NO tenía ni la menor idea de lo que les habían preparado Molly y la cocinera; ni siquiera prestó atención a la comida que Cottsloe le puso delante. Debió de comer, pero a medida que la tormenta arreciaba y los truenos hacían vibrar los cristales de las ventanas, sintió que su atención se distanciaba de ese lugar y que todo lo que había reprimido durante el día, todo lo que ansiaba saciar, afloraba en respuesta a la violencia de la naturaleza hasta olvidar todo lo demás.
Amelia lo observaba y meditaba al respecto desde el otro extremo de la mesa, reducida en la medida de lo posible, pero todavía con las dimensiones suficientes para albergar a diez comensales. A lo largo de los años había visto numerosos cambios de humor en Luc, pero ese era nuevo. Diferente.
Estaba crispado.
Hasta ella llegaba el poder de ese deseo que hacía crepitar el aire por la tensión, por la expectación. Una expectación que el alivio había incrementado. La inesperada contención que él había demostrado hasta entonces, privándola de cualquier gesto de naturaleza amorosa, le había provocado una enorme inseguridad. La había llevado a preguntarse si, una vez convertida en su esposa, ya no estaba interesado físicamente en ella como en un principio. La había llevado a preguntarse si dicho interés había sido tan intenso como lo recordaba. La había llevado a preguntarse si no lo habría fingido en cierto modo.
Cuando miró hacia el otro extremo de la mesa, vio que Luc observaba la tormenta que se desataba en el exterior con la copa de cristal en los labios. Siempre había sido un hombre enigmático, distante y reservado; ella había supuesto que a medida que su relación avanzara, se desharía de sus defensas. En cambio, cuanto más iban estrechando lazos, más impenetrables resultaban estas y más enigmático su comportamiento.
No lograría engañarlo con la pretensión de que una relación apasionada sería suficiente para lidiar con ella, para satisfacerla dentro del matrimonio. No era tan inocente como para ignorar el hecho de que eso era lo que tendrían si era lo que a él más le convenía.
Cottsloe se acercó con la botella de vino; Luc echó un vistazo hacia ella, o más bien hacia su plato de higos escalfados, y negó con la cabeza. Su mirada regresó a la tormenta.
Entretanto, la tensión entre ellos creció, avivada por esa breve aunque impaciente y misteriosa mirada.
Amelia reprimió una sonrisa y se dispuso a dar buena cuenta del postre. No podía dejar los higos intactos; el ama de llaves le había asegurado que la cocinera se había esmerado con cada plato y, ciertamente, todo había estado exquisito. Dado que el señor no había dado cuenta de los manjares, le correspondía a ella hacer el esfuerzo.
Probablemente necesitara las fuerzas que la comida le proporcionase…
El descarriado pensamiento le pasó por la cabeza de repente y estuvo a punto de hacer que se atragantara. Sin embargo, sólo era un indicio de sus más profundos pensamientos y expectativas.
Desde que se reuniera con Luc en la biblioteca había comprendido que, por más excusas que se le ocurrieran, la pasión, esa tensión que crepitaba entre ellos, no era fingida. No era obra de un experto seductor para conquistarla; al contrario, el experto seductor no parecía muy contento de esa reacción.
Y esa certeza le había henchido el corazón de alegría y había hecho renacer sus esperanzas. Luc estaba haciendo una imitación perfecta de un hombre motivado no por el deseo, sino por algo mucho más poderoso. No obstante, su malhumor no provenía ni de la naturaleza de ese sentimiento ni de lo que podría conseguir con él; lo que le molestaba era la magnitud de esa compulsión. Al ser un hombre que controlaba todos los aspectos de su vida, sentirse arrastrado por una emoción…
Ese era uno de los motivos de que se hubiera mostrado tan impaciente por abandonar Somersham Place y de que estuviera tan ansioso por quedarse a solas con ella. Para…
Detuvo el rumbo de sus pensamientos llegada a ese punto y se negó a ir más allá. Se negó a ahondar en esa embriagadora mezcla de curiosidad y emoción que iba invadiéndola por momentos.
El tintineo de los cubiertos cuando los dejó sobre el plato hizo que Luc la mirara.
Cottsloe apartó el plato de inmediato mientras dos criados se encargaban de llevarse las fuentes. El mayordomo regresó para ofrecerle a Luc un surtido de licores, pero él rechazó la oferta con un brusco movimiento de cabeza. Sin apartar los ojos de ella, apuró la copa de un trago y la dejó sobre la mesa con un ruido sordo. Acto seguido, se puso en pie, rodeó la mesa, la tomó de la mano y la instó a levantarse.
Sus miradas se entrelazaron por un fugaz instante.
—Ven.
Salieron del comedor de la mano. Amelia lo seguía con paso vivo para no quedarse rezagada. Habría sonreído de no ser por los nervios y por la emoción que sentía. Una emoción nacida de la expresión que acababa de vislumbrar en el rostro de su marido y del insondable deseo que había percibido en sus ojos.
La guio escaleras arriba sin apartarse de su lado. A juzgar por su semblante, si cometiera la estupidez de intentar zafarse de su mano, estaba segura de que le soltaría un gruñido. Exudaba una energía animal que, a esa distancia, era imposible no percibir, y también era imposible evitar que le pusiera los nervios de punta, que le oprimiera el pecho.
Llegaron a la planta alta. La suite principal ocupaba la parte trasera del ala central de la mansión, un lugar privilegiado que daba a los jardines traseros. El acceso a las habitaciones consistía en un pequeño pasillo que concluía en un distribuidor circular, donde se alzaban tres puertas de roble tallado. Las de la izquierda daban a los aposentos de la vizcondesa, conformados por un gabinete luminoso y alegre, paralelo a un vestidor y a un cuarto de baño. A la derecha estaban los aposentos del vizconde, con la misma distribución. Los dominios privados de Luc. Entre ellos, justo detrás de unas puertas dobles de roble, se encontraba el dormitorio principal.
Amelia ya había visto la habitación antes. Una estancia amplia, despejada de muebles y con una enorme cama con dosel. Había explorado el lugar, encantada con las vistas de los jardines por sus tres lados.
En ese momento Luc no le dio tiempo a admirar nada; abrió una de las hojas de la puerta, tiró de ella para hacerla pasar y se detuvo lo justo para echar un vistazo a su alrededor a fin de asegurarse de que no hubiera ninguna doncella presente. En cuanto cerró la puerta, la atrapó entre sus brazos…
Para besarla. O, más bien, para devorarla.
Todo vínculo con la realidad quedó olvidado tras ese primer arrebato de pasión. Aprisionada por su poderosa fuerza y rodeada por sus brazos, Amelia era incapaz de respirar; no le quedó más remedio que aceptar el aire que él le daba y apaciguar su voracidad, apaciguar el desesperado apremio con el que la besaba. Le entregó su boca y se rindió a sus deseos mientras intentaba no perderse en la vorágine.
Luc no le dejó oportunidad alguna. Dio media vuelta con ella en brazos, y en dos zancadas la atrapó contra la puerta para seguir devorando su boca. Amelia enterró los dedos en los duros músculos de sus brazos para sujetarse y respondió al sensual asalto de su lengua, dejándose llevar por la turbulenta pasión que los consumía. Lo incitó abiertamente y lo instó a ir más allá, movida por el deseo.
Luc movió las caderas para presionarla contra la puerta y sujetarla mientras interrumpía el beso con el fin de quitarse la chaqueta, que fue a parar al otro extremo de la habitación. Ella se encargó de la camisa y, en su premura por acariciarle el pecho desnudo, le arrancó algunos botones. Notó la presión de su erección mientras él le desataba las cintas del corpiño.
En cuanto hubo desabotonado la camisa, la apartó y colocó las manos sobre ese impresionante despliegue de piel ardiente, hundiendo los dedos en el crespo vello que le cubría el pecho. Se dio un festín con las manos mientras él hacía lo mismo con su boca, avivando las llamas del deseo entre ellos hasta que este los consumió.
Y los derritió.
Amelia se encontró de repente más allá de la pasión; él perdió el control. Alzó la cabeza y le desgarró el vestido y la camisola en su afán por desnudar sus pechos. A ella no le importó; lo único que importaba era el deseo que la consumía y que exigía satisfacción. Luc inclinó la cabeza, acercó la boca a un pecho, succionó… y ella gritó.
Su cuerpo se arqueó hacia él cuando volvió a chuparle un pezón y sus manos comenzaron a recorrerla con exigentes caricias. No era un amante tierno ni le prodigaba caricias reconfortantes; allí sólo había pasión, afán conquistador y un deseo desmedido.
Un deseo que la devoraba y la hacía jadear mientras le enterraba los dedos en el pelo y lo acercaba a su cuerpo para que siguiera dándose un festín con ella.
Un festín abrasador.
Una bocanada de aire fresco le rozó las pantorrillas y después los muslos, lo cual le indicó que acababa de subirle el vestido. Por un instante se preguntó si la tomaría allí mismo, contra la puerta; sin embargo, una de las manos de Luc eligió ese momento para posarse sobre su sexo y dejó de pensar.
Sus diestras caricias fueron abiertamente posesivas. Tras explorar un instante, la penetró con un dedo, al que siguió otro poco después. Al momento comenzó a acariciarle con el pulgar esa zona tan sensible, atormentándola mientras movía los dedos al compás de los labios que le chupaban el pezón.
El placer llegó tan de improviso y con tal intensidad que vio una lluvia de estrellas tras los párpados cerrados. No obstante, las manos y los labios de Luc la abandonaron… demasiado pronto, demasiado rápido. Se sintió vacía, insatisfecha, lánguida y conquistada…
Sin embargo, cuando notó que las piernas le fallaban, él la alzó en volandas y la llevó a la cama. La dejó sobre ella y la despojó del vestido sin muchos miramientos. Siguió quitándole la ropa hasta que estuvo desnuda. Una vez que no hubo prenda que ocultara ni un solo centímetro de su cuerpo a esa mirada, oscura como la noche y llameante de deseo, colocó los almohadones a su gusto y la colocó entre ellos. La dejó expuesta como la víctima de un sacrificio.
Era incapaz de moverse, ni siquiera tenía fuerzas para alzar una mano. Luc se trasladó a los pies de la cama y se detuvo allí para contemplarla. Sus ojos la recorrieron como si estuviera evaluando cada detalle mientras se quitaba la camisa antes de arrojarla a un lado y se llevaba los dedos a la pretina de los pantalones.
Su semblante parecía una máscara pétrea; los rasgos eran los mismos, pero había algo distinto en ellos. Ya habían sido amantes, pero esa noche era diferente; hasta ese momento, Amelia no había paladeado el deseo, no lo había sentido como si fuera un aura palpitante en torno a Luc, en torno a ella. Algo se había intensificado, algo… una mezcla de deseos físicos y de otros muchos más incorpóreos que resultaba aterradora e irresistible a un tiempo.
Luc se quitó los zapatos de un puntapié y los pantalones de un tirón. Los arrojó al suelo mientras se enderezaba. Y por fin estuvo desnudo frente a ella, con una impresionante erección.
Colocó una rodilla sobre el colchón, entre sus pies. Los músculos de sus hombros y de sus brazos se contraían y se relajaban con cada movimiento, adquiriendo la apariencia de la roca y la dureza del acero. Clavó los ojos en los rizos de su entrepierna antes de mirarla a los ojos.
—Separa las piernas.
Una orden pronunciada con voz ronca, profunda. Un mandato.
Accedió, no de inmediato, pero sí de buena gana. Luc apretó los puños con fuerza para contenerse. Recordaba el tacto de esas manos sobre los pechos, el apremio de sus caricias, la fuerza de sus dedos. Cuando enfrentó esa mirada oscurecida por el deseo al mismo tiempo que separaba las piernas, supo que él no quería acariciarla… todavía.
No mientras estuviera poseído por esa fuerza ingobernable.
Una fuerza que, no bien hubo separado las piernas, lo hizo subir a la cama y tumbarse sobre ella, con los brazos tensos y las manos apoyadas en los almohadones a ambos lados de su cabeza. Colocó las caderas entre sus muslos, obligándola a separarlos aún más.
La miró a los ojos mientras la punta de su miembro se deslizaba sobre su húmedo sexo hasta encontrar la entrada. En cuanto lo hizo, Amelia contuvo la respiración, atrapada en las profundidades de su ardiente mirada. La penetró con una embestida decidida y poderosa que la llenó por completo y la hizo arquearse hacia él entre jadeos al tiempo que le clavaba las uñas en los brazos y hundía la cabeza en los almohadones, rendida a la fuerza de su invasión.
De su posesión. De esa posesión tan completa que le robó el uso de la razón.
Y entonces comenzó a moverse.
Jadeó y se agitó bajo él, embargada de nuevo por el deseo más potente e implacable. Le colocó las manos en la espalda, se aferró a esos fuertes músculos contraídos por la tensión y se rindió. La posición en la que había colocado los almohadones tenía un propósito. La rodeaban y protegían al tiempo que le alzaban las caderas en un ángulo que le permitía penetrarla con movimientos rápidos y profundos. Y así su cuerpo fue capaz de soportar su invasión, la fuerza y el ardor con el que la tomaba.
Y la amaba.
Lo supo de repente, en un arrebato cegador, mientras observaba su rostro, crispado por la pasión y con los ojos cerrados. Luc estaba totalmente concentrado en el acto en sí. La fuerza de sus embestidas lo llevaba cada vez más adentro y, sin embargo, Amelia sentía que su cuerpo cedía y lo acogía cada vez que alzaba las caderas entre continuos jadeos. Él también jadeaba y aceptaba todo lo que ella le entregaba. Inclinó la cabeza para atrapar con los labios un enhiesto pezón, el mismo que ella le acercó en flagrante invitación cuando arqueó la espalda. Él aceptó el festín sin rechistar y siguió hundiéndose en ella.
Una abrasadora oleada de energía se apoderó de Amelia; una energía que recorrió su cuerpo hasta condensarse en cuanto hubo inundado hasta el último recoveco de su alma. Comenzó a crecer con cada uno de los profundos envites de Luc, con cada torrente de sensaciones que él le provocaba.
Hasta que desató un incendio. Hasta que la hizo estallar. Hasta que le hizo perder el sentido y la arrastró a una inconsciencia donde brillaba la pasión más exquisita.
Sin embargo, en esa ocasión Luc no la abandonó; al contrario, la exhortó a proseguir con un gemido. La obligó a continuar, le suplicó que no lo abandonara.
Y ella obedeció. Se abrazó a él con todas sus fuerzas y se entregó en cuerpo y alma. Lo acarició y lo reconfortó. Y él tomó lo que ofrecía una y otra vez, y otra…
El restallido de un trueno fue el contrapunto a sus jadeos.
En el exterior estalló la tormenta; en el interior, la energía vibraba en un salvaje torbellino.
Más allá de las ventanas el viento azotaba los árboles y los relámpagos iluminaban el cielo. En el interior, el ritmo de sus cuerpos se aceleró, lenta pero inexorablemente.
La energía crepitaba entre ellos y se condensaba en cada sensación, en cada deslumbrante emoción, en los brillantes colores de la pasión y el deseo. Creció hasta casi cobrar vida, hasta alcanzar la incandescencia. Se intensificó y los atrapó, los rodeó, tensando cada músculo y cada nervio. Hasta que esa tensión provocó una implosión…
Y encontraron la liberación. Los dos cabalgaron al unísono sobre una ola de placer que fragmentó cualquier pensamiento consciente y llegaron a un plano donde las emociones conformaban el mar y las sensaciones, la tierra. Donde los sentimientos eran el viento y el goce, la cumbre de las montañas. Y el sol era el éxtasis más delicioso y exquisito; un orbe cuyo poder era tan intenso que derritió sus corazones.
Y los hizo latir como si fueran uno solo.
«¿Alguna vez ha sido así? Jamás. ¿Por qué ahora? ¿Por qué con ella?», se preguntaba Luc.
Preguntas insondables.
Yacía de espaldas en la cama, recostado en los almohadones con Amelia a su lado. Había apoyado la cabeza sobre su brazo y una mano, sobre su pecho. Sobre su corazón.
La tormenta había dejado tras de sí una noche agradable. Ni siquiera se había molestado en cubrir sus enfebrecidos cuerpos, en ocultar su desnudez.
Bajó la vista hacia Amelia mientras sus dedos jugueteaban con sus tirabuzones y contempló esas piernas desnudas enlazadas con las suyas; contempló la sedosa curva de alabastro de la cadera sobre la que descansaba su mano en gesto posesivo. Y sintió que algo dentro de él se tensaba hasta que comenzó a relajarse lentamente.
Le resultaba extraño. Le resultaba extraño que fuera ella, una mujer a la que había visto crecer desde que era un bebé. Una mujer a la que había creído conocer a la perfección. Y, sin embargo, la mujer que había alcanzado el orgasmo bajo él, la que había aceptado cada embestida de sus caderas, la que lo había tomado en su interior y se había cerrado en torno a él sin importar la violencia de su pasión, la que había estado a su lado durante esa salvaje marea de deseo… era una desconocida.
Era diferente. Un misterio atávico, velado y oculto; familiar, pero desconocido a un tiempo.
Esa noche los besos tiernos y las caricias delicadas habían brillado por su ausencia; sólo había existido esa fuerza poderosa que lo había poseído… y que también la había poseído a ella. El hecho de que Amelia la hubiera aceptado, o más bien ansiado, de que la hubiera recibido con los brazos abiertos y hubiera permitido que la envolviera en la misma medida que a él para que los arrastrara juntos… había sido toda una sorpresa.
Una ligera llovizna golpeaba los cristales. La tormenta se alejaba.
Al contrario de lo que sucedía con la fuerza que había surgido de ellos y que los había llevado al clímax con ese ímpetu arrollador, ya que esta seguía allí, aunque latente. Serena, pero viva. Respiraba con él, circulaba por sus venas… se había apoderado de él.
Y seguiría allí hasta el día en que muriera.
¿Lo sabría Amelia? ¿Lo habría comprendido?
Más preguntas insondables.
Si lo había entendido, sin duda se enteraría por la mañana, cuando se despertara e intentara gobernarlo. Cuando intentara hacer uso del poder que, a decir verdad, ella ostentaba.
Dejó caer la cabeza sobre los almohadones y escuchó el repiqueteo de la lluvia en los cristales.
Rendirse.
Los hombres siempre albergaban la certeza de que las mujeres acabarían por rendirse a ellos. No obstante, los hombres también se rendían. A ese poder innombrable.
Mucho más hacia el sur, los vientos de la tormenta azotaban las copas de los vetustos árboles que rodeaban Somersham Place. Esos leales centinelas eran demasiado viejos y estaban demasiado enraizados como para plegarse incondicionalmente a los vientos y puesto que estos sólo lograron agitar sus ramas, decidieron reunir las nubes frente a la luna, creando así un desapacible paisaje de sombras en continuo movimiento.
La oscuridad rodeaba la mansión. Había pasado la medianoche y todos sus habitantes descansaban en sus respectivos lechos.
Salvo la delgada figura que salió por la puerta lateral y la cerró a duras penas por la fuerza del viento, antes de arrebujarse en la gruesa capa que la cubría. La capucha se negó a permanecer sobre su cabeza, de modo que la dejó bajada y se apresuró a cruzar la extensión de césped en busca del abrigo de los árboles. El ridículo que llevaba en la muñeca le golpeaba las piernas, pero no le prestó la menor atención.
Una vez que rodeó el lateral de la mansión, se encaminó hacia la parte delantera de la casa, en dirección al mirador emplazado en la linde de la arboleda que se alzaba frente a la fachada principal y de cuyas sombras surgió Jonathon Kirby.
Cuando llegó a su lado, estaba prácticamente sin aliento. Sin mediar palabra, se detuvo, cogió el ridículo, lo abrió y sacó un objeto cilíndrico delgado. Se lo entregó al hombre y echó un temeroso vistazo hacia la casa por encima del hombro.
Kirby alzó el objeto para verlo a la escasa luz y examinó el elaborado grabado antes de comprobar su peso.
La joven lo miró y contuvo el aliento.
—¿Y bien? ¿Servirá?
Él asintió con la cabeza.
—Servirá a las mil maravillas. —Se metió el pesado objeto, un antiguo salero, en el bolsillo del gabán y dejó que su mirada se demorara sobre la muchacha—. Por ahora.
Ella alzó la cabeza de inmediato para mirarlo a los ojos. Pese a la escasa luz, era obvio que se había quedado lívida.
—¿Qué…? ¿Qué quiere decir con eso de «por ahora»? Me aseguró que un solo objeto de este lugar sería suficiente para mantener a Edward a salvo una buena temporada.
Asintió con la cabeza.
—Para Edward, sí —replicó con una sonrisa, revelándole así a la estúpida muchacha su verdadera naturaleza—. Sin embargo, ahora soy yo el que tiene que asegurarse su parte.
—¿¡Su parte!? Pero… pero usted es el amigo de Edward.
—Edward ya no está aquí. Pero yo sí. —Al ver que el asombro seguía pintado en el semblante de la joven, enarcó las cejas—. No creerá que voy a ayudar a un pusilánime como Edward movido por el altruismo, ¿verdad?
Su tono de voz no dejó lugar a dudas.
La muchacha retrocedió con los ojos desorbitados y clavados en él. Su sonrisa se ensanchó.
—No… no debe temer por su persona, no tengo planes para usted. —La observó de arriba abajo con manifiesto desprecio—. Pero sí tengo planes para sus… dejémoslo en sus bonitos y hábiles dedos, ¿le parece bien?
La joven se llevó una mano a la garganta. Le costó trabajo encontrar el aliento necesario para hablar, pero le preguntó:
—¿Qué quiere decir? —Tragó saliva—. ¿¡Qué me está diciendo!?
—Le estoy diciendo que voy a exigirle que siga entregándome estos pequeños objetos, tal y como lo ha estado haciendo durante las últimas semanas.
Horrorizada, ella soltó una temblorosa carcajada.
—Está loco. No lo haré. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo he robado por Edward, para ayudarlo… usted no necesita ayuda.
Él inclinó la cabeza y le hizo saber con una mueca socarrona que estaba disfrutando con su angustia, que estaba disfrutando poniéndola en su lugar.
—Pero, querida, el hecho es que ha robado. Y, en cuanto a por qué iba a seguir haciéndolo, es muy simple. —Su voz se tornó desabrida—. Hará lo que yo le diga y me entregará los objetos que yo elija de cada mansión a la que entre porque, si no me complace, arreglaré las cosas para que la verdad salga a la luz. Y descuide que no hablaré de mi participación, pero sí de la suya. Y eso causará un escándalo de considerable magnitud. La aristocracia la desterrará de por vida, pero lo que es peor, las sospechas salpicarán a los Ashford.
Aguardó a que comprendiera el alcance de sus palabras antes de proseguir con una sonrisa:
—De hecho, la aristocracia jamás ha visto con buenos ojos a aquellos que, aunque inocentes, albergan bajo su techo a algún ladrón.
La muchacha estaba tan inmóvil y tan pálida que pareció que una bocanada de viento podría llevársela en cualquier momento. El azote del viento ya le había soltado el cabello, que le caía en esos momentos sobre los hombros.
—No puedo —dijo con voz ahogada, mientras retrocedía.
Inmóvil e impasible, la observó con una expresión tan dura como el granito.
—Lo hará —insistió con una firmeza que no dejó lugar a réplica alguna—. Nos veremos en Connaught Square a la misma hora de siempre, la mañana siguiente a su regreso a la ciudad. Y… —agregó con una sonrisa cruel— espero que traiga al menos dos objetos valiosos consigo.
Con los ojos como platos, la muchacha meneó la cabeza con énfasis, como si quisiera negarse a sabiendas de que estaba atrapada. Después, tragó saliva y dio media vuelta con rapidez.
La observó oculto entre las sombras mientras huía con la capa flotando tras ella. A sus labios había asomado una sonrisa sincera. Cuando la dama desapareció al doblar la esquina de la casa, él se dio la vuelta y desapareció por la arboleda.
La muchacha rodeó la casa como una exhalación entre continuos y estremecedores sollozos. Las lágrimas le bañaban las mejillas. «¡Estúpida, estúpida, estúpida!», se reprendía una y otra vez para sus adentros. Se detuvo temblando de pies a cabeza y se colocó la capa, arrebujándose en ella con la cabeza gacha mientras intentaba calmarse. Mientras trataba de convencerse de que era imposible, de que sus buenas intenciones, unas intenciones nacidas del más puro de los motivos, no podían haberse torcido tanto. No podían haber terminado de semejante manera. Sin embargo, la letanía que le cruzaba la mente no cesaba. Alzó la cabeza con un sollozo entrecortado. No podía quedarse ahí fuera; alguien podría verla. Se obligó a continuar, arrastrando los pies, hasta la puerta lateral y, por tanto, la seguridad de la mansión.
En el piso superior, una mujer miraba a través de la ventana con el ceño fruncido, en dirección al lugar que la joven acababa de abandonar. Llevaba horas despierta porque la anciana a la que cuidaba había sufrido una de sus noches inquietas y se había dormido poco antes. Ella acababa de regresar a su habitación. Se estaba desvistiendo a oscuras cuando un movimiento en el jardín le llamó la atención. Un movimiento demasiado rápido como para que fuera un truco de su vista. Y un movimiento que la había llevado hasta la ventana.
Y allí estaba, meditando acerca de lo que había visto. Acerca de la muchacha que huía, evidentemente angustiada. Acerca de ese momento de inmovilidad que precedió al supremo esfuerzo de continuar hacia la casa.
Esa joven estaba metida en problemas.
Su cabello era castaño y abundante, lo bastante largo como para pasarle los hombros. De constitución ligera y altura media. Joven, definitivamente joven.
Y muy vulnerable.
Ella había vivido lo suficiente como para deducir ciertos detalles, y su experiencia le decía que, de una u otra manera, había un hombre implicado. Frunció los labios y se hizo el propósito de mencionar lo que había visto, cuando llegara el momento adecuado. Su señora conocía a la muchacha, estaba segura. Habría que hacer algo al respecto.
Una vez tomada la decisión, acabó de desvestirse, se metió en la cama y se quedó dormida como un tronco.
Luc despertó al sentir que lo acariciaban unas manos femeninas. Alguien le estaba acariciando el pecho, deslizando las manos por su torso con afán posesivo antes de descender por sus costados y seguir hacia abajo, hasta detenerse sobre sus caderas. Las indagadoras manos hicieron un alto allí, pero no tardaron en cerrarse en torno a su erección matinal. No era un sueño. Eran cálidas y su tacto resultaba increíblemente real.
Gimió y se movió mientras su mente registraba el cálido peso de la mujer sobre sus piernas. Quienquiera que fuese estaba sentada a horcajadas sobre él, mirándolo. Detalle que bastó para despertarlo del todo en cuanto recordó la identidad de la misteriosa mujer.
Se las arregló para reprimir el impulso de abrir los ojos. Ya tenía la boca seca y no estaba seguro de poder enfrentarse a la imagen que tendría frente a él. Se esforzó por mantener una expresión impasible, aun cuando dudaba de que ella lo estuviera mirando a la cara. Lo más difícil fue seguir respirando con normalidad, sobre todo cuando esas manos comenzaron a acariciar y explorar.
De repente, las manos se alejaron, aunque regresaron al instante. Se colocaron sobre su cintura y fueron ascendiendo por su pecho hasta detenerse en los hombros. Lo mejor de todo fue que a las manos les siguió el cuerpo a medida que se tumbaba sobre él.
No le quedó más remedio que mirar. Abrió un poco los ojos y la observó con disimulo. Lo estaba mirando, esperándolo… esos ojos del color de un cielo de verano lo contemplaban abiertos de par en par, con una expresión tierna. Sus labios esbozaban una sonrisa.
El cariz de esa sonrisa fue su perdición. Sintió que su cuerpo se tensaba por el férreo autocontrol que estaba demostrando a la hora de contenerse. Después del salvaje interludio, del ardor desinhibido de la noche anterior, un poco de ternura no estaría de más. Tumbarla de espaldas en el colchón y penetrarla sin más preámbulos no le haría ganar ningún punto.
Y si Amelia había adivinado la verdad, sería de lo más revelador y ridículo. Se suponía que debía mantener las riendas con sereno control.
No obstante, en su mirada había una seguridad que estaba convencido de no haber visto antes. Cuando esos ojos azules descendieron hasta sus labios, se preguntó si estaba a punto de confesarle que lo había calado por completo y que a partir de ese momento bailaría al son que ella tocara.
Enarboló sus defensas y reunió con rapidez unos cuantos argumentos que respaldaran su negativa; entretanto, ella soltó un gemido gutural y se estiró sobre él para besarlo en los labios.
Fue un beso suave, lento y persuasivo; un ruego delicado y sutil.
—Más —le dijo sin apartarse, antes de volver a besarlo y acariciarlo con la lengua. Una lengua que se coló en el interior de su boca cuando él separó los labios para recibirla, y que estuvo dispuesta a entregarse en cuanto la suya salió al encuentro—. Hay más, mucho más y tú lo sabes todo…
Ella ladeó la cabeza para volver a besarlo. Esos turgentes y sedosos senos, innegablemente femeninos, se apretaron contra la parte superior de su pecho y sintió el roce de sus endurecidos pezones. Sus manos se habían movido por iniciativa propia para acariciar la larga curva de esa espalda antes de aferrarle las nalgas.
—Quiero que me enseñes —prosiguió ella.
Le dio un último beso y se alejó tras propinarle un tironcito a su labio inferior.
El deseo le había nublado la razón. Esa otra parte de su cuerpo que Amelia había incitado poco antes estaba atrapada entre sus muslos y palpitaba de forma dolorosa. Parpadeó mientras contemplaba, aturdido, esos sensuales ojos de sirena.
—¿Quieres que te enseñe más? —Esa voz no era suya. Sonaba ronca y un poco áspera a causa de la pasión que ella había conseguido despertar del modo más efectivo.
—Quiero que me enseñes… —dijo e hizo una pausa mientras enfrentaba su mirada con descaro— todo lo que sepas.
Era bastante posible que para ello le hicieran falta los siguientes cincuenta años, sobre todo si tenía en cuenta los innumerables descubrimientos que hacía cada vez que estaba con ella. Era suya. Esa mujer que estaba demostrando ser mucho más de lo que había supuesto era suya.
Y pareció tomar su silencio como una afirmación. Entornó los párpados y ocultó su expresión mientras a sus labios asomaba una sonrisa en extremo femenina.
—Podrías enseñarme algo ahora mismo.
La invitación era tan flagrante que lo dejó sin aliento. El impulso de actuar se adueñó de todo su cuerpo.
Ella alzó los párpados y lo miró a los ojos con las cejas alzadas.
—Si es que estás a la altura de las circunstancias.
No pudo evitarlo. Luc echó la cabeza hacia atrás, sobre los almohadones, y estalló en carcajadas. Ella sonrió e intentó apartarse, pero no se lo permitió. Sus brazos la mantuvieron donde estaba. A la postre, fue testigo del momento en el que comprendió el motivo de sus carcajadas. El motivo que había logrado aliviar la tensión que se había apoderado de su cuerpo y, a la vez, había puesto de manifiesto su fuerza y la promesa de que la utilizaría. Después de todo, era mucho más fuerte que ella.
Tomó nota de la reacción de Amelia para tenerla presente en el futuro; tomó nota de la necesidad de ir despacio hasta estar seguro de lo que ella prefería. Aunque no la conociera lo suficiente, la noche anterior…
Su lengua le recorrió el labio inferior; esos ojos azules, brillantes y ávidos, aunque un tanto inseguros, regresaron a los suyos.
—¿Podemos hacerlo así?
Luc esbozó una lenta sonrisa.
—Ya lo creo que sí…
Ella alzó las cejas y sonrió.
—¿Cómo? Enséñame.
La miró a los ojos al tiempo que deslizaba las manos desde su cintura hasta la parte trasera de sus muslos, demorándose un instante en las caderas. Una vez allí, tiró de ella hacia arriba, de modo que sus rodillas quedaran a la altura de sus costados. En esa postura, la aferró por las caderas y la instó a descender poco a poco por su torso hasta que ambos sintieron que sus cuerpos se acariciaban del modo más íntimo y sagrado.
Había asumido que ya estaría excitada y no lo decepcionó. La entrada de su cuerpo estaba húmeda, hinchada y suave por el deseo. La guio un poco más hasta introducirse parcialmente en esa cálida humedad y se detuvo.
—Apóyate en mi pecho e incorpórate poco a poco.
Ella lo obedeció. La expresión de su rostro cuando comprendió lo que sucedería, lo que sucedería de forma natural, no tuvo precio. Cuando estaba a medio camino, sentada a horcajadas sobre él con la mitad de su verga hundida en ella, lo miró con los ojos desorbitados al comprender que en esa posición podía controlar el ritmo y la velocidad de sus movimientos. Que sería ella la que tendría el control.
En ese momento cerró los ojos, tensó los brazos y le apretó los costados con las rodillas mientras lo tomaba poco a poco, experimentando con los movimientos hasta que lo tuvo hundido en ella hasta el fondo.
Luc era incapaz de respirar, pero enfrentó su mirada cuando ella abrió los ojos y lo aprisionó en su interior.
—Y ahora, ¿qué?
Reírse, aunque fuera una risilla angustiada, estaba fuera de toda cuestión. El control que ejercía sobre sus demonios y la necesidad de estos de tomarla con desenfreno pendía de un hilo.
—Ahora, tú decides cómo quieres moverte.
Amelia parpadeó y lo intentó.
Y descubrió que le encantaba…
Cosa que fue obvia debido a los suaves gemidos que escaparon de su garganta cuando se deslizó sobre él y volvió a bajar con el gozo pintado en el rostro. Repitió el movimiento varias veces.
Decidió que aquello era delicioso. El placer más puro y exquisito. No había conocido ninguna mañana como esa, llena de descubrimientos y rebosante de promesas. Se entregó a ambos, a los descubrimientos y a las promesas, y experimentó todo lo que pudo, obteniendo placer y dándoselo a él.
Disfrutó muchísimo. Por intenso que hubiera sido el placer que conoció la noche anterior, ese momento era el paraíso, porque podía observar el rostro de Luc con los ojos entornados mientras se movía sobre él, utilizando su cuerpo para acariciarlo, y era ella la que decidía cuándo su miembro la llenaba por completo y cuándo se deslizaba de la forma más satisfactoria.
El sol ascendió por el horizonte y sus rayos iluminaron un paisaje empapado por la lluvia. Entraron por las ventanas e inundaron la cama. Su luz se derramó sobre ellos y su calidez fue como una delicada bendición.
Luc le estaba acariciando los pechos, pero movió las manos por su cuerpo, recorriendo las curvas y los contornos mientras los sometía a un intenso escrutinio, como si fuera un experto conocedor del tema que contemplara una nueva adquisición. Una adquisición que le reportaba un placer absoluto. Amelia estuvo segura de ello porque, a medida que la pasión crecía y se extendía por sus cuerpos, se sintió arder y el rostro de Luc se crispó por el deseo.
Volvió a colocarle las manos en los senos y, en esa ocasión, sus caricias fueron más intensas, más exigentes. Se incorporó para apoyarse sobre un codo mientras que su otra mano, que le había colocado en la base de la espalda, la instaba a inclinarse hacia él de modo que pudiera tomar un enhiesto pezón con los labios.
Las caricias de esa lengua y esos labios estaban conectados con los envites de sus caderas de algún modo que le resultaba incomprensible. La pasión siguió creciendo hasta que se vio obligada a apoyarse en su pecho, donde enterró los dedos en el vello que lo cubría. La mano que le acariciaba la espalda descendió hasta cerrarse sobre la enfebrecida curva de una cadera. Luc le limitó los movimientos, pero a cambio comenzó a moverse bajo ella, embistiéndola con un ritmo poderoso y arrollador del que era partícipe en esa ocasión. Se ajustó al ritmo que él impuso sin interrumpir el festín que estaba dándose con su pecho.
El tempo siguió aumentando hasta que creyó que le estallaría el corazón. Que la tensión que se había adueñado de ella la despedazaría.
Y así fue. La tensión se fragmentó en exquisitas sensaciones mientras el gozo más puro le invadía las venas, le recorría la piel y llegaba hasta sus párpados cerrados, inundándola por completo.
Luc se echó hacia atrás y la aferró con fuerza por las caderas, impidiendo que se moviera y dejando que su miembro la llenara al máximo. Con la cabeza apoyada sobre los almohadones y la respiración visiblemente acelerada, apretó los dientes y reprimió todos sus impulsos mientras la observaba. Mientras observaba cómo alcanzaba el clímax y saboreaba la fuerza de esos músculos que se cerraron en torno a él con cada espasmo, a la espera de que pasara el último estremecimiento, por más que el proceso lo dejara al borde del precipicio.
Todo vestigio de tensión abandonó el cuerpo de Amelia mientras se dejaba caer sobre su pecho. La sostuvo y rodó sobre el colchón con ella entre los brazos para dejarla apoyada en los almohadones.
Y se hundió de nuevo en ella.
A pesar de estar saciada, abrió los ojos y parpadeó. Luc se movió en su interior y ella se excitó al instante, acompañándolo con avidez y entregándose de tal modo que lo dejó estremecido. Se apoderó de su boca. Ella separó los labios y le dio la bienvenida. Se movieron juntos y convirtieron el refugio de los almohadones en un mundo propio.
Un mundo de sensaciones ilimitadas, un verde prado donde el poder fluía sin tapujos. Ese poder que imbuía su unión y que, como antes, les ofrecía y prometía una pródiga recompensa.
Lo tomaron, lo aferraron con ambas manos y permitieron que los poseyera; dejaron que los inundara.
Hasta el punto de ebullición. Luc interrumpió el beso lo justo para jadear:
—Rodéame… Rodéame la cintura con las piernas.
Ella lo obedeció de inmediato. Luc gimió cuando la penetró hasta el centro mismo de su ser.
El poder los fundió. Cayó sobre ellos como una ola y los arrastró. Por completo.
Él se rindió sin rechistar y supo que ella haría lo mismo. Escuchó el delicado grito que surgió de los labios de Amelia cuando llegó al clímax. La siguió sin demora, aferrándola con fuerza.
Y supo en ese instante de absoluta lucidez que ella, al igual que ese poder, se había convertido en la piedra angular de su vida.