los niños.

Le llevó un buen rato separarla de los pequeños para ponerse en marcha. En el trayecto de regreso a la mansión, le señaló el emplazamiento de otras granjas, pero no se detuvieron. La imagen de Amelia, no sólo con los niños sino también con las madres mientras se despedían, se le había quedado grabada en la mente.

La capacidad de relacionarse con los criados era una cosa, pero la capacidad de relacionarse con los granjeros y sus familias, sobre todo con los niños, con tanta facilidad era algo completamente distinto. No era una característica en la que hubiera pensado a la hora de elegir esposa y, sin embargo, era esencial. Aunque Amelia no hubiera disfrutado de un hogar permanente en el campo, sí provenía de una gran familia, al igual que él. Desde la cuna habían estado con otros niños, mayores o más pequeños… siempre había habido algún bebé en las cercanías.

Tratar con personas de todas las edades era uno de sus talentos naturales; no se imaginaba careciendo de semejante don. Ayudar a una esposa que no tuviera esa habilidad habría sido difícil. Mientras entraban en los establos de Calverton Chase y escuchaban el gong que anunciaba el almuerzo, dio gracias a su buena suerte por haber escogido, aunque fuera por casualidad, a Amelia.

No obstante, cuando entró en el fresco interior de la mansión recordó que había sido ella quien lo eligiera a él…

Y el motivo que tuvo para hacerlo.

El comentario del capataz resonó con fuerza en su cabeza. Esperaba que Amelia no lo hubiera escuchado. Mientras subían las escaleras para cambiarse de ropa, ella siguió parloteando con su habitual jovialidad. De modo que llegó a la conclusión de que no lo había escuchado y se olvidó del asunto… así como de la punzada de culpabilidad.

Amelia recordó las palabras del capataz mientras se desvestía. Había algo en el comentario que le había llamado la atención, pero no era capaz de recordarlo.

Antes… sí, antes de junio. Eso era. Luc había autorizado el pedido crucial de madera a finales de mayo. Y dado lo que sabía de sus circunstancias… Bueno, debía de haber sido su dote, o la promesa de su dote, lo que le permitió hacerlo.

Por un instante se quedó allí plantada, con la chaqueta a medio quitar y la mirada perdida más allá de la ventana, hasta que Dillys apareció y volvió a la realidad.

No había motivo por el que Luc no debiera contar con su dote, no después de que ella le propusiera matrimonio y él hubiera aceptado. En su mundo, era lo único que hacía falta; a partir de ese momento, a menos que ella cambiara de opinión y él aceptara renegar del compromiso, su dote había sido de Luc.

Y era evidente que le hacía mucha falta. Con urgencia. Las palabras del capataz y las familias apretujadas en las casas daban fe de ese hecho. La madera no sólo había sido un gasto lógico, sino también necesario.

Mientras se ponía un vestido de diario y esperaba a que Dillys le anudara las cintas, repasó todo lo que sabía de Luc y todo lo que había aprendido en los días pasados… y llegó a la conclusión de que era lo que ella siempre había imaginado que sería: un terrateniente que no rehuía sus responsabilidades. Ni las inherentes a su familia ni las inherentes a sus trabajadores.

Y esa era una cualidad que ella apreciaba en su justa medida. No había razón para que eso la inquietara.

Ninguna razón salvo la extraña sensación de que algo, de alguna manera, no terminaba de encajar.

A la mañana siguiente cabalgaron hasta Lyddington. Las casas del pueblo se alineaban a ambos lados de la calle principal, y la posada, la panadería y la iglesia se erigían alrededor de un prado. El pueblo estaba rodeado por una agradable aunque adormecida aura de prosperidad; si bien era un lugar silencioso, ni mucho menos estaba desierto.

Tras dejar las monturas en la posada, Luc la cogió del brazo y la llevó a la panadería, desde la que llegaba un aroma celestial, arrastrado por la suave brisa. Amelia echó un vistazo a su alrededor y se percató de que habían cambiado muy pocas cosas desde la última vez que visitara el pueblo, cinco años atrás.

En la panadería seguían haciendo los bollos de canela más deliciosos; Luc compró dos mientras ella charlaba con la señora Trickett, que no sólo era la propietaria del establecimiento sino que también atendía el mostrador. La señora Trickett se apresuró a felicitarlos por la boda, dejando claro que la noticia de su matrimonio era de conocimiento general.

—Fue una agradable sorpresa descubrir que usted era la nueva señora de Calverton Chase, milady… Bueno, es como si ya fuera uno de nosotros.

Amelia le devolvió a la mujer la deslumbrante sonrisa antes de despedirse y dejar que Luc la acompañara al exterior. Sus miradas se encontraron al salir del establecimiento, pero se limitaron a sonreír sin pronunciar palabra. De haber pensado en la posibilidad, ambos habrían esperado una reacción semejante; nunca había vivido en la propiedad, pero no era una desconocida para los lugareños.

Se sentaron en un banco situado frente al prado y dieron buena cuenta de los bollos de canela.

—Mmm —musitó Amelia a la postre, relamiéndose el azúcar con canela que se le había quedado en los dedos—. Delicioso. Tan bueno como siempre.

—Las cosas no suelen cambiar por aquí.

Luc había devorado su bollo y se había arrellanado en el banco, con las piernas estiradas.

Cuando Amelia lo miró, se dio cuenta de que tenía la vista clavada en sus dedos y en sus labios. Ensanchó la sonrisa y se dio un último lametón en un dedo. Instantes después, Luc parpadeó y alzó la vista hacia sus ojos. Ella lo miró con aire inocente.

—¿Te parece que demos un paseo y saludemos a más personas?

Ya habían saludado al posadero y a su esposa, pero quedaban algunas personas en el pueblo a quienes debían saludar como dictaban las buenas maneras.

Luc miró hacia algún lugar situado a su espalda.

—No hace falta. —Replegó las piernas con elegancia y se enderezó en el banco—. Ya vienen ellos.

Amelia se volvió y vio que la esposa del vicario se acercaba. Se pusieron en pie e intercambiaron los cumplidos de rigor con la señora Tilby, tras lo cual la buena señora le pidió que la ayudara con el asilo de pobres.

—Lady Calverton… Quiero decir, la vizcondesa viuda, es nuestra madrina, por supuesto, y esperamos que continúe con su papel durante muchos años, pero nos sentiríamos honrados si usted también se uniera a la causa.

Amelia sonrió.

—Por supuesto. Lady Calverton regresará de Londres en breve. La acompañaré a la próxima reunión.

La promesa alegró el día de la señora Tilby, que se alejó de ellos deshaciéndose en halagos y buenos augurios, además de asegurarles que le transmitiría sus saludos a su marido. A la postre los dejó solos, aunque antes de marcharse se detuvo para saludar al señor Gingold, un caballero corpulento y simpático.

El caballero en cuestión se acercó a ellos, con una mirada resplandeciente y una sonrisa afable en su rubicundo rostro.

—Mi más sincera enhorabuena, querida. —Hizo una reverencia formal a Amelia, que ella correspondió de la misma forma. Después se volvió hacia Luc y le estrechó la mano—. Siempre supe que tenías buen olfato, muchacho.

Luc enarcó las cejas.

—Después de pasar tantos años criando sabuesos, supongo que algo se me ha pegado.

El hombre se echó a reír y le preguntó por los perros. Luc y él compartían un sinfín de responsabilidades relacionadas con la caza en la zona; a Amelia no le sorprendió que la conversación acabara tomando ese rumbo.

De todas formas, no tuvo oportunidad de aburrirse, ya que un carruaje se detuvo a las puertas de la posada. Cuando la portezuela se abrió, bajaron tres jovencitas que se sacudieron las faldas y abrieron sus sombrillas. La madre, que bajó con mucha más elegancia, las reunió antes de echar a andar hacia ella.

Ese fue el principio. Durante la hora que siguió y sin necesidad de moverse del prado, Amelia fue presentada a casi todos los terratenientes de los alrededores. O, para ser más precisos, retomó la relación puesto que ya los conocía; de hecho, debido a las numerosas fiestas campestres a las que había asistido en Calverton Chase a lo largo de los años, estaba más familiarizada con la nobleza local que con los aldeanos.

Todos le dieron una cariñosa bienvenida, ya que la familiaridad presidía las presentaciones e instaba a las mujeres a invitarla a tomar el té. Ella era una persona conocida, una presencia en absoluto amenazadora.

Cuando la reunión improvisada se dispersó y fueron a por los caballos para regresar a Calverton Chase para almorzar, Amelia percibió la mirada de Luc clavada en ella. Se la devolvió con una sonrisa.

—Ha sido mucho más fácil de lo que me esperaba.

Él titubeó mientras un pensamiento, alguna conclusión profunda, brillaba en las profundidades cobalto de sus ojos e instó a su caballo a que diera media vuelta.

—Y tanto. Pero será mejor que nos demos prisa.

Amelia soltó una carcajada.

—¿Por qué? ¿Tienes hambre?

Siguió observándola mientras ella, ya montada en la yegua, se colocaba a su lado.

—Estoy famélico —masculló antes de hundir los talones en los flancos de su montura.

Amelia encajaba tan bien que resultaba pavoroso. Encajaba en su hogar, encajaba en su vida… encajaba con él mismo. Era como un complemento natural, como si fuera la cerradura para su llave.

No lo había previsto… ¿Cómo podría haberlo hecho? Jamás se le había pasado por la cabeza que la vida matrimonial, que su vida matrimonial, sería así: un paseo sencillísimo que concluía en una serena felicidad.

Almorzaron juntos. Ya se había establecido una cómoda camaradería entre ellos. Conocían los gustos del otro y se habían familiarizado con sus respectivas costumbres. Si bien aún no se conocían por completo (motivo que confería un deje incierto a su antigua amistad convertida en matrimonio), había cierta familiaridad, cierta comodidad… el sencillo consuelo de disfrutar de la comprensión de otra persona y de corresponderla…

Tenía la impresión de que lo hubieran arrastrado a un torbellino demasiado bueno para ser cierto.

Apartó la silla de la mesa.

—Tengo que ver cómo están los perros.

Amelia sonrió y lo imitó.

—Voy contigo. Quiero ver a mi cachorro. —Se detuvo, con la vista clavada en sus ojos—. ¿Lo dijiste en serio?

Luc rodeó la mesa para apartarle la silla.

—Por supuesto.

El cachorro haría de regalo de bodas provisional hasta que pudiera darle el verdadero: el collar y los pendientes de perlas y diamantes que había encargado y diseñado a juego con el anillo de compromiso. Claro que no podría dárselo hasta que confesara, ya que, de otra manera, ella pensaría que le estaba regalando parte de su dote, cosa que era incapaz de soportar.

Amelia se levantó y él le ofreció el brazo.

—Estoy seguro de que no le impedirás acompañar a los demás cuando sea necesario.

—¿Te refieres a cuando salgan a cazar? Pero les encanta cazar, ¿no es cierto?

—Para un sabueso, sería una tortura impedirle seguir el rastro de su presa.

Amelia siguió haciéndole preguntas acerca de los cuidados de los sabuesos; cuando llegaron a las perreras, se dirigió directamente al compartimento de los cachorros. Su perrito estaba de nuevo olisqueando por debajo de la barrera. Sin dejar de hablar con Sugden, Luc la observó mientras sacaba al cachorro. Y lo tranquilizaba con sus palabras. Comenzó a acunarlo entre los brazos y el animalillo se quedó de lo más contento mientras le hablaba.

Amelia se volvió cuando se acercó a ella.

—Dijiste que podía ponerle un nombre.

Luc acarició la cabeza del cachorro.

—Sí, pero tiene que tener un nombre adecuado que se pueda registrar, uno que no se haya usado antes. —Señaló con la cabeza en dirección a la oficina emplazada en el otro extremo de las perreras—. Sugden tiene el libro de registro. Dile que te lo enseñe. Tendrás que comprobar que el nombre no se haya usado antes.

Amelia asintió.

Luc se agachó y le dio unas palmaditas a Belle antes de comprobar el estado de los demás cachorros, después se levantó.

—Tengo que atender algunos asuntos de negocios… Estaré en mi despacho. Pregúntale antes a Sugden, pero creo que a tu cachorro y a los demás les vendrá bien salir un poco.

Amelia lo miró.

—¿A jugar?

Él esbozó una sonrisa maliciosa.

—¿Qué otra cosa hacen los cachorros? —Y con un saludo, se alejó.

Amelia devolvió toda su atención al perrito. En cuanto estuvo segura de que Luc no podía escucharla, susurró:

Galahad. Nunca le ha gustado mucho el rey Arturo, así que no habrá utilizado ese nombre.

Llevaba en su despacho unos veinte minutos revisando inversiones, cuando se levantó para coger un libro de cuentas y la vio en el jardín, con los cachorros saltando a sus pies. Sugden y Belle contemplaban la escena desde cierta distancia; Amelia, con los tirabuzones dorados al viento y el vestido del mismo azul que el cielo, era la estrella del espectáculo mientras peleaba en broma por un trozo de cuerda con los perritos.

Los animales saltaban y caían a sus pies, manchándole el vestido con las patas y tironeándole del bajo, aunque a ella no parecía importarle.

Un momento después Sugden dijo algo. Amelia levantó la vista y agitó la mano a modo de despedida mientras el hombre se alejaba. Belle apoyó el hocico sobre las patas y cerró los ojos; al igual que Sugden, estaba convencida de que sus cachorros estaban a salvo.

Con el libro de cuentas en la mano, Luc vaciló. Tal vez debiera… Unos golpecitos en la puerta lo distrajeron.

—Adelante.

McTavish entró.

—Han llegado las cotizaciones que estábamos esperando, milord. ¿Quiere echarles un vistazo ahora?

Luc deseaba negarse, deseaba desentenderse del trabajo y reunirse con su flamante esposa en el jardín para jugar con los cachorros. Ya había pasado toda la mañana en su compañía y acababa de comprender que le encantaría pasar la tarde del mismo modo.

—Por supuesto. —Le indicó a McTavish que tomara asiento en la silla del otro lado del escritorio mientras él se acercaba a su sillón con el libro de cuentas en las manos—. ¿Cuánto piden?

Había sido todo demasiado fácil. Sorprendentemente sencillo.

Dos días después, Amelia se dio la vuelta en la cama y miró con una sonrisa bobalicona los destellos de luz que se reflejaban en el techo. Había un pequeño estanque en el otro extremo de la terraza; todas las mañanas (y durante casi todo el día), el sol se reflejaba en el agua y bañaba el dormitorio de luz.

El dormitorio de los dos, de Luc y de ella. La cama en la que yacía en esos momentos era la cama que compartían cada noche, y cada mañana también.

Su sonrisa se ensanchó al recordar esas noches y esas mañanas. Sólo habían pasado cinco días desde su boda, pero se sentía plenamente segura en ese aspecto de su relación. Como también se sentía muy segura en el papel de lady Calverton delante de los criados y en sus relaciones con los vecinos. En esos ámbitos, su matrimonio era todo lo que ella había deseado, justamente lo que había querido conseguir.

Como primer paso.

Había conseguido ese primer paso mucho antes de lo que esperaba. Lo que la llevaba a enfrentarse a la siguiente fase del plan mucho antes de lo que había imaginado. Podría relajarse y disfrutar de su logro antes de hacer acopio de valor y encarar la siguiente, mucho más peliaguda. Sin embargo, tenía veintitrés años y su impaciencia por lograr que ese matrimonio fuera lo que había soñado no había mermado. Sabía lo que quería… y no se conformaría con menos. La mera idea la inquietaba.

Su matrimonio estaba teñido de un sentimiento extraño; no podía tildarse de insatisfacción, pero sí echaba algo en falta. Aunque, a decir verdad, no se trataba de que ella introdujera así de repente eso que faltaba.

Porque ya estaba presente, ya existía; estaba convencida de que era así, al menos en lo que a ella concernía. Amaba a Luc, a pesar de que aún no se lo había dicho. Semejante declaración a esas alturas era demasiado arriesgada; si él no correspondía a su amor, o no estaba dispuesto a admitir que lo hacía, sólo provocaría incomodidad. O, en el peor de los casos y teniendo en cuenta el carácter de su marido, bien podría plantarse y negarse en redondo a aceptar esa idea.

Sin embargo, ese debía ser su siguiente paso: debía declarar su amor (primero ella para que él respondiera en consonancia), zafarse de sus defensas y persuadirlo para que él hiciera lo mismo. Necesitaba sacar el amor de su escondrijo, porque estaba segura de que estaba presente en todo lo que hacían; necesitaba sacarlo a la luz, de modo que se convirtiera en una parte vital de su relación.

Para que la fortaleciera con su apoyo.

Tenía que persuadir a Luc; convencerlo y engatusarlo para que lo reconociera y llegara a desearlo.

La pregunta era cómo lograrlo. ¿Cómo se animaba a un hombre como Luc a tratar con una emoción como el amor? Una emoción que sin duda alguna él preferiría evitar.

Se sabía al dedillo las formas en las que los hombres como él, como sus primos, intentaban sortear el amor. Y Luc era inmune a la manipulación; siempre había sabido que esa sería la batalla más difícil de todas.

Así que, ¿cuál era la mejor estrategia a seguir?

Mientras descansaba sobre las sábanas revueltas y los almohadones, puso su mente a trabajar en el asunto. Ahondó en sus recuerdos y en todo lo que había averiguado acerca de su marido en las últimas semanas…

Y consiguió el esbozo de un plan. Un plan que enseñaría a Luc el verdadero potencial de su unión con los únicos argumentos que él aceptaría dado el tema en cuestión. El único lenguaje que garantizaba su absoluta atención.

Un plan perverso. Tal vez incluso un poco taimado; o así lo vería él a buen seguro. Sin embargo, cuando una dama debía enfrentarse a un caballero como él… Bueno, todo valía en el amor y en la guerra.

Y tenía la oportunidad perfecta. Para llevar a cabo su plan, debían estar a solas, sin familia ni amigos. En cuanto Minerva llegara con sus hijas, comenzarían las visitas del resto de familiares, pero aún contaba con cuatro días antes de que eso sucediera.

Cuatro días en los que podría concentrarse en otros menesteres, porque ya estaba más que segura en su papel de vizcondesa.

Otros menesteres como… su marido.

Luc entró en el comedor y lo encontró vacío. El gong que anunciaba el almuerzo había sonado hacía unos minutos, de manera que le resultó extraño que Amelia no estuviera. Con el ceño fruncido, se acercó a su silla y se sentó. Cottsloe acababa de llenarle la copa de vino cuando escuchó pasos en el pasillo.

Los pasos de Amelia.

Levantó la copa y se acomodó en la silla con la vista clavada en el vano de la puerta. Desde que había descubierto que tenía que trazar una línea, que tenía que controlar el deseo de estar en su compañía de manera que este adoptara unos límites aceptables, todo había ido a las mil maravillas. Durante el día, ella se paseaba por la casa y los jardines, cabalgaba con él por la propiedad y jugaba con sus cachorros; día a día, su esposa se involucraba más con los quehaceres diarios que conllevaba su matrimonio.

En cuanto a las noches… lo recibía con una pasión desenfrenada y un deseo tan sincero que le abrasaba el alma.

Las pisadas se interrumpieron un instante, tras el cual continuaron y Amelia apareció en el vano de la puerta. Se detuvo un momento, lo miró a los ojos y sonrió.

Luc parpadeó; antes de que pudiera detenerse, la devoró con una mirada hambrienta. El vestido que llevaba era de una muselina tan diáfana que sería translúcido de no haber tenido una sobrefalda del mismo material. Dos capas finísimas, eso era todo lo que cubría esas voluptuosas curvas que él conocía de primera mano. Unas curvas que su mente recordaba sin esfuerzo alguno.

El vestido de color melocotón resaltaba la perfección de su piel de alabastro. Mientras se acercaba, el deseo de acariciar sus pechos, expuestos en parte por el generoso escote, comenzó a hormiguearle en los dedos, en las manos.

Apartó la mirada y se obligó a beber de la copa como si nada mientras Cottsloe le apartaba la silla para que ella se sentara.

Amelia le sonrió.

—¿Te encontró el coronel Masterton?

Luc asintió. El coronel, uno de sus vecinos, había ido a buscarlo esa mañana; Amelia había encandilado al hombre antes de indicarle la dirección por la que él se había marchado.

—Quería hablar sobre el soto de la linde norte. Este año tendremos que desbrozar esa zona.

Hablaron de temas sin importancia. Dada la extensión de la propiedad, siempre había algo que reclamaba su atención; y tras años de dejadez forzada, había mucho por hacer. Mientras Amelia se deshacía en halagos hacia los nuevos muebles (le había dado carte blanche, asegurándole que disponían de fondos más que suficientes para hacer los cambios que quisiera), Luc contempló su rostro y se quedó prendado de su vivacidad.

Entretanto, intentó que su mente no se perdiera por esos derroteros que debía evitar… Como la vivacidad que su esposa demostraba en otros menesteres y en otras circunstancias. Y en lo mucho que deseaba volver a ser testigo de ella.

Los ojos de Amelia resplandecían y sus labios carnosos tenían un tinte rosado. Los paseos al aire libre habían conferido un delicado tono dorado a la suave piel de sus brazos.

Un lustroso tirabuzón dorado había escapado del recogido y le rozaba la oreja una y otra vez, distrayéndolo. Siempre llevaba el pelo recogido, así que debía de haberse soltado de alguna manera. Observó el elegante moño y le pareció que estaba bien sujeto. Ese mechón, sin embargo… Estuvo a punto de extender la mano para tocarlo, para acariciarlo. Consiguió reprimir el impulso a duras penas.

Se obligó a apartar la mirada… primero hacia sus labios y después hacia sus ojos. Cambió de postura en la silla, se apoyó de nuevo contra el respaldo y tomó un sorbo de vino en un intento por evitar que su imagen le nublara la mente.

Cuando la comida llegó a su fin, ya se encontraba excitado, la mar de incómodo y listo para marcharse.

Le apartó la silla para que ella se levantara de la mesa, gesto que Amelia le agradeció con una sonrisa.

—Voy a jugar con los cachorros… ¿Vas a las perreras?

Esa había sido su intención. La miró a los ojos. Apenas unos centímetros separaban sus cuerpos y jamás había sido más consciente de una mujer en toda su vida.

—No. —Clavó la vista al frente y le hizo un gesto para que lo precediera—. Tengo trabajo en el despacho.

Amelia abrió la marcha y se detuvo en el pasillo para mirarlo con una sonrisa.

—En ese caso, te dejo.

Con esa despedida, se alejó envuelta en la fina muselina que flotaba alrededor de sus caderas y de sus piernas…

Luc parpadeó, se reprendió en silencio y dio media vuelta para encerrarse en su despacho.

Dos horas más tarde, estaba sentado a su escritorio… y ya había acabado con todo el trabajo. Lo primero que había hecho al entrar en la estancia fue correr las cortinas de las ventanas que daban al jardín y desde entonces había estado luchando contra la tentación de descorrerlas. Sólo Dios sabía lo que podría ver. Llevaba diez minutos con la mente totalmente en blanco y la vista clavada en el grabado de la incrustación de piel del escritorio.

Alguien llamó suavemente a la puerta. No era Cottsloe, porque él daba un golpe seco para anunciar su presencia. Levantó la vista… y vio que Amelia entraba.

Estaba observando con el ceño fruncido el enorme libro que llevaba abierto en las manos. A juzgar por el tono sonrosado de su pálida piel había estado de nuevo al sol.

Otro rizo se había escapado del recogido y, junto al primero, se agitaba del modo más tentador, rozándole el mentón y la garganta.

Ella alzó la vista y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaba solo antes de sonreír y cerrar la puerta.

—Bien, tenía la esperanza de que ya hubieras terminado.

Luc se las arregló para no mirar su escritorio despejado… Allí no había nada que lo ayudara.

Ella levantó el libro.

—He estado comprobando los nombres de los perros.

Luc aguardó sin moverse a que ella se sentara en la silla que había al otro lado del escritorio. Sin embargo, rodeó el escritorio con los ojos clavados en el libro y lo dejó frente al papel secante al tiempo que se inclinaba hacia delante.

Lo bastante cerca como para que él percibiera la calidez de su piel, para que su suave perfume (una mezcla de azahar y jazmín) le obnubilara la mente. Inspiró hondo y cerró los ojos un instante. Se agarró a los brazos del sillón mientras lo alejaba subrepticiamente.

—He estado mirando los nombres… ¿Hay alguna razón por la que todos se tengan que llamar «de Lyddington»?

Amelia lo miró a los ojos y él se vio obligado a alzar la vista. La posición en la que se encontraba inclinada hacía que sus pechos, y el seductor escote del vestido, quedaran a la altura de sus ojos.

—Se acostumbra a nombrarlos así para indicar el criadero, y se suele utilizar la población más cercana.

Su voz era tranquila, increíblemente serena, a pesar de que se sentía más acalorado por momentos.

—¿Es necesario? —le preguntó ella, mientras se enderezaba y apoyaba una cadera en el escritorio para quedar frente a frente—. Me refiero a si tiene que ser de la población más cercana. ¿No podría ser…? Bueno, ¿no podría ser «de Calverton Chase»?

Luc parpadeó. Tardó un instante en conseguir que su mente se pusiera en funcionamiento… en seguir la conversación.

—Las normas no especifican hasta ese punto. No veo por qué no podemos hacerlo si así lo deseas… —Puesto que su mente volvía a funcionar, añadió—: ¿Qué nombre has elegido?

Ella esbozó una sonrisa.

Galahad de Calverton Chase.

Luc reprimió un gemido.

—Portia y Penélope te adorarán para siempre. Llevan años insistiendo para que use ese nombre. —La miró con el ceño fruncido—. ¿Qué os pasa a las mujeres con la leyenda del rey Arturo?

Ella lo miró a los ojos y su sonrisa se ensanchó. Antes de que averiguara sus intenciones, Amelia ya estaba sentada en su regazo. Su cuerpo reaccionó de inmediato y sus manos la aferraron por las caderas.

Su sonrisa se ensanchó todavía más cuando se inclinó hacia él.

—Tendrás que preguntarle a Lancelot.

Lo besó, aunque fue un beso ligero como una pluma, un roce efímero de sus labios. Cuando se apartó le enterró los dedos de una mano en el pelo y se removió hasta que sus pechos estuvieron pegados contra su torso.

—Acabo de caer en la cuenta de que no te he dado las gracias como es debido por Galahad.

Luc tuvo que humedecerse los labios antes de contestar.

—Si quieres ponerle Galahad, será mejor que añadas una buena propina.

La risa que escapó de la garganta de Amelia, ronca y sensual, estuvo a punto de ser su perdición. Se inclinó hacia él con los labios entreabiertos.

—Veamos si puedo convencerte.

Se entregó al beso en cuerpo y alma, haciendo que le diera vueltas la cabeza. Sus labios lo tentaban y lo incitaban… de modo que no pudo rechazar su oferta y la aceptó gustoso. Hundió la lengua en la calidez de su boca para saborearla; para disfrutar del beso y de todo lo que ella le ofrecía. La estrechó entre sus brazos y la obligó a echarse hacia atrás a fin de profundizar el beso y recrear una cadencia de lo más evocadora. Ella se dejó hacer y lo instó a continuar enredándole los dedos en el cabello mientras sus lenguas se encontraban.

En el exterior, el calor de la tarde inducía al letargo; las actividades se redujeron y el personal se tomó un descanso. En el despacho, resguardado del calor gracias a las cortinas corridas, ellos se acariciaban entre el susurro de la seda mientras la temperatura se incrementaba.

Gracias a sus lecciones, Amelia había aprendido a no precipitarse; besarla, percibir la promesa encerrada en ese voluptuoso cuerpo, en esas curvas que se apretaban contra sus muslos, era como ahogarse en un mar de goce sensual. Ella se rindió entre sus brazos… Como una sirena que lo tentara a sumergirse en las aguas con ella.

En el olvido que proporcionaba el éxtasis.

La tentación se filtró en su mente y corrió por sus venas, enardeciéndole la piel. Estaba a punto de capitular cuando el escaso instinto de supervivencia que aún le quedaba chasqueó los dedos.

¿Acaso ella…? ¿Sería posible que lo estuviera seduciendo?

Su reacción instintiva fue esbozar una sonrisa y desechar semejante idea. Ella era su esposa y sólo quería agradecerle su generosidad. Amelia era como el cálido verano en sus brazos, rebosante con la promesa de un futuro. La necesidad de tomarla, a ella y a todo lo que le ofrecía, era muy fuerte… Además, no le había hecho exigencia alguna. Sólo ofrecía…

Porque lo conocía a la perfección. Porque sabía que tomaría lo que ella le ofreciera, pero se resistiría si le exigía algo.

Profundizó el beso para robarle el sentido mientras que él intentaba recuperar el suyo. Mientras que intentaba dilucidar si ella estaba siguiendo alguno de sus planes… Aunque, de ser así, ¿qué importaba?

La incertidumbre se apoderó de él hasta que Amelia le devolvió el beso y la sensación se difuminó, junto con su resistencia. Ambos sabían cómo estaban las cosas entre ellos, conocían el poder y la fuerza, y sabían que los consumirían.

Y lo deseaban… Eran una sola mente con un único propósito.

Rodeó un pecho con una mano y ella arqueó la espalda; siguió devorándola mientras se daba un festín con su carne. La acercó más a él y la estrechó con más fuerza…

Ambos escucharon los pasos al otro lado de la puerta… Ambos se quedaron inmóviles antes de separarse con los ojos desorbitados…

Se oyó un golpecito en la puerta. Al instante, el picaporte giró. La puerta se abrió y McTavish apareció en el vano.

El administrador parpadeó, asimilando la escena, mientras él lo miraba con una ceja arqueada.

—Esto… lo siento, milord. —McTavish se ruborizó—. No sabía que… —Señaló con la cabeza a Amelia, que estaba sentada en el escritorio mientras él pasaba las páginas del libro de registro.

—No importa. —Cerró el libro e indicó al hombre que tomara asiento al otro lado del escritorio, tras lo cual miró a Amelia—. El nombre parece correcto. —Le tendió el libro—. Ya discutiremos el precio…

Amelia vio la abrasadora pasión que iluminaba esos ojos azul cobalto… y también vio un asomo de sospecha. Cogió el libro, sonrió y se bajó del escritorio.

—Excelente. —Dejó que a su voz asomara un leve deje gutural que sólo él reconocería—. Te dejaré para que te ocupes de tus asuntos.

Tras despedirse del administrador con una sonrisa, echó a andar hacia la puerta, de lo más compuesta.

Tal vez no hubiera conseguido todo lo que deseaba, pero sí lo suficiente para continuar. Además, ¿quién sabía? Quizá McTavish había llegado justo a tiempo…