SEMEJANTE revelación no arruinó su confianza. Unas cuantas horas más tarde, sentado en el comedor matinal y con la mirada perdida en el periódico, reflexionaba sobre la locura que lo había conducido hasta ese momento de su vida. No sólo estaba casado, sino que, además, su esposa era una Cynster.
No podía aducir ignorancia al respecto. La conocía de toda la vida.
Y, sin embargo, allí estaba, la mañana posterior a su noche de bodas y con la sensación de ser él quien necesitaba que lo tranquilizaran. Reprimió un resoplido y se obligó a leer el periódico. Su mente se negaba a entender las palabras.
El problema no tenía nada que ver con sus habilidades sexuales; y ni por asomo con las de Amelia. De hecho, desconocía cuál era el problema concreto; no sabía por qué sentía la necesidad de seguir adelante con mucha cautela, e incluso a regañadientes, a lo largo de un camino que a pesar de ser conocido había variado de un modo indefinible desde la boda.
Era un alivio que su madre se hubiera llevado a sus cuatro hermanas a Londres, donde pasarían toda la semana, porque así podían acostumbrarse a la vida matrimonial en una bendita soledad. Dada la inseguridad que se había apoderado de él, la idea de enfrentarse a Portia y a Penélope en la mesa del desayuno le resultaba espeluznante.
Alzó la taza, tomó un largo sorbo de café y apartó el periódico.
Justo cuando entraba su esposa.
No había esperado verla durante el desayuno. La había dejado dormida plácidamente en la cama; exhausta, o eso creyó en su momento.
Entró irradiando felicidad, ataviada con un vestido estampado de color lavanda y con una sonrisa jovial en los labios.
—Buenos días.
Correspondió al saludo con un gesto de la cabeza y ocultó su sorpresa tras la taza que se llevó a los labios. Entretanto, ella se dirigió al aparador. Cottsloe se apresuró a sostenerle el plato mientras ella elegía el desayuno. Tras dejar que el mayordomo se encargara de servirle el té y llevarlo a la mesa, hizo ademán de sentarse.
En la silla situada a su derecha.
Uno de los criados se acercó sin pérdida de tiempo para retirársela. Amelia le ofreció una sonrisa y le dio las gracias mientras se sentaba, e hizo lo mismo con Cottsloe.
Luc les indicó con la mirada que se marcharan. Acto seguido, volvió a observar a su esposa. Y al plato rebosante de comida que tenía delante. No cabía duda de que los deberes conyugales que la habían ocupado poco antes habían despertado su apetito.
—Supongo que esta mañana estarás ocupado poniéndote al día con el trabajo, ¿verdad? —le preguntó mientras lo miraba de soslayo y cogía el tenedor.
Él asintió con la cabeza.
—Siempre que vengo hay asuntos urgentes que necesitan atención inmediata.
—Aquí es donde pasas la mayor parte del año salvo la temporada social y los últimos meses del año, ¿no es cierto?
—Sí. No suelo ir a la ciudad hasta por lo menos finales de septiembre e intento regresar para últimos de noviembre.
—¿Para la temporada de caza?
—Sí, pero sobre todo para supervisar los preparativos necesarios para la llegada del invierno.
Amelia hizo un gesto afirmativo. Los condados vecinos de Rutlandshire y Leicestershire eran zonas privilegiadas para la caza.
—Sospecho que en febrero tendremos un buen número de invitados.
—Cierto —replicó mientras se removía en la silla—. Debo marcharme ya, pero si quieres que me…
—No, no. No pasa nada. Tu madre estuvo hablando conmigo y con Molly antes de marcharse a Londres, así que lo tenemos todo bajo control. —Sonrió—. Fue todo un detalle por su parte entregarme las riendas con tan pocos aspavientos.
Luc resopló.
—Lleva años esperando entregárselas a alguien de confianza.
Titubeó antes de extender un brazo para tomarla de la mano. Amelia soltó el tenedor y él se llevó su mano a los labios. Sin apartar la mirada de sus ojos, le besó la punta de los dedos y, después de darle un apretón, se puso en pie y se acercó a ella al tiempo que la soltaba y le decía:
—Estoy seguro de que dejo mi casa en buenas manos. —Hizo una pausa, tras la cual añadió—: Volveré para la hora del almuerzo.
Si sus manos eran buenas o no, aún estaba por verse, pero Amelia contaba con la preparación necesaria y con todas las ganas del mundo. Para eso había nacido. Había sido educada y la habían preparado para administrar los asuntos domésticos de un hogar aristocrático.
El ama de llaves apareció justo cuando acababa el té. Respondió a la resplandeciente sonrisa de la mujer con una de su propia cosecha.
—Muy oportuna. ¿Empezamos con los menús?
—Por supuesto, señora, si eso es lo que quiere.
Amelia conocía la casa bastante bien gracias a sus anteriores visitas a la propiedad.
—Vamos a la salita contigua a la sala de música —le indicó al ama de llaves al tiempo que se ponía en pie.
Molly la siguió al vestíbulo.
—¿No prefiere su gabinete privado, señora?
—No. Tengo intención de que sea lo más privado posible.
«Completamente privado, a decir verdad», pensó.
La salita contigua a la sala de música era una estancia pequeña, en la que el sol de la mañana entraba a raudales. Estaba amueblada con un diván muy cómodo, dos sillones orejeros con tapicería de cretona y un escritorio, emplazado contra la pared. Todo estaba tal y como lo recordaba. Atravesó la estancia hasta el escritorio y la silla de patas torneadas que había frente a él. Sus suposiciones eran ciertas: el escritorio contenía papel y unos cuantos lápices, pero no cabía duda de que llevaba años sin usarse. Lo mejor de todo era que tenía cerradura.
—Esto servirá a las mil maravillas. —Tomó asiento y rebuscó entre los papeles uno que no estuviera usado. Acto seguido, examinó los lápices—. Ya buscaré algo mejor para la próxima vez, pero esto me valdrá por hoy —le dijo a Molly mientras señalaba con la cabeza el sillón más cercano—. Acércalo y siéntate para que nos pongamos manos a la obra.
A pesar de conocer la teoría y de haber acompañado a su madre en incontables ocasiones mientras ella se ocupaba de los asuntos domésticos, le estuvo infinitamente agradecida a la mujer por su sentido común y su experiencia, por no mencionar su incondicional apoyo.
—El pato con cerezas complementaría el menú a la perfección. Ahora que podemos permitirnos algo más extravagante, le daremos gusto al señor. El pato con cerezas es uno de sus platos favoritos.
Amelia añadió el plato al menú de la cena. La mención de la mejora en la economía de la familia no le pasó desapercibida. El ama de llaves debía de llevar años apañándoselas con el más reducido de los presupuestos. Luc había hecho bien en comunicarle que ya no habría necesidad de ello.
—¿Qué te parece si añadimos una créme brulée? Sería el toque perfecto para el menú.
La mujer asintió con la cabeza.
—Una buena elección, señora.
—Excelente. Entonces, hemos acabado. —Amelia soltó el lápiz y le tendió la hoja al ama de llaves. Esta la ojeó y se la guardó en el bolsillo del delantal—. Y, ahora, ¿hay algo que deba saber? —le preguntó, mirándola directamente a los ojos—. ¿Alguna crítica sobre la casa o la servidumbre? ¿Alguna dificultad a la que deba enfrentarme?
El ama de llaves volvió a esbozar una sonrisa deslumbrante.
—No, señora. De momento no hay nada. A decir verdad, anoche mismo estuvimos comentando que ahora que el señor se ha casado y, además, con usted, señori… digo, señora, a la que conocemos desde que era pequeña… ¡Bueno! —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. A ninguno se nos habría ocurrido una esposa mejor, se lo digo de todo corazón.
Amelia le devolvió la sonrisa.
—Sé que las cosas han debido de ser difíciles durante los últimos años.
—Sí que lo fueron. Y hubo veces en que fueron más que difíciles por culpa de todo ese asunto con lord Edward. ¡Pero…! —El pecho de la mujer se ensanchó al tomar aire y su expresión, que se había enturbiado un tanto con el recuerdo del pasado, se aclaró—. Todo eso es agua pasada. —Señaló con la cabeza en dirección a la ventana y al glorioso día estival—. Al igual que el clima, la familia ha capeado el temporal y a partir de ahora el futuro sólo nos deparará cosas buenas y sorpresas maravillosas.
Amelia fingió no haber entendido la parte de las «sorpresas maravillosas», una clara alusión a los niños, a los bebés que tendrían Luc y ella.
Asintió con elegancia.
—Espero que todos seamos felices mientras yo sea la vizcondesa.
—No me cabe duda —replicó el ama de llaves al tiempo que se levantaba del sillón—. Ha comenzado con buen pie y ahora sólo es cuestión de mantener el ritmo. —Se dio unas palmaditas en el bolsillo—. Será mejor que le lleve esto a la cocinera. Después estaré a su entera disposición, señora.
—Tengo una idea mejor —le dijo Amelia, que también se había puesto en pie—. Iré contigo y así podrás enseñarme la cocina. Y, después, el resto de la casa; conozco las estancias principales, pero hay muchos lugares que ni siquiera he visto.
Lugares a los que una invitada no entraría, pero que la señora de la casa debía conocer.
Como el ático y el desván.
El ático del ala oeste albergaba las dependencias de la servidumbre, al igual que parte del ala este. Eran estancias pequeñas y rectangulares, apenas más grandes que una celda, pero a medida que avanzaba por el pasillo central le alegró comprobar que todas tenían una ventana abuhardillada y que no sólo estaban ordenadas y limpias, sino que también disfrutaban de algunos objetos que añadían un toque hogareño: un espejo, algún que otro cuadro en la pared, una jarra que hacía las veces de florero…
La otra mitad del ático del ala este albergaba el desván. Tras un ligero vistazo decidió que no necesitaba realizar una inspección más detallada. Luc le había dicho que regresaría para el almuerzo. No quería aparecer con telarañas en el pelo en su primer día de casados.
Cuando regresaron al ala central, el ama de llaves se detuvo en la escalera y señaló las estancias emplazadas allí.
—La habitación infantil es la de la parte delantera y el aula está al fondo. También hay habitaciones para las niñeras y para la institutriz; la señorita Pink ocupa esta última.
Amelia recordó a la tímida y menuda mujer.
—¿Cómo se las arregla con Portia y Penélope? —Toda una proeza, ya que las hermanas menores de Luc eran un par de diablillos.
—La verdad sea dicha, creo que es más bien al contrario y son las niñas quienes se las arreglan con ella. Esas dos jovencitas son más listas que el hambre para salirse con la suya, pero, pese a su terquedad, tienen buen corazón. Creo que se compadecieron de la señorita Pink en cuanto la vieron. Es la marisabidilla que estaban esperando, así que no las decepcionó en absoluto.
—¿Están contentas con sus clases?
—¡Les encantan! En confianza, señora, la señorita Pink les enseña mucho más de lo que debe saber una jovencita. Claro que tienen cerebro más que suficiente para asimilarlo todo sin ponerse enfermas, así que están la mar de contentas con ella. Y, como les gusta, las dos se portan de maravilla.
Una vez que dejaron atrás la segunda planta, comenzaron el recorrido por las estancias situadas en la primera. La mayoría de las salas y salones de recepción se encontraba en la planta baja, pero había varios gabinetes y salitas emplazados entre los dormitorios de las dos alas.
—Ya veo que tenemos varias suites. Muy conveniente, sobre todo para los invitados de mayor edad. —Hizo una anotación en el cuadernillo que llevaba.
En ese momento el sonido del gong reverberó por la casa. El ama de llaves alzó la cabeza.
—Esa es la señal de que el almuerzo está listo, señora.
Amelia dio media vuelta en dirección a la escalinata.
—Seguiremos esta tarde.
Llegó al vestíbulo principal justo cuando Luc salía del pasillo del ala oeste. Ataviado con el traje de montar, era el epítome del caballero rural inglés. Sus facciones y su constitución dejaban bien clara su ascendencia aristocrática.
El ama de llaves hizo una reverencia y pasó a su lado en dirección a las dependencias diarias de la servidumbre. Luc la miró y alzó una ceja cuando llegó a su lado.
—¿Lo has visto todo?
—Ni la mitad —le contestó mientras lo precedía para entrar en el comedor—. Molly continuará enseñándome las estancias después del almuerzo.
Volvió a tomar asiento a su derecha. Se negaba a sentarse al otro extremo de la mesa cuando estuvieran solos. Cottsloe pareció estar de acuerdo con ella, porque su servicio estaba colocado precisamente en el lugar de su elección aún cuando no lo había especificado. Miró a Luc mientras sacudía la servilleta.
—¿Hay algún detalle referente al manejo de la casa —dijo al tiempo que hacía un gesto con la mano, englobándolo todo— que desees cambiar?
Luc tomó asiento y meditó la respuesta mientras Cottsloe servía. Cuando el mayordomo se alejó, negó con la cabeza.
—No. Lo hemos reorganizado todo a lo largo de los últimos años. —Enfrentó su mirada—. Ahora que mi madre te ha cedido las riendas, el control de los asuntos domésticos queda enteramente en tus manos.
Amelia asintió con la cabeza. En cuanto empezaron a comer, le preguntó:
—¿Hay algún otro asunto relacionado con la administración de la propiedad del que quieras que me ocupe?
Una pregunta delicada, ya que Minerva no era joven y Luc… bueno, era Luc. A pesar de que, sin duda, su suegra había cumplido sus deberes de forma abnegada, estaba segura de que él la habría ayudado cargando sobre sus propios hombros el máximo de responsabilidades de las que fuera capaz. Luc volvió a meditar su respuesta antes de negar otra vez, tal y como ella había supuesto que haría, aunque se detuvo de repente.
—En realidad —contestó, al tiempo que le echaba un vistazo—, hay unas cuantas cosas de las que podrías ocuparte.
Estuvo a punto de dejar caer el tenedor por la respuesta.
—¿Cuáles?
Esperaba que su afán no fuera demasiado evidente. Dada su estrategia a largo plazo, era esencial que adoptara con rapidez su papel de esposa, no sólo ante la servidumbre, los trabajadores de la propiedad y los arrendatarios, sino también ante su marido.
—La Reunión Otoñal… la llamamos así a falta de un nombre mejor, es una fiesta que se celebra en la propiedad a finales de septiembre.
—La recuerdo —replicó ella—. Asistí a una de ellas.
—Pero seguro que no viste ninguna de las que se celebraron cuando mis abuelos eran los vizcondes. Aquellas sí que eran grandiosas…
Lo miró a los ojos y sonrió.
—Estoy segura de que podremos igualarlas si nos lo proponemos.
—Cottsloe era un simple criado en aquella época y Molly una de las criadas encargadas de la limpieza. Recordarán lo bastante como para resucitar algunas de las tradiciones más pintorescas.
Siguió mirándola a los ojos mientras ella asentía con la cabeza.
—Les preguntaré y veré lo que podemos organizar —dijo, tras lo cual soltó el tenedor para coger la copa—. ¿Algo más?
Luc titubeó.
—Esto está aún en el aire… mi madre solía visitar a los arrendatarios y estoy seguro de que tú también lo harás; pero estamos aceptando más trabajadores y no sólo para la mansión, sino también para las granjas. Hay un gran número de niños. Demasiados para que se encarguen el día de mañana de las tierras ocupadas por sus padres. —Cogió la copa, tomó un sorbo de vino y se apoyó en el respaldo de la silla—. He escuchado excelentes comentarios de algunas propiedades donde se han organizado escuelas para los hijos de los trabajadores. Me gustaría hacer algo parecido aquí, pero no tengo tiempo para recabar la información precisa y mucho menos para comenzar con los planes propiamente dichos.
Y si Diablo y Gabriel se salían con la suya y lo hacían partícipe del grupo de inversión de los Cynster, tendría mucho menos tiempo para ese tipo de actividades. Observó a Amelia con detenimiento y se percató del brillo interesado que iluminó sus ojos.
—¿Cuántas propiedades tienes?
—Cinco —contestó, y procedió a nombrarlas—. Todas son productivas y proporcionan beneficios suficientes para justificar el tiempo y el esfuerzo de reinvertir en ellas.
—No creo que te dejen tiempo para nada más.
Luc hizo un gesto afirmativo.
—Suelo visitarlas al menos dos veces al año.
Amelia lo miró.
—Te acompañaré.
Una afirmación, no una pregunta. Satisfecho, asintió otra vez con la cabeza.
—El resto de tus propiedades… ¿cuenta con un número de trabajadores que justifique la puesta en marcha de una escuela?
—Es probable que durante los próximos años el número se incremente hasta hacerlo necesario.
—Así que, si ponemos el proyecto en marcha aquí a modo experimental y conseguimos solucionar cualquier problema que se plantee, después podremos implantarlo en el resto de tus propiedades.
En ese momento enfrentó su ávida mirada sin tapujos.
—Llevará tiempo y un considerable esfuerzo en todos los casos. Siempre existen prejuicios que vencer.
Amelia sonrió.
—Tendré tiempo de sobra; puedes dejar el asunto en mis manos.
Ocultó la satisfacción que sentía tras un escueto gesto afirmativo. Cuanto más se involucrara Amelia en su vida, en el manejo de sus propiedades y de su hogar, mejor.
La inspección a caballo de los terrenos de Calverton Chase le había reportado información sobre el gran número de mejoras y reparaciones que se estaban llevando a cabo. Cosa que Amelia atribuiría a su dote, sin duda alguna.
Según dictaba la convención, una mujer no tenía por qué inmiscuirse en los asuntos de su marido. Sin embargo, él era incapaz de ocultarle la verdad para siempre.
Era incapaz de seguir ocultándole que su dote no era más que una pequeña gota en el océano comparada con su fortuna; que lo había sabido desde antes de que ella se le ofreciera junto con su dinero; que había puesto todo su empeño en que no descubriera el menor indicio de la verdad… hasta el punto de haber involucrado a su padre en el asunto y de haber hecho un pacto con Diablo…
¿Podría confiar en la posibilidad de que su temperamento fuera una venda que le impidiera ver la verdad que se ocultaba tras todo lo demás? Hizo una mueca para sus adentros. Era una Cynster… respetaba demasiado su perspicacia como para pensarlo siquiera.
Tenía de plazo hasta septiembre para confesarle la verdad.
Ya llegaría el mañana con sus preocupaciones…
—Milord…
Alzó la vista y vio a Cottsloe en la puerta.
—McTavish acaba de llegar. Está esperándolo en el despacho —le informó el mayordomo.
Luc dejó la servilleta sobre la mesa.
—Gracias —replicó, mirando a Amelia—. McTavish es mi administrador. ¿Lo conoces?
—Sí, pero me lo presentaron hace años. —Echó la silla hacia atrás al tiempo que un criado se acercaba para ayudarla. Luc le hizo un gesto para que no lo hiciera y se encargó él de la silla.
Amelia se puso en pie y lo miró a los ojos con una sonrisa.
—¿Qué te parece si te acompaño y vuelves a presentarnos? Después dejaré que te ocupes de tus deberes y yo seguiré con los míos.
Él la tomó de la mano y se la colocó en el brazo.
—El despacho está en el ala oeste.
Después de saludar al administrador y de echar una mirada curiosa al despacho, Amelia se reunió de nuevo con el ama de llaves para reanudar el recorrido por la mansión. Aunque el edificio estaba en excelentes condiciones y la madera (tanto el parqué como los muebles) brillaba por la capa de cera y el magnífico cuidado que recibía, las tapicerías y telas en general necesitaban una renovación. No de inmediato, pero sí a lo largo del año siguiente.
—No podremos hacerlo de golpe.
Ya habían completado el recorrido por las estancias de recepción. Amelia anotó el cambio de las cortinas del salón principal como prioridad. Y, en segundo lugar, las del comedor. Las sillas de ambas estancias necesitaban tapicerías nuevas.
—¿Es todo, señora? —preguntó el ama de llaves—. ¿Le gustaría que le trajera el té?
Amelia alzó la cabeza y lo pensó un instante. Era poco probable que Luc quisiera tomar el té con ella.
—Sí, por favor. Lleva la bandeja a la salita.
El ama de llaves asintió con la cabeza y se retiró. Amelia regresó a la salita contigua a la sala de música.
Tras dejar el cuadernillo de notas (en el que había escrito una ingente cantidad de ellas) sobre el escritorio, se acomodó en el diván para relajarse. No tardó en aparecer un criado con el servicio de té. Le dio las gracias y lo despachó, tras lo cual se sirvió una taza que procedió a beber a pequeños sorbos. En silencio y soledad. Circunstancias con las que no estaba familiarizada. No durarían. Esa casa siempre había estado llena de gente, sobre todo de mujeres. En cuanto Minerva y las hermanas de Luc regresaran de Londres, la casa volvería a la normalidad.
No. No del todo.
Ese era el significado de ese extraño interludio: el nacimiento de una nueva época. Tal y como el ama de llaves había dicho, la tormenta había pasado, el verano proseguía y la familia se adentraba en una época nueva.
En una época en la que llevaría las riendas de esa enorme mansión; se encargaría de su administración y de su cuidado. Luc y ella serían los responsables de cuidarla y de guiar a la familia que cobijaba bajo su techo a través de los avatares que el futuro les deparara.
Bebió un sorbo de té y sintió que esa nueva realidad, la realidad que tejía su futuro, se cernía sobre ella. Todavía era amorfa e incompleta, pero su presencia era indiscutible. Y estaba impaciente por afrontar el desafío de darle forma, de esculpir todas las posibilidades.
Una vez que apuró el té, el sol de la tarde la tentó. Probó a abrir las puertas francesas y, en efecto, estaban en buen estado. Salió al jardín.
Recorrió el paseo central cuyos setos estaban perfectamente recortados y, cuando llegó a un cenador cubierto por una glicinia y bañado por la luz del sol, comenzó a meditar acerca de su plan fundamental, a trazar su futuro más inmediato.
La relación física entre Luc y ella parecía marchar bien por sí sola; sólo tenía que entregarse, tal y como se suponía que era su deber, para lo que estaba más que dispuesta, sobre todo después de la noche anterior. Y de esa mañana.
Sonrió. Tomó otro camino al llegar a una encrucijada. No había esperado sentir esa confianza en sí misma; sentirse estimulada por la certeza de que lo complacía en la cama, de que el deseo que Luc sentía por ella era real y no fingido. En todo caso, había crecido en lugar de disminuir desde la primera vez que ambos se rindieran a él.
La buena disposición que él había demostrado a la hora de aceptar su ayuda para la Reunión Otoñal y para la planificación del proyecto de las escuelas era otro éxito inesperado. Tal vez sólo fuera que la consideraba competente y estuviera dispuesto a aceptar ayuda dado el sinfín de responsabilidades con las que cargaba; fuera por la razón que fuese, era un comienzo. Un paso que los acercaba a una relación de entrega y compañerismo que, en definitiva, conformaba la base de un matrimonio.
Un matrimonio real. Ese era su objetivo final. La meta que se había propuesto. El matrimonio que quería conseguir.
Llegó al final del camino y miró al frente, en dirección a los establos y al enorme edificio que se alzaba más allá. Desde allí le llegaba el inconfundible ladrido de los perros de caza.
Los tesoros de Luc. Con una sonrisa en los labios, se dispuso a echar un vistazo. Le encantaban los perros; lo cual era estupendo porque Luc era un aficionado a la cría de sabuesos desde pequeño. Un pasatiempo muy lucrativo gracias a la contratación de las rehalas durante la temporada de caza, a las montas y a la venta de los cachorros de los campeones como Morry y Patsy.
Las perreras estaban limpias y muy bien acondicionadas. Se accedía a ellas a través del patio central de los establos. El edificio, una construcción alargada, estaba dividido por un pasillo y en cada uno de los laterales había diferentes compartimentos. En uno de ellos encontró a Luc, que estaba charlando con Sugden, el encargado del criadero.
Luc se encontraba de espaldas a ella. Los dos hombres debatían la posibilidad de comprar otra perra para criar. Sugden se ruborizó nada más verla. Guardó silencio de repente y la saludó llevándose la mano a la gorra. Luc se dio la vuelta y vaciló un instante.
—¿Has venido a ver mis tesoros? —le preguntó con una ceja enarcada.
Ella sonrió.
—Por supuesto.
No se le había escapado la momentánea indecisión. Estaba segura de que Luc se preguntaba si podría molestarle el hecho de que utilizara su dote para comprar una nueva perra de cría. Dejó que la admiración que sentía por los animales asomara a sus ojos, cosa fácil porque eran unos perros magníficos, y asintió con la cabeza en dirección a Sugden al tiempo que se cogía del brazo de su marido.
—Parecían llamarme. ¿Cuántos tienes?
Él se dispuso a guiarla en un recorrido por el pasillo.
—Piensan que les has traído la cena.
—¿Tienen hambre? ¿A qué hora comen?
—Siempre, a la primera pregunta, y pronto, a la segunda. Hay sesenta, pero sólo se utilizan cuarenta y tres para las rehalas. Los otros son muy jóvenes. Y hay unos cuantos demasiado viejos.
Una de las más viejas estaba acurrucada sobre una manta en el último compartimento, el más cercano a la estufa que calentaba el lugar en invierno. La puerta estaba abierta de par en par. Cuando Luc se acercó, el animal alzó la cabeza y comenzó a mover el rabo.
Luc se puso en cuclillas a su lado y le acarició la cabeza.
—Esta es Regina. Era la matriarca antes de que llegara Patsy.
Amelia se puso en cuclillas a su lado y dejó que la perra le oliera la mano antes de acariciarla detrás de las orejas. Regina ladeó la cabeza y entornó los párpados.
Luc apoyó el peso en los talones.
—Había olvidado que te gustan los perros.
Lo que era una suerte, ya que en invierno andaban por todas partes. Incluso llevaba algunos a la casa durante los días más fríos, en especial a los más pequeños y a los más viejos como Regina.
—A Amanda también le gustan; siempre ha querido tener un cachorrito, pero no era justo para el animal porque pasábamos la mayor parte del tiempo en Londres.
Luc jamás se había detenido a considerar que aunque tuvieran muchas cosas en común, había otras que… A él, por ejemplo, le resultaba imposible la idea de no contar con una propiedad campestre como Calverton Chase a la que llamar «hogar». Sin embargo, Amelia no había disfrutado de algo así. Mientras que él pasaba los veranos cabalgando por los bosques, ella iba de una propiedad a otra, pero ninguna le pertenecía.
Los ladridos de los perros cambiaron sutilmente. Luc echó un vistazo en dirección al pasillo y se enderezó al tiempo que aferraba el brazo de Amelia.
—Ven, puedes echar una mano para darles de comer.
Ella se puso en pie con presteza. La acompañó al otro extremo del pasillo e indicó a los muchachos que solían encargarse de la tarea que serían ellos quienes lo hicieran. Acto seguido, le mostró a Amelia la cantidad que debía poner en cada comedero. Ella se puso manos a la obra sin más demora y no tardó en comprender que primero debía apartar los hocicos de los animales con la mano para poder llenar los comederos.
Al final del pasillo, en el compartimento situado frente al de Regina, Sugden estaba echándole un vistazo a la última camada. Los cachorros tenían seis semanas y aún no habían sido destetados. El hombre le hizo un gesto con la cabeza cuando se acercaron.
—Todo va bien. Es posible que haya otro campeón entre ellos —dijo al tiempo que señalaba a uno de los cachorritos, que estaba olisqueando ruidosamente uno de los extremos del compartimento.
Luc sonrió, se inclinó sobre la pequeña barrera que impedía que los cachorros salieran y cogió al curioso perrito para que ella lo viera.
—¡Oh! Qué suave… —exclamó mientras lo acariciaba y se lo quitaba de las manos con la alegría pintada en el rostro.
Cuando lo acunó entre los brazos como si fuera un bebé y comenzó a acariciarle la barriga, el cachorro cerró los ojos y soltó un resoplido de puro contento.
La escena fue todo un impacto para él. La observó un instante antes de apartar la vista. Cuando volvió a mirar, descubrió que Amelia lo observaba de reojo.
—Cuando crezcan… ¿podemos regalarle uno a Amanda? —Su mirada regresó al cachorro, cuya suave barriga seguía acariciando. Le dijo algo con voz dulce.
Luc observó sus tirabuzones dorados.
—Por supuesto. Pero antes tendrás que elegir uno para ti —respondió mientras le quitaba al soñoliento perrito de las manos y examinaba el tamaño y la forma de sus patas—. Este sería una buena elección.
—¡Vaya! Pero… —comenzó y le echó una mirada a Sugden—, si es un campeón…
—Será el mejor para tenerlo como mascota. —La interrumpió mientras volvía a dejar al animal junto a su madre—. Belle estará encantada —dijo, acariciando la cabeza de la perra, que cerró los ojos antes de ladear la cabeza para lamerle la mano.
Se enderezó y se despidió de Sugden con un gesto de cabeza.
—Seguiremos hablando mañana.
Tomó a Amelia del brazo y la apartó de la fascinante imagen del pequeño campeón, que mamaba de la teta de su madre. Recorrieron el pasillo en dirección a la salida.
—Tendrás que pensar un nombre. En un par de semanas habrá que destetarlo.
Ella no dejaba de observar el compartimento de los cachorros por encima del hombro.
—¿Podré sacarlo a pasear?
—No creo que puedas avanzar mucho. A los cachorros les encanta jugar y dar brincos.
Amelia suspiró al tiempo que miraba al frente y lo tomaba del brazo.
—Gracias. —Sonrió cuando él la miró, y se puso de puntillas para darle un beso—. No se me ocurre mejor regalo de bodas.
El semblante de Luc se tornó un tanto adusto y ella respondió frunciendo el ceño.
—Me temo que no tengo nada para corresponder al detalle.
Enfrentó su mirada con los ojos abiertos de par en par, pero fue incapaz de descifrar su expresión. Un momento después, él le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Contigo me basta —replicó.
Supuso que se refería a la dote, pero a sus ojos asomó una fugaz expresión que la hizo dudar… y un escalofrío le recorrió la espalda. Siguieron paseando. Mantuvo la mirada al frente, consciente de la opresión que sentía en el pecho. Se preguntó si debería decirle que no le importaba en absoluto que invirtiera dinero en sus perros. Se preguntó si sería esa la razón de que le hubiera regalado uno, un futuro campeón para más señas. Desechó la fugaz idea tan pronto como se le ocurrió. Luc nunca había sido una persona retorcida; era demasiado arrogante como para tomarse la molestia…
¿Debería sacar el tema a colación? No habían vuelto a hablar de la dote desde los primeros días; aunque, a decir verdad, no había nada de lo que hablar. En lo referente al dinero, en la inversión de lo que ya era su fortuna conjunta, confiaba plenamente en él. Estaba claro que no se parecía en absoluto a su padre; la devoción que demostraba por Calverton Chase y por su familia estaba fuera de toda cuestión.
De hecho, era esa devoción la que le había permitido llegar tan lejos. Llegar al lugar donde se encontraba en esos momentos, paseando con él, su marido, por Calverton Chase, su hogar.
Percibió la mirada de Luc sobre su rostro. Sintió el calor que emanaba de su cuerpo, el roce de dicho cuerpo, delgado y musculoso, que caminaba a su lado. No era una caricia en sí misma, pero sí una promesa.
Alzó la vista hacia él y le sonrió al tiempo que se aferraba con más fuerza a su brazo.
—Es demasiado temprano para regresar a casa. Enséñame los jardines. ¿El templete de la loma sigue estando en pie?
—Por supuesto. Es uno de los lugares más visitados. No podíamos permitir que se cayera a pedazos. —Enfiló el camino que partía en esa dirección—. Es uno de los mejores lugares del condado para contemplar la puesta de sol. —La miró de soslayo—. Si te apetece, podemos ir.
La sonrisa de Amelia se ensanchó mientras lo miraba a los ojos.
—Es una idea maravillosa…